Mitad Doble nº 16 "Cuentos clásicos"

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Presenta su número 16 dedicado a los

CUENTOS CLÁSICOS Editado en la primavera de 2015 y a la venta por solo 2,95 €

Parte de la telaraña mundial en mitaddoble.com



Reina malvada, solo tendr谩s el coraz贸n de la manzana.

Foto: Carlos Bol铆var | Texto: Laura Naranjo

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Editorial

Cuentos clásicos

“Sucking too hard on your lollipop, or love’s gonna get you down”. Mika. Lollipop oy a ser políticamente correcto.

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No, no es una ironía. Lo políticamente correcto es una herramienta que, bien usada, sirve de integración de las minorías en la mayoría. Quien no sabe usarla o desconoce su utilidad, justifica su ignorancia o su estupidez al atacarla; cuando alguien dice aquello de: “Ya sé que no es políticamente correcto lo que voy a decir, pero...”, suelta sin ningún género de duda una gilipollez. Pues eso, que voy a ser políticamente correcto, aunque en realidad ser políticamente incorrecto sea lo habitual y lo aplaudido: de hecho, lo correcto es ser incorrecto. Son las paradojas de la vida. Los cuentos son, desde siempre, el arma preferida de las personas políticamente incorrectas para mofarse de las políticamente correctas. Cuántas risas he escuchado cuando alguien lee Caperucito Rojo, que el lobo es bueno o que el cazador se convierte en cazadora. Se rasgan las vestiduras, piensan que a los niños y a las niñas les enseñamos la vida tal y como no es, que se la edulcoramos. La versión original de Caperucita Roja transmite enseñanzas muy adecuadas si vives en un ambiente requetediferente a este en que vivimos ahora (siempre que no seas indígena en una selva tropical): es un cuento que previene contra los peligros que puedes encontrar 4 · mitad doble

más allá de la seguridad del hogar en una naturaleza inhóspita, terrible; y aunque es cierto que la caperuza roja entronca simbólicamente con la primera menstruación y el inicio de la madurez sexual, mostrarles a las adolescentes actuales que lo que hay fuera son lobos y que las va a salvar una figura varonil y violenta es absurdo; sencillamente, no sirve. Siento desilusionar a la facción incorrecta, pero hace siglos que vivimos en ciudades más o menos civilizadas; también tienen que saber que las mujeres son mucho más que máquinas de traer criaturas a un mundo peligroso y que los lobos e incluso los bosques hay que protegerlos para que no desaparezcan. Con lo cual lo normal es que el sentido del cuento cambie y lo lógico es adaptarlo a nuestros miedos y necesidades actuales, es decir, no tornarlo más ñoño o inocentón, sino útil y adecuado a nuestro entorno. Siempre se puede leer la versión original como curiosidad histórica, como cuando vamos a ver una catedral gótica o una pirámide egipcia, pero lo deseable en un cuento es versionarlo, pues así sigue vivo y vigente. Además, hacer un cuento políticamente correcto no es escribirlo necesariamente como Walt Disney; puede ser una versión irónica, irreverente, incluso a veces más dura. Lo importante es que se disfrute y se aprenda una lección de vida. Justo lo que consigue, por ejemplo, el video Lollipop de Mika con Caperucita Roja. Por eso tienes este número de mitad doble entre las manos. Porque somos cuentistas políticamente correctos. Y correctas, por supuesto. Augusto López


Menú Haiku | Laura Naranjo, fotografía Carlos Bolívar Editorial | Augusto López Menú La princesa y el dealer | Texto y fotografías de Mon Magán 8-9 La gatita presumida | Ana Guzmán, ilustración Aintzane Cruceta 10-11 Garbancito de la Mancha | Bernardino Contreras, ilustración Daniel Garralón 12-13 Tacones | Marta Bordons, ilustración Jonatan Santos 14-15 La sirenita | Alba Atencia, ilustración Jonatan Santos 16 Caperucita Roja | cómic de Chano Maníno 17 Micros | Amor de Pablo 18-19 La niña de los fósforos | Marina Tena, fotografía Laura Villargordo 20-21 Bella y Bestia | José Luis Rosas, fotografía Laura Villargordo 22-23 La batalla de Lautaro | Tes Nehuén, fotografía Laura Villargordo 24-25 Reinvolución industrial | Augusto López, ilustración Idígoras y Pachi 26-27 Los tres cerditos | guion y dibujos de Pío Vergara 28-29 Gretel | Bernardino Contreras, fotografía Momo | Esther Emberley 30-31 Cuento con esquinas | Inmaculada Astorga, fotografía Momo | Esther Emberley 32-33 Los hermanos Grimm | Miguel Ángel Jiménez Guerra, fotografía Momo | Esther Emberley 34-35 Cuento extraño para niños raros | Sandra Sánchez González, ilustración Lola Kabuki 36-37 La segunda a la derecha | Ester Ruiz y Mikel Juango, fotografía Juanjo L. Gallego 38-39 Haiku | Laura Naranjo, fotografía Sandra Lara 2-3 4 5 6-7

