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Los ‘profes’ aprenden

Despiertan todos los días a la misma hora. Toman desayuno y se visten, pero en lugar de subir al bus para llegar a los colegios en los que cada uno trabaja, Germán Ramos, Marco Antonio Berrocal y Luisa T. se quedan en casa.

La preparación para dictar clases a distancia fue precipitada; la pandemia los sorprendió y, en pocas semanas, los profesores tuvieron que aprender a utilizar distintas plataformas y dispositivos. Los nervios que sintieron fueron tan grandes como aquellos que los angustiaron años atrás, cuando eran más jóvenes e inexpertos, antes de dictar su primera clase presencial.

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Descubriendo todo de nuevo

Durante mucho tiempo lo llamaron profesor Marco Antonio, pero cuando ingresó al colegio sanisidrino en el que enseña ahora, Marco se acostumbró a un nuevo nombre: Herr Berrocal, señor Berrocal en alemán. Se siente un pez en el agua en el curso de literatura. Junto a sus alumnos, repasa nuevas formas de leer y analizar textos de ficción para después ‘destrozarlos’, criticándolos con detalle y profundidad. Marco Antonio conoció al profesor Germán Ramos en un colegio sanborjino hace ocho años, y trabajaron juntos hasta que cada uno partió a una institución distinta. Germán se ha desempeñado varios años como profesor de historia y ahora se dedi-

Escuela unidocencia. Helbert tiene a cargo doce estudiantes de todos los grados de primaria.

PERSPECTIVA DOCENTE

Los ‘profes’ aprenden: reflexiones de las lecciones virtuales

Escribe: Rodrigo Baquerizo Fotos: Archivo personal

Genaro y Marco Antonio llevan largo tiempo cumpliendo con su vocación como personajes anónimos, siempre presentes en la escuela. A inicios de marzo del 2020, volvieron a las aulas sin saber que pocos días después se cerrarían todos los centros educativos y, con ellos, el mundo entero. Con el virus del otro lado de la puerta, entre la incertidumbre y el dolor, estos profesores dedican sus días y noches a perseguir un objetivo casi imposible: la educación debe persistir.

Extraña rutina

La adaptación a una nueva forma de enseñar, a través de videollamadas, está marcada por la confusión y el miedo. Todo puede salir mal. La señal se puede perder, los alumnos se pueden desconcentrar.

Si en el aula puedes evitar que alguien se distraiga con el teléfono o saque un táper y comience a desayunar en clases, desde una computadora es muy poco lo que se puede controlar. Por si fuera poco, en cualquier momento un alumno puede tomar una foto, o una captura de pantalla, y convertir al profesor en un meme. Durante su primer día de clases, Marco Antonio se había sentido en una vitrina, expuesto y vulnerable. Estaba seguro de que, antes de que terminara su lección, su rostro ya habría sido convertido en un sticker de Whatsapp.

Cuando salió de su cuarto y su esposa le preguntó qué tal le había ido, respondió con un simple “bien”. La palabra salió con un tono leve, muy débil, como el de un niño que vuelve del colegio sabiendo que lo han reprobado. La situación le recordaba a la conversación final de un cuento de Julio Ramón Ribeyro, “El profesor suplente”:

— ¿Qué tal te ha ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han dicho los alumnos? — ¡Magnífico! ¡Todo ha sido magnífico! —balbuceó — ¡me aplaudieron! Pero al sentir los brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y se echó desconsoladamente a llorar.

ca también a la coordinación de este curso en el colegio en donde enseña. Sus padres, su hermana, sus sobrinas y él estaban en pleno proceso de mudanza cuando la cuarentena comenzó. Ahora, siete personas comparten el departamento desde el que dicta sus clases virtuales.

Una de las primeras clases que Germán dictó de forma virtual ni siquiera correspondía a su horario habitual; le pidieron reemplazar a un compañero. Armó la clase, diseñó lo mejor que pudo las diapositivas e incluso puso música de fondo. Comenzó la videollamada y se trabó como un robot. “¿Profe, qué pasó? Profe, se corta”. Su mala conexión no le dejó otra opción que terminar la clase, grabarse explicando el tema y enviarles el video a los alumnos. Dictó frente a una pantalla vacía, como si le hablara a una pared.

La adaptación a una nueva forma de enseñar, a través de videollamadas, está marcada por la confusión y el miedo. Todo puede salir mal. La señal se puede perder, los alumnos se pueden desconcentrar. Si en el aula puedes evitar que alguien se distraiga con el teléfono o saque un táper y comience a desayunar en clases, desde una computadora es muy poco lo que se puede controlar. Por si fuera poco, en cualquier momento un alumno puede tomar una foto, o una captura de pantalla, y convertir al profesor en un meme.

Enseñar en cuarentena merece un constante estado de alerta. “El profesor se ha convertido en un DJ”, dice Marco. Reproduce un video, luego otro. Presenta una diapositiva, y antes de saltar a otra, un alumno quiere participar. Entonces todo el hilo de pensamientos se quiebra, y el profesor comienza a manejar los permisos de micrófono: activa a un alumno, silencia a los demás. Un ruido se cuela en la clase y no sabe de dónde viene. Un par de clicks y nada se arregla, otro par de clicks y todo vuelve al silencio. Pueden continuar.

