Mitad Doble nº 19 "Susto o muerte"

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susto o muerte

número 19 otoño 2016 mitaddoble.com 2,95 €



P Viene la muerte. Mare, ponle una vela para que pase. FotografĂ­a: Sandra Lara | Texto: Laura Naranjo

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abía empezado a recibir colaboraciones para la revista unos días antes. La abandonó para firmar un contrato a tiempo parcial por necesidades de la empresa, volvió a abrirla cuando regresaba en autobús tras doce horas de trabajo; se dejaba interesar lentamente por los textos, por los dibujos y las fotografías. Esa noche, después de escribir un correo a su pareja —que se había tenido que ir a Suecia, a desbrozar bosques helados—, volvió a la revista en la tranquilidad de la cocina, que daba al descampado del aparcamiento. En una de las sillas de la cocina, de espaldas a la puerta que le hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el ratón y se puso a leer las últimas páginas. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes que le habían hecho llegar los colaboradores; la ilusión de editarlos lo ganó casi enseguida. Gozaba del placer casi perverso de publicar una revista independiente, aunque sentía a la vez un dolor de cabeza fruto del trajín laboral; los cigarrillos seguían al alcance de la mano y más allá de la ventana danzaba el aire del atardecer entre los coches. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes y las heroínas, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, empezó a leer el último relato. Primero entraba una vampira, recelosa; ahora llegaba el fantasma, lastimada su sábana por el chicotazo de una rama. Quería la vampira cosérsela con sus colmillos, pero él la rechazaba con excusas

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Editorial

Continuidad en los parkings

traslúcidas; no había venido a ser remendado, sino a asustar, protegido por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. Las cadenas resbalaban por el suelo y debajo latía la libertad agazapada. Una medusa anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Dos mujeres lobo se enredaban en un amor salvaje como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujando ambas la figura de otro cuerpo que era necesario poseer. Nada había sido olvidado: había también brujas, cuervos, seres invisibles. A partir de esa hora cada cual tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado de los textos se interrumpía apenas para que un suspiro acariciara un grito terrorífico. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, comprometidos con la tarea que les esperaba, se separaron en la puerta del relato. Unos fueron hacia los poemas. Otros se parapetaron en los árboles y los setos de cuentos y cómics, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la portada de la revista. Los anuncios no debían ladrar, y no ladraron. El índice no estaría hecho a esa hora, y no estaba. Se deslizaron por el lomo fresado y entraron. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda: estaba en la cocina. No había tiempo que perder y entonces los colmillos, los susurros y la luz oscura de seres espectrales se abalanzaron todos a una sobre alguien que está terminando el editorial de este número pavoroso. Bienvenidos al miedo. Augusto López


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ghmnop Menú 2-3 Haiku Laura Naranjo | Fotografía Sandra Lara 4 Editorial Augusto López 5 Menú 6-7 Ilustración Dani Garralón | Texto Daniel Henares 8-9 Viñeta Chano Mánino | Texto Nicolás Pérez del Moral 10-11 Texto Tes Nehuén 12-13 Fotografía Ana Vega | Texto Virginia Nielfa 14-15 Ilustración Concha Galea | Texto Pilar Valderrama 16-17 Textos María Jesús Rider 18-19 Cómic “Desde tu mirada” Pío Vergara 20-21 Fotografía Carlos Bolívar | Texto Beatriz Ramos 22-23 Ilustración Ignacio Dorao | Texto Bernardino Contreras 24-25 Viñeta Chano Mánino | Texto Rubén López García 26-29 Texto Marga Dorao y Amor de Pablo 30-33 Fotografías Ana Vega | Texto Malú Porras 34-37 Fotografías Carlos Bolívar y Sandra Lara | Texto María Ortega 38-39 Collage y texto José Luis Rosas Guerrero 40-41 Viñeta Chano Mánino | Texto Ana Gómez Perea 42-43 Haiku Laura Naranjo | Fotografía Carlos Bolívar

Créditos / mitad doble nº 19 / / susto o muerte / / portada y contra: Pío Vergara / / otoño de 2016 / / 2,95 euros / / © de los autores / / director: Augusto López / / editora: Amor de Pablo Inurria / / corrección de textos: Laura Cerezo Cobos / / director de comunicación: Jonatan Santos / / maquetación: Mon Magán / / envíanos colaboraciones a revista@mitaddoble.com / / depósito legal MA-1137—2005 / / ISSN 1888-380X / / www.mitaddoble.com / / mitad doble no se identifica necesariamente con las opiniones de sus colaboradores / mitad doble


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La herida

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l martes pasado algo me hirió en la cadera mientras me bañaba en el mar, en un chapuzón de madrugada en la playa de la Misericordia. No pude ver qué fue y no noté la herida hasta que llegué a casa. Ha pasado una semana y creo que me estoy volviendo loco. La herida está cerrada, pero no deja de crecer, es una delgadísima línea que poco a poco va rodeando mi cintura. No sé en qué acabará esto, pero tengo miedo de ir al médico, quizá no me crea, quizá me esté muriendo. Sea como sea, la línea sigue creciendo poco a poco. Han pasado dos semanas y ya casi está a punto de llegar al final y rodearme por completo. Tengo miedo, todo es muy extraño. Soy una persona aprensiva, pero juraría escuchar algo en mi interior, no en mi cabeza, sino dentro de mi propio cuerpo. Una especie de murmullo. Si pierdo la razón, quiero que alguien pueda leer esto. Anoche la línea llegó al final. Tenía miedo de dormirme, pero sentí un sopor irresistible y al final me tumbé en la cama. Creo que dormí casi un día completo. No siento la parte inferior de mi cuerpo ni puedo moverla, no sé qué va a ser de mí. No conozco a mucha gente, no sé a quién pedirle ayuda. Ni siquiera tengo teléfono y casi no puedo moverme. Creo que definitivamente estoy loco, me volví a dormir de nuevo y cuando desperté la parte inferior de mi cuerpo había desaparecido. No hay sangre, no hay nada, es como si mi cuerpo terminara así de forma natural. Voy a intentar suicidarme, pero apenas puedo mover los brazos. También hay algo extraño junto a mi cama, parece un capullo de mariposa, pero es enorme. Al final quedé inconsciente, no sé cuánto tiempo, creo que varios días. Hoy alguien me ha despertado. Era yo. Una réplica perfecta de mí mismo. Idéntico en todo salvo en los ojos, su expresión era diferente. Voy a colocar este papel debajo de la almohada por si alguien lo encontrara. El capullo estaba roto, como si algo se hubiera abierto paso desde dentro. El ser me muerde y se alimenta, al principio parecía débil y pálido, pero va fortaleciéndose. Querría avisar a la gente, decirles que tengan cuidado, que hay algo extraño en esa playa, pero ya es tarde. Voy a intentar electrocutarme con el brazo que me queda. Espero poder romper el enchufe y terminar con esto. Ilustración: Dani Garralón | Texto: Daniel Henares mitad doble