Créditos / mitad doble nº 16 / / especial cuentos clásicos / / ilustración portada y contra: Fernando Prini / / texto contraportada: Jonatan Santos / / primavera de 2015 / / 2,95 euros / / © de los autores / / director: Augusto López / / director de arte: Mon Magán / / director de comunicación: Jonatan Santos / / editoras: Amor de Pablo Inurria y Laura Cerezo Cobos / / envíanos colaboraciones a revista@mitaddoble.com / / depósito legal MA-1137—2005 / / ISSN 1888-380X / / www.mitaddoble.com / / mitad doble no se identifica necesariamente con las opiniones de sus colaboradores / mitad doble · 5


La princesa y el dealer Texto y fotografías: Mon Magán

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—¡ ye, tú!... ¿Qué haces aquí? ¿Qué buscas en esta tormenta? —¿Sabes que soy una princesa de verdad? —¡Loca! Extiende tu pálido dedo y elige una de mis manos. Si aciertas la correcta, la rula es tuya… y te saco de aquí en cero coma.

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La gatita presumida Ilustración: Aintzane Cruceta | Texto: Ana Guzmán

a señorita Felinni era una dama muy bonita. Trabajaba en unos grandes almacenes y tenía tantos pretendientes como clientes masculinos. Uno de los admiradores se decidió a invitarla a salir. Ella enseguida se dio cuenta de que estaría tan ocupado con su trabajo que apenas le prestaría atención. Así que no aceptó. Al poco tiempo la invitó a cenar un gato pardo gordezuelo, con los mofletes sonrosados. Declinó la invitación al pensar que sería perder el tiempo: era simpático y bonachón pero jamás sentiría atracción por él. Más tarde, un gato muy atractivo quiso llevársela de fin de semana al mar, pero una amiga caritativa la informó de que estaba casado y con una gran camada. Sin embargo, aceptó alguna invitación para darse una oportunidad. Quedó con un joven-maduro con muchos sueños pero poco empuje y gran pesimismo, y con el que se aburría soberanamente. Qué decir de aquel aventurero, dispuesto a recorrer mundo, un espíritu libre y voluble, tanto que hoy estaba con una y mañana se encaprichaba de otra. Felinni empezó a desesperar. Entre sus compañeras despertaba tanta admiración como envidias. Era no solo bonita, sino elegante, cariñosa y dulce. Los hombres, por su

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parte, la deseaban fervientemente, y hacían lo imposible por estar a su lado. Pero ninguno le agradaba, ninguno la satisfacía, y si no le encontraba mal educado, era egoísta, o no le atraía físicamente, o no le aportaba más que el físico. La mamma de la gatita se preocupaba por el futuro de su hija. Estaba un poco chapada a la antigua y temía que se quedase solterona. Las malas lenguas la tachaban de frívola y elitista, y la acusaban de despreciar a todo el que se rebajaba a pedirle una cita y de no merecer tanta admiración. Al fin y al cabo, según algunas, no valía tanto, y posiblemente las pestañas que hacían su caída de ojos tan seductora serían postizas. Sin embargo la gatita no estaba dispuesta a comulgar con ruedas de molino. “No, no y no —se decía—. Si no encuentro a alguien que merezca mi amor y compañía, me quedaré soltera”. Era independiente, tenía amigas con las que divertirse, muchos sobrinos, y siempre le quedaría la opción de adoptar si sentía el instinto maternal. Quién sabe si encontró o no el amor de su vida. Yo la admiraba en primera fila, embobado desde mi agujero de ratón, deseando convertirme en gato para llevarla conmigo. mitad doble · 9


