La ‘zorra de Buchenwald’: ninfómana, sádica y la peor asesina del nazismo Ilse Koch ideó lámparas fabricadas con la piel humana de judíos Mató cerca de 5.000 prisioneros mediante técnicas de tortura medievales Mónica G. Álvarez 06/07/2018 06:30
Ilse Koch, una vez detenida (abril 1946) (Getty)
Dicen que detrás de un rostro angelical siempre se esconde un alma diabólica y en el caso de Ilse Koch, no podría ser de otro modo. Mujer de cabellos rojos y largos, de gran belleza y fuerte poder de seducción, supo
cautivar a sus camaradas de las SS para convertirse en supervisora y guardiana de uno de los campos de concentración nazi más importantes de la época. Su sadismo no conocía límites y entre sus fechorías destacaba la creación de toda tipo de lámparas con piel humana. De ahí su terrible apodo: “La zorra de Buchenwald”. Una asesina que tiene en su haber cerca de 5.000 crímenes mediante técnicas de tortura medievales durante la Segunda Guerra Mundial.
Ilse Koch durante su etapa en el campo de Buchenwald (YouTube)
Margarete Ilse Köhler -su nombre de soltera-, nació el 22 de septiembre de 1906 en el seno de una familia de clase media en la localidad alemana de Dresde (Sajonia). Hija de Anna y Emil, un labrador que posteriormente llegó a encargado de fábrica, Ilse se comportaba como cualquier otra niña
de su edad. De carácter tranquilo, responsable y de buen comportamiento, llegó a hacerse muy popular entre los compañeros de escuela. Nada hacía presagiar que se transformaría en una asesina tiempo después. De hecho, poco se conoce acerca de su educación y de cómo podría haber sido tratada o maltratada por sus progenitores.
Ilse y Karl Koch (Corbis)
Con quince años dejó los estudios para iniciarse en el mundo laboral. Primero trabajó en una fábrica, para poco tiempo después acabar en una librería como dependienta. Fue en este último empleo donde comenzó su
interés por el Partido Nazi y donde además conoció a miembros de las SS. De hecho, su arrolladora y embaucadora personalidad le sirvieron entre otras cosas, para convertirse en secretaria y afiliada del NSDAP en el año 1932. Tiempo después, el mismísimo Heinrich Himmler, jefe de las SS y de la Gestapo elige a la joven Ilse como esposa de uno de sus ayudantes principales, Karl Koch, coronel del campo de concentración de Sachsenhausen. En 1936 contraen matrimonio y en 1939 se trasladan a Buchenwald, uno de los mayores centros de exterminio nazi. Fue en este lugar donde se dieron cita las más macabras atrocidades de la pareja Koch. El campo de los horrores Los primeros meses en Buchenwald fueron del todo ‘corrientes’ para los Koch, ya que dedicaron ese tiempo a tener hijos, en este caso tres, Artwin, Gisele y Gudrun. Esta última murió de forma repentina mientras Ilse y Karl estaban de vacaciones esquiando. A pesar de los intentos de su niñera, Erna Raible, para convencer al matrimonio de que regresasen lo antes posible, hicieron caso omiso y la niña falleció sin estar ellos presentes. Cumplido el trámite de la paternidad que se exigía a los miembros más antiguos del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, la normalidad dejó paso al sadismo. Era de esperar, si contamos con la brutalidad ejercida por Karl durante su paso por los diversos campos de concentración donde estuvo destinado antes.
Ilse y Karl Koch junto a dos de sus hijos (US National Archives)
Según las víctimas que sobrevivieron, éste arreaba latigazos a los prisioneros utilizando una fusta cuyo cabo constaba de fragmentos de cuchillas de afeitar. Además, entre las torturas que se le atribuyen estaba la de utilizar un hierro candente para marcar a los reos o la del aplastamiento de los dedos. Ambos martirios, empleados a su vez en la época medieval, se realizaban de forma cruel si alguien violaba las reglas del campo. Nadie escapaba del tormento del dolor si Karl Koch así lo decidía. Y todo ello lo puso en práctica su esposa Ilse, quien, pese a su apariencia seductora, escondía en su interior a una verdadera asesina en potencia. Él le enseñó todo lo relacionado con la inmolación y el sacrificio. La pesadilla comenzó en “Villa Koch”, como formalmente era conocida, y se extendió hacia el exterior. Se trataba de una gran casa en una finca de aproximadamente 125 hectáreas sobre la colina Ettersberg. En un principio, aunque Ilse era la esposa de uno de los siete oficiales de las SS destinados en Buchenwald, no era de aquellas que hacían amigos fácilmente. Pronto, la señora Koch se transformó en una mujer
“endemoniada”. La maternidad no la había ablandado, nada más lejos de la realidad, sino todo lo contrario. El efecto positivo que podía subyacer en ella se había convertido en algo destructivo y mordaz. Su carácter colérico, sádico, degenerado, de gran sangre fría y hambrienta de poder, se lo impedían. Algunos informes médicos posteriores la llegaron a tildar hasta de ninfómana.