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¿Vivir solo? Viñeta: Chano Mánino | Texto: Nicolás Pérez del Moral

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Qué infierno convivir con la Puri! Entre sus excentricidades, los instintos que le había despertado aquel curso de chacinería del tantra y su obsesión con que sin retroeyaculación no habría sexo, terminamos por segunda vez a gritos y sartenazos. En la calle, y siguiendo los «sabios» consejos de mis allegados, me pillé un piso en el que, después de trasladar mis escasas pertenencias, me brindé un par de botellas de vino dispuesto a disfrutar de mi merecida soledad. La primera noche que estrenas casa siempre impone. Esos pasillos silenciosos y esa nuca que nunca notaste tan fría. Pero lo mío duró poco. Fue acostarme y agacharme a coger el móvil y se me apareció bajo la cama un arlequín regordete con una sádica y desternillante sonrisa. La sorpresa fue de órdago, pero, puesto que las mismas vueltas me daba la habitación que el arlequín y los miedos pesaban menos que las pestañas, me quedé dormido sin más. Fue al día siguiente cuando empecé a comprender lo que verdaderamente significa vivir solo. Al tratar de afeitarme, cada vez que deslizaba la maquinilla me veía sacarme un tajo del rostro. Los salpicones de sangre y piel chorreaban en el espejo. Ante tamaña carnicería decidí dejarlo y pasar a la ducha. Mientras me frotaba los achicha-

rrados ojos para quitarme el champú que tan delicadamente cuida tu cabello, escuché cómo me atacaba el remedo del asesino de Psicosis y, con el dichoso ¡chin!, ¡chin!, ¡chin! que él mismo desafinaba, salí pegando resbalones. Ya en el dormitorio y buscando algo que ponerme, se me apareció el espectro de los armarios de puerta corredera. Cada vez que abría me gritaba con un rostro más retorcido. Medio vestido me tumbé en el salón, donde también me saludaron el psicópata de detrás de las cortinas y el asesino que aparece por detrás del sofá, que por cierto, como está pegado a la pared, está de un canijo… Desesperado y tratando de relajarme, me senté en el ordenador para buscar uno de esos vídeos de chicas alegres. Estaba en el punto justo de emoción cuando se me apareció el gilipollas fantasma de la pantalla con su estúpida risotada y me cortó todo el rollo. Y así está siendo mi vida en solitario. De vez en cuando descubro nuevos compañeros. Y no es que el piso esté encantado, es que los que dicen vivir solos terminan por no estarlo tanto. Pero ya me estoy cansando de tanta «soledad», así que aquí me tenéis, practicando insistentemente la retroeyaculación.

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El visitante Texto: Tes Nehuén

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ivíamos en una casita amarilla que estaba al pie de una montaña. Al salir no veíamos más que verde y algún que otro animalillo silvestre que se paseaba por el prado. La tierra era linda y fértil y nosotros, después de mucho tiempo, finalmente cumplíamos nuestro sueño de vivir en el campo. Mis padres y yo proveníamos de una familia urbana muy arraigada; pese a ello, me inocularon desde pequeña el deseo de vivir al aire libre, disfrutando de la naturaleza y sin los problemas cotidianos de la gran ciudad. Por eso, haber conquistado este sueño era muy importante para los tres. Al principio todo iba de maravilla. Estábamos muy felices. Montamos un huertecito con toda suerte de vegetales y colocamos una hamaca paraguaya bajo dos inmensos pinos, que en las épocas de calor nos permitiría dormir al cobijo de la sombra. Mi madre estaba encantada, porque siempre había soñado con tener un escritorio junto a una ventana verde para poder escribir. Mi padre, por su parte, finalmente se

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dio el gusto de tener una amplia cocina en la que explorar su pasión por el arte culinario, y aprovechaba nuestras verduras para preparar variopintos y exquisitos platos. Y yo dedicaba todo el tiempo a cuidar de las flores. Pero las cosas siempre se tuercen por algún lado y nuestro sueño rural lo hizo una noche de tormenta. A eso de las ocho estábamos cenando cuando alguien llamó a la puerta. Mi padre y yo nos caracterizamos por ser personas sumamente supersticiosas y por tenerles un miedo atroz a las tormentas. Mi madre es lo opuesto; y esa noche, observándonos con cierta malicia, se dirigió a la puerta, sabiendo que nosotros no nos levantaríamos de la silla. A los pocos segundos, regresó acompañada por un hombre con un abrigo oscuro y un sombrero. Estaba completamente empapado y de su cuerpo se deslizaban enormes gotas de lodo que dibujaban formas en el umbral. Según nos comentó mi madre, aquel hombre se había quedado sin combustible en medio de la autovía y la grúa que había solicitado recién