Garbancito y la princesa azul Ilustración: Daniel Garralón | Texto: Bernardino Contreras

aminaba por las calles como si fuera a algún sitio. Se detuvo unos minutos en un parque y en una parada de autobús. Subió sin billete. No le preocupaba el revisor, su mano en el hombro hubiera sido un alivio. El autobús iba lleno. El conductor aceleraba y frenaba. Todos juntos, respirando el mismo aire. No hizo ningún movimiento extraño. Cuando quiso darse cuenta su mano estaba dentro del enorme bolso. No quería robar. Era más bien curiosidad. Adivinaba: unas tijeras de manicura, una cajita de pastillas para la tos, un pañuelo. Mientras la mano buceaba miraba por la ventanilla, los árboles y los semáforos pasaban. No quería nada, de verdad que no iba a robar nada. Había de todo y no podía identificar la mayor parte de las cosas, tenía el brazo hundido hasta la axila en las profundidades aquellas y quiso ver la cara de esa mujer a la que estaba conociendo tan íntimamente. Pero estaba de espaldas. Seguramente notaba algo raro y evitaba girarse por miedo. Un frenazo muy brusco le hizo perder el equilibrio. Fue algo accidental, pero el último balanceo de las piernas indicaba una clara intención de caer dentro. Había poca luz. Estaba agotado y se durmió. Se despertó entre una botella de agua con gas y una barrita dietética. Había más cosas. El monedero, de piel, era lo más grande de todo. Estaba la

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documentación y una pequeña libreta donde ella apuntaba todo. Al principio todo era curiosidad. Qué buenas estaban las pastillas alemanas para la tos, qué bien olían las toallitas desmaquillantes. En fin, tantas cosas. Luego estaban los cambios. Cuando la mano entraba era para coger o soltar algo. Las primeras veces que rozó su pelo con los dedos, la mano retrocedió rápidamente. Ella tenía miedo de que se le hubiera colado un ratón en el bolso, evidentemente. Son los miedos irracionales que se tienen. Luego volvía a introducir la mano con mucha precaución, para comprobar que se había equivocado. Abría el bolso, incluso lo vació un par de veces, pero él se ocultaba en los bolsillos interiores o en el paquete de pañuelos de papel. Le resultaba divertido. A veces, cuando sabía que iba a meter la mano, se colocaba de forma que encontrara su cabeza. Le gustaba el tacto de sus yemas en la nuca. Ella sabía todo lo que contenía el bolso. Era difícil creer que no sospechara algo. Cuando caminaba por calles oscuras presionaba suavemente con la axila y él sentía que esperaba algo, pero como nunca hablaban las cosas, eran todo suposiciones y sobreentendidos. Se acostumbró, se acostumbraron, se dejaron ir por la rutina hasta que pasó lo que pasó. En el parque no había gente. Estuvo leyendo una novela sentada en un banco, tres capítulos, se tomó media chocolatina y guar-


dó la otra media. Compró unos zapatos en el centro comercial y algo de comer para el fin de semana. Olvidó el bolso. En el servicio de señoras. Junto al lavabo. Recordó las bolsas de la compra, pero tenía las dos manos ocupadas. No tuvo que pensar demasiado. Juntó las monedas que había repartidas por todos lados, la agenda telefónica, consultó algunos números y se preparó a salir. Le costó unos

minutos reunir fuerzas. Primero se asomó. Había una cabina telefónica bastante cerca. Cuando estuvo seguro saltó, un movimiento rápido, hizo las llamadas necesarias y soltó el auricular como si quemara, para volver, para saltar dentro y ensayar una postura adecuada, el lugar perfecto para que cuando llegara la mano de ella, comprobando que estaba todo, tocara su cabeza, sus dedos, los dedos de ella, en su pelo, el pelo de él. mitad doble · 11


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Tacones Ilustración: Jonatan Santos | Texto: Marta Bordons

enicienta estaba triste. Su madre la había castigado sin ir a la fiesta del príncipe por suspender francés. Le molestaba tener que quedarse atrapada en casa mientras sus amigas estaban en la mejor fiesta del año. Le molestaba tanto, tanto, que se puso su mejor vestido y se escapó por la ventana. Llegó a la fiesta acalorada, tambaleándose sobre sus tacones como alambres y colgada del bolso. El sitio era inmenso, oscuro y luminoso al mismo tiempo, sofocante y repleto del olor de decenas de cuerpos hormigueantes y tobillos en movimiento. Sin alcanzar a ver a sus amigas, les envió un wasap diciéndoles que estaba allí, pues supuso que no escucharían el tono de llamada del móvil con aquella hipnótica música que lo cubría todo como un enjambre sonando sin parar. Así, mientras esperaba, se abrió camino entre los resbaladizos adolescentes hasta la barra, donde esperaba bañarse en la magia de los líquidos de colores. Pero, en vez de eso, se encontró con el mismísimo príncipe. Bailaron un rato, comunicándose mediante miradas y sonrisas ante la imposibilidad de escucharse. Un poco después, el príncipe la cogió de la mano y tiró de ella, llevándola fuera de aquel confuso laberinto de luces y tela apretada hasta el golpe frío del exterior en su cuerpo bañado de sudor. El príncipe le preguntó si quería ir a su palacio. La miraba

