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manera» de celebrar al Dios de los naturales
LA DANZA COLONIAL: DE LA IDOLATRÍA DEL TAKI A LA «JUSTA MANERA» DE CELEBRAR AL DIOS DE LOS NATURALES
Hallándome yo una vez en un pueblo de la provincia del Collao a la procesión del Corpus Christi, conté en ella cuarenta danzas destas, diferentes unas de otras, que imitaban en el traje, cantar y modo de bailar, las naciones de indios cuyas eran propias.
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Bernabé Cobo, Historia del nuevo mundo, 1653
El espacio celebratorio de la fiesta religiosa evidencia una de las expresiones más vívidas de la cultura popular en el altiplano peruano y señala la manera en la cual una serie de prácticas rituales de la población colonial indígena, criolla, mestiza y africana empezó a ser mutuamente compartida y a hibridarse. Al mismo tiempo, la fiesta se convirtió en uno de los escenarios claves para el desarrollo de la evangelización de los naturales entre los siglos XVI y XVII, como espacio sobre el cual el clero católico buscó normar las creencias religiosas, introduciendo nuevas maneras de expresar la fe entre los indígenas. Y, en este escenario, la danza se convirtió en el corazón de las formas de religiosidad popular, siendo también una de las prácticas que mayor debate generaría entre los evangelizadores, entre quienes vieron en ella una forma válida de ritualidad popular y aquellos que reclamaron su proscripción del mundo celebratorio de los neófitos cristianos.
«Los bailes fueron uno de los elementos que las autoridades coloniales debieron de tener en cuenta en sus políticas culturales. Una de las piezas importantes para la construcción de un proyecto de sociedad de acuerdo a las ideas del buen gobierno, los bailes eran también una realidad que la primera evangelización no podía eludir. Las primeras políticas
implementadas fueron de adecuación y asimilación a las ceremonias católicas. Sustituidos los objetos a los que rendían culto los bailes, el problema estaba resuelto» (Estenssoro, 1992).
Los debates que se abrieron al interior de la iglesia colonial evidenciaron la necesidad de reflexionar acerca de la posibilidad de aceptar la continuidad de los bailes indígenas, entendiéndolos como prácticas válidas para celebrar a Dios y no como manifestaciones idolátricas que, clandestinamente, podían seguir manteniendo los conversos andinos.
Desde los primeros testimonios de la conquista y la temprana evangelización se nos ofrecen descripciones de la multiplicidad de danzas y el valor ritual, tanto religioso como político, que tenían para la población indígena. Así, en las tempranas crónicas de la conquista, como en el caso de Cristóbal de Molina [1943 (1575)], se anota la diversidad de danzas que acompañaron las fiestas de junio de 1535, en el Cusco. En esos mismos años, Miguel de Estete [1918 (1535)] hace lo propio, describiendo la realización de bailes y cantos durante las celebraciones a la victoria militar de los cusqueños y españoles sobre las huestes de Atahualpa. Pedro Pizarro [2013 (1571)], por su parte, registra los grandes takis que acompañaron el avance de las tropas castellanas desde Tumbes hasta la costa central. A su vez, Cieza de León [1984 (1550)] anota la presencia de danzas en la fiesta de mayo en Lampa5 .
Una vez que la evangelización fue transformando el universo religioso andino, algunas de las crónicas dejan testimonio de la realización de bailes específicos como, por ejemplo, los llama-llama y los huacones, que se presentaban durante la fiesta del Itu, celebrada de manera ordinaria, en el mes de noviembre y descrita por Juan Polo de Ondegardo [1916 (1559)], o el testimonio de Fernando de Montesinos (1957), quien señala el extraordinario esfuerzo y recursos que exigía la realización de las danzas durante la celebración del Corpus Christi en Huamanga y Cusco, festividad en la cual el autor encuentra entre 30 y 40 bailes distintos. Mientras que algunos de estos autores no descalifican la realización de los bailes indígenas, otros ven en los mismos una disimulada reminiscencia a creencias idolátricas (o diabólicas) anteriores a la cristianización (Zuidema, 1999).
5. Una descripción acerca de las danzas indígenas, anotadas en los testimonios y crónicas del siglo XVI, se presenta en Jiménez Borja (1950).