u llegaría al día siguiente, por lo que se había visto obligado a buscar asilo durante esa fría noche. Mi madre no solo no le teme a nada, sino que además es muy ingenua y le dijo que sí sin consultarlo con nosotros. No hace falta aclarar que no descansé muy bien aquella noche. Intuyo que a mi padre tampoco le sería fácil; aunque no lo oí quejarse ni una sola vez. A la mañana siguiente cuando nos levantamos el hombre había desaparecido. La cama en la que había dormido estaba tendida, como si nadie la hubiese tocado, y el barro que dejó al pasar junto a la puerta se había desvanecido. Mi padre fue el que más se preocupó y comenzó a desarrollar la extraña teoría de que aquel hombre no era real. Mi madre se burló mucho de él y le dijo, para tranquilizarlo, que iría al pueblo para corroborar la historia que el visitante nos había contado. Así lo hizo, y lo que descubrió puso más nervioso a mi padre. Ahora en el pueblo creían que mi madre estaba mal de la cabeza y se inventaba historias de hombres invisibles. Claramente, no había rastros de llamadas ni de

coches aparcados de emergencia en la carretera. Pero como ocurre siempre, pasaron los días y las cosas volvieron a la normalidad. Con el tiempo nos olvidamos del hombre invisible y continuamos con nuestra tranquila vida rural. Pero una nueva tormenta llegó y otra vez llamaron a la puerta de nuestra casa. Nos quedamos mudos e inmóviles. Supongo que los tres pensamos que si no nos movíamos, los golpes cesarían; pero se volvían más y más insistentes. Finalmente, mi madre (¿quién más?) se dirigió a la puerta con naturalidad, habló con el hombre invisible y le hizo pasar: exactamente igual que en el primer encuentro. De más está decir que, a la mañana siguiente, la extraña presencia se había esfumado. Desde entonces, cada vez que se levanta una tormenta sabemos que hay que poner otro plato en la mesa y que esa noche ninguno de nosotros dormirá tranquilo. El resto de nuestros días son apacibles, pero, aunque no lo decimos, los tres ansiamos que vuelva la tormenta y que se termine de una vez por todas esta absurda espera.

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La habitación de Claudia Fotografía: Ana Vega / Texto: Virginia Nielfa

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n el dormitorio de Claudia llama la atención el enorme armario de dos puertas. La cama está situada en el centro, con un galán a uno de sus costados; al otro, una pequeña mesita de noche y, coronando el lecho, la foto del difunto marido. Hay algo en ella que me resulta inquietante. Entramos en la habitación y comienza a desnudarse, parece exhibirse ante mí. Sigo su juego y nos metemos en la cama. Despierto sobresaltado, he soñado que alguien me susurraba cómo seducirla. Procuro sosegarme, necesito volver a la realidad de su cuerpo. La rodeo con mis brazos y sigo las sugerencias del sueño para liberar mi angustia. Su respuesta es espectacular, jamás la sentí tan vibrante. En la mañana he recordado otros detalles del sueño. Como en una nebulosa, el marido de Claudia me guía hacia una grieta, intenta mostrarme algo. Me preocupan algunos sucesos que han acontecido esta semana. La chaqueta que dejo sobre el galán siempre aparece en el suelo, y cuando estoy solo me siento observado, como si una presencia me siguiera allá donde voy. Lo comento con ella y se burla de mí.

—No seas infantil, querido. —Hay algo en la foto de tu marido que me resulta familiar —insisto. —¡Lógico! Está hecha en el estudio de Gerardo. Es el mismo fondo que el de la foto de nuestra boda. Me hace dudar y se acerca zalamera. No puedo alejar de mi mente estas sensaciones. Advierto que el armario de la habitación no está pegado a la pared. Sin saber cómo, decido descolgar la foto y, guiado por una intuición, me dirijo hacia el armario e introduzco la mano en el hueco que queda detrás; palpo algo envuelto en un tejido, e indeciso lo saco y retiro la tela. Lo que encuentro me deja paralizado: las caras de otros hombres parecen cobrar vida. Observo que todas las fotos tienen el mismo fondo del estudio de Gerardo. Allí ocultaré para siempre a mi rival. Decido mirarlo por última vez. Siento en mi nuca una respiración. En ese momento, el cristal que cubre la foto me muestra la sonrisa de Claudia y de inmediato estalla y se clava en mi garganta. No puedo moverme, no puedo gritar, pero mientras agonizo comprendo cuál será mi destino: el vacío que queda detrás del armario.

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Los sueños, sueños son

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a luz de la lamparilla, que aún permanecía encendida al amanecer, acusaba con vibraciones lo acontecido durante la noche. Los cuerpos desnudos de Bernadette y Julia yacían sobre la cama de la habitación donde hallaron su muerte. Determinaron suicidio. Se habían conocido aquella misma noche. La velada alcanzó una atmósfera de singular complicidad. Amenizada por el influjo de las copas de vino rojo, fluyeron secretos, confidencias e inadvertidas confesiones aderezadas con tenues sonrisas y miradas soslayadas. Con la frente apoyada en la sien de Julia, Bernadette, extenuada, se resistía al sueño reteniendo la sensación de bienestar que habían compartido. En aquel trance la oyó mascullar algunas palabras dormidas. Apretó los ojos para descifrarlas y la abrazó con fuerza hasta formar un solo cuerpo. Su alma fluía. La alquimia de sus emociones la introdujo en la realidad onírica de Julia. En unos instantes se despertó en la nueva dimensión. Los latidos de la garganta le encogieron el estómago. Descendía como en paracaídas en un cielo nocturno colmado de nubes. El capricho de un viento racheado la condujo finalmente hasta Julia. —Sé por qué estás aquí, te lo mostraré. No tengas miedo. Lo que vas a presenciar es un sueño repetido, incluso estas palabras que ahora salen de mis labios. Cuando nos encontramos sabía que te había visto en algún lugar. Ahora has entrado en mi mente, has traspasado los límites de la razón, y eso solo puede tener una explicación: es cosa del destino. Bernadette estaba aturdida, asustada, nerviosa, hubiera deseado formular un sinfín de preguntas, pero confió sin decir nada. La escena pasó ante sus ojos como un breve anuncio publicitario. «Julia había salido disparada por el parabrisas. Yacía sobre el asfalto con el último hálito de vida que consumía sin apartar la mirada de Bernadette, que continuaba atrapada grotescamente en el asiento delantero. Ella le correspondía, a través del humo que la asfixiaba, con la vista fija en el combustible que se escapaba del vehículo y avanzaba lentamente hasta los pies de Julia». Bernadette tosía enérgicamente cuando despertó. Zarandeó a Julia, que aún se encontraba envuelta en aquella terrible pesadilla, hasta volverla en sí. Retar al destino no fue una decisión de ambas, pero las dos tomaron una última copa de vino rojo pigmentada con cianuro. Ilustración: Concha Galea / Texto: Pilar Valderrama mitad doble


