Manolo Quejido Distancia sin medida
MANOLO QUEJIDO. DISTANCIA SIN LÍMITE
Miquel Iceta i Llorens Ministro de Cultura y DeportePensar y pintar. El tránsito entre estos dos actos, y su vinculación, articula gran parte del trabajo de Manolo Quejido: ¿piensa el artista a través de la pintura, es la pintura el resultado, o el inicio del pensamiento? Desde que iniciara su trayectoria a mediados de la década de 1960, transitando por estilos como el pop, el expresionismo o la experimentación geométrica, hasta sus producciones recientes, centradas en la reflexión sobre la propia pintura, Manolo Quejido (Sevilla, 1946) se ha convertido en una de las figuras más destacadas del arte español de las últimas décadas.
Distancia sin medida, la exposición antológica que le dedica el Museo Reina Sofía en el Palacio de Velázquez, en el madrileño Parque del Retiro, nos permite adentrarnos en su fascinante universo creativo. A través de una selección de más de un centenar de piezas, la muestra pone de relieve las constantes que han marcado la evolución de su trabajo sin dejar de atender a las problemáticas sociales y políticas, Quejido ha dialogado con grandes artistas de la historia del arte, especialmente con Diego de Velázquez, al que alude de manera explícita en muchos de sus cuadros.
Esta exposición nos brinda la oportunidad de conocer las diferentes etapas y vertientes de la obra de este artista, dejando constancia no solo del carácter profundamente experiencial que tienen sus investigaciones plásticas en torno a la idea de la pintura como pensamiento —“como cosa de pensantes, como cosa de pintantes”, en palabras de la comisaria de la muestra Beatriz Velázquez—, sino también de la lucidez y rigor de sus investigaciones, y de su profundo inconformismo crítico.
Enhorabuena al Museo Reina Sofía por brindar al público la oportunidad de (re)descubrir el apasionado y apasionante trabajo de Quejido, un autor que nos invita, nos fuerza, a mirar de forma diferente, y nos obliga a discutir la forma en que pensamos y miramos la pintura.
MANOLO QUEJIDO: IMMEASURABLE DISTANCE
Miquel Iceta i Llorens Minister of Culture and SportThinking and painting. The passage between these two acts and their connection articulate much of the work of Manolo Quejido. Does the artist think through painting, and is painting the result or the beginning of thought? Since he began his career in the mid-1960s, passing through styles like Pop Art, Expressionism, or geometric experimentation, up to his most recent productions, centered on reflection on painting itself, Manolo Quejido (b. 1946, Seville) has become one of the most prominent figures in the Spanish art of recent decades.
Immeasurable Distance , the anthological exhibition that the Museo Reina Sofía is dedicating to him at the Palacio de Velázquez in Madrid’s Retiro Park, allows us entry to his fascinating creative universe. Through a selection of over one hundred pieces, the show highlights the constants in the development of his oeuvre. Without failing to attend to social and political problems, Quejido has engaged in dialogue with great artists of history, especially Diego de Velázquez, to whom he alludes explicitly in many of his pictures.
This exhibition offers us an opportunity to discover the different phases and facets of the work of this artist, evidencing not only the profoundly experiential character of his artistic investigations of the idea of painting as thought—“as a thing of thinkers, as a thing of painters,” writes the curator of the exhibition, Beatriz Velázquez— but also the lucidity and rigor of his research and his profound critical nonconformity.
Our congratulations to the Museo Reina Sofía for giving the public the chance to (re)discover the passionate and impassioning work of Quejido, an artist who invites and forces us to look differently, and who obliges us to question the way we think and view painting.
MANOLO QUEJIDO. DISTANCIA SIN MEDIDA
Manuel Borja-VillelA lo largo de sus más de cinco décadas de trayectoria, Manolo Quejido (Sevilla, 1946) ha reflexionado con infatigable constancia acerca de las intersecciones entre el pintar y el pensar. En este sentido, el trabajo con y sobre la pintura, entendida en toda su amplitud polisémica, ha constituido el principal eje articulador de su obra. Tal vez, como nos indica Isidro Herrera, en un primer momento “él quería solamente pintar”, pero al hacerlo se encontró pintando pensamientos —figurada y literalmente—y de ahí pasó a “pensar en pintura”, utilizando la expresión acuñada por Paul Cézanne. Algo que, por otra parte, no deja de ser una (pre)ocupación que ha compartido con otros muchos artistas, entre ellos, su paisano Diego de Velázquez, referente ineludible a la hora de abordar la obra de Quejido.
La “conexión Velázquez” queda patente de muchas formas en Distancia sin medida, la muestra retrospectiva que le dedica el Museo Reina Sofía. En ella, y en el presente catálogo que la acompaña, se repasa la carrera de Manolo Quejido a través del análisis de aspectos clave y de su producción —sus tempranas reflexiones sobre el problema de la correspondencia en la representación, su indagación sobre los parámetros que acotan una escena de interior, su crítica a lo que él describe como la “maraña de la mediación”, sus ejercicios pictóricos metalingüísticos en torno a la polisemia del propio vocablo “pintura”—, a la vez que se pone de relieve la unidad que hay tras su “deliberado pluri-estilismo en permanente metamorfosis”.
Ese pluri-estilismo está ya presente en sus obras de la década de 1970 cuando, experimentando con diversos medios expresivos como el pop, el expresionismo y la abstracción geométrica, crea las series Siluetas, Secuencias o Deliriums, que ya nos muestran su concepción del quehacer artístico como un proceso de constante búsqueda de (auto)conocimiento, no exento de un cierto componente místico.
Tras esta primera etapa de tanteo, en 1974, coincidiendo con el inicio de sus Cartulinas, Manolo Quejido comienza a contemplar la posibilidad de una vuelta a la pintura, asumiendo su condición expandida pero manteniéndola siempre dentro de parámetros reconocibles. Como nos señala Beatriz Velázquez, comisaria de la exposición, en estas cartulinas, cuyos motivos (objetos, figuras humanas, animales, ideas, lugares) son representados con diversos grados de abstracción y
naturalismo, ya empieza a enfatizar la cualidad pensante/lingüística de lo pictórico. La imagen en la que el artista vuelca esta dualidad es la de la flor del pensamiento. En su serie de Pensamientos, iniciada en 1988, Quejido incide en la idea del pintor como herramienta que la pintura usa para materializarse a través de la creación de cuadros que a menudo adoptan una estructura diagramática. En ellos representa a diferentes pintores como flores de pensamiento, incorporando en cada una ellas elementos que aluden a las particularidades estilísticas del autor referenciado, y asignándoles un lugar determinado en relación con las demás, como si la historia de la pintura pudiera quedar estructurada en un sistema de “pensamientos”. Su interés por la estructura diagramática se pone de manifiesto en los numerosos esquemas que elabora sobre su propia obra. Esquemas donde, como nos cuenta Pablo Allepuz, “revisa, relaciona y sistematiza las transformaciones de su producción plástica, otorgándole y otorgándose un lugar concreto en la tradición de la pintura occidental”.
Con los años, en series como La pintura (2002), Nacer pintor (2006) y Los pintores (2015) y su sostenida reflexión sobre el pensamiento y la pintura le lleva a dar una gran centralidad en su trabajo a la indagación en torno a los diferentes pero contiguos sentidos que tienen las nociones de “pintura”/“pintar” y “pintor”.
Manolo Quejido nos confronta así con la indisolubilidad entre el sujeto que pinta, la acción que realiza y el objeto al que dicha acción da lugar, siendo quizás esta “concurrencia inextricable” lo que el artista llama “distancia sin medida”, expresión que da título a esta muestra y que aludiría a la ínfima y, a la vez, inconmensurable separación del pintar respecto a lo pintado, de lo aún no creado respecto de la obra que tomó ya ser y forma.
La motivación de Manolo Quejido para decantarse definitivamente por la pintura a finales de la década de 1970 y principios de la de 1980 fue su exploración, de inequívoca ascendencia velazqueña, en torno a la sustancia y espacialidad de la pintura, a cómo abordar y desbordar la irrupción (o la ilusión) de lo real en la superficie plana del lienzo.
Quejido revisita el cuadro de Las meninas tanto en su serie de los Reflejos/Espejos, de mediados de los ochenta, como en los Tabiques, que pinta ya en los inicios de los noventa, ejercicios de gran complejidad
formal y conceptual sobre la representación de un espacio de interior. Los cuadros de la serie Tabiques son obstinadamente planos, en lo que podemos interpretar como una impugnación de la posibilidad de profundidad que el lienzo de Velázquez postula. Quejido parece querer suspender sus cuadros en la superficialidad de la pintura, explicitar su bidimensionalidad, borrando cualquier efecto de espesor y de ilusión volumétrica. Su reciente interés por la cinta de Moebius —superficie continua que, plegándose sobre sí misma, no tiene más que una cara—, constituye una continuidad de esta investigación sobre la posibilidad de una pintura que, en palabras de Herrera, sea toda “superficie sin profundidad o con un mínimo volumen menguante”.
A mediados de la década de 1990, Manolo Quejido trabaja además en torno a lo que él describe como una crítica a la “mediación generalizada” que rige la vida de los ciudadanos en las sociedades contemporáneas. Son obras en las que, sin abandonar la voluntad de explicitación de la superficialidad de la pintura a la que acabamos de aludir, el artista sevillano se vale de un cierto registro o cualidad de veracidad. Esta crítica a los “encantamientos de la mediación” se articula de formas muy diversas en obras como Sin consumar (19971999), la serie Sin nombre (1997-1998) o los Leaves left [Hojas restantes, 2010-2011], en los que utiliza como soporte papel de periódico, denuncia la función anestesiante y disciplinadora de los medios de comunicación, tratando de convertir su pintura en artilugio que atrape y nos confronte con la esencia insoportable, en tanto que nos habla del fracaso del proyecto civilizatorio, de imágenes y noticias con las que ellos mercadean como si fuera un objeto de consumo más.
Distancia sin medida nos brinda la oportunidad de introducirnos en el poliédrico corpus de maquinaciones que Manolo Quejido ha ido generando a lo largo de su extensa trayectoria. Al examinar retrospectivamente la obra de este artista, la muestra no solo nos permite tomar conciencia de la lucidez y rigor de sus investigaciones plásticas, sino también de su carácter radicalmente crítico, pues nos invita a redefinir los parámetros desde los que pensamos y miramos la pintura y lo que a través de ella se puede (y no se puede) contar y mostrar. Quizás, la clave de su vigencia reside justamente ahí, en su capacidad de hacernos pensar mientras miramos y mirar mientras pensamos.
MANOLO QUEJIDO: IMMEASURABLE DISTANCE
Manuel Borja-VillelOver a career spanning more than five decades, Manolo Quejido (b. 1946, Seville) has reflected with indefatigable constancy on the intersections between painting and thinking. In this respect, work with and on painting, understood in all its polysemous broadness, has constituted the main articulating thread of his oeuvre. Perhaps, as Isidro Herrera says, he initially “just wanted to paint,” but in doing so, he found himself painting thoughts, figuratively and literally, and from there he went on to “thinking in paint,” to borrow an expression coined by Paul Cézanne. This (pre)occupation is moreover one he has shared with many other artists, among them his fellow Sevillian Diego de Velázquez, a key referent for any study of Quejido’s work.
The “Velázquez connection” is evident in many respects in Immeasurable Distance, the retrospective exhibition that is now being dedicated to him by the Museo Reina Sofía. In it, and in this accompanying catalogue, the career of Manolo Quejido is surveyed through the analysis of key aspects of his production, such as his early reflections on the problem of correspondence in representation, his investigation of the parameters that set limits for an interior scene, his criticism of what he describes as the “tangle of mediation,” and his metalinguistic pictorial exercises centered on the polysemy of the word “painting” itself. At the same time, it highlights the unity lying behind his “deliberate stylistic plurality in constant metamorphosis.”
This stylistic plurality is already present in his works of the 1970s, when his experimentation with various expressive media like Pop Art, Expressionism, and geometric abstraction led to the creation of series like Siluetas (Silhouettes), Secuencias (Sequences), and Deliriums, which already show us his concept of artistic activity as a constant quest for (self-)knowledge with a certain component of mysticism.
After this initial experimental phase, Manolo Quejido began his Cartulinas (Cardboards) in 1974, and it was then that he started to weigh up the possibility of a return to painting, assuming its expanded condition but always keeping it within recognizable parameters. Beatriz Velázquez, the curator of this exhibition, points out that in these cardboards, whose motifs (objects, human figures, animals, ideas, places) are represented with different degrees of abstraction and naturalism, the thinking/linguistic quality of the pictorial already
starts to be emphasized. The image into which the artist pours this duality is that of the pansy, a flower whose Spanish name, pensamiento, also means “thought.” In his Pensamientos series, begun in 1988, Quejido explores the idea of the painter as a tool used by painting to materialize itself through the creation of pictures that often adopt a diagrammatic structure. In them, he represents different painters as pansies, incorporating elements into each of them that allude to the stylistic peculiarities of the referenced artist, and assigning them a particular place in relation to the others, as if the history of painting could be structured as a system of “thoughts.” His interest in diagrammatic structure is made evident by the numerous schemes he concocts on his own oeuvre. In these schemes, as Pablo Allepuz tells us, “he revises, relates, and systematizes the transformations of his plastic production, assigning it and assigning himself a particular place in the tradition of Western painting.”
Over the years, in series like La pintura (Painting, 2002), Nacer pintor (Being Born a Painter, 2006), and Los pintores (The Painters, 2015) and their sustained reflection on thought and painting, he came to substantially center his work on an investigation of the different but contiguous senses of the notions of “painting” / “paint” and “painter.” Manolo Quejido thus confronts us with the indissolubility between the subject that paints, the action carried out, and the object this action gives rise to. This “inextricable concurrence” is perhaps what the artist calls “immeasurable distance,” an expression that gives this exhibition its title, and which alludes to the minute yet vast separation of painting from what is painted, of what is not yet created from the work that has already come into being and taken shape.
Manolo Quejido’s motivation for opting definitively for painting in the late 1970s and early 1980s was his exploration—unequivocally inspired by Velázquez—of the substance and spatiality of painting, and of how to approach and outflank the incursion (or the illusion) of the real on the flat surface of the canvas.
Quejido revisits the picture of Las Meninas both in his series of Reflejos/Espejos (Reflections/Mirrors), of the mid-1980s, and in the Tabiques (Partition Walls), which he painted in the early 1990s. Both are exercises of great formal and conceptual complexity on the representation of an interior space. The pictures of the
Tabiques series are obstinately flat in what we might interpret as a refutation of the possibility of depth that is postulated by Velázquez’s painting. Quejido seems to want to suspend his pictures in the superficiality of the painting, making its two-dimensionality explicit and erasing any effect of thickness and volumetric illusion. His recent interest in the Moebius strip—a continuous surface twisted over itself that has only one side—is a continuation of this research into the possibility of a painting that, in Isidro Herrera’s words, will be “all surface without depth or with a minimum diminishing volume.”
In the mid-1990s, Manolo Quejido also worked on what he describes as a critique of the “generalized mediation” that governs the lives of citizens in contemporary societies. Without abandoning the desire we have just mentioned to make the superficiality of painting explicit, the Sevillian artist makes use in these works of a certain register or quality of veracity. This critique of the “enchantments of mediation” is articulated in very diverse forms in works like Sin consumar (Unconsummated, 1997–99), the series Sin nombre (Without Name, 1997–98), and Leaves left (2010–11), where he uses newsprint as a support. Denouncing the anesthetizing and disciplining function of the media, he tries to turn his painting into a device that speaks to us of the failure of the civilizing project while trapping and confronting us with the unbearable essence of news and images that are traded as if they were merely another consumer item.
Immeasurable Distance offers us an opportunity to enter the multifaceted corpus of schemes that Manolo Quejido has generated in the course of his extensive career. In its retrospective examination of this artist’s work, the show allows us to gain awareness not only of the lucidity and rigor of his artistic investigations but also of their radically critical nature, as it invites us to redefine the parameters from which we think and look at painting and what can (and cannot) be shown and told through it. Perhaps the key to his relevance lies precisely in that capacity to make us think as we look and look as we think.
143 AUTOBIOGRAFÍA
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AUTOBIOGRAPHY OF PAINTING: THE SCHEMES OF MANOLO QUEJIDO, OR HISTORY (ITSELF) AS PERPETUAL SCHEMING Pablo Allepuz García
FIGURACIONES
Beatriz Velázquez
Hubo un momento en que Manolo Quejido añadió el “sentir” al par “pintar/pensar” con que describía su trabajo. Seguramente fue por cuanto sus pinturas tienen de alumbramiento, de solución (o, al menos, de enunciado) de cuestiones que nos interpelan desde la desmesura de lo inefable. Pero, teniendo en frente las obras con las que esta exposición trata de repasar la trayectoria del artista —iniciada en 1964, y sin interrupción—, lo que la obra de Quejido me devuelve es pensamiento, pensamiento y más pensamiento. Pensura, quisiera llamarlo, para denotar la espesura por la que transita quien acomete el estudio de su pintura.
Razón tenía Manolo Quejido al decir, en alguna ocasión, que cree que su pintura trata de dar que pensar. Pues bien, he aquí un muestrario de lo que me ha dado que pensar a mí. He aquí el resultado de varias figuraciones, urdidas por la observación de cuatro aspectos de su producción: el problema de la correspondencia en la representación en su pintura más temprana; sus reflexiones sobre la sustancia y espacialidad de lo pintado, intensas en la década de 1980; el hacer de su pintura cuerpo y soporte de lo que se quiere destinar a ser pasado por alto; y el largo recorrido de sus disquisiciones sobre la pintura como arte más grande que uno mismo, como cosa de pensantes, como cosa de pintantes.
Encarnar carne
Tras unos primeros años en los que Manolo Quejido investigaba acerca de las posibilidades plásticas geométricas o figuraciones delirantes, en 1974 el artista entra por fin a pintar. Lo hace a través de sus Cartulinas, que se llegan a contar por centenas, en las que plasma asuntos de lo más misceláneo: objetos, personajes, personas concretas,
animales, ideas, lugares. Lo hace con distintos recursos de escala, de factura, y de grados de abstracción o naturalismo; pero siempre dentro de la uniformidad del formato dado por el tamaño, 100 × 70 cm, de una cartulina.
En las cartulinas, y en las primeras pinturas a las que estas dieron paso, Quejido se topa con el pantano de la representación, con las resistencias que el mundo ofrece a ser expresado con imágenes o con palabras, así como con la inexacta correspondencia entre estos tres órdenes. Para la primavera de 1978, cuando Quejido expone en la Galería Buades de Madrid, el “taco” de sus cartulinas comprendía varias decenas. En la invitación a la exposición, el artista escribe una frase para tratar de clasificarlas: TRIANA ENCARNA CARNE. De manera que las cartulinas caerán en alguna de las tres categorías: serán “Triana”, serán “encarna”, o serán “carne”.
La atribución de cartulinas a cada categoría suscita reflexiones sobre lo particular y lo genérico, sobre lo sustantivo, sobre lo representable. “Triana” es un nombre propio y, como tal, sirve para designar algo que es singular de forma absoluta, algo que no puede quedar determinado dentro del coto de palabras de una definición. De forma similar, las cartulinas del tipo Triana expresan el singular evocado, pero sin llegar a definirlo. Es el caso, por ejemplo, de lo que Quejido llama “países” (como Rojo, 1975, p. 1).
En cambio “carne” es un nombre común, hace referencia a la generalidad de una especie. Así, entre las cartulinas que Quejido sitúa bajo esta rúbrica están las que llama “cosas”, que sí funcionan en buena medida como definiciones. Obras como Termómetro o Cerillo (ambas de 1976, pp. 7, 3) muestran ostensiblemente el aspecto del objeto en cuestión, a la vez que sugieren su propósito. El fondo bermellón y de pincelada agitada que rodea al termómetro remite al calor; mientras que en el cerillo el contorno amarillo lo recorta luminosamente del negro que lo enmarca. Y una luz acusada incide sobre él: todo insinúa su potencial estado útil como iluminador.
Con todo, las cartulinas que se encuadran en la sustantividad de la carne no dejan de ofrecer contratiempos en su empresa definitoria. La escala desmesurada respecto de la realidad a la que se refieren, en Termómetro, Cerillo o Galleta (1976, p. 5). O los límites de lo que puede considerarse como perteneciente a una especie en casos como Jamón (1978), donde a la vista aparece tan solo el resto ya consumido, el garrón, inscrita su figura en la sombra del jamón que fue.
En otra de las cartulinas que quedan bajo la categoría de carne, Regla (1976, p. 14), se encabalgan los comentarios sobre el problema de la definición. Por una parte, está escrito que lo que vemos es “La regla”, indicándonos el artículo determinado, “la”, que lo que se presenta es la regla por antonomasia, compendio de todo lo que —y únicamente lo que— una regla es. Pero la representación traiciona nuestra expectativa porque, escandalosamente, se trata de una regla que no es recta y que no puede, por tanto, desempeñar su función de medir distancias. Es más, desconfiaremos de las medidas que exhibe como referencia. Estas dicen llegar solo hasta los 100 centímetros, que son justamente la medida de la altura de la cartulina en que la regla se inscribe: así que, dado su pronunciado desarrollo curvo, la pretendida regla tiene necesariamente una longitud mayor. La regla no es, pues, en casi nada regla. En un sentido figurado, parecería más bien ser una excepción. Todo apunta a que el patrón se muestra esquivo a ser fijado y descrito, que la regla no puede sujetarse en una representación ideal, que la reducción del mundo a sus representaciones (las del arte, y las de la lengua) es costosa tarea.
Detengámonos en el título “encarna”. Encarnar es personificar ideas o cualidades. Así, serán de tipo encarna las cartulinas que recurran a esta estratagema. Entre ellas, las llamadas “trampas”, que sirven a conceptos complejos y distantes de la sustantividad. Un ejemplo sería Planamente (1976, p. 16): encarnación de un adverbio, de la idea de transcurrir o suceder “planamente”, que toma forma mediante alusiones, como juego de imágenes y palabras, como trampa al fin.
“Triana encarna carne”, la frase con que Manolo Quejido clasificó sus cartulinas, era el eco de una obra anterior, Matilde disimula un pensamiento, de 1974, obra que se instala en el atolladero de la representación de enunciados. En su estructura directa, Matilde disimula un pensamiento recuerda a las frases de la cartilla escolar, que se apoyan en ilustraciones con las que entablan una sencilla correspondencia: la oración “Susi me puso sopa” admite su equivalente en el dibujo de una niña con el gesto de servirse de una sopera. Sin embargo, ¿cómo puede figurarse un enunciado complejo como “Matilde disimula un pensamiento”, en que ni la acción ni el objeto se refieren a estados del mundo físico? Manolo Quejido lo hace a través de una suma de imágenes que, una a una, remitan a las partículas del enunciado. Quejido representa a Matilde, a la que yuxtapone una encarnación del “disimula”, le añade una imagen de pensamiento. Pasando por alto las disparidades de
escala, los elementos de cada parte de la obra se adecúan al tamaño de una cartulina, lo que acentúa que estamos ante un traslado biunívoco entre sintagmas e imágenes. No obstante, el enunciado así recompuesto no consigue traducir la frase de origen a imagen con completa limpieza, porque no se acallan ni las peculiaridades de las distintas representaciones ni sus fricciones con las palabras. Por una parte, “Matilde”, nombre propio, sujeto del enunciado, puede tomar forma de retrato. La desnudez puede responder a la pretensión de que la Matilde representada nos indique que quiere decir simplemente “Matilde”, pero la imagen no prescinde de los accidentes de que sonríe, de que fuma, de que calza chanclas. En cuanto a la acción “disimula”, que se resiste a la representación en tanto que acción de alto grado de abstracción, se encarna como juego de palabras. Y “un pensamiento” toma cuerpo mediante el equívoco, pues lo figurado no representa un pensamiento de la mente, sino que, recurriendo a la literalidad, se sirve de un segundo significado del término “pensamiento”, el de la flor. Aunque es precisamente así, vistiendo el pensamiento de otra cosa, como la obra abunda en el sentido de disimulo que su título declara. Para cuando da el salto a la pintura sobre lienzo de gran formato, Quejido ha cosechado ya muchas cartulinas en las que hay inadecuación entre el mundo, las palabras y las imágenes. No es extraño, entonces, que decida titular como Sin palabras su obra de mayores dimensiones de 1977 (pp. 34-35). En ella Quejido quiere significar el umbral entre la noche y el día. Un punto de por sí indeterminado, pues tiene la propiedad infinitesimal de lo que es instantáneo. Se trata, además, de un concepto para el que nuestra lengua no dispone de palabra: hay cruce de día y noche tanto en el amanecer como en el anochecer, pero el hecho mismo de cada uno de esos tránsitos no queda designado con una palabra propia. Así que Sin palabras no caería bajo el dominio de lo que Quejido llamaba “carne” y de sus representaciones de especies, sino bajo el de “encarna”. Quejido figura noche y día como personajes andantes, y su concurrencia se insinúa en la anticipación de que, en el momento siguiente al plasmado en la obra, sus trayectorias van a confluir. El cuadro es un díptico, con una pieza dedicada al espacio del día y la otra al de la noche. Los paramentos de sus respectivos fondos arquitectónicos —fuertemente iluminado uno, en casi completa oscuridad el otro— comparten la arista que les sirve de esquina. Pues bien, el artista sitúa tal arista precisamente en el lugar de los bordes verticales conjuntos de las dos piezas del díptico: así, la arista es única en tanto
parte de la imagen pero, a la vez, materialmente queda replicada en la fisicidad de cada pieza. Se apunta así a lo indiscernible que tiene un momento como tránsito entre día y noche: en analogía con la arista y con su presencia en las dos piezas del díptico, el momento de tránsito puede adscribirse tanto al día como a la noche pero, a la vez, es un instante distinto de ambos, y único. Por lo demás, la imagen aparece paradójicamente saturada de cosas que sí son nombrables: pelota, helado, guitarra, cigarro. Pero no importa cuántas palabras añadamos durante nuestra lectura del cuadro: ese límite instantáneo del cruce quedará necesariamente, por necesidad de su naturaleza, sin nombrar.
