ISSN:2322-74GX | A帽o 27 | Edici贸n 187 | Distribuci贸n gratuita | 14.000 ejemplares | Medell铆n, noviembre de 2014 | www.periodiconexos.com.co
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Asociación Cultural Periódico Estudiantil NEXOS
En EAFIT
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Afinando la vida Redacción Nexos
Juan Tabares es uno de los estudiantes de Saberes de vida, un programa que le ha brindado a la comunidad estudiantil un ejemplo de amor por el conocimiento y la experiencia. Esta es una semblanza de sus más insignes representantes.
To be: That is the question! Ana Cristina Restrepo Jiménez
El ejercicio del periodismo no puede convertirse en un soliloquio, de aquí que los verbos “ser” y “estar” constituyan las máximas del correcto ejercicio de la profesión. Una exhortación al periodista a salir a las calles, a empaparse de hechos y a atreverse a interpretarlos; en últimas, a no ser un simple mensajero.
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Una historia detrás de una novela, y de un escritor nuestro, una pequeña narración que tiene su salero y que, a juicio del autor, no ha sido muy contada en público.
Letras
Luis Alberto Arango
Juan Guillermo Ocampo Maria Camila Cardona Agudelo
Juan Guillermo Ocampo es el prototipo de hombre soñador que creció con la desazón de haber visto sus sueños truncados, pero que de aquella frustración surgió su más pura intención, aquella de crear un mundo en el que la música es el centro de enseñanza para la vida.
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Las tardes con Hugo Restrepo, cineasta de la ciudad de Medellín, se pasan “conservesiando” y en El Parque de El Poblado. Esta es una de esas conversaciones en las que Hugo habla de su vida, pero pregunta también por la vida de los otros. Una de esas tardes en las que este cineasta dibuja lugares y personajes con sus palabras.
Viaje a las sombras de Medellín Jessica Serna
Cuando se cierran las persianas de los negocios del centro de la ciudad y el silencio habita sus calles, transeúntes curiosos se adentran en él para descubrir las historias que atesora.
La ruta que dignifica Miguel Correa Saldarriaga
Los buses son el escenario de esta crónica, donde son los vendedores los protagonistas, quienes comienzan y terminan su día saltando registradoras, con discursos ensayados y con el anhelo de llegar en la noche a sus casas con el sustento necesario para vivir.
Marcela Turati: el periodismo que arranca la piel Juan Manuel Flórez Arias
Ante la pregunta de cómo hacer periodismo en medio del conflicto, Marcela Turati más que una respuesta nos brinda su testimonio, la experiencia de una vida dedicada a narrar las tragedias, a hacer justicia poniendo luz en el lugar que algunos quisieron dejar en la oscuridad.
Mi hogar, la Minorista Sebastián Rúa
La Plaza Minorista guarda, entre sus corredores oscuros y sus locales interesantes, un sinfín de historias, caras amables e infinito amor por lo que se lleva haciendo, por casi ya toda una vida.
¿Aún no es tiempo de crecer? Un perfil de Jhon Agudelo García Jaime Zapata Villarreal
El joven cuentista Jhon Agudelo publica una compilación de cuentos titulada “No es tiempo de crecer”, en ella se permite observar el mundo con los ojos de un niño, y revive sus dudas, alegrías, preocupaciones y amores. Un perfil que revela al niño que se esconde tras el rostro de un grande.
Punto crónico
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Natalia Zuluaga Salazar
Foto reportaje
Manuel Mejía Dixit
Cultura
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“Conservesiando” con el cineasta Hugo Restrepo
Encuentros
Opinión
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Sofía lava la ropa Jhon Agudelo
Una magistral creación literaria a modo de cuento corto ganador del VI Concurso Nacional de Cuento Generación 2014 del periódico El Colombiano.
Fondo editorial
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Volver para qué. Crónica sobre el desarraigo. Daniel Rivera Marín
El nuevo libro publicado por el Fondo Editorial Eafit relata las experiencias de personas que intentan recuperar su pasado y se estrellan una y otra vez contra la imposibilidad de su propósito.
Ilustración Jonathan Carvajal, carvajaljonathan en Flickr
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El periodismo contra la espiral Simón Pérez Londoño
Director / sperezl1@eafit.edu.co
La novelista española Rosa Montero,
al cuestionarse por el papel del escritor en la sociedad, traía a colación el cuento “El traje nuevo del emperador”, uno de los relatos clásicos de Hans Christian Andersen. En esta narración, un vanidoso emperador es engañado por un par de truhanes que se hacen pasar por honorables costureros. Estos afirmaron, al llegar a la ciudad, que sus trajes tenían una particularidad: sólo podían ser vistos por personas inteligentes e idóneas en sus funciones, siendo invisibles para quienes son ineptos o ignorantes. Seducido por el boato que prometían los falsos costureros, el emperador les ordenó coser un traje nuevo para lucirlo ante su comunidad. En varias ocasiones, algunos funcionarios fueron a hacer seguimiento al trabajo de quienes fingían tejer, pero dado el asombro de no ver sino a dos hombres con agujas en el aire y sin ninguna tela en la mano, y con el temor de ser el hazmerreír de la comunidad por no estar a la altura para ver el traje, simulaban sorpresa e inmediatamente adulaban la supuesta obra de los falsos costureros. Así pasó incluso con el emperador, quien temeroso por perder el respeto de sus súbditos que sí habían podido observar, terminó por elogiar un traje que no podía ni ver ni sentir. De igual modo sucedió con toda la comunidad el día que el emperador aparentemente
salió a estrenar, sintiéndose desnudo por dentro pero con la confianza en que los elogios que la gente le brindaba a su vestido eran sinceros y procedían de personas idóneas e inteligentes. La gente -tanto del pueblo como el propio emperador y sus funcionarios- calló para no perder su status. Todo fue así hasta que un niño, con toda inocencia, gritó y rompió el silencio adulador: “¡pero si el emperador está desnudo!”. Inmediatamente el pueblo cayó en cuenta de la verdad, dejó de lado sus temores y repitió la misma expresión con sorpresa. Para Rosa Montero, el niño del cuento de Andersen demuestra el rol del escritor en la sociedad, el oficio de contar aquella realidad que ignoramos o queremos ignorar. Esa es, de hecho, una de las funciones sociales del arte de escribir, pero más especialmente es el compromiso ineludible que tiene el periodismo: hacer zoom en la realidad que se oculta detrás de los intereses y la ceguera social momentánea. Tal como en el caso del cuento, son muchos los escenarios en los que hay verdades que se camuflan, que se temen decir o que simplemente se ignoran. Pero cabe preguntarse si, dentro de ese pueblo que nos presenta el texto de Andersen, hubo quien sintió el deseo de gritar lo mismo que
el niño, pero un miedo irrefrenable a expresar su postura, en medio de un ambiente hostil en el que imperaba otra opinión, le impidió cumplir con el papel de revelar la verdad ante los ojos obnubilados de la sociedad. A esa situación de miedo, Noelle Neumann le llamó la espiral del silencio, aquella barrera que las opiniones dominantes establecen a quienes piensan distinto o a quienes quieren mostrar otra faceta de la realidad. Según esta teoría, en determinadas circunstancias puede ser más costoso dar una opinión distinta a la que comparte la mayoría, y eso genera un silencio impuesto y cómplice. Uno de los retos esenciales del periodismo está en romper la espiral, en utilizar las palabras, imágenes y sonidos con el propósito de ser siempre ese niño inocente que amplifica hechos ignorados, situaciones ocultas en la monotonía de los días o verdades que por evidentes han hecho miopes a los receptores. El periodista debe constantemente desafiar la espiral, cuestionar la desnudez del emperador. Por ello, su oficio implica riesgos y desafíos, así como una constante valentía para alzar la voz aun cuando sea mucho lo que esté en riesgo. Hay supuestos periodistas que siguen elogiando los trajes nuevos
DIRECCIÓN Simón Perez Londoño sperezl1@eafit.edu.co GERENCIA María F. Villafañe García mvillafa@eafit.edu.co
Ideas y Cultura Asociación Cultural
Periódico Estudiantil NEXOS
EDICIÓN Valeria Zapata Giraldo vzapata1@eafit.edu.co Valentina Bustamante Mesa María Camila Cardona Agudelo Miguel Ángel Correa Saldarriaga Daniela Navarro Bohórquez Agustin Rendón Calle Natalia Zuluaga Salazar DESARROLLO HUMANO Gabriela Restrepo Betancur grestr12@eafit.edu.co María Camila Hernández Correa EDICIÓN WEB Y Tatiana Ramírez Gómez SOCIAL MEDIA tramire3@eafit.edu.co Laura Álvarez Llano Sofía Pérez Aristizabal
de los emperadores, que se han granjeado un status a punta construir una espiral tan sólida que termina por apabullar lo distinto y por vetar temas y posiciones al interior de prestigiosos medios. Esos periodistas terminan siendo como los falsos costureros: unos prestidigitadores de un oficio que no cumplen, aduladores a punta de palabras que hacen conservar un honor conseguido gracias a determinados silencios y palabras. Pero esta función social del periodismo no implica que haya una verdad absoluta. Por el contrario, quiere decir que, dado que no hay algo así como la única verdad, deben abrirse las puertas a las posturas diversas, a los relatos que presenten perspectivas distintas a la versión oficial de unos hechos particulares. En eso aun nos falta mucho como periodismo colombiano, más todavía teniendo en cuenta el compromiso que está asumiendo el país en un eventual fin del conflicto armado. Por tanto, los periodistas no deben construir una espiral que blinde sus posturas o las del poder, sino que han de derrocar incluso aquellas barreras que hagan impermeable lo que pensamos y que silencien las otras versiones. En ese sentido, el periodista será un demoledor de muros, un eterno combatiente contra cualquier espiral del silencio.
MERCADEO Carlos Mario Arbelaéz Reyes carbel16@eafit.edu.co Mateo Emilio Saltaren Figueroa PORTADA Maria Toro Quijano / FB: Mariapalitos DISEÑO Y MONTAJE Edison Alberto A. Taborda PREPRENSA E IMPRESIÓN Casa La Patria AGRADECIMIENTOS Desarrollo Humano Universidad EAFIT Carlos Mario Correa Soto
Fundado el 13 de agosto de 1987 por Jorge Restrepo, Jaime Cadavid, Claudia Patricia Mesa y Gustavo Escobar. Personería Jurídica No. 568 de septiembre de 1993. Carrera 49 No. 7 Sur-50 / Bloque 29 oficina 401 EAFIT Teléfono: 261 93 02 / Fax 261 95 00 ext. 407 nexos@eafit.edu.co / www.periodiconexos.com.co
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Los saberes
TEAMOTION en Medellín
Juan de
don
Incentivar la creación de contenidos digitales tridimensionales en todas las plataformas y campos posibles en el país es el objetivo del Festival Teamotion, evento que surge como resultado de la aceptación internacional de los trabajos de Medellín en esta área. Teamotion contará con talleres y foros a cargo de profesionales del medio audiovisual. El festival se realiza del 1 al 5 de diciembre de 2014.
