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Nunca te bebas los posos mรกs amargos de tu futuro.


La tentación prohibida y la tentación de prohibir “Puedo resistirlo todo, menos la tentación” Oscar Wilde “Es curioso ver como el hombre ha ido dando rienda suelta a su libertad de prohibir” Mafalda Quienes gustan de dividir el mundo en dos –esto es, aquellos que necesitan enemigos para decir que tienen amigos–, suelen trazar líneas que poco a poco se convierten en límites y más tarde en fronteras. Nadie puede sin su permiso traspasar estos confines sin ser señalado, sin la condena de ser etiquetado. Para los divididores, el mundo es una sandía que hay que cortar en dos mitades irreconciliables: ellos (o sea, los divididores) y los vividores. Los vividores conciben el mundo como una macedonia de frutas cambiantes, infinitas: burlan las fronteras, cuestionan los límites y adoran las curvas. Un vividor sólo teme que la fiesta se acabe y que no le de tiempo a apurar la penúltima copa. Así pues, divididores y vividores (los primeros etiquetaron a los segundos, nunca olvidemos esto) dirimen desde tiempos inmemoriales su lugar en el mundo. Son muchas las batallas que han tenido lugar entre ambos bandos, tantas que ambos pueden atribuirse tanto la victoria final como la derrota cercana. Unas veces parecen ganar unos, otras creemos que se hunden, pero siempre hay una dialéctica entre lo prohibido y lo placentero que es, sin duda, uno de los motores del progreso de la humanidad. La última polémica ha versado en referencia al tabaco, ese humo artificial que nos parecía tan natural. Su consumo está prohibido en todos los lugares públicos cerrados, excepto en los llamados clubs de fumadores. Por el contrario de lo que se esperaba, los fumadores (en su mayoría, de la facción vividora) han sido sumamente respetuosos con la prohibición y en bares,

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editorial discotecas y oficinas por primera vez en muchas décadas se respira bien. Nadie ha sido perjudicado, pues los no fumadores no han de tragar el humo ajeno y los que fuman lo practican obligatoriamente menos. Se ha producido la paradoja de que gracias a una restricción divididora, los vividores han salido ganando y de paso han demostrado a los demás que saben respetar y acatar la decisión de la mayoría, resultando un sano ejercicio de consenso. Esto ha enfadado notablemente al partido divididor, que se ha apresurado a reclamar el espacio público al aire libre como zona exenta de humos... del tabaco se entiende, porque no dicen nada del humo de los coches, de las fábricas, del veneno que diariamente consumimos en nuestra alimentación: no es raro encontrarse a un divididor con gesto huraño observando a un fumador que –esperando en el paso de peatones a que cientos de coches pasen–, da unas caladas a su cigarrillo. Y es que si el vividor se caracteriza por su aparente despreocupación y sabia adaptación a las normas (porque un vividor que no tiene en cuenta a los demás es sencillamente un ser egoísta y acabronado), un divididor tiene como rasgo principal de su comportamiento un deje obsesivo y enfermizo, como lo tenían los que perseguían herejes, brujas o duendes. Un divididor odia lo múltiple y por eso tiene como lema divide y vencerás. Esta batalla seguirá y pronto vendrán otras: la mayor consecuencia que ha tenido ésta es la desaparición de una costumbre pública, binómica y mañanera: el cigarrito con el café. Como una pareja bien avenida que nadie espera su separación y de repente los hemos visto pasear cada uno por su lado, ahora el café se toma siempre solo y el cigarrillo se apaga sin el consuelo redondo de la taza. A esta unión, que ya es historia, va dedicado este número de mitad doble. Vividores del mundo, vuestras son estas páginas. Porque no hay vicio más malo que el vicio de prohibir.


mitad doble nº 13 | ARTWORK | 37-48

Cigarrillos y cafés | Sobredosis de Cafeína [Luismi Palma, Cintia Domínguez, Jesús Lorente, Juan Fernández, Juan José Rivas, Flores Taboada]

| ENSAYO | 6-9 100-103

Literatura doble | Fernando Jiménez Guerra, ilustraciones de Pepe Bocanegra. Las volutas de la pluma | Regina López Muñoz, ilustraciones de Abel García.

| NARRATIVA | 10-11 12-13 14-15 16-17 27 28 30-31 32-33 34-36 50-53 55 56-59 60-31 62-63

El último café | Gabriel Vargas Zapata, fotografía de Javier Veiga. Volutas | Ana Guzmán, fotografía de Lurdes Aviñó. El Bruine Café | Carlos Martín, fotografía de Toni Hernández. Al principio me conformaba… | Sofía Rhei, fotografías de Lu Camino. La puerta crujió… | Jonatan Santos Moreno. Entre café, cigarrillos y papel | Juan Carlos Herranz. Cartas Arco Iris | Pai GGpebelsy, ilustración de la autora. Café y cigarrillo, crónica de una muerte anunciada | Victoria Osuna, ilustraciones de Pachi e Idígoras. En un bar cualquiera | Atabey Garralón. Café y concierto | Javier Navas y Luisa Santos, ilustraciones de María Flores. Lanzo mi ultimátum | Jessica Rodríguez. La casa de la epidemia | Nuria Cabello, ilustración de Manuel Gutiérrez. Café y cigarrillos | Isabel Anaya, fotografía de Toni Hernández. El café del maltrato | Vivianne Quill, fotografía de Lurdes Aviñó.

| POESÍA | 2-3, 104-105 18-19 70-71 72-73 74-75 76-77 78-79 80-81 82-83 84-85 86-87 88-91 92-93 94-95 96-97 98-99

Haikus | Laura Naranjo, fotografías de Sandra Lara y Carlos Bolívar. Los cafetales | Emig Paz, fotografía de Javier Veiga. Doppelgänger | Carmen López, ilustración de Óscar Marín Repoller. Ella me dijo así, como si tal cosa… | Rafael Calero, ilustración de Óscar Marín Repoller. Noir | Agustín Calvo Galán, ilustración de Óscar Marín Repoller. Un encuentro | Josefa Parra, ilustración de Óscar Marín Repoller. Abrirán bares que no pisaré | Antonio Orihuela ilustración de Óscar Marín Repoller. He construido un hogar de tazas vacías | Izaskun Gracia Quintana, ilustración de Óscar Marín Repoller. El gobierno del pueblo | David Leo García, ilustración de Óscar Marín Repoller. Amanece antes de tiempo | Antonia Ortega Urbano, ilustración de Óscar Marín Repoller. Sueños de seductor | Ángeles Mora, ilustración de Óscar Marín Repoller. Violet moineau (in sanguine veritas) | Ángela Jiménez, ilustración de Óscar Marín Repoller. Café y cigarrillos | Sonia Betancort, ilustración de Óscar Marín Repoller. El primero de la mañana | Antonio Blanco Carrillo, ilustr ación de Óscar Marín Repoller. El hombre que espera | Raquel Lanseros, ilustración de Óscar Marín Repoller. Con el café, café… | Christian Plaja, ilustración de Óscar Marín Repoller.

| TEATRO | 21-24 64-69

Piccolo Teatro: El cigarrillo triste | Augusto López, ilustraciones de Pío Vergara. De despertadores y cafés | Augusto López, fotografías de Fran Trujillo.

| CÓMIC | 54

El guisante atómico y la cebolla nuclear | Villena y Tomaselli.

|| mitad doble nº 13 || portada: daniel garralón | verso del canto: ladislao goldoni | | primavera de 2012 | 8 euros | © de los autores | | director: augusto lópez | | dirección de arte: daniel garralón | envíanos colaboraciones a publicacion@mitaddoble.com depósito Legal MA-1137—2005 ISSN 1888-380X www.mitaddoble.com mitad doble no se identifica necesariamente con las opiniones de sus colaboradores.


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Literatura doble

Si Augusto López ha permitido la publicación de estas líneas es muy probable que no le importe que cuente lo siguiente: cuando buscaba nombre a la revista que el lector tiene en sus manos ambos paseábamos una tarde de domingo de hace ya años por las riberas del río Guadalmedina de Málaga y meditábamos sobre alguno que pudiera ser conveniente. Casi sin pensarlo, medio en broma, medio en serio, dije, creo que sin perder el tiempo en otras tentativas: “¿y por qué no Mitad doble?” Parece que acerté al decirlo y él más aún al aceptarlo, no sólo por la sonoridad misteriosa del nombre para los ajenos a las particulares denominaciones de las proporciones entre café y leche en los bares malagueños – operación parecida que en su momento también provocó el éxito de la sonoridad del nombre de Ajoblanco, otro localismo gastronómico malagueño que acabaría convirtiéndose en marca nacional de revista con resonancias igualmente surrealistas-, sino también por la evocación inmediata que, para un conocedor avisado, conectaría café con literatura casi tan bien como lo sabía hacer el cafeinómano más famoso de la historia de la Literatura, Honoré de Balzac, que para producir su ingente producción novelística ingería litros de café, como si fuera un combustible negro que en su interior se transformara en tinta al llegar a sus dedos. El feliz hallazgo de llamar mitad doble a la casi exacta cantidad mezclada de leche y café en un vaso largo tuvo su origen al parecer en el Café Central de Málaga y en los tiempos actuales parece extraño que la fijación normalizada de ocho proporciones distintas, cada una con su nombre (algunos tan evocadores como “nube” o “sombra”), no haya dado lugar a alguna cadena internacional de franquicias con decoración presuntamente exótica de cartón piedra o con mullidos sofás para que los gafapastas consulten el correo electrónico desde sus ipads. No obstante, como ha sucedido más de una vez en la historia de los inventos, cuando alguno ve la luz en dos lugares distantes al mismo tiempo sin que parezca que nadie lo haya robado, en los viejos cafés de Trieste puede pedirse, siempre que uno esté avisado, un nero, un capo, una deca, una goccia, un lungo o un ristretto y ni rastro del diario Sur en la barra del local ni de los servilleteros de café Santa Cristina en sus mesas. Y de la antigüedad de estas denominaciones puede dar fe casi una docena de cafés en esa ciudad italiana (el Tommasseo, el Caffè degli Specchi, el Tergesteo, entre otros) que exhiben aún sus espejos velados y sus mesas de mármol en las que prejubilados alemanes de paso a las costas de Croacia se demoran unas horas tomando un spritz. Y es que la singular e íntima relación que en ciudades como Trieste existe entre literatura y Cafés (o entre denominaciones de cafés y literatura, como pasa con Mitad doble) no puede ser casual. Escribir Café en mayúsculas cuando se habla del local donde se sirve la bebida parece obligación desde Ramón Gómez de la Serna y su Pombo1 (“Cuando las cosas significan como substancia y como local lo mismo, hay que permitir esa mayúscula”). Entender el Café como lugar de encuentro y diálogo ya no puede hacerse sin evocar a Claudio Magris y su eterna mitad doble 9


pose de asiduo de uno de estos locales de Trieste: “El San Marcos es un verdadero Café, periferia de la Historia caracterizada por la fidelidad conservadora y el pluralismo liberal de sus parroquianos. Pseudocafés son aquellos en los que sienta sus reales una única tribu, poco importa si de señoras bien, de jovenzuelos de bonitas esperanzas, grupos alternativos o intelectuales del día. Toda endogamia es asfixiante: incluso los colleges, los campus universitarios, los clubs exclusivos, las clases piloto, las reuniones políticas y los simposios culturales son la negación de la vida, que es un puerto de mar.”2 Hay que recordar que fue en este rincón del Adriático, en concreto a través de la República de Venecia y sus fértiles relaciones comerciales, por donde entra masivamente el café en Europa a partir del siglo XVIII, proveniente del imperio turco, y de ahí pasa a, entre otros lugares, los salones literarios franceses, estableciendo un vínculo ya inseparable entre café, vigor e inteligencia3. No es raro, pues, que en una ciudad donde el Café se concibe como academia o como puerto de mar tenga una de las tradiciones literarias más fértiles de Europa, y que por sus calles hayan paseado Svevo, Joyce o Rilke. Es fácil encontrar placas en los Cafés de los itinerarios urbanos dedicados a estos escritores y los locales se convierten en hitos o refugios en los que el paseante puede, evocando a los propios autores cuando escribían sus obras, pararse a leer las Elegías de Duino o La conciencia de Zeno con la sensación de que, ya que los escritores murieron hace bastante tiempo, el vecino de mesa puede estar haciendo lo mismo, y ayudar a desmontar esas interesadas imágenes de la lectura como acto individual y solitario, como simple estadística de compra de libros y mera erudición y sustituirlas por otras concepciones basadas en el comentario compartido, en el préstamo y la recomendación de lecturas, en la reventa de volúmenes usados y el espigueo en el mercadillo de oportunidades y saldos, como en las viejas librerías del barrio Giuseppino o en la de Via San Nicolò de Trieste, donde un hijo del ayudante del poeta Umberto Saba todavía da conversación a quien se acerca aunque sólo sea a curiosear los volúmenes y nunca vaya a comprar ninguno. En estos tiempos de lectura digital y evanescente, de grandes superficies repletas de los demasiados libros y de hiperinflación lectora y escritora gracias a la Red resurge sin embargo, casi cuando menos se esperaba, la lectura en común, la vieja tertulia de Café en torno a los libros. Se les suele llamar clubes de lectura, y aunque han sustituido los ruidosos locales llenos de humo por las tranquilas bibliotecas, y las infusiones o el café en el termo, la intención es la misma: mantener viva la literatura a través del diálogo y el intercambio de opiniones sobre libros leídos en común. Son más de 100 en Murcia, 400 en Andalucía o incluso el doble en Castilla – La Mancha, se reúnen en bibliotecas públicas, centros de educación