El espesor de la pintura
Gran parte de la pintura que Manolo Quejido produce en los años ochenta —desde la serie de los Reflejos/Espejos, que comienza en 1983, hasta la de los Tabiques de 1990-1991, pasando por las Náyades de 1986— no visita ya tanto las adversidades de la representación sino, por un lado, la condición de la pintura en lo que concierne a su participación en la realidad; y, por otro, el espacio que la pintura atrapa, por la dificultad de casarlo con la cualidad plana del soporte.
Las Náyades toman como pretexto una reunión campestre cuya cotidianeidad queda interrumpida por la aparición extraordinaria de la náyade, divinidad del lugar. Pero como en Náyade futura, o en Náyade azul (pp. 60, 61), la ninfa no se erige como plena corporeidad sino que es esquemática, esbozada, plana. Es más, sendos fondos enmarcados tras las náyades opacan la visión posterior de la escena. Quizás sean puertas que comunican con el espacio normalmente inaccesible de lo divino, o quizás lienzos empotrados en el suelo del paraje; pero en todo caso no puede concluirse ni que la náyade vaya a terminar de precipitarse en lo sólido, ni que vaya a permanecer siempre suspensa en la planeidad de un no estar ni aquí ni allá. Así también la pintura parecen decir estas obras— se entromete en el orden de lo real sugiriendo sustancia, pero sin alcanzar la densidad indiscutible del bulto redondo.
La serie de los Reflejos/Espejos, iniciada en 1983, surca una senda de investigación diferente, la de la pintura como mera ilusión. Es significativo que el artista vacile al nombrar las obras: a veces las ha llamado “reflejos” y a veces “espejos” porque, al fin y al cabo, sería difícil
pintar un espejo dejando aparte el reflejo que siempre devuelve. Ya El cristal, de 1980 (p. 38), se adelantaba a estas preocupaciones. Al disponernos a pintar un cristal podemos optar por que lo figurado sea lo que se ve a través de él, en atención a la completa transparencia que se le supone a un cristal ideal. Nos moveríamos entonces dentro del paradigma de la pintura como ventana. O, como hace Quejido, la pintura del cristal puede mostrar lo que en este se refleja: se intoxica entonces de la falta de nitidez de los contornos y de la equivocidad de lo observado; y se inviste con ello, solamente, del estatus minorado de realidad de lo que es reflejo o ilusión.
En el desarrollo de la serie de los Reflejos/Espejos, y hasta Partida de damas (1985, p. 69), el artista va resolviendo el enigma de la ambigüedad de las imágenes puesto que, obra a obra, desvela que era mera superficie pintada lo que por inverosímil o por indefinido nos extrañaba en la anterior. Así, entre lo que vemos en Espejo 8 (1984, p. 67) está una figura que contempla un cuadro. Pero la factura de ambos, cuadro y figura, es igualmente imprecisa, lo que nos dificulta identificar a la figura como distinta del cuadro. Además, es una situación poco probable, porque quien mira la pintura, en esta escena de interior, parece ser un bañista. En Espejo 11 (1985, p. 68), todo lo figurado en Espejo 8 queda como fragmento de la nueva escena y aparece como una pintura contemplada por otro personaje. Las explicaciones que demanda el espectador quedan temporalmente satisfechas, aunque Espejo 11 contiene otras dificultades que provocan desconcierto, sobre todo la gravedad silente de las figuras, su nula interacción, el estar encerradas en esa trampa plana que es el dominio de la pintura.
Será en Partida de damas donde Manolo Quejido atienda de nuevo nuestra necesidad de coherencia. El Espejo 11 se revela de nuevo como pintura que queda situada al fondo del cuarto. Esta obra ya no alberga más juegos, y de hecho no recibe título ni de espejo , ni de reflejo . Resuelve la serie, y pretende una cota mayor de participación en lo real. La figura del niño y lo que adivinamos como su mirada imbrican la obra con el espacio del espectador. Hay ecos de la figura del aposentador de Las meninas de Diego de Velázquez, pues ambos se representan de perfil en un espacio de umbral entre el cuarto y lo que está más allá. Pero mientras que Velázquez sugiere que el aposentador está entrando o saliendo del cuarto, el niño de Quejido forma parte de la escena en el instante anterior y posterior. Resulta clave su posición particular, con los pies en la misma línea de tierra de la obra, P. 41
Densueño 1979 Acrílico sobre lienzo 190 × 180 cm
Maquinando 1980 Acrílico sobre lienzo 190 × 180 cm
y con su cuerpo como los de las damas— prácticamente en el plano del cuadro: las leyes de la perspectiva implican, entonces, que sus figuras se proyectan en verdadera magnitud. El plano de introducción a la pintura está a nuestra escala, y nos permite entender Partida de damas no ya como reflejo o ilusión, sino como partícipe de nuestro orden de cosas. Solo la paleta limitada de colores, blancos, azules y negros, sigue desmintiendo la veracidad de la obra.
También en la serie de los Tabiques Quejido se aventura a evocar Las meninas. Sin embargo, deja de lado la especulación sobre si la pintura es verdad o reflejo. Meninas y tabiques presentan el espacio interior de un cuarto, el del estudio del pintor, pero los Tabiques parecen contestar a Las meninas impugnando la posibilidad de profundidad. En Tabique VI (1991), por ejemplo, solo la luz que entra por el ventanal asume cierta cualidad volumétrica, mientras que los componentes arquitectónicos se conforman con ser un caleidoscopio de planos de color. Si el haz de luz consigue escapar de esta sobredeterminación plana es gracias a un artificio: Quejido nos presenta la incidencia sobre el suelo del chorro de luz en perspectiva caballera, en contradicción flagrante con la perspectiva cónica de la pared lateral y del techo. Sus extremos no fugan, como sí lo hacen el resto de líneas paralelas de la mitad izquierda del cuadro.
La planicidad de los Tabiques, el reducido espacio que permiten albergar, ya pertenecía al lenguaje habitual del artista. Por ejemplo, La familia (1980, p. 39), Densueño (1979, p. 36), Maquinando (1980, p. 37) contenían a sus figuras en un pequeño interior. Algo similar ocurría en escenas de exterior como Bañistas de 1981 (p. 57) o el propio El cristal, que apilaban varios personajes en una grada de escaso recorrido. Por lo demás, en muchos trabajos (desde PF a IP, de 1979-1980 y 1980 respectivamente, pp. 58, 59, pasando por Palmario, de 1981) Quejido había parapetado el plano del cuadro con una acumulación de planos paralelos. Pero en los Tabiques, en un momento en que Quejido está lejos del pictoricismo, este procedimiento es más acusado.
En esta serie, el tabique esconde totalmente su materialidad de pared a pesar de tener un vano que daría cuenta de su espesor. Del tabique solo vemos uno de sus paramentos: queda restringido a constar solamente de una cara. Quejido relaciona esta insólita apariencia con el tratarse todo de una pintura, porque fuerza la relación entre el tabique y el lienzo y caballete que están a sus pies. El caballete gobierna la configuración visual del Tabique, porque hace suponer la presencia de
un pintor que se dispone a trabajar en lo que ve. Como además queda representado frontalmente, el punto de vista del supuesto pintor y el punto de fuga quedan determinados como necesariamente contenidos en el plano vertical medio del caballete que es perpendicular a este y a la propia obra. Pero es justo ahí, en ese mismo plano vertical de punto de fuga y de vista, donde se encontraría el espesor del tabique; por eso tal espesor nos queda negado porque proyecta frontalmente solo como recta vertical. El tabique y su espesor obedecen, pues, a la ley plana que el artista ha impuesto a estas obras.
La presencia de caballete y lienzo contribuye de una segunda manera a refutar la profundidad. En Las meninas, tanto el escorzo del bastidor del lienzo que ocupa a Velázquez como el hecho de que se muestra solamente su envés —con la consiguiente expectativa sobre lo que se ocultará en su anverso—, apoyan una fuga hacia el interior del cuadro. Sin embargo, en sus Tabiques Manolo Quejido exhibe directamente el anverso de ese bastidor y su lienzo, que contrasta con el resto de la obra porque hace ostentación de estar en blanco, de ser somero. Y, aunque la perspectiva cónica debería proyectarlo sobre el cuadro como un trapecio, Quejido lo presenta como un perfecto rectángulo: es como si se hubiera abatido sobre el plano vertical, vaciando toda la cabida de su pintura fuera de sí. Es más, las patas también abatidas del caballete determinan justamente la línea de tierra, y así el blanco del lienzo se superpone al plano real del cuadro, que el artista califica como lugar de puro vacío, que expulsará todo lo que se pretenda alojar dentro de él. En la escasa profundidad, en la recurrencia de la idea de umbral, Quejido suspendió sus obras en la superficialidad de la pintura. Las sujetó a la condición de su bidimensionalidad, subrayando así lo improbable de que puedan albergar enunciados volumétricos en el nimio espesor que queda entre su transparente anverso y su reverso opacado. Quizás de ahí le venga al artista el interés por la cinta de Moebius, superficie continua que, plegándose sobre sí misma, no tiene más que una sola cara. Hacia 2005 Manolo Quejido comenzó a ensayar la inscripción de la cinta en la superficie de un cubo, como queriendo afrontar el misterio de la cámara que se hace cavidad cuando se proyecta en un cuadro, de su tridimensionalidad arrojada a la superficie de la obra. Los Moebius Q-vista (pp. 186-189) constituyen otra forma de ser la pintura a la vez volumétrica y superficial. Por otro lado, en la cinta de Moebius no pueden distinguirse un interior ni un exterior. Por eso las figuras que, en los Moebius de Quejido, atraviesan la cinta, no
pasarán de estar dentro a estar fuera de ella, ni viceversa. Extendiendo el planteamiento, tampoco las figuras pertenecen o no a la pintura: por eso dónde están y si —por contraste con la pintura— son del orden de lo real, es algo que queda irresuelto como pregunta.
Quedan pocas hojas
En la obra de Quejido existe otro registro, muy distinto, en que el artista se sirve de la superficialidad de la pintura, a la que reclama una cuota de realidad o, más bien, de veracidad. El artista enuncia una repulsa ante el estado del mundo, que llama de “mediación generalizada”: “la insoportable imagen que produce la timocracia a través del estado, la guerra, el consumismo y los medios de comunicación”1, frente a la que Quejido responde desde 1993.
Frente a este estado del mundo, Quejido reacciona de formas muy diversas. Así, por ejemplo, vuelve su mirada una vez más hacia Diego de Velázquez y el elaborado ilusionismo de sus obras. Si Antonio Palomino escribía sobre Las meninas que “es verdad, no pintura”, Quejido desplazará la cuestión de la veracidad en Velázquez hacia la de la verdad sentida, esa que grita a la conciencia desde el disgusto por cómo funcionan las cosas. En sus trípticos VerazQues, realizados a partir de La fragua de Vulcano, Las hilanderas y Las meninas, Quejido aloja sendas alegorías del ejército, la corona y la banca (pp. 70-72, de 2005, si bien existen versiones desde mediados de los noventa). VerazQues; veraz qué es, qué es lo veraz, entonces veraz es que banca, corona y ejército nos gobiernan, por más que su imperio quede enmascarado en la maraña de la mediación.
En los VerazQues las imágenes de Velázquez han perdido su volumen, pues Quejido las ha reducido a masas indistintas de figuras en arquitecturas aplanadas. Es una estrategia contra los encantamientos de la mediación, en favor de un mensaje directo que permite a Quejido alzar la voz. Y si en Velázquez el juego de las figuras, su conversación, coreografiaba las escenas dándoles una narratividad —el gesto anunciador de Apolo, la ofrenda del búcaro a la infanta, la atención de la hilandera a quien descorre la cortina—, Quejido hace actuar a sus figuras
1 Manolo Quejido, “Notas al condensador”, en Manolo Quejido: Pintura en acción, Sevilla, Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, 2006, p. 158 [cat. exp.].
solidariamente. Sus cuerpos no interactúan, simplemente se confunden: cada masa de personajes es una sola corporación que actúa de manera monolítica.
Sin consumar (1997-1999, pp. 126-127) constituye otra réplica al estado de mediación, en particular al consumismo. La monumentalidad de la obra, friso pseudopublicitario engalanado con todo tipo de productos, evoca la desmesura consumista y reproduce la promesa hipertrofiada que nos hace el mercado de lo disponible. Promesa de abundancia —en la escala amplificada de los productos, en la distorsión del tamaño entre pequeños y grandes como anunciando la misma satisfacción relativa—; de higiene y asepsia, dada la sobrerrepresentación de productos de limpieza, y de ganga, con toda una marea de precios flotando alrededor de los bienes prometidos.
Quejido explica el fracaso del consumismo en términos de no consumación de su promesa: presenta Sin consumar como mosaico completamente fragmentado que no consigue componer una unicidad; incide y reincide en la presentación de envases, sin aclarar si tienen verdaderamente un contenido. Y, de nuevo, recurre a una planicidad completa: no existe indicación de espacio sino simple yuxtaposición de imágenes y, en consecuencia, se niega la consistencia de los productos que la obra ofrece al consumidor.
En otra serie de obras, Sin nombre, Quejido opera en sentido contrario. En ellas, donde se reproducen imágenes de prensa, trata más bien de dar cuerpo y hondura a lo que, limitado al blanco y negro del periódico, y empleado apenas como ilustración para entretener la noticia, sirve a la mediación como membrana entre el espectador y el dolor del mundo.
Así, en el número 84 de esta serie, Psiquiátrico (1998, pp. 118-119), Quejido somete la imagen de prensa al color. El amarillo invade techo, paredes y suelo para hacerlos indistintos, revelando lo angustioso de esa sala de estar donde, sin calidez, se suceden marcialmente las sillas para las personas internas. Por su parte, el blanco, empastado, destaca su textura sobre la uniformidad límpida del amarillo, de manera que convierte en algo inteligible lo que en la fotografía de origen son reflejos en el suelo encerado. Algo que ofrece resistencia a la comprensión y que alimenta así un desasosiego. Por lo demás, Quejido deja de dibujar las patas de muchas de las sillas; deja ver cómo esta estancia puede ser un lugar sin suelo, sin reposo posible.
En Sin nombre nº 31 (1997, p. 114) Quejido da cuenta de la violencia del imperio de las cotizaciones. Para ello, descarna a la persona que
escribe precios de oferta y demanda sobre un encerado. Afanado en este escribir de apariencia inocua, en este jeroglífico de máximas abstracciones, su humanidad quedará transmutada en un contorno de líneas blancas sobre fondo negro, exactamente como las propias cifras que escribe. Quedará alienado en lo absurdo de lo que reclama su atención y su trabajo.
Una a una, y según la estrategia que más convenga a cada caso, Quejido va trasponiendo cada fotografía en un Sin nombre. Se trata de componer un catálogo de hechos consumados, deteniendo la velocidad frívola con la que la lógica de la mediación los despacha. Manolo Quejido los arresta, confrontando así lo insoportable que supone el constatar en ellos el fracaso del proyecto humano. Si bien opta por mantenerlos en el dominio de lo sin nombre o, mejor dicho, de lo innombrable: se asegura entonces de que el título que reciben atestigüe su obscenidad, por más que la mediación generalizada trate de dulcificarla.
El papel lo aguanta todo. Más aún, en el régimen de la mediación, donde el papel de periódico y su texto infinito neutralizan, catástrofe tras catástrofe, el interés de lo que queda contado como noticia. Desde mediados de los noventa, a menudo Quejido protestará contra esa función del periódico, esa digestión de lo insoportable: aglutinará con engrudo las hojas de El País, cancelando así la retórica de su texto, y utilizando el resultado como soporte de otra cosa, de su pintura. Irak mes a mes (2005-2006, pp. 154-155), por ejemplo, apunta a la saturación de información que desactivaba la apreciación de la gravedad de la situación de la guerra de Irak. La obra niega todo lo escrito pero, además, subraya su esterilidad, pues la traducción que hace Quejido de toda la pila de reportajes sobre Irak se reduce a campos de puntos sobre superficies monocromas: mensaje indescifrable, contenido indiscernible, lejanía total con respecto de la verdad.
Años después, el soporte empastado de El País acogerá protestas más explícitas, quizás ante un sentido de premura por la situación de mediación agravada. De hecho, algunas obras de 2010-2011, llamadas
Leaves left [Hojas restantes, pp. 151-153], recurren al mensaje que se desvela cuando se nos va a acabar un librillo de papel de fumar: “Only
5 leaves left”, “solo quedan 5 hojas”, nos dice el librillo mientras nos apremia a acudir al estanco a por su repuesto. Probablemente, para el Manolo Quejido de entonces parecían quedar pocas oportunidades para que las denuncias fueran fructuosas. Y le parecería también que el arma de que se dispone sea tan frágil y efímera como el papel de fumar,
y que cada oportunidad pudiera consumirse y olvidarse con la rapidez con la que se extingue un cigarro.
Los Leaves left de Quejido no se limitan a cancelar la habladuría de la prensa —como hacía Irak mes a mes al sumir el periódico bajo la uniformidad del monocromo—, sino que sobre el engrudo del periódico incluyen palabras y signos a modo de poemas, que no por enigmáticos ocultan su carácter amargo. Pintura, pintante, pensado
Hacia 2000, Manolo Quejido repite con variaciones el planteamiento de La pintura (2002, p. 89), donde vemos a un personaje que está pintando un cuadro. Pero, ¿qué es, de todo ello, lo que da título a la obra? Lo que da pie a llamar la obra como “La pintura” pudiera ser el cuadro, en tanto que pintura, o también la acción presentada, en tanto acto de pintar.
Parece que Quejido suscribe esas entradas de diccionario en que un sustantivo, en este caso “pintura”, se describe como acción y efecto del verbo que lo origina. Si estas definiciones suelen ser problemáticas —pues cómo puede algo ser una acción y un efecto dentro de la misma acepción—, el artista alega aquí la naturalidad con la que no pueden separarse pintura pintante de pintura pintada. Es quizás esta concurrencia inextricable del trabajo y su objeto lo que Quejido da en llamar una distancia sin medida, la no separación entre el sujeto que pinta, el pintar, y el objeto del pintar.
En La pintura, además, se sugiere que la figura negra pintante es una personificación de la acción de pintar. De nuevo, qué pequeña distancia la que hay entre ella y su pintura pintada. Hay apenas una indicación, a la altura de sus pies, de que se encuentra en un suelo diferente del suelo del cuadro que está pintando; aunque, a la vez, la parte superior de su cuerpo parece recortarse del plano de lo pintado. La pintura pintante habita a la vez fuera y dentro de lo que se afana en producir. De hecho, el pigmento negro que aplica para convertirlo en pintura pintada parece consustancial con su mismo cuerpo negro.
La pintura sirve también a Quejido para exponer algo que a menudo ha dejado escrito: que la pintura es despreocuparse en lo que la ocupa. Entendamos aquí que la pintura pintada es, particularmente, la imagen de la modelo que figurará en el cuadro. Esta imagen aún no ocupa la pintura pintada, ni la propia obra, pues la parcela de lienzo que ocupará su
figura está aún sin pintar. Solamente pre-ocupa pues, por lo demás, su figura ya se adivina por contraste con lo ya pintado. Diría Quejido que está en un estado de pre-ocupación (como, por otro lado, su gesto pensativo sugiere), y adquirir imagen sería, entonces, una forma de des-preocuparse. Esa despreocupación, ese ocupar lo que estaba solamente pre-ocupado, es precisamente lo que mantiene a la pintura pintante tan ocupada.
Quejido aborda también la cuestión del acto de pintar en series como Los pintores, iniciada a mediados de los noventa. En esta serie (por ejemplo, en la p. 99, de 2015) se atiende a los dos usos del término “pintar”: uno intransitivo, el del pintar como cubrir de color, y otro el del pintar de la pintura; es decir, el del pintar que tiene un objeto (una pintura, un cuadro).
Los pintores nos muestra los dos tipos del pintar, pues se representan un pintor de pinturas, pincel en mano, y a una pareja de pintores de brocha gorda que pintan sendos tabiques. Ahora bien, el pintor de brocha gorda del plano del fondo pronto llama la atención por una dificultad en la representación: tiene que estar pintando un soporte transparente, o nos resultaría imposible verlo. Será el pintor de pincel quien resuelva la situación, pues queda superpuesto al pintor de brocha gorda, como pintándolo. Se dan tanto una sugerencia de la ventaja del pintar pintura sobre el mero cubrir de pintura, como un comentario acerca de la imposibilidad de transparencia de la pintura.
A la vez, el paisaje de Los pintores define el ser pintor dinámicamente. Como si el ser pintor solo ocurriese mientras se está pintando: en ese tiempo imperfectivo del participio presente, en el ser/estar pintante.
Manolo Quejido añade consideraciones de otra índole sobre qué es ser pintor en las distintas versiones de Nacer pintor (como la de las pp. 90-95, 2006). En ellas rescata los motivos de las obras con las que, en los primeros años ochenta, se decantó definitivamente por la pintura. A lo que fueron representaciones disjuntas confiere ahora un orden de secuencia narrativa, contando la historia de un niño que crece hasta convertirse en pintor. Es como si, en la contemplación retrospectiva de lo que ha sido su trabajo, Quejido advirtiese cómo su propia condición de pintor ha emergido paulatinamente, y casi sin su concurso. Como en ese nacer inacusativo en el que el sujeto que nace es casi simplemente objeto del propio nacer.
Los pintores y Nacer pintor remiten, entonces, a distintos aspectos del ser pintor: uno agente, el del pintor pintante que está ejerciendo la
acción de la pintura; y otro paciente, en el que el pintor es casi producto de la pintura misma. A menudo, el pensamiento de Quejido se ha detenido en esta cuestión, la de la relación entre los pintores y la pintura. Escribe en 1991 acerca de la agencia de la pintura: “Pienso a la pintura, como si ella la pintura fuera la creadora de toda pintura pintada o por pintar. Y pienso a los pintores y pintoras como sus manos”2.
Pero para Quejido, cada pintor define también un punto particular en el espacio de variables que conforman toda la pintura pensable: unas coordenadas de factura, de color, de forma. Desde 1988 va perfeccionando esta idea, representando a los pintores como flores de pensamiento: todas comparten el que son pintores, son pensamiento, pero cada una reproduce la manera de un pintor para así señalar su diferencia específica.
Si en las primeras series de Pensamientos (1988-1989) Quejido observa un cierto naturalismo al imitar, en la flor del pintor correspondiente, su manera característica de pintar, pronto abstraerá todas las particularidades cualitativas para traducirlas en un código de componentes mínimos: solo seis colores, que se combinan para definir un pintor en el fondo, en pétalos, marcas de los pétalos y pistilo. A la vez, Quejido decide situar este ramillete de pintores en un diagrama espacial (pp. 100-101) orientado según la historia de la pintura, pero que, a la vez, determina el espacio de las formas posibles de pintura, pues todas quedan como combinación de las formas de los nodos-pintor del diagrama.
Quejido hace de su sistema de pintores una representación de la pintura y, en obras como Diamante (1992, p. 104), emplea el recurso de la literalidad para defender esta idea. En Diamante el sistema de pintores, que podríamos pensar como plano o mapa de la pintura, adquiere verticalidad y se muestra efectivamente como una pintura. El título de la obra, “diamante”, remite a que en ella solo se recogen diez de los más escogidos pintores-pensamiento, pero también alude a la idea del diamante como resultado de una de cristalización cúbica, porque de nuevo Quejido reflexiona sobre la planeidad y cavidad de la pintura representando su diamante de pintores el interior de una cámara cúbica. Y se adivina también una fuga: violentando la proyección de la perspectiva, una barandilla marca tanto un afuera de la cámara como un afuera del plano de la pintura. Las investigaciones sobre la pintura como suma de pintores, como pintura pintada, como superficie plana y cúbica, se entreveran en esta obra.