Redacción Nexos nexos@eafit.edu.co
E
n el silencio cotidiano de las mañanas al interior de la Universidad EAFIT, Juan Tabares ingresa asiduamente al campus por la portería peatonal de Las Vegas. Camina erguido, con la frente y las esperanzas en alto. El interés que lo impulsa no es otro que el de acercarse al conocimiento, el de concebir la vida universitaria como un espacio que va más allá de una formación profesional y que se liga a las entrañas de la vida misma y de la razón. Con la nostalgia de otros tiempos pero con el ánimo tan perenne como sus ansias de saber, sigue avante por los recodos de la Universidad y se sumerge en reflexiones que le acompañan hasta su ingreso a una nueva y profunda discusión desde la experiencia. Pero Juan Tabares no es uno de los miles estudiantes de pregrado, docentes o empleados que a diario transitan por nuestro campus. A sus 88 años, es uno de los miembros de Saberes de vida, un programa eafitense que les abre las puertas a los adultos mayores a la vida académica y a la construcción de sabiduría desde las propias vivencias. Pero no solo es esa condición la que diferencia a Juan Tabares de la mayoría de la población estudiantil: también se destaca en él la presencia de una irrebatible pasión por la difusión de la cultura y por el valor de la música y la pintura, sentimiento que ha podido desplegar desde su oficio como valuador de obras de arte y como melómano declarado. Como sucede con sus compañeros en el programa Saberes de vida, son miles las historias que Juan Tabares recuerda desde la comodidad de un asiento rodeado de pimientos o desde la tranquilidad del salón de música que magistralmente ha ido construyendo en su hogar. Fácilmente puede hacer alusión a aquel día en el que consiguió tener un mural de Ramón Vásquez en su casa o recordar la seguidilla de oficios que tuvo en el transcurso de su vida: desde carpintero, pasando por un trabajo en uno de los hoteles más prestigiosos y antiguos de la ciudad, hasta poder tener en su casa una galería de arte completa que le brindó la oportunidad de vincular el ámbito laboral con su pasión por la pintura. No olvida, por ejemplo, cómo en algún momento fue quien trabajó,
Foto Santiago Quintero
en tanto carpintero, en la puerta del Hotel Nutibara, para después cruzarla asiduamente como jefe de Relaciones Públicas del mismo hotel. Eso demuestra que su energía y vitalidad han sido una constante en los años de su existencia. Su voz, mientras entra en el campo de las reminiscencias, es pausada pero mantiene la intensidad del recuerdo, rememora la vida en la Medellín de hace cincuenta años y reflexiona sobre la ciudad que hoy vislumbra desde los horizontes más abiertos que le brinda la universidad. Puede contar las minucias de sus aventuras amorosas o también hacer énfasis en el amor que siente por EAFIT, institución que no sólo le ha permitido vivir de nuevo la experiencia del estudiante ante el insondable vacío del conocimiento, sino que además ha sido el sitio de trabajo, de estudio y de regocijo de varias generaciones de su familia: desde su hermano, Jorge Tabares, jefe del Departamento de prácticas, hasta su nieto Juan Manuel, estudiante de séptimo semestre de derecho. Para él, en consecuencia, recorrer los rincones de la Universidad significa mucho: reactivar el placer incesante que siente por la cultura y vivir a plenitud la institución que tanto le aportó al desarrollo de su familia. Pero lo más importante es el mensaje que la persistencia y dedicación de Juan Tabares, así como la de sus compañeros, le ofrecen al resto de la comunidad estudiantil: pensar, vivir y sentir la universidad más que como un espacio dedicado a formar determinadas profesiones, como un sitio en el que se discute y se debate desde la vida, donde más allá de una nota nos imbuimos en las profundidades del saber que nuestra experiencia ha acumulado y que nuestra razón ha procurado esquematizar. Saberes de vida, desde su creación, ha sido un reverdecer del amor al conocimiento, de la confianza en las vivencias como fuente palpable de sabiduría. Cabe añadir algo más para hacernos una idea, así sea sencilla, de este particular asistente a la Universidad: su energía por hacer cosas, por liderar proyectos, parece imparable. Aún recuerda cómo esa misma energía, hace setenta años, le ayudó a ser el
ganador de la entonces Maratón de la Raza que se realizaba en el centro de Medellín. Juan Tabares aun guarda orgulloso los recortes de la prensa en la que salió reseñado uno de sus primeros triunfos en la vida. Después, en calidad de empresario, financió hasta que pudo dicha maratón, con la conciencia de que había que apoyar este tipo de encuentros con la cultura. Este año, después de siete décadas, el orgullo de Juan Tabares por el logro en la maratón parece ir en aumento. Con ese mismo ánimo y con su energía intacta, recientemente sintió la necesidad de difundir, en tanto que placeres que disfrutó toda su vida, la poesía, la música y algo de cine. En efecto, decidió unir su pasión por el arte con su espíritu emprendedor al crear una caja que reúne CD’s con poemas recitados, algunos bajo la voz de Milton Erre, una película que marcó su vida y un documental sobre música venezolana. A pesar de que la caja de Juan Tabares está lejos de ser un negocio rentable, para él hace parte de esos sueños que no se explican desde la lógica económica clásica, como el hecho de disfrutar de la actividad académica sin afán profesionalizante o de financiar una maratón por el centro de la ciudad. Son sueños que se cumplen a partir de la persistencia a través de los años. De este modo, Juan Tabares ahora se encuentra vendiendo su producto y disfrutando de compartir aquella poesía que tanto placer le ha causado. Sabe que su caja no es un producto de venta masivo y lucrativo, pero eso a Juan Tabares parece no importarle tanto como la alegría de compartir sus deleites. Así pues, no es extraño encontrarse con este hombre en la universidad y llenarse de la vitalidad que sus proyectos inspiran. Gran parte de la ganancia que EAFIT ha obtenido con el programa Saberes de vida se debe al ejemplo que sus miembros le ofrecen a la comunidad: un compromiso desinteresado con el saber, la cultura y la vida. Juan Tabares es uno de esos ejemplos, de los que a diario muchos estudiantes podemos aprender a ser quijotes en entornos aparentemente adversos y a ser tan inquietos como persistentes aun cuando la supuesta lógica de la vida diga lo contrario.
Mutuo cuidado A partir de 2015, la Universidad prepara un cambio en su filosofía: pasará de hablar del auto cuidado al mutuo cuidado. La iniciativa incluirá diferentes estrategias de difusión de la campaña, entre ellas, un concurso de fotografía.
La nueva etapa de Eafit La Universidad EAFIT está llevando a cabo su Plan Maestro. Entre las transformaciones del proyecto se encuentran la construcción de nuevos bloques, la remodelación de algunos de ellos, la reubicación de algunos departamentos de la institución y la ampliación del campus. Se estima que la iniciativa se extenderá hasta el año 2024.
“Hágase la luz” con Pastor Restrepo En la Universidad se realiza la exposición “Hágase la luz”, un recorrido por la obra del fotógrafo antioqueño Pastor Restrepo Maya, uno de los íconos más importantes en la historia de este arte en Colombia. La exposición estará disponible al público hasta inicios del 2015.
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Ana Cristina Restrepo Jiménez nexos@eafit.edu.co
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a caída de las Torres Gemelas: contámela. El Estéreo Picnic: contámelo. El gol de Yepes: contámelo. (… ¿Si fue gol de Yepes?...). Sabemos de estos acontecimientos porque alguien —“periodista de ocasión” o reportero de oficio— estuvo allí con una cámara, un micrófono, una libreta de notas, su memoria, su voz. En dichos contextos, “estar” significa haber sido testigo de eventos noticiosos. Un privilegio fortuito. O buscado. Vamos a episodios más cercanos… El primer beso con la persona soñada: ¿contámelo? La ceremonia en la cual se recibe uno de esos rollitos de papel que rezan: “La Universidad Eafit otorga el título de…”: ¿contámela? Los primeros pasos de un hijo: ¿contámelos? Hoy no me interesa hablar de “lo útil”, de los sucesos rutinarios o excepcionales de la vida que sirven para un propósito. Quiero referirme a los momentos que, tal vez, no nos hacen mejores personas o seres más sabios: simplemente exigen nuestra presencia. Escuchar, ver o leer los relatos de ciertos acontecimientos no siempre será suficiente. A veces, es preciso “estar”.
con nombres propios como los de José Efraín Ríos Montt, Augusto Pinochet Ugarte o Hugo Chávez Frías. También hubo algo de puesta en escena: Caparrós que se volteaba de perfil hacia el público mientras recitaba en voz baja, muy rápido y de memoria, las palabras de diversos autores; o la mirada atónita de Anderson frente a mil cien butacas vacías. Oír historias, aprender la técnica de la reportería y de la escritura, reconocer los límites de la imaginación en la noficción, organizar el pensamiento, revisar y contrastar los diversos relatos históricos, recrear imágenes vividas, conversar. Estar. Es fácil, cómodo, echarle la culpa de la falta de asistencia a los “mecanismos de difusión de la FNPI”: los periodistas buscamos los hechos. Un buen reportero no espera invitaciones. En la ronda final, dedicada al público, un señor de unos cincuenta años se aproximó al micrófono, y comenzó así su intervención: “Le quiero preguntar al periodista que acaba de hablar…”. El panelista ‘incógnito’ a quien se dirigía el asistente era ni más ni menos que Jon Lee Anderson, reportero de The New Yorker, estrella de la FNPI. Obviamente, quien preguntaba no podía ser periodista ni alumno de Comunicación social, pero tenía madera de buen reportero: curioso, acudió sin reservas al sitio de interés.
Estar: ¡qué verbo tan bonito! *** Tarde soleada de un martes, Teatro Camilo Torres de la Universidad de Antioquia, conversación organizada por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI): un escenario, mil doscientas butacas disponibles, cuatro cámaras de televisión, ochenta y dos asistentes –me abstengo de la aproximación relajada–, siete panelistas sentados en media luna: Martín Caparrós, Sergio Ramírez, Diego Fonseca, Ricardo Corredor Cure (moderador), Boris Muñoz, Jon Lee Anderson y Francisco Goldman. Esto es: un promedio de once asistentes por panelista. Entre los expositores estaban los mejores cronistas de Latinoamérica. Otros grandes, como Patricia Nieto, Leila Guerriero, Gabriela Alemán, Juan José Hoyos, Alberto Salcedo o el crack de nuestro club local, el maestro Carlos Mario Correa, no asistieron porque el tema central era el libro ‘Crecer a golpes’, escrito por los invitados. Los escritores hablaron de las fantasías utópicas del poder y de las figuras mesiánicas que han apabullado a Latinoamérica, barajaron experiencias
*** “Estar”; cuánta potencia en un solo verbo. “Hoy vamos a aprender los verbos ser y estar”, decía la profe Amparito en el colegio. Tenía dos horas para enseñarnos a conjugar los dos verbos que nos iban a llevar por los caminos de la razón y la emoción, y que abarcan desde los actos más prosaicos hasta la filosofía más sofisticada. Uno de los poemas más hermosos del mundo, escrito en 1958, y que Leila Guerriero calificó como “enumeración atroz”, dice: No llegaré a saber por qué ni cómo nunca ni si era de verdad lo que dijiste que era ni quién fuiste ni qué fui para ti ni cómo hubiera sido vivir juntos querernos esperarnos estar.