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de adultos, librerías, universidades o prisiones, y en casi todos hay más mujeres que hombres en ellos4, pero pese a su carácter heterogéneo coinciden en su objetivo puramente social, de reunir individuos que buscan conversar5 con sus afines y agruparse en torno a una afición común que pueda por fin, frente al incesante ruido de los centros comerciales, el acoso de los anuncios de televisión o el estruendo de la música de los bares, desarrollarse cara a cara y rodeados de tranquilidad. Ramón GÓMEZ DE LA SERNA: Pombo. Biografía del célebre café y de otros cafés famosos. Editorial Juventud. 2 Cladio MAGRIS: Microcosmos. Editorial Anagrama. 3 Antoni MARTÍ MONTERDE: Poética del Café. Un espacio de la modernidad literaria europea. Editorial Anagrama. 4 Jesús ARANA y Belén GALINDO: Leer y conversar. Una introducción a los clubes de lectura. Editorial Trea. 5 Theodore ZELDIN: Conversación. Editorial Alianza. 1

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El último café

El tren viaja tan de prisa que ni siquiera ha dado tiempo a que se enfríe el café. El sabor amargo, dulce, lácteo, oscuro, autóctono, ese que me hace recordar de dónde vengo y adonde voy, porque siempre tomo café antes o después de ir hacia algún lugar. Pero ¿qué me depara el destino en esta ocasión? Compré el billete al azar, solo de ida, necesitaba hacerlo al azar, para después no culparme a mí misma si llegase a fracasar en este intento. Las cartas estaban echadas, y me refiero a las cartas que dejé a mis padres, a mi amigos y a mi jefe, las envié esta misma mañana, nadie ha sospechado de nada durante todo el tiempo que lo he estado planeando. Y es que cuando sientes que eres tan indispensable para tanta gente, cuando sientes que estas nadando en contra de la corriente, cuando sientes ver en un mundo de ciegos o simplemente tienes la sensación de que nadie te escucha, entonces es porque ha llegado el momento de huir. Pero para mí propio consuelo he decidido no llamarle huida, me gusta más el término “aventura”, se oye mucho mejor. Claro que dejo muchas cosas atrás, no todo cabe en una maleta, mucho menos después de treinta y un años de altibajos. Llevo puestos mis zapatos preferidos, traigo muchos lápices y mucho papel, mi cámara para inmortalizar cada momento, un diccionario multilingüe… por lo que pueda pasar, y mi mochila, a la que he bautizado Sebastián, tiene aspecto de hombre rudo… no sé. Ya estoy tan lejos de casa y ahora que lo pienso, hay algo que todavía me mantiene atada a aquel lugar… este café, preparado y servido en mi cafetería habitual; solo estos últimos y ásperos sorbos de café me mantienen unida a lo que de ahora en adelante llamaré “mi pasado”. ¿Tan simple es la vida; un último sorbo… y ya estaré lejos de casa? El tren mantiene la velocidad y yo… yo me doy prisa en terminar el brebaje, quiero que esta aventura comience ya.

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Volutas

Otra vez en el mismo café, otra vez llegará tarde. Enciendo un cigarro. Me indigna la espera que logro intuir. Pido un café solo, pero creo que está menos solo que yo. La gente va y viene, entra y sale de la cafetería. Disfruto observándoles y elucubrando acerca de sus vidas. Escucho conversaciones para imaginarme sus historias más o menos cotidianas. Así el tiempo pasa antes, así olvido por un instante mi propia vida. A veces me cambiaría por alguno de ellos. Sólo a veces. Sólo por alguno. Este café está muy cargado. Me pondrá nerviosa para cuando llegue él. Espero que no lo suficiente como para montarle un numerito. No es mi estilo. Sería la primera vez. Esta pareja de al lado, hablando de su futuro. Parecen felices. Estarán en “esa fase” en la que todo es de color de rosa. Me dan ganas de acercarme y gritarles que el amor es un disfraz, un espejismo, un estado de idiotez transitoria. Nos han vendido un cuento de hadas con príncipes y princesas y sobre todo con final feliz por siempre jamás. ¿Por qué nos engañan? El amor es mentira, al menos el amor de cuento, el que nos inculcan desde la cuna. Después, películas empalagosas y canciones de merengue. Luego vienen las desilusiones. Todo se desmonta, todo es un fraude que se desmorona. El amor es egoísta y posesivo. Quizá no sea amor. Tal vez muy pocas personas son tan generosas como para ser “demasiado permisivas”. Incluso el amor de los padres o amigos es posesivo. Por no hablar de los celos que son el enemigo mayor del reino. El ogro que se traga al príncipe azul y a la princesa rosa. Luego eructa y se queda como un rey. He dicho, parejita. Pero disfrutad mientras dure, no seré yo quien... Este café está tan espeso que puede morderse. -Camarero, por favor, tráigame otro terrón de azúcar. Es un placer ver como el humo del cigarro adopta estas formas azuladas tan caprichosas. Las soplo y desarmo. Odiaba el tabaco de niña. Les pasa a todos los críos. Nuestro salón era Londres, en vez de niebla, humo de Ducados. Ese olor apestoso, los mareos en el coche... Y mírame ahora. Mmm... alguien está fumando en pipa. Ah, es el señor gordito. Me pierde ese olor. Aquel chico se acerca. Qué guapo es, seguro que juega al baloncesto por lo altísimo que es, mira que dentadura... -¿Un cigarrillo?, sí, sí... toma y si quieres fuego... Me agarra la mano caliente para acercarse el mechero, la mía helada. Me encantaría conocerle, pero no sé qué decirle. Está solo como yo, esperando supongo. No para de mirar el móvil. ¿Te habrán dado plantón, chico guapo? Anda que si Dani cree que vamos a hacer las paces va listo. Ya ves qué interés tiene cuando no llega ni a tiempo. Tendrá otras cosas “más importantes”. Cómo ha cambiado... tal vez haya cambiado yo, o será que una cuando está enamorada sólo ve las virtudes. Todo se distorsiona. Ese hombre maduro me mira insistentemente. Me pone nerviosa. Enciendo otro pitillo. Pronto prohibirán fumar en todos los lugares públicos y yo iré a la cárcel por insumisa. Cadena perpetua. Meto el terrón de azúcar en el café, sólo un poquito. Se va coloreando, mojándose. 14 mitad doble


Cuando casi llega a la punta del dedo lo suelto. Chapotea. Dani, al fin. Me levanto, nos besamos levemente, más por costumbre que por cariño y se sienta. Pide un cortado y enciende uno de sus cigarrillos. Dice que quiere dejar de fumar. Le conozco, no tiene fuerza de voluntad ni para... Bueno, a ver si me dice qué coño quiere, llevo media hora esperando y ni siquiera se ha disculpado. Bla, bla, bla... si espera que le responda “sí cariño, sí cariño....” o me abalance a sus brazos, está listo. Tiene labia, pero ya le conozco, sus hechos hablan por si mismos. Ni le escucho. La misma milonga de siempre, excusas baratas. Cualquiera tiene la culpa menos él, pobre víctima. A ver si termina ya, si no, le interrumpo, que tengo muchas cosas qué hacer. Ya me ha hecho perder bastante tiempo con su retraso y con tres años de mi vida perdidos a su lado. No me quiere, ni me necesita como está diciendo, sólo es egoísmo. Le hago sentir bien. No hay más. De aquel fuego sólo quedan volutas a punto de disolverse. -Daniel, cada uno es responsable de su vida, de sus errores y de sus aciertos, de sus propias decisiones. Sé valiente y toma las tuyas. Yo he tomado la mía: desde hoy dejo de ser tu tabla de salvación. No me voy hundir contigo. Calla, no sé si ha entendido la metáfora o no la ha digerido, o si simplemente se ha quedado noqueado. Recojo el bolso. Me pongo la chaqueta. Sigue sin decir palabra. Agacha la cabeza entre sus manos. Ignoro si es teatro. Me da igual. El señor maduro sigue mirándome, me intimida. Le saco la lengua burlonamente. El fumador de pipa ya la apagó. El jovencito anda haciéndose arrumacos con otro igual de “mono”. La parejita feliz discute sobre el número de invitados de su boda. El camarero me despide con un gesto, yo le hago otro para indicarle que Dani pagará la cuenta. Beso en la frente a Daniel y decido no guardarle jamás rencor, por mi bien. Abro la puerta de la cafetería. Suspiro. Sonrío. Respiro el aire de este día único e irrepetible.

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El bruine café

¿Me pregunta usted qué entiendo por calidad de vida?. Soy un médico, no un filósofo. La calidad de vida consiste ante todo en seguir vivo. Comprendo. ¿Me permite advertirle de que lleva usted las gafas sucias… me las deja ver?. ¿Pero quién se cree que es para romperme las gafas?. Alguien que cambió el cielo por un Bruine Café. Un loco inimputable, un ser libre. ¿Cómo pretende que haga ahora mi trabajo?. ¿No dijo que quería reconocerme?. Ahora sí lo puede hacer, antes era imposible. ¿A qué se refiere?. Si percibimos la realidad con unas gafas manchadas todo lo veremos sucio. Por eso le rompí las gafas. ¡Venga ahora puede ver mis pulmones!. Tengo que darle la razón en algo, realmente está usted loco. Conozco sus pulmones por su forma de toser. Sus pulmones están llenos de humo y no tendrán remedio si usted no deja de fumar. ¿Entonces puede ver usted el futuro de las personas?. Yo tengo un método infalible: veo el futuro reflejado en el espejo que me confiere una taza de café negro. Ese es otro tema, toma usted demasiado café, ya le dije que es un excitante. Debería privarse… ¿Privarme? Suena bien, pero ahora no tengo tiempo para eso. Dijimos que adivinaríamos mi futuro. Mire mi taza de café, ¿nota algo?. No. No soy un curandero. Solo veo su silueta sinuosa en el negro fondo del café. ¡Exacto! Es usted un genio, ha nacido para adivinar lo obvio. Ve usted un fondo negro porque mi futuro es negro. Ya le dije que el café nunca miente. Si no fuera usted tan coherente en su delirio pensaría que ha perdido la razón. Interesante. ¿Me aceptaría un cigarro ahora que reconoce mi cordura?. No, a diferencia de usted no tengo intención de matarme. Bueno, sigamos con lo nuestro, ¡de aquí va a salir algo grande!...hablábamos de una raza de hombres que solo alcanzan la razón cuando pierden la razón. ¿Se imagina usted…? acertar equivocándose. El hombre es un ser contradictorio en esencia. ¿Me comprende ahora cuando creo nubes de humo en mi habitación para que descarguen sobre mí sus tormentas de ideas?. Se puede tener ideas sin necesidad de intoxicarse. Yo también conozco las contradicciones del hombre. ¿Qué le parece la siguiente?: para ser libre hay que restringir voluntariamente la propia libertad. Todas las personas que persiguen una libertad sin condiciones acaban pagando sus excesos en una vida miserable exenta de libertad. Puede ser que a veces ocurra eso, pero mi vida no ha sido miserable. Todas mis creaciones se han gestado a través de la gárgola de humo de mis cigarrillos y si el sueño me aturdía yo lograba vencerlo con una buena taza de café, como esta que voy a tomar antes de que se enfríe. Ha puesto usted cara de asco, parece que no le gustara. 16 mitad doble


No, no es eso. Yo siempre tomo el café sin azúcar. ¿Y eso le gusta?. Por supuesto que no, ¿cree que estoy loco?, pero es un sabor fuerte, auténtico. Después de probarlo así la primera vez, pensé que sería una locura repetirlo, pero volvía a hacerlo y después… puro romanticismo. Me di cuenta que la vida jamás hay que edulcorarla aunque duela. No merece la pena adulterar las cosas. Ha pasado usted de ser mi paciente a ser mi amigo, por eso tengo, aún más si cabe, la imperiosa necesidad de decirle algo. Vamos, dígamelo, no me podría permitir impedir que un amigo cubra sus necesidades. Se está usted muriendo. No llore. Supongo que no es la primera vez que le toca dar esta noticia. Para determinados temas siempre es la primera vez. No soporto la idea de que dentro de unos meses pase por delante de su casa y tenga que disimular, intentar no echarle de menos, borrar este recuerdo

más venenoso, más nocivo incluso que esa droga que usted se inyecta. ¿Quiere saber por qué fumo como un carretero, por qué tomo café como un loco aunque me suba por las paredes y la tos me ahogue?. Somos seres mortales pero esos venenos que yo tomo obraron un auténtico milagro. Ellos me regalaron momentos inmortales. ¿No comprende que el tiempo es circular como los bucles de mi humo desafiando al espacio?. No tema usted al tiempo que se escapa. Los momentos de verdad nunca dejan de existir. Cierre los ojos y abra sus sentidos a cualquier realidad paralela. Esto no es más que una broma del creador, no seamos tan drásticos, sigámosle el rollo. Vaya, me complace volver a verle sonreir. Me pregunto, amigo, si todavía sigue en pie su invitación, si querría usted compartir con este aprendiz de filósofo un café y un cigarro. Será un honor. Aún estamos a tiempo, afortunadamente.