Ilse Koch señala dónde vivía en Buchenwald (Juicio Dachau, agosto 1947) (US National Archives)
Para la realización de esta clase de depravaciones y fiestas, el comandante Koch mandó construir también una especie de picadero, donde su mujer podría desplegar sus malas artes, tanto amatorias como criminales. El lugar en cuestión, lejos de ser algo pequeño, tenía 40 x 100 metros de extensión y unos 20 metros de altura y costó un cuarto de millón de marcos de la época (unos 250.000 euros). La gigantesca morada se encontraba a poca distancia del campo de concentración, así que
los prisioneros de los barracones más cercanos podían escuchar perfectamente lo que ocurría en su interior. Una vez terminado, Ilse empezó a utilizarlo varias veces por semana. Efectuaba sus paseos matutinos a caballo que duraban entre quince y treinta minutos, mientras la orquesta de las SS tocaba la música de acompañamiento sobre un tablado especial. A modo de curiosidad, señalar que dentro del picadero Frau Koch mandó construir un aposento con las paredes recubiertas de espejos como ingrediente adicional en sus orgías colectivas. Técnicas de castigo y tortura Al principio, Ilse se comportaba como una mujer obsesionada con su aspecto. Mandó traer vino de Madeira para bañarse en él, mientras miles de prisioneros morían de hambre a pocos metros de su casa. Llenó sus armarios de costosas prendas, calzado y pieles, y fue dueña de los mejores perfumes y vinos de la época. Después, se dedicó a pasearse por el campo látigo en mano, pegando a aquellos prisioneros cuyo aspecto le era desagradable. Finalmente, su crueldad comenzó a desatarse sin ningún tipo de escrúpulo ni límite, haciendo del campo de internamiento nazi su terreno de juegos predilecto. Una de sus prácticas habituales como: lanzar perros contra las embarazadas. Les provocaba tal terror absoluto que las víctimas llegaban a creer que morirían despedazadas por aquellos animales. Una vez que conseguido su propósito, Ilse chillaba encantada.
Ilse Koch durante el juicio de Dachau (US National Archives)
De noche organizaba orgías lésbicas con las esposas de los oficiales, para después dedicarse a practicar sexo con los subordinados de su marido. Las aventuras sexuales de la señora del comandante la llevaron a tener relaciones hasta con doce personas a la vez. Su depravación iba creciendo. La fascinación por técnicas de castigo y tortura le sirvieron para ganarse una fama de sanguinaria que jamás dejó atrás, como le pasó a a la guardiana nazi María Mandel . Uno de sus múltiples y retorcidos placeres consistía en apostarse a la entrada del campo a medida que llegaban nuevos prisioneros. Los esperaba con los pechos desnudos. Cuando los presos se daban cuenta de lo que ocurría, Ilse pasaba a la acción. Comenzaba a acariciarlos, a sobar su cuerpo libidinosamente, mientras gritaba comentarios subidos de tono. Si alguno cometía el error de mirarla fijamente a los ojos lo golpeaba hasta perder el sentido. “¿Qué te crees que estás haciendo mirando mis piernas?”, gritó Ilse en una ocasión al interno Walter Retterpath mientras lo abofeteaba con su fusta. Koch se había convertido en la principal torturadora de prisioneros de Buchenwald. Aunque un asunto especialmente delicado fue su
particular colección de lámparas de piel humana. El matrimonio Koch decidió recopilar los tatuajes más vistosos de sus prisioneros, extirpándoselos de cuajo tras inyectarles fenol. Muchos de ellos pasaron a ser “tétricas” lámparas de mesa. Tres de esas piezas se incluyeron en la vista judicial, cuyas imágenes fueron recogidas en un documental por el director de cine Billy Wilder. A Ilse también le encantaba adornar su casa con las cabezas humanas de los presos. Para ello ordenaba encogerlas químicamente. El resultado: un comedor repleto de cabezas humanas que acompañaban a la familia Koch en cada una de sus celebraciones. Llegaron a tener hasta doce. Aquella imagen de la mesa con los tatuajes, las cabezas disecadas y la supuesta lámpara dieron la vuelta al mundo, convirtiéndose en símbolo de la barbarie.