Imagen CONTROTONO (Roby) en Flickr
Estar con el escritor Juan Carlos Onetti fue necesario para que Idea Vilariño pariera este poema. A veces, estar duele. ¿Han notado cómo a los gringos se les dificulta el uso del verbo “to be” en español? “Yo sewré en Medellín por quince días”, “Ewres muy lejos, sientate a mi ladow”… Es delgada la línea fronteriza entre “ser” y “estar”. Uno de los ganadores del Premio a la Excelencia de la FNPI, el maestro Javier Darío Restrepo, enfatizó en que el periodismo debe dirigirse a la inteligencia de la gente. Y la mejor manera de lograrlo es preguntarse a diario: ¿Por qué soy periodista?
el lujo de desechar las voces de la experiencia? Tenemos el privilegio de asistir a una universidad, accedemos al conocimiento no solo a través de las clases, sino de una biblioteca inmensa que por efecto de la tecnología se convierte en un espacio infinito: nos permite entrar a muchos otros archivos del mundo. Contamos con herramientas tecnológicas…, además, las clases de periodismo en Eafit están diseñadas para hacer reportería en la calle (¡en una ciudad fértil en historias!).
Todos los días de la vida, los periodistas debemos conjugar el verbo estar. De no hacerlo, nos convertimos en simples mensajeros, en mandaderos del poder, como niños jugando a la gallina ciega.
Javier Darío Restrepo, Jon Lee Anderson y Martín Caparrós no son simples nombres en carátulas de libros y pendones de librerías: son leyendas vivas del periodismo. Habitamos su mundo, vivimos su época. Sus relatos, cavilaciones, equivocaciones, e incontables aciertos, no solo nos hacen sonreír y viajar con ellos a otros lugares, sino que nos motivan a pensar la profesión, a considerar caminos para ser mejores, a sentirnos orgullosos de esta carrera que elegimos –preciosa, relevante, indispensable para la sociedad–.
Óscar Martínez, cronista salvadoreño, de ElFaro.net, subrayó: “Entender primero para poder explicar”. ¿Acaso entendemos tan bien de qué se trata nuestro oficio que nos podemos dar
¿Somos o no somos? ¿En qué estamos?
Valdría la pena adaptar el interrogante: ¿Por qué estoy estudiando periodismo?
No somos príncipes de un drama shakesperiano. La realidad, allá afuera, no es una puesta en escena. El periodismo no es un soliloquio.
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Marcela Turati:
Fotos Miguel García y Fundación Gabriel García Márquez FNPI (Premio GGM)
el periodismo que arranca la piel Juan Manuel Flórez Arias @juanmaexos
Entrevista con Marcela Turati, periodista mexicana ganadora del premio Gabriel García Márquez 2014 a la excelencia periodística.
Digitó el punto final a las dos de la
mañana. El artículo había terminado, pero la historia se le había quedado en la piel ¿o era al revés? Quizá era ella la que engañaba a la realidad al hacerle creer que estaba allí, en el sillón de su casa y frente al ordenador. Estaba en un cementerio, miraba a esa madre que sostenía una piñata de Spiderman frente a la tumba. La tumba de su hijo, que cumpliría años ese día; uno de los 49 niños de la guardería ABC en México que murieron tras quedar atrapados en un incendio. Estaba frente a la esposa de alguno de los miles de desaparecidos anónimos por los carteles de la droga, en una morgue, o frente a un centenar de huesos desenterrados de fosas comunes. En todo caso, la piel se le había quedado en alguna parte.
Puede que entonces Marcela Turati repasara los protocolos de autocuidado emocional para periodistas, que aconseja pero pocas veces aplica: “Lo primero es conocerte muy bien y saber cuándo estás reaccionando de una forma anormal. Hay que tener ciertos rituales después de trabajar en esas historias de horror; te quitas la ropa y te pones una diferente cuando llegas a tu casa. Una reportera me contó que se metía a bañar. Hay cosas como prender una veladora por los fallecidos, si tú crees en eso, o tener algún hobbie. Yo a veces compro películas tontas y me obligo a verlas de madrugada hasta que la última imagen horrible haya desaparecido de mi cabeza”. Sentados en el césped contiguo al museo de la Universidad de Antioquia
y rodeados de estudiantes de música que repiten decenas de veces el mismo ejercicio, Turati revive esa noche, que son tantas noches. Habla despacio y no me mira a los ojos, parece triste y nos contagia a los dos entrevistadores de esa melancolía. Pero sus palabras son firmes: “Puedes elegir otro enfoque para ejercer el periodismo y está bien, no todos tienen que contar el horror. Cuando empecé yo elegí la pobreza, contar desde los que sufren. Me tocaba ir mucho a desastres naturales. Y cuando llega este otro desastre que no es natural, este tsunami de la violencia, pues yo me anoto y digo: quiero darle un poco de sentido a lo que pasa, darle voz al ciudadano”.
Noviembre de 2014 En 2007, Marcela Turati fundó junto a otras colegas –amigas en sus palabras– la red ‘Periodistas de a pie’. Ante el contexto de la lucha entre carteles del narco en México, que ha permeado y dejado víctimas en todas las instancias de la sociedad, el apoyo y la formación mutua entre los periodistas se convierte en una estrategia de defensa de la vida; la de los reporteros y las de tantos anónimos que se han acostumbrado a sobrevivir bajo la presión de una guerra entre visible e invisible. Carteles, autodefensas, fuerzas estatales, los bandos no son totalmente diferenciables; los relatos de acciones aunadas entre los actores del conflicto generan por lo menos un estremecimiento ante la similitud con el caso colombiano. En un momento, cae en la conversación una frase de otro periodista mexicano que cubre temas de conflicto, Alejandro Almazán: “Somos un caso clínico”. Entonces recuerdo que su tocayo y compatriota Alejandro Sánchez González, quien ha cubierto entre otros temas la lucha de las Autodefensas de Michoacán con el cartel de Los Caballeros Templarios, me dijo lo mismo esa misma tarde: “Michoacán es el puerto marítimo más importante de América Latina, es un punto estratégico, en menos de diez años se han armado, transformado y reconstruido tres cárteles distintos. Los últimos son Los Caballeros Templarios, y su abuso hacia los civiles ha llegado al punto de cobrar impuestos sobre los lotes, raptar a las mujeres y regresarlas –cuando las regresan– multi violadas. Los hombres dijeron: si vamos a morir que sea con dignidad. Y se armaron. Así nacieron las autodefensas de Michoacán”. “¿Y cómo cubrir un contexto tan caótico, qué implicaciones personales trae?”, pregunto. “Es una locura, te lo digo. Cuando me fui para Michoacán a principios de este año, lo hice como periodista independiente. No tenía siquiera un seguro médico. La que era mi novia sí vio lo que tú estás viendo, el riesgo que corría. Tengo 39 años y había decido hacer mi vida con ella, pero después de que volví de Michoacán y de haberle prometido que dejaría el tema me fui a cubrir las protestas estudiantiles en Venezuela; y cuando terminé volví a Michoacán. Me dijo que no aguantaba más y me dejó. Así es el periodismo, hay historias que te mueven, no piensas. Somos un caso clínico”. Reprimo mi capricho de preguntarle a Marcela Turati cuántos de sus noviazgos han cedido ante su oficio de periodista. Se me adelanta mi compañero entrevistador: “¿Usted cree que los periodistas que cubren el conflicto en México son un caso clínico?”. “Yo creo no estamos locos, creo que estamos más que cuerdos. Estamos preocupados y nos indigna lo que está pasando. Somos periodistas indignados. A mí me preguntan que si tomo tratamiento psicológico, que por qué siempre veo lo malo. Yo no veo lo malo, esa es la realidad, hay que contarla de tal forma que la gente no se quede indeferente. Nosotros elegimos esta profesión”.
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Misión Inédita: el camión rentado y el asesinato de Gregorio En México, como en Colombia, la mayoría de desaparecidos, desplazados o amenazados por actores del conflicto no tiene rostro. Tampoco lo tenía el 5 de febrero de 2014 Gregorio Jiménez de la Cruz cuando cinco hombres armados lo sacaron de su casa en Villa Allende, población del municipio Coatzacoalcos, en el Estado de Veracruz. Gregorio cubría secuestros desde su localidad, de apenas veinte mil habitantes. Ganaba dos dólares por nota, no tenía escritorio y debía enviar su trabajo desde algún café internet. El 5 de febrero se convirtió en el cuarto periodista desaparecido en dos años en la región.
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Marcela Turati, como muchos, lo conoció ese día a través de una fotografía y convenció a algunos colegas –amigos en sus palabras– de comenzar una campaña. Así fue como el rostro anónimo comenzó a dibujarse en el imaginario, no solo de los mexicanos, sino de muchas personas del continente e incluso de Europa.
“Un amigo hizo un cartelito sencillo que decía ‘liberen a Gregorio’. Entonces comenzamos a tomarnos fotos con él y a subirlas a las redes sociales. De pronto empezaron a llegar fotografías de Colombia, Argentina, España, Estados Unidos; los reporteros locales comenzaron a marchar y supimos que teníamos que hacer algo más”.
Yo no veo lo malo, esa es la realidad, hay que contarla de tal forma que la gente no se quede indeferente. Nosotros elegimos esta profesión”
Pero un par de días después la consigna quedó vacía, el cuerpo de Gregorio fue encontrado en una fosa con otros dos cadáveres. Entonces el reclamo de respeto por su vida se convirtió en clamor por justicia. 16 periodistas, una misión inédita, viajaron a la zona para investigar y llamaron tanto la atención que el gobierno mexicano les dio acceso a los expedientes del caso. Entre ellos estaba, cómo no, Marcela Turati: “Rentamos un camioncito y nos fuimos. De pronto los medios empezaron a titular cosas como ‘Misión Inédita tras las huellas del asesinato de Gregorio’ o ‘Misión Inédita se asoma a las fosa’. Ese último tenía una fotografía mía en primera plana, mirando con el ceño fruncido hacia el agujero. Me la tomó el reportero que nos llevó, cabrón”. – Parece más emocionada que enojada al comentarlo, aunque un día después de publicado el periódico fuera amenazada de muerte y tuviera que refugiarse en Washington–. Turati relata cómo la ONG ‘Periodistas de a pie’ entrevistó en tres días a más de 60 comunicadores de la zona, además de familiares, amigos de Gregorio y autoridades estatales y federales. Algo en su tono ha cambiado; sabe, todos sabemos que está hablando de un caso grave, pero lo cuenta con cierta emoción, como si el hecho de hacer visible a Gregorio Jiménez, de encontrar su cuerpo, de condenar su crimen públicamente, fuera una victoria contra los perpetradores del crimen. Ya no me parece triste –el peligro de las primeras impresiones–; a quien tengo al frente es a una mujer llena de esperanza, convencida de que la unión entre periodistas es más fuerte que las presiones estatales o los intereses criminales: “Luego de esos días investigando salíamos en el noticiero del medio día muy serios afirmando que ‘no quedaría impune’”. “¿Y quedó impune?”, pregunto. “Se supone que atraparon a los asesinos. Salieron a decir que hubo un pleito de vecinos y que por eso una señora les pagó para matar a Gregorio y cortarle la lengua. Pero hay que tener en cuenta que esa es zona del cartel de Los Zetas, y que el trabajo de Gregorio, cubrir secuestros, está prohibido. La idea es que los narcos y el gobierno sepan que no es buen negocio amenazar periodistas, censurarlos, que cada vez que lo hagan les vamos a investigar donde más les duele”. Miro a Marcela Turati y compruebo que no está aquí. Su piel, su vida, toda ella se quedó en México, en las vidas de los desprotegidos. Y es un alivio que todavía existan periodistas así; que vuelcan todo su dolor su rabia, su asco, su esperanza, su miedo en lo que cuentan; ‘casos clínicos’ o periodistas más que cuerdos que dejan la piel en las historias.
