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Canciones para Javier

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Cancionero

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CANCIONES PARA JAVIER

Chabuca Granda había conocido la vida, obra y trágica muerte del joven poeta Javier Heraud a través de César Calvo y otros poetas de esa generación del 60, quienes la visitaban con frecuencia. Al explicar las razones detrás de este ciclo, la propia artista se dirigió al poeta y le confesó:

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Joven ausente: firmemente creo que todos te asesinamos en ese domingo crudelísimo, ese 15 de mayo de 1963, en aquella cacería desalmada que se desató en Puerto Maldonado. (Granda, 1979, p. 25)

Conmovida por la pérdida de un joven —apenas mayor por unos meses que el primero de sus hijos—, artista como ella, en su poesía «pone la cualidad de Heraud-poeta delante de la condición Heraud-guerrillero» (Romero, 2015, p. 118) y es sobre ese Javier que canta la voz de Chabuca en las composiciones creadas entre 1968 y 1973: Desde el techo vecino o Tu zapato, El fusil del poeta es una rosa, Las flores buenas de Javier, Silencio para ser cantado o La camisa, Un bosque armado y Un cuento silencioso. Sobre estas creaciones, grabadas por Miryam Quiñones y el cubano Vicente Feliú en 2005, reflexiona Miryam: «El ciclo a Javier Heraud es un paso a otra dimensión, los temas que lo conforman son joyas poético musicales, de un lirismo y armonía extraordinarios, que merecerían ser más valorados y difundidos. Son piezas muy especiales, delicadísimas pero, a la vez, complejas y potentes, que te van llevando por un caudal de emociones de un modo magistral y que nunca te dejarán indiferente» (Quiñones, 2020, comunicación personal).

En El fusil del poeta es una rosa, Chabuca resalta la naturaleza retórica de un joven poeta: frases como «con un fusil hecho de cualquier cosa, / quizás de arroz, quién sabe de una rosa» —que exhibe una aliteración que reafirma esta naturaleza— o de manera aún más evidente al citar al propio Heraud, cuyas palabras matizaron el tintero de la artista para siempre. En el último verso de la primera estrofa, «simplemente sucede y como dijo», encontramos un llamado a «Yo nunca me río de la muerte», del poemario El viaje, de 1961, así como en la última estrofa, «[...] no tengo / miedo / de / morir / entre / pájaros y árboles», predicción que funciona como eufemismo del mortal resultado por el cual se le culpa al poeta de haber jugado en esa guerra de verdad cargando como fusil una rosa.

El yo poético asume colectivamente la responsabilidad por la muerte del joven artista, en Las flores buenas de Javier, a quien eleva preguntas sobre «la muerte que le dimos»: «Óyeme, hermano, / contesta hasta mi sombra... / ¿Qué piensas de la muerte / que te dimos y el frío?».

Mas, luego, le suplica que regrese «Desde un triste tañer, joven ausente», en evidente relación con la tonada de una guitarra que acompaña sus sonoras palabras.

En Desde el techo vecino, se narra la historia del zapato de un niño que, luego de un exabrupto, fue arrojado al techo de la casa vecina, donde quedó abandonado, para eterno recuerdo de su madre: «Un zapato oscuro ha quedado en la azotea / a la manera que andaba y te calzaba; / ha quedado solo tu camino, niño». Los versos que siguen convocan de manera constante al poema «Mi casa muerta» de Heraud, a través de las manzanas, las granadas y su «alta ventana mañanera»14:

La ventana hacia el árbol de manzanas idas, las granadas verdes y las rojas granadas, las fresas, las moras, duraznos y naranjos.

«No derrumben mi casa», habías dicho, «aunque las puertas, tercamente abiertas, inviten a la muerte a llevarme con mi casa abierta».

Mataron tu casa, la palmera y tu alta ventana mañanera.

De igual manera, en Silencio para ser cantado, compuesta en 1971, como si se tratara de una aparición, el yo poético alza su reclamo a través de una pregunta retórica: «¿Quién recogió mi camisa del agua, / labrada de patria, guerrilla y canoa? / La agité muriendo a la orilla / de mi vida, abierta en hoguera; / ¿quién vino hasta el río para recogerla?». En la segunda sección, la misma voz se dirige duramente al soldado para sancionarlo: «Al recogerla con tu bayoneta, / ondeó en mi camisa tu bandera nueva / y mi sangre antigua, en el limo del río, / lavó la camisa, lavó la memoria; / y yo sé, soldado, que usas mi camisa / labrada de patria, guerrilla y canoa; / yo sigo viviendo dentro de tu camisa, / vestido de limo, debajo de un río».