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con su mejor sonrisa de príncipe, y Cenicienta vaciló. —Ni siquiera sé cómo te llamas. —Soy el príncipe azul. —Pero no te conozco. ¿Qué te gusta hacer? ¿Cuál es tu color favorito? ¿Tienes perro? —¿A qué viene eso ahora? ¿No quieres ser una princesa? —Querrás decir otra de tus princesas.— Cenicienta parecía empezar a despertar del hechizo de sus ojos—. Blancanieves me llamó el otro día diciendo que la dejaste tirada después de… Después de… Ya sabes. Cenicienta se sonrojó, porque en esos temas era una chica pudorosa. —Pero tú eres diferente. —Eso es lo que dicen todos. —Pero yo soy el príncipe. —¿Príncipe? ¡Ni príncipe ni príncipo! ¡Tú lo que eres es un aprovechado, que no creas que no me he dado cuenta de que me has tocado el culo mientras bailábamos, pervertido! Cenicienta pensó en golpearle con el bolso, luego resolvió que eso sería demasiado inmaduro, y se marchó tras lanzarle una mirada furibunda. Fue entonces, y solo entonces, cuando escuchó una suave melodía y sacó el móvil con la cara desencajada de terror al divisar las doce llamadas perdidas de su madre. mitad doble · 13


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La sirenita Ilustración: Jonatan Santos | Texto: Alba Atencia

oté cómo el aire escapaba de mis pulmones y supe que ahora era humana. Nadé hacia la superficie lo más rápido que pude, presa del pánico. Cuando me fue posible volver a respirar, me dejé llevar por las olas, cerrando los ojos y adormeciéndome. Lo primero que noté al despertar fue el sol que me daba de lleno en el rostro. Parpadeé un par de veces y lo siguiente que sentí fue la suave arena de la playa haciéndome cosquillas en los pies. Me incorporé de golpe y miré mis nuevas piernas con interés. En ese momento oí un grito escandalizado detrás de mí. Al darme la vuelta vi a un grupo de nobles que observaban horrorizados mi desnudez. Entre ellos reconocí enseguida a mi príncipe, que ordenó traer una manta para cubrirme. Pasado el primer momento de conmoción me preguntaron cómo había llegado hasta allí, y al intentar responder recordé que ya no tenía voz. Por señas y con bastante dificultad se lo hice entender, y decidieron llevarme al castillo para hacer gala de su hospitalidad. Me hicieron pasar el día junto a las más altas personalidades de la corte, que parloteaban sin decir nada y me ignoraban descaradamente. Durante este tiempo observé al príncipe, descubriendo con horror que dirigía sus atenciones a cualquiera que supiera alabar su persona. Aquella noche cené con la familia real y conocí a la hermana melliza del heredero. Al contrario que este, ella era una chica modesta y tranquila pero con una personalidad fascinante. Los monarcas decidieron que en dos días se orga-

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nizaría una fiesta en mi honor. Durante todo el segundo día me estuvieron tomando medidas para hacerme un vestido para la ocasión. La princesa optó por quedarse conmigo y encontré en ella una gran compañera. Me explicó el funcionamiento de la corte, me lo contó todo acerca de las malas costumbres del príncipe respecto a las mujeres y logró mantener la conversación sin tener que hacerme preguntas que ni siquiera era capaz de responder. La mañana del tercer día volví a pasarla junto a mi nueva amiga mientras se ultimaban los detalles de la fiesta. Cuando llegó la noche, me mantuve siempre cerca de la princesa, que respondía a las preguntas por mí y se deshacía de los nobles más pesados. Ni siquiera me fijé en el príncipe hasta que los nobles hicieron notar que este se había esfumado con una joven dama poco después de comenzar la velada. Tras varias horas de insufrible cháchara sin sentido, salimos a un balcón vacío y nos permitimos relajar la postura que nos imponía el apretado corsé. Nos apoyamos en la barandilla y suspiramos cansadas. La luna llena nos iluminaba y nos miramos a los ojos, conteniendo el aliento. Nos llegaba el ligero murmullo de la fiesta que continuaba en el interior. Nos acercamos despacio y, con tan solo inclinarnos un poco, nuestros labios se juntaron en un beso de amor verdadero. Sentí que el hechizo se deshacía y supe que podría seguir siendo humana y pasar el resto de la eternidad junto a mi princesa. mitad doble · 15


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Patito feo Texto: Amor de Pablo

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uando el rey de los cisnes vio su imagen reflejada en el agua, su infancia de patito le llenó de nostalgia.