Que Manolo Quejido encarne carne, con sus Cartulinas, que tantee el espesor de ese tabique que es la pintura o que entrelace en su obra de pintor sus pensamientos acerca de la pintura y su espanto ante el escándalo de la mediación, son solo algunas materias de entre las pensuras en las que Manolo Quejido se ha adentrado. La presente exposición es también la de las Secuencias (1969-1971) o la interrogación sobre si la obra de arte puede responder completamente a una determinación previa; la de las Siluetas (1970) y su juego de elección entre permutaciones, o la del sinfín del pintar en la constante acreción de lo que la pintura es: el corpus de las maquinaciones de Quejido, materia prima que nos ha entregado y que queda disponible para el pensar de otros figuradores.
There was a moment when Manolo Quejido added “feeling” to the pairing of “painting/thinking” with which he described his work. It was probably because of what there is in his paintings of an illuminating solution—or, at least, an enunciation—for questions that cry out to us from the enormity of the ineffable. However, as I confront the works with which this exhibition tries to review the artist’s career, uninterrupted since 1964, what Quejido’s art gives back to me is thought, thought, and more thought. Pensura (“To Paint/Think”), I should like to call it, to denote the density through which those who tackle the study of his painting have to pass.
Manolo Quejido was right when he said on some occasion that he believes his painting tries to provide food for thought. Well, I have here some examples of the food for thought it has given me. Here is the result of several figurations obtained from the observation of four aspects of his production: the problem of correspondence in representation in his earliest painting; his reflections on the substance and spatiality of the painted work, intense in the 1980s; the making of his painting into body and support for what is intended to evade notice; and his long sequence of disquisitions on painting as an art that is greater than oneself—as something for thinkers, and as something for painting painters.
Incarnating Flesh
After his early years, when Manolo Quejido investigated geometric possibilities or delirious figurations, the artist finally dedicated himself fully to painting in 1974. He did so with his Cartulinas (Cardboards), numbering in their hundreds, where he represented the most miscellaneous subjects: objects, figures, specific people, animals, ideas, places. He used various scales, techniques, and degrees of abstraction or naturalism, but
always within the uniform format given by the size of a sheet of cardboard, 100 × 70 cm.
In the cardboards, and in the first paintings they led to, Quejido encountered the quagmire of representation, with the resistance the world offers up to being expressed in images or words, and the lack of an exact correspondence between the three orders.
By the spring of 1978, when Quejido exhibited at the Galería Buades in Madrid, he had built up a “bloc” of several dozen cardboards. On the invitation to the exhibition, the artist wrote a phrase in an attempt to classify them: TRIANA ENCARNA CARNE (TRIANA INCARNATES FLESH). The cardboards would thus fall into one of these three categories: “Triana,” “Incarnate,” or “Flesh.”
The attribution of cardboards to each category gives rise to reflections on the particular and the generic, on the substantive and on the representable. “Triana” is a proper noun and, as such, it serves to designate something that is absolutely singular, and which cannot be determined within the words allotted to a definition. Similarly, the cardboards of the Triana type express an evoked singularity without coming to define it. This is the case, for example, of what Quejido calls “países” (landscapes), such as Rojo (Red, 1975) (p. 1).
On the other hand, “flesh” is a common noun that refers to a general species. Thus, among the cardboards that Quejido places under the heading of flesh are those he calls “cosas” (things), which do function largely as definitions. Works like Termómetro (Thermometer, 1976) and Cerillo (Matchstick, 1976) (pp. 7, 3) ostensibly present the appearance of the object in question while at the same time suggesting their purpose. With its agitated brushwork, the vermilion background that surrounds the thermometer refers to heat, while the yellow outline of the match luminously sets it off from the black that frames it. A strong light also falls on it, all insinuating its potential utility as an illuminator.
Even so, the cardboards that fit into the substantivity of flesh pose certain problems in their enterprise of definition. One is the outsized scale with respect to the reality referred to in Termómetro, Cerillo, or Galleta (Cookie, 1976) (p. 5). Another has to do with the limits that can be considered as belonging to a species, a case in point being Jamón (Ham, 1978), where all that appears is the consumed remnant, the shank whose figure is inscribed in the ham it once was.
In another of the cardboards that fall into the flesh category, Regla (Ruler, 1976) (p. 14), our comments on the problem of definition start to
heap up. On the one hand, it is written that what we see is “La regla.” The definite article la indicates that what is presented is the epitome of the ruler, a compendium of all that a ruler is, and only that. However, the depiction betrays our expectations because, scandalously, this ruler is not straight, and so cannot perform its function of measuring distances. Furthermore, we come to mistrust the measurements it exhibits as a reference. These say they come to no more than 100 centimeters, which is exactly the height of the cardboard in which the ruler is inscribed. Given its pronounced curves, the supposed ruler must necessarily be longer. The ruler, then, is hardly a ruler in any way. In a figurative sense, it would rather appear to be an exception. Everything points to a pattern that eludes being fixed and described, to a ruler that cannot be tied down to an ideal representation, and to a task, the reduction of the world to its representations (those of art, and those of language) that proves far from simple.
Let us dwell for a moment on the title “incarnate.” To incarnate is to personify ideas or qualities. The cardboards belonging to the incarnate type will, then, be those that resort to this stratagem. Among them are the so-called trampas (traps), which serve distant and complex concepts of substantivity. An example is Planamente (Flatly, 1976) (p. 16), the incarnation of an adverb, the idea of occurring or happening “flatly,” which takes form through allusion as a game of words and images— in short, as a trap.
“Triana incarnates flesh,” the phrase Manolo Quejido used to classify his cardboards, was the echo of an earlier work, Matilde disimula un pensamiento (Matilde Conceals a Thought, 1974), a work that plunges into the morass of the representation of utterances. In its direct structure, Matilde disimula un pensamiento recalls the sentences in school textbooks, which are supported by illustrations that establish a simple correspondence with them. The sentence “Susi served me some soup” admits an equivalent drawing of a little girl performing the gesture of serving soup from a tureen. However, how is one to represent a complex utterance like “Matilde conceals a thought,” where neither the action nor the object refers to a state in the physical world? Manolo Quejido does so through a summation of images that refer one by one to the particles of the utterance. Quejido shows Matilde, whom he juxtaposes with an incarnation of “conceals,” adding an image of thought. Ignoring disparities of scale, the elements of each part of the work are adapted to the size of a sheet of cardboard, which accentuates the
sense that we are faced with a one-to-one transfer between phrases and images. Nevertheless, the utterance thus recomposed does not manage to translate the original sentence absolutely cleanly into an image because the peculiarities of the different representations are not silenced, nor are their frictions with the words. On the one hand, “Matilde,” a proper noun and the subject of the utterance, can take the form of a portrait. The nudity may result from an intended indication that the Matilde represented means simply “Matilde,” but the image does not relinquish the accidents that she is smiling, that she is smoking, and that she is wearing sandals. As for the action “conceals,” which resists representation as an action with a high degree of abstraction, it is incarnated as a play on words. And “a thought,” “un pensamiento,” is embodied in an equivocation, as what is shown does not represent a thought of the mind but resorts to a second literal meaning of the word pensamiento, the flower “pansy.” However, it is precisely in this way, dressing thought up in something else, that the work elaborates on the sense of concealment announced in its title.
By the time he made the leap to large-format painting on canvas, Quejido had already produced many cardboards in which a lack of adaptation is shown between the world, words, and images. No wonder, then, that he should have decided to call his largest work of 1977 Sin palabras (Without Words) (pp. 34–35). Here, Quejido tried to signify the threshold between night and day. In itself, this is an indeterminate point as it has the infinitesimal property of being instantaneous. Moreover, it is a concept for which our language has no word. There is a crossover between day and night at both dawn and dusk, but the actual fact of each of these transitions is not designated with a word of its own. Sin palabras would not, then, fall into the domain of what Quejido called “flesh” and its representations of species, but into that of “incarnate.” Quejido shows night and day as walking figures, and their concurrence is insinuated in the anticipation that their paths are going to converge in the next moment after that represented in the work. The picture is a diptych, with one piece dedicated to the space of day and the other to that of night. The faces of the walls of their respective architectural backgrounds, one strongly lit and the other in almost complete darkness, share the edge that forms their corner. This edge is located by the artist precisely on the joint vertical sides of the two pieces of the diptych, and so it is unique as a part of the image but at the same time materially replicated in the physical nature of each
piece. This points to the indiscernibility of a moment like the transition between night and day. By analogy with the edge and its presence in both pieces of the diptych, the moment of transition can be ascribed either to day or to night, but at the same time it is a different and unique moment of each. Otherwise, the image is paradoxically saturated with things that are nameable: ball, ice cream, guitar, cigarette. Nevertheless, it does not matter how many words we add during our reading of the picture, for that instantaneous limit of the crossing point must necessarily remain nameless owing to the requirement of its nature.
The Thickness of Paint
Much of the painting produced by Manolo Quejido in the 1980s—from the series of the Reflejos/Espejos (Reflections/Mirrors), begun in 1983, to the Náyades (Naiads) of around 1986 and the Tabiques (Partition Walls) of 1990–91—is less concerned with the adversities of representation than, on the one hand, with the condition of painting as regards its participation in reality and, on the other, with the space that is trapped by painting, owing to the difficulty of matching it with the flatness of the support.
The pretext of the Náyades is a gathering in the country whose ordinariness is interrupted by the extraordinary appearance of the naiad, the divinity of the place. As in Náyade futura (Future Naiad, 1986) or Náyade azul (Blue Naiad, 1986) (pp. 60, 61), however, the nymph does not rise up in full corporality, but is schematic, sketchy, and flat. Moreover, the two backgrounds framed behind the naiads render the subsequent view of the scene more opaque. Perhaps they are doors communicating with the normally inaccessible space of the divine, or perhaps canvases embedded in the ground, but it cannot in any case be concluded either that the naiad is going to end up precipitated in the solid, or that she is going to remain forever suspended in the flatness of a neither here nor there. Painting too, these works appear to say, bursts into the order of the real with a suggestion of substance, but without achieving the indisputable density of the rounded object.
The series of Reflejos/Espejos, which Quejido began in 1983, plows a different line of investigation, that of painting as mere illusion. It is significant that the artist hesitates in naming the works. Sometimes he has called them “reflejos” and sometimes “espejos,” for it would after all be
difficult to paint a mirror without the reflection it always returns. El cristal (Glass, 1980) (p. 38) already anticipated these concerns. In preparing to paint a sheet of glass, we can opt to make what is seen through it into the figurative content by virtue of the complete transparency supposed as an ideal property of glass. We would then be moving within the paradigm of painting as a window. Alternatively, as Quejido does in El cristal, the painting of the glass can show what is reflected in it. It then becomes intoxicated with the lack of clarity of the outlines and the equivocation of what is observed, and it thus invests itself only with the reduced status of reality pertaining to a reflection or an illusion.
In the development of the Reflejos/Espejos series, and up to Partida de damas (Game of Checkers, 1985) (p. 69), the artist gradually resolves the enigma of the ambiguity of the images, since he reveals work by work that what surprised us as improbable or indefinite in the previous one was merely painted surface. Thus, among what we see in Espejo 8 (1984) (p. 67) is a figure contemplating a picture. However, the rendition of both picture and figure is equally imprecise, making it hard for us to identify the figure as separate from the picture. Moreover, the situation is an improbable one, since the person looking at the picture in this interior scene appears to be a bather. In Espejo 11 (1985) (p. 68), everything shown in Espejo 8 is left as a fragment of the new scene, and appears here as a painting contemplated by another figure. The explanations demanded by the viewer are temporarily provided, but Espejo 11 contains other difficulties that prove disconcerting, particularly the silent gravity of the figures, their complete lack of interaction, and the fact that they are enclosed in that flat trap which is the domain of painting.
It is in Partida de damas that Manolo Quejido once more attends to our need for coherence. Espejo 11 is once more revealed as a painting located at the back of the room. This work no longer contains any games, and indeed it is not given the title of either a “mirror” or a “reflection.” It resolves the series, and aims at a higher level of participation in the real. The figure of the child and what we intuit as his gaze imbricate the work with the viewer’s space. There are echoes of the figure of the chamberlain in Diego Velázquez’s Las Meninas, as both are shown in profile in a threshold space between the room and what lies beyond it. However, while Velázquez suggests that the chamberlain is entering or leaving the room, Quejido’s child forms part of the scene at the preceding and succeeding instant. An
essential factor is his peculiar position, with his feet on the groundline of the work, and with his body—like those of the ladies—practically on the picture plane. The laws of perspective thus imply that their figures are projected in their true magnitude. The picture plane is on our scale, and allows us to understand Partida de damas no longer as a reflection or illusion but as a participant in our order of things. Only the limited palette of colors—whites, blues, and blacks—continues to militate against the veracity of the work.
In the series of the Tabiques, Quejido also ventures to evoke Las Meninas. However, he here evades speculation on whether painting is truth or reflection. Meninas and partition walls present the interior space of a room, that of the painter’s studio, but the Tabiques appear to contest Las Meninas by impugning the possibility of depth. In Tabique VI (1991), for instance, only the light entering the window assumes a certain volumetric quality, while the architectural components are content to remain a kaleidoscope of color planes. If the beam of light manages to escape from this flat overdetermination, it is thanks to an artifice: Quejido presents the incidence of the beam on the floor in cavalier perspective, in flagrant contradiction with the conical perspective of the side wall and the ceiling. Its extremes do not recede, as the rest of the parallel lines on the left side of the picture do.
The flatness of the Tabiques and the reduced space they are able to house were already part of the artist’s common language. For example, La familia (The Family, 1980) (p. 39), Densueño (Dreamlike, 1979) (p. 36), and Maquinando (Scheming, 1980) (p. 37) contained their figures in a small interior. Something similar occurred in exterior scenes like Bañistas (Bathers, 1981) (p. 57) and in El cristal itself, where several figures were heaped together on a narrow step. Otherwise, in many works—from PF (1979–80) to IP (1980) (pp. 58, 59) and Palmario (Obvious, 1981)—Quejido had bolstered the picture plane with an accumulation of parallel planes. In the Tabiques, however, at a moment when Quejido was a long way from pictoricism, this procedure is more in evidence.
In this series, the partition wall completely hides its materiality despite having an opening that ought to indicate its thickness. All we see of the wall is one of its sides, and it is therefore restricted to one face only. Quejido relates this unusual appearance to the fact that the whole thing is a painting, since it forces a connection between the wall and the canvas and easel that stand at its foot. The easel governs the visual configuration of the Tabique because it conjures up the presence of
a painter getting ready to work on what he sees. As it is moreover shown frontally, the viewpoint of the supposed painter and the vanishing point are determined as necessarily contained on the vertical plane by means of the easel, which is perpendicular to it and to the work itself. However, it is precisely there, on that same vertical plane of the vanishing point and viewpoint, that the thickness of the wall ought to be discerned. That thickness is therefore denied us, as it is projected frontally as a straight vertical only. The wall and its thickness thus obey the law of flatness that Quejido has imposed on these works.
The presence of the easel and canvas makes a second contribution to the refutation of depth. In Las Meninas, both the foreshortening of the stretcher of the canvas Velázquez is painting and the fact that only its back is shown—with the consequent expectation of what might be hidden on the front—support a receding perspective toward the interior of the picture. In his Tabiques, however, Manolo directly exhibits the front of the easel and its canvas, which contrasts with the rest of the work in that it is ostentatiously blank and summary. And although the conical perspective ought to project it onto the picture as a trapezoid, Quejido presents it as a perfect rectangle. It is as though it had fallen flat onto the vertical plane, emptying itself of all its content of paint. Furthermore, the legs of the easel, also flattened, exactly determine the groundline, and the white of the canvas is thus superimposed on the real picture plane, which is rendered by the artist as a place of pure emptiness that will expel anything that tries to lodge in it.
In their scarce depth and the recurrence of the idea of the threshold, Quejido suspended his works in the superficiality of painting. He subjected them to their two-dimensional condition, and so emphasized the improbability of their containing volumetric enunciations in the negligible thickness between their transparent obverse and their opaque reverse. Perhaps this is the origin of the artist’s interest in the Moebius strip, a continuous surface twisted over on itself that has only one face. Around 2005, Manolo Quejido started to experiment with the inscription of the strip on the surface of a cube, as though trying to confront the mystery of the chamber that becomes a cavity when projected in a picture, and of its three-dimensionality flung onto the surface of the work. The Moebius Q-vista works (pp. 186–189) constitute another way in which painting is both volumetric and superficial at the same time. In the meantime, it is not possible to distinguish an inside and an outside on a Moebius strip. For this reason, the figures that
cross the strip in Quejido’s Moebius paintings will not pass from the inside to the outside or vice versa. To extend this reasoning, neither do the figures belong or not belong to the painting. Where they are, and whether—by contrast with the painting—they belong to the order of the real, is therefore a question that remains unresolved.
There Are Not Many Leaves Left
There is another register in Quejido’s oeuvre, a very different one, in which the artist makes use of the superficiality of painting, for which he claims a quota of reality, or rather of veracity. The artist voices his repulsion at the state of the world, which he calls one of “generalized mediation”—“the unbearable image produced by the timocracy through the state, war, consumerism, and the media” 1 —to which Quejido has been responding since 1993.
Quejido reacts in very different ways to this state of things. For example, he looks once more toward Diego Velázquez and the elaborate illusionism of his works. While Antonio Palomino wrote of Las Meninas that it “is truth, not painting,” Quejido displaces the question of veracity in Velázquez toward that of felt truth, the kind that cries out to the conscience out of displeasure at how things work. In his VerazQues triptychs, created on the basis of Vulcan’s Forge, The Spinners, and Las Meninas , Quejido inserts corresponding allegories of the army, the crown, and the banks (pp. 70–72) (these date from 2005, although there have been versions since the mid-1990s). VerazQues decontracts to veraz qué es, or “what is true?” The truth, then, is that the banks, the crown, and the army govern us, no matter how much their rule is masked by the tangle of mediation.
In the VerazQues works, Velázquez’s images have lost their volume, as Quejido has reduced them to indistinct masses of figures in flattened architectures. It is a strategy against the charms of mediation and in favor of a direct message that allows Quejido to raise his voice. And while the interplay of the figures in Velázquez—their conversation—choreographed the scenes by endowing them with narrativity (Apollo’s gesture of
1 Manolo Quejido, “Notas al condensador,” in Manolo Quejido. Pintura en acción, exh. cat. Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (Seville: Junta de Andalucía, 2006), 158.
annunciation, the vase offered to the Infanta, the spinner’s attention to the person drawing the curtain), Quejido makes his figures act as one. Their bodies do not interact, they merely blend together. Each mass of characters is a single corporation that functions monolithically.
Sin consumar (Unconsummated, 1997–99) (pp. 126–127) is another response to the state of mediation, and particularly consumerism. The monumentality of the work, a mock advertising frieze decked with all kinds of products, evokes excessive consumption and reproduces the overblown promises made to us by the market of what is available. There is promise of abundance in the amplified scale of the products, and in the distortion of size between large and small as though announcing the same relative satisfaction; of hygiene and sterilization in the over-representation of cleaning products; and of a bargain, with a whole mass of prices floating around the tendered goods.
Quejido explains the failure of consumerism in terms of the non-consummation of its promise. He presents Sin consumar as a completely fragmented mosaic that does not manage to compose a unity. He insists again and again on the presentation of packaging without clarifying if it really has a content. And he resorts once again to complete flatness: there is no indication of space but only a simple juxtaposition of images, and the consistency of the products that the work offers the consumer is consequently denied.
In another series of works, Sin nombre (Nameless), Quejido moves in the opposite direction. In these reproductions of images from the press, which are limited to the black and white of the newspaper and barely used as more than an illustration to enliven the article, he tries to give body and depth to what serves as a mediating membrane between the spectator and the world’s sorrows.
In number 84 of this series, Psiquiátrico (Psychiatric Hospital, 1998) (pp. 118–119), Quejido thus subjects the press photo to color. Yellow invades the ceiling, walls, and floor to make them indistinct, revealing the anguish of this sitting room where the chairs are coldly lined up in martial succession for the inmates. In the meantime, the impastoed texture of the white stands out from the limpid uniformity of the yellow, so that what in the original photograph are reflections on the polished floor, are transformed into something unintelligible, resisting understanding and thereby causing an uneasiness. Besides this, Quejido leaves the legs of many of the chairs undrawn, showing how this room can be a place without a floor, with no possibility of repose.
In Sin nombre nº 31 (Nameless No. 031, 1997) (p. 114), Quejido shows the violence of the empire of price indexes. For the purpose, he lays bare the person who writes quotations of supply and demand on a blackboard. Busy in this apparently innocuous exercise of writing, this hieroglyphic of maximum abstractions, his humanity is transmuted into an outline of white lines on a black background, exactly like the figures he is writing. He is alienated in the absurdity of what demands his attention and his labor.
One by one, according to the strategy that best suits each case, Quejido transposes each photograph into a Sin nombre. The goal is to compose a catalogue of faits accomplis, detaining the frivolous speed with which they are dispatched by the logic of mediation. Manolo Quejido arrests them, thus facing the unbearable truth of recognizing in them the failure of the human project. Even so, he opts to keep them in the domain of the nameless, or rather the unnamable. This ensures that the title they are given testifies to their obscenity, no matter how much “generalized mediation” tries to sweeten them.
Paper withstands everything, and all the more so in the regime of mediation, where newsprint and its infinite text neutralize the interest of the news that is reported, catastrophe after catastrophe. Since the mid-1990s, Quejido has often protested against this function of the newspaper, this digestion of the unbearable. He pasted together the pages of El País, thereby canceling the rhetoric of its text, and using the result as the support for something else, his painting. Irak mes a mes (Iraq Month by Month, 2005–06) (pp. 154–155), for instance, points to the saturation of information that disactivated the appreciation of the seriousness of the situation of the war in Iraq. The work not only denies all that is written but furthermore underscores its sterility, since the translation that Quejido makes of the pile of reports on Iraq is reduced to fields of dots on monochrome surfaces: an indecipherable message, indiscernible content, absolute distance from the truth.
Years later, the pasted support of El País was used for more explicit protests, perhaps at a sense of urgency over the aggravated situation of mediation. Indeed, some works of 2010 entitled Leaves left resort to the message that is revealed when a pack of rolling papers is coming to its end. “Only 5 leaves left,” the pack tells us, urging us to go to the tobacconist’s for a replacement. At that time, it probably seemed to Manolo Quejido that there were not many chances left for protests to bear fruit, and it would also have appeared to him that the weapon
available was as fragile and ephemeral as rolling paper, and that every opportunity could be used up and forgotten as quickly as a cigarette is extinguished.
Quejido’s Leaves left do not restrict themselves to canceling out the chatter of the press, as Irak mes a mes did by smothering the newspaper under the uniformity of monochrome, rather they also include words and signs on the pasted paper forming poems whose enigmatic nature does not hide their bitterness (Leaves left, 2010–11) (pp. 151–153).
Painting, Painter, Thought
Around 2000, Manolo Quejido produced several variations on the theme of La pintura (Painting, 2002) (p. 89), where we see a figure who is painting a picture. Out of all this, however, what is it that gives the work its title? The motive for calling the work “Painting” could be the picture, a painting, or the action shown, that of painting.
Quejido appears to subscribe to those dictionary entries where a noun, in this case “painting,” is described as the action and effect of the verb that originates it. While these definitions tend to be problematical, as it is hard to see how something can be classed as both an action and an effect, the artist here asserts how natural it is not to be able to separate “painting painting” from “painted painting.” It is perhaps this inextricable concurrence of the work and its object, the lack of separation between the painting subject, the act of painting, and the object of painting, that Quejido calls an “immeasurable distance.”
Moreover, it is suggested in La pintura that the black painting figure is a personification of the act of painting. Once more, what a short distance there is between it and its painted painting. There is barely an indication at the height of the feet that the figure is standing on a ground different from the ground of the picture being painted, although the upper part of the body appears at the same time to stand out from the painted plane. “Painting painting” lives simultaneously inside and outside what is being produced. In fact, the black pigment applied for its conversion into “painted painting” seems consubstantial with the figure’s own black body.
La pintura also allows Quejido to show something he has often written: that painting is to dis-preoccupy what occupies it. Let it be understood here that the painted painting is particularly the image of the model who will appear in the picture. This image does not yet occupy
the painted painting or the work itself because the piece of canvas to be occupied by the figure is not yet painted. It therefore only pre-occupies, since the figure can already be divined by contrast with what has been painted before. Quejido would say it is in a state of pre-occupation (as the pensive gesture seems to suggest), and acquiring an image would then be a form of dis-preoccupation. This dis-preoccupation, this occupation of what was only pre-occupied, is precisely what keeps “painting painting” so occupied.
Quejido also addresses the question of the act of painting in series like Los pintores (The Painters), begun in the mid-1990s. In this series (for example, on p. 99, from 2015), attention is paid to the two uses of the term “paint”: one intransitive (to cover with color), and the other the painting of painting, meaning painting an object (a painting, a picture).