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Al principio me conformaba con el sabor a historia. Bastaba que un papel fuera lo suficientemente antiguo. Al liar con él las hebras del mejor tabaco multiplicaba su sabor con el vértigo de lo que se ha con conservado durante siglos para extinguirse en unos segundos. Probé con mapas, actas, legajos. Llegué al extremo de robar páginas de valiosísimos libros protegidos, embriagándome con el maravilloso perfume de lo irreparable. Pero sabía que tenía que existir algo más, una última frontera. Una vez, gracias a un cartero que tenía sobornado, había conseguido fumarme una apasionada carta de amor que nunca llegó a su destino, y su inquietante sabor a vidas destrozadas me hechizó durante meses. Era necesario que encontrara algo capaz de proporcionarme las dos cosas: un pasado destruido, un futuro revocado. Lo encontré. Me puso sobre la pista un oscuro erudito universitario, tan gris que nadie lo echará de menos. Del mismo modo que nadie sabrá de la ausencia de las obras completas de Eugenia Márquez de Echegaray, una de las mejores escritoras del siglo dieciocho. La única copia de sus obras (lo que queda de ellas, ya llevo varios meses disfrutándolas) está en este momento en mi cámara de seguridad, junto con los más exquisitos habanos, manteniendo perfecto su punto de humedad.

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Los Cafetales

Lucen rojos los cafetales En las tardes de diciembre Vienen cargados los cestos Llenos de granos rojos sueltos. Vuelan solos los gavilanes Cantan lejos los jilgueros Sentado a medio patio ríe el viejo Narrando sin fin viejas leyendas. Como hallaron lejos los granos Unos monjes y sus cabros Como llegaron a las montañas Como pasaba negro el cadejo Cuando entre los cuentos del viejo Pasa la noche volando entre sombras.

Llega la mañana llena de neblina Vienen por los caminos gritando Alegres vienen los cortadores Mientras en la cocina humeante Sirve una taza de café mi vieja Con la fragancia de los cafetales.

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| plaza de la merced 19 - Málaga | www.cafeconlibrosmalaga.com

Todos los días de 9 a.m. a 1 a.m. Viernes y sábados hasta las 2 a.m. espacio disponible para reuniones de colectivos, asociaciones, celebraciones, o simplemente de amiguetes, previa reserva telefónica Tlf 952215189.


El cigarrilo triste.

Personajes: Un cigarrillo, un encendedor y un cedé pirata. Encendedor: (al cigarrillo) Bueno, ¿Cuándo voy a prenderte? Cigarrillo: ¡Ay! Encendedor: ¿Hay? ¿Qué hay? Cigarrillo: Hay ays. Encendedor: ¿Ayyayais? Cigarrillo: ¡Y uyyuyuis! Encendedor: ¡Vaya! Cedé pirata: ¿Qué os pasa? Encendedor: Eso quisiera yo saber... Cedé pirata: Y yo, por eso lo pregunto. Cigarrillo: Ay, huy... Cedé pirata: ¡Huyuyui...! Encendedor: ¿Qué? Cedé pirata: Aquí pasa algo, y ese algo no es bueno.

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Encendedor: ¿Y qué es lo qué pasa? Cedé pirata: Eso quisiera yo saber... Encendedor: Y yo, por eso lo pregunto. Cedé pirata: Cigarrillo, ¿Son penas de amores? Cigarrillo: ¡No! Encendedor: ¿Eres bajo en nicotina y no lo sabías? Cigarrillo: ¡No! Cedé pirata: ¿Eres rubio y te gustaría ser negro? Cigarrillo: ¡No! Encendedor: ¿Querías ser tabaco de pipa? ¿Rapé estornudante? Cigarrillo: ¡No y no! Cedé pirata: ¿Habano, de ésos que las mulatas enrollan en sus muslos? Cigarrillo: Tampoco. Encendedor y Cedé pirata: ¿Entonces, qué te pasa? Cigarrillo: Soy el elegido. Encendedor: ¡Oh! Cedé pirata: ¡Ah! Encendedor: Terrible, en verdad. Cedé pirata: ¿Porqué es tan terrible? ¿Para qué has sido elegido? Encendedor: No lo sé, pero le veo tan triste... Cigarrillo: Mi dueño, el que me compró y me trajo a casa, a quien iba a entregarle todo mi ser, en el que iba a entrar siendo humo para después volverme aire, ha decidido dejar de fumar.

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Cedé pirata: ¡No me digas! Cigarrillo: Y me ha escogido como el cigarrillo que nunca se fumará; me va a cubrir de resina, y después me enmarcará y me pondrá en el salón, junto a la foto de su novia y el cuadro de flores de migas de pan que le regaló su mamá. Encendedor: ¡Será humano! Cedé pirata: Yo tengo un primo que lo cubrieron con resina, y ahora es cedé de oro de un músico muy malo, y está colgado en el cuarto del músico malo, pero dice que no es tan malo. Encendedor: ¿El músico? Cedé pirata: No, lo que le ha ocurrido. Él dice que una cosa es lo que uno quiere y otra lo que a uno le acaba pasando, y que lo que pasa no es quizá lo que tenía que pasar, pero es lo que ha pasado, y como tal, hay que aceptarlo. Encendedor: (echando chispitas, de pura confusión) Claro, claro. Cedé pirata: Es un cedé muy estoico y sabio, yo siempre que tengo dudas le pregunto a él. Y siempre tiene razón. Encendedor: ¿Siempre? Cedé pirata: Siempre. Encendedor: ¡Ya lo has oído, Cigarrillo! ¡Tiene razón el primo del pirata! Cigarrillo: ¿Tú crees? Cedé pirata: ¡Además, ahora serás inmortal! Cigarrillo: Ya... Pero yo no quería ser inmortal... Sólo quería ser feliz. Encendedor: ¿Y no puedes ser inmortal y, además, feliz? Cigarrillo: Es que yo sólo quería ser feliz, lo de ser inmortal ni me va ni me viene. Cedé pirata: Tiene razón; cuando me escuchan y bailan con mis canciones, me siento dichoso. No necesito nada más. Encendedor: Yo, cuando enciendo o alumbro con mi llama, me siento genial. ¡Y no veas cuando me vuelven a meter el gas! Cigarrillo: En cambio yo, jamás conoceré el suave tacto de unos labios, la combustión de mi materia, el dulce estado de colilla. Cedé pirata: ¡Tengo una idea! ¿Y si te fumo yo? Cigarrillo: ¿Cómo? Encendedor: ¿El qué? Cedé pirata: ¿Ves el agujerito que tengo en medio? Es por ahí por dónde hablo y me como la música que

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me graban. Si te sitúas en él, y el amigo encendedor te da candela, yo aspiraré tu humo, y lo convertiré en música, y serás una canción. Cigarrillo: ¡Sí! ¡Fúmame! Encendedor: ¡Te seguiremos escuchando, y podremos seguir siendo amigos! Cigarrillo: ¡Sí! ¡Enciéndeme! Cedé pirata: ¡Estaremos juntos siempre! Encendedor: ¡No seremos inmortales, pero nuestra amistad será eterna! Cigarrillo: ¡Bailemos juntos! Los tres danzan en corro, alborozados y dichosos. FIN.

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La puerta crujió al abrirse sobre su eje y una bocanada de aire, no tan frío como el de costumbre, se hizo paso al entrar. Las luces estaban caducadas, deseando descansar al abrigo del día, creando una penumbra muy acentuada que no dejaba ver bien a los pocos rezagados que quedaban allí. El olor a tabaco bajaba de tono, como los comentarios que se hacían a voz muy baja, a ras del suelo. Ella se sentó en aquella barra de ese cualquier bar, cruzando las piernas en ese mismo taburete. Buscó un cigarro que encontró con facilidad y el mismo camarero le ofreció fuego, dando ella una gran calada que la envolvió en una gran cortina de aquel familiar humo. -¿Te sientes cómodo si vengo cada noche?-. Le pregunta ella. -Sí-. Le sirve una copa sin que ella se lo pida Ella da un gran trago, para hacer juego a la larga calada del cigarro. -Nunca me has preguntado, por qué vengo cada noche aquí-. Le insiste ella. -Nunca has tenido intención de responder-.

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Entre café, cigarrillos y papel

Resultaba difícil entender el misterioso halo de seducción que aquel café negro comenzó a provocar en mi ser, mientras liaba un poco de tabaco sobre la mesa de nuestro salón. Me hablabas. Me observabas. Me intimidabas con tus ojos bellos. Tomé un sorbo de café. La amargura provocada por el papel del cigarrillo era incómoda en mi lengua. La tuya fue directa causante de un ir y venir de extraños escalofríos que me recorrían de la cabeza a los pies traspasando mi estómago. Tomé otro sorbo de café. Un irresistible deseo me empujaba a contactar con tu cuerpo. Dudé los primeros momentos en continuar con tus intensas provocaciones o reaccionar, de manera brusca, eliminando cualquier señal de la espontaneidad que nos envolvía. Encendí el cigarrillo. El humo me invadió, como un huracán, hasta dejar mi mente vacía de pensamientos. Tomé un nuevo sorbo de café. ¡Qué rico! –Exclamé- Apenas me dejaste posar la taza blanca sobre el platillo. Temblores e incontrolables sorpresas se enlazaron en un extraño ambiente donde se te pusieron los pechos de hembra. La taza de café, en una mano, y el cigarrillo en la otra, comenzaron a subir y bajar sin tregua. El tiempo marcó nuestro ritmo de amor. De pasada miré el reloj mientras jugabas conmigo. ¡El café y el cigarrillo llevan más de siete horas subiendo y bajando sin descanso! –Volví a exclamar extasiadoTodavía se nos escuchaba gritar en la urbanización. Nuestros vecinos se escandalizaron a causa de nuestros gemidos. Traté de frenar nuestros impulsos. Empezamos a bajar el ritmo hasta igualar nuestras constantes vitales con las de un ser humano normal en estado de reposo. Te enfadaste. Acaricié tu rostro mientras me recuperaba del dolor de espalda. Asistí a los últimos espasmos de mis genitales. Tus ojos bellos dejaron de recorrer mi piel. Me resultaba difícil entender el misterioso halo de seducción que aquel café negro comenzó a provocar en tu ser antes de las maravillosas embestidas. Comencé a liar otro cigarrillo sobre la mesa de nuestro salón. Recapacitaste y me serviste una nueva taza de café negro. Sonreí. Me sonreíste. Mi boca reclamó un beso. Tu boca reclamó un beso. Cerramos los ojos y vestimos nuestros cuerpos con la mirada indiferente al sabor del café y el humo de mi tabaco.