¿Lobo feroz? Texto: Amor de Pablo

onsieur Loup guarda en su caja fuerte los recuerdos desagradables. Allí tiene una cofia de abuela, una escopeta de caza y un saco lleno de cantos rodados del río. Al irse a dormir, monsieur Loup procura taparse siempre con

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la capa de fieltro rojo. Si alguna noche, por descuido, no lo hace, sueña que una niña malvada le roba las llaves de la caja y libera los malos recuerdos; a la mañana siguiente, al despertarse, encuentra su habitación salpicada con los restos de sus pesadillas.

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La niña de los fósforos Fotografía: Laura Villargordo | Texto: Marina Tena

a pequeña vendedora tiene frío y la garganta le arde cuando traga. Mamá está demasiado colocada para salir de la cama. Su novio le ha puesto la cajita en la mano y la ha largado a la calle sin decir mucho más que: “Haz algo útil de una puta vez. Vende esto, véndelo todo y vuelve con el dinero. Te juro que voy a enderezarte si se te ocurre volver con las manos vacías. Lárgate y vuelve con mi dinero”. No son muchísimas, pero sí unas cuantas. Lleva esas pastillas que hacen el mundo arder en una cajita de cerillas. Pero ¿quién quiere comprar cerillas mágicas un lluvioso miércoles por la tarde? El novio de mamá ha dicho que es la víspera de Navidad, así que “si mueves un poco el culo, encuentras clientes”. La pequeña vendedora ha conseguido vender cinco, pero ya es noche cerrada y quedan en la caja más de la mitad. Hay poca gente en la calle, y la asusta demasiado como para intentar acercarse a venderle las pastillas restantes. Hace frío, no hay estrellas y está empezando a nevar. Quiere irse a casa y meterse en la cama de mamá. Quiere que la abrace

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y le masculle alguna canción tonta al oído. Quiere estar calentita a su lado y que le dé besos por el pelo. Pero su novio pasa cada vez más tiempo en casa y mamá no es mamá últimamente. Se acurruca en un rincón, incapaz de contener un ataque de tos que la sacude como si fuera una muñeca de trapo. Tiene frío, mucho frío… Tanto que abre la cajita de cerillas y coge una de las sonrientes pastillas mágicas. Se la pone sobre la lengua y se acurruca aún más, cerrando los ojos. Fuego. Fuego alzando las llamas desde debajo del ombligo. Fuego mágico como las cerillas, pintando estrellas multicolores en el firmamento y abrazándola, cantando en su oído, manteniéndola a salvo y caliente. Dándole miles de besos por el pelo. La pequeña vendedora sonríe. Y sigue sonriendo cuando la encuentran al día siguiente. Muy fría, pero ya no le importa. Muy sola, pero ya no lo siente. La pequeña vendedora está muy lejos, se la ha llevado de la mano el fuego de las cerillas mágicas.

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Bella y Bestia Fotografía: Laura Villargordo | Texto: José Luis Rosas

reo que así es como me lo contaron… Había una vez: Eran dos personas, una Bella que se creía bestia y una Bestia que se creía bella. Se conocieron así porque sí y se enamoraron. Daban largas caminatas bajo el sol en las playas. En los atardeceres lánguidos. Cuando se cansaron de bailar a la luz de las velas, mandaron construir una pérgola de cristal en medio de su propio parque. Brillaba como un diamante. Lo llenaron de luciérnagas para danzar en las noches sin luna. Reían y jugaban al escondite y siempre se encontraban; se bastaban el uno al otro, no necesitaban de nadie más. Fueron años de feliz noviazgo, de bailes y juegos. A su debido tiempo se casaron, viajaron y disfrutaron del azúcar de la luna de miel y, como en todo cuento, tuvo que haber el comienzo de su matrimonio. Jugaban a ser una pareja convencional y lo

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lograban. Invitaban y los invitaban, hicieron amigos. Esas otras personas casadas también fueron quienes les pusieron en entredicho, porque les aclararon que la Bestia era bestia y que la Bella era bella; lo aceptaron porque se lo dijeron sus amistades, pero el saberlo les rompió las ilusiones. Se empezaron a ver con otra luz, la luz que duele, la de la verdad ajena, y se acabaron los juegos y los bailes. La pérgola se llenó de hiedra y las luciérnagas se fueron. Se acabó el brillo refulgente y el encontrarse perdió interés; al final no solo se rompieron las ilusiones, también rompieron, tirándose el uno al otro, todo lo que había en la casa y hasta compraron algunas cosas más para poderlas romper. Se volvieron las personas que el mundo les dictó, dejaron de ser ellos. Ya nunca más hubo perdices ni fueron felices. Y colorín colorado, hasta aquí han llegado... mitad doble · 21