Los pintores shows us both types of painting, since represented here is a painter of paintings, brush in hand, along with a pair of house painters painting two walls. However, the house painter in the background soon draws our attention owing to a difficulty in the representation. He must be painting a transparent support, or else it would be impossible for us to see him. It is the artistic painter who resolves the situation, as he is superimposed on the house painter as though painting him. There is both a suggestion of the advantage of painting painting over merely covering with paint, and a comment on the impossibility of transparent painting.
At the same time, the landscape of Los pintores defines being a painter dynamically. It is as though being a painter were something that occurred only in that imperfect tense of the present participle, when one is, or is in the act of, painting.
Manolo Quejido adds considerations of another order on what it is to be a painter in the different versions of Nacer pintor (Being Born a Painter) (as on pp. 90–95 from 2006). Here he retrieves the motifs of the works with which he turned definitively to painting in the early 1980s. He now bestows a narrative sequence on what were then disjointed representations, mounting the story of a child who grows up to become a painter. In retrospectively contemplating his work, it is as if Quejido had noticed how his own condition as a painter has emerged gradually and with scarcely any input on his own part. It is like that intransitive “being born,” where the subject who is born is almost the simple object of birth itself.
Los pintores and Nacer pintor thus refer to different aspects of being a painter. One is the agent, the painting painter who is performing
the action of painting, and the other the patient, where the painter is almost a product of painting itself. Quejido’s thought has often dwelt on this question of the relationship between painters and painting. In 1991 he wrote on the agency of painting, “I think of painting as if it were the creator of every painting painted or to be painted. And I think of men and women painters as its hands.”2
For Quejido, however, every painter also defines a particular point in the space of variables that make up all possible painting, with its coordinates of technique, color, and form. Since 1988 he has gradually perfected this idea by showing painters as flowers of thought. All share the fact they are painters—they are thought—but each one reproduces the manner of a painter in order to signal his or her specific difference.
While Quejido adheres to a certain naturalism in the first series of Pensamientos (Thoughts/Pansies) in imitating the characteristic style of each painter in the corresponding flower, he soon abstracts all the qualitative particularities to translate them into a code of minimum components. Only six colors are used behind the pistil, the petals, and their markings to define a painter in the background. At the same time, Quejido decides to situate this bouquet of painters on a spatial diagram (pp. 100–101) oriented in accordance with the history of painting, but which also determines the space of the possible forms of painting, as all of them remain as a combination of the forms of the painter-nodes of the diagram.
Quejido makes his system of painters a representation of painting, and in works like Diamante (Diamond, 1992) (p. 104) he uses the resource of literalness to uphold this idea. In Diamante, the system of painters, which we might envisage as a plan or map of painting, acquires verticality and displays itself as indeed a painting. The title of the work refers to the fact that it contains only ten of the most select thought-painters, but it also alludes to the idea of the diamond as the result of a cubic crystallization, for Quejido reflects once again on the flatness and depth of painting by showing his diamond of painters inside a cubic chamber. A vanishing point is also intuited: a violation of perspectival projection, a railing marks both an outside of the chamber and an outside of the picture plane. Interwoven in this work are investigations on painting as a summation of painters, as painted painting, and as a flat and cubic surface.
Manolo Quejido’s incarnation of flesh in his Cartulinas, his testing of the thickness of the partition wall that is painting, and the intercalation in his oeuvre of his thoughts on painting and his horror at the scandal of mediation are only some of the pensaras that Manolo Quejido has explored. The current exhibition is also that of the Secuencias (Sequences), or an interrogation on whether the artwork can respond completely to a prior determination; that of the Siluetas (Silhouettes, 1970) and their game of choices among permutations; or that of the endlessness of painting in the constant accretion of what painting is. This is the corpus of Quejido’s schemes, a raw material that he has given us and which remains available for further thought and figurations.
SIN DISTANCIA DE LO SIN MEDIDA Isidro Herrera
Pensar en pintura
¿Cómo no? Nuestra reflexión empezará con Las Meninas, cuadro que con seguridad viene de tantas cavilaciones como las que ofrece a quien, expectante, se pone frente a él. Sin olvidar que intentamos pensar junto a QUEJIDO, el QUEJIDO conceptual que traslada sus pensamientos genuinamente pictóricos al campo dilatado de la pintura, dándole lugar y forma al lado pensante de sus pensamientos-pintores.
Informados como estamos de “La conexión V-Q”, de pasada —para comprender—, miramos hacia VELÁZQUEZ con la intención de desentrañarla. A ella vamos. En el acrílico donde esa conexión se nos anuncia (pp. 190-191) no nos cuesta distinguir la simetría e identificar, por un lado —el lado V— una figura azul que atraviesa un plano negro con suelo y techo rojos para acceder a la parte definida por un plano frontal que contiene tres colores (azul, rojo y negro: en el código hexacromático de QUEJIDO, VELÁZQUEZ). A la vez, por el otro lado —el lado Q— sale una figura negra que atraviesa un plano verde con suelo y techo también rojos, mientras que el plano frontal contiene el negro, amarillo y rojo (que con el verde del plano de salida nos da el conjunto cromático que identifica a QUEJIDO). La economía que reina en el cuadro reduce la acción a la simultaneidad del simple entrar de una figura por un extremo (el lado V) y del igualmente simple salir de otra figura por el otro extremo (el lado Q). Hay que añadirle la escueta insinuación de una perspectiva que deja la sensación de cierta profundidad y de, por lo tanto, la existencia de un volumen interior.
Inmediatamente, como animales domésticos, acuden las preguntas: ¿adónde se entra?, ¿de dónde se sale? Eso es un adentro del que no sabemos absolutamente nada a causa del afuera que nos lo oculta anteponiendo su planitud infranqueable. Para salvar esa distancia, recurriremos a una estratagema —insatisfactoria— y crearemos una ficción verosímil que nos ilumine lo que por ahora está perfectamente encerrado y a oscuras. Según nuestra ficción, en ese cuarto o volumen interior hay un cuadro: Las Meninas, el original. No hay luz y apenas lo
adivinamos en la sombra. La falta de luz a su vez cancela la luz del interior del cuadro, del que con ella han desaparecido las perspectivas (lineal o aérea), el volumen e incluso el famoso aire que reina en su interior. Igualmente se pierden las señales que indicaban lo que ahí adentro sucedía, así como tampoco es posible identificar a ninguno de los personajes que sabemos que ahí se encuentran. ¿Qué ha quedado de todo ello? Sobre un plano negro y sin relieve, una especie de fosfenos (que por tanto proceden de nuestros ojos), depositados en la superficie del cuadro, adoptan la forma de fantasmas inquietos y juguetones que parecen brincar o agitarse ante dos sombras (blancas) que —dentro del cuadro, como espectadoras— incorporan su afuera. Se cubren con una única sábana azul, plana y convenientemente agujereada para que cada personaje no pierda el poder de mirar al ser mirado, flotando sin drama en lo que parece un teatro de marionetas que ha abierto la puerta de la representación, permitiendo la irrupción de sus títeres.
De modo que el QUEJIDO pintor de “La conexión V-Q” sale del lugar de su experiencia con una versión de Las Meninas en la que muy poco queda del original, excepto la memoria visual de una reinterpretación en donde ahora reconocemos inequívocamente su maniera, contando con la viva conexión que los une: un QUEJIDO en estado VerazQues (pp. 70-72).
Pero no avancemos tan deprisa y volvamos a Las Meninas, al original. Ahí, de muchas maneras, está el propio VELÁZQUEZ mirándonos cada vez que lo miramos, poseedor, quizás, de la respuesta a todos los interrogantes a los que la pintura puede dar lugar. En su cuadro él mismo se presenta grandeur nature, a nuestro tamaño, diciéndonos ante todo no quién es (para eso sirve la firma del autor), sino qué es. ¿Qué es? El pragmatismo filosófico enseña que detrás de esta pregunta no hay otra cosa que un qué hace. Sabemos que sin ninguna duda se trata de un pintor. Es un pintor. En sus dos manos aparecen los dos útiles característicos de los que se vale para la práctica de su oficio: la paleta y el pincel. Ante nosotros tenemos equipado a un artesano, a un trabajador manual. Una sucesión de gestos —lo que ahora llamaríamos su lenguaje corporal— nos indica el no disimulado orgullo que siente al hacer lo que sin disimulada vergüenza hace, es decir, pintar.
Pero también debemos observar que este arrogante trabajador manual, aparte de mostrar sus manos, es portador de un signo distintivo, del único signo expreso que hay en el cuadro: la Cruz de Santiago. Signo de afiliación social (caballero de la Orden de Santiago), concesión de una nobleza que otorga el propio rey, distinción por la que VELÁZQUEZ
culmina su carrera, sabemos que ha sido fuente de anécdotas en cuanto a su presencia en el pecho del ropón con que VELÁZQUEZ se viste para formar parte del cuadro y ser reconocido por el espectador. Pero ese signo dice acerca de su portador algo que nos debe interesar infinitamente más. Dice que quien lo lleva no se gana la vida con su trabajo, que este mismo trabajo no consiste en rellenar superficies o decorar paredes y que lo que hace su portador no es una actividad servil —¿cómo sería siervo quien literalmente obra milagros tales como la conversión de las dos dimensiones en un espacio de tres?—; dice por demás que sus manos, a pesar del trato inmediato que tienen con la materia, no se rebajan al hacerlo, sino que se integran necesariamente en una actividad muy superior, de carácter verdaderamente intelectual. Se diría que esas manos no solo pintan sino que ciertamente mientras pintan y en tanto que pintan obran por lo pensado y, a su manera propia, piensan.
Todos los que interpretaron que esta conquista de la pintura como actividad intelectual tenía como resultado la subordinación de la mano al intelecto fundante no cayeron en que en realidad se estaban creando las condiciones para su más que próxima autonomía (es cierto que se necesitaba algo más para conseguirlo: la concepción de su nada y de su nadie del propio pintor imbuido en su obra). Por eso, dejaremos en seguida de creer que la mente del pintor piensa y ordena lo que posteriormente la mano hace obedeciendo. No sucede esto. Solo esas manos, las de VELÁZQUEZ, portadoras de paleta y pincel, pueden realizar la tarea de pintar lo que pintan, dentro de una actividad que ya nadie llamaría simplemente material, sino ciertamente intelectual —o con las palabras del estricto contemporáneo de VELÁZQUEZ que fue Descartes: sería res cogitans—, donde ha de haberse dado una composición indisoluble de mano y mente (materia y espíritu, todo uno, algo que sin duda repugnaría a Descartes, pero no a alguno de sus seguidores) y donde, permaneciendo la mente uniforme, lo que concede el carácter singular del producto de su ejercicio —la pintura— sea la intervención de precisamente esa mano inseparable de la actividad intelectual en la que ella misma está inmersa. La mano pinta, esto es: la mano piensa. O dicho de otro modo: las manos del pintor pintan, mientras que la mano del pintor piensa.
Y he aquí que —sabiendo esto— QUEJIDO se pone a hacer el recuento de los sucesivos pensamientos-pintura que le han precedido, encontrándose con lo que probablemente es el motivo primero de su intención a la hora de pintar: él quería quizás solamente pintar, pero al hacerlo se encontró pintando pensamientos, para a continuación pasar a pensar
pintura, como a su manera han hecho tantos otros que QUEJIDO enumera incansablemente, componiendo una historia del pensamiento donde todos los que aparecen nombrados en ella son siempre pintores: pintores pintados como pensamientos e indistintamente pintores pensados como “pintamientos”. Porque con el pasar del tiempo que acompaña a contrapaso el pasar mismo de la pintura, después de que CÉZANNE acuñara la fórmula de “pensar en pintura”, vendrá, tiempo después, aquí, delante de nosotros, QUEJIDO a condensar en un solo renglón este entrelazado del pintar y del pensar, que él mismo pone en juego de una forma harto significativa: P I E N T S AR, llegándose incluso a leer con todas sus letras en alguna de sus obras (pp. 96-97).
Una mano de pintura
La mano del pintor piensa. Piensa pintura. ¿No estaremos sacando las cosas de quicio? Puestos a privilegiar un órgano, ¿no sería el ojo más digno de este reconocimiento intelectual que la mano? Pero fijémonos en una circunstancia llamativa: el ojo percibe lo que el cuadro pintado muestra. Así, por ejemplo, el ojo mira hacia los cuadros (de QUEJIDO) y, de un vistazo, sin intentar ni mucho menos ser exhaustivo:
— [el ojo] se hace una idea de lo que este o aquel cuadro quieren decir, de su mensaje (un ejemplo: la pintura que —invirtiendo los lugares y los valores— cubre con su capa de pintura el exterior y el interior del exterior de una lata de pintura); [el ojo] comprende lo que representan sus figuras (la de una náyade, la de unos bañistas, la de un pintor, etc., cada una a lo suyo);
— [el ojo] capta que sus colores componen un código (entremezclándose para señalar por su combinación la presencia de cierto número de pintores, incluido el propio QUEJIDO);
— [el ojo] se interroga ante los distintos y muy variados soportes de la pintura: tabiques, puertas, lienzos (lienzos dentro del lienzo, pintados en blanco dentro del cuadro listos para ser pintados), reflejos en el espejo, umbrales, cruces de luz y de sombra, planos sucesivos y superpuestos, todos ellos más protagonistas incluso que los seres animados o inanimados que los ocupan. Distancia para la aparición de interiores o exteriores donde se juega una extraña partida de líneas, planos, formas y colores; muchas veces dentro de una
calma trepidante, inquietos reflejos en el fondo de un espejo, borrosidad tanto más significativa que si lo afectado por ella se hubiera mostrado con nitidez; [el ojo] ve, en fin, en el colmo de la abstracción de la que es capaz, cómo sobre el lienzo se despliega esa única superficie que contiene una dimensión imposible para él (el espacio ilusorio de una serie de planos desplegados para formar un extraño cubo aparentemente tridimensional, realmente bidimensional, pero conceptual y geométricamente unidimensional, con nombre propio: Moebius Q-vista).
Todo desentrañado, nos parece, por un ojo intelectual, sin duda, dotado de una perspicacia capaz de reconocer algo común en tantos y tan diferentes cuadros. A eso común que atraviesa los cuadros que han sido identificados como de… (por ejemplo, QUEJIDO) lo solemos llamar la mano del pintor. En esto —más intuitivo que reflexivo o reflexionado— reside la marca que lleva lo pintado, su firma más allá de su nombre. A esa “mano” que deja su sello se la ve, forma parte de lo a primera vista ajeno a la visión, que no obstante el ojo ve con seguridad. Pero cuando parece que estamos a punto de proclamar el reinado del ojo, de repente, se nos invierten los papeles: no es el ojo quien manda sobre tal mano y la hace visible, sino al revés: es esa mano quien se impone sobre el ojo, quien lo dirige hacia ella, quien a través de su sello visiblemente impreso en el lienzo realmente mira hacia afuera, esta vez desde la pura superficie pintada. No es que la mano del pintor se vea, es que ella se hace ver, ella captura la mirada y la domina. La mano del pintor se expande por su lado, dice o dicta lo que hay que ver. ¿Una mano, la mano del pintor, que habla en su lengua frente a un ojo que la entiende? No, no una mano que habla, sino una mano que con sus propios medios únicamente pictóricos piensa y deja su pensamiento en esa transparencia que ella ha sabido crear y poner delante de nosotros que la vemos.
El primer elemento distorsionante para comprender lo que “pasa” con la pintura ha sido, a mi parecer, suponer que esta se expresa como una clase de “habla” y que, por lo tanto, para discernir lo que ella propone hay que recibir su mensaje, escucharlo —incluso con el ojo, tal como sugería Paul Claudel— y descifrarlo a la manera de un texto escrito, de una forma de escritura. Pero la existencia de una mano que piensa, que —como QUEJIDO ha dicho tantas veces— no es la del pintor sino la de la pintura misma, trae consigo un problema que va más allá que el de su
voluntad de expresar y expresarse, de dejarse “leer” o darse a “interpretar”. Viéndola maniobrar sobre y desde el lienzo, somos testigos de que con ella viene algo perfectamente ilegible e inexpresable. Abierto no obstante a la paradoja —ya vieja— de la (im)posibilidad de leer lo ilegible o de expresar lo inexpresable.
Mientras solo fuese expresiva, aquella mano se maneja en el reino del lenguaje y de su querer decir. Cuando ella atiende a lo inexpresivo de la que es vehículo, se sitúa automáticamente fuera del dominio de un código lingüístico, desbordando así la manida concepción de la pintura como lenguaje hablado con el propósito de que alguien lo descifre. Viéndose, de paso, enriquecida gracias a esa posibilidad perdida. Ahora, la mano de la pintura, liberada de la obligación de ser finalmente expresiva, impone y se impone: impone como impone una figura imponente, impone como una voluntad de mando que da órdenes, se impone como afirmación de su existencia autónoma. La pintura responde a la mano que piensa.
La pintura como obra de pensamiento habrá sido una de las aportaciones esenciales de QUEJIDO y de los suyos (aquellos que él mismo ha figurado como “PENSAMIENTOS”, pp. 100-101), porque pensar —es obvio— no significa expresar y tiene primero que ver con el respeto de una exigencia previa de congruencia, de moverse en un espacio de coincidencia, de reciprocidad, de comunidad. Presentes en su acción, aunque inexpresados e inexpresivos. Puestos a pensar —el pensador y el pintor—, ¿cómo harían para que lo inexpresable aparezca, no como algo expresado, sino como inexpresivo en su misma inexpresividad? Por ahora la respuesta presentida dice que el pintor —pensando en pintura— imponiendo su mano imponente, poniendo orden en lo visible, llega a hacer —como defendía VELÁZQUEZ para ostentar su Cruz con todo derecho—, llega a hacer, repitámoslo, obra de pensamiento. Lo inexpresable que la pintura no puede dejar de llevar consigo crea una zona de dilatación inexpresa de la pintura. A partir de esta zona insituable a priori se comprende el propio campo “expandido” de la pintura. Correremos el riesgo de señalar en QUEJIDO el modo en que —pensando en pintura— él mismo se ha planteado esta zona de expansión o de dilatación de la pintura, cuando la referida di-latación en sus manos deviene a la vez dis-latación y des-latación, es decir, cuando la pintura no solo se dilata ampliando su lado expresivo, sino que se dislata —produce el dislate esquizoide— rompiéndolo y llevándolo hacia lo inexpresable, mientras que a su vez se deslata —particular modus operandi de QUEJIDO— cuando se sale de su lado y lo pintado es ya P. 105 →
Diamante 1992 Acrílico sobre lienzo 200 × 200 cm
solo la lata misma de la pintura, su continente expreso, y donde la pintura se pinta pintándose en el exterior de esa lata de pintura. Operación llena de significado que, sin embargo, se permite aludir al manantial irónico del origen del acto de pintar —de hecho, inexpresable— y proponer un acabado que amenaza cubrirlo todo con un solo gesto de apropiación y de exposición, a su vez también inexpresable. La pintura dis- y des-latada muestra simultáneamente el todo de lo expresable y el límite insuperable de lo inexpresable. Se puede apostar que la serie de La pintura se ocupa (o se desocupa) de exactamente la misma paradoja que la serie de Anstrich: la de dejar ver con precisión algo inexpresable en el modo de seguir siendo estrictamente inexpresado e inexpresable.
La trama de la pintura
Así, pues, detrás de la mano, detrás de ese instrumento mejor o peor adiestrado para seguir las órdenes del alma del pintor, habría otra mano, a primera vista invisible, pero que en último término está llamada a ser lo que ante todo cualquiera ve y a ser al fin todo lo que se ve. Ocupando todo lo visible, preocupada por ser sin descanso órgano de expresión y desocupada de sí cuando se obliga a la tarea interminable de alcanzar lo inexpresable. A esta hiperbólica “mano del pintor” la solemos llamar, nunca peyorativamente, la maniera del pintor. Con ella, sobre el lienzo, viene algo que aparece desapareciendo, algo que desaparece apareciendo: LA PINTURA.
Llegados aquí, es el momento de entrar en QUEJIDO, siempre que entendamos que QUEJIDO, en sus cuadros, es más bien —como vimos en “La conexión V-Q”— el que sale, aquel que resulta (ser) después de que la pintura como una posesión demoniaca haya entrado en él. Avanza escasamente armado (un pincel o una brocha), llevando consigo indesprendible el esbozo de una duda o de una pregunta, con la intención de correr una aventura que no tendrá espectadores (que sucederá fuera de cuadro), rodeado siempre de una calma intrigante (¿antes?, ¿después?, ¿dentro?, ¿fuera?), distribuyendo planos de color administrados con sabiduría (¡donde se leen tantas cosas!). Y regresa de ahí, abandonando el cuadro que deja atrás, más desprovisto, más ausente, más desposeído, más pobre que cuando entró, tal vez sin el más mínimo recuerdo de lo que pasó allí dentro, pero conservando la prodigiosa memoria que él
transmite de que allí pasó algo decisivo para que aquello que se trae entre manos sea justamente lo que llama LA PINTURA. Así, pues, cargado con ella, pero entonces cargado con lo que le descarga entre otras cosas de ser, de ser pintor, puesto que ahora, tras ese tránsito decisivo en el que la pintura se ha deshecho del pintor, él se ha transmutado en, únicamente, “la mano de la pintura”.
Tal parece que QUEJIDO —muy consciente de lo que se trama en este entrar y salir o en este permanecer dentro y fuera—, para representarlo, ha recurrido a varias fórmulas, entre las cuales la primera, la más sencilla y la más eficaz ha consistido en hacer que en sus cuadros aparezca la figura esquemática de un hombre o de una mujer que pasa entre los planos, o que incluso penetra en ellos, quedándose a medio camino dentro y fuera de ellos, donde apenas por su paso puede establecerse una distancia que los distinga, mientras que sin ese pasar no podría abrirse ninguna profundidad ni, por supuesto, ningún espacio para el limitado paseo de la figura dentro de la distancia representada. Ahora bien, después de tantos juegos con el plano, de una forma inesperada, QUEJIDO, en esas escenas poseedoras de tan escueta “ausencia de distancia” se ha visto obligado a introducir ¡una mano! Veámosla tal como aparece insistente en la serie Los pintores (p. 99). No es cualquier mano, sino el relieve de una mano impregnada de pintura que tanto parece el resto de un contacto exterior que habría dejado ahí su huella, como una mano pringosa que se adelanta hacia afuera, vuelta la palma hacia el espectador, con la intención de posarse sobre la invisible distancia —o sobre lo sin distancia— que separa el interior del cuadro de su membrana exterior nunca visible. ¿Huella que sugiere la firma del pintor? ¿Signo de su poder o de su autoridad? No es de creer. Estaríamos aquí ante una decisión puramente pictórica, tomada en el ámbito de lo que significaría “pensar en pintura” que tiene por objeto responder a la pregunta acerca de quién es capaz de pensar en pintura, quién sería su sujeto, el sujeto del tal pensamiento. Para dar constantemente la misma respuesta: la mano del pintor (que es la mano de la pintura misma).
Esa mano está ahí para permitirnos soñar. Acaso en primer lugar nos deja soñar con los primeros pasos de la pintura cuando las paredes de las cuevas acogieron entre sus primeros huéspedes manos positivas o negativas que se niegan a decirnos para qué servían o cuál era su función. En cualquier caso, desde aquel lejano entonces, de un modo u otro siempre se ha tratado de la mano y cuando en todas sus ocasiones un pintor ha pintado una mano no ha dejado de convertirla en una potencia
significante, dotada del omnímodo poder de significar algo. En cualquier cuadro de la serie Los pintores de QUEJIDO se encuentra esa mano dentro de un sutil “juego de manos”. Cualquiera reconoce ahí escenarios anteriormente creados por QUEJIDO: “LA PINTURA”, “LA LATA DE LA PINTURA” o “ANSTRICH”. Y ese conjunto de planos entre los que pasa una especie de figura fantasmática que los interfiere y que quizás es la personificación del misterioso “UMZUG”: el movimiento de mudanza que visita tantos cuadros de sus últimos años y que quizás también a su vez encarna el gesto de resistencia en que finalmente ha terminado consistiendo su pintura. Nos está permitido sin duda atender al modo en que cada personaje usa sus manos:
Las manos de los pintores (pintor y pintora) de paredes o tabiques, que empuñan una brocha siempre en contacto con el plano-tabique que han hecho palpable tras el cual, terminada su tarea, se hará desaparecer.
— La mano de quien pinta (siendo lo pintado la pintura), que esta vez sostiene el pincel y delinea cuidadosamente la escena pintada, a cuyo contacto todo parece haber quedado suspendido del instante en que se produce. Mano esta vez del aparecer de eso que podemos decir sin equivocarnos que es el acontecer de la pintura dentro del cuadro.