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Cartas arco iris

CÓMO FUE QUE TE CONOCÍ EN AQUÉL LUGAR PERDIDO …TÚ ESTABAS ESPERÁNDOME QUE YO LO SÉ, ME ESPERABAS EN TUS SUEÑOS DE JUVENTUD Y EN TUS FANTASÍAS FRESCAS ENTONCES Y MADURAS AHORA…QUÉ PENA QUE AHORA MI INOCENTE ADMIRACIÓN HACIA TI HAYA CAMBIADO POR UNA EMBESTIDA FIERA DE AMOR ADOLESCENTE …ERES HERMOSO QUE NO BELLO Y TUS OJOS ME RECUERDAN A LOS MÍOS CUANDO ME EMBRIAGO EN LA NOCHE APOCALYPTICA Y SIN RECUERDOS PORQUE YA NO TENGO TE MIRO Y ME ABSORTO COMO PERSEGUIDA POR ALGÚN TRAJE DE CORBATA ROJO QUE ME LLEVA HASTA EL PAPA PARA PEDIR PERDÓN DE RODILLAS POR MIS PASADOS PECADOS… FRUTA TE VOY A ENSEÑAR A COMER LA FRUTA DEL EDÉN QUE UN DÍA SE NOS NEGÓ POR DESEQUILIBRADOS Y ENTONCES HAREMOS NUESTRO ESE JARDÍN QUE PERDIMOS DE NIÑOS Y QUE RECUPERAMOS CON ESTA LUNA. GRACIAS PELÓN POR PROTEGERME EN ESTAS FRIAS TARDES DE OTOÑO EN LAS QUE EL LAMENTO DE NIÑOS LEJANOS ME PROVOCAN RECHAZO POR CONTINENTES OCCIDENTALES Y GENES EXTRAÑOS COMIENZAN A ARDER EN EL COMIENZO DEL TIEMPO DEL NO TIEMPO…Y SI ES EXAGERADO QUE YA NO TENGAMOS ANGUSTIA AL VERNOS PORQUE ESTA RELACIÓN ADEMÁS DE DESCARADA ES LA MÁS PUDOROSA QUE JAMÁS TUVE SERÁS SIEMPRE EL VERDUGO DE MI CONDENA Y YO TU SUFRIDA Eloísa BEBÉ ENAMORADA. ERES, CON CAFÉ EN LA LUNA NUEVA MENGUANTE QUIÉN CONTACTE EN LA NOCHE DE LOS CUCHILLOS LARGOS DE PAUL CELÁN SIN LUJOS SOBRE LA ARENA MI CASA FUTURA.

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Café y cigarrillo, crónica de una muerte anunciada. No pueden vivir el uno sin el otro, pero la convivencia de ambos puede tener los días contados con la nueva ley anti-tabaco. A Manuel, un joven escritor malagueño, le tortura pensar que su sana, o insana costumbre, se encuentra ya en su fase final. Se pone a escribir cada tarde acompañado siempre de su buen café y de sus cigarrillos en uno de los cafés más conocidos de nuestra tierra. La excusa para que esto acabe es irrefutable, fumar es perjudicial para todo aquel que lo hace y para los que lo rodean y aspiran inconscientemente ese humo maligno. Manuel lo entiende, es verdad que es perjudicial, pero ¿a nadie se le ha ocurrido pensar que hay muchos escritores a los que sólo les visita la musa cuando la pluma, el café y el cigarrillo bailan un mismo son?. No va a ser él quien discuta algo tan serio e importante, pero su petición es clara: “Cafeterías para escritores, bohemios y similares que necesiten su doble acompañamiento para que la creatividad fluya, no es mucho pedir ¿no?. Si hay que crear un carné para acreditar que uno vive de esto, pues creamos ese carné, que hay que hacer una

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asociación, pues se hace. Todo, con tal de que no desaparezca este punto de encuentro. Seguramente, muchos de ustedes estarán pensando que Manuel podría quedarse en su casa y asunto concluido. Pero todos los que trabajan en este tipo de ambiente sabrán que uno no se encuentra cómodo en ningún otro sitio y, en favor de este joven desesperado, tengo que decir que lo ha intentado un millón de veces y siempre ha


acabado bajando rápidamente en busca de esa mesa esquinada que tantos buenos relatos le ha dado. Por otro lado, también se ha planteado Manuel que lo de que “es perjudicial para la salud” es sólo una excusa, una cortina de humo, detrás de la que se esconden todos los restauradores de España que ven como día a día sus mesas están ocupadas por “vagos y bohemios” que pasan una media de cuatro a cinco horas con dos cafés mal contados que no dan ni para pagar la luz que han consumido, todo es posible. Se está obsesionando de tal manera que ya ve fantasmas donde no los hay, o a lo mejor sí los hay pero no queremos verlos, ¿quién sabe?. No sabe qué hacer, queda poco tiempo pero lo está desperdiciando, porque esta preocupación, sobre lo que va a ocurrir, no le deja pensar, no le deja aprovechar estos últimos días en los que sí puede escribir como a él le gusta. Se le ha ocurrido algo: dejar de fumar. Craso error. Le ha durado la aventura 24 horas. A la inquietud que tiene se le ha unido una ansiedad que lo ha estresado aún más. Tiene que entregar el boceto de su segundo libro en el mes de enero y no hay manera de continuar lo ya empezado, ha hecho y ha rehecho las mismas páginas una y otra vez pero el parón llega siempre en el mismo punto. Incluso reflexiona sobre el por qué de la atracción de estos dos elementos. ¿Quién atrae a quién?. ¿Necesita el café al tabaco?. ¿Necesita el tabaco al café?. ¿Es una costumbre adquirida?, ¿una

manía?. “Pero qué hago perdiendo tiempo en estas cosas”, se repite Manuel. Algo que para muchos es una norma más sobre la que no piensan perder un minuto, para Manuel se ha convertido en su modus vivendi, en su tortura. Me pregunta Manuel “¿Qué es para tí una cafetería?”. Mi respuesta es clara, un lugar en el que podemos pasar un rato agradable tomando un café con amigos, familiares o solos. Un lugar en el que existe siempre una humareda, en la que no se distingue qué cantidad de humo es de cigarrillos y qué cantidad de humo es desprendida del calor de los cafés. Recuerdo haber estado de pequeña, con mis padres y mis abuelos, en uno de los cafés más típicos de nuestra ciudad, en cuyo salón yo no acertaba a distinguir a las personas que estaban sentadas dos mesas más allá de la mía. Exageración de un recuerdo infantil, no lo dudo, pero de lo que sí estoy segura es de que el humo existía, doy fe. Para los no fumadores la nueva ley es una liberación. Manuel se ofende y se ofusca, para él es una religión aquello que yo estoy tildando de insano. No le quito razón cuando me dice que muchas buenas obras literarias se han gestado en manos que sujetaban un cigarro y un bolígrafo, el cual se soltaba para dar grandes sorbos a un café humeante y reparador que ayudaba a que el sueño no venciera a la musa de la inspiración. Lo sé, es su forma de vida, su trabajo... ¿Qué pasará con Manuel?

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En un bar cualquiera

El olor lejano y tenue de un cigarrillo mezclado con el dulce aroma y el sabor amargo de un café solo, consiguieron sacarme de mi monótona ensoñación trayendo consigo los recuerdos nostálgicos y felices de mi infancia y mi adolescencia. Estaba sentado en un bar cualquiera, de una esquina cualquiera donde solía pasar las tardes de otoño esperando a que ella saliese de trabajar. Tu recuerdo me asaltó inesperadamente. Me producía cierta nostalgia y cierto dolor recordarte, pero si quería recordar mi infancia, no me quedaba otra opción más que recordarte, pues no tengo ni un solo recuerdo dónde tú no estés. La primera sensación que me viene a la mente si te recuerdo, es el olor del tabaco negro que azotaba mi cara cuando pasaba el umbral de la puerta de tu casa, abuelo. Eso y el olor a café recalentado una y otra vez en una cafetera para diez personas. Siempre te preguntaba por qué no te comprabas una más pequeña, y tú siempre me respondías que esa la había comprado tu Aurora y que si a ella le gustaba, a ti también. Abuelo, abuelo, abuelo, diez años después de su muerte, aún continuabas amándola, amando su recuerdo, el recuerdo de toda una vida juntos, de un pasado. ¿Sabes?, me hubiera gustado conocerla, aunque no conocerla tampoco me entristecía porque eras capaz de describirla de una forma tan perfecta que yo también pude conocer a mi abuela y quererla casi tanto como tú. Aún recuerdo mis carreras por el largo pasillo de tu casa. Como rodaban mis cochecitos de juguete por encima de las ajadas baldosas del suelo, cómo deseaba pintar sobre los cuadros irregulares colocados a lo largo de la pared. Ese largo pasillo que desembocaba en un pequeño salón, con una mesa camilla, una chimenea, un sofá, montones de estanterías con libros y ninguna televisión. Bueno, que no tuvieses televisión me gustaba, así podíamos pasarnos las tardes de invierno yo con el chocolate caliente en mi mano derecha y tú con tu café, las cartas de ambos en nuestras manos izquierdas y tu cigarrillo a medias descansando en tu boca desdentada. También consigo recordar los domingos por la mañana cuando íbamos al parque y le dábamos de comer a las palomas, o cuando los sábados me comprabas los tebeos en el quiosco de la avenida. Pero lo que más me gustaba era que vinieses a buscarme al colegio, fuéramos a tu casa y me contaras todo lo que habías vivido, yo luego así podía presumir de ti con mis amigos. ¿Recuerdas cada historia que me contaste? Yo sí, como si yo mismo las hubiese vivido contigo. El tiempo pasaba haciéndote envejecer aún más, en cambio a mí el tiempo me daba fuerza, vitalidad, juventud. Mi cuerpo se transformó, cuando me levantaba corría a mirarme al espejo esperando ver un día mi cara oscurecida por una barba incipiente, mis amigos ya no eran los mismos y había cambiado los cochecitos de juguete por las chicas. Todo a mí alrededor se transformó, ni siquiera mis padres continuaban casados y como todo cambió, yo también cambié. Ya presumir de ti delante de mis amigos 36 mitad doble


no me servía, tampoco me gustaba jugar a las cartas, tu pasillo había perdido la magia y tus historias me parecían aburridas. Cada vez que intentabas contarme alguna, miraba hacia otro lado y los días que estaba de peor humor, te gritaba para que te callases. Siempre lo mismo, una y otra vez, Aurora, la guerra, el pueblo… Las mismas historias de siempre. Tu mundo perdió la magia. Supongo que eso es lo que pasa cuando crecemos, vemos el mundo de forma diferente, donde había magia, ya no hay nada. Poco a poco, dejé de ir a verte, dejé de preocuparme por ti, dejaste de existir para mí hasta que un día me levanté y me dijeron que te estabas muriendo. Entonces, demasiado tarde te volví a dejar entrar en mi vida. Habías pedido el alta voluntaria, preferías morir en la misma cama que lo había hecho tu Aurora. El cigarrillo a medias sobre el cenicero, el café frío al lado, tú pálido y yo con mis ojos anegados en lágrimas. Me tumbé a tu lado y te abracé tan fuerte como pude, no quería dejarte marchar. No, ahora no podía dejarte ir. Entre el silencio de la noche, la luz débil de la lamparita y el discontinuo sonido de tu respiración hallé el valor para pedirte perdón. Tú me dijiste que no tenías nada que perdonarme, que entendías que tus viejas historias carecieran de sentido para mí, que tú mismo carecieras de sentido. Yo te expliqué que no era eso. Yo no alcanzaba a entender cómo no podías contarme algo nuevo, como no tenías deseos que cumplir o simplemente planes futuros. Apretaste mi mano y me sonreíste. ‘’David, cuando pasas una edad, es inútil hacer planes futuros, no sabes si hoy, mañana o pasado seguirás aquí. La vida no es fácil, la mía ni mucho menos, me ha costado, pero uno a uno mis deseos se fueron cumpliendo. La vida es larga, ahora que estoy aquí corta. Yo ya viví lo que tuve que vivir, tan sólo me queda el recuerdo de lo vivido, de lo aprendido y eso es lo que he estado contándote desde el principio. He querido enseñarte a aprender de mis errores, he querido mostrarte mi vida al detalle y he querido verte vivirla a mi lado. David, eres uno de mis deseos y has estado conmigo apenas diecisiete años, ¿qué son diecisiete años en setenta y siete años?’’ Abuelo aún soy capaz de recordar aquellas palabras veinte años después. Me arrepiento de no haberte comprendido desde el principio, sin embargo, tus últimas palabras terminaron de forjarme. Fuiste capaz de mostrarme el mundo de otra forma. Gracias. No tengo muy claro dónde estás, tampoco tengo muy claro adónde iré pero lo que sí tengo claro, es que voy a aprovechar lo que tengo al máximo y pasito a pasito moldear mi vida como la soñé en un principio. Ahora veo los resultados de un trabajo arduo y ha merecido la pena. Tengo una mujer maravillosa y pronto tendré un hijo. Cada persona tiene distintos deseos. Yo soy feliz con lo que tengo y te prometo que le voy a contar con detalle a mis hijos y a mis nietos cada uno de mis pasos. Al fin y al cabo, eso es lo que queda de nosotros.