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Asociación Cultural Periódico Estudiantil NEXOS
Viaje a las sombras de Medellín
Jessica Serna Sierra ysernas@eafit.edu.co
“De noche te era fiel, era tu testigo desvelado para que tu belleza no fuera inútil: te aseguraba un reino en mi conciencia y una dicha en mi corazón exaltado. Pero nunca comprendiste la humilde gloria de tener un poeta errando por el corazón desierto de tus noches considerándote mi hogar, mi amante, mi única patria”. Gonzalo Arango - Medellín, a solas contigo.
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ocos tienen la fortuna de estar a solas con Medellín como alguna vez lo hizo el poeta Gonzalo Arango; para decirle lo que amaba de ella y lo que no, para desentrañarla y reclamarle por los atropellos y la opresión, pero también para admirarla y agradecerle por convertirlo en lo que fue. La noche del 15 de septiembre los afortunados fueron muchos. Casi 80 personas atendieron la convocatoria de La Ciudad Verde y caminaron durante la noche las calles del centro de Medellín; reconocieron sus rincones más históricos y dieron vida a personajes y lugares de antaño. Juan Fernando Ospina –fotógrafo y director de Universo Centro- y Sergio Restrepo –director del Teatro Pablo Tobón Uribe y de la Corporación Otraparte– guiaron el viaje que invitó a contemplar los lugares que vieron nacer la ciudad, esos que hoy, entre los miedos y afanes, tanto nos cuesta reconocer. A las 7:00 de la noche comenzó el recorrido para dar vida al centro que, como afirmaron los guías, resulta solitario una vez se bajan las persianas de los negocios, se cierran las puertas de las oficinas y emprenden huida sistemáticamente buses, metros y vehículos particulares.
El centro conversado, degustado y masticado El punto de encuentro fue el Teatro Pablo Tobón Uribe, una de las primeras obras del centro de la ciudad y que llegó a ser la más importante cuando ese sector era el eje y lo demás “eran mangas”. En esa época (1967)
los teatros eran construidos sobre corrientes de agua para tener unas condiciones especiales de acústica, por esa razón el Pablo Tobón fue edificado sobre la Quebrada Santa Elena. “Sobre la quebrada se construyó la Avenida La Playa; que, antes de ser cubierta y canalizada, era cruzada por puentes donde se encontraban grandes mansiones a lado y lado. Hoy solo queda la Casa Barrientos, donde está la casa de lectura de Comfenalco”, contó Juan Fernando. La primera parada de esta “procesión”, denominada así por Daniela Galvis, asistente a la caminata, fue el Palacio de Bellas Artes, uno de los primeros edificios del centro ubicado en la calle Córdoba. Fue construido en 1981 por la Sociedad de Mejoras Públicas como alternativa para el disfrute cultural y artístico. Esta obra, sumada a la instalación de bancas y baños públicos, comenzó a forjar el concepto de cultura ciudadana para Medellín. El gran patrimonio del centro de Medellín es su oferta cultural. Sobre esa calle por ejemplo, están el Pequeño Teatro y la Taberna Diógenes. En esta última se halla la mayor colección de música cubana, antillana, salsa, son y boleros de la ciudad; un total de 144 acetatos que pertenecieron a la difunta Omaira Rivera se comparten en el video bar. Sobre Córdoba también se encuentran un par de puertas rojas grandes, que hasta mediados del siglo XX fueron la entrada del Circo Teatro España. En este espacio tuvieron lugar las primeras funciones de cine y se ofrecían además corridas de toros y conciertos. Para Sergio Restrepo, a propósito de la discusión del Plan de Ordenamiento Territorial, lo que ha ocurrido en esta calle es un ejemplo de potenciación del suelo. Los restaurantes Ítaca y El Túnel, Fractal Teatro y la librería Palinuro -de libros leídos- han establecido una zona
que contrasta con otros sitios que deterioran el suelo como los burdeles, salas de masajes y expendios de drogas que también se han asentado poderosamente en el centro. Giovanny Celis, uno de los dueños de El Túnel Café y Cocina afirmó que gracias a nuestros antepasados llevamos el centro en los genes y hasta en las papilas gustativas, y por eso es importante volver a él como universo conversado, degustado y masticado.
A orinar al atrio Unas cuadras más abajo se encuentra el Parque del Periodista, antes llamado Parque del Guanábano por un gran árbol
de guanábana que se encontraba allí. En la mitad hay un monumento construido en memoria a la muerte de nueve niños del barrio Villatina en 1992, de la cual fueron acusados algunos policías. El Comité Internacional de Derechos Humanos obligó al Estado colombiano a reconocer su responsabilidad en los hechos y las madres de los niños, además de la indemnización, pidieron que se hiciera una obra pública para que la ciudad recordara lo sucedido. Este parque que se ha consolidado como punto de encuentro para la diversidad de la ciudad alberga historias de todo tipo, como la anécdota de la llegada de los primeros baños públicos al lugar.
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Había una palma cuya vida estaba amenazada por la cantidad de orines que depositaban en ella los concurrentes al Parque. Juan Fernando, a manera de protesta simbólica instaló en ella un letrero que decía “a orinar al atrio”, con una flecha que conducía a un orinal con recipiente para almacenar los orines. La administración se comunicó con él, pues había rumores de que pondría la orina recolectada a la entrada de La Alpujarra y mandaron a cercar la palma. Sin embargo, cercaron la planta equivocada y aquella que soportaba la orina de los fiesteros del Parque finalmente se cayó. Al bajar por Maracaibo hacia la Oriental hay una variedad de sitios que inspiran todo, menos miedo. La Boa para el tango, El Recetario para la comida, El Acontista para la conversación y el Centro Colombo Americano para las historias.
‘Las pirámides de Fajardo’ En 2007 se construyeron en la Avenida Oriental las afamadas “pirámides”, una obra que despertó críticas desde la estética, pero que
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Aunque hay quienes dicen que el centro está perdido, Juan Fernando opina que sus problemáticas son reflejo de lo que sucede en el resto de la ciudad.
según Juan Bernardo Galvis, gerente del centro en ese entonces, solucionó la problemática de movilidad que tenía el sector. De acuerdo con Galvis, mientras la ciudad se movía en promedio a 18 kilómetros por hora, en la Oriental el promedio era de 9 kilómetros por hora y aunque las losas de los antiguos separadores estaban muy deterioradas, ninguna administración se había atrevido a repararlas por el costo político que tenía cerrar la Avenida Oriental. La administración hizo un concurso y puso como condición la construcción de algo que obligara el
paso de los peatones por las cebras y que tuviera color. La propuesta fue hacer unas montañas como homenaje a las montañas antioqueñas, pero por las dificultades constructivas que presenta esta geometría, terminaron siendo unas pirámides. Más allá del debate estético, Juan Bernardo resaltó que en esa avenida se tenían cifras de 47 heridos y 17 muertos por accidentes de tránsito y después de realizada la obra se tuvieron 5 muertos y 12 heridos; dos años después 3 muertos; y al tercer año solo un muerto. Los árboles en la avenida se multiplicaron por tres y se establecieron pasos para peatones cada 90 metros, superando la norma que establece las cebras cada 120 metros.
Se dice que el centro está perdido El Parque Bolívar era un sitio frecuentado por los escritores nadaístas y por cierto grupo de intelectuales de los años 50 y 60, también por familias que luego de hacer compras en Junín iban allí a comer helado.
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En la Catedral Metropolitana, construida sobre la quebrada La Loca, reposan los restos de Tomás Carrasquilla y hay un mirador al que se accede por uno de los primeros ascensores construidos en la ciudad. Sin embargo, el acceso es restringido por cuestiones de seguridad. Durante un tiempo la catedral estuvo cubierta por vallas porque se estaban raspando sus ladrillos para preparar bazuco. En el costado oriental del parque está la casa de Pastor Restrepo, un ingeniero químico precursor de la fotografía en Colombia. La Curia hizo cancelar la obra de una compañía europea por el romance que una de sus actrices sostenía con Restrepo, entonces el ingeniero construyó en el patio de su casa el Teatro Las Tablas para presentar a su mujer. Allí se encuentra actualmente el restaurante La Estancia. Por este sector también se abrieron lugar los primeros sex shops y salas de cine erótico de la ciudad, algunos de los cuales son ahora centros comerciales o iglesias protestantes. Cerca se encuentra el Parque Berrío, antiguamente conocido como La Plaza Mayor. Allí, en el que fue el corazón de Medellín durante una época, Juan Fernando habló de la transformación urbanística que tuvo el lugar luego de cuatro incendios y de cómo la cultura campesina en la figura de los culebreros, músicos y artesanos todavía subsiste. Cuatro horas de recorrido tuvieron final en La Barra Ejecutiva, un sitio de stripteasse, cuya entrada es un túnel de luces rojas que conducen al sitio donde las chicas se deprenden de su ropa. A las 11 de la noche el centro estaba vivo y sus sombras develadas por los 80 caminantes que se detuvieron a apreciarlo. Aunque hay quienes dicen que el centro está perdido, Juan Fernando opina que sus problemáticas son reflejo de lo que sucede en el resto de la ciudad. Por su parte, Juan Bernardo Galvis, dice que hace falta consolidar organizaciones y organismos cívicos, porque la transformación social es la clave para lograr resultados urbanísticos.
Fotos: Teatro Pablo Tobón Uribe y Paseo la Playa Sergio González Av. La Playa Mateo Taborda. Cuadro Documental Parque Berrío Marlon Trujillo Montaño. Cuadro Documental El Palo Daniele Blundo. Cuadro Documental
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e uno de los corredores del ala izquierda salió una mujer de avanzada edad, robusta y seria. Y vaya sorpresa nos llevamos, qué mujer más amable. Todos la llaman doña Virginia, “la abuela de la Plaza”. Nos llevó hasta su local por un pasillo oscuro que conducía a un negocio muy agradable lleno de flores y esencias de yerbas curativas que se usaban en antaño. Sus respuestas eran tímidas pero desbordaban sabiduría y amor por su lugar de trabajo.