— Pero en tercer lugar tenemos la mano de la figura esquemática, el habitante del “umzug” (de la “mudanza”) en que hasta hoy sigue empeñado QUEJIDO, una especie de alienígena ajeno a este mundo. Figura de un tamaño superior a las demás figuras y que en esta versión —siendo plana ella misma— pone el pie por delante de todos los planos, pareciendo que quiere salirse incluso de la superficie pintada, compuesta por líneas rectas que la encuadran en una superficie plana, no necesariamente quieta, donde de la manera más simple se pueden distinguir, como un encadenado de polígonos, cabeza, brazos, tronco, piernas y pies (para indicar la dirección de la marcha, cuando la hay), pero en sus primeras apariciones sin manos. Y sin embargo aquí, en esta figuración evolucionada, tenemos ahora impuesta y sobrepuesta una mano (o las dos en alguna versión) que es, en todo, de una naturaleza completamente distinta a cualquier otro componente de las demás figuras. Una mano que, a diferencia de las demás, tiene relieve, resalta y pesa. Prominente, aunque unida a la superficie pintada de un modo
tan particular que podría servir para señalar expresamente la presencia del afuera de la pintura en el cuadro.
Triple presencia —encadenada— de LA PINTURA en el cuadro (de QUEJIDO):
Presencia de la pintura dada por la posibilidad abierta que sufre el todo para desaparecer dentro del cuadro, sumergido completamente tras un único plano de color. Presencia de la pintura como la amenaza cierta de hundirlo todo en su presencia aplastante: serie de La lata de la pintura.
— Presencia explícita de la pintura cuando se representa en el lienzo el “hecho” mismo de pintar entendido como un adentro creado para acoger el gesto de la mano que sostiene y guía el pincel, a través del cual se pinta la pintura, es decir, se afirma en su propia presencia: serie de La pintura.
— Presencia viva de la pintura por la mostración de una mano abierta bañada en pintura, que no solo le es enseñada a quien la mira, sino que sugiere su procedencia por la superposición en el lienzo de una mano viva y ajena, vuelta sobre el lienzo, que ha dejado ahí su huella exacta. La impronta de su presencia presentida: serie de Los pintores. Sin distancia: sin medida
La pintura convierte al pintor en una mano mediante la cual ella misma se pinta. En su pintar(se), el pintor —la mano de la pintura— ha tenido que borrarse, que dejar de ser él quien pinta: él pinta la pintura pintándose y con ello, en su presencia, se despinta a sí mismo, perdiéndose en ese instante en la distancia imperceptible que va de la pintura pintada a la pintura pintora. El pintar de la pintura se abre entre tanto a su propio acontecer como pintura, ganando para sí un lugar que le permita ser — y ser solo pintura, pintura que pinta y se pinta (sola). En este tránsito habrá incluso un momento feliz, cuando la pintura aún fresca pinte efectivamente ella misma, es decir, se diga pintada y a la vez diga “pinta”. A partir de ahí la pintura se fija en pintura, se seca y queda retenida en la superficie pintada. Convertida ya por completo en “la mano del pintor”, se vuelve presencia pintora — de otro modo.
¿Habría así con tantas vueltas completado por fin la pintura su periplo? En este ejercicio que podría completar la acción de haberse puesto manos a la obra, el pintor (es decir, la mano de la pintura) ve interrumpida su labor, se deja invadir por un sin-quehacer (un desobramiento o desobra) que le impide proseguir la obra, dejándola en suspenso, confiscándosele su acción. Momento en que se queda sentado mano sobre mano.
Mano sobre mano, el pintor se dispone a P I E N T S AR, no la distancia significante —como ha hecho hasta ahora— sino la insignificancia del pintar. Tanto ha ido el cántaro a la fuente de la significación que ha de terminar topándose con la insignificancia en que finalmente se ha de sumir todo el trayecto. Insignificancia del pintar o inmersión en la ausencia de distancia que finalmente incorpora la pintura a su devenir pintura. Porque se ha visto que todo este periplo de la pintura a la pintura se nos ha ido llenando de significación, pero que este mismo pasar no se ha agotado en el significado que ha adquirido. Aún le queda su “paso” más difícil, el que, una vez dado, la dejaría de lleno en la insignificancia de la desobra que, sin saberlo, ella buscaba. ¿Para encontrarse? No, siempre para perderse, para perder su sin-quehacer en un inacabable sin-fin.
Y aquí encontraremos un segundo recurso endemoniado al que antes nos referíamos como una nueva fórmula en que se resuelva el problema de lo que se trama en la pintura con un entrar y salir en donde quien lo realice permanezca indiferentemente tanto dentro como fuera. A este respecto no puede dejar de asombrarnos el notabilísimo Moebius Q-vista Matisse (p. 188) de QUEJIDO, con el que nosotros, sin saber hacerlo, queremos acabar.
El Moebius Q-vista es de un solo golpe una respuesta a (al menos) tres problemas que la pintura de QUEJIDO se ha planteado:
— el de la superficie única recuperada, re-pensada (pintura que es todo superficie sin profundidad o con un mínimo volumen menguante);
— el del comienzo (que es un pasar que no para de pasar) y el acabamiento (sinfín que pone fin a lo que no acaba de llegar a su fin); el del adentro y el afuera (que es el del haz y el envés y el del encima y el debajo que se confunden e indistinguen).
Todo ello se resuelve penetrando en la dimensión Moebius, donde se da un trasladarse hacia delante que recupera a cada paso el detrás (o un ir detrás de sí por delante de sí y al revés: persecución sin fin de la distancia
sin distancia), es decir, el de un avanzar sin delante y sin detrás, que es en lo que consiste aquella singular dimensión Moebius recuperada en el “cubo de Moebius” o Moebius Q-vista.
Por otro lado, la sustitución de la cinta por el cubo le ha dado una gravedad arquitectónica a lo que, cuando solo era “cinta” flotaba en el vacío, sin suelo ni cielo, entre ellos, destinada a ser simplemente la torsión de su superficie. Mientras que el “cubo” de once (o más) caras las cuales, sin embargo, tienen y no tienen “otra cara”— forman una sola superficie que mantiene siempre una base invisible donde toda la construcción se apoya dándole un soporte a aquello que de entrada era insoportable.
Quizás no se ha valorado suficientemente la extraordinaria invención que supone este “cubo de Moebius” o Moebius Q-vista, Sin pretender agotarlo, observamos que a primera vista es un volumen, un espacio arquitectónico que nos permite incluso imaginar una extraña vivienda con sus habitaciones en piezas separadas (muy aireadas). Ahora bien, en este volumen, sabemos que cuando aplicamos una mirada geométrica, tanto el suelo como las paredes forman una única superficie sin fin. Incluso se le podrían pintar sus paredes produciendo la ilusión de que hay algo así como un haz y un envés donde en cada caso el otro lado de suelo o pared es de otro color. Pero sucederá que arrastrándonos por el continuo de su superficie, sin saber cómo eso ha sucedido, inesperadamente seguimos la marcha sin interrupción por la superficie del otro color.
Dentro del espacio geométrico del Moebius Q-vista es posible —y de hecho se debe— desplazarse, porque la condición Moebius solo se logra mediante un desplazamiento: quieto no se percibe de ningún modo la unilateralidad como propiedad que caracteriza al objeto Moebius. Recorriendo su superficie la figura que se adhiere a ella camina, trepa, desciende, se desliza, se aferra para no caer —¿afuera? Sí, claro, pero desplazándose por un afuera que carece de adentro—, obligada a no permanecer, a no estarse quieta, a no parar, a no encontrar la llegada a la meta: a no acabar (habiendo ya acabado siempre, como sucede con la hipótesis del Eterno Retorno).
Todo a su alrededor es quizás abismo sin fondo, pero hacia delante o hacia atrás, en el infinito que la aguarda o que la precede, sus pasos al infinito habrán perdido para siempre su anterioridad o su posterioridad. Pegada siempre a una superficie que ella no abandona, la figura comprueba incansablemente que esta no se agota, que no alcanza un límite que le permita decir que ha llegado al final. Todo no es, pues, más que geometría, la única que nos puede proporcionar la idea de ese infinito más
vertiginoso aún que el abismo sin fondo sobre el que se recorta su trayecto. ¿La única? ¿Hay algo que se le parezca a esto? Sí, porque para el pincel (o la brocha, o la espátula, etc.) que penetra en el espacio de la pintura sabemos también que se deshacen igualmente el delante y el detrás, el afuera y el adentro. Para el acontecer de la pintura, como para el Moebius Q-vista, ya no hay ni puerta de entrada ni puerta de salida. Ni principio ni fin para una tarea que ni pudo haber empezado ni podrá acabar. Sin fin
Ahora estamos cerca del fin. ¿Qué hace la figura dentro —¿dentro?— del Moebius Q-vista enfrentada a la perspectiva de lo inacabable? Lo que hacen siempre las figuras que pinta QUEJIDO en su extraña quietud: convertirse en figura de pensamiento. A fin de que QUEJIDO, al fin, pueda P I E N T S AR el fin, es decir, el sinfín. Lo dice el propio cuadro que dicta el fin: “AL PINTAR PONERLE FIN, LA PINTURA TIENE UN FINAL SIN FIN”. Digámoslo ahora con una fórmula imperativa: “No haya fin allí donde reina el fin”, lo que quiere decir que allí donde la pintura ha puesto el fin, ha incluso pintado el fin que ella misma ha pensado, en su propio gesto —que parecía decir “deja de pintar”— ha seguido pintando e invitando a pintar, a sabiendas de que allí se ha instalado el sinfín que ella misma quiso borrar. Por eso nos hemos acercado al cuadro que dice FIN (p. 208). Lo vemos y no lo vemos, lo leemos y no lo leemos. Pero, para mejor pensarlo, llevamos un espejo con nosotros, lo miramos a través de él y nos quedamos atónitos:
Ahí lo tenemos: “sit” [(ello) sea/(ello) es]. Y no paramos de “RE-IR”.
Sin consumar 1997-1999 Acrílico sobre aluminio 200 × 600 cm
NO DISTANCE FROM THE IMMEASURABLE Isidro Herrera
Thinking about Painting
How could it be otherwise? Our reflection will start with Las Meninas, a picture that probably comes from as many cogitations as those it offers the viewer who stands expectantly in front of it. Not forgetting that we are trying to think together with QUEJIDO, the conceptual QUEJIDO who transfers his genuinely pictorial thoughts to the dilated field of painting, giving it a place and form on the thinking side of his painter-thoughts.
Informed as we are—in passing, we should say—of the “V-Q connection,” we look to Velázquez with a view to teasing it out (pp. 190–191). On the acrylic where that connection is announced, it is not hard to distinguish the symmetry and identify, on one side—the “V” side—a blue figure traversing a black plane with a red floor and ceiling to reach the part defined by a frontal plane containing three colors (blue, red, and black, in the hexachromatic code of QUEJIDO, VELÁZQUEZ). At the same time, emerging on the other side—the “Q” side—is a black figure traversing a green plane, also with a red floor and ceiling, while the frontal plane contains black, yellow, and red (which with the green of the exit plane gives us the chromatic set that identifies QUEJIDO). The economy reigning in the picture reduces the action to the simultaneity of the simple entrance of a figure at one end (the “V” side) and the equally simple exit of another figure at the other end (the “Q” side). To this we must add the slight insinuation of a perspective that leaves the sensation of a certain depth, and so the existence of an inner volume. Immediately, the questions rush up like pet animals. Where are they going in? Where are they coming out? This is an inside of which we know absolutely nothing owing to the outside that hides it from us with its impenetrable flatness. To jump that gap, we shall resort to a stratagem, albeit unsatisfactory, and create a plausible fiction to enlighten us on what is for now perfectly obscure and enclosed. According to our fiction, in that room or inner volume, there is a picture: Las Meninas, the original. There is no light and we can barely make it out in the shadow.
The lack of light in its turn cancels out the light of the interior of the picture, and gone too are the perspectives (linear and aerial), the volume, and even the famous air reigning in its interior. Also lost are the signs that indicated what was happening in there, and it is not possible either to identify any of the figures we know to be found in it. What remains of all that? On a black plane with no relief, something rather like phosphenes (and so originating in our own eyes), deposited on the picture surface, adopt the form of restless and playful phantoms that seem to leap or quiver between two (white) shadows which, inside the picture as spectators, incorporate its outside. They are covered in a single blue sheet, flat and conveniently holed so that each figure will still be able to gaze at what it is gazing at, floating undramatically in what looks like a puppet theater that has opened the door to performance, allowing its puppets to burst in.
QUEJIDO, the painter of the “V-Q connection,” thus leaves the place of his experience with a version of Las Meninas in which very little remains of the original except for the visual memory of a reinterpretation where we now unequivocally recognize his maniera, for here the connection joining them is a living one: a QUEJIDO in a state of VerazQues (pp. 70–72).
But let us not go so fast, and return to Las Meninas, the original. There, in many ways, is VELÁZQUEZ himself looking at us each time we look at him, perhaps holding the answers to all the questions the painting can give rise to. In his picture, he presents himself grandeur nature, at our size, telling us above all not who he is (that is what the artist’s signature is for) but what he is. What is he? Philosophical pragmatism teaches us that behind that question is nothing but a “what does he do?” We know without a doubt that this is a painter. He is a painter. His two hands hold the two characteristic tools of his trade, the palette and the brush. Kitted out before us is an artisan, a manual laborer. A succession of gestures—what now we would call his body language—indicate his undissimulated pride at doing what he does without hidden shame: paint.
However, we must also notice that this arrogant manual laborer not only displays his hands but also bears a distinctive sign, the only explicit sign in the picture: the Cross of Santiago. It is a sign of social affiliation as a knight of the Order of Santiago, a noble title granted by the king himself, and the distinction with which VELÁZQUEZ culminates his career, and we know it to have been the source of anecdotes concerning its presence on the breast of the gown VELÁZQUEZ wears to form
part of the picture and be recognized by the viewer. But that sign says something about its bearer that ought to interest us infinitely more. It says that the person wearing it does not earn his living with his work, that the work in question does not consist of filling in surfaces or decorating walls, and that what its bearer does is not a servile task—for how can someone who literally works miracles, like converting two dimensions into a space of three, be a servant? It also says that his hands, in spite of their immediate contact with the material, are not belittled by this, but that they necessarily assist in a much higher activity of a truly intellectual nature. It might be said that those hands not only paint, but that as they paint, and by virtue of painting, they work through thought and, in their own manner, they think.
All those who interpreted that this conquest of painting as an intellectual activity led to the subordination of the hand to the foundational intellect failed to notice that the conditions were in fact being created for its imminent autonomy (something else, it is true, was needed to achieve this: the painter’s own concept of his nothingness and lack of selfhood imbued in the work). We shall therefore immediately cease to believe that the painter’s mind thinks and orders what the hand subsequently carries out in obedience. This does not happen. Only those hands, those of VELÁZQUEZ, the holders of palette and brush, can perform the task of painting what they paint as part of an activity that nobody would any longer call simply material, but most certainly intellectual (or, to use the words of VELÁZQUEZ’s strict contemporary, Descartes, it would be res cogitans), where there has to be an indissoluble composition of mind and hand (matter and spirit, all one, something that Descartes would no doubt find repugnant, but not some of his followers), and where, while the mind remains uniform, what gives its singular nature to the product of the exercise of painting is precisely the intervention of that hand, inseparable from the intellectual activity in which it is itself immersed. The hand paints, therefore the hand thinks. Or to put it another way, the hands of the painter paint, while the hand of the painter thinks.
And here we have it that QUEJIDO, knowing this, starts to go over the successive painting-thoughts that have preceded him, finding himself confronted by what is probably his prime motive for painting. Perhaps he just wanted to paint, but when he did so, he found himself painting thoughts, and then went on to thinking painting, as so many others that QUEJIDO tirelessly enumerates have done in their way, composing a history of thought where all those who are named in it are
painters: painters painted as thoughts and indistinctly painters thought as “paintments.” For with the passage of time, a backstep to that of painting, long after CÉZANNE coined the formula of “thinking in paint,” QUEJIDO will come here in front of us to condense that intertwining of pintar (paint) and pensar (think) into a single line, which he sets out himself in a highly significant way, P I E N T S AR, even to be read with all of its letters in some of his works (pp. 96–97).
A Hand of Paint
The hand of the painter thinks. It thinks painting. Aren’t we taking things a little too far? If we were going to privilege an organ, wouldn’t the eye be more worthy of this intellectual recognition than the hand? Let us focus, however, on a remarkable circumstance: the eye perceives what the painted picture shows. Thus, for example, the eye looks toward the picture (of QUEJIDO) and in a glance, without trying to be in the least exhaustive:
— [the eye] forms an idea of what this or that picture means, of its message (for example, the painting that inverts places and values to cover the exterior and the interior of the exterior of a can of paint with its layer of paint);
— [the eye] understands what its figures represent (a naiad, some bathers, a painter, etc., each in its own way);
— [the eye] registers that its colors form a code (being mixed together so that their combination will signal the presence of a certain number of painters, including QUEJIDO himself);
— [the eye] poses itself questions about the different and very varied supports of paint: walls, doors, canvases (canvases-withinthe-canvas, painted white inside the picture in readiness to be painted), reflections in a mirror, thresholds, crossings of light and shadow, successive and superimposed planes, all of which are the protagonists of the works, more even than the animate or inanimate beings who occupy them. Distance enables the appearance of interiors or exteriors where a strange game of lines, planes, forms, and colors is played, often within a fraught calm, restless reflections at the back of a mirror, blurs that are still more significant than if what is affected by them had been shown clearly.
[the eye], finally, at the peak of abstraction of which it is capable, sees how deployed on the canvas is that single surface containing a dimension that is impossible for it (the illusory space of a series of planes arranged to form a strange and apparently three-dimensional cube, actually two-dimensional but conceptually and geometrically one-dimensional, with a name of its own: Moebius Q-vista).
All this is unearthed, it seems to us, by an intellectual eye equipped with a perspicacity capable of recognizing something common to so many very different pictures. That commonality which runs through the pictures identified as by… (for example, QUEJIDO) is generally called the hand of the painter. More intuitive than reflexive or reflected, it is here that the trademark of the painted resides, its signature beyond its name. That “hand” which carries its stamp is seen. It forms part of what at first sight is alien to vision, yet the eye sees it unerringly. But just when it seems we are about to proclaim the kingdom of the eye, the roles are suddenly reversed: it is not the eye that rules over the hand and makes it visible, but the other way around. It is the hand that imposes itself on the eye, directs it toward it, and, through its stamp visibly imprinted on the canvas, really looks outward, this time from the pure painted surface. It is not that the painter’s hand can be seen, it is that it demands to be seen, capturing the gaze and dominating it. The painter’s hand expands alongside it, saying or dictating what has to be seen. A hand, the painter’s hand, that speaks in its language to an eye that understands it? No, not a hand that speaks, but a hand that through its own solely pictorial means thinks and leaves its thought in the transparency it has managed to create and place in front of us, the viewers.
The first distorting element in an understanding of what is “happening” to the painting is, in my view, the supposition that it expresses itself as a class of “speech,” and that to discern what it is proposing, it is therefore necessary to receive its message, to listen to it—even with the eye, as Paul Claudel suggested—and to decipher it in the manner of a written text, a kind of writing. However, the existence of a hand that thinks, which—as QUEJIDO has said so many times—is not that of the painter but that of painting itself, brings with it a problem that goes further than that of its will to express and express itself, to allow itself to be “read” or offer itself up for “interpretation.” Watching it maneuver on and from the canvas, we are witnesses to something perfectly unreadable and inexpressible that
comes with it, open nonetheless to the (old) paradox of the (im)possibility of reading the unreadable or expressing the inexpressible.
As long as it is only expressive, that hand moves in the realm of language and its meaning. When it attends to the inexpressive of which it is a vehicle, it automatically situates itself outside the domain of a linguistic code, and so overflows the clichéd concept of painting as a language spoken with the purpose of being deciphered by somebody. In passing, it is enriched by that lost possibility. The hand of painting, liberated from the obligation to be ultimately expressive, imposes and self-imposes: it imposes as an imposing figure imposes, it imposes as a desire to command and give orders, and it imposes itself as an affirmation of its autonomous existence. Painting responds to the hand that thinks.
Painting as a work of thought will have been one of the essential contributions of QUEJIDO and his kind (those whom he has himself figured as “PENSAMIENTOS,” or “THOUGHTS,” pp. 100–101), since thinking is obviously not the same as expressing, and has to do first with respect for a prior demand for congruence, for moving in a space of coincidence, reciprocity, and community. Present in its action, but unexpressed and inexpressive. When the thinker and the painter set about thinking, what will they do to make the inexpressible appear, not as something expressed but as something inexpressive in its very inexpressivity? For now, the answer we presage is that the painter, thinking of painting, imposing his imposing hand and setting the visible in order, comes to create—as VELÁZQUEZ argued in defense of his full right to wear his Cross—comes to create, we repeat, a work of thought.
The inexpressible that painting cannot cease to carry with it creates a zone of unexpressed dilatation of painting. On the basis of that zone, a priori impossible to situate, one reaches an understanding of painting’s “expanded” field. We shall run the risk of pointing out the way in which QUEJIDO—thinking of painting—has himself envisaged this zone of expansion or dilatation of painting, when this di-latation becomes in his hands both dis-latation and de-latation, meaning when painting not only dilates, broadening its expressive side, but also dislates, producing schizoid nonsense that shatters it and leads it toward the inexpressible, while at the same time it delates—a particular modus operandi of QUEJIDO’s—when it leaves its side and the painted is now only the can ( lata ) of paint itself, its explicit container, and where the painting is painted by painting itself on the exterior of that can of paint. An operation full of significance, it nevertheless permits an allusion to the
ironic source of the act of painting—in fact inexpressible—and a proposal for a finish that threatens to cover it all in a single gesture of appropriation and exhibition, also inexpressible in its turn. Dis- and de-lated painting simultaneously shows all the expressible and the insuperable limit of the inexpressible.
We can bet that the series of La pintura (Painting) concerns (or unconcerns) itself with exactly the same paradox as the Anstrich series: that of letting something inexpressible be seen precisely in the way it continues to be strictly unexpressed and inexpressible.
The Web of Painting
Behind the hand, behind that instrument trained for better or worse to follow the orders of the painter’s soul, there would then be another hand, at first sight invisible, but destined above all to be what anyone sees, and ultimately to be all that is seen. Occupying all that is visible, it is preoccupied with being a tireless organ of expression and ceases to occupy itself when it is forced to confront the endless task of attaining the inexpressible. This hyperbolic “painter’s hand” is what we generally call—never pejoratively—the painter’s maniera . With it, there comes onto the canvas something that appears by disappearing and disappears by appearing: PAINTING.
Having reached this point, it is the moment to enter QUEJIDO, provided that we understand that in his pictures, QUEJIDO—as we saw in the “V-Q connection”—is rather the one who comes out, the one he turns out (to be) after painting has entered him like a demonic possession. Lightly armed with a brush, he advances with the unrelinquishable outline of a doubt or a question and the intention of embarking on an adventure that will have no spectators (it will happen off camera), always surrounded by an intriguing calm (before? after? inside? outside?), distributing planes of color wisely administered (and where so many things are read!). And from there he returns, abandoning the picture he leaves behind, more deprived, more absent, poorer and more dispossessed than when he entered, perhaps without the slightest recollection of what happened in there, but preserving the prodigious memory he transmits that something decisive happened there for what has come out to be precisely what is called PAINTING. He is thus laden with it, and so laden with what is loaded onto him by being, and among other things by being
a painter, for now, after that decisive transit where painting has cast off the painter, he has been transmuted solely into “the hand of painting.”
QUEJIDO, fully aware of what is being woven in this entering and exiting or remaining inside and outside, appears to have resorted to various formulae in order to represent it. Among them, the first, the simplest, and the most effective has been to include in his pictures the schematic figure of a man or woman passing between the planes, or even penetrating them, remaining half inside and half outside them. Their passage hardly allows a distance to be established that will distinguish them, while there would be no chance without it for any depth to open up, and neither, of course, would there be any space for the limited movement of the figure within the distance represented. And then, after so many games with the plane, QUEJIDO has unexpectedly found himself obliged to introduce a hand (!) into these scenes endowed with such a parsimonious “absence of distance.” Let us see it as it insistently appears in the series Los pintores (The Painters) (p. 99).
It is not just any hand, but the relief of a hand impregnated with paint that seems to be both the remnant of an exterior contact left as a trace and a sticky hand protruding outward, its palm turned toward the viewer, with the intention of resting on the invisible distance—or on the non-distance—separating the interior of the picture from its always invisible outer membrane. A trace suggesting the painter’s signature? A sign of his power or authority? This is not credible. Here we seem to be confronted by a purely pictorial decision taken within the field of what it would mean to “think in paint,” and whose object is to answer the question of who is able to think in paint, and who the subject of such thought would be, in order to give the same constant reply: the hand of the painter (which is the hand of painting itself).