Un bosque armado y Un cuento silencioso fueron escritas en 1972 y 1973, respectivamente. La primera de estas vuelve a narrar la historia de la muerte, esta vez con frases que evocan, cada una, una imagen que se construye como un sueño. La primera estrofa nos da una idea de la escena

14. Siempre vale la pena citarlo, mucho más leerlo: «No derrumben mi casa / vieja, había dicho. / No derrumben mi casa. / [...] El durazno y el naranjo / habían muerto anteriormente, / pero teníamos también / (¡cómo olvidarlo!) / un árbol de granadas. / Granadas que salían / de su tronco, / rojas, / verdes, / el árbol se mezclaba / con el muro, / y al lado, / en la calle, / un tronco que / daba moras / cada año, / que llenaba de hojas / en otoño las puertas/ de mi casa. / [...] Pero mataron mi casa, / mi dormitorio con su / alta ventana mañanera. / Y no quedó nada / del granado, / las moras ya no / ensucian mis zapatos, / del manzano sólo veo / hoy día, / un triste tronco que / llora sus manzanas / y sus niños» (Heraud, 1961, s. n. p.).

completa: «Una canoa en Puerto Maldonado, / en la canoa un grito y un disparo, / una ribera sorda, más disparos, / un guerrillero muerto y un remero». La segunda, por su parte, podríamos leerla como la experiencia transformadora que la vida y obra de Heraud tuvo sobre nuestra artista. Así, la primera vuelta gira en torno a una alegoría de «cuentos imposibles» que estarían refiriendo a su propia obra, esa que hizo de Lima una ilusión no solo posible, sino verdadera, y que, al final, decepcionó a Chabuca cuando la realidad se descubrió tan atroz: «De ser posible... // Contaría / un cuento silencioso de colores / y en verano transcurrido. // [...] Habría así tejido algún verano / de suerte que el invierno no llegara; / dicen que el mundo ha de morir de frío». Acierta el musicólogo Raúl Romero cuando describe este desencanto, puesto que, «aunque no estuviera acompañado de un discurso manifiesto, el rompimiento fue limpio y tajante» (Romero, 2015, p. 118).

Más explícitamente, la segunda vuelta parte desde la muerte del poeta —«Mi cuento... // Comenzaba barbotando / con la sangre de un poeta»— para pasar de inmediato al impacto que tuvo esta sobre su palabra: «Clarinaba / su palabra acribillada; / de pronto, en mis ojos, / se borraron los espejos». Sin embargo, concluye la canción con un final abierto que más bien deja un atisbo de esperanza: «En otros // cantarán los arcoíris».

En lo que concierne a la música de estas piezas, salvo Desde el techo vecino y Un bosque armado —escritas en 4/4, la primera, y en un más caprichoso 8/8, la segunda15—, gobierna la clave de paracutá. Respecto de las armonías, el rango de complejidad varía entre estas composiciones: aquellas que no tienen más que un ciclo de acordes que se repite ad infinitum, como la inédita Una rosa en el hombro, o con apenas un cambio, como Silencio para ser cantado, que pasa en la sección del medio a la relativa mayor, sin escapar de la tonalidad central, o Un bosque armado, que se sostiene sobre el paso entre tónica y subdominante, con una temporal modulación a la tonalidad menor que regresa rápidamente al limbo armónico que con tanta inteligencia retrata a esa «[...] canoa en Puerto Maldonado, [...] / un guerrillero muerto y un remero». Pero quizá sea Las flores buenas de Javier la que más se ciñe a las pretensiones de nuestra artista por lograr la perfecta afinidad entre poesía y música, con un desarrollo melódico que se mueve a lo largo de la canción para responder sensiblemente a la letra.

Así, en la primera sección, que abarca desde el primer compás hasta el noveno, el yo poético invoca —«Óyeme, hermano, / contesta hasta mi sombra...»— con una solemne monotonía melódica que se desarrolla sobre una armonía tensa construida alrededor del dominante.

15. Agrupada en tres grupos, dos de tres golpes de corchea y uno de dos —1, 2, 3, 1, 2, 3, 1, 2—, división que dota de cierto carácter ternario al otrora binario 4/4. El brillante compositor argentino Astor Piazzolla se había servido del mismo recurso rítmico, y amplió generosamente las posibilidades del tango argentino.

Las flores buenas de Javier. Transcripción basada en la grabación de la autora para el LP Chabuca Granda... y don Luis González, de 1974.

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