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as frutas y verduras de don Jorge están ubicadas diagonal al pintoresco negocio de “la abuela de la Plaza”. Para este hombre, la Minorista es un espacio sustancial para la ciudad; allí ha ido construyendo a lo largo de los años su lugar de trabajo, del que habla con emotividad y orgullo.
éctor es un tipo simpático y cómico que trabaja en la Minorista como carnicero. Para sus amigos es “El Parce”, y para las mujeres “El Papi”, cuenta a la vez que recibe jocosamente las bromas de sus amigos y posa para las fotos afilando su cuchillo. “El Parce” pidió una fotografía en compañía de sus colegas de trabajo, con la cual el obturador pudo captar la hermandad detrás de esas enormes vitrinas repletas de proteína.
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on Elkin, más conocido como “el Barbado”, es un personaje alegre y sereno. Trabajador y dedicado a su familia, “el Barbado” pasa los días vendiendo diversos tipos de flores en la Plaza.
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l Oscar” es como una caja de sorpresas. El trabajo en su granero en La Minorista, lo alterna con sus estudios en Derecho y es, además, psicólogo profesional. Entre otras cosas, “El Oscar” habló de un proyecto de parqueadero para la Plaza, así como del ordenamiento que se sueña para la misma. Y a pesar de que ha dedicado su vida a la academia, afirma respecto a su negocio en este lugar: “no soy ingrato, no abandono mi hogar”.
Sebastián Rúa
sebasrua025@gmail.com
Cada paso que dábamos nos adentraba más hacia ese universo, a ese hogar de personas dedicadas y con amor por su trabajo. La plaza de mercado “José María Villa”, conocida por los habitantes de Medellín simplemente como “La Minorista” es sinónimo de variedad en todo el sentido de la palabra: en colores, en olores, en personajes, en historias. Un reportaje que ahonda en el mundo de esa Plaza ubicada al noroccidente de la ciudad más allá de su fachada, con la intención de descubrir su cara humanizada en compañía de las personas que la han habitado por horas, días y años ejerciendo sus oficios.
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oña Nena, “la muñeca” de la Plaza Minorista dedica su vida, más que a vender ropa usada, a coleccionar antigüedades. Su puesto de trabajo es un mundo de particularidades; hay cervezas de hace más de 20 años, Barbies, zapatos, sombreros, máscaras. Entre montones de objetos y colores logramos ver también el brillo de su personalidad: una mujer amable, detallista y entregada a su oficio.
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a Minorista es una ciudad dentro de la ciudad, un lugar polifacético e inundado de personajes e historias, de hombres y mujeres que día a día trabajan por un futuro para sus familias honradamente, con amor y dedicación. Nada mejor para terminar este viaje por la Plaza que un jugo de “Luli” (jugo afamado en La Minorista, combinación de lulo y limón).
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La ruta que dignifica Miguel Correa Saldarriaga mcorre27@eafit.edu.co
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n los albores del día, Medellín despierta en un tsunami de obligaciones viajando hacia sus trabajos. Ahí, en la sombra de todos los andares con afán y las cabezas llenas de responsabilidades, se encuentran en los detalles las historias por las que nadie se interesa en el transcurso del día. Es sorprendente la cantidad de anécdotas de las que se construye el casi efímero paso de una jornada. Por esta ciudad, con su ruido y su movimiento, pasa casi desapercibido un sujeto que a veces parece invisible: “el trabajador de los buses”.
La mañana de Pedro “Mi trabajo empieza a las ocho de la mañana con el primer bus que me deja montar”, empezó a contar Pedro*, de 32 años, hablando de su rutina. Su oficio consiste en vender gomitas y chocolatinas, subiéndose a decenas de buses al día, con unas botas militares que retumban por el estrecho pasillo de metal, a ofrecer sus productos. Viste un pantalón azul marino roto y desteñido del que sobresale de su bolsillo un peine morado y lo combina con una llamativa camisa color rosa. Al igual que sus colegas en el gremio, él asevera de una forma poética el sentimiento que le invade cada vez que se sube a un bus: “somos como gente invisible, tan solo un recuerdo cada vez que nos bajamos por la puerta de atrás”. Pedro no recuerda cuántas máquinas registradoras ha tenido que saltarse, no se acuerda de cómo aprendió las habilidades de equilibrio ni de cuantas veces ha repetido el discurso, que ya muchos ciudadanos se han aprendido de forma pasiva.
El atardecer desde el centro con Gabriel Avanzando en el fragor del tráfico en la ruta del bus de Sabaneta, que empieza desde el Centro de Medellín alrededor de las cinco de la tarde, otro personaje se convierte en protagonista al montarse por la puerta trasera con una guitarra. “Toco como si estuviera en un concierto improvisado”, confiesa el hombre que se sube. El arte de unos dedos es el trabajo de Gabriel Ramírez, un hombre robusto de bigote preadolescente que ronda los 25 años, quien utiliza seis cuerdas y su voz para ganarse el diario. Mientras espera el siguiente colectivo, practica las escalas musicales, y entre tanto, concreta con sus compañeros quién ocupará el siguiente transporte. Le estorba la tula
Ilustración Mateo Giraldo Taborda
de colores jamaiquinos llena de los recambios del instrumento y pajuelas que vende barato a los amantes de la música. El tintineo de las monedas en el bolsito le da ritmo al caminar a través del pasillo del próximo colectivo al que ingresa. El gorro boliviano que lleva no combina con la canción que toca a los pasajeros; la melodía de aquel amor de música ligera nada nos libra, nada más queda despierta el interés de algunos que empiezan a sacar de sus bolsillos y monederos un aporte para el artista. Gabriel trabaja en compañía de “Andrea”, una guitarra color caoba, desgastada por el uso, con el clavijero lleno del sobrante de cuerdas enredadas y a la que hace llamar así por el nombre de su primer amor. Así transcurren los días de Gabriel Ramírez y los demás trabajadores informales, entre altos y bajos, entradas y salidas de los buses, y los rojos y verdes de los semáforos; luchando por la supervivencia. El 53% de ellos invierte diariamente en su labor más de diez horas, y el 40.9% entre seis y diez; jornadas que en ocasiones, acumuladas, ni siquiera alcanzan a recoger un salario mínimo al mes.
La nocturna vuelta a casa de doña Gloria Llegada la hora de partir de vuelta al hogar, los postes eléctricos empiezan a pintar de naranja la ciudad. El ruido del insoportable
freno de aire a presión de los buses se transforma en la sinfonía natural del taco de las seis de la tarde. No queda espacio ni para la mosca furtiva en el amasijo de gente. Ante los pitos, empujones y monedas en mano del conductor no queda otra solución que la paciencia. Cuando la estampida de carne y sudor de un día largo se ha disipado, es el momento idóneo para entrar en acción. En un recodo de la parada del bus espera doña Rocío, con un impecable vestido blanco y un sombrerito, típicos de las regiones rurales antioqueñas. Aguarda impaciente un bus de El Poblado, custodiada por una fila de gente somnolienta a las ocho de la noche. Sus trenzas amarradas con lazos rosados y una sonrisa pintoresca desprenden seguridad. Rocío pide permiso a su merced, el conductor, para cantar un bolero. “Yo canto de todo, hasta me sé las canciones de la leidy gagas esa”, dice. Detrás de una sonrisa mueca se esconde la incertidumbre de no llevar nada para comer a su casa; la esperan dos muchachas ansiosas de ver a su madre después de un largo día; preparan la comida, arreglan la casa y estudian un poco para que a su mamá no le quede más trabajo que acostarlas a cada una en su cama. Acabada la canción, la mujer hace una teatral reverencia al público. Agarra la falda del vestido que llega hasta el suelo, se quita el sombrero y agradece a todo el mundo por el aporte, pues acaba de cautivar al distraído y cansado público nocturno.
El oficio sujeto a las barras de metal del bus Estos tres personajes parecen ser granos de arena entre los cerca de once mil trabajadores informales que hay en Medellín, cifra arrojada por la Personería de la ciudad en 2012. El número abarca no solo a quienes trabajan en los buses, sino a todos aquellos que salen a la calle a buscar su sustento sin contar con acceso a seguridad social ni los demás derechos laborales establecidos por la ley. Sin la posibilidad de un trabajo formal, no queda más remedio que aprender los inestables oficios de la calle. Se asemeja a un engranaje de sistema laboral muy estudiado por los largos días de experiencia. Saben bien cuáles son las horas pico, en las que no cabe un cigarrillo más en la caja. El tiempo es oro y la oportunidad está condicionada. El día puede ser bueno o malo y la caja de chicles puede quedar llena o vacía. No hay estabilidad, no hay un antes ni un después al subirse a un bus. Desde el punto de vista del vendedor, el pasajero es la momentánea prueba de la existencia de un trabajo, un trabajo que dignifica. Mientras el viajero invierte dinero en el pasaje del bus, otros buscan el futuro saltando la registradora y situándose delante de ella con una caja de gomitas, una guitarra, u otros artilugios. El nombre del personajefue cambiado a petición del mismo
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Manuel Mejía
DIXIT
Detrás de una novela, y de un escritor nuestro, hay una pequeña historia que tiene su salero, y que, me parece, no ha sido muy contada en público. Luis Alberto Arango Puerta nexos@eafit.edu.co
Fotos Fundación Manuel Mejía Vallejo
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a novela es Palinuro de México, de Fernando del Paso, también de México; y el escritor nuestro es Manuel Mejía Vallejo, quien fue jurado en el año 77 del importante premio Rómulo Gallegos que ganó dicha novela, y que también había ya ganado nuestro nobel García Márquez, y asimismo ganó el propio Manuel con La Casa de las dos palmas. La novela de del Paso, que al decir de Elkin Obregón (no sé si con razón o sin ella) es la culminación de una cierta manera de novelar, barroca y prolija en exceso, fue un bienvenido divertimento para mí y un grupo escaso de amigos, a quienes induje a leerla, luego de mucha insistencia, y con la complicidad de la Librería Continental, que trajo algunos ejemplares con escepticismo. Gracias a Manuel Mejía, con quien uno podía ver el amanecer, tomando ron y hablando de literatura, can-tando tangos y boleros, o en marcha por un sendero montuno – de regreso a casa– luego de haber
dado una serenata a su hermano Carlos y a tres o cuatro vecinos de su amada Ziruma, tuve el privilegio de conocer los intríngulis, aquello que se cocina tras bambalinas en el otorgamiento de un premio literario. Después de deliberar muchísimas horas – contó Manuel– se llegó a la conclusión de que, literariamente hablando, la obra de mayor calidad era sin duda Palinuro de México. Sin embargo, el resto del jurado calificador esgrimió una razón que denominó de coyuntura política, para premiar a otro escritor. Manuel, quien ya había tomado una decisión irreconciliable a favor de del Paso, increpó al grupo con un sólido argumento y amenaza: “O
Hasta aquí todo transcurre como una simple anécdota, que corre el peligro de la oralidad: que se olvide sin pena. Pero quedó, inédita, una cuarteta que hace justicia a esa habilidad de Manuel de andar versificando su entorno y su vida; esta vez en honor a la verdad, al humor, y al mexicano que seguiremos leyendo por su probada calidad. La cuarteta reza: Dice Manuel de un trancazo, con su tono franco y duro, premiamos a Palinuro sólo por salir del Paso.
premiamos la calidad literaria, que es nuestra razón de estar aquí, o les hago un escándalo”. Razón que se impuso para bien de los lectores.