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La batalla de Lautaro Fotografía: Laura Villargordo | Texto: Tes Nehuén

uando Pedro de Valdivia miró a los ojos a ese niño menudo que lo observaba intensamente sintió tal pena que no tuvo el valor de sacrificarlo, como hacía con el resto de los cautivos aborígenes. ‘¡Es solo un niño, no puedes hacerlo!’, se dijo, y lo cogió de la mano. Se llamaba Lautaro y se parecía a esos pájaros que surcan la Patagonia: tal era su velocidad para aprender y para desenvolverse en ese terreno inhóspito para los extranjeros. Lautaro era un niño tímido pero muy inteligente. Pronto aprendió técnicas de guerra, trucos de espionaje y todas las palabras clave para enfrentar una batalla. Pedro se sentía orgulloso y cada día le tomaba más cariño, aunque continuaba viendo a los mapuches como seres ignorantes, incapaces de entender la importancia de sus hazañas. Él sabía lo que era bueno: un dios y una patria que llevara su misma bandera. En todo ese tiempo, ni una sola vez preguntó a Lautaro por sus orígenes; cosa que sí hizo el chico, deseoso de aprenderlo todo. Pasaron los meses; el cariño de Pedro por Lautaro crecía cada día y el joven alcanzaba privilegios dentro del grupo que le permitían

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conocer en detalle los pasos a seguir por el ejército. Pedro y sus huestes planeaban el gran ataque que les permitiría doblegar a todos los mapuches y conseguir muchos y nuevos territorios para la corona. Cuando amaneció el gran día, Pedro descubrió que Lautaro no estaba. No obstante, no había tiempo que perder. La embestida se puso en marcha: un cuantioso ejército entró dando gritos y alaridos en un pueblo que se hallaba completamente vacío. No había nadie. Los mapuches habían desaparecido de la faz de la tierra. Pedro y sus soldados recorrieron las estepas sin poder dar con uno solo de ellos. Al llegar a Tucapel, con el cansancio abriendo surcos en los hombres, un ejército que los cuadruplicaba en número vino hacia ellos. Al mando, Lautaro daba voces en mapudungun. Cuando Lautaro miró a los ojos a ese hombre que le había salvado la vida sintió una tristeza muy profunda. ‘¡Te ha salvado, no puedes hacerlo!’, se dijo. Y cerrando los ojos hundió la espada donde sabía que dolía menos y era más certero el golpe, mientras le decía: ‘Gracias; al salvarme, salvaste a todo un pueblo’. mitad doble · 23


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Reinvolución industrial Viñeta: Idígoras y Pachi | Texto: Augusto López

o deberíamos hacer versos de miseria y cadenas, ni llevar ropa tejida por niñas sin descanso; ni siquiera comer bombones tristes rellenos de trabajo mal pagado.

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Pero nos gustan los poemas de cacao esclavo de nestlé, las estrofas color explotación de hache y eme, y los diamantes de sangre. Porque el chocolate no es suizo, ni la ropa es sueca, ni el hambre es africana, ni la pobreza camboyana: todos somos Oliver Twist.

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Momo Fotograf铆as: Esther Emberley

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Gretel Texto: Bernardino Contreras

stuvimos perdidos algún tiempo, vagabundeando, hasta que a Hansel se le ocurrió doblar un alambre. El gancho cambió nuestra vida. Podíamos mover las bolsas de arriba, yo sujetaba la tapa del contenedor y a veces encontrábamos cosas que se podían vender. Una noche llegamos a un quiosco de chucherías y Hansel encontró una rendija en la puerta de atrás. Con el gancho conseguimos descorrer el cerrojo y entramos. Allí estábamos. Yo solo cogí una botella de agua y dos helados. Hansel empezó a comer chocolatinas como si se fuera a acabar el mundo. Se comió seis o siete, no más, y empezó a llorar porque le dolía la barriga. Se

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durmió con la cabeza apoyada en mi regazo, con una lágrima parada en mitad de la cara. Yo estuve un tiempo mirándolo y acordándome de cuando nuestros padres nos acompañaban al quiosco y nos compraban alguna cosa. Me dormí también. Me desperté a la mañana siguiente cuando alguien entraba. Era la vieja. Primero tenía la cara enfadada porque había desorden, luego me pareció que miraba a Hansel con un poco de ternura. En ese momento yo aproveché. Aproveché porque entonces yo tenía poca edad pero mucha calle. Aproveché y le conté un cuento.

