Madrid, la ciudad de la farándula y de la vida licenciosa, con sus cafés literarios y sus teatros de variedades en plena efervescencia y derroches, vería pasar por sus calles las figuras fantasmales de unos hombres vencidos, a la espera de una gloria que les estaba prohibida. Malviviendo en fonduchas de mala reputación, sableando a los amigos y conocidos, mientras sus estómagos vacíos reclamaban el más mínimo alimento. Muchos de ellos siguieron fieles a sus principios; otros, menos firmes en sus convicciones fueron capaces de vender su alma al diablo por unos renglones de efímera gloria en cualquier periodicucho o por un café con que alimentar sus desnutridos cuerpos. Eran el caldo de cultivo más propicio para un mundo de delincuencia y dejaciones de unos hombres que estaban llamados a los más altos designios de las letras españolas.