Quizá ni el mismo autor mexicano conozca lo anterior, pero el peso de su novela, de una palabra como Palinuro, impuso un espacio (una librería), que pretende no sucumbir como el piloto de Eneas, cayendo por la borda, sino sobrevivir para bien de sus clientes y amigos.
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“Conservesiando” con el cineasta Hugo Restrepo Natalia Zuluaga S.
nzuluag2@eafit.edu.co
Ilustraciónes Julián Rodríguez Botero: facebook.com/EnLaPiecita y Juan José R. Bianchi
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Hugo Restrepo han hablado bastante: que habla mucho, que toma mucho, que sabe mucho, que vive mucho. Físicamente no puedo imaginármelo porque ya he tenido la oportunidad de verlo muchas veces. Y es que un visitante frecuente del Parque del Poblado sabe que a cualquier hora del día, cualquier día que vaya, puede encontrarse con un hombre que generalmente lleva puesta una chaqueta beige; es bastante delgado y cuya estatura supera por poco el promedio, un hombre de barba blanca y cabello grisáceo, con el rostro marcado por arrugas que traducen más años de los que en realidad tiene. Hugo es un hombre de manos frías y muy delgadas, que camina con la tranquilidad de quien sabe que por más tarde que llegue siempre
encontrará a alguien dispuesto a compartir con él una cerveza, unas palabras, unas copas de aguardiente o largas horas de conversación. Son las 3:05 p.m. y mientras miro los carros que bajan por la Calle 9 y a otros que cruzan la Carrera 43 B aparece, por la intersección de estas dos direcciones, un tipo de pantalón negro, camisa rosa a rayas y chaleco negro de seda. Lleva en la mano una chaqueta beige y tiene puestos unos zapatos que, a falta de la chaqueta, no le combinarían con nada. Todavía no sé si Hugo Restrepo tiene una memoria muy prodigiosa o muy mala, pero ese día, en la esquina donde se encuentra la Calle 9 con la Carrera 43 B, se acordó de mí y me vio sentada donde habíamos pactado encontrarnos, en Las Costillas de
Pedro; “porque allá la cerveza es más barata”, me dijo cuando buscábamos en nuestra memoria un lugar adecuado para conversar tomando cerveza (acto que él, en varias ocasiones, ha llamado “conservesiar”). “Hola Natalia, ¿cómo estás?” “Hola Hugo, muy bien gracias. Sentate Hugo pa’ que conversemos”. “Contame Natalia”. “Hugo, no tengo ninguna entrevista preparada, a mí lo que me interesa es conversar con vos e ir mirando qué resulta en la conversación”. “Maravilloso, porque soy alérgico a las entrevistas, conversemos entonces”. Sin entrevista preparada, ambos sabíamos que existían preguntas obligadas que por supuesto le hice, tal vez para romper el silencio que se instauró luego del saludo, pero más
aún para hacerle saber a Hugo que lo que más me interesaba de él era su experiencia con el cine. ¿Cómo vas? ¿Qué has estado haciendo últimamente? ¿Seguís escribiendo para cine? ¿Tenés algún plan de volver a meterte en una película? ¿Has vuelto a hablar con Víctor Gaviria? ¿Qué estudiaste? ¿Cómo se llega de la geología al cine?... - Oiste Hugo, ¿y vos hace cuánto venís al parque? - le pregunto porque de verdad me intriga. - ¿Al parque? Desde que lo abrí. Esto era un potrero, vendí las vacas y ahí dejé los arbolitos. – me responde entre risas. -
¿Y con quién venís siempre?
- Solo. Aquí me encuentro a todo el mundo, yo no necesito traer a nadie.
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Y entonces la conversación nos lleva a hablar de su hija. Me cuenta que está estudiando en la Universidad de Oxford y que ya tiene un invento patentado. Más tarde, me doy cuenta de que Vanessa Restrepo Schild es una chica de 21 años que en Medellín han catalogado como “genio”. - Hugo, mírame a mí con la misma edad de tu hija y aquí sentada. - Pa que veas, la tienen trabajando ya como investigadora en la Universidad de Oxford. -
¡Qué maravilla!
- Qué buen polvo yo ¿cierto? – y aparecen las risas. Comenzamos a conversar sobre cine y me cuenta que después de haber estudiado ingeniería geológica, aun cuando las condiciones para producir contenidos culturales en el país han sido complicadas, él vio el camino menos escabroso por el lado de la cinematografía. “Porque hacer salidas de campo para conocer terrenos y demás cosas que la geología pide, era peligrosísimo en los años 80. Por todas partes había amenazas de la guerrilla o de otros grupos insurgentes”. Y resulta que a Hugo siempre le había interesado el cine, era un pasa tiempo que no escondía y tenía entonces un grupo de amigos con los que veía cine, hablaba de cine y, con los que luego, hizo cine. El nombre de Hugo Restrepo suena en la gran pantalla colombiana por películas como Rodrigo D no futuro y Sumas y restas. Ninguna de estas dos producciones puede ser nombrada sin recordar a Víctor Gaviria. “Y yo a él lo conocí por un amigo que resultamos teniendo en común. Con ganas de montar una productora de cine hablé con mi amigo y para entonces Víctor ya se había ganado un par de premios escribiendo, entonces su nombre sonaba”- afirma Hugo. El contacto con Víctor dio como resultado Tiempos Modernos, una de las primeras productoras de cine independiente de la ciudad, la cual inició con Víctor Gaviria, Jorge Mario Vélez y Hugo Restrepo en 1983. - Y hablando de cine, te tengo una excelente noticia. – me dice Hugo con ánimos de revelar una exclusiva. - Para esta convocatoria de cinematografía escribí un guión con dos amigos y está en la recta final, está de finalista. Se llama Granada. - ¡Excelente! ¿Y de qué se trata? – pregunto. - Te estoy lanzando una granada, una exclusiva – dice Hugo entre risas – El guión es sobre Granada, Antioquia. Hubo una época en la que todos los grupos armados llegaron allá y mataron a miles de personas. Hay fincas en Granada que siguen desocupadas porque la gente no volvió.
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En este punto Hugo resalta la actualidad con la que viene cargado el guión sobre Granada debido a los actuales diálogos de paz en La Habana y afirma que, junto con sus amigos, ya tiene varios testimonios del lugar. Hablando del guión y de lo que Hugo ha escrito, recuerdo que buscando me había encontrado hace días con un blog firmado con su nombre, el cual lleva el título de “Mi seria vida”. No hasta que me senté con Hugo y descubrí lo mucho que juega con las palabras, logré comprender el doble sentido que llevaba consigo el título del blog. Y es que este ingeniero geológico y además cinematógrafo aclara que no puede distinguir entre la seriedad de su vida y la miseria de la misma. En un momento en el que le pido que me cuente su historia, Hugo resuelve por preguntarme, con seriedad en su tono de voz, si lo que quiero saber es su historia o su histeria.
Y así seguimos conversando, con juegos de palabras hechos por él con una agilidad mental que logra tantos aciertos como desaciertos. Impresiona en todo caso. “Pero al blog todo me lo sube mi hija. Yo no soy más que un dictador. Yo dicto y ella escribe”. Mientras en la mesa se destapa una Pilsen tras otra, Hugo me cuenta que tiene planeado escribir una novela.
El nombre de Hugo Restrepo suena en la gran pantalla colombiana por películas como Rodrigo D no futuro y Sumas y restas.
15 - ¿Y sobre qué querés escribir? – le pregunto - No sé todavía – confiesa Hugo - ¿Qué tema escojo? - No temas, cojo – le respondo, tratando de jugar con las palabras igual que él, para mantener el humor en la conversación. Dejando claro que no se trata de una entrevista, Hugo me pregunta por mí, por mi vida. Le respondo que con seguridad no he vivido tanto como él, pero a mi mente viene una anécdota chistosa que me atrevo a contarle. - Hugo, vos ves que mi ojos son muy chiquitos… Cuando yo tenía 7 años mi papá siempre se cercioraba de que, al momento de cruzar una calle, yo no me estuviera riendo y mantuviera los ojos abiertos. Él estaba seguro de que cuando yo me reía, no veía nada. No sé si por no hacerme sentir mal o porque en serio le causó gracia, Hugo comienza a reírse y a repetir una y otra vez “¡No te riás, no te riás, que vamos a cruzar la calle!”. Cinco minutos después, dos personas, conocidas de Hugo, se acercan a nuestra mesa para saludarlo. Ahora estas dos personas, desconocidas totalmente para mí, saben que cuando era pequeña, mi papá no me dejaba pasar la calle riéndome. A las 5:45 p.m. se forma, en la Carrera 43B, justo al frente de nosotros, un trancón de carros que intentan buscar salida. Dos, tal vez, tres conductores deciden comenzar a pitar a ver si así avanza el trancón. El ruido hace presencia en nuestra conversación y Hugo reacciona de tal manera que deja ver lo vivo que se mantiene. Aplaude fuertemente y comienza a gritar: “¡Eeesooo, qué bonita que es la cultura ciudadana! ¡Eeesoo piteen!”. Además de ser todo eso que dice, todo eso que muestra, Hugo Restrepo es, según personas que lo conocen, un hombre que despierta sensaciones muy extrañas. Hay quienes siempre que pueden se acercan a saludarlo, mientras hay otros que lo evitan. Parece que Hugo siempre va a estar ahí, de día, de noche, de madrugada… Definitivamente el Parque es más de él que de cualquier otro. Héctor Gómez Gómez, un viejo amigo de Hugo, afirma que él: “nunca tiene afán... Si le da un infarto seguramente se muere a los tres años... Sin afán”. Y me asegura (a escondidas del cineasta) que una de las cosas que más le gusta es poder conversar “con locos como Hugo, porque los cuerdos no hablan nada interesante”. “Humo Restrepo”, “Humor Restrepo”, “Toñito Restrepo” “Restrepo Restrepo”, “Hugo Respeto”…. Son solo algunas de las maneras como este hombre, aparentemente adjunto al Parque de El Poblado, se define a sí mismo para darle sentido a su seria vida.