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Cuentos con esquinas Fotografía: Esther Emberley | Texto: Inmaculada Astorga

na lámpara maravillosa, un lobo feroz, una gélida dama y un valiente señor soldado se sentaron un buen día en las cuatro esquinitas que tenía mi cama. Noche tras noche escuché sus historias en silencio. Pero es ahora, tumbado y rendido entre brazos y piernas abiertos, cuando les busco para pedirles otro final. Mientras, ella se vierte desde el metal dorado, caliente entre mis costillas. Y susurra: —Adán o Aladino, rózame una vez más y pide por esa boca, que tus deseos andan meciéndose en mi ombligo. Lo hice, lo deseé con todas mis fuerzas, pero el deseo no se cumplió. Se deslizó de puntillas como un trompo cuando la despojé de su caperuza y la tumbé desnuda sobre la tela roja. Entre mis manos su blancura no supo a nieve, ante mis ojos su mirada pareció destilarse mientras derramaba en mi boca un sabor ámbar, con el que se tiñó el amanecer.

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Me inundó el frío de la mañana. La miré y su dulce sonrisa fue engullida entre sus fauces por una risa grotesca. Me separé bruscamente, deslizándome dentro del jubón, y solo respiré tranquilo al sentir sobre mí la cota de malla. Sus inmensos ojos tibios, brillantes de dulzura, parecían mirarme ahora ebrios de oscuridad. Salté del lecho y me golpeé con el espejo del tocador, fue entonces cuando observé mi imagen cuarteada, cubierta de pelo negro, mi hocico húmedo, mis afilados colmillos y mis garras; cerré los ojos y sentí el sabor de la sangre aún caliente en mi boca. Entonces la miré, cubriendo su desnudez y su miedo bajo las sábanas teñidas de cinabrio, y no entendí nada, no sentí nada. Solo pensé: “Aléjate para siempre de ella o te quemarás”. Y bajo mi sólido uniforme temo que encuentren, entre cenizas, un corazón de plomo.

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El secreto de los hermanos Grimm Fotografía: Esther Emberley | Texto: Miguel Ángel Jiménez Guerra

as narraciones orales, a las que posteriormente se denominó cuentos de hadas, aparecen prácticamente en todas las culturas humanas. Aunque en principio eran relatos de aprendizaje que se transmitían oralmente de generación en generación, empezaron a compilarse por escrito desde la Antigüedad. Los hermanos Grimm, que trabajaron ambos como bibliotecarios, se dedicaron a reunir leyendas del folklore alemán y a editarlas, quizá como una forma de reafirmación nacionalista frente al ocupante francés en la época de Napoleón. Lo más curioso es que paulatinamente tuvieron que ir cambiando el sentido de las narraciones para adaptarlas al público infantil: los cuentos en su estado originario estaban repletos de crueldad y alusiones sexuales. Decía Paco Alcázar en una de las magníficas tiras que publica en la revista Cinemanía que el cine de Terry Gilliam es como “una empanada gigantesca que está buena y mala a la vez, que tiene efectos alucinógenos y que cuesta muchísimo de hacer”. Algo de eso hay en El secreto de los hermanos Grimm, el particular homenaje del director de Doce monos al mundo de los cuentos de hadas. Partiendo de una visión apócrifa de la

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biografía de los hermanos, nos los presenta como unos embaucadores que se ganan la vida engañando a la gente, salvándola de espíritus y maldiciones imaginarias. El esquema que sigue Gilliam es similar al que describía el estudioso de los mitos Joseph Campbell en su ensayo El héroe de las mil caras: “El héroe inicia su aventura desde el mundo de todos los días hacia una región de prodigios sobrenaturales, se enfrenta con fuerzas fabulosas y gana una victoria decisiva; el héroe regresa de su misteriosa aventura con la fuerza de otorgar dones a sus hermanos”. El secreto de los hermanos Grimm contiene lo mejor y lo peor del cine de Terry Gilliam. La historia está bien planteada, con dos timadores que de pronto se enfrentan a verdadera magia, a una auténtica maldición que no tiene nada que ver con los trucos que ellos usan habitualmente frente a los crédulos campesinos, pero apostar por una presunta espectacularidad en vez de hacerlo por el desarrollo de los personajes lastra constantemente su ritmo. Es una lástima que este viaje a los orígenes del folklore popular, que sabe crear un adecuado clima de terror y misterio, al final acabe devorado por sus propios excesos. mitad doble · 33


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Cuento extraño para niños raros Ilustración: Lola Kabuki | Texto: Sandra Sánchez González

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rase una vez un cuento que yo qué sé… Un cuento huraño, un cuento raro para niños raros. Esto no es un cuento al uso, es un cuento sin princesas, sin palacios, sin caballos, sin enanos. Es un cuento políticamente correcto… ¿No es extraño? Es un cuento que no es verso ni es prosa, ni rima ni nada… Pero flota. Aquí no hay bosques encantados ni príncipes enamorados. No hay hadas madrinas con varitas mágicas, no hay magia en este cuento porque no es un cuento mágico. No hay brujas malísimas con la nariz llena de granos, los sombreros no tienen pico ni las escobas gato. En este cuento no hay manzanas envenenadas que duermen a las princesas, no hay zapatos de cristal, no hay apenas nada, nada de nada, pero oye: nada… Nada… Nada. Este cuento es más chino que otra cosa porque los príncipes no son valientes y van vestidos de rosa.