That hand is there to allow us to dream. In the first place, it perhaps lets us dream of the initial steps taken by painting when the walls of caves played host to positive or negative handprints among their first guests, marks that refuse to tell us what their function or purpose was. Since that remote time, in any case, the hand has always been involved in one way or another, and whenever a painter has painted a hand, he has always made it into a signifier endowed with the absolute power to mean something. In any picture of QUEJIDO’s series Los pintores, that hand is to be found inside a subtle “sleight of hand.” There, anyone can recognize scenarios previously created by QUEJIDO—“PAINTING,” “THE CAN OF PAINT,” or “ANSTRICH”—and that set of planes through which a kind of phantom
figure passes and interferes with them, perhaps the personification of the mysterious “UMZUG”: the movement of removal that visits so many pictures of his recent years, and which is perhaps the incarnation in its turn of the gesture of resistance that his painting has finally become.
We are without doubt permitted to examine the way each figure uses its hands:
The hands of the painters (man and woman) of walls and partitions, which hold a house painter’s brush that is always in contact with the plane/wall they have made palpable, and behind which, when their job is done, they will make themselves disappear.
— The hand of who is painting (where what is painted is the painting), which this time holds the artist’s paintbrush and carefully delineates the painted scene, and at whose contact everything seems to have been suspended at the instant it was produced. This time, the hand is that of the appearance of what we can unequivocally say is the occurrence of painting inside the picture.
— In the third place, however, we have the hand of the schematic figure, the inhabitant of the “umzug” (the “removal”) which has continued to occupy QUEJIDO to this day, a kind of alien foreign to this world. A larger figure than the rest, it places its foot in this version— itself flat—in front of all the planes, appearing even to want to leave the painted surface composed of straight lines that frame it on a flat but not necessarily still surface, where it is quite easily possible to distinguish, like a chain of polygons, head, arms, trunk, legs, and feet (to indicate the direction of travel, when there is one), but in its first appearances, no hands. And yet here, in this evolved figuration, we now have an imposed and superimposed hand (or two in some versions) that is completely different in every way to any other component of the other figures. Unlike the others, this hand has relief, projection, and weight. It is prominent, but is joined to the painted surface in such a particular way that it might serve purposely as a signal of the presence of the outside of the painting in the picture.
A triple presence—interlocked—of PAINT in the picture (of QUEJIDO):
Presence of paint given by the open possibility that the whole thing will disappear inside the picture, submerged completely behind a single plane of color. Presence of paint as the real menace
of submerging everything in its flattening presence: series of La lata de la pintura (The Can of Paint).
— Explicit presence of paint when represented on the canvas is the “act” of painting itself understood as an inside created to hold the gesture of the hand that holds and guides the brush, through which painting is painted, thus affirming itself in its own presence: series of La pintura.
— Living presence of paint through the ostension of an open hand bathed in paint, which is not only shown to the viewer but suggests its provenance through the superimposition on the canvas of a separate living hand, which has left its exact trace there. The trace of its intuited presence: series of Los pintores.
No Distance: No Measure
Painting turns the painter into a hand through which it paints itself. In its painting (itself), the painter—the hand of the painter—has had to erase himself, ceasing to be the one who paints. He paints the paint painting itself and thereby, in its presence, he unpaints himself, losing himself at that instant in the imperceptible distance between the painted paint and the painting paint. The painting of the paint is meanwhile opened up to its own happening as painting, winning itself a place that will allow it to be—and to be only painting, painting that paints and paints itself (on its own). During this transit, there will even be a happy moment when the paint, still fresh, indeed paints itself, meaning that it declares itself painted and at the same time says “wet paint.” From then on, the paint fixes itself in painting, dries, and is retained on the painted surface. Now converted completely into the “painter’s hand,” it becomes a painting presence—in another way. With so many twists and turns, has the painting at last finished its adventure? In this exercise that might complete the action of setting his hands to work, the painter (that is, the hand of painting) finds his labor interrupted and allows himself to be invaded by a purposelessness (a de-working or un-working) that prevents him from continuing the work, leaving it in suspense and confiscating its action from him. At that moment, he remains seated with his hands clasped.
With hands clasped, the painter prepares to P I E N T S AR, painting/ thinking not the signifying distance, as he has done up to now, but the insignificance of painting. The pitcher has gone so often to the fountain
of signification, pushing its luck, that it must finally come up against the insignificance into which the whole journey inevitably sinks: the insignificance of painting, or the immersion in the lack of distance that finally draws the paint into becoming painting. For we have seen that this whole journey from paint to painting has been filling with significance, but that this same occurrence has not been exhausted in the significance it has acquired. There remains the most difficult “step,” which, once taken, would leave it fully in the insignificance of the “un-working” it sought without realizing it. In order to find itself? No, always in order to lose itself, to lose its purposelessness in a never-ending endlessness.
And here we shall find a second devilish technique, one we referred to earlier as a new formula that resolves the problem of what is plotted in painting with an entrance and exit whose performer remains indistinctly both inside and outside. In this respect, we cannot help being amazed by QUEJIDO’s extraordinary Moebius Q-vista, with which we, without knowing how, would like to finish.
In a single stroke, the Moebius Q-vista is an answer to (at least) three problems that QUEJIDO’s painting has raised:
— that of the single surface recovered and rethought (painting that is all surface without depth or with a minimum diminishing volume);
— that of the beginning (that is a happening that never stops happening) and the finish (endlessness that ends what never reaches its end);
— that of the inside and the outside (which is the obverse and reverse and the top and bottom that become mingled and indistinguishable).
All this is resolved by penetrating the Moebius dimension, where there is a forward movement that retrieves the behind at every step (or a backward movement forward and vice versa: an endless pursuit of distanceless distance); in other words, an advance with no front and no back, which is what the singular Moebius dimension, retrieved in the “Moebius cube” or Moebius Q-vista, consists of.
On the one hand, the replacement of the strip by the cube has given an architectural gravity to what, when it was just a “strip,” floated in a vacuum with no ground or sky, destined in its in-between state to be simply the torsion of its own surface. By contrast, the “cube” of eleven
(or more) sides—which nevertheless have and do not have “another side”—forms a single surface that always maintains an invisible base on which the entire construct rests, providing a support for what was in principle unsupportable.
The extraordinary invention of this “Moebius cube” or Moebius Q-vista has perhaps not been given its due value. Without claiming to exhaust it, we note that at first sight it is a volume, an architectural space that even allows us to imagine a strange dwelling with its rooms in separate (very airy) spaces. In this volume, however, we know that when we apply a geometric gaze, both the floor and the walls form a single endless surface. Its walls could even be painted to produce the illusion that there is something like a front and a back, where in each case the other side of the floor or wall is of a different color. As we drag ourselves over the continuum of its surface, however, what will happen, without our knowing how, is that we unexpectedly find ourselves continuing our progress uninterruptedly over the surface in the other color.
Within the geometric space of the Moebius Q-vista, it is possible to move—and in fact one must—because the Moebius condition is only achieved by displacement. When still, unilaterality cannot in any way be perceived as a characteristic property of the Moebius object. In moving over its surface, the figure adhering to it walks, climbs, descends, slips, clings so as not to fall—out? Yes, of course, but moving over an outside that lacks an inside, forced not to remain, not to stand still, not to stop, not to arrive at the finishing line: not to finish (having always already finished, like the hypothesis of the Eternal Return).
Everything around is perhaps a bottomless abyss, but forward or backward, in the infinite that awaits or precedes the figure, its steps into the infinite will have lost their previous or subsequent state forever. Always stuck to a surface it never abandons, the figure tirelessly ascertains that this surface is inexhaustible, never reaching a limit that allows it to say it has reached the end. It is all, then, nothing but geometry, the only thing that can provide us with the idea of an even more vertiginous infinity than the bottomless abyss over which its movement is traced. The only thing? Is there anything that resembles this? Yes, because for the brush (or the palette knife etc.) that penetrates the space of the painting, we know too that the front and the back, the inside and the outside are also undone. For the happening of painting, as for the Moebius Q-vista, there is no longer an entrance and an exit. There is no beginning or end for a task that was never able to start nor can ever finish.
Now we are near the end. What is the figure in (in?) the Moebius Q-vista doing confronting the prospect of the interminable? What the figures painted by QUEJIDO always do in their strange stillness: becoming a figure of thought. So that QUEJIDO can, in the end, P I E N T S AR; that is, the endless. This is stated by the very picture that dictates the fin, the end: “AL PINTAR PONERLE FIN, LA PINTURA TIENE UN FINAL SIN FIN” (PUT AN END TO PAINTING, PAINTING HAS AN ENDLESS ENDING). Let us say it now with an imperative formula: “Let there be no end where the end reigns,” which means that where painting has put an end, it has even painted the end that it has thought itself. In its own gesture—which seemed to say “stop painting”—it has continued to paint and to invite to paint, knowing that installed there is the endlessness it tried itself to erase.
That is why we have approached the picture that says FIN (p. 208). We see it and do not see it, we read it and do not read it. However, to think it better, we take a mirror with us, we look through it and we are astonished.
There we have it: “sit” (let [it] be / [it] is]. And we cannot help but RE-IR (laugh/re-go).
AUTOBIOGRAFÍA DE LA PINTURA.
LOS ESQUEMAS DE MANOLO QUEJIDO, O LA (PROPIA) HISTORIA COMO UNA CONTINUA MAQUINACIÓN
Pablo Allepuz García
1970
En el catálogo de la exposición Una poesía para ver y una pintura para leer, celebrada en Pamplona a mediados de 1970, Ignacio Gómez de Liaño introdujo las propuestas estéticas de Manolo Quejido y Herminio Molero. Del mismo modo que poco antes había definido el trabajo del poeta como aquel que inventa los medios para crear el mundo1, en esta ocasión afirmaba que “la tarea del artista visual se cifra en un atrevimiento, en atreverse a ver y a presentar las cosas de manera diferente a la acostumbrada”2. Dentro del contexto de la escritura experimental en el tardofranquismo, la declaración entroncaba con la dificultosa recuperación de las vanguardias de preguerra y con la interpretación transversal que Problemática 63 hacía de la tradición modernista. Además, como compañeros que habían sido los tres en la posterior Cooperativa de Producción Artística y Artesana, esa genealogía compartida establecía los fundamentos de la poesía concreta como marco de comprensión para las obras seleccionadas, que según él se caracterizaban por escapar respectivamente del cuadro y del poema. Aunque no entrara dentro de los planes iniciales de Gómez de Liaño, ese “hacer visibles las cosas, honda y revulsiva y radicalmente” acabaría trasladándose al ámbito de la construcción de la imagen biográfica: no se trataba tan solo de renovar las formas poéticas o plásticas, sino también de asumir la responsabilidad sobre los relatos a través de los cuales esas nuevas formas eran comunicadas.
Ante el desmantelamiento del sistema de exposiciones nacionales de bellas artes y el descrédito de las representaciones españolas en
1 Ignacio Gómez de Liaño, “Abandonner l’écriture”, en Revue OU - Cinquième Saison, nº 34-35, Sceaux, febrero de 1969.
2 Ignacio Gómez de Liaño, “Atreverse a ver, o la fábula de Eco y Narciso”, en Una poesía para ver y una pintura para leer, Pamplona, Caja de Ahorros de Navarra, 1970, s.p. [cat. exp.].
certámenes internacionales, muchos jóvenes de la España desarrollista encontraron en los centros de arte locales, galerías privadas o espacios autogestionados una alternativa a la medida de sus necesidades. Al quedar al margen de la oficialidad y organizarse a menudo en torno a redes afectivas, la precariedad material se compensaba con un grado considerablemente más alto de libertad creativa. Las publicaciones de estos eventos minoritarios suponían un territorio poco explorado para la experimentación y se convirtieron pronto en una extensión de las salas donde se exhibían físicamente las obras. Desde este punto de vista, diseñar el catálogo significaba diseñar la propia trayectoria o, lo que es lo mismo, controlar el discurso en un campo cultural cada vez más heterogéneo.
El citado catálogo de 1970 es un buen testimonio de los comienzos de ese proceso, y la comparación entre las estrategias de uno y otro artista refleja distintos esfuerzos por reordenar el binomio de palabra e imagen, de arte y vida. Confirmando y ampliando la sugerencia de los títulos de sus obras, Herminio Molero opta por una forma biográfica casi novelesca —con reminiscencias de la literatura del momento— que le permite imbricar la vivencia con la creación: cuenta que en la adolescencia se enroló en varias pandillas de gamberros juveniles, que admiraba tanto a los Beatles como le deslumbraban los Rolling Stones, que huyó de su casa camino a París para adentrarse en la bohemia o que su ilusión artística actual se centraba por completo en el espectáculo. Manolo Quejido, por aquel entonces inmerso en una reflexión teórico-práctica sobre el libro de artista, parecía estar buscando en cambio el modo de abandonar la escritura tradicional de la historia del arte a través de un cierto distanciamiento crítico. Evitando los tópicos recurrentes del genio que nace y no se hace, del niño prodigio que supera enseguida a su maestro o del descubrimiento de un estilo personal inconfundible, la (auto)biografía de Quejido incluida en el catálogo arranca así:
Sevilla 12-12-46 en los años 58, 59 y 60, entre once y trece años, intensa actividad creativa, volcada hacia la figura, paisaje y bodegón. exposición III Certamen de arte juvenil sevilla en el 61 y 62 mi cambio de residencia a madrid me hace escribir versos a sevilla y otras gentes. a finales del 63 decido comenzar la aventura de la naturaleza y la ciudad, todo me sale con mucho negro.
Sin solución de continuidad, coloca una entrada para cada uno de los años que restan hasta el presente, en un desplazamiento de lo narrativo a lo secuencial. El año 1964, por ejemplo, queda resumido con dos frases: “expresionismo figurativo. progresiva destrucción de la figura guiado por el automatismo gestual en busca de un ajuste anímico de la actividad inconsciente y el hecho pictórico”. Los siguientes, hasta el mismo 1970, repiten la estructura una y otra vez, incidiendo en las transformaciones conceptuales o plásticas de la obra y enumerando las exposiciones en las que había participado hasta entonces. A diferencia de Molero, Quejido limita drásticamente las referencias a su vida personal e incluso se resiste a utilizar la primera persona gramatical, no tanto para alcanzar una hipotética objetividad del discurso cuanto por diluir la autoridad asignada a la voz del autor. Entablando un paralelismo con las secuencias plásticas, la sustitución del modelo de la crónica por el modelo del anal descompone la unidad del texto —lineal, coherente, causal— en fragmentos sucesivos, cerrados en sí mismos. Fernando Carbonell vincularía las secuencias con las “formas epistemológicas mediante las que se sistematiza hoy la descripción científica de la realidad”3 y las catalogaría de “trabajo anti-retórico” 4, lo cual podría aplicarse perfectamente a su estrategia de autorrepresentación por cuanto no busca deleitar, persuadir ni conmover sino concentrar la máxima información con el mínimo de medios.
1975
En fecha tan temprana como 1975, el Centro de Arte M-11 de Sevilla acogía la primera exposición retrospectiva de Manolo Quejido. Junto a las contribuciones de Juan Manuel Bonet y Fernando Carbonell para el catálogo, Quejido disimula una autobiografía con el propósito declarado de partir de la enumeración de la obra para dar cuenta de las numerosas posiciones debatidas entre los lienzos La familia (1964) y
3 Fernando Carbonell, texto sin título, en manuel quejido, Córdoba, Galería Céspedes del Círculo de la Amistad de Córdoba, 1971 [cat. exp.].
4 Fernando Carbonell, texto sin título, en Momento. De la secuencia 1964-1974, Madrid, Galería Buades, 1974 [cat. exp.].
Estancias (1975)5. Con una prosa mucho más suelta que la anterior, incluso con alguna mención a su círculo íntimo, reconoce sus influencias tanto históricas —Velázquez, Goya, la Bauhaus— como nacionales Saura, Tàpies, Millares— o internacionales —Rauschenberg, Johns, Arman, Wesselmann—; recuerda lo “desaforadamente sentido” de sus primeras escaramuzas pictóricas, de las cuales destaca una serie de ceras, dos carpetas de dibujos a tinta, la incorporación de elementos extraños a la pintura o las primeras experiencias con la geometría; y marca el nacimiento de su hijo Hugo en 1970 como punto de inflexión hacia las series del “dodelirium”, las “levitaciones” o las “cinco risas”. En paralelo a estos proyectos, la preocupación por la estructura profunda, la ocultación por el signo o la codificación matemática de la obra le llevan al análisis de la distribución óptima de las formas sobre la superficie, prestando especial atención a sus movimientos internos. El texto termina con una interesante reflexión, que tiene que ver con la imposibilidad de clausurar el desafío autobiográfico: ha “intentado ‘narrar’ ordenadamente algo que en sí no se somete a disciplina”, pero hay ciertas cosas que no encajan y por lo tanto asume que “quedará siempre un resto”6.
Este catálogo adopta por primera vez una fórmula mixta de currículum que combina lo legible y lo visible, pues a su escrito añade un listado de exposiciones previas y otro de obra expuesta. La información que ofrece este segundo listado de tres páginas mecanografiadas, casi una tabla más bien, es prácticamente la misma del texto autobiográfico. En lugar de palabras, oraciones y párrafos, cinco columnas distribuyen el número de obra, el título, las medidas, la fecha y los materiales. Las filas comienzan por los dos grandes lienzos y agrupan el conjunto en cuatro bloques: obra de 1964 a 1967, a su vez con tres fases consecutivas; obra de 1968 a 1973, dividida entre “Blanco y negro” y “Color”; obra de 1974 a 1975, separada en “pinturas”, “poemas” y “carteles”; y, por último, el
5 Manuel Quejido, texto sin título, Manuel Quejido. 1964-1975, Sevilla, Centro de Arte M-11, 1975, pp. 1-5 (las páginas nº 5 de los textos de Quejido y Bonet están intercambiadas) [cat. exp.].
6 Merece la pena consultar los distintos ejemplares conservados en la Biblioteca y Centro de Documentación del Museo Reina Sofía. Uno de ellos, con la signatura Arch. M/Q 536, contiene interesantes subrayados y notas de Simón Marchán; otro, ubicado sin signatura particular en la caja 174 del Archivo Quico Rivas, destaca la frase “tendencia a historiarme” de Quejido, e incluye un largo comentario a mano sobre la política de partidos y las estructuras burguesas.
apartado de “restos” ya previsto en el texto introductorio. Ambos registros entrelazados se completan mutuamente: el cuadro sinóptico es base para —y resultado de— esa breve autobiografía en la misma medida que la breve autobiografía es base para —y resultado de— ese cuadro sinóptico.
Como demuestran los dos documentos de manera independiente, Quejido acumula en poco más de una década una variedad ingente de formatos, técnicas y referencias, que parte de la crítica aprovecha para comentar la exposición —irónica o maliciosamente— como más parecida a una colectiva que a una individual7. Más allá de esto, lo que demuestra la complementariedad de dichos documentos es que ese deliberado pluri-estilismo en permanente metamorfosis no puede explicarse simplemente con palabras, sino que requiere una determinada arquitectura para poder ser aprehendido en su plena complejidad. Un medio específico para un fin específico: con la tabla, Manolo Quejido construye un esquema visual donde obras, fechas y conceptos entran en relación para configurar una identidad artística múltiple, lo cual se aleja cada vez más de Herminio Molero, quien prefiere un esquema narrativo para sostener la multiplicidad de su identidad biográfica, compuesta por “un beatnik del año 66, un hipy [sic] del año 68, un místico del año 70, un gay del año 73, un revival del año 75 y el Molero del año 77”8.
1977
Estos esfuerzos desembocarían en el catálogo PorUSAndo de 1977, editado con motivo de la exposición homónima en la Galería Buades de Madrid y considerado por el propio Quejido como un despliegue de esquemas9. Uno de ellos, titulado “DA-TOS”, ocupa toda una página con hasta 32 líneas de texto, que sin embargo no se pueden leer porque
7 El propio Quejido vuelve a esas afirmaciones en textos y entrevistas. Véase por ejemplo una hoja titulada “ZEOREO / ESQUEMAS” en la caja 75 del Archivo Quico Rivas de la Biblioteca y Centro de Documentación del Museo Reina Sofía.
8 Carta de Herminio Molero citada por Iván López Munuera, “¿Qué hace a los años setenta tan diferentes, tan atractivos?”, en Los Esquizos de Madrid. Figuración madrileña de los 70, Madrid, Museo Reina Sofía, 2009, p. 33 [cat. exp.].
9 Biblioteca y Centro de Documentación del Museo Reina Sofía, Archivo Quico Rivas, Caja 75, texto mecanografiado de cuatro páginas titulado “EL ESQUEMA”; véase también, en el mismo lugar, el texto mecanografiado de cuatro páginas titulado “PINTURA ESPAÑOLA”.
están tapadas por brochazos verticales. En el reverso de la hoja, otro titulado “ES-QUEMA” ofrece un mosaico de casillas con años sucesivos y series de obras para articular una genealogía que parte de “tendencias”, pasa por “experiencias” y llega a “afirmación”. Junto a él, “LAS PINTURAS” distribuye 227 obras de El Taco por orden cronológico bajo los encabezados de “Triana”, “encarna” o “carne”, cada uno a su vez con tres temáticas distintas. El más ambicioso de ellos, a doble página justo en el centro de la publicación, yuxtapone El entierro del señor de Orgaz de El Greco, Las meninas de Velázquez, Los fusilamientos del tres de mayo de Goya, Las señoritas de Avignon de Picasso y el boceto de Sin palabras de Quejido, añadiendo debajo fechas y explicaciones casi totalmente ocultas por tinta negra. Sin ensayos explicativos ni una sola letra escrita a máquina, estas y otras composiciones artesanales evidencian la apuesta por la imagen y lo pictórico frente al texto y lo literario.
Buscando el “esquematismo productivo de sentido” en la plástica de Manolo Quejido, José Luis Brea desacredita los textos apodícticos, axiológicos o descriptivos sobre pintura porque “lo que los cuadros muestran no es algo que le cumpla al texto decir, sino al ojo contemplar”10. El propio Quejido, formado en las corrientes del espacialismo francés o la estética de la información alemana, afirma que lo que más le interesaba de la poesía visual era una “especie de corte cubista sobre el texto” que introdujera una dimensión “puramente espacial” en el poema11. Siguiendo esta lógica, o la del célebre diagrama de Cubism and Abstract Art del MoMA, el “ES-QUEMA” mantiene todavía un orden descendente, de lista escalonada, que permite entenderlo a la manera de una topografía o mapa conceptual: “un utillaje, un instrumento, una escalera que está quemando”12 .
10 José Luis Brea, “(Prólogo para madrileños: la teoría, en realidad)”, en Manuel Quejido. La pintura, en realidad, Madrid, Galería Central, abril-mayo de 1981, p. 5 [cat. exp.].
11 Biblioteca y Centro de Documentación del Museo Reina Sofía, Archivo Quico Rivas, Caja 75, texto mecanografiado de una sola página con el título de “POESÍA VISUAL”.
12 Biblioteca y Centro de Documentación del Museo Reina Sofía, Archivo Quico Rivas, Caja 75, texto mecanografiado de cuatro páginas con el título de “EL ESQUEMA”. Muchos de los documentos conservados en este archivo están rotos, duplicados y triplicados, escritos a mano y transcritos a máquina u ordenador, corregidos, tachados, subrayados y sobreescritos, favoreciendo lecturas múltiples de contenidos similares. En este caso, el texto mecanografiado que contiene esta cita aparece un par de veces sin ninguna marca y otro par de veces rodeado con bolígrafo de tinta roja y azul.
Desde este primer momento, el “ES-QUEMA” instaura una “articulación trinitaria” donde alfa (α) es la emoción mayor que la verdad, la experiencia interior de la diferencia, un “qué”, “un para mí”, el delirio del pensamiento; beta (β) es la acción mayor que la economía, la exterioridad abierta por el exterior, un “quién”, “un para ti”, el delirio del sujeto; y gamma (γ) es el pensamiento mayor que la racionalidad, la situación media entre uno y otro, un “dónde”, “un parar en no parar”, el delirio del lenguaje13. La tensión entre esos tres niveles es lo que proporciona el dialogismo dentro de cada uno de los periodos estipulados, y también el dinamismo para saltar de unos periodos a otros en un camino de ida y vuelta, o mejor dicho de bajada y subida.
1990
El juego de escalas entre biografía (del pintor) e historia (de la pintura), que no solo compartían espacio en el catálogo de PorUSAndo sino también claves de su estructura interna, desata en Quejido una intensa actividad en torno a lo que se conocería como la serie de los Pensamientos. En una trama con múltiples nodos, 24 pintores —o hasta 64 en versiones posteriores— son convocados a través de sendas flores del pensamiento, también llamadas violas tricolores, que se codifican según problemas teóricos, técnicos o estilísticos de cada autor y que ocupan un lugar determinado en relación con los demás. Pensar los Pensamientos implica también pensar el esquema, y viceversa: las conexiones entre los grandes maestros de la tradición europea, que avanzan en horizontal, en vertical y en diagonal, pero pueden también leerse anacrónicamente de adelante hacia atrás, modifican la concepción general del esquema. Es en este punto cuando se produce un cambio de plano y el esquema abandona la orientación de arriba abajo para expandirse lateralmente a la manera de los pensamientos, lo cual es tanto como decir a la manera de las secuencias; de hecho, el formato parece retomado de numerosos proyectos de las décadas de 1960 y 1970, en los que las invitaciones, las hojas de sala o los catálogos se
13 Íbid., este párrafo aparece rodeado con bolígrafo de tinta roja en una de sus versiones. Véase también Manolo Quejido, “ESQUEMA y una hoja de instrucciones para navegar por él”, en Manolo Quejido. 33 años en resistencia, Valencia, IVAM - Centre del Carme, 1997, pp. 104-105 [cat. exp.].