Inicialmente, la iglesia en los Andes se muestra tolerante frente a la práctica de las danzas, a diferencia de otras expresiones rituales, como el culto a los mallquis, que fue proscrito. Así, mientras que el Concilio de Lima de 1551 ataca el culto a los muertos, se muestra, en general, permisivo con relación a los takis. De igual modo, el segundo Concilio de Lima (1567) reclamará a los curas de indios mayor atención con relación al culto a los ídolos que, en muchos casos, mantenían los indígenas durante las procesiones de imágenes cristianas. Este concilio reglamentó por vez primera la extirpación de idolatrías. Sin embargo, será tolerante con relación a las prácticas públicas de la danza indígena:
«(...) aunque ya se sabe que todas las fiestas, y especialmente aquellas ligadas con el ciclo agrario, tienen un significado y una función religiosa, sin embargo, no las prohíbe categóricamente; por el contrario, se limita a condenar sus implicaciones "demoníacas” y a recomendar a los curas que enseñen a los Indios que el verdadero destinatario de estas ceremonias debe ser Dios, y sólo a él le deben agradecer el grano y el pan que comen» (Ares, 1982: 450).
Juan Carlos Estenssoro plantea que, si solo se tiene en cuenta los textos de leyes y prohibiciones del siglo XVI, parece haber existido un consenso con relación a la interdicción de los bailes tradicionales y el control de los nuevos. La iglesia reunida en el segundo Concilio de Lima no se decidió por la prohibición total de los antiguos takis6, más bien, exigió a los curas de indios vigilar que no se celebraran en honor al «diablo» pero mantuvo la política de sustitución, es decir, cambiar su referente en favor del Dios cristiano, celebrado en las fiestas católicas (Estenssoro, 2003: 170).
La vigencia de numerosos bailes dentro de la liturgia indígena exigió a los evangelizadores tomar una postura con relación a estos. Y, ante este desafío, se plantearon dos posibilidades: elaborar un nuevo ceremonial a partir de «puentes culturales» que expresaran su afinidad con las ceremonias precristianas o reutilizar el ceremonial preexistente. Frente a este dilema, la respuesta de las diferentes órdenes presentes en los Andes fue disímil, además que fue variando con los años, pasando de una mayor aculturación e imposición —como fue el caso de los
6. Es la argumentación de Guamán Poma de Ayala quien insistirá en la existencia de takis sin idolatría. «Para él las fiestas se deben mantener con total libertad, en tanto son parte de la vida comunal. Una coincidencia con una actitud de los dominicos en Chucuito es la insistencia de que nadie tiene la autoridad de intervenir para impedirlas. (...)» (Estenssoro, 1992: 369)
agustinos— a una mayor comprensión del universo cultural indígena, como fue el caso de los dominicos:
«(...) con el empleo de bailes tradicionales en ritos católicos, que al parecer estaba extendido más allá de la orden dominica, queda de una forma bastante clara que estas manifestaciones eran de por sí percibidas como religiosamente neutras, realmente aislables de su función religiosa anterior. Bastaba con cambiar el objeto de culto hacia el cual estaban dirigidas y serían perfectamente válidas, manifestación del cristianismo de los indios» (Estenssoro, 1992: 361)7 .
A decir de Estenssoro, se evidencia que muchos evangelizadores tempranos no observaron que los bailes, en sí, fueran una expresión demoníaca o contrarios al mensaje cristiano. Y, si había que encontrar y perseguir la idolatría, esta no se hallaba en los bailes, sino más bien «en el objeto de culto en aquello a lo cual el baile rendía homenaje» (Estenssoro, 1990).
Además, el debate teológico acerca del sentido de las danzas en el temprano mundo colonial iba más allá del espacio religioso indígena. Estenssoro (1992) señala que, hacia mediados del siglo XVI, las primeras danzas «paganas» cristianizadas fueron asociadas a las cofradías negras en la ciudad de Lima; el Cabildo municipal tuvo que emitir determinadas disposiciones para normar y proscribir el uso de tambores en las danzas, pues podría estar vinculado a prácticas idolátricas, además de dar la impresión de descontrol o inspirar a revueltas en la plebe urbana8 . Asimismo, algunas de las primeras advertencias con relación al uso de los taki recaen sobre los moriscos —antiguos creyentes islámicos recientemente convertidos al cristianismo— quienes, subrepticiamente, podían usarlos para el proselitismo musulmán, aprovechando la «inocencia» propia de los neófitos indígenas:
7. Con relación al uso de las prácticas festivas indígenas como herramienta de conversión, señala Berta Ares que: «La utilización de determinados elementos de las culturas autóctonas como las melodías musicales, las danzas, etc. en beneficio de la evangelización y como mecanismo de persuasión es lo suficientemente seductora para que los Jesuitas y los religiosos en general no tengan en cuenta su ambigüedad» (Ares, 1984: 455). 8. Asimismo, debemos reconocer la importancia de los espacios de «encuentro cultural» en las ciudades y villas, como fueron las ferias, fiestas y carnavales, donde indios, africanos y peninsulares pudieron conjugar elementos y prácticas asociadas al ánimo festivo. Es lo que permitió, por ejemplo, la incorporación de instrumentos musicales como trompetas, guitarras, órganos y violines en las comparsas indígenas.
