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Cuando los Segundos se Hicieron Horas

Por Sofía Cortés

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Nadie nos da aviso sobre el día, el momento o la manera en que nuestras vidas van a cambiar para siempre. Puede ser que el cambio llegue en el mejor momento, o de la manera más agradable posible. Para mí, el cambio de mi vida llegó acompañado por miedo y por un movimiento masivo de mi entorno, literalmente.

Fotografía: Eduardo Feldman

En algún momento de la mañana escuchamos la alerta del simulacro en conmemoración al terremoto de 1985. Hasta ese día, los simulacros siempre habían sido un sinónimo de pérdida de clases para nosotros; desde primaria resultaba bastante divertido realizarlos en compañía de tus amigos ya que, al llegar al patio o al punto de reunión, podían reunirse en grupos y platicar con los compañeros de otros salones. Estas actitudes siempre eran seguidas de regaños por parte de los profesores, quienes expresaban una especie de indignación y miedo, siempre diciéndonos que deberíamos tomar los simulacros con muchísima más seriedad. Para nosotros era imposible imaginar la necesidad de adoptar estas conductas, o por lo menos así lo era hasta ese día.

Durante ese simulacro se veían mil y un cosas que hoy considero inconcebibles, pero en su momento me resultaban de lo más normal. Personas caminando lenta y tranquilamente hacia los baños en lugar de las escaleras, se escuchaban comentarios como “¿Y si no bajamos? Quedémonos arriba”. Ninguno de nosotros jamás hubiera imaginado que este simulacro sería de vital importancia en un par de horas.

El tiempo siguió pasando de manera normal después del simulacro, hasta que llegó el momento de presentarnos a nuestra última clase del día. Todos estábamos esperando la llegada del profesor en el pasillo fuera del salón, quien usualmente llegaba unos 10 minutos después del inicio de la clase.

Dicho y hecho, el profesor llegó cerca de la 13:10, abrió la puerta del salón y todos entramos. Me acerqué a la silla que usualmente ocupaba y dejé mi mochila en el piso. No llevaba ni dos minutos sentada cuando comencé a sentir un rebote debajo de mi asiento. Inmediatamente recordé aquellas fiestas infantiles que tenían un inflable o un brincolín; era increíble lo parecida que fue la sensación de mi silla a la del inflable. A manera de inconformidad, giré en mi silla mientras pensaba “‘¿Quién está saltando?”. Lo que siguió fue como recibir un balde de realidad sobre mí. Cuando volteé, no había nadie detrás de mí.

En ese momento fue como si un rayo me hubiera alcanzado, como si mi cerebro y mi sistema nervioso entero hubieran sido encendidos de golpe. Mi mente trataba de negar lo que estaba pasando, pero intrínsecamente sabía lo que sucedía. Sin controlar lo que dije, pronuncié, a manera de murmullo “Está temblando”.

No sé por qué, pero enuncié esas palabras como si fueran solo para mí. Sin embargo, una de mis compañeras me escuchó y yo solo pude ver cómo sus ojos se abrieron y su cara se tornó blanca. Después de eso, todo se salió de control. Fue como si el mismo rayo que cayó en mí le hubiera caído a todos mis compañeros al mismo tiempo. Todos comenzaron a levantarse y se dirigían hasta la puerta, pero nadie salía. De repente, el profesor dijo: “¡Tranquilos! Quédense sentados”. Aquella frase pareció tener un efecto totalmente contrario en nosotros, fue como si nos hubieran ordenado salir a toda velocidad en lugar de mantener la calma. Tomé mi mochila como pude y salí al pasillo con los demás.

©Sopitas

Aquella imagen era un tanto indescriptible, las caras decían caos y miedo, sin embargo, nadie se movía. Por un momento todos dirigimos las miradas hacia el edificio de enfrente. Olas de gente salían por las puertas de los salones hacia las escaleras a pesar de que aquellos pisos no evacuaban, mientras el edificio ondulaba de un lado a otro.

En un momento como ese olvidamos que éramos estudiantes de ingeniería civil… los elementos estructurales, las cargas y las deformaciones ni siquiera formaban parte de nuestros pensamientos. La mayoría de nosotros nos encontrábamos cerca del balcón hasta que alguien gritó que nos pegáramos a la pared. En cualquier simulacro, un elemento de Protección Civil debía subir a indicarnos que podíamos bajar al punto de reunión, pero cada segundo que pasaba se sentía como una hora de espera. Nadie subió por nosotros.