Exposición de lámparas y cabezas en miniatura, propiedad de Ilse Koch (US National Archive)
“Tatuajes adornan las bragas de Ilse. Yo los había visto en el trasero de un gitano en mi barracón”, declaró el judío Albert Grenovsky que se vio obligado a trabajar en el laboratorio de patología de Buchenwald. Fue uno de los muchos testigos que confirmaron que Frau Koch elegía personalmente los tatuajes de los internos que se llevaban a la clínica. El maquiavélico entretenimiento de Ilse Kock se puso de moda entre sus colegas de otros campos de concentración. Para ella, era un placer coincidir con las esposas de los comandantes de los otros recintos y darles instrucciones detalladas sobre cómo trocar la piel humana en exóticas encuadernaciones de libros, pantallas de lámparas, guantes o manteles de mesa. Mientras la mayoría de las madres alemanas tejían bufandas y calcetines de lana para sus hijos, Ilse había puesto en marcha toda una “industria” de productos artesanos con restos humanos. De hecho, muchas de estas piezas acabaron convirtiéndose en regalos a altos mandos nazis que llegaron incluso a la ciudad de Berlín. ‘La zorra de Buchenwald’ Según registros de la enfermería del campo tan solo en el recinto sanitario se produjeron 33.462 asesinatos de presidiarios, sin contar con las víctimas de los distintos experimentos y atrocidades que se realizaban con los cuerpos. De ahí el sobrenombre que le pusieron a Koch: la zorra de Buchenwald. El desprecio por sus prisioneros era innegable, pero sorprende aún más el que sentían por ella sus camaradas. Sus propios compañeros la temían. Después de casi ocho años de experimentos atroces, en 1945 se puso fin a esta macabra historia. Las tropas soviéticas llegaron a Alemania e Ilse huyó sin éxito. Tras su encarcelamiento, se la sentenció a cadena perpetua pero se le redujo la condena a cuatro años.
Los oficiales de la corte sostienen pieles humanas tatuadas como evidencias presentadas contra Ilse Koch (Augsburgo, diciembre de 1950. (Getty)
Ante el estupor que causó la noticia, se abrió una investigación. Sin embargo, en 1951, el general estadounidense Lucius D.Clay le concedió la libertad basándose en “insuficiencia de pruebas”. Poco después, volvió a ser arrestada y condenada. Durante el juicio celebrado en 1951, el fiscal llegó a decir de Ilse Koch: “Fue uno de los elementos mas sádicos del grupo de delincuentes nazis. Si en el mundo se oyó un grito fue el de los inocentes torturados que murieron en sus manos”. No fue lo único que escuchó la acusada. Doscientos cuarenta testigos pasaron por el estrado del Tribunal para volver a explicar concienzudamente las perversiones, abusos, suplicios y asesinatos que ocurrieron en Buchenwald a manos de la Commandeuse. La presión soportada por la detenida llegó a tal punto que se desmoronó en varias ocasiones gritando: “¡Soy culpable! ¡Soy una pecadora!”. Su única ‘liberación’
En la fría mañana del 15 de enero de 1951 y sin la presencia de la procesada, la sala enmudeció al escuchar al presidente de la Corte, Georg Maginot, leer el veredicto: “culpable de un cargo de incitación al asesinato, un cargo de incitación a la tentativa de asesinato, cinco cargos de incitación al maltrato físico severo de los presos, y dos de maltrato físico. Ilse Koch, condenada a cadena perpetua con trabajos forzados en la prisión de mujeres de Aichach”. Pese a las apelaciones que interpuso su abogado, la Corte Suprema de Alemania se negó a anular el veredicto de Augsburg. Frau Koch había perdido la batalla.
Catorce años después, concretamente el 1 de Septiembre de 1967 y a los sesenta y un años de edad, Ilse decidió poner fin a su vida ahorcándose con las sábanas de su cama en la prisión de Aichach (Baviera). Fuera le estaba esperando uno de sus hijos que, como cada sábado, acudía a visitarla regularmente para alegría de la criminal. Al dar el nombre de su madre, un funcionario le informó de la triste noticia. Tan solo había dejado una última carta que decía: “no hay otra salida para mí, la muerte es la única liberación”.
Ilse Koch, el dĂa del veredicto (Getty)