«(...) El universo festivo se impregnaba (…) del mestizaje biológico y cultural que alimentaba a la sociedad colonial. Los indígenas, sobre todo, pero también los africanos y las castas, debían ser incorporados de alguna forma al sistema de signos y de práctica impuestas al conjunto de la sociedad, si bien en los rangos inferiores que les estaban reservados (...) A través de estas organizaciones se orientará institucionalmente el adoctrinamiento y la preparación para la actuación devocional de estos grupos en el calendario litúrgico» (Valenzuela, 2001: 149)9 .
Tenemos dos explicaciones para entender la manera en que las danzas indígenas se incorporaron en las ceremonias católicas: por sustitución, debido a las «coincidencias» de las fiestas agrícolas andinas con las fechas del calendario litúrgico católico, generándose superposiciones, siendo el caso del Inti Raymi, convertido ahora en el Corpus Christi, el más importante; y por otro lado, por analogía o afinidad formal con ciertas «necesidades de las celebraciones cristianas» (Estenssoro, 2003: 61). En este caso, se puede argumentar que los takis, además de estar vinculados a las celebraciones religiosas, eran también una especie de performance representada ante miembros de la elite política indígena, jefes étnicos que eran transportados en literas, práctica que luego debió asociarse a los recorridos procesionales de las imágenes religiosas católicas: «(…) este género de baile, que existía previamente, era el que más fácil se adaptaría al recorrido de las procesiones cristianas, que era la ocasión en que tradicionalmente las costumbres españolas incorporaban los bailes a las celebraciones religiosas». Pero, además, este tipo de bailes procesionales «(...) siguieron siendo empleados con fines religiosos católicos, cuando aún subsistía la costumbre de utilizarlos para las autoridades locales, tanto indígenas como españolas» (Estenssoro, 1992: 362)10 .
De esta manera, la iglesia colonial pudo hacer una separación entre los bailes «públicos» que finalmente fueron controlados y normalizados, frente a los bailes y cantos privados que, por lo general, se asociaban a
9. Asimismo, debemos ampliar nuestra mirada al momento de reflexionar sobre la hibridez cultural en los Andes, evitando reducir las transformaciones religiosas a la oposición indios/peninsulares o pensar que la respuesta de la población indígena al cristianismo se expresa unidimensionalmente frente a la «infinidad de movimientos posibles» (Estenssoro, 2003: 161). 10. A la larga, el término taki es asumido por los textos oficiales como «una palabra para designar de forma global las manifestaciones tradicionales que incluían danzas, constantemente se la asocia con borrachera y se convierte en sinónimo de idolatría. A ella se contrapone la palabra «baile» que designa los bailes aceptados (cristianizados o nuevos), pero también los bailes tradicionales que podían estar en debate» (Estenssoro, op.cit. 364).
creencias más tradicionales y, por tanto, ajenos a la influencia cristiana. Las prácticas que serían condenadas y perseguidas por el clero fueron las fiestas domésticas, privadas y familiares (que, en principio, son más difíciles de «vigilar»), mientras que las prácticas públicas, entre ellas, los bailes, pudieron mantenerse dentro del espectro de la celebración católica popular. Se entiende, según la documentación existente, la obligación de sancionar las «borracheras» y takis, más estos podían permitirse en caso de licencia otorgada por el doctrinero, quien debía encargarse de confirmar que estos bailes eran «al servicio» de la fe cristiana: «(...) si la Iglesia americana permitió las danzas de Indios en sus fiestas y procesiones es porque la danza puede ser también considerada, en el seno de la religión cristiana, una manera de glorificar a Dios» (Ares, 1984: 459)11 .