La lluvia Texto: María Jesús Rider

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l humo de su cigarrillo se adentra en sus alvéolos intentando anestesiar un recuerdo que ni siquiera pretende ser nítido. Teme que, al ser evocado, un escozor arañe sus entrañas, sus pupilas se aferren a él y su vida se detenga en ese abismo de colores tan imprecisos y etéreos como los fantasmas de la madrugada que te atrapan y se marchan a su antojo. Aparta la mirada del infinito y la posa sobre el logotipo medio borroso de la impresora, que lo distrae de esa otra realidad en la que quedó atrapado. Tras la ventana, la lluvia apenas llega al suelo. Desea sentir su frescor en el rostro; dejar que esta lo lave todo, que su fuerza arrastre lo que encuentre a su paso, que se abra paso entre la maleza hasta desembocar en ese mar de sosiego que desea percibir. Pero olvida que los sentidos juegan con la realidad y no son fieles más que a ellos mismos. Observa cómo sus pies ya no pueden posarse en el suelo. La mitad de su yo ha escapado de ese mundo en el que, desde hace tiempo, es un extraño. Dibuja palabras en el lienzo de su consciencia, intentando liberarse de ella, pero esta, obstinada y franca, lo asedia hasta cerrar ese círculo en que las excusas son meros peleles, aguardando a ser espantados por la razón. La duda invade su existencia, debilitando esa parte de su yo, de la que ya no es dueño, y se pasea por sus noches de insomnio, anulando su voluntad, sonriéndole burlonamente, sabiendo que nunca llegará a unir estas dos mitades.

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La huida Texto: María Jesús Rider

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orrió hacia el bosque huyendo de su locura. La sangre se le agolpaba a borbotones en las sienes, como dentelladas furiosas por estallar. Intentaba llegar a aquel chamizo de piedra, a donde los recuerdos lo abocaban. Pretendía hallar en este útero de sílice el bálsamo que lo haría renacer libre de tribulación. Pero la tarde se cegaba de espesura. Caminaba deprisa. Atrás quedaban las luces de la ciudad, ya apenas visibles, desdibujadas y absorbidas por nubarrones negros que se cernían sobre él, amenazando con una copiosa tormenta. Aceleró el paso, como si con ello pudiera dejar atrás la culpa. Pero esta planeaba sobre él como un buitre hambriento acechando su bocado. El sonido de los truenos resonaba en su cabeza como el eco en un desfiladero. Una vez dentro trató de relajarse, olvidarse de lo ocurrido, que tal vez no había pasado, y, sobre todo, reponer nuevas y mejores energías. Quiso respirar hondo, pero sus pulmones parecían anegarse de un aire plomizo y líquido que le iba empapando no solo las vías respiratorias, sino también músculos y huesos, hasta hacerlo quedar inmóvil. Así permaneció, abandonado a su estado de lasitud, hasta que, pasado un buen rato, un toc-toc en la puerta lo sacó de él. Una voz dulce, que le parecía de mujer, pedía cobijo. Corrió a abrir, ávido de compañía que lo distrajese de tan obstinados pensamientos. Vestía de luto: un sayo negro con una capucha que le cubría la cabeza. Creyó adivinar dentro de aquella el rostro de la mujer que había estrangulado. Pero este, carente de ojos y expresión, se desdibujaba hasta convertirse en una masa amorfa e insustancial. Cuando miró hacia abajo, vio asomar por la túnica unas patas de cabra. Ahora sabía a lo que se enfrentaba y que no tenía escapatoria. Una luz blanca lo cegó cuando su corazón, cansado de tanto desvarío, dejó de latir. Ya no estaba asustado. Se sentía liberado del dolor que le causaban las voces. Ahora pasaban ante él, desfilando en silencio, como ánimas desposeídas de su cometido. Doblegadas y encadenadas a ese cuerpo, destinado a la putrefacción. Solo entonces sintió una inmensa paz.

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La visita de los monstruos Fotografía: Carlos Bolívar / Texto: Beatriz Ramos

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acía mucho tiempo que no me acordaba de ellos, como si los hubiera borrado de mi memoria con una goma de Milán (de esas cuyo tacto aterciopelado tanto me gustaba cuando estaban nuevas), y no imaginé que aún pudieran colarse de esa manera, como antaño, en la oscuridad de mi habitación. Pero sí, resultó que una noche en la que dormía profundamente y a pierna suelta, todos los monstruos de mi infancia vinieron juntos, sin compasión, a mi encuentro. No faltó ninguno a la cita. Cada uno de ellos me había dejado un pequeño miedo inscrito en la piel, tal como mi madre inscribía mi nombre con aguja e hilo en mi ropa para que no se me perdiera cuando me iba de campamentos. Los reconocí enseguida, a pesar de que estaban muy cambiados. Ya no eran los atroces monstruos que yo recordaba. El tiempo parecía haber dejado huella en todos, no solo en mí. El hombre del saco, que me inoculó el miedo a ir por la calle sola en las noches oscuras, se había convertido en un hombre mayor triste y solitario con las alforjas vacías. El sacamantecas, responsable de mi miedo a los hospi-

tales y los médicos, antaño vigoroso, ahora era un hombre miedoso incapaz de sacarle ni la cáscara a una naranja. Los monstruos de debajo de la cama, que fueron la causa de no poder dormirme sin tener tapada al menos alguna parte de mi cuerpo para salvarme de sus garras, ahora eran más pequeños que una hormiga y no asustaban ni a sus vecinas las pelusas. Y los monstruos del armario, que me dejaron la manía de no poder dormir con las puertas abiertas, parecían ahora viejas polillas hurgando entre mi ropa. Allí estaban todos, intentando adoptar una expresión feroz, que ya no tenía ningún efecto pavoroso en mí. Y los vi así, tan desvalidos, que no pude sino esbozar una sonrisa de nostalgia y mirarlos con ternura. Entonces vi en sus caras el abatimiento. «Vamos», se atrevió a decir el hombre del saco. Y uno a uno fueron saliendo de mi habitación con la dignidad de los borrachos que deciden irse a su casa después de una fiesta que hace rato que ya terminó. Me puse triste. «No os vayáis», susurré. De haberlo sabido habría fingido un poco de miedo para que se quedaran un rato conmigo.