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Café y concierto

Aunque no queráis creerme, Málaga no siempre fue así. Os contaré cómo se convirtió en una ciudad de indecisos, de cobardes y de conciencias culpables por la combinación del talento empresarial de mi familia con el ministerio de Sanidad. Antes la gente iba a las cafeterías, pedía uno solo y fumaba. Una niebla acogedora invadía los locales, después de sobrevivir a un par de sobremesas el tufo a tabaco se volvía amable y quien te miraba desde la mesa de al lado, más cercano. Nadie pensaba que se pudiese mejorar ese ambiente íntimo y narcótico… hasta que llegó la solución en forma de decreto: dentro de cada establecimiento se separarían dos zonas, como una trinchera abierta separa dos naciones hostiles. Así los fumadores seguirían fumando mientras los que no lo hicieran se preservarían de los ataques de tos. Mucho antes de que fuese obligatoria la trinchera, mi padre, dueño de un café de los arrabales, que si bien no era el más bueno no era tampoco el más malo, ya se había metido en obras. Nos adelantamos a las leyes, decía. Es lo que caracteriza al hostelero moderno. Se negó a cerrar durante el arreglo, la impaciencia lo hubiera alterado más que trabajar mientras la camisa se le manchaba de polvo de cemento y pintura fresca. Resopló de satisfacción cuando vio su propiedad a la última, con una cosa para cada sitio y cada sitio en su cosa. No costó convencer a los clientes de que se sentaran donde tenían que hacerlo. Los más viejos veían que su rincón, en el que habían enraizado a lo largo de los años, ya era para otro. Pero mi padre les explicaba la necesidad de adaptarse a las normas y los tiempos. Yo admiraba su espíritu y su iniciativa, aunque, como los viejos, sufría con cada botella que cambiaba de estante para indicar que la cafetería poquito a poco era otra, y nosotros también. La reforma habría sido suficiente para hartar a cualquier propietario, pero no a mi padre. Entusiasmado con la idea del gobierno, que segregaba, clasificaba e identificaba distintos tipos de ciudadano, dando al mundo una apariencia de orden, pronto decidió por su cuenta que el ministerio de Sanidad había sido poco decidido limitándose a una catalogación tímida y emborronada. Nuestro local había de convertirse en un pionero en la industria de archivar clientes. Todas las noches, después de cerrar, mi padre, mi hermana y yo consultábamos la estadística (sí, en el bar llevábamos una estadística). Repasando los papeles notamos que la cantidad de cafés descafeinados era similar a la de cafés completos, por lo que bien cabía una nueva y simétrica división: de esta manera pudimos separar en sendas habitaciones a los fumadores que consumían cafeína, a los fumadores que tomaban el café descafeinado, a los no fumadores que… Lo habéis pillado, sois un público inteligente. Le cogimos hincha a la promiscuidad en la que siempre nos habíamos movido con desparpajo. Mi padre, a quien nunca se le acababan los proyectos, dormía cada vez menos y se mantenía en pie gracias a un régimen de café (sin descafeinar). Una madrugada llegué al bar y lo encontré paseando entre las mesas embebido mitad doble 53


en sus papeles. Cuando después de unos minutos se dio cuenta de que yo estaba allí, me espetó: —No basta. Otra vez las obras. No lo saciaban las divisiones que llevábamos hasta entonces. ¿Acaso era igual el bebedor de un café largo que el bebedor de un café corto? Los malagueños comprendéis lo difícil que es clasificar a quienes toman café en una ciudad que diferencia entre la nube y el sombra. Pero para entonces ya no podíamos trabajar en la confusión. Los departamentos se dividían y subdividían; así teníamos un recinto para fumador/ descafeinado doble de máquina/ pitufo con aceite y tomate/ lector de prensa deportiva afín al Real Madrid y otro para no fumador/ nube con un poco de leche fría/ sándwich mixto sin pasar por la tostadora/ lector y redactor de mensajes de teléfono móvil. En cada departamento rarísima vez coincidían dos personas, de puro ordenado que se había vuelto el local, y nosotros nos sentíamos orgullosos de haber introducido la justicia en un bar de barrio. Ya íbamos a despedir por siempre a los albañiles cuando mi hermana, tan callada, nos sorprendió: “Un hombre está compuesto de cuerpo y de alma, de razones y sentimientos, de Id, de Yo y Superyó. No es indivisible; lo de individuo es una convención burguesa, etnocéntrica. El hombre ha muerto, todo el mundo lo sabe.” Mi padre, que para entonces había recuperado el sosiego, volvió a inquietarse y durante días lo oíamos mascullar: —No basta. Exacto: de nuevo, las obras. Mi hermana, en la puerta, invitaba a los clientes a dejar la chaqueta y su alma antes de pasar a su compartimiento. Luego, del alma se separaban cada idea y cada instinto, cada miedo y cada esperanza y se colocaban en sitios apropiados. Nuestra cafetería era la más moderna y distinguida de Málaga y así hubiera seguido siendo si todos hubieran colaborado… Pero no lo hicieron. Después de consumir, se sentían tan liberados sin instintos ni conciencia que se negaban a recogerlos. Poco a poco la ciudad se llenaba de personas desalmadas y felices. Estábamos de verdad preocupados por cómo nuestra política de claridad podía hacer de Málaga una ciudad de muertos vivientes, por no hablar de los espíritus que se nos amontonaban, formaban jaleo en el interior del lavavajillas y la liaban con batallitas de avellanas. Entonces mi padre tuvo que tragarse su talante emprendedor y una mala tarde dijo: —Basta ya. Sin avisar a la clientela, dejamos de despanzurrar sus almas para servirles, mezcladas con la comanda, pasiones y ocurrencias que bullían alrededor de nosotros. Así nos las quitamos de encima y recuperamos el orden mientras ellos se llevaban a su casa un revuelto de carácter incoherente y contradictorio, de modo que Málaga se fue poblando de catedráticas merdellonas, bomberos caguetas, soñadores sin imaginación, capillitas descreídos, pilotos de combate con acrofobia, gandules adictos al trabajo y toda clase de tipos imprevisibles e ilógicos que echaron por tierra nuestro propósito de redimir a la raza humana y nos decidieron a dar otro giro al negocio echando abajo los tabiques inútiles y contratando una decorosa y poco conflictiva máquina tragaperras.

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Lanzo mi ultimátum: -Yo, o el tabaco. No me lo puedo creer. ¿Se ha ido? Sí, ha cerrado la puerta tras ella, de mala gana, y se ha llevado el bolso. Volverá a la noche. Supongo. ¡Pero ha elegido el vicio en vez de a mí! ¡Será perra! Le recuerda a su padre, la infancia, dice siempre. A mi mujer no le basta un pitillo al levantarse, desayunando, para comer, para merendar, mientras se sienta en el váter, en la ducha, en la cama (antes, durante y después de). ¡Si sólo le falta al dormir! Aún así, no estoy seguro de… -Bueno, ya está bien –me digo, e intento relajarme. Entonces veo la cajetilla en la mesa de la cocina. Pequeña, tentadora… ¡Venenosa, lo sé! De todas formas, atrae. Y, como tratando de librarme de ésta, la cojo para tirarla a la basura, asqueado. Uno se cae. Abstraído, lo recojo… me lo llevo a los labios e imagino a mi esposa con él, de la misma manera. Sin quererlo ni beberlo, acabo con el primero; con un segundo; un tercero; un cuarto… Laura regresa, a los pocos minutos de haberse ido, a por su chaqueta, y me pilla con los ojos abiertos por la sorpresa, el décimo cigarrillo en la mano y la boca llena de chocolate. Por su mirada, ahora es ella la que no me entiende.

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La casa de la epidemia

Entiendo que cuando estas líneas caigan en sus manos les cueste creer lo que leen. Esta narración me fue contada en la misma casa, ahora hotel, donde ocurrieron los hechos. En la cocina, donde los allí hospedados preparábamos personalmente la comida con la que nos aprovisionábamos, había pegado con cinta transparente en una de las alacenas un letrero, escrito a mano y en letras mayúsculas: LE RECOMENDAMOS TOMEN CAFÉ SOLUBLE. SI DECIDEN TOMAR EL CAFÉ DE CAFETERA O PUCHERO, LA CASA NO SE HACE RESPONSABLE DE LOS EFECTOS SOBRENATURALES QUE ELLO PUDIESE ACARREAR. Siendo como son los andaluces, jocosos y bromistas, lo había atribuido de inmediato a los conocidos efectos laxantes del brebaje de las Américas, haciendo a sus bebedores responsables de la limpieza de los baños que quedasen en un excesivo mal estado. Cuando me atreví a preguntar, fue Clotilde, la propietaria y ama de la casa quién me contó la historia, afirmando que ella misma había sido testigo en numerosas ocasiones de estas extrañas apariciones. No dudo que como buena anfitriona de una ruina viva seguro hallara un goce secreto en describir historias acaecidas entre aquellas paredes, una amalgama de recuerdos e invención aumentados por su creatividad de narradora añosa. Quizás me vi superado por los gruesos y altos muros antediluvianos de aquel hogar, por las sombras trémulas y tétricas dibujadas en las paredes fruto de las luces sombrías; por los ruidos que cada noche podían escucharse desde la cama, quejas mustias de achaques de la casa centenaria. Lo cierto es que el estupor se adueñó de mí como entiendo debería hacerlo en todos los huéspedes que estimen oportuna La casa del Café como alojamiento. Quién afirmaba que aquel edificio tenía más de cien años no sólo estaba en lo cierto sino que se quedaba corto. Databa del año 1795 según las escrituras que ella, la propietaria, poseía. Fue mandada a construir por el Duque de Villanueva para en ella habitar con su bella y malagueña esposa. No era aquel duque, Rodrigo Javier Infantes de Montes García y Robledo, una fotografía de la aristocracia rancia que abundaba en la época. Poseedor de una gran fortuna familiar, despreciaba la idea extendida entonces de que el trabajo deshonraba a los hombres y era firme en su convicción de la necesidad de explotar los recursos y posibilidades que cada cual tenía a su alcance. Fue gracias a la parábola aparecida en la Biblia, donde Jesús denostaba a aquellos que habían enterrado sus talentos, sin perderlos pero sin dar frutos, como convenció a su familia de que le respaldaran para comenzar una aventura comercial de importación de las Américas. El puerto de Málaga acababa entonces de obtener el permiso Real para estas transacciones marítimas y el duque trasladó su residencia del villorrio cordobés a la floreciente capital de la costa. Fue allí donde conoció a Matilde, perteneciente a la nueva y próspera burguesía de la ciudad. Decían de ella que tenía maneras de reina y el alma de una gitana. Quizás por ese embrujo fue por mitad doble 59


lo que el duque se prendó nada más verla en el baile organizado en recepción de Vicente Joaquín Osorio de Moscoso y Guzmán, Duque de Maqueda. No más se conocieron estaban prometidos y casados, sellando su amor, como las formas debían, ante Dios y ante el mundo en la Catedral de la Inmaculada. Su empresa multiplicó el capital que había heredado en vida y la fortuna que amasó cimentó los pilares de aquella casa, la mansión más esplendida de cuantas se conocían en la zona. Era un matrimonio muy feliz, nada les faltaba. Antes de que el último cortinaje de seda estuviese colgado, que los cuadros de labrados marcos estuvieran puestos y que las gruesas alfombras fueran extendidas sobre los mármoles mandados traer de Carrara, cuando hacía un mes habían prometido sus vidas, Matilde se quedó encinta. Fueron bendecidos con una niña a la que bautizaron como Matilda, tomando la raíz onomástica misma y significado del nombre materno: la que lucha con fuerza y sin descanso, pero haciéndola única y diferente. La también ilustrada esposa, decía que los niños debían tener integridad más allá de los padres partiendo desde su misma designación en la cuna. Bien así no pudo evitar la tradición de la aristocrática familia de su esposo de añadir como segundo y tercer nombre los de sus respectivas abuelas. Matilda Inés Rosalinda, resultó ser una niña sana con la belleza e inteligencia de sus padres, no porque sea una utopía y atributo recurrente que se le otorgue a los niños queridos, sino porque a los cinco años ya presentaba un talento natural para la música siendo capaz de tocar complicadas piezas de piano. Fue a esta edad cuando sus padres le dieron un hermano, Roberto. Se convirtió en su juguete favorito, según decían era fácil verles a ambos en el jardín, antes de que los abetos de las entrada se hubieran hecho frondosos e impidieran, como ahora, la visión del mismo. Con los vestidos y trajes que Matilde les hacía a mano, eran en la iglesia, los domingos y fiestas de guardar, las delicias de las mujeres maduras expertas en pellizcar mejillas, esas que no escatiman en halagos y se entretienen en analizar los rasgos físicos de los pequeños entroncándolos con los de sus progenitores. Eran frecuentes los viajes que el duque Rodrigo tenía que hacer a Ámerica, ora negociando con la plantación, ora peleando con el exportador, ora mejorando costes de los precios del café. Después de cada uno de sus viajes el duque siempre volvía cargado de regalos: para su esposa finos zapatos hechos a mano de Huaniqueo de Morales, obras maestras de orfebrería en plata mejicana de Taxcó de Alarcón o sillas de montar en cuero realzadas con dibujos de motivos campestres y charros; para los pequeños, los baúles rebosaban de guitarras de tejamanil judas, toritos de cartón, papel picado con formas inventadas y colores maravillosos propios de aquella lejana cultura. El regalo favorito de Matilda era una muñeca de trapo, con el cuerpo hecho de tocuyo (de nombre Chola, según le había dicho su padre) vestida con gruesas polleras y alegres colores, diferente de cualquiera que pudieran tener cualquier niña de la ciudad. Por eso, bien estuviesen tomando las lecciones del maestro, echando la siesta en las habitaciones, o jugando y retozando en el patio interior, al inconfundible olor del café recién hecho, acudían corriendo y brincando a la cocina porque sabían que su padre por fin había llegado a casa cargado de maravillas del Nuevo Continente. No corría el año 1803, se arrastraba jadeante haciéndose eterno. Un brote de fiebre amarilla se había producido en el barrio del Perchel e iba ensuciando