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Juan Guillero Ocampo: una cajita de música Maria Camila Cardona Agudelo
Segundo atril, primeros violines. Orquesta Sinfónica Amadeus. mcardo26@eafit.edu.co
Ilustración Juliana Arias Ruiz
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n una sociedad que en su momento prohibió soñar con un mundo hecho de música; que en lugar de violines, flautas o fagotes entregó, como si fueran juguetes, armas y sueños de narcotráfico, Juan Guillermo Ocampo creó la Red de Escuelas de Música de Medellín. Todo con el afán altruista de abrir una nueva puerta a miles de niños y jóvenes que durante años habían sido excluidos de este mundo sencillamente porque ser músicos en la Medellín de los ochenta era un privilegio reservado para familias de mucho dinero. Juan Guillermo Ocampo, hijo de una época que tenía el foco puesto en el peso del apellido familiar y en los números de la cuenta bancaria, creció con un pensamiento que lo llevó a tropezarse cientos de veces, para entender que su misión en el mundo era ofrecer grandes oportunidades, disfrazadas de notas e instrumentos musicales, a niños y jóvenes de la ciudad de Medellín. A Juan Guillermo no se le abrieron las puertas de la música de la manera que él esperó y su sueño de ser un gran violinista se vio truncado por las dificultades económicas y por las barreras socio culturales. El proyecto de la Fundación Amadeus y posteriormente el megaproyecto de la Red de Escuelas de Música de Medellín surgió del descontento de ver a la música ser tratada como un bien que podía ser comprado. Pues, para Juan Guillermo, esta debía ser concebida como un derecho y un elemento transformador de vidas, que más que hacer del niño un buen trompetista o violinista, busca hacerlo una buena persona. Amadeus es hija de una filosofía que consiste en brindarle a los niños una herramienta que les permite
realizar sueños a través de descubrirse a sí mismos, conociendo de qué son capaces y entendiendo que las metas son alcanzables. En este punto es donde entra la música como el elemento didáctico por excelencia que permite a los niños y jóvenes retarse a sí mismos y hacer parte del laboratorio de experiencias que llamamos vivir. Aunque la perfección musical nunca fue la meta, la Orquesta Sinfónica Amadeus ha cosechado a lo largo de los años triunfos con los que ni Juan Guillermo pudo haber soñado alguna vez. Una de estas épicas victorias fue el día en que la orquesta tocó para el Papa Juan Pablo II y que en medio de la incredulidad de la sociedad y los medios de comunicación, 120 niños, de la ciudad de Medellín, llegaron a Roma a pesar de las grandes limitaciones económicas que para ese entonces tenían, y llenaron de música la Piazza di San Pietro simplemente guiados por sus sueños e instrumentos musicales. Muchos retos se presentaron en el camino; como el día en el que una banda criminal entró a la fuerzav a una escuela de música y se robó todos los instrumentos, instrumentos que el mismo Fernando Botero había donado y que, aunque su valor material ya era alto, este era superado con creces con el valor sentimental que tenían, un violín ya no era un violín sino un instrumento para soñar. Pero la ciudad ya no veía estos instrumentos como algo sin valor; el día mas feliz para Juan Guillermo fue cuando un padre de familia, de
la escuela en la que había ocurrido el robo, le contó que en una prendería del centro estaban todos los instrumentos y que el precio por ellos superaba en valor a algunos electrodomésticos que, usualmente, llegaban a estos lugares. En ese momento “Juangui” –como prefiere presentarse ante todos– se dio cuenta de que aquellos instrumentos, que en un principio no tenían valor alguno para la sociedad, y que aun sin saber qué eran , ni para qué servían, ya sabían que había un loco en la ciudad haciendo música con niños, y que ellos, mas allá de sus dificultades y contextos de vida, se reunían con el único fin de hacer música con su familia, esa familia de afuera de la casa. Cuando conoces a Juangui, te impresiona su capacidad de saberse los nombres de todas aquellas personas que lo rodean, pero más que un ejercicio para su memoria, es su mejor forma de darle identidad e importancia a cada uno de los integrantes de la orquesta, y de su vida; para Juangui ya no somos unos simples muchachos a los que sacó de las calles, para él somos una pequeña familia, parte de una orquesta en la que tenemos un nombre y un lugar en el mundo, en su mundo. Si pudiera describir a Juangui, primero diría que desde que lo conozco tiene canas, una enorme sonrisa en el rostro y los brazos abiertos para dar el mejor de los saludos; también debo decir que es un luchador, es un hombre que se ha enfrentado a “capa y espada” por cumplir sus sueños, pero más que sus
sueños y metas personales, esas que se piensan en privado y pasamos toda la vida intentando realizar, él nos dio a nosotros, a 5.000 niños y jóvenes, una oportunidad de soñar como músicos de la ciudad, sin tenernos que preocupar por nada más que no fuera la música. Él nos permitió soñar y nos mostró el camino correcto para cumplir nuestros sueños, sin olvidarnos nunca de lo más importante: ser humanos… Podría decirse que la Fundación Amadeus utiliza la enseñanza de la música como un pretexto para la enseñanza de la vida, testimonio de ello son las muchas personas que pertenecieron al proyecto, y que ahora, años después, recuerdan con gratitud los años en los que jugaron a ser músicos, y aunque ya el instrumento permanezca en la sombra de la habitación y parezca estar ya corroído por el tiempo, permanecen vigentes las enseñanzas de aquel viejo loco y soñador, como el mismo se define, que regalaron libertad en tiempos en los que ser libre era un privilegio de pocos y un pecado de muchos. Este gran proyecto que emprendió Juangui, hace ya dieciséis años, no se quedó sólo en historias, aun hoy, somos muchos los que creemos en las brillantes ideas de este hombre y que él, sin falta, ha cumplido una a una, tal vez con muchas dificultades, pero amor enorme por lo que hace y seguirá haciendo. Porque más que música nos ha enseñado a soñar y a entender que la familia, esa que nosotros creamos con instrumentos y amor, es nuestro pequeño lugar en el mundo, ese lugar en el que cada uno tiene una función, en el que somos importantes, porque somos una familia en la que nuestro fin no es más que el de estar juntos, siempre juntos…
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Volver para qué Crónica sobre el desarraigo Daniel Rivera Marín nexos@eafit.edu.co
“Volver para qué, crónica sobre el
recuerdo de todo lo horrible, de su hijo Ángel reclutado por los paramilitares, y como eso no se puede, entonces no regresa.
desarraigo” es un libro del periodista Daniel Rivera Marín, quien trabaja actualmente en el periódico El Colombiano como reportero de temas políticos y conflicto armado. Su nueva obra, ganadora de la Beca de Creación Literaria en Periodismo Narrativo -otorgado por la Alcaldía de Medellín en 2013- relata las experiencias de aquellas personas que pretenden regresar a su tierra luego de ser desplazados por los diferentes grupos armados del país.
Para seguir perpetuando la memoria, María del Socorro ha hecho de la fachada de su casa lo que era el corredor de su finca en la vereda La Florida, de Cocorná: en materas, baldes que ya no se usan, botellas cortadas por la mitad, hay sembradas veraneras, anturios, rosas, margaritas y mas de veinte plantas ornamentales que ella cuida pudorosamente todos los días: las consiente, les habla, les echa agua mientras les dice mis niñas, las poda, les quita los piojos. Es un pequeño ritual al que tampoco quiere renunciar. Además, encima de la puerta verde hay un anuncio: venta de cremas a doscientos pesos y de bolis a cien. Y no es necesario anunciar la venta de mazamorra ni de chocolate porque el fogón de leña en la calle levantado en piedras irregulares y en él, este martes, descansan dos ollas grandes sobre cinco varillas de hierro. Desde la esquina se ve a María de perfil con su cabeza ceniza, un delantal azul viejo pero muy limpio que le llega a las rodillas y que le cubre un vestido blanquísimo.
En esta ocasión presentamos dos fragmentos del libro que narran el inicio y parte del desarrollo de este viaje realizado por el autor acompañado de su amigo y fotógrafo Julio César Herrera. Capítulo I (Fragmento) Debajo de las camas, en las casas de mi niñez –que fueron tantas, todas de arriendo– , siempre había un nudo de maletas. La más grande contenía al resto. Y era un terror verlas por ahí, sobre todo una de cuero café que mi madre aún conserva, porque así me enteraba de un nuevo viaje. A veces se trataba solo de visitas familiares: a Manizales, a Armenia, a Pereira a Belén de Umbría, a Medellín. Otras veces era una despedida definitiva, al menos eso creía. Pasamos de ciudad en ciudad, buscando futuro, buscando empleo, vivos de puro milagro, como tantos. Los viajes: el tiempo perdido del camino, la luz de la llegada. Las filas en las terminales, el olor del vómito de los niños, el calor, las películas de sangre muy viva en casi todo el trayecto, la comida siempre papas, arroz y pollo, ese olor tan particular de los buses viejos, entre motor caliente y embrague quemado. Y así, aquí estoy –con Julio César Herrera, el fotógrafo de tantos destinos–, con otra maleta llena, listo para seguir vagando, en la Terminal del Norte de Medellín, este vientre fértil que expulsa viajeros cada segundo sin reparo. Dicen aquí, en estas oficinas, que al año son veinte millones de peregrinos los que pasan, que entran y salen, algunos con una visión muy definida de ese futuro que viene con el bus, otros no. Por día –esto es la asfixia –son treinta mil hombres, mujeres, niños que reciben el tiquete, que llevan su maleta, que entran a los baños, que se gastan mas de doscientos rollos de papel higiénico, que compran la gaseosa, la empanada. La modernidad viene siendo eso, no pertenecer a ningún sitio, ser de todas partes. Son las 6:30 de la mañana y llegan hombres de todos los tamaños, ojos de sueño, y sus mujeres envueltas en cobijas ecuatorianas de muchos
colores, unas cargan a sus niñitos bien sudados de ojos vivaces que no sintieron del todo el viaje de la noche. Mientras tanto, una mujer rubia de mentiras, senos enormes imposibles, pregunta por su tiquete en la taquilla de buses que van para el Oriente antioqueño, pelea y no se entiende muy bien por qué. El bus que nos llevará a San Luis sale a las ocho y por el momento hay que esperar. Del Oriente de Antioquia, esa zona de dolores, entre 1997 y 2010, salieron 175.454 desplazados por el conflicto armado colombiano, y esta terminal recibió a unos miles. Campesinos que de tanto aguantar se reventaron y dejaron todo atrás. Región salpicada de sangre donde las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) tuvieron soberanía hasta la llegada del bloque Metro de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio (ACMM). Fue un huracán lo que pasó por el Oriente, por esos veintitrés municipios – Carmen de Viboral, El Retiro, Santuario, Guarne, La Ceja, La Unión, Marinilla, Rionegro, San Vicente, Alejandría, Concepción, El Peñol, Granada, Guatapé, San Carlos, San Rafael, Sonsón, Nariño, Argelia, Abejorral,
Cocorná, San Francisco, San Luis-, fue un huracán de silencio que pocos vieron y dejó tantos damnificados que ninguna mano reparadora los alcanzó –no los va a alcanzar. Hoy –lo pregonan desde las alcaldías, desde el Gobierno nacional –, la región se recupera de a poco; terca, intenta volver a lo que fue. Dicen que, desde 2007, a sus tierras ha regresado el sesenta por ciento de la población. ¿Volver? ¿Volver para qué? Capítulo IV (Fragmento) *** San Francisco, que siempre duerme bajo la bruma que cada mañana abraza la montaña sobre la que se levanta, no lo sospecha. Cuando María del Socorro sale de su casa con la misma bata azul, nadie la ve. Ella es la que hace todo de forma difícil, la que mantiene las costumbres de finca, de hacerlo todo desde el fruto: el café, el chocolate, las arepas, la mazamorra, y no comprar los productos en la tienda ya listos para la olla con agua hirviendo. La historia para ella es compleja; aunque su esposo Luis Aníbal Orozco volvió a la finca y levantó de nuevo los cultivos y un potrero lleno de novillos, lo que ella quiere es otra cosa: la familia unida, los hijos arando la tierra en la que nacieron, borrar el
De una de las ollas saca el claro, líquido que destila el maíz cuando cuece, y dice “Esta es la mejor bogadera que hay, los trabajadores la prefieren por encima de cualquier gaseosa, porque como el claro no hay nada para quitar la sed”. Y recuerda que en sus tiempos en la finca llegó a alimentar a veinte jornaleros cada día, para los que había que servir en la mañana, como desayuno, arroz humeante y encima huevos revueltos con cebolla y tomate poco húmedos para que empaparan el arroz, además de carne de cerdo asada, arepa y chocolate con queso recién hecho; y para el corte había que empacarles el claro en una botella para no aguantar sed; el almuerzo era un sancocho de lo que hubiera: res, cerdo, pescado, y con papa, yuca, plátano, arroz, ensalada de repollo y aguacate, y de sobremesa aguapanela con limón; y para el corte de la tarde se llevaban el claro con panela; finalmente para la comida tenían que estar servidos, a eso de las 5:30 de la tarde, los infaltables fríjoles con arroz, chicharrón, huevo y tajadas de maduro que terminaban juntos en un mismo plato, haciendo de todo un solo sabor único que en esos tiempos no caían mal en ninguna digestión. Y cuando recorre las calles de San Francisco con una olla llena de mazamorra que vende por cucharones, María del Socorro recuerda, no hace otra cosa y, a veces, solo a veces, sus ojos esmeralda que refulgen se quiebran. María del Socorro quiere lo que todos: volver al pasado; la diferencia es que ella se dio cuenta y no insiste, le hace trampa al presente, que es distinto. ***
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¿Aún no es tiempo
de crecer?