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El fugitivo

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l señor Howell contrató unas vacaciones. Una oferta de última hora. Cerca de Birmania. Tres semanas en un hotel de lujo resultaban más económicas que quedarse en casa, vuelo incluido. El viaje fue largo y pesado. Julia se concentraba en mantener el equipaje y la familia controlados en todo momento. La niña empezó a hacer fotos en el avión y no paró hasta el hotel. John se lavaba la cara para quitarse una pegajosa sensación de intranquilidad, y estaba mirándose en el espejo del baño cuando sintió un susurro al oído: —Vete. Supo que no podía ignorarlo. No era el cansancio del viaje. Julia estaba deshaciendo las maletas; él le dijo que no se encontraba bien y quería volver a casa. Ni hablar. Acabamos de llegar, no empecemos. Estaba decidida a disfrutar estas vacaciones. Discutieron largo y tendido sobre el hotel, el viaje, las vacaciones, sus trabajos y sus vidas. No levantes la voz, la niña nos puede oír. La niña no está encerrada en su habitación como nosotros. Ha salido a pasear, todavía le interesa el mundo. En esas estaban cuando se oyó la explosión. Un estruendo terrible, todo temblaba. Bum. Se abrazaron, se miraron y dijeron casi a la vez: —La niña. La niña no estaba en su habitación. Los huéspedes se asomaban al pasillo y un empleado les impedía salir. Security, decía, security.

John volvió adentro y se asomó a la ventana. Salía humo del sótano. La discoteca del hotel. Julia preguntaba, sugería, discutía con el empleado del hotel. Security, security. John se encerró en el baño y volvió al espejo, donde había oído la voz. Habló a su imagen llena de lágrimas y mocos. Le dijo que ella no, que estaba empezando, aún no había cumplido los catorce, llévame a mí, se ofrecía. Y juró que haría cualquier cosa si la niña volvía. Cualquier cosa. Julia todavía estaba discutiendo con el empleado cuando llegó la niña. Tenía el pelo lleno de polvo y le habían requisado la máquina fotográfica. Se abrazaron. John salió del baño y dijo: —Nos vamos, ahora. Julia le preparó a la niña una buena dosis de tranquilizante y durmió plácidamente casi todo el vuelo. En el coche familiar volvieron a sentirse a salvo. Cuando las calles empezaron a ser reconocibles, Julia estalló en llanto y la niña le acariciaba el pelo, soñolienta. John dijo que antes de llegar a casa le apetecía hacer una parada en el centro comercial y comprar una auténtica cena familiar. Estaba echando la moneda en el carrito cuando sintió, esta vez claramente, unos dedos huesudos apartar el pelo de su oído y la sensual vocecilla susurrándole: —Vete.

Ilustración: Ignacio Dorao / Texto: Bernardino Contreras mitad doble


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El terror marvelita de los 70 Viñeta: Chano Mánino | Texto: Rubén López García

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l género de terror conoció una etapa dorada en el mundo de los cómics en la década de los 70 y la llamada «Casa de las Ideas», la celebérrima Marvel, fue la editorial que acogió esta eclosión de talento dentro del género. Durante mucho tiempo olvidados, incluso por los aficionados al noveno arte, ahora parece que reciben por fin el reconocimiento que se merecen y vuelven a ser editados para goce de los lectores, respetando la gloriosa cuatricromía de los originales. Fueron tres las cabeceras que destacaron por encima de las demás. Tumba de Drácula (1972-1979) consta de setenta números, con la inusual circunstancia de conservar a lo largo de todos ellos el mismo equipo de guionista y dibujante: Marv Wolfman (apellido propio para estos menesteres) y un Gene Colan en absoluto estado de gracia. Probablemente sea la mejor de las tres, una lectura absorbente de principio a fin. Hombre lobo de noche (1972-1977) cuenta con una graciosa redundancia en su título, que queda perdonada por el poder de la combinación de palabras. Se trata del máximo exponente del llamado Californian Gothic, que nadie como el talentoso dibujante Mike Ploog supo entintar hasta hacer creíble que ese lugar de clima idílico,

palmeras y playas interminables albergara también secretos oscuros y criaturas fantásticas, todo hecho aún más creíble por el guion de Roy Thomas. Solo contemplar las portadas de esta serie es en sí una experiencia estética. La tercera cabecera de esta impagable tríada de terror Marvel no es otra que El monstruo de Frankenstein, que en este caso ha de decirse que presenta un título de lo más apropiado y fiel a la novela original, pues en ella el monstruo carece de nombre. De hecho el guionista Gary Friedrich decidió abrir la serie con un relato fidedigno de la novela de Mary Shelley, tan acertadamente que suele ponerse como ejemplo de óptima adaptación de la literatura al mundo del cómic. Más irregular en calidad que las dos anteriores, merece mucho la pena sin embargo bucear en ella, sobre todo por esos primeros números novelescos y por la impronta que de nuevo dejan en la serie los lápices de Mike Ploog. Los lectores españoles estamos de enhorabuena por la reciente edición de estas joyas setenteras dentro de la colección Marvel Limited Edition publicada por Panini. El terror tuvo su edad de oro en el cómic y estos títulos son los que se ganaron el puesto más alto.