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con su putrefacta infección a toda la ciudad, como una carcoma maliciosa, sigilosa y destructora. Justo el Duque se acababa de marchar a uno de sus viajes, desconocedor de la desgracia absoluta que Málaga iba a padecer. A pesar de que algunos ciudadanos ya estaban siendo enviados a los lazaretos, la población se encontraba completamente desinformada y las autoridades sumidas en eternos debates infructuosos acerca de si realmente era la fiebre amarilla, el vómito negro, y qué debían hacer en aquellas circunstancias que no afectase al boyante comercio que estaba sacando a la urbe de siglos de oscuridad. En cuanto se extendieron los primero rumores de la enfermedad, la familia de Matilde se trasladó al campo, instándola a que hiciera lo propio con los niños. Su padre, madre y hermanos, se presentaron la víspera de la marcha en la casa rogándole que partiera aunque fuera por sus hijos. Ésta, cerrada en banda a la propuesta por no disponer de una dirección a la que enviar una carta e informar a su marido, no iba a consentir que auque fuera por unos segundos, al volver a casa Rodrigo, cayera en la desolación de pensar que su familia había perecido en la plaga. Aceptó que Matilda y Roberto se marcharan con ellos, pero los críos entre llantos, sollozos y pataleos, alegando que ya echaban en falta el amor de su padre, se negaron a abandonar el regazo materno para no tener que extrañarla también. Aún la magnitud del peligro no era evidente y la amorosa Matilde, que nada les sabía negar, consintió en que se quedaran a su lado. Vestida de negro y con los niños aferrados a sus manos, se dirigían cada día al santuario de nuestra Señora de la Victoria rezando por que la peste cesara y su marido retornase pronto a casa. Pero a principios de 1804 la muerte ya no usaba disfraces. Cada vez eran más los difuntos que aparecían cada mañana yaciendo sobre las aceras aguardando pacientes el paso de los carros de muertos. Los cordones sanitarios fueron extendidos por toda la ciudad, los templos fueron cerrados para impedir así más contagios. Matilde, Matilda y Roberto, viendo su fastuosa mansión convertida en una celda, se encerraron a cal y canto y nunca más se les vio salir. Dicen que a oídos del Duque de Villanueva llegaron las noticias de las terribles muertes y no fue capaz nunca de regresar a la ciudad, también se han extendido rumores acerca de un posible naufragio cuando se encontraba de vuelta, los más imaginativos cuentan que él mismo se quitó la vida al enterarse de la noticia, pero lo único que se sabe a ciencia cierta es que nunca regresó. Así, en la espera eterna, las almas incólumes e inocentes de los críos acuden raudas al olor del café pensando que es su padre el que por fin ha llegado casa.

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Café y cigarrillos

No me queda mucho de vida, lo sé. Aún soy relativamente joven para morir, pero no cumpliré los cincuenta años, el próximo otoño. Mis pulmones están tan negros como mi destino, como el café que expande su aroma por el piso. Me decís, queridas hijas, que no tengo fuerza de voluntad para abandonar mi adición a la cafeína y a la nicotina, que he sido un mal ejemplo para vosotras, al menos en este aspecto. Sin embargo no toda la culpa es mía, las causas de mis vicios no son tan simples. Parte de sus orígenes estuvieron condicionadas por mis particulares experiencias y condicionamientos vitales. Siempre que el humo de un cigarro, el aroma del café o ambas cosas, se muestran a mis sentidos, me viene a la memoria el suceso más pleno y mágico de mi vida. Era una tarde lluviosa de invierno, allá por el año mil novecientos sesenta y cinco, aproximadamente. Mi madre, mi abuela y mis tías se apresuraban a dejar la escoba, los platos o lo que estuvieran haciendo cada una, en ese momento. Las campanas del reloj de la iglesia habían tocado las cuatro, la hora de la radionovela Sentadas juntas alrededor de la radio, las mujeres de mi familia cogieron las agujas y los hilos, para zurcir calcetines, remendar pantalones o bordar los ajuares. Sus manos nunca estaban quietas; “la pereza es la madre de todos los vicios” les decía mi abuela si las veía ociosas. Los rostros femeninos empezaron a reflejar todos los sentimientos del alma humana, a medida que iban desfilando por las hondas, los personajes y sus caracterizaciones. Sus vidas tan convencionales, tan rutinarias y predecibles, adquirían color, intensidad y emoción, con el devenir de los protagonistas y argumentos de las radionovelas. Hubiese sido para mí una tarde de lluvia más, en la que me sentía segura, agradablemente instalada en el universo femenino, que era mi propio universo, en su aspecto más apetecible. Esa tarde no iba a ser como las otras tardes. En la cocina entró mi padre, con actitud hosca, buscando un detonante, por simple que fuera, para desfogar su mal humor. Mi tío lo seguía con un mazo de cartas en la mano, para combatir el aburrimiento. A esas horas ellos solían estar en la cantina jugando al dominó y bebiendo un carajillo, pero no les quedaba dinero ni para eso. Las mujeres se sintieron inquietas ante la intromisión de los varones, temerosas del violento estallido de sus frustraciones. A través de la ventana, los hombres contemplaban preocupados el cielo, nublado y lluvioso. Llevaban varias semanas sin poder recoger las aceitunas con la lluvia y por tanto, sin cobrar el jornal. Los ahorros de la familia se agotaban rápidamente y regateaban con sus esposas, hasta por los céntimos de un cigarrillo y el vaso de vino en la cantina quedaba descartado. El intermedio de la radionovela, para dar paso a las cuñas publicitarias, devolvió a las mujeres a la triste realidad. Mi abuela se levantó, para hacer con achicoria, un remedo de café. Mi padre y mi tío repartían en la mesa las cartas de la baraja y mis 62 mitad doble


primas y yo jugábamos, en un rincón de la cocina, con una muñeca de cartón piedra. La luz de un rayo de sol, que se coló entre las nubes, iluminó la cocina por unos instantes. Los adultos palpitaron al unísono, con una débil esperanza, pero seguió lloviendo y las nubes volvieron a ocultar al sol. El desánimo se instaló de nuevo en todos nosotros. El silencio solo era roto por las melodías publicitarias de la radio, cantando las virtudes del Colacao y de las camisas Terlenka. En el cielo el sol logró sonreírnos, esta vez por más tiempo, desgarró las nubes y se mantuvo junto a la lluvia. Nosotras, las niñas, nos asomamos al patio para ver el Arco Iris, que se dibujaba encima de los tejados. La puerta de la calle se abrió de repente y entró el viejo Matías, dirigiéndose a mi padre y a mi tío dijo: _Claros en el cielo por el cerro del Espartal, mañana sin lluvia amanecerá. Cuando se deshacen las nubes en borreguitos, por la huerta del tío Facundo, un mes seco barrunto. El anciano despareció tal como había aparecido. La buena noticia devolvió la esperanza y la alegría a los adultos. El viejo Matías era el oráculo del tiempo en el pueblo, nunca se equivocaba; el mes sin lluvias era seguro. Los hombres cobrarían su jornal en la cosecha de las aceitunas. Mi padre para celebrar la buena noticia, se sacó del bolsillo de la chaqueta, un arrugado paquete de cigarros, donde solo quedaba uno, que guardaba como un tesoro, lo encendió con parsimonia y tras dar una larga calada se lo pasó a su cuñado. Un mes seguido vareando olivos y no le faltaría para comprar tabaco. Mi abuela cambió de opinión; guardó el paquete de achicoria en la alacena y sacó con manos temblorosas un paquete de café del bueno, el de las grandes ocasiones. La radionovela terminaba aquella tarde, felizmente como era de esperar, con los villanos bien escarmentados y las sufrientes buenas personas triunfando, incluso con boda de los protagonistas. ¡Cómo no celebrarlo, Saucier Casaseca les había hecho sufrir durante años con sus guiones, llenos de trabas a la pasión de los amantes y encima Matias pronosticaba un mes sin llover, fuera penurias café autentico!. Los hombres embromaban a las mujeres, que

celebraban sus ocurrencias con risas y sin perder detalle de su novela. El aroma del café perfumaba la cocina y el humo del cigarrillo impregnaba de magia el ambiente adueñándose de mis sentidos y de mi imaginación.. A través del humo del tabaco, creí ver a la Cenicienta, Aladino o Caperucita, que abandonaban el País de Nunca Jamás, para compartir conmigo esos felices momentos, de confluencia del mundo masculino y femenino, que en la época eran dos esferas separadas. Pero aquella tarde se complementaron como las dos partes del Ying y el Yan y experimentamos la armonía del universo. Desde entonces, el aroma del café y el humo de los cigarrillos, se han asociado en mi subconsciente con sensaciones placenteras, que me han hecho esclava de la nicotina y de la cafeína. He decidido dejar de luchar contra ellas. El aíre me falta, me asfixio. Enciendo el último cigarro de mi vida. ¡Al carajo mi cáncer de pulmón!. La cafetera silva mi oración fúnebre en la hornilla. ¡Ah, ese aroma del café es para mí la mejor de las fragancias...!. Ya no siento dolor; me marcho de mi cuerpo, por un camino que me traza el Arco Iris, hacia mi Paraíso: una tarde de lluvia y de sol, perfumada de café y cigarrillo.

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El café del maltrato

Permitanme en esta tarde de lluvia, regalarles un viaje. Viajaremos con esta historia a un lugar bañado a partes iguales por el mar y el sol, donde la risa es banda sonora de sus calles y el mundo parece tener un ritmo distinto; cuando pides una nube tal cual, pides la luna, te la sirven en un vaso de cristal. En este enclave, puedes encontrar visitantes de todos los confines que adquieren la naturalidad de haber vivido siempre en este lugar. En un pequeño pasaje, cuya calle tenia un nombre de lo más dulce, encontramos a los protagonistas de esta historia. Paco y Manolo, dos hombrecillos que regentan un local con cierta solera en la ciudad. Un local en el que la contradicción es protagonista, comenzando con el nombre del local que hace alusión a la luz, la transparencia y limpieza... nada más lejos de la realidad. El local es oscuro, sus productos son preparados en la más absoluta clandestinidad y todo lo que a la vista alcanza tiene cierto aire pegajoso. También su especialidad es la mar de contradictoria, “el mitad doble”. Los clientes se agolpan alrededor de su barra pidiendo este extraño brebaje que inicialmente parece inofensivo, un café como cualquier otro, pero que curiosamente ninguno de sus clientes vieron prepararlo: su sabor era excepcional. Paco y Manolo pasan el día allí, esperado a sus clientes, conocen sus nombres y apellidos, sus trabajos, sus gestos, y por supuesto sus gustos, un sin fin de datos que hasta los de google envidiarían. Cada día, sus clientes hacen la visita de rigor, y sin saberlo en ella ceden un poco más de sus vidas, incluido en el precio del desayuno. Si señores, aquellos hombrecillos de aquel lugar se van apoderando de más y más información, escuchando sus conversaciones, preguntando al resto de clientes... El “mitad doble” que se sirve en aquel local no viene solo, de acompañamiento trae frases como; “qué cara traes hoy, como se nota que tu mujer

no te ha dado guerra, y puede que a otro sí...”, “tómese el desayuno señora, que usted lo que tiene que estar es limpiando su casa y no aquí de cháchara, que bien se queja su marido”, “Tú lo que eres en el trabajo es un peinaovejas, un abrazafarolas, vamos un inútil que de buena mano lo sé”, “Y ésta, está cuajada, espabila mujer que se te pasa el arroz y no encuentras novio”, ” Sí, sí, tú mucho dentista, pero con esa caja de dientes que manejas todo puede ser que te arruines antes de quedar bien” Claro que todo ello envuelto siempre de un ambiente de jocosidad, para poder imprimirle cierta sutilidad a la situación. Algunos clientes al comprobar que al mismo tiempo que disfrutan de aquel maravilloso brebaje son increpados, interrogados y en algunas ocasiones cruelmente maltratados, intentan huir. Pero a la mañana siguiente, sin saber cómo ni porqué, se encuentran en la barra frente a frente con Paco y Manolo, con la cabeza gacha, pidiendo su dulce “mitad doble” y su ración de maltrato diario. Han sido muy pocos los que consiguieron librarse de las cadenas que controlan aquellos hombrecillos, a la par tan dulces como hirientes. Y aún en estos días, Paco y Manolo hacen de las suyas en aquella bella ciudad.