Aquí las ranas son solo ranas… Y saltan, pues eso, de charca en charca. No hay casitas de chocolate, ni Pulgarcitos ni Blancanieves. Los espejos dicen mentiras y te gritan: “¡Qué fea eres!”. Y esta frase, para que rime, lleva relieve… Es este un cuento estrafalario, enigmático, heteróclito —¡toma!, para que lo busques en el diccionario—. Este cuento no te lo cuentan ni te lo leen en la cama, este cuento te lo inventas así, sobre la marcha. Aquí no hay Caperucitas Rojas ni lobos que comen abuelas; tampoco hay cazadores ni reinas de corazones, solo hay palabras huecas para rellenar hojas. Este cuento es un cuento tonto, aburrido, sin sentido. Es un cuento sin cabeza ni pies, ¡está todo al revés! Nadie fue feliz y nadie comió perdiz. Y colorado colorín..., esta historia no tiene fin. ¿No te lo crees? ¡Léetelo otra vez!

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La segunda a la derecha Fotografía: Juanjo L. Gallego | Texto: Ester Ruiz y Mikel Juango

ic, tac... El sonido de las manecillas del reloj despertó a Peter Pan. Campanilla estaba a su lado, enrollada entre las sábanas con expresión apacible. Lentamente se puso en pie y recogió su ropa del suelo. En el tocón había dos pastillas: una azul y otra naranja. Cogió la primera y se la tragó, sin recordar por qué. Cuando salió al claro los vio: los niños perdidos. Rodeaban un tablero de ajedrez entusiasmados, todos parecían jugar a la vez. Se acercó a ellos y observó la partida hasta que volvió a oírlo. Tic, tac... Instintivamente siguió el sonido. El viento arreciaba, castigando aquellos árboles gigantes que no podían más que encogerse. Sacudió la cabeza, el incipiente tictac resonaba en sus oídos. Se acuclilló, abrazándose las piernas, justo a tiempo para ver atónito cómo una galerna arrancaba varios árboles, que junto con fragmentos de tierra y roca se alzaban al cielo. No quedaba ya nada de aquel luminoso bosque. Al incorporarse vio que se encontraba en un pasillo; al fondo estaban el Capitán y su brillante garfio. Los ojos aterrados de Peter Pan siguieron sus movimientos: él le retaba al final del co-

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rredor. Quería que le siguiera, y tembló de pies a cabeza. Sinuosamente la silueta se acercó por el pasillo y, antes de saber qué era lo que estaba haciendo, Peter salió corriendo. Cada paso que daba hacía su cuerpo más pesado, le dolían huesos y articulaciones, pero no cesó en su huida. En el pasillo había dos hileras de puertas. Intentó abrirlas todas, hasta que la segunda a la derecha cedió. Cuando iba a darle alcance se adentró en la habitación. En la estancia resonó un bocinazo, y al girar la cabeza buscando el sonido descubrió una ventana que daba a unas construcciones desconocidas. En ella vio el reflejo de una persona de pelo cano y arrugado rostro, que además vestía una fina bata de color verde. Una silla, un cuadro y una mesita de noche aparecieron de la nada. Cerró los ojos, se sentía confuso, y cuando los abrió estaba en una habitación pintada de amarillo. Tumbado en una cama, algo le sacudía el hombro. Entreabrió con trabajo los párpados. —Peter, otra vez te has perdido el desayuno —le dijo la figura vestida de blanco, mientras le cogía su arrugada mano. Alzó la vista extrañado para mirar su sonriente rostro. —Buenos días, Campanilla. mitad doble · 37


Niña de nieve, el trofeo ya no lo quiero. ¡Tengo un espejo!

Texto: Laura Naranjo | Foto: Sandra Lara

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Para charlar de esta obra durante el té, utiliza #mitaddoblecuentos

Alicia besó los labios, acarició el sombrero y sonrió. —¿Me la puedo quedar? —Es toda tuya. Cogió la cabeza del suelo y la reina le devolvió la sonrisa.


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