Fue entonces que tuve un pensamiento que jamás había tenido, mismo que estaba acompañado de cierto miedo y desesperación. Por primera vez en mi vida sentí que aquel día podría ser el último. No me era posible dejar de pensar que, en cualquier segundo, la estructura se desplomaría sobre mí y mis amigos, que quedaríamos inmersos en una oscuridad de la cual jamás podríamos salir. Desde el momento que entramos a la Facultad de Ingeniería se nos aseguró que la estructura del edificio era más que resistente, que nunca se colapsaría, pero en ese momento yo no estaba tan segura.

De repente, después de lo que se sintieron como horas de estar en aquel pasillo, uno de mis compañeros tomó la iniciativa y nos hizo bajar al punto de reunión. Honestamente no recuerdo cómo bajé las escaleras. Al llegar al punto de reunión, la tensión y el miedo estaban en nosotros. Todos volteaban sus cabezas en busca de alguna respuesta o indicación al mismo tiempo que sostenían sus celulares junto a su oreja, tratando de comunicarse con sus seres queridos.

De la nada, observé que la gente comenzaba a desalojar el patio, dirigiéndose hacia el estacionamiento. No quedaba más remedio que seguir a la multitud. Una vez fuera, se veía aún más caos y desesperación que unos momentos antes. Las personas no soltaban el teléfono y algunas otras buscaban a los compañeros con los que venían. Por alguna razón, en momentos como ese, la mente salta de un pensamiento irrelevante a otro: ¿Dejé mi chamarra? ¿Traigo todo en mi mochila?, hasta que comienzan las preguntas realmente preocupantes: ¿Mi familia estará bien? ¿Mi casa tuvo daños? ¿Cómo llegaré a casa?

Por alguna razón, mi celular era de los pocos que tenía servicio. Aproveché para llamar a mis padres y familiares más cercanos, y una vez que lo hice, comencé a prestar mi teléfono a personas que no podían comunicarse mediante sus celulares. De repente, uno de mis compañeros nos guio hasta su auto, abrió las puertas y encendió la radio, de manera que todas las personas presentes en aquel estacionamiento pudieran saber lo que pasaba.

Los locutores hablaban de derrumbes y otros edificios como hospitales y escuelas en riesgo de colapso. Parecía que lo que escuchábamos era una radionovela de terror y no una noticia real. Mi corazón se detuvo por un momento cuando escuché el nombre de mi colonia mencionado en las zonas más afectadas. Uno siempre piensa que el lugar donde vive es seguro hasta que pasa algo como esto. De repente, todo lo que nos importaba era llegar a casa.

Fotografía: Eduardo Feldman

Si de por sí la Ciudad de México vive en un estado constante de tráfico, ese día fue imposible comparar lo que se vivía con un día normal. Los autos no avanzaban, la gente gritaba desesperada y asustada; parecía que nadie sabía realmente hacia dónde ir. Había informes de que los servicios de transporte público serían suspendidos hasta nuevo aviso, por lo que las personas optaban por ir a pie a sus hogares.

Mis amigos y yo decidimos esperar a que se tranquilizaran un poco las cosas, ya que en ese momento no podríamos llegar muy lejos. Esperamos un par de horas hasta que el transporte volvió a funcionar de manera normal. Los autos pasaban por las calles y ofrecían llevar a las personas hacia ciertos puntos de la ciudad, en ese momento, todos teníamos un lugar en donde estar.

Después de ese día, la ciudad vivió un fenómeno que pocas veces logramos ver. Fue como si de repente las diferencias que existían entre las personas jamás hubieran sido reales. La ayuda llegaba a manos llenas, sin importar en dónde se necesitara o quién la necesitara. Ya fuera de manera presencial o digital, la ayuda estaba ahí. Desde personas ayudando a remover escombros hasta otras dando asilo en sus hogares, pasando por gran cantidad de ellas que difundían información pertinente en las redes sociales.

Aquel día cambió para siempre la vida de muchos de nosotros. Nos enseñó que tal vez podremos ignorar lo que la vida tiene planeado para nosotros, pero también nos mostró que podemos tratar de estar lo más preparados posible para cualquier cosa. Un país no puede moverse ni levantarse sin que su sociedad entera lo haga, como lo hicimos ese día. Esa tarde del 19 de septiembre muchos pudimos ver la oscuridad que surge cuando ocurre una tragedia, pero también fuimos testigos de la luz incandescente que, como mexicanos, podemos aportar a nuestro país.

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