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De despertadores y cafés. PERSONAJES: ÉL ELLA AMANTE DE ÉL AMANTE DE ELLA En un dormitorio, una pareja se dispone a acostarse. ÉL se mete en la cama y se tumba. ELLA se queda incorporada y mientras coge el despertador, dice: ELLA.–¿A qué hora te levantas mañana? ÉL.–A las siete y media. ELLA pone en hora el despertador, mientras dice: ELLA.–Me lo dejas puesto a las ocho y cuarto. ÉL.–Vale. ELLA.–No se te olvide. ÉL.–(se revuelve inquieto) Que sí, mujer, que sí. ELLA.–El martes pasado se te olvidó. Casi llego tarde al trabajo. ÉL.–(intentando zanjar la discusión) Tendríamos que comprar otro despertador. ELLA.–¿Y tener dos despertadores? ÉL.–Ahá. ELLA.–¿Tan difícil es que te acuerdes de ponérmelo a mi hora? ÉL.–Es que yo, cuando me levanto, no soy persona. ELLA.–Ya. ÉL.–No me acuerdo de nada. ELLA.–Es de lo único que tienes que acordarte. ÉL.–Vale. ELLA.–¿Seguro? ÉL.–Que sí, mujer, que sí. ELLA.–¿O es que no te acuerdas de cepillarte los dientes? (ÉL se remueve más inquieto) ¿O de tomar el café? ÉL.– (se incorpora)¡Ahá! ELLA.–¿Ahá, qué? ÉL.–Yo alguna vez me habré olvidado de ponerte el despertador, pero a ti se te ha pasado ya dos... no, tres veces recoger la cocina después de cenar. ELLA.–¿Y...? ÉL.–Ya sabes lo que detesto hacer el café con la cocina sin recoger. ELLA.–Ya. ÉL.–Me gusta levantarme y entrar en la cocina limpita y recogida. ELLA.–Ya. Y a mí levantarme a mi hora. ÉL.–Y quedamos en que yo hacía la cena y tú recogías la cocina. ELLA.–También acordamos que tú me pondrías el despertador. mitad doble 67


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ÉL y ELLA.–(al unísono) Es muy difícil vivir contigo, ¿sabes? Se quedan enfadados ambos. De debajo de la cama, del lado de la cama de ELLA, aparece EL AMANTE, que dice: EL AMANTE.–Venga, no discutan... ÉL.–¡Anda! ¿Y éste, quién es? EL AMANTE.– (a ELLA) ¿No le dijiste nada de mi? ELLA.–¡Ay, soy muy despistada! Juan, éste es Antonio, mi marido. Antonio, éste es Juan, ,mi amante. ÉL.–Encantado, Juan. EL AMANTE.–Igualmente, Antonio ¿Cómo se duerme ahí arriba? ÉL.–¡Bien, gracias! ¿Y abajo, qué tal se descansa? Del lado de la cama de ÉL, aparece LA AMANTE. LA AMANTE.–¡Regular, se descansa regular! ¡Nos podriais poner una esterilla siquiera! EL AMANTE.–¡Hey, qué buena idea! ELLA.–¡Anda! ¿Y ésta, quién es? LA AMANTE.–(a ÉL) ¿No le has hablado de mi? ELLA.–¡Dónde tendré la cabeza! Ana, te presento a Carmen, mi mujer. Carmen, te presento a Ana,mi amante. ELLA.–¡Un placer, Ana! LA AMANTE.–¡Lo mismo digo, Carmen! EL AMANTE.–Yo soy Juan. LA AMANTE.–¡Hola, Juan, yo Ana! ¿Cuánto tiempo llevas con Carmen? ELLA.–Tres años y dos... no, tres meses. LA AMANTE.–¡No me digas! Casi el mismo tiempo que yo con Antonio ¿No es verdad, Antoñito? Nosotros llevamos tres años y... ¿dos o tres meses, Antonio? ÉL.–¿Ehh?... Claro, dos; bueno, tres; no, puede que... (al AMANTE) Y bueno, ¿cómo se porta mi mujer en la cama, eh? EL AMANTE.–¡De maravilla, es una leona! ¡Siempre quiere más! Claro está, yo se lo doy... (señalando a LA AMANTE) ¿Y ella? ÉL.–¡Ufff! Purísimo vicio, nunca está satisfecha. No paramos... ELLA.–Qué exagerado... Si supieras la de veces que se me ha quedado dormido... EL AMANTE.–¡Hey, después de gozar, hay que descansar! Ése es mi lema, sí señor. ELLA.–De gozar tú, querrás decir. Porque lo que es yo... LA AMANTE.–Si es que todos son iguales. ELLA.–Ya te digo. LA AMANTE.–Pues tu marido es de un maniático... Como no estén las sábanas planchadas, no lo hacemos. Le molestan las arruguitas, dice. ELLA.–¡Qué tío! LA AMANTE.–En mi casa, no hay problema, pero cuando nos vamos de hoteles, más de una vez ha llamado al servicio de habitaciones para que nos las

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cambien. ÉL.–Es que las cosas o se hacen bien o se hacen. EL AMANTE.–¡Bien dicho! LA AMANTE.–¡Hala, ya se han puesto de acuerdo! ÉL.–Y vosotras qué ¿eh? Mira que os gusta criticarnos... ELLA.–Y a vosotros que os gusta discutir... (se levanta de la cama) Ana ¿te hace un café y mientras nos lo tomamos los criticamos a gusto? LA AMANTE.–¡Vale! (se levanta del suelo). ELLA y LA AMANTE se van de la habitación. EL AMANTE.–Oye, pues estaba pensando si era posible por una noche... ÉL.–Claro, hombre ¡súbete a la cama, verás que bien se duerme! EL AMANTE.–(mientras se sube a la cama y se tapa) ¿Y ellas? ÉL.–¡Que duerman en el sofá! ¡Buenas noches, Juan! EL AMANTE.–¡Buenas noches, Antonio! ÉL apaga la luz. Queda la habitación a oscuras. EL AMANTE.–Oye... ¿a qué hora te levantas? ÉL.–A las siete y media. EL AMANTE.–¡Estupendo, yo también! FIN

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Doppelg盲nger

Nos intuimos y es real y es bilateral y sabemos que latimos y oigo la fricci贸n de tu abrigo al entrar en tu brazo y sientes mi calambre en el codo contra la esquina y fumamos a la par mientras el humo hace que lloremos de puro escozor.

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Ella me dijo, así, como si tal cosa… Mientras tomábamos café — ella, solo y con dos sobres de azúcar, yo, con leche y sin azúcar— me miró, sonriendo, a los ojos. Encendió un camel y echándome el humo a la cara, me dijo, así, como si tal cosa, que me amaba, y sentí un calambre pequeñito por ahí dentro, pero supe contenerme a tiempo y logré disimular, como si en realidad, no hubiese escuchado absolutamente

nada.

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Noir

El sabor a tierra quemada del tabaco negro, el sabor a tierra de nadie, hasta el fondo, en la garganta

entrando en la mía al morder tu lengua

y después el recuerdo a saliva que forma hilillos frágiles desde tu boca hasta mi espalda. El humo sin humo, blando de cigarrillos alargados como uñas blandas, el esófago, los alveolos, los bronquios el pulmón entero, blandos. Abro mis piernas para que el humo ascienda más fácilmente, más arriba, más negro desde el agrio rencor de tu índice, desde tu único meñique, luna que gira, media luna que recorre. Despacio, te digo, muy despacio,

entrando, adentrándose.

Recorres como el humo las entrañas abiertas hacia el encuentro, despacio. Me dices, al fin, fumarás conmigo metiendo tus brazos en mis cuerdas bocales este último calor del agosto, esta brasa partida en medio de mis años.

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Un encuentro

La vio frente a la casa: una mujer con gabardina clara y un pitillo en la mano. Alguien le dijo que asĂ­ la muerte, en medio de la vida, callada y pensativa, nos espera. Una mujer oscura meditando. Vigilando los pasos incautos del viajero, midiendo los instantes, sabiendo el desenlace, contemplando impasible el llanto o la miseria, los momentos de gloria, las caĂ­das, las trampas. Una mujer parada frente a la propia casa. Esperando, quizĂĄ, que alguien le abra la puerta. (de "La hora azul")

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Abrirán bares que no pisaré, licores que no beberé, cajetillas que no fumaré. Caerá la tarde, recordaré en mi patio que alguien habló en días así de la muerte y yo pelearé más por recordar el nombre del poeta que por evitar que me posea esa mujer a la que espero no le desagrade que no apure mi copa, que ya no empalme, que me quede el cigarrillo ardiendo entre los dedos.

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He construĂ­do un hogar de tazas vacĂ­as de restos de conversaciones que ya no recuerdo cuyo eco resuena cuando corre el viento y la boca me sabe amarga y los dedos amarillean y tras un fugar encendido se consume la memoria dejĂĄndome inerte exhalando tiempo perdido convertido en humo

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El gobierno del pueblo

Y cada cuatro años el sufragio de unos hombres con juicios de aluminio: grises y maleables. Escrutinio; qué hacerle si sus vidas son un plagio de vidas anteriores, un presagio de otra existencia bajo el patrocinio de dioses que no escuchan, y el dominio de héroes que no impiden el naufragio. Sobre un parque de leyes y de chicles en un banco la sombra de pericles lía un pitillo; espera algunas gracias y sólo ve un gentío arrepentido al desamparo de las democracias con un juicio ya dado por perdido. (de "urbi et orbi")

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Amanece antes de tiempo Llega el día para ti también, en tu casa de fotos, y objetos temblantes. Llega la mañana en que debes comprobar o degustar a qué sabe la realidad. Sin café, ni poesía. Ninguna derrota es definitiva. El mar guarda siempre el color de nuestros ojos, de nuestro estado de sitio. Y me pregunto, porqué amanece ahora que todavía no he dormido. Por los afectos, y la fe, por ti que me mantienes despierta, cuidadosa de un tesoro que no sé si es mío. Poema Inédito del libro ‘Propiedades de la Luz’.

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Sueños de seductor

Me gusta cómo enciendes el cigarro, el gesto inimitable de tus dedos y acaso un algo desvalido que al andar se resbala de tus hombros. Lo sé, sé que estoy presa de tus sueños. Por eso si te empeñas seré rubia y azul y buena como un ángel. Por eso seré mala si te empeñas, oh diabólica nieve usurpada a la luna. Me rendiré, no temas, seductor entrañable cada noche mientras que a mí te acerques inventando estrategias y sigas encendiendo cigarrillos. (de "La dama errante")

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Violet moineau (in sanguine veritas)

« Illie omne malum vino cantuque levato/ deformis aegrimoniae dulcibus alloquiis”. (Horacio) “Non Je Ne Regrette RienNon, Rien De Rien, Non, Je Ne Regrette Rien Ni Le Bien Qu`on M`a Fait, Ni Le Mal Tout Ca M`est Bien Egal Non, Rien De Rien, Non, Je Ne Regrette Rien C`est Paye, Balaye, Oublie, Je Me Fous Du Passe ». (Edith Piaf) No, nada de nada, no, solo anticongelante, hoy muerde elipses infectas, espinas en racimo de carmín arterial y diabólica sonrisa, hoy cuarto creciente palpita a pie de escala. No, Edith no lamenta nada, no, de sus trabajos, de sus días, celebra su cita con el impuntual leteo, pésimo amante, alivia llagas semifusas, tráquea- rota- partitura...Memoria, voluble antígona que pide clemencia e invoca a su verdugo. No, in vino... no, solo verdad de pantano que devora piedras hasta arañarse los tobillos, verdad inextinguible que fracasa, malmuerta mil veces, malherida paloma ala alzada, verdad entumecida que gime para sí misma. No, solo se esconde, iceberg ante el incendio, no entiende lo que aúlla su garganta, “tu sangre, elixir envenenado”, Edith busca arcanos bajo los posos pero solo se devora la mandíbula, círculo vicioso, víscera disfrazada de uva blanca.