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K Don Juan, o La redención tiene nombre de préstamo Texto: Marga Dorao y Amor de Pablo

Parte Segunda Acto Tercero Escena II JUANQUI, DON GONZALO (MUERTE / COBRADOR DEL FRAC) y LAS SOMBRAS (Tras hacerse pasar por muerto para que se cancelaran sus deudas con Cofidis, DON JUAN, alias «JUANQUI», sale de su fosa y se dirige, un poco aturdido, a la puerta del cementerio. Le franquean el paso DON GONZALO y LAS SOMBRAS, que no sabemos si realmente están ahí, o son fruto del cermeño que se ha pillado JUANQUI para poder soportar unas horas enterrado). mitad doble

DON GONZALO Aquí me tienes, don Juan: presto me he dirigido, cuando buenamente he podido, para llevarte a tu hogar. El nuevo, no el conocido. JUANQUI ¡Joé, qué mal rato, primo! DON GONZALO ¿Y de qué te alteras, si no queda sangre en tus venas? JUANQUI ¡Se me ha pasao el cebollón! DON GONZALO Oh, común el error es de creerse embriagado


una vez embalsamado. Pero, ¡raudos! Vámonos, nos queda un largo camino. (Le coge del brazo, pero JUANQUI no se inmuta). ¿Sigue en shock? ¿Lo adivino? JUANQUI No lo sé; pensé que era el colocón, pero ahora que me he espabilao, no es un sueño, ¡ellos son! (Señalando a don Gonzalo, convencido de que es un cobrador que viene de parte de Cofidis). Canguelo más grande que este en mi vida lo he tenido, y aun sin estar to jiñao, ando más muerto que vivo. DON GONZALO Eso es, don Juan, por fin lo vas entendiendo. Muerto estás, de eso no hay duda. ¿Qué, si no, hago yo aquí? JUANQUI ¡Ofú con el man in black! Don Juan por aquí, don Juan por allá… ¡Que soy er Juanqui, colega! ¿Qué dices, que no me cosco? DON GONZALO Lo que hace poco que doña Inés te avisó, y harto llévote diciendo yo: 
 que nos vamos al averno; andando, que el tiempo apremia y Caronte ya llamó. JUANQUI ¡Averno! Qué exagerao… Por unas perras de nada…

Vamos a llevarnos bien; ¿qué me ofreces? DON GONZALO Aquí fuego, allí ceniza. JUANQUI ¡Qué cansino es el mushasho! DON GONZALO ¿Oferta, dices? Pues teniendo en cuenta lo visto, no serán, desde luego, perdices. JUANQUI Po vaya oferta, carajo. Y hasta el IVA cobrarás. DON GONZALO Don Juan, Juanqui, o como seas, a ver cómo te lo explico: que el fuego eterno es eterno, mas Caronte cobra un pico por la espera. ¡Vamos, chico! JUANQUI Hombre, ceniza, pase; ¡pero fuego es un abuso! DON GONZALO El de la ira omnipotente, do arderás eternamente por tu desenfreno ciego. JUANQUI ¿Encima pa toa la vida? Al final será verdad que no te abandona jamás el jodío hombre del frac. Palabrita que ahora mismo tengo un pellizco pillao.

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¡Ay de mí, qué mala suerte! Antes prefiero a la parca que estar entrampao pa siempre. ¿Y ese reló? DON GONZALO Es la medida de tu tiempo. Es de Tiger, ¿te mola? Tenían otro de una ola… JUANQUI ¡Expira ya! DON GONZALO Tampoco era tan barato… Pero sí; en cada segundo se va un instante de tu vida. JUANQUI ¿Y esos me quedan namás? DON GONZALO A ver, Juanqui, no te coscas: arreando, que es gerundio. ¡Vamos, nos plegamos de este mundo! JUANQUI (Muestra confusión con respecto a quién es el hombre de negro, vamos, que aún no lo pilla). Pues mira lo que te digo: en verdá estoy apamplao. DON GONZALO Pero ¿tú sabes quién soy? Te veo confuso… JUANQUI Confuso dice; tengo un cacao mental como si me hubiera puesto hasta el culo de Orfidal. Aunque ahora que me acuerdo, de eso me comí un campero anoche… A ver, yo hablé con una muchacha mitad doble

y le dije, quiero un coche; y ella, ¿necesitas un crédito? Y yo, po claro, muhé, si no de qué te voy a llamar; y ella, pues te damos diez mil leuros y tú eliges la cuota. Y yo, ¡noovee qué perita! Y ella, estupendo, pues uno de nuestros agentes irá por tu domicilio. Y yo, no te molestes, si eso me alargo un día que me pille de camino. Y ella, no es molestia, son las normas de la empresa. Y yo, ofú con la tía siesa… Total, que le hice el gato y ahora me vienes tú. Por cierto, ¿cómo te llamas? DON GONZALO De muchas formas me llaman: la novia fiel, un poco redicho; la parca, que ya la has dicho; la canina, esa me gusta; la pelá, que mucho asusta; la catrina en otros lados, y la guadaña, ¡guarda cuidado! JUANQUI Pues sí que se han modernizado los de Cofidis. ¿Habéis hecho un rebranding? ¿La canina, decís? DON GONZALO Y dale con Cofidis. ¡Que soy la muerte! JUANQUI Esto está petao de gente maqueá… (Mirando alrededor, sorprendido). DON GONZALO Pero ¿tú me estás escuchando? (Se ve pasar por la izquierda luz de hachones y se oyen rezos).