Ningún profesor reparaba en ese tipo de detalles en un salón de clase: este ya era un espacio dominado. Las computadoras y proyectores se daban por sentado; había siempre una pizarra que controlar, sobre la que podían apoyarse. “Hemos sido arrojados de manera estrepitosa a la pantalla”, reconoce Marco, “hemos sido empujados al mar y tenemos que aprender a nadar, y con estilo”. Él y Germán pertenecen a una generación más acostumbrada a la tecnología, que tiene mayor facilidad para adaptarse, pero ello no elimina toda complicación.

Entre profesores, encontraron formas de ayudarse, de explorar Zoom y otras plataformas virtuales: “Mira, así se configura la cuenta, así se pone la pantalla compartida. Mira, así se puede agregar un fondo virtual”. “Nunca terminas de aprender”, remarca.

Pero no todos los problemas son a causa del internet o las computadoras. Los profesores pueden tener la mejor conexión y ello no quita que, al fin y al cabo, la misión diaria sea dictar una buena clase. En la despedida del aula, del espacio seguro y común, hay una interacción perdida. Extrañan la libertad para moverse en el salón, entre carpetas. Había un contacto más cercano con sus alumnos, más humano.

“Muchas veces no acabo satisfecho con las clases que doy, porque me siento limitado”

Podían acercarse a los chicos, disfrutar al ver cómo todos trabajaban, reírse con ellos y ayudarlos. Había un contacto face-to-face que se ha desvanecido. Ahora tienen que encontrar nuevas formas de manejar la clase. Germán pasa lista cuando comienza el día, a veces también lo hace a la mitad de la sesión, y hace preguntas. La mayoría de los alumnos participa, pero otros se mantienen en silencio. No responden. La clase termina y esos ‘alumnos fantasma’ permanecen allí, varios minutos después de que todos se han despedido. ¿No quieren irse? Pareciera que no quieren dejar de aprender. O pareciera que no se han percatado de que la clase ha terminado, como si no se hubiesen dado cuenta siquiera de cuándo empezó.

Es una lucha contracorriente en la que, reconocen, importa mucho la capacidad de autogestión de los alumnos. Trabajan con chicos de los últimos años de secundaria y apelan a su autonomía, pero de todas maneras hay una responsabilidad que tienen interiorizada como profesores.

“Muchas veces no acabo satisfecho con las clases que doy, porque me siento limitado”, acepta Marco, “muchas veces caigo en algo que no quiero ser: el profesor que monologa”, aquel que habla y habla sin parar.

Busca nuevas formas de dinamizar la clase, de hacerla divertida. Ha encontrado webs para realizar cuestionarios, ha separado lecturas en PDF para que cada alumno trabaje un capítulo distinto. Si solían leer juntos en clase y debatir después, Marco procura que esa conversación constante no se pierda.

Cuando los profesores le dijeron adiós a las aulas, la enseñanza irrumpió en los demás espacios de sus vidas. “El gobierno ha limitado tu libertad para protegerte de la pandemia, pero el trabajo ha invadido tu libertad en casa”, explica Marco.

Se organizan reuniones de profesores a las seis de la tarde o a las siete de la noche, y contestan dudas de sus alumnos por correo, que llegan a las nueve o diez. Con tanto tiempo frente a la pantalla, “acabo con los ojos peor que un vampiro”, cuenta Marco.

Si hay dificultades, estas se acentúan con la pérdida de la sala de profesores. Este espacio era, para Marco, “material de consulta, un libro abierto”. “Un profesor es como el vino: mientras más añejo, mejor”, explica, recordando la cantidad de lecciones que aprendió de colegas más experimentados entre clase y clase. “En la sala de profesores, encuentras una palabra de aliento, una respuesta. Pareciera que los demás profesores fueran tus psicólogos particulares”, reconoce. Germán también extraña este espacio: “Yo soy bastante amiguero. Siempre me ha gustado estar en lugares donde puedo compartir bastante. Conversamos, nos reímos, bromeamos y discutimos, porque somos personas”. Ese contacto falta.

Dentro de todo, algo de esas relaciones puede subsistir a distancia. El profe Marco bromea con Andrés, amigo suyo, excolega y profesor de Educación Física: “Se ha cumplido tu sueño. Ahora puedes sentarte tranquilo a comer una hamburguesa en casa mientras los chicos hacen sus ejercicios”. Es extraño hablar en clase de historias ficticias como “Ensayo sobre la ceguera” cuando la pandemia ya no está en un libro, sino en las calles de nuestra ciudad. Verdaderamente, “la realidad superó a la ficción”, reconoce Marco. “Antes uno cerraba un libro y se sentía protegido”, pero el refugio se ha perdido.

Enseñar a distancia es también una oportunidad para cambiar el chip entre profesores. Para Germán es clave enganchar con sus alumnos, conectar con ellos; abrirle espacio al juego y a las dinámicas.

“En esta época, creo que un profesor que no se interese por estas habilidades es un profesor que no va a tener futuro, porque su clase va a ser siempre monótona y tediosa. Tiene que tener carisma; si no la tiene, ya fue”, se sincera Germán.

Me despido de ellos. Mañana tienen clases por dictar y aún quedan muchas tareas por corregir. En sus ojos cansados queda esperanza hacia su labor y lo que logre para el país a través de sus alumnos.

“El gobierno ha limitado tu libertad para protegerte de la pandemia, pero el trabajo ha invadido tu libertad en casa”

Probablemente aún en pijama, los alumnos saludan a sus profesores.

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