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No, no se arrepiente, simple huida de la orácula contrariedad, desgarro de pómulos por donde escapan la vid y su lujuria, renuncia de Orfeo a la cicatriz de vasija, Edith elige áspides de hemoglobina kamikaze, vino funeral del inmolado. No, Edith, no es narcótico de ánfora sino clónica homicida, espejo vampírico que araña pentagramas, sometida Fausta a su reverso de surco afilado, podredumbre de gotera, no, Edith, tu grieta es astilla, naufragio de Percy con ansias de Calipso. No, no te engañes, este manantial no acelera el alunizaje, se busca abril traidor, promesa de corredera perpetua con orilla de río, se traspasa, autopsia de calendarios, se vende, no hay demanda, se regala, ingratitud, no, Edith, todo lo detiene, todo lo corrompe, tu sangre tibia de muerto. No, nada de nada, no, el lamento te somete, viva, te atraviesa, hoy bayoneta- esternón, te arrastra sin resistencia hasta la tumba, te ensancha hasta separar el aliento de la comisura, no hay caricia de alta graduación, hoy tu único consuelo es una partitura, nada de nada, este epitafio de sumisa suicida. Descartado delito. Caso cerrado (body bag´s lovers) Letal contorsión de la cerviz . Previo diagnóstico. (pesa todo tanto, que piso las ascuas monóxidas de “la última en tu casa o en la mía”, acuchillo bajo talón el deseo a que esta bruma venenífera, te paralice, rodilla a fango, suplicante). Levantamiento de los cadáveres. (quisiera quedarme, que te quedaras incorrupto por este formol de nicotina, justo antes del “no es culpa tuya sino mía”, desespero por abrirme hueco entre tus vísceras o, en su defecto, burlando a los gorilas y a la niebla,

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pero me cicatrizo, inánime, a la silla por cobardía y me finjo latente aún por reacción al torrefacto). Traslado imposible del cuerpo. Ocultamiento plata de seguridad. (cae el telón, sfumato de ti y mi ansia se desploma Ante tu necesaria mascarada de plañidera a sueldo, Por fin me atrapa la falsa losa de los años, me (mal) digo, muda, Con tópicos de cantautor–barras de bar que asesinan semidiosas gran reserva, victimistas de culebrón, con el rímel a plein air, el corazón perforado-, Me avejento como aquella cariátide sin policromía, comatosa de excesos Que una vez fue reina coronada del instituto y hoy mendiga abrazo y copa, Buscando, a ras de vertedero, todavía vida al filo de tus empeines). Informe de la autopsia. Causas del deceso. (cortado e hirviendo, tú y yo, adivino –puedes corregirmeQue te fumas los dedos y escondes que son versos de otro Los que agrietan mi espalda de barro, los que arañan tu silueta pixelada tras la vidriera metal y el alquitrán, que de pálpito sólo me dejo esta quietud de sombra sobre cirio sólo femenina esbeltez por las garras adireccionales de tu ardida picadura, sólo tacones de rendición rabiosa que devastan y tiñen mis tobillos, Nada resta de ti, salvo tú, desfigurado en este frente a frente post mórtem, Nada tras la calada que abrasa, el sorbo empachado que tirita, Únicamente el tic en la pierna esperando el tac Y, otra vez, la dignidad y el valor en los posos otra vez, amantes de tumulto funerario, –pierde quien se levante primero-… otra vez, “no me dejes, te perdono”, tac, “no me pidas eso”, otra vez, tic).

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Café y cigarrillos

La luna, sajada en dos pedazos, me recuerda el ojo ese famoso de Buñuel ROGER WOLFE

El humo se escapa de la lógica. Lo veo avanzar y retroceder como un cordón tajante que sostuviera la intermitencia de una llama en el acantilado de tu boca. Fumar, estrategia de absorber, ingenuidad de respirar, al amparo de tu ojos difíciles encontrara yo la facilidad de ese velo, el ardor de la sangre seca que babea en el cigarrillo que te invoca. Suavísimo paladar, lengua de brumas, conversación de nubes, hablan de ti las canas del cenicero, proponen que me acerque y que te salve, sin que me veas, escondida entre las ramas difusas de otra bocanada. Pero somos sólo dos desconocidos, yo no puedo salvarte y cierran el Café como se cierran las puertas del humo, en suspensión, sin amor, sin combustible.

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Espera, espera ahora que nos separamos, para ti amor que sin saber me buscas entre café y cigarrillos, tengo la luna de Buñuel, las finísimas manos de Lauren Bacall, el habano de Freud, ¿has visto entre estas cenizas los labios húmedos de Cortázar? El humo se escapa de la lógica. El humo recrea un surrealismo que no se evapora, la vida que se alarga en un tiempo más corto. Más triste es saber que nosotros no, que cuando se apague esta ilusión de mirarnos entre nieblas, lentamente, dulce amor de nicotina, tú y yo, nos habremos esfumado.

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El primero de la mañana

Beber de donde sólo yo bebo, y sorber haciendo ruido y escucharte, cómo sube tu calor y cómo hueles. Es tan pura excitante tu mañana, que parece, de tan negra, mi pereza que no quera ser de día o sin azúcar. Y cada vez me demuestras hace años que es sólo por ti que me levanto adicto, hasta que tú me des permiso para echarte mi leche por encima después de que te fumes mi cigarro.

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El hombre que espera

Una vez más remueve el poso del café la cucharilla triste. Diez dedos bailotean en la mesa del bar un tango a media luz con el olvido. Está solo, cansado, sentado entre una multitud ajena que lo mira sin verlo. Un anillo de oro gastado por los años es el único rastro de brillo que le queda. La pasión una vez le estalló entre las manos. Y perdió la esperanza en los abismos de un corazón humano. No hay desdicha que le haya sido ajena. No existe humillación que desconozca. Es por eso que sabe hablar de amor. Es por eso que espera.

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Con el café café, acordándome... el humo va buscando entre todos los recuerdos, la belleza de un momento en el lugar que yo sé. La belleza de un momento supera a los dinosaurios, a los que vuelan más alto y a los que quieren más. En ese mismo momento, el verdadero recuerdo y la verdadera belleza, se besan en la boca. La belleza de un momento se ha convertido en su dueño; se ha perdido en el camino recogiendo frutos secos, y acordándose... del café café.

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Las volutas de la pluma

«A cigarette is the perfect type of a perfect pleasure. It is exquisite, and it leaves one unsatisfied. What more can one want?1» Oscar Wilde, en The Picture of Dorian Gray. ¿Qué ingrávidos misterios encierra un acto tan aparentemente banal — hoy tan denostado— como el de encender un cigarrillo y exhalar humo? Me atrevería a aventurar que la respuesta, con permiso de Bogart y de la Dietrich, se halla plasmada, con mil voces diferentes, en la literatura; puede ser éste el ámbito donde más claramente se aprecia el halo místico que envuelve al tabaco. De ello da buena cuenta el número que en 2008 dedicara la revista Litoral (bajo el sugerente título Humo en el cuerpo) al placer de fumar, reuniendo en sus páginas un amplio compendio de testimonios literarios —aunque no sólo— articulados en torno a ese «guilty pleasure». En efecto, el lector es fumador pasivo de Cortázar, de Ginsberg, de Camus, de Chesterton, de Svevo, de Twain y de Conrad: las volutas, la lumbre y las colillas han poblado e inspirado cientos de páginas, que quizá muchos leyeran sosteniendo un cigarrillo entre los dedos. El griego Zanasis Valtinós traza, en su relato «Adicción a la nicotina»2 , la crónica del paso de la infancia a la adolescencia durante los años de la ocupación a través de la memoria de los primeros cigarrillos fumados. El primero de todos, liado en una hoja de maíz, produce al niño asustado y curioso ese ardor en la garganta, esa sensación de ojos fuera de sus órbitas que todo fumador ha conocido en las primeras bocanadas de humo. Al primer cigarrillo también le dedica una parte de su memoria Julio Ramón Ribeyro en su celebérrimo relato «Sólo para fumadores»: «De mi período de aprendizaje no guardo un recuerdo muy claro, salvo del primer cigarrillo que fumé, a los catorce o quince años. […] Lo encendí muy asustado, a la sombra de una morera y después de echar unas cuantas pitadas me sentí tan mal que estuve vomitando toda la tarde y me juré no repetir la experiencia.» Promesa que también se hace Valtinós, y que lógicamente no se cumple en ninguno de los dos casos: ambos son fumadores habituales mientras escriben sus respectivos relatos, con mayor o menor perjuicio para su salud pero siempre dispuestos a canonizar el placer de fumar. ¿Qué secreta atracción conduce a volver al tabaco, cuando la nicotina aún resulta desagradable y no ha extendido sus tentáculos de dependencia? ¿Es la misma sugestión que nos apremia a abrir un libro sobre nuestro regazo cuando somos pequeños? ¿Será la misma fuerza invisible que provoca que uno pierda el miedo a garabatear ideas y pensamientos, agarrando la pluma como quien sujeta un pitillo? Desde luego, el efecto producido es muy similar en ambos casos: libros y tabaco procuran ese placer perfecto e insustituible al lector-fumador, más perfecto aún en el caso de combinar ambos. Y, en ocasiones, el lector se hace escritor, igual que algunos fumadores se dan a otras solanáceas más potentes. Pero ¿habría, acaso, una literatura de fumadores? No, si hacemos caso a mitad doble 103


Manuel Rodríguez Rivero —autoridad de quien nos fiamos, pues amén de su innegable criterio ha llegado a fumar cuatro cajetillas diarias, según nos cuenta Jesús Marchamalo3 —: «No creo que exista una literatura del humo […]. Pero sí es cierto que hay libros inexplicables si no se considera el aspecto de fumador del autor. Pienso, por ejemplo, en La conciencia de Zeno, construido en torno al tabaco. Y hay escritores a los que, leyendo, asocias inmediatamente con el humo: a Faulkner siempre lo imagino fumando en pipa; a Sartre, con uno de sus inevitables gitanes.» Los mismos gitanes, por cierto, que fumaba aquel bardo que aseguraba que Dios fuma habanos, un tal Serge Gainsbourg. Leer y fumar, actividades icónicas casi del pasado para muchos. Sin embargo, la prolífica relación entre tabaco y literatura sigue siendo objeto de estudio y de publicaciones: baste echar un vistazo a los anaqueles de las librerías para encontrar alegatos como Lady Nicotina. Del placer y del vicio de fumar (Capitán Swing, 2010), que incluye sendos relatos de J. M. Barrie e Italo Svevo, junto a clásicos como Puro humo, la autotraducción que Cabrera Infante hiciera de su Holy Smoke en 1985. Por cierto que la versión cinematográfica de esta novela fue protagonizada por Harvey Keitel, el mismo actor que encarna al estanquero de Smoke (1995), la película escrita y codirigida por Paul Auster en la que el tabaco es un protagonista más. Azares del humo. El tabaco se ha convertido en emblema de lo políticamente incorrecto; se demoniza sin piedad al fumador como si de un hereje se tratara. Sin embargo, casi nadie teme que los cigarrillos desaparezcan de las páginas de los libros. El humo que éstos despiden queda muy lejos de resultar nocivo para el lector, y ya aseguró con acierto José Antonio Mesa Toré que fumar nunca fue perjudicial para la salud del arte4 . Decía yo que casi nadie teme que el humo se esfume de los libros, aunque se me antoja que Sanidad encontraría un buen filón con ese propósito. Imagínense a Javier Marías o a Paul Auster censurados por hacer apología del tabaquismo. O que sometieran a revisión a los clásicos de la literatura, aplicándoles después el sello de calidad «libro libre de humos», tal y como se pretendía hacer (¿aún lo pretenden?) con los roles sociales inculcados por los cuentos infantiles. Suena a broma, pero al fin y al cabo no sería tan raro que algo así sucediera. Noticias más descabelladas lee uno a diario en los periódicos mientras se fuma un cigarrillo.

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«El cigarrillo es el perfecto ejemplo de placer perfecto. Es exquisito y le deja a uno insatisfecho. ¿Qué más se puede pedir?» 2 incluido en Adicción a la nicotina y otras obsesiones. 18 relatos griegos. Madrid, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2005. Trad. de Eva Ruiz Molina y Rosario Carrillo Donaire. 3 Jesús Marchamalo, «El humo de las musas». Publicado en el suplemento cultural ABCD, el 9 de septiembre de 2006. 4 «Fumar nunca fue perjudicial para la salud del arte», en Litoral nº 246. Humo en el cuerpo. Málaga, 2008. 1

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FĂşmate ahora el ayer de tus dĂ­as de una calada.




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