¿Ves aquel entierro que pasa? Es el tuyo. JUANQUI ¡Muerde el rollo! ¿En serio, la he espichao? DON GONZALO Pues ¿no te habías matado? O a ver si piensas que yo me visto así por agrado… JUANQUI Me pasé con las pirulas… Mira que le di mil vueltas, en plan, ¡qué idea tan chula! Ahora veo que la cagué y ando con el alma suelta. Yo a las cabañas bajé, y a los palacios subí, y los claustros escalé; y pues tal mi vida fue, no, no hay perdón para mí. DON GONZALO ¿Qué es esto, de mí te burlas? ¿Qué haces rimando ripios? ¡Quita de ahí, que es mi sitio! JUANQUI Uy, perdón, me he motivao. Es que hablas tan bonito… DON GONZALO Oh, me halagas… ¡Pero no! ¡No me distraigas! Ahora que sabes quién soy, y ya sabes que estás muerto, como vano todo fue, dame la mano en señal de despedida. JUANQUI A ver si lo he entendido:

¿ahora eres mi compadre? DON GONZALO ¿Compadre? No exactamente. Deudas habías con Cofidis; decidiste hacerte el muerto para salir de ese entuerto; así que ahora, y buenamente, pagas tus deudas, pero en el Hades, ¡con un 20 % TAE! Con mi mano te conmino a emprender ese camino que ahora evades. JUANQUI ¡Quita, bisho! Suéltame la mano, canío. Préstame tu móvil, no seas engurruñío: le mando a la rubia un wasá, me hace una contraoferta y os quedáis con la boca abierta tú y el Hades. DON GONZALO Ya es tarde. (JUANQUI se hinca de rodillas, tendiendo al cielo la mano que le deja libre la de DON GONZALO. Las sombras, esqueletos, etc. van a abalanzarse sobre él, en cuyo momento se abre la tumba de DOÑA INÉS y aparece esta ataviada con un traje de chaqueta blanco y una amplia sonrisa hollywoodiense. En la cabeza porta un pinganillo telefónico de diadema y en las manos, un cartel en el que dice: «La cancelación de la deuda: 5 %. La renegociación de la deuda: 3 %. La salvación eterna: No tiene precio». DOÑA INÉS toma la mano que JUANQUI tiende al cielo).

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La noche de la bruja Fotografía: Ana Vega | Texto: Malú Porras

—¡Bruja! ¡Ella es la responsable de todas nuestras desgracias! —¡Por su culpa enferman nuestros niños y muere nuestro ganado! —¡Bruja! ¡Ahoguémosla! ¡A la hoguera! ¡A la horca! Las voces resonaban en su cabeza como un eco distante, fogonazos de imágenes las acompañaban: el árbol retorcido y negruzco del cementerio, una soga gruesa, unos hombres fornidos que la arrastraban hasta allí sin posibilidad de escapar. Volvió a sentir el terror, las lágrimas deslizándose por sus mejillas entre ruegos y juramentos de inocencia, el tacto áspero de la soga alrededor del cuello; las mujeres presentes se mofaban y los hombres clamaban justicia en nombre de un dios ausente. ¡Crack! El crujido violento y sordo del cuello al partirse por la soga la sumió en la más profunda y fría oscuridad. —No tiene por qué ser este tu fin, puedes escapar de este frío abismo, mi inocente criatura. —La siseante voz masculina se hizo hueco entre las tinieblas—. ¿Acaso fuiste tú quien cometió todos los crímenes de los que se te acusó? ¿Robaste los niños, sedujiste a los hombres, mataste el ganado? —¿Eres tú mi Ángel de la guarda que viene al fin a llevarme junto a mi Creador? Yo no hice nada de eso, juro haber respetado siempre los sagrados sacramentos y haber amado a cada niño que se haya cruzado en mi camino. La tenebrosa risa de su interlocutor resonó en cada rincón de su alma desgraciada. —Tu Dios te ha abandonado, permitió que te ahorcaran y te

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desecharan en este sombrío lugar como una muñeca rota. Yo te ofrezco mucho más, te ofrezco vida, poder y venganza. Podrás devolver todo el daño causado. ¿Aceptas? —Yo te acepto y abrazo a mi ángel de oscuridad. —Quedó el pacto sellado. Escupió, pues, la muerte entre sus labios, y tiró con fuerza de la soga atada al cuello hasta desprenderse de ella. Abrió los ojos ante el mundo nuevo que se le descubría, los colores más vibrantes, los olores más intensos. Amparada por la noche y el olvido de aquellos que la dejaron como alimento para las alimañas, paseó por el pueblo dispuesta a devolver cada gramo de dolor. Las puertas y cerrojos cedían a su paso. Ataviada con un vaporoso vestido y con renovada belleza marmórea casi espectral, se adentraba lentamente, en el más absoluto silencio, en la alcoba donde dormían los niños, que al despertar entre sueños se embelesaban con la angelical visión y perdían cualquier temor. Ella les acariciaba con ternura y, acunándolos entre sus brazos, les cantaba en una lengua extraña hasta que dormían tan profundamente que el corazón dejaba de latir. Al despuntar el alba, se adentró en el bosque con una sonrisa maliciosa que nacía de sus labios al escuchar los chillidos, lamentos y dolor de aquellos padres que sacudían los cuerpos inertes de sus hijos.

p Fotografía: Ana Vega mitad doble


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El clan Murphy Fotografía: Carlos Bolívar | Texto: María Ortega

C

armen esperaba sentada con la gélida mañana como única acompañante. La anciana de porte elegante llegó puntual a la cita. Carmen la seguía con la mirada de soslayo. La joven permaneció un buen rato frente a la tumba de él y después caminó hacia la pendiente más pronunciada del cementerio para llegar a su segundo destino: la lápida de ella. Ahora era la anciana quien esperaba. Jeremy Murphy paró extenuado junto a la capilla de san Jorge; había corrido demasiado. El Cementerio Inglés era el único sitio en el que se sentía seguro: había sido escenario de muchas confidencias y refugio de tantos o más sentimientos. La mujer no tardó mucho tiempo en llegar; llevaba chaquetón de paño, tacones de aguja, labios de fuego y mirada asesina. —Hola, Yvonne. ¡Qué paradójico que terminemos aquí! Quizás el destino lo haya querido así: solo Dios podrá juzgarme.