DE LA PINTURA
disponían en largas tiras de papel apaisado e incluso en algunos casos necesitaban desplegarse hacia uno y otro lado. La equivalencia entre el eje vertical y el horizontal reenvía a la intercambiabilidad entre sincronía y diacronía, operando por tanto como “una espacialidad que se desliza en el tiempo”.
Aparte de la omisión del problemático año 1963, que aparece y desaparece sucesivamente en los esquemas, el arranque del de 1990 se repite con pequeñas diferencias respecto a versiones anteriores: lo que antes eran “ceras”, “neodadá” y “geometría” ahora son “expresionismo”, “pop-dadá” y “geometría”; “siluetas”, “secuencias” y “deliriums” se mantienen intactos; lo que eran “series”, “levitaciones” y “mutaciones” se convierten en “levitaciones”, “mutaciones” y “risas”. La nueva organización aclara las conexiones entre contenidos mediante varias flechas que marcan los movimientos a lo largo y ancho del esquema, y enfatiza las continuidades, discontinuidades y solapamientos, por ejemplo extendiendo la casilla de “deliriums” en detrimento de la de las “risas”. Todo ello, además de cohesionarse internamente, pasa a conformar la primera parte —(α) “LA DIFICULTAD”— de un tríptico en marcha. La segunda —(β) “LA PINTURA”—, que aparece ya completamente formada, incluye los “lienzos”, “cartulinas” y “dibujos” expuestos en PorUSAndo; pasa por un Parto… con referencia a M(atisse), unos Reflejos con referencia a C(ézanne) o unas Náyades con referencia a P(icasso); y a través de Emaús, I Love Mallorca o La Danza desemboca en El Tabique. La tercera parte —(γ)— apenas se intuye como conclusión de lo anterior, pero queda apuntada hacia los años siguientes: cada mirada retrospectiva es también un acto de prospección.
1997
Las actuaciones sobre la estructura y el contenido del esquema son frenéticas durante la década de 1990, acaso porque esa tercera parte señalada con la letra gamma imponía un final que a la vez debía contemplar su propia continuación. En el estudio del artista existen varias versiones provisionales —si es que no todas lo son— de este posible final abierto, en los cuales la reproductibilidad del esquema se ha aprovechado para hacer un sinfín de probaturas: sobre distintas impresiones del mismo documento, Quejido anota a mano los nombres de nuevas series, oculta otras bajo una capa de típex, las cambia de
ubicación, pega recortes de papel, subdivide las casillas o las dibuja en forma de laberinto. En conjunto, estos palimpsestos revelan hasta qué punto la historia del esquema es también la historia de sus técnicas, de sus modos de hacer(se): según un bricolaje a base de ensayo y error, la imagen del artista se fabrica igual que se manipulan las obras de arte. El esquema tiende a multiplicar pliegues y repliegues en una tensión constante entre el exceso y la contención, por lo que tras agotar el espacio preestablecido se desborda fuera de sus propios límites. Al desarrollo habitual se suma en 1993 una banda superior con el nombre de “Alegoría de la Iluminación”, citando un largo rollo iniciático atribuido a Tenshō Shūbun. Miguel Cereceda utilizó este añadido para argumentar que Quejido plantea esquemáticamente la evolución de su pintura “en la forma de una vía ascendente de conciencia”, como si de un “camino de perfección” o un “proceso místico de purificación” se tratase14, lo cual asume un sentido teológico y teleológico que el esquema más bien pretende cuestionar. En una particular simetría, Quejido añade también una banda inferior, a su vez compuesta por dos partes: una con las historias paralelas de la tecnología, la filosofía y la pintura a lo largo de seis épocas de la humanidad; y otra con ampliaciones pormenorizadas de los conjuntos de obras Parto… , Reflejos y Gea, separadas del nivel central con el fin de no sobrecargarlo15. Gracias a estos apéndices, el esquema alcanza su mayor extensión espacial, temporal y conceptual.
Como sugieren unas intervenciones sobre el esquema conservadas en la Biblioteca y Centro de Documentación del Museo Reina Sofía, esta nueva articulación admite lecturas parciales que narran historias más complejas de la pintura de Quejido. La correspondencia entre distintos momentos de las tres bandas, el decalaje entre larga duración y coyuntura o la confrontación entre perspectivas macro- y micro- descartan la idea de una sola línea del tiempo en favor de una conjugación plural en presente continuo. Algunas versiones posteriores incorporarán la hexacromía derivada de los Pensamientos o el Moebius Q-vista, añadiendo nuevas capas de significado a lo ya consolidado, pero en adelante la tendencia irá encaminada sin duda hacia la reducción.
14 Miguel Cereceda, “Alegoría de la Ilustración”, en Alegoría de la Iluminación, Madrid, Galería & Ediciones Ginkgo, 1994.
15 Manolo Quejido, “ESQUEMA y una hoja de instrucciones para navegar por él”, en Manolo Quejido. 33 años en resistencia, óp. cit., pp. 104-105.
A lo largo de su dilatada trayectoria, Manolo Quejido ha elaborado más de una veintena de esquemas hasta componer un todo multidimensional con entidad propia, en lugar de una cronología simple basada en obras maestras como hitos definitorios. En ellos revisa, relaciona y sistematiza las transformaciones de su producción plástica, otorgándole y otorgándose un lugar concreto en la tradición de la pintura occidental. A pesar de las numerosas versiones publicadas en catálogos de exposiciones y otras tantas todavía inéditas, Quejido se refiere a todas ellas como el “esquema”, en singular, lo cual denota que no las considera realidades independientes sino, al contrario, un único artefacto que se va modificando con el tiempo sin perder la estructura original. Como si El pensamiento salvaje de Claude Lévi-Strauss se hubiera encontrado con El pensamiento visual de Rudolf Arnheim, el esquema subvierte y renueva el componente gráfico de lo auto-bio-gráfico, justo antes de que proliferaran las denominadas autobiografías visuales.
Con cada actualización, Quejido está tanteando —el gerundio es importante— formas de construcción biográfica más allá de la oposición entre palabra e imagen: inventa los medios para crear su propio mundo, como Gómez de Liaño exigía a los poetas; pero al mismo tiempo también se atreve a ver y a hacer ver de manera diferente a la acostumbrada, como Gómez de Liaño exigía a los artistas. El esquema, entendido como locus solus o lugar de memoria, escenifica la continua maquinación de la (propia) historia, que no se inscribe de una vez por todas sino que es permanentemente reescrita y sobreescrita. En este proceso, pasa también varias veces por las fases de alfa (α), beta (β) y gamma (γ): primero el expresionismo del texto año por año, más tarde el neo-dadá de los listados y finalmente la geometría de los esquemas. El último de estos comienza a principios de los 2000 y lleva el rótulo de “Condensador de la pintura”: tras la exuberancia de las versiones expansivas del esquema, Quejido sintetiza las principales aportaciones de las décadas previas y les devuelve un orden fácil de percibir a primera vista, casi a la manera de un enésimo testamento artístico final.
En línea con las reflexiones posestructuralistas o deconstruccionistas de Paul de Man o Jacques Derrida, José Luis Brea utilizó la pintura de Quejido como paradigma para aplicar las teorías de los actos de habla a las prácticas visuales. Desde este enfoque, lo que es propio del trabajo de Quejido, en la relación entre resultados y campos
predefinidos en los que se interviene, es que no se verifica en términos de representación, sino que su “objetivo principal es mostrar su genética, su dispositivo de producción”16. Exactamente ese es el propósito del esquema, y la razón por la cual resulta tan representativo —valga la paradoja— de la obra de Quejido: de manera análoga a la pintura que se pinta-piensa a sí misma, ese carácter autoproductivo del esquema, que va de la narratividad a la visualidad y de la visualidad a la narratividad, deviene tanto una autobiografía para ser vista como un autorretrato para ser leído. Aunque, como ya advirtió el mismo Quejido, quedará siempre un resto para nuevas revisiones y relecturas.
16 José Luis Brea, óp. cit., p. 12.
ES-QUEMA reproducido en el catálogo de la exposición PorUSAndo, celebrada en la Galería Buades, Madrid, octubre de 1977.
Esquema utilizado para explicar las relaciones hacia, con y desde ciertas obras. Esquema publicado en el catálogo de la exposición Manolo Quejido. La danza, celebrada en la sala de exposiciones de Banco Zaragozano, Zaragoza, mayo-junio de 1990.
Conjunto de siete intervenciones, probablemente de Quico Rivas, sobre un esquema de Manolo Quejido a mediados de la década de 1990.
Condensador de la pintura de Manolo Quejido, versión actualizada en 2022.
AUTOBIOGRAPHY OF PAINTING: THE SCHEMES OF MANOLO QUEJIDO, OR HISTORY (ITSELF) AS PERPETUAL SCHEMING
Pablo
Allepuz García 1970In the catalogue of the exhibition Una poesía para ver y una pintura para leer (A Poetry to See and a Painting to Read), held in Pamplona in the middle of 1970, Ignacio Gómez de Liaño introduced the aesthetic proposals of Manolo Quejido and Herminio Molero. Just as he had shortly before defined the work of the poet as one who invents the means to create the world,1 he asserted on this occasion that “the task of the visual artist takes the form of an act of boldness, of daring to see and present things in a way different to the customary.”
2 Within the context of experimental writing in the late Francoist period, this assertion connected with the laborious reinstatement of the prewar avant-gardes and with the transversal interpretation made by Problemática 63 of the modernist tradition. Moreover, as all three had together been members of the later Cooperativa de Producción Artística y Artesana, this shared genealogy established the bases of concrete poetry as a framework of understanding for the selected works, which he saw as characterized by escaping respectively from the picture and the poem. Although it did not form part of Gómez de Liaño’s initial plans, that “making things visible, deeply and overpoweringly and radically” would eventually be transferred to the field of the construction of the biographical image. It was not a question only of renewing poetic or plastic forms, but also of assuming responsibility for the narratives through which those new forms were communicated.
In the face of the dismantling of the national system of fine arts exhibitions and the disparagement of Spanish representation at international art fairs, many young people in developmentalist Spain found in local art
1 Ignacio Gómez de Liaño, “Abandonner l’écriture,” Revue OU – Cinquième Saison (Sceaux), nos. 34–35 (February 1969).
2 Ignacio Gómez de Liaño, “Atreverse a ver, o la fábula de Eco y Narciso,” in Una poesía para ver y una pintura para leer, exh. cat. Sala de Cultura de la Caja de Ahorros de Navarra (Pamplona: Caja de Ahorros de Navarra, 1970), n.p.
centers, private galleries, or artist-run spaces a necessary alternative. In remaining separate from officialdom and often organizing themselves through networks of personal relations, their material poverty was compensated by a considerably higher degree of creative freedom. The publications of these minority events offered a relatively unexplored territory for experimentation, and they soon became an extension of the galleries where the works were physically exhibited. From this point of view, designing the catalogue meant designing an artistic career, which amounted to controlling the discourse in an increasingly heterogeneous cultural field.
The aforementioned 1970 catalogue is a good example of the beginnings of this process, and a comparison of the strategies of the two artists reflects different attempts to reorganize the binary pairings of word and image, and of art and life. Confirming and broadening the suggestions in the titles of his works, Herminio Molero opts for an almost novelesque biographical form—with reminiscences of the literature of the time—that allows him to imbricate lived experience with creation. He relates that in his adolescence he joined several gangs of teenage hoodlums who admired the Beatles and were dazzled by the Rolling Stones, that he fled his home for Paris and the bohemian lifestyle, and that his current artistic ambitions are centered completely on the performing arts. Manolo Quejido, then immersed in theoretical and practical reflection on the artist’s book, seems on the other hand to be looking for a way to abandon the traditional writing of art history through a certain critical distance. Avoiding the recurrent clichés of the genius who is born and not made, of the child prodigy who immediately surpasses his master, or of the discovery of an unmistakable personal style, the (auto)biography of Quejido included in the catalogue begins as follows:
Seville 12/12/46 in the years 58, 59, and 60, intense creative activity, poured out toward the figure, landscape, and still life. exhibition Third Youth Art Competition seville in 61 and 62 my move to madrid makes me write verses to seville and other peoples, at the end of 63 I decide to begin the adventure of nature and the city, everything I do comes out with a lot of black.
Without a break, he places an entry for each of the remaining years up to the present, in a displacement from the narrative to the sequential. The year 1964, for example, is summed up in two phrases: “figurative expressionism. progressive destruction of the figure guided by gestural
automatism in search of an emotional adjustment of unconscious activity and the act of painting.” The following years, up to 1970 itself, repeat the structure again and again, focusing on the conceptual or plastic transformations of the work and enumerating the exhibitions in which he had taken part until then. Unlike Molero, Quejido drastically restricts references to his personal life, and even avoids using the grammatical first person, not so much in order to attain a hypothetical discursive objectivity as to dilute the authority attributed to the authorial voice. Establishing a parallelism with the plastic sequences, the replacement of the model of the chronicle by the model of the annal decomposes the unity of the text—linear, coherent, causal—into successive enclosed fragments. Fernando Carbonell was to relate the sequences to the “epistemological forms whereby the scientific description of reality is systematized today,”3 and classified them as “anti-rhetorical work,”4 something that could perfectly well apply to his strategy of self-representation in that it does not seek to delight, persuade, or move, but to concentrate a maximum of information in a minimum of means.
1975
At a date as early as 1975, the Centro de Arte M-11 in Seville hosted the first retrospective exhibition on Manolo Quejido. Alongside contributions to the catalogue by Juan Manuel Bonet and Fernando Carbonell, Quejido conceals an autobiography behind his stated purpose of using the list of works to give an account of the numerous debates he had engaged in between the paintings La familia (The Family, 1964) and Estancias (Sojourns, 1975).5 With much more flowing prose than in the previous text, including even an occasional mention of his intimate circle, he recognizes his influences, not only historical (Velázquez, Goya, the Bauhaus) but also national (Saura, Tàpies, Millares) and international (Rauschenberg, Johns, Arman, Wesselmann). He recalls the “boundless sentiment” of his first
3 Fernando Carbonell, untitled text, in manuel quejido, exh. cat. Galería Céspedes del Círculo de la Amistad de Córdoba (Córdoba: Galería Céspedes, 1971).
4 Fernando Carbonell, untitled text, in Momento. De la secuencia 1964–1974, exh. cat. Galería Buades (Madrid: Galería Buades, 1974).
5 Manuel Quejido, untitled text, in Manuel Quejido. 1964–1975, exh. cat. Centro de Arte M-11(Seville: Centro de Arte M-11, 1975), 1–5 (pages number 5 of Quejido’s and Bonet’s texts are interchanged).
pictorial skirmishes, from which he singles out a series of waxes, two portfolios of ink drawings, the incorporation of foreign elements to painting, and his first experiments with geometry, and he signals the birth of his son Hugo in 1970 as the tipping point leading to the series of the “dodelirium,” the “levitations,” and the “five laughs.” Running parallel to these projects, his concern with deep structure, concealment by the sign, and the mathematical codification of the work lead to an analysis of the optimum distribution of the forms on the surface, paying special attention to their internal movements. The text ends with an interesting reflection related to the impossibility of bringing the autobiographical challenge to a close: he has “tried to present an orderly ‘narration’ of something that does not in itself submit to discipline,” but there are certain things that do not fit in, and so he accepts that “there will always be a remainder.”6
For the first time, this catalogue adopts a mixed formula for the curriculum vitae that combines the legible and the visible, since added to the written account is a list of previous exhibitions and another of work shown. The information on this second list—a table, almost—of three typewritten pages is practically the same as that given in the autobiographical text. Instead of words, sentences, and paragraphs, five columns distribute the number of the work, the title, the measurements, the date, and the materials. The rows begin with the two large canvases and group the work overall into four blocs: 1964 to 1967, with three consecutive phases in its turn; 1968 to 1973, divided into “Black and White” and “Color”; 1974 to 1975, separated into “paintings,” “poems” and “posters”; and finally, the section for the “remainder,” as anticipated in the introductory text. The two records interlace and mutually complete each other. The synoptic table is the basis for—and the result of—that brief autobiography in the same measure as the brief autobiography is the basis for—and result of—that synoptic table.
As both documents show independently of each other, Quejido accumulates a vast variety of formats, techniques, and references in little over a decade, a fact seized upon by some critics to remark ironically or
6 Ibid. It is worth consulting the different copies preserved in the Library and Documentation Centre of the Museo Reina Sofía. One of them, with the catalogue number Arch. M/Q 536, contains interesting underlinings and annotations by Simón Merchán. Another, included without its own catalogue number in Box 174 of the Archivo Quico Rivas, highlights Quejido’s phrase “tendency to history myself,” and includes a long handwritten commentary on party politics and bourgeois structures.
maliciously that the show resembled a collective rather than a solo exhibition.7 Besides this, what the complementarity of the two documents shows is that this deliberate stylistic plurality in constant metamorphosis cannot be explained simply with words, but requires a certain architecture if it is to be apprehended in its full complexity. A specific means with a specific end: with the table, Manolo Quejido constructs a visual scheme where works, dates, and concepts enter into relationship to configure a multiple artistic identity. This distances him further and further from Herminio Molero, who prefers a narrative scheme to sustain the multiplicity of his biographical identity, made up of “a beatnik of ’66, a hipy [sic] of ’68, a mystic of ’70, a gay of ’73, a revival of ’75, and the Molero of ’77.”8
1977
Out of these efforts came the 1977 catalogue PorUSAndo (Walking Through the USA), published for the exhibition of the same name at the Galería Buades in Madrid, and regarded by Quejido himself as a deployment of schemes.9 One of them, entitled “DA-TOS” (“DA-TA,” or, literally, “GIVES-COUGH”), occupies a whole page with thirty-two lines of text, but they cannot be read because they are hidden by vertical brushstrokes. On the back of the sheet, another scheme entitled “ESQUEMA” (“SCHEME,” or, literally, “IS-BURNS”) shows a mosaic of boxes with successive years and series of works to articulate a genealogy starting with “tendencies,” passing through “experiences,” and finally reaching “affirmation.” Next to it, “LAS PINTURAS” (“THE PAINTINGS”) distributes 227 works from El Taco in chronological order under the headings “Triana,” “encarna” (“incarnates”), or “carne” (“flesh”), each
7 Quejido himself returns to those assertions in texts and interviews. See, for example, a sheet with the title “ZEOREO / ESQUEMAS” in Box 75 of the Archivo Quico Rivas in the Library and Documentation Centre of the Museo Reina Sofía.
8 Letter from Herminio Molero, quoted by Iván López Munuera, “¿Qué hace a los años setenta tan diferentes, tan atractivos?,” in Los Esquizos de Madrid. Figuración madrileña de los 70, exh. cat. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (Madrid: MNCARS, 2009), 33.
9 Library and Documentation Centre of the Museo Reina Sofía, Archivo Quico Rivas, Box 75, four pages of typed text entitled “EL ESQUEMA” (“THE SCHEME”). In the same location, see also the four pages of typed text entitled “PINTURA ESPAÑOLA” (“SPANISH PAINTING”).
in its turn with three different themes. The most ambitious of them, a double-page spread in the center of the publication, juxtaposes El Greco’s Burial of the Count of Orgaz, Velázquez’s Las Meninas, Goya’s Third of May, 1808, Picasso’s Les Demoiselles d’Avignon, and Quejido’s sketch for Sin palabras (Without Words), and underneath adds dates and explanations that are almost completely hidden by black ink. With no explanatory essays and not a single letter written on a typewriter, these and other artisanal compositions evidence a primacy of the pictorial image over the literary text.
Seeking the “productive schematism of sense” in the visual art of Manolo Quejido, José Luis Brea dismisses apodictic, axiological, or descriptive texts on painting because “what pictures show is not something it behooves the text to say, but the eye to contemplate.”10 Quejido himself, formed in the trends of French spatialism or the German aesthetics of information, asserts that what most interested him about visual poetry was a “sort of Cubist cut on the text” that would introduce a “purely spatial” dimension to the poem.11 Within this logic, or that of the celebrated diagram of Cubism and Abstract Art of the MoMA, the “ES-QUEMA” still maintains the descending order of a list, allowing it to be understood in the manner of a topography or concep-
tual map: “a tool, an instrument, a ladder that is burning.”
12
From this first moment, the “ES-QUEMA” establishes a “trinitarian articulation” where alpha (α) is the emotion greater than truth, the inner experience of difference, a “what,” “a for me,” the delirium of thought; beta (β) is the action greater than economy, the exteriority opened on the outside, a “who,” “a for you,” the delirium of the subject; and gamma (γ) is the thought greater than rationality, the midpoint between one and
10 José Luis Brea, “(Prólogo para madrileños: la teoría, en realidad),” in Manuel Quejido. La pintura, en realidad, exh. cat. Galería Central (Madrid: Galería Central, 1981), 5
11 Library and Documentation Centre of the Museo Reina Sofía, Archivo Quico Rivas, Box 75, single page of typewritten text with the title “POESÍA VISUAL” (“VISUAL POETRY”).
12 Library and Documentation Centre of the Museo Reina Sofía, Archivo Quico Rivas, Box 75, four pages of typewritten text with the title “EL ESQUEMA.” Many of the documents preserved in this archive are torn, duplicated or triplicated, handwritten and transcribed with a typewriter or computer, corrected, crossed out, underlined, and overwritten, favoring multiple readings of similar contents. In this case, the typewritten text containing this quotation appears a couple of times with no marking and on another couple of occasions surrounded in red and blue ballpoint.
another, a “where,” “a halt in not halting,” the delirium of language.13 The tension between these three levels is what produces dialogism within each of the stipulated periods, and also dynamism for leaping from one period to another in a return up-and-down journey.
1990
The game of contrasting scale between biography (of the painter) and history (of painting), which not only stood side by side in the catalogue PorUSAndo but were also keys to its internal structure, unleashed intense activity in Quejido centered on what would be known as the series of the Pensamientos (Thoughts). In a web with multiple nodes, twenty-four painters—or as many as sixty-four in later versions—are invoked through as many pansies (also pensamientos in Spanish), flowers which are codified according to the theoretical, technical, or stylistic problems that are associated with each artist and occupy a particular place with regard to the others. Thinking the Pensamientos also implies thinking the scheme and vice versa: the connections between the great masters of the European tradition, which advance horizontally, vertically, and diagonally, but can also anachronistically be read backward, modify the general concept of the scheme. It is at this point that there is a change of perspective and the scheme abandons its top-to-bottom orientation to expand to the sides in the manner of thoughts/pansies, that is to say, in the manner of sequences. Indeed, the format seems to be resumed from numerous projects of the 1960s and 1970s in which invitations, theater programs, or catalogues were arranged on long strips of horizontally formatted paper, and in some cases even had to be unfolded on both sides. The equivalence between the vertical and horizontal axes refers us to the interchangeability of synchrony and diachrony, and so operates as “a spatiality that slips in time.”14
Apart from the omission of the problematic year of 1963, which appears and disappears successively in the schemes, the beginning of 1990 is repeated with small differences from earlier versions. What were
13 Ibid. In one version, this paragraph is surrounded in red ballpoint. See also Manolo Quejido, “ESQUEMA y una hoja de instrucciones para navegar por él,” in Manolo Quejido. 33 años en resistencia, exh. cat. IVAM – Centre del Carme (Valencia: Generalitat Valenciana, 1997), 104–5.
14 Ibid.
previously “waxes,” “neo-Dada,” and “geometry,” are now “expressionism,” “Pop-Dada” and “geometry.” “Silhouettes,” “sequences,” and “deliriums” remain intact. What were “series,” “levitations,” and “mutations,” become “levitations,” “mutations,” and “laughs.” The new organization clarifies the connections between contents with several arrows that indicate movements across the length and breadth of the scheme, emphasizing its continuities, discontinuities, and overlaps, for example by extending the box of “deliriums” to the detriment to that of “laughs.” Besides cohering internally, all this forms the first part—(α) “LA DIFICULTAD” (“THE DIFFICULTY”)—of a triptych in progress. The second—(β) “LA PINTURA” (“THE PAINTING”)—appears already formed in its entirety, and includes the “canvases,” “cardboards,” and “drawings” shown in PorUSAndo. It passes through a Parto… (Childbirth…) with reference to M(atisse), some Reflejos (Reflections) with reference to C(ézanne), and some Náyades (Naiads) with reference to P(icasso), and through Emaús (Emmaus), I Love Mallorca, and La Danza (Dance), it ends up at El tabique (The Partition Wall). The third part—(γ)—is barely intuited as a conclusion of the previous one, but it is left pointing toward the coming years. Every retrospective gaze is also an act of prospection.