Pero también hay que recordar que, en el contexto de la temprana evangelización, bajo la influencia del concilio de Trento, la iglesia terminó reconociendo que la danza indígena era una manifestación que enriquecía el ornato y las formas externas del ceremonial católico, tal como se evidencia en fiestas como la del Corpus Christi «(…) liturgia de carácter popular capaz de arrastrar con su brillante magia la imaginación del indígena, haciéndole además partícipe enmascarado de esos personajes que quería el cristianismo subrayar como enemigos de la iglesia» (Guerra, 2000: 188). En este sentido:
«La importancia del ornato y la fastuosidad, propias de una estética barroca, entendían que las danzas eran una herramienta útil para atraer a las multitudes de indígenas a la fiesta y el seno de la religión, aunque la participación de los indígenas sentara un dilema por el "doble" carácter ritual que sus danzas significaban» (Ares, 1984).
Como afirma Estenssoro, el sistema colonial terminó entendiendo que los indios debían bailar. La pregunta era, cómo debían hacerlo. La normalización de los bailes estuvo en manos de los evangelizadores y también de especialistas, como los llamados «maestros de danzas», cuya función era organizar los bailes en fiestas y ceremonias civiles y religiosas
11. La autora argumenta que los religiosos debieron introducir importantes transformaciones en las danzas indígenas, por ejemplo, con el nombramiento de
«directores de escena» en muchas de las grandes celebraciones religiosas (como, efectivamente, refiere el cronista Bernabé Cobo [1956 (1610)] de la beatificación de San Ignacio de Loyola, en el Cusco). En otros casos, las comparsas de danzas eran organizadas por cofradías en las cuales, al menos formalmente, existía una supervisión por parte de los sacerdotes.
(Estenssoro, 1989). Así, la música y baile indígena fueron considerados en los textos barrocos, como estéticamente equivalentes a la música española.
«El principio fue asumido por evangelizadores y convertidos y se consideraba que daba lugar a actos de devoción más meritorios (…) que la adopción de ceremonias españolas. La apropiación o integración (…) de estos ritos suponía hacer concesiones, relajar ciertas reglas, tolerar ciertas trasgresiones. Se acogerá con entusiasmo disfraces, máscaras, gestos (…) e incluso movimientos complejos del cuerpo que baila al interior de las iglesias, comportamientos cuya legitimidad se había desde siempre visto confrontada a cuestionamientos en la tradición católica» (Estenssoro, 2003: 170-171)
Sin embargo, para mediados del siglo XVII, en la medida que los evangelizadores empezaban a ser más conscientes de los «potenciales» significados idolátricos de los bailes indígenas, se fortalecieron las críticas que exigieron su eliminación. Así, por ejemplo, el desarrollo de las campañas de extirpación de idolatrías (1609-1671) buscó la erradicación de todo tipo de takis, entendidos como prácticas de resistencia política y cultural frente al dominio colonial de la «república cristiana». Tarea irrealizable una vez que, dentro del imaginario popular colonial, el baile y la música indígena ya habían sido asumidos como formas valederas de celebrar la fe cristiana12 . En este sentido, los extirpadores «[...] quitaron muchas cosas, dejándoles los bailes por ser regocijo, prohibiéndoles los cantares antiguos» (Ramos Gavilán, 1988 [1621]: 154). Por su parte, Garcilaso de la Vega [2010 [1613)] es verdaderamente elocuente al señalar la manera en que el mundo celebratorio indígena fue impregnado de elementos de la piedad católica, como la devoción a los santos, vírgenes y cruces, convirtiendo la fiesta religiosa en la expresión más significativa del imaginario y la espiritualidad popular en el Nuevo Mundo.
12. Para el caso específico del Altiplano, testimonios del siglo XVII, como las crónicas del jesuita Bernabé Cobo y el mestizo Garcilaso de la Vega anotan la importancia del sicu o flauta andina, instrumento musical esencial de las celebraciones rituales indígenas en el Altiplano. Por su lado, la crónica de Antonio de la Calancha destaca la importancia ritual de la fiesta patronal entre los conversos altiplánicos: «tenían los indios prevenida y bien adornada la plaza con arcos de flores verde juncia y diversos ramos y acompañaban la procesión con danza de varios géneros de instrumentos músicos que hicieron más alegre y festivo el día» [Calancha, 1974-81 (1639)].