—Lo justo hubiera sido pegarle el tiro aquí, junto a ti. Así le habría dado la oportunidad de juzgaros a ambos. Me has destrozado la vida. —Me casé contigo porque te quería, pero te fallé porque la amaba a ella. Espero que algún día puedas perdonarme. Nada tiene sentido ya. Yvonne acarició la fría pistola que llevaba en el bolsillo y la sacó lentamente. Apuntó. Disparó. La anciana observaba con desazón la inscripción del mármol: «Te quiere tu familia y tu hija». Aún conservaba los labios de fuego y el abrigo de paño, pero era demasiado mayor para los tacones de aguja y la mirada asesina se había evaporado hacía tiempo. Ahora el arrepentimiento y el dolor la invadían. Las ramas crujieron tras de sí y se dio la vuelta; era inconfundible, tenía los ojos de su padre y la piel tostada de su madre. Le recordaba a ella hacía años,

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cuando llevaba tacones y su mirada reflejaba odio y sed de venganza. —Hola, Carmen. ¿Cómo estás? —Tirando, Yvonne... —Te busqué durante mucho tiempo, pero tu padre supo protegerte. Lo dejó todo bien atado. —A mí me enseñaron a esperarte y a temerte y, por tanto, a cuidarme. Pero llegó un día en que decidí salir a buscarte. —Es lo justo. Tu padre me hirió mucho, ¿sabes? Me quitó las ganas de vivir, la esperanza. —Tú a mí la identidad y la capacidad de confiar... —¿Podrás perdonarme alguna vez? El silencio y el viento mediaron entre ellas y entonces Carmen se acercó lentamente a Yvonne. Su melena española contrastaba con sus ojos ingleses. Perte-

necía a un mundo extranjero, burgués y refinado pero también pobre, sobrio y de supervivencia, con todo lo bueno y malo de ambos. Se puso en frente de Yvonne, sus rostros casi se rozaban. Si su padre se casó con ella, ¿habría sido su madre quizás parecida a esa mujer que tenía delante? ¡Cuántas preguntas que solo los demás podían responder! El detalle de la mano en el bolsillo no pasó desapercibido para la mujer: lo conocía muy bien, esperaba lo inevitable. Sentía el calor del aliento de la joven. —Te perdono, Yvonne —dijo dándose la vuelta, pero sin dejar de mirarla—: acabo de hacerlo. La anciana se desplomó en el suelo... Hubiera preferido la muerte.

N Fotografía: Sandra Lara


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La noche de Halloween Ilustración y texto: José Luis Rosas Guerrero

E

l hombre mira a los lados: la calle vacía; calcula, toma carrerilla y hace un salto de más de dos metros sin tocar la barda. Un salto olímpico sin homologar. Ojalá valga la pena el tiempo pasado vigilando la casa solitaria. Con la rapidez de la experiencia y su ganzúa abre la puerta. Busca en sus bolsillos, su linterna no está; aun sin luna puede buscar objetos de valor en los cajones. Está oscuro dentro, huele a humedad, a guardado, las persianas están echadas; camina a tientas y se golpea la rodilla con la esquina de una mesa de centro, la levanta frotando, trastabilla y choca con algo tirado sobre el suelo, estira los brazos para amortiguar el golpe mientras cae, no espera el tremendo golpe en la cara al pegar contra la escalera; nota que se va a desmayar. Oye unas risas lejanas al despertarse, de niños como en una fiesta; si no fuera por la oscuridad… Trata de levantarse y no puede. —No te muevas, estás malherido. —Un intenso dolor cervical le sacude, tampoco puede mover la mandíbula, no ve a la mujer que le habla—. Entraste a robar, mi marido te sorprendió y le mataste. Lo merecía, pero alguien debe pagar los errores de los otros. —Mmmm, mmm. —No puede hablar, las lágrimas le afluyen. Él no ha matado a nadie, nunca utilizó la violencia. —He llamado a la policía, están al llegar. Los golpes en la puerta se suceden, y se oyen voces:

—Abran, somos la policía. El ariete astilla la puerta, que se abre con violencia. —Ahora ellos se encargarán. —Las risas de los niños continúan, más cerca, como si vinieran corriendo por un túnel. Linternas de luces brillantes le alumbran la cara; son tres policías y un inspector. Desde el vano de la puerta lo miran con ceño adusto, uno de ellos le apunta con una pistola, terminan de irrumpir y dos uniformados se distribuyen por la casa. El inspector, en silencio, observa todo alumbrando con su linterna por el salón vacío, por la escalera. Al cuerpo tirado en el suelo le pone la mano en la carótida. Ahora lo ilumina a él. Sigue la dirección del haz de luz y con terror ve que su mano empuña un cuchillo manchado de sangre. —No hay nadie —dice uno de ellos al regresar; el otro grita desde dentro—: Inspector, hay tres víctimas más, una mujer y dos niños. Voy a dar la electricidad. El inspector se rasca la coronilla, perplejo. Se encienden las luces de la casa. —La llamada se hizo desde aquí. Lo importante es que lo hemos capturado, esperemos que vengan la ambulancia y el forense. La mujer que solo ve él está sentada en el sillón, fumando, al lado del teléfono. Siente que se va a desmayar de nuevo. Las risas de los niños se van alejando.

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Madre no hay más que una Viñeta: Chano Mánino | Texto: Ana Gómez Perea

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o primero que hice cuando aprendí a andar fue perderme. Dos horas estuvo mi madre buscándome por la casa, hasta que me encontró en la cesta de la ropa sucia. Me encantaba perderme, y lo hacía cada vez que tenía ocasión. Los centros comerciales eran mi perdición —nunca mejor dicho—; las puertas de emergencias, con sus brillantes letras rojas y sus faldones de caucho negro, llevaban mi nombre escrito. Cuando las cruzaba, el silencio me envolvía, y en ese estado de gozosa plenitud, mi cuerpo se dejaba llevar por una risa floja, cada vez más adictiva. Mi pobre madre no ganaba para sustos. Anoche se me volvió a aparecer en sueños. Si las madres muertas tienen un cupo de apariciones para decirte aquellas cosas que no te dijeron en vida, mi madre no solo se salta ese cupo, sino que, además, no me dice nada nuevo. Todas las noches lo mismo: abre la puerta de emergencias... de mi sueño, se sienta en mi cama de verdad, me da un beso que no siento, y antes de desaparecer a través del faldón de caucho, se gira y, con una voz que no es la suya, me dice gritando: «¡Nena, no te separes del grupo!».

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P Fuegos que danzan bajo la luna llena: noche de ánimas. Texto: Laura Naranjo | Fotografía: Carlos Bolívar

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