Un perfil de Jhon Agudelo García
Jaime Zapata Villarreal nexos@eafit.edu.co
Un escritor son sus palabras y lo que
haga con ellas, nada más. Así empieza todo. El talento y la imaginación y el ingenio son facultades que permiten estructurar una memoria del lenguaje, un sucedáneo de la realidad, eso que llamamos literatura. Escribimos para no recordar más, o al menos no tanto; para recordar solo lo preciso, lo sustancial, la longitud de nuestro olvido. Y así vamos. Dibujando un corpus alterno a la vida que nos domina de manera inconsciente e indirecta, el que bordamos con los hilos más tenues y frágiles buscando una respuesta muchas veces no preguntada, hecha de jirones de necesidad. **** Jhon Agudelo García es escritor. Nació en Bello, tiene 26 años y escribe desde hace un buen tiempo. No es tiempo de crecer es su primer y hasta ahora único libro publicado. Tiene un libro de cuentos sin publicar y una novela casi lista. No es tiempo de crecer es un libro de cuentos complejo, no difícil de leer, sino complejo, agudo, intenso en la exploración del mundo infantil desde la mirada de un joven escritor. Cuando lo leí por primera vez me causó una honda impresión la madurez y el juicio literario con que estaba escrito. No es un libro infantil. No es un libro clisé sobre lo dura que es la infancia. Es, más bien, un libro que narra o evoca la rebeldía vital de un puñado de niños que ven el mundo con rodeos de asombro; confiriéndole, cada uno, una densidad particular al libro, una intimidad no exenta de ingenuidad. Y desde esa complejidad, desde esa metáfora del crecimiento se dibujan unos textos de estupenda limpieza temática y estilística. Son diáfanos. Sopesan imaginarios esenciales conocidos por todos pero por muchos olvidados: el laberinto que se teje en la infancia; el temor de ser niño y el temor, también, a dejar de serlo; la indagación de un existencialismo incipiente, casi siempre involuntario —¿o qué niño colombiano de 10 años, realmente, se ha planteado alguna vez un dilema existencial consciente a lo Camus o Sartre?—; o también, podría decirse, el rastrear el misterio y la incomodidad que se forjan en esta etapa de la vida. La mirada de los niños es una mirada en constante búsqueda. Es dueña de expectativas, de dudas, de genuinas batallas contra el presente. Hay un pasmo paralelo a la decepción. Cada día es un paso menos o una responsabilidad más. Desde todas las latitudes, los escritores han abordado estas experiencias vitales y han tratado de entender por qué es tan importante entender la niñez como un lugar adherido a sus propias reglas. No es
tiempo de crecer de Jhon Agudelo se inscribe en esa larga lista de libros que han abordado el tema de la infancia como punto de partida —y también final— para sus historias. Algunos, claro, con más acierto que otros. Es este libro, y lo creo así, la constatación de un acierto categórico que se puede leer desde sus primeras imágenes: “¿Puede el agua hidratar la curiosidad del árbol muerto?”. Este fragmento hace parte del primer párrafo de “Detrás del cerro”, el cuento que da inicio al libro. Fácilmente se podría leer como un verso de primera línea, aunque esté pensado y escrito como parte de una narración, pero en eso recae la maestría de un buen escritor: en dotar de ambigüedad estética las imágenes más sugerentes. A medida que se va leyendo el cuento uno se entera de que esa curiosidad es la condensación de un deseo en constante tránsito: el niño que anhela descubrir qué hay detrás del cerro; la inquietud, la inocencia, el desparpajo de una mirada infantil que no se sosiega con la respuesta de los adultos: “detrás del cerro está Bogotá”, le dicen, pero a él no le importa: quiere verlo, palparlo por sí mismo. Sentir el peso de la inminencia visual. “Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche”, escribió Augusto Monterroso en su lúcido Decálogo del escritor. Jhon Agudelo, en No es tiempo de crecer, muestra a un artesano del lenguaje en su mejor forma. Las palabras parecen escogidas con mesura y olfato, con una mezcla de franqueza poética y sensata indagación interior:
Hay que leer No es tiempo de crecer. Hay que leer a Jhon Agudelo García. Hay que leer los buenos escritores y libros que se forjan desde el anonimato, desde la pasión intrínseca por contar. tiempo, al final, es también personaje: posa de inconsecuente. También se puede leer como un guiño, al parecer inconsciente, a El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez, o como lo llamaría Harold Bloom en El canon del cuento: “una intertextualidad ciega”, donde el autor aborda una sensación o imagen o estructura ya utilizada antes en la literatura, pero lo hace sin saberlo. También hay humor, mucho. Si en Jhon Agudelo se rastrean influencias de Juan Rulfo en El llano en llamas, o de la técnica depurada y precisa de los mejores cuentos de Evelio Rosero, también hay detalles de tierno humor que ponen en perspectiva esa habilidad de los niños de ahondar, muchas veces sin buscarlo, en los abismos humanos más recónditos: “Pero como no me caía mal le pregunté: «¿Los peces no se aburren en la pecera?», y ella me respondió que no porque ellos se olvidan de todo cada cinco segundos”. (El cuerpo de mi hermanito)
El cuento es una fuerza vital que empuja la historia con el ímpetu de un viento desbocado. Los cuentos de Jhon Agudelo, y no solo los de este libro sino los que se han publicado en diferentes revistas o los que han recibido premios locales y nacionales buscan retratar, a grandes rasgos, la alienación y el amor furtivo, la violencia y la amistad instintiva como parte de un todo que nos comprende, un cúmulo de situaciones o sentimientos que nos rodean y que definirán el carácter de nuestra existencia. El autor, al parecer, también parte de sus experiencias personales, de su misma vida como espejo de su realidad para trazar su narrativa. En muchos de los cuentos de No es tiempo de crecer los tintes autobiográficos están presentes en ese puzzle literario que reconstruye la vida con sus matices más distintivos. Por eso el fútbol es un tema recurrente e importante en el libro: frases, imágenes, recuerdos cercanos sobre el tema; la vida en Bello y los picaditos de la infancia han ayudado a reconstruir ese universo rico y original que el autor ha plasmado en sus cuentos. Hay que leer No es tiempo de crecer. Hay que leer a Jhon Agudelo García. Hay que leer los buenos escritores y libros que se forjan desde el anonimato, desde la pasión intrínseca por contar, sin aspavientos ni intereses, una mirada singular de la realidad, de su condición vital e íntima para tatuarla luego, con maestría y honestidad, en su literatura. Hay que leer bien; y este, sin lugar a dudas, será el caso.
“Los párpados me pesan como pianos”. (Detrás del cerro) “El mundo es pequeño cuando lo piensas pero interminable cuando lo recorres. No sé si le daré la vuelta al mundo pero sí al mundo que he trazado en mi mapa”. (Papá inventado) Este último fragmento, que es una hermosa imagen sobre cómo el mundo nos reduce a medida que lo vamos recorriendo, es un eslabón importante que nos ayudará a comprender la magnífica estructura de Papá inventado, uno de los mejores cuentos del libro. Papá inventado es una parábola sobre el crecimiento que se forja alrededor de una espera continua, sin pausas. Los años pasan y la espera se agudiza; varias cartas y un papá ideado (o no); los niños del cuento crecen y naturalmente mudan de niños a grandes, de inocentes a críticos; la madre, al inicio de la narración, joven y afilada, se vuelve senil y sufriente; y el
Ilustración Sergio Orozco Ochoa
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Sonia lava la ropa Jhon Agudelo García nexos@eafit.edu.co
Los vecinos del primer piso oyen el agua caer por
los tubos. Es la una de la madrugada. Sonia escurre la camisa y la cuelga en el cable del patio. Ahora se encarga del pantalón. Lo pone con cuidado sobre el lavadero de piedra y lo estrega con rabia. No quiere despertar a los niños. Remoja cada prenda con sutileza. Impidiendo que las gotas golpeen fuerte sobre el agua estancada. Sonia se avergüenza de la poca ropa que tiene su familia. Poca, desgastada, alguna rota. Sin embargo, prefiere extenderla en el patio de afuera y que los vecinos vean lo que le ofrece su marido, su vida de miseria. Es su marido quien la obliga a extenderla adentro, donde tarda más en secarse. Él sabe que así conserva su imagen exterior de buen padre. Para Sonia, su marido es un hijueputa que mil veces le ha prometido una lavadora. Cuando tiene el dinero, se desaparece varias noches y regresa con la ropa vuelta nada, oliendo a perfume de ramera. Sonia piensa en esto y empuña las medias y las desliza con violencia sobre las grietas del lavadero. Siguen manchadas. Las remoja con un poco de cloro y las vuelve a estregar. Ni los químicos estropean sus manos: los callos siguen intactos. Sólo le faltan los calzoncillos, salpicados con grumos amarillentos que Sonia no se atreve a mirar con detalle. Les lanza tres cocas de agua y les pasa cuatro veces la barra de jabón. Con una mano sostiene firme y con la otra frota con vehemencia. Las venas de los brazos le brotan como raíces. Suda. El sudor cae. Se mezcla con el agua sucia. Los escurre. Los levanta. A contraluz revisa que estén limpios. Los cuelga y se suelta el pelo. Se lo mece. Se abanica el cuello con un pedazo de cartón. El trabajo está casi terminado. Haciendo un gran esfuerzo, arrastró el cadáver unos centímetros. Ya sólo le falta limpiar el charco de sangre.