1997
Adjustments to the structure and content of the scheme proceeded at a hectic pace during the 1990s, possibly because that third part marked with the letter gamma imposed an ending that at the same time had to envisage its own continuation. Among the versions kept in the artist’s studio, several if not all are provisional variants of this possibly open ending, taking advantage of the reproducibility of the system to make countless trials on different printouts of the same document. Quejido notes down the names of new series by hand, hides others under a layer of correction fluid, changes their location, sticks on cuttings, subdivides the boxes, or draws them in the form of a labyrinth. Taken together, these palimpsests reveal how far the history of the scheme is also the history of its techniques and procedures. Through a do-it-yourself system of trial and error, the image of the artist is manufactured in the same way as artworks are manipulated.
The scheme tends to multiply forward and backward folds in a constant tension between excess and restraint, with the content bursting out of its own limits after using up the allotted space. In 1993, an upper band was
added to the habitual scheme with the name “Alegoría de la Iluminación” (Allegory of Illumination), a citation of a long initiatory scroll attributed to Tenshō Shūbun. Miguel Cereceda used this addition to argue that Quejido schematically arranges the evolution of his painting “in the form of a rising slope of awareness,” as though it were a “road to perfection” or a “mystical process of purification,”15 something which assumes a theological and teleological sense that the scheme rather seems intended to question. In pointed symmetry, Quejido also adds a lower band, itself made up of two parts. One bears the parallel histories of technology, philosophy, and painting over six epochs of humanity, and the other detailed enlargements of the sets of works Parto…, Reflejos, and Gea, separated from the central level so as not to overload it.16 Thanks to these appendices, the scheme attains its greatest spatial, temporal, and conceptual extension. As suggested by some interventions to the scheme preserved in the Library and Documentation Centre of the Museo Reina Sofía, this new articulation admits partial readings that narrate more complex histories of Quejido’s painting. The correspondence between different moments on the three bands, the disjuncture between long duration and specific occasion, and the confrontation of macro and micro perspectives militate against the idea of a single timeline in favor of a plural conjugation in the present continuous. Some later versions will incorporate the hexachromy derived from the Pensamientos or the Moebius Q-vista, adding new layers of meaning to that already consolidated, but the tendency from now on is evidently toward reduction.
Over his long career, Manolo Quejido has drawn up over twenty schemes, finally composing a multidimensional whole with an entity of its own rather than a simple chronology based on masterpieces as milestones. In them, he revises, relates, and systematizes the transformations of his plastic production, assigning it and assigning himself a particular place in the tradition of Western painting. Although numerous versions have been published in exhibition catalogues and many others remain
15 Miguel Cereceda, “Alegoría de la Ilustración,” in Alegoría de la Iluminación (Madrid: Galería & Ediciones Ginkgo, 1994).
16 Quejido, “ESQUEMA y una hoja,” 104–5.
unpublished, Quejido refers to them all as the “esquema,” in the singular, which shows that he does not view them as separate constructs but as a single artifact that has been modified over time without losing its original structure. As though Claude Lévi-Strauss’s The Savage Mind had been crossed with Rudolf Arnheim’s Visual Thinking, the scheme subverts and renews the graphic component of the auto-bio-graphical, just before the proliferation of so-called visual autobiographies.
With every updated variant, Quejido is trying out (the gerund is important) forms of biographical construction beyond the opposition between word and image. He invents the means for creating his own world, as Gómez de Liaño demanded of poets, but at the same time he is bold enough to see and make others see in a manner other than the customary, as Gómez de Liaño demanded of artists. The scheme, understood as a locus solus or place of memory, stages the constant scheming of its (own) history, which is not inscribed in one fell swoop but permanently rewritten and overwritten. In this process, it also passes several times through the phases of alpha (α), beta (β), and gamma (γ): first the expressionism of the year-by-year text, then the neo-Dada of the lists, and finally the geometry of the schemes. The last of these begins in the early 2000s and bears the title of “Condenser of the Painting.” After the exuberance of the expansive versions of the scheme, Quejido synthesizes the principal contributions of the previous decades and restores them to an order easy to perceive at first sight, almost like an umpteenth final artistic testament.
In line with the poststructuralist or deconstructionist reflections of Paul de Man or Jacques Derrida, José Luis Brea used Quejido’s painting as a paradigm for the application of speech act theories to the visual arts. From this perspective, what is specific to Quejido’s work, in the relationship between results and predefined fields that are intervened, is that it is not verified in terms of representation, but its “principal objective is to show its genetics, its production apparatus.”17 That is precisely the purpose of the scheme, and the reason why it proves so representative, if the paradox will be excused, of Quejido’s oeuvre. Analogously to the painting that paints/thinks itself, this self-productive character of the scheme, which goes from narrativity to visuality and from visuality to narrativity, becomes both an autobiography to be seen and a self-portrait to be read. However, as Quejido himself warned, there will always be a remainder for new revisions and re-readings.
17 Brea, “Prólogo para madrileños,” 12.
En la noche
1968
Acrílico sobre cartulina
67 × 67 cm
Archivo Lafuente
Poema del hombre y la mujer
1968
Impresión digital
200 × 60 cm
Copia de exposición, 2022
Secuencia L – octeto 251
1969-1971
Acrílico sobre cartulina
41 piezas, 20 × 20 cm c/u
Colección del artista
Siluetas
1970
Tinta sobre cartulina 20 × 20 cm c/u
Colección particular
Trideliriums
1972-1973
Tinta china sobre cartulina
27 piezas, 12 × 12 cm c/u
Colección del artista
El cisco
1974
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Colección de Luis Gordillo
p. 201
LISTA DE OBRAS
Matilde disimula un pensamiento
1974
Acrílico sobre cartulina
103 × 197 cm
Colección del artista
Mecágrafa
1974
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Colección particular p. 8
Isla
1975
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Colección del artista
Plusvalía
1975
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Colección del artista
Rojo
1975
Acrílico sobre cartulina
100 × 71,5 cm
Colección MACBA. Fundación MACBA. Obra adquirida gracias a Fundación Catalana Occidente p. 1
Tanausú 1975
Acrílico sobre cartulina 100 × 72 cm
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
p. 6
Aire 1976
Acrílico sobre cartulina 100 × 72 cm
Colección del artista
Cerillo 1976
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Colección del artista p. 3
De veraneo 1976
Acrílico sobre cartulina
100,5 × 71,9 cm
Colección MACBA. Fundación MACBA. Obra adquirida gracias a Fundación Catalana Occidente p. 11 Ele 1976
Acrílico sobre lienzo 120 × 120 cm
Colección del artista p. 33
Galleta 1976
Acrílico sobre cartulina 100 × 72 cm
Colección del artista p. 5
Hornimans 1976
Acrílico sobre cartulina 100 × 72 cm
Colección del artista p. 4
Planamente 1976
Acrílico sobre cartulina 100 × 72 cm
Colección del artista p. 16
Radiota 1976
Acrílico sobre cartulina 100 × 72 cm
Colección particular Arias-Rego p. 15
Regla 1976
Acrílico sobre cartulina 100 × 72 cm
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía p. 14
Un siglo 1976
Acrílico sobre cartulina
100,3 × 72 cm
Colección MACBA. Fundación MACBA. Obra adquirida gracias a Fundación Catalana Occidente p. 2
Termómetro 1976
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Colección del artista
p. 7
Sin palabras
1977
Acrílico sobre lienzo, díptico
270 × 174,5 cm y 270 × 125,5 cm
Museo de Arte Contemporáneo de Madrid
pp. 34-35
Sordo 1977
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
Subevida
1977
Acrílico sobre lienzo
112 × 84 cm
Colección del artista
Chaqueta
1978
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Colección del artista
Jamón
1978
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Colección del artista
Kiko
1978
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Colección del artista
p. 10
La carta
1978
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
Máquina en azul y rojo
1978
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Colección del artista
p. 9
Mi sitio
1978
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Colección Mercedes Buades
p. 13
Plancha-Caray
1978
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Asociación Colección Arte
Contemporáneo - Museo Patio
Herreriano, Valladolid
Sillón
1978
Acrílico sobre cartulina
100 × 72 cm
Colección del artista
p. 12
Densueño
1979
Acrílico sobre lienzo
190 × 180 cm
Museo de Arte Contemporáneo de Madrid
p. 36
Maquinando
1980
Acrílico sobre lienzo
190 × 180 cm
Colección Mariano Yera
p. 37
PF
1979-1980
Acrílico sobre lienzo
190 × 160 cm
Colección de Alberto Pastor
p. 58
IP 1980
Acrílico sobre lienzo
190 × 160 cm
Colección particular p. 59
El cristal
1980
Acrílico sobre lienzo
250 × 160 cm
Patrimonio Histórico Universidad Complutense de Madrid
p. 38
El pozo
1980
Acrílico sobre lienzo
200 × 181 cm
Fundació Suñol, Barcelona p. 40
La familia
1980
Acrílico sobre lienzo
190 × 180 cm
Colección particular p. 39
Bañistas
1981
Acrílico sobre lienzo
205 × 270 cm
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
p. 57
Espejo 8
1984
Óleo sobre lienzo
204 × 218 cm
Colección de arte Banco
Sabadell p. 67
Espejo 11
1985
Óleo sobre lienzo
205 × 260 cm
Colección Museo de Arte
Contemporáneo del País Vasco. Artium Museoa, Vitoria-Gasteiz p. 68
Partida de damas
1985
Óleo sobre lienzo
233,5 × 194,5 cm
Asociación Colección Arte
Contemporáneo - Museo Patio
Herreriano, Valladolid p. 69
Náyade azul
1986
Acrílico sobre lienzo
200 × 245 cm
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía p. 61
Náyade futura
1986
Óleo sobre lienzo
143 × 180 cm
Colección de S. Auserón y C. François p. 60
Pensamientos negros
1988-1989
Bacon, Caravaggio, Cézanne, Constable, Corot, El Greco, Gauguin, Goya, Ingres, Leonardo da Vinci, Matisse, Miguel Ángel, Picasso, Piero della Francesca, Poussin, Quejido, Rembrandt, Rubens, Tiziano, Turner, Van Gogh, Velázquez, Vermeer, Warhol
Acrílico sobre lienzo
24 obras, 45 × 38 cm c/u
Colección Mariano Yera pp. 100-101
I Love Mallorca
1989
Acrílico sobre lienzo 127 × 175 cm
Colección Galería Ana Serratosa p. 63
I Love Mallorca
1989
Acrílico sobre lienzo 127 × 175 cm
Colección Riera Roura, S.L. p. 62
Tabique VIII
1990-1991
Acrílico sobre lienzo
230 × 200 cm
Colección particular p. 64
Tabique IX
1990-1991
Acrílico sobre lienzo
230 × 200 cm
Colección Enaire Arte Contemporáneo p. 65
Tabique VI
1991
Óleo sobre lienzo
233 × 200 cm
Museo Helga de Alvear, Cáceres
Diamante
1992
Acrílico sobre lienzo
200 × 200 cm
Colección particular p. 104
Alegoría de la iluminación
1993
Óleo sobre lienzo
154 × 177 cm
Colección particular
Pintar pensar
1993
Acrílico sobre lienzo
200 × 260 cm
Colección particular Arias-Rego pp. 96-97
Los números
1994
Acrílico sobre periódicos
10 piezas, 240 × 115 cm c/u
Colección particular pp. 206-207
Sin nombre nº 31
1997
Acrílico sobre chapa
70 × 90 cm
Colección particular p. 114
Sin nombre nº 33
1997
Acrílico sobre aluminio
57,5 × 40,5 cm
Colección particular p. 122
Sin nombre nº 59
1997
Acrílico sobre chapa
70 × 90 cm
Colección particular p. 113
Sin nombre nº 61
1997
Acrílico sobre aluminio
57,5 × 40,5 cm
Colección particular p. 121
Sin nombre nº 64
1997
Acrílico sobre aluminio
57,5 × 40,5 cm
Colección particular p. 125
Sin nombre nº 66
1997
Acrílico sobre chapa
70 × 90 cm
Colección particular p. 128
Sin nombre nº 86
1997
Acrílico sobre aluminio
57,5 × 40,5 cm
Colección particular p. 124
Sin nombre nº 87
1997
Acrílico sobre aluminio
57,5 × 40,5 cm
Colección particular p. 120
Sin nombre nº 105
1997
Acrílico sobre chapa
70 × 90 cm
Colección particular p. 116
Sin nombre nº 167
1997
Acrílico sobre chapa
70 × 90 cm
Colección particular p. 66
Sin nombre nº 192
1997
Acrílico sobre chapa 70 × 90 cm
Colección particular
Sin nombre nº 231
1997
Acrílico sobre aluminio
57,5 × 40,5 cm
Colección particular p. 123
Sin nombre nº 267
1997
Acrílico sobre chapa
70 × 90 cm
Colección particular p. 115
Sin nombre nº 84: Psiquiátrico
1998
Acrílico sobre lienzo
203 × 236 cm
Colección Mariano Yera
pp. 118-119
Sin consumar
1997-1999
Acrílico sobre aluminio
200 × 600 cm
Colección de la Junta de Andalucía. Centro Andaluz de Arte Contemporáneo
pp. 126-127
La pintura
2002
Acrílico sobre lienzo
200 × 180 cm
Colección particular p. 89
Conexión V-Q
2003
Acrílico sobre lienzo, díptico
180 × 389 cm
Colección Banco de España
pp. 190-191
Moebius Q-vista – Ingres
2003
Acrílico sobre lienzo
180 × 180 cm
Colección particular p. 187
Moebius Q-vista – Matisse
2003-2005
Acrílico sobre lienzo
180 × 180 cm
Colección particular p. 188
Moebius Q-vista – Picasso
2003-2004
Acrílico sobre lienzo
180 × 180 cm
Colección particular p. 189
Ejército
2005
Acrílico sobre lienzo
180 × 190 cm
Colección particular p. 70
Corona
2005
Acrílico sobre lienzo
180 × 180 cm
Colección particular p. 71
Banca
2005
Acrílico sobre lienzo
180 × 190 cm
Colección particular p. 72
Moebius Q-vista – Goya
2005
Acrílico sobre lienzo
180 × 180 cm
Colección particular p. 186
Irak mes a mes
2005-2006
Acrílico sobre papel de periódico
10 piezas, 57,5 × 287 cm c/u
Colección particular pp. 154-155
Nacer pintor
2006
1. Bañistas, 2. Amantes, 3. Parto, 4. Náyades, 5. Damas, 6. Puerta
Acrílico sobre lienzo
6 piezas, 120 × 105 c/u
Colección del artista pp. 90-95
Por CubAndo: No es un sueño
2009
Acrílico sobre lienzo
130 × 195 cm
Colección particular pp. 148-149
Por CubAndo: Reír Jugar
Danzar
2009
Acrílico sobre lienzo
130 × 195 cm
Colección particular p. 146
30 bombillas
2010
Acrílico sobre lienzo
30 piezas, 46 × 38 cm c/u
Colección particular pp. 102-103
Por CubAndo: Blablabla
2010
Acrílico sobre lienzo
130 × 195 cm
Colección particular p. 147
Degradación
2010-2011
Acrílico sobre papel de periódico
230 × 243 cm
Colección particular p. 145
Leaves left [Hojas restantes]
2010-2011
Acrílico sobre papel de periódico
230 × 202,5 cm
Colección particular pp. 151-153
Fin 25 de febrero de 2014
Técnica mixta sobre lienzo
218 × 274 cm
Colección particular p. 208
Konkrete Malerei [Pintura concreta]
2015
Acrílico sobre lienzo
180 × 180 cm
Colección del artista p. 185
Los pintores
2015
Acrílico sobre lienzo
200 × 200 cm
Colección particular p. 99
ESQUEMAS REPRODUCIDOS EN EL CATÁLOGO
ES-QUEMA, 1977
En catálogo de la exposición PorUSAndo, Galería Buades, Madrid, octubre de 1977
Biblioteca y Centro de Documentación del Museo
Reina Sofía p. 166
La danza 1990
En catálogo de la exposición Manolo Quejido. La danza, Sala de exposiciones del Banco Zaragozano, Zaragoza, mayojunio de 1990
Biblioteca y Centro de Documentación del Museo Reina Sofía p. 167
Esquemas intervenidos ca. 1995
Biblioteca y Centro de Documentación del Museo Reina Sofía, Archivo Quico Rivas, Caja 233 pp. 168-169
Pensamientos nodales de la pintura, 2011
Colección del artista pp. 170-171
Condensador de la pintura, 2022
Colección del artista pp. 172-173
PRESIDENTE DEL MUSEO
NACIONAL CENTRO DE ARTE
REINA SOFÍA
Ministro de Cultura y Deporte
Miquel Iceta i Llorens
DIRECTOR DEL MUSEO
Manuel Borja-Villel
REAL PATRONATO
Presidencia de Honor
SS. MM. los Reyes de España
Presidenta Ángeles González-Sinde Reig
Vicepresidenta Beatriz Corredor Sierra
Vocales Natos
Víctor Francos Díaz (Secretario General de Cultura)
Eduardo Fernández Palomares (Subsecretario de Cultura y Deporte)
María José Gualda Romero (Secretaria de Estado de Presupuestos y Gastos)
Isaac Sastre de Diego (Director General de Bellas Artes)
Manuel Borja-Villel (Director del Museo)
Julián González Cid (Subdirector Gerente del Museo)
Marcos Ortuño Soto (Consejero de Presidencia, Turismo, Cultura y Educación de la Región de Murcia)
Pedro Uruñuela Nájera (Consejero de Educación y Cultura de La Rioja)
Raquel Tamarit Iranzo (Consellera de Educación, Cultura y Deporte de la Comunidad Valenciana)
Pilar Lladó Arburúa (Presidenta de la Fundación Amigos del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía)
Vocales Designados
Pedro Argüelles Salaverría
Juan-Miguel Hernández León
Carlos Lamela de Vargas
Isabelle Le Galo Flores
Rafael Mateu de Ros
Ute Meta Bauer
María Eugenia Rodríguez Palop
Ana María Pilar Vallés Blasco
Ana Patricia Botín-Sanz de Sautuola O’Shea (Banco Santander)
Ignacio Garralda Ruiz de Velasco (Fundación Mutua Madrileña)
Antonio Huertas Mejías (FUNDACIÓN MAPFRE)
Marta Ortega Pérez (Inditex)
Patronos de Honor
Pilar Citoler Carilla
Guillermo de la Dehesa
Óscar Fanjul Martín
Ricardo Martí Fluxá
Claude Ruiz Picasso
Carlos Solchaga Catalán
Secretaria del Real Patronato
Guadalupe Herranz Escudero
COMITÉ ASESOR
Zdenka Badovinac
Selina Blasco
Bernard Blistène
Fernando Castro Flórez
María de Corral
Christophe Cherix
Marta Gili
MUSEO NACIONAL CENTRO DE ARTE REINA SOFÍA
Director
Manuel Borja-Villel
Subdirectora Artística
Mabel Tapia
Subdirector Gerente
Julián González Cid
GABINETE DE DIRECCIÓN
Jefa de Gabinete
Nicola Wohlfarth
Jefa de Prensa
Concha Iglesias
Jefe de Protocolo
Diego Escámez
EXPOSICIONES
Jefa del Área de Exposiciones
Teresa Velázquez
Coordinadora General de Exposiciones
Beatriz Velázquez
COLECCIONES
Jefa del Área de Colecciones
Rosario Peiró
Jefe de Restauración
Jorge García
Jefa de Registro de Obras
Maria Aranzazu Borraz de Pedro
ACTIVIDADES EDITORIALES
Jefa de Actividades Editoriales y Proyectos Digitales
Alicia Pinteño Granado
Responsable de Proyectos Digitales
Olga Sevillano
ACTIVIDADES PÚBLICAS
Director de Actividades Públicas
Germán Labrador Méndez
Jefe de Actividades Culturales y Audiovisuales
Chema González
Jefa de Biblioteca y Centro de Documentación
Isabel Bordes
Jefa del Área de Educación
María Acaso
SUBDIRECCIÓN DE GERENCIA
Jefa de la Unidad de Apoyo a Gerencia
Guadalupe Herranz Escudero
Jefa del Área de Desarrollo
Estratégico, Comercial y Públicos
Paloma Flórez Plaza
Jefa del Área de Recursos Humanos
María Esperanza Zarauz Palma
Jefe del Área de Seguridad
Luis Barrios
Jefa del Área de Informática
Sara Horganero
Este catálogo se publica con motivo de la exposición Manolo Quejido. Distancia sin medida, que tuvo lugar en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía del 21 de octubre de 2022 al 16 de mayo de 2023.
EXPOSICIÓN
Comisariado
Beatriz Velázquez
Jefa del Área de Exposiciones
Teresa Velázquez
Coordinación de la exposición
Beatriz Velázquez
Responsable de Gestión de Exposiciones
Natalia Guaza
Registro
Antón López
Restauración
Ana Iruretagoyena, restauradora responsable
Pedro García Adán
Mikel Rotaeche
CATÁLOGO
Jefa de Actividades Editoriales
Alicia Pinteño
Coordinación editorial
Mercedes Pineda
Con la asistencia de Jone Aranzabal
Traducciones
Del español al inglés:
Philip Sutton
Corrección y edición de textos
ESPAÑOL
Mercedes Pineda
INGLÉS
Jonathan Fox
Diseño
This Side Up
Gestión de la producción
Julio López
Fotomecánica
Lucam
Impresión y encuadernación
Brizzolis, arte en gráficas
© de esta edición, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2022
Los ensayos de los autores BY-NC-ND 4.0 International
© Manolo Quejido, VEGAP, Madrid, 2022
Se han hecho todas las gestiones posibles para identificar a los propietarios de los derechos de autor. Cualquier error u omisión accidental, que tendrá que ser notificado por escrito al editor, será corregido en ediciones posteriores.
ISBN: 978-84-8026-640-6
NIPO: 828-22-009-6
D.L.: M-24264-2022
Catálogo de publicaciones oficiales cpage.mpr.gob.boe.es
Este libro se ha impreso en:
Interior:
Creator Vol 135 gsm
Munken Print White 80 gsm
Cubierta:
Cartulina GELTEX Blanco 130 gsm
Guardas:
Cartulina GELTEX NEGRO
ANTRACITA 130 gsm
200 × 240 mm
pp. 208
CRÉDITOS FOTOGRÁFICOS
Archivo de la Fundació Suñol, Santiago Periel, p. 40
Archivo Fotográfico. Asociación Colección Arte Contemporáneo – Museo Patio Herreriano, Valladolid, p. 69
Ayuntamiento de Madrid. Museo de Arte Contemporáneo, pp. 34-35
Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Junta de Andalucía, pp. 126-127
Colección Banco de España, pp. 190-191
Colección de Arte Banco Sabadell, p. 67
Colección Enaire Arte Contemporáneo, p. 65
Colección MACBA. Fundación MACBA, Tony Coll, pp. 1, 2 y 11
Colección Mariano Yera, pp. 37, 100-101 y 118-119
Cortesía Artium Museoa, Vitoria-Gasteiz Fundación, p. 68
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Joaquín Cortés y Román Lores, pp. 3-10, 12-16, 33, 36, 38, 57-64, 70-72, 89-99, 102-104, 113-117, 120-125, 128, 145-155, 185-189, 201, 206-208
El Museo Reina Sofía quiere expresar su agradecimiento a Manolo Quejido por su profunda dedicación a esta exposición.
Extendemos nuestro sincero agradecimiento a las siguientes instituciones y particulares, que han contribuido prestando obras a la muestra:
Archivo Lafuente
Asociación Colección Arte
Contemporáneo - Museo Patio
Herreriano, Valladolid
Colección particular Arias-Rego
S. Auserón y C. François
Colección Banco de España
Colección de arte Banco
Sabadell
Mercedes Buades
Colección Enaire Arte
Contemporáneo
Fundació Suñol, Barcelona
Luis Gordillo
Junta de Andalucía.
Centro Andaluz de Arte Contemporáneo
MACBA. Museu d’Art
Contemporani de Barcelona
Museo de Arte Contemporáneo de Madrid
Museo de Arte Contemporáneo del País Vasco. Artium Museoa, Vitoria-Gasteiz
Museo Helga de Alvear, Cáceres
Alberto Pastor
Patrimonio Histórico
Universidad Complutense de Madrid
Colección Riera Roura, S.L.
Galería Ana Serratosa
Colección Mariano Yera
Así como a todos los prestadores que han preferido permanecer en el anonimato.
Queremos también dar las gracias a la Galería Miguel Marcos; así como a Alberto Figueroa, Gabriel García, Marysol García Martínez, Rosa Pastor y Ana Peláez.