Copyright © 2007. Eudeba. All rights reserved. Ubierna, Pablo. El mundo mediterráneo en la antigüedad tardía, 300-800 d.C., Eudeba, 2007. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/binaessp/detail.action?docID=3186202. Created from binaessp on 2017-12-19 11:22:13.
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Ubierna, Pablo El mundo mediterráneo en la antigüedad tardía, 300-800 d.c. - 1a ed. Buenos Aires : Eudeba, 2007. 96 p. ; 20x14 cm.- (Ciencia joven) ISBN 978-950-23-1593-5 1. Historia Antigua. I. Título CDD 909.04
Eudeba Universidad de Buenos Aires 1ª edición: agosto de 2007
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Agradecimientos
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Quisiera agradecer a las autoridades y al equipo de Museología del Museo Nacional de Arte Decorativo, Silvia Saint Selve, Mónica Galán, Corina Della Maggiore y Hugo Pontoriero por su gentileza y profesionalismo al poner a disposición el fondo greco-romano y medieval del Museo para que pudieran ser fotografiadas algunas de las piezas que ilustran este libro. Favorecer el conocimiento de la riqueza de las colecciones públicas argentinas es una de las intenciones primeras de este volumen. Asimismo, Damián Salgado y Carlos Costa permitieron el acceso a importantes colecciones numismáticas privadas. Y Diego M. Santos, amigo y colega, acercó datos, generó ideas, colaboró con los mapas y permitió que la discusión sobre estos temas fuera siempre enriquecedora. Autoridades, administrativos, bibliotecarios e investigadores han permitido que el Departamento de Investigaciones Medievales del CONICET sea un lugar de trabajo inmejorable en estas riberas del Plata. A ellos también mi agradecimiento. Y finalmente a las autoridades de Eudeba y de esta colección por invitarme a participar.
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1. La Antigüedad Tardía: una definición
El Mediterráneo, ese gran mar interior que fue y es el puente entre culturas de África, Asia y Europa, es el centro de interés de este volumen. Todas esas geografías deben estar presentes cuando hablamos de ese “Mundo Mediterráneo”. La historia, y la construcción intelectual que hagamos con ella, nos dirá que esos mundos pueden ser entendidos hoy como algo distinto unos de otros: el norte de África por un lado, el cercano Oriente por otro y lo que hoy llamamos Europa aún más distanciado de los dos primeros. Pero ese Mediterráneo los conectaba y los conecta en los aspectos más cotidianos de su vida: su gastronomía, el paisaje que los rodea, sus formas más tradicionales de organizar la vida material, la economía, la sociedad. En suma, por una cultura compartida durante miles de años. En este pequeño libro vamos a intentar trazar algunas de las características de ese mundo en una época de cambios mayores y que se demostraron duraderos en su historia: esos siglos que van desde cerca del 300 (fines del siglo III, comienzos del IV) hasta más o menos principios de los 800 (comienzos del siglo IX). Esos siglos, no ya propiamente clásicos y en los que todavía no se habían consolidado las características de un mundo, que por lo menos para Europa occidental, podemos llamar medieval, conforman los que la historiografía de las últimas décadas ha venido llamando, muy acertadamente, la “Antigüedad Tardía”. Este concepto nos permite, como historiadores, sortear algunas de las grandes dificultades impuestas por la búsqueda de “fines” abruptos para la Antigüedad y “comienzos”, más o menos abruptos también, para lo que llamamos Edad Media. Hacia fines del siglo III de nuestra era dos grandes imperios influían sobre el Mundo Mediterráneo: Roma y Persia. Roma se extendía desde Britannia hasta el desierto en África, cruzando Iberia, la Galia, el sur de Germania, Italia, los Balcanes, Grecia y llegando por el este hasta el sur de Egipto y el gran río Éufrates en la Mesopotamia. Ese río, justamente, era la frontera en la cual Roma se encontraba con Persia, imperio que a su vez, se extendía hasta las fronteras de la India y de China. Como en un juego de espejos, los grandes acontecimientos históricos de estos siglos no se comprenden si no tenemos en cuenta a ambos mundos, el romano y el persa; los acontecimientos que en ellos se produjeron y la forma en 7
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que se relacionaron. Persia, ese gran olvidado de la historia, no puede estar ausente de esta corta reflexión. Los siglos que median entre el 300 y el 800 verán no solamente la desaparición de Roma y Persia como unidades políticas, sino también su supervivencia y metamorfosis en nuevas entidades políticas de las que habremos de ocuparnos. La pregunta sobre qué es lo romano o lo persa es desde ya una pregunta difícil y abierta a múltiples interpretaciones. Ahora bien, cuánto de “romano” tiene el mundo medieval o cuánto de “persa” –y también de “romano” para el caso– hoy en el Islam clásico ya son preguntas que nos abren la puerta a continuidades y transformaciones creativas. Pero junto con los cambios políticos, también la religión y la economía sufrirán profundas transformaciones. En esos siglos se consolidará la fe cristiana como religión del estado romano (y de la mano de ese apoyo estatal una forma de cristianismo se impondrá sobre otras); en el judaísmo se confirmarán cambios fundamentales que harán que la diversidad de formas de ser judío que encontramos a principios de la era (y que todo el mundo puede conocer a partir de la lectura de la historia de Jesús de Nazareth contenida en los evangelios cristianos o en las obras de Flavio Josefo) aparezca como algo definitivamente pasado entrando en la Edad Media; la vieja religión persa, que predicada por su profeta Zoroastro influyera tanto en el judaísmo de época helenística (hacia el siglo III antes de la era) y que fuera durante cuatrocientos años (de mediados del III d.C. a mediados del VII d.C.) la religión oficial de ese gran Imperio persa que ya mencionamos, casi desaparecerá como religión de masas. Y el Islam entrará en escena en esta época cambiando definitivamente la faz religiosa de un tercio del mundo conocido por entonces. Y todavía estarán allí los viejos dioses y diosas. La vitalidad de las diversas formas de la religiosidad antigua –lo que solíamos llamar “paganismo”– es algo que sorprende aún varios siglos después de la conversión del Imperio romano al cristianismo. Y en el momento en que su culto comience a languidecer, esos viejos dioses clásicos: griegos, romanos, sirios, mesopotámicos, egipcios que habían regido la vida de mujeres y hombres del mediterráneo por milenios sobrevivirán aquí y allá en diversas formas de la religión popular, cristiana o musulmana. Los cambios económicos no serán menores: las formas de producción agrícola que dominaron el escenario mediterráneo durante siglos, como la gran propiedad esclavista darán paso a formas, sobre todo en Occidente, menos ligadas a la situación legal del trabajador (libre o esclavo), sino a determinadas formas de sujeción a la tierra y de servicios debidos a sus patrones. En esos cambios estará la génesis del campesinado medieval. Pero ya hablaremos de la importancia de las diferencias regionales en este sentido. Y veremos en estos 8
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siglos, también, el lento declinar de la ciudad, ese invento mayor de la vida política, cultural y económica del Mundo Mediterráneo clásico. La Antigüedad Tardía fue, sobre muchas otras cosas, una época de creación de identidades: conceptos como franco, bizantino, godo, anglo, musulmán, católico, ortodoxo y otros tantos primarán desde lo nacional o lo religioso por encima de pertenencias que hasta poco tiempo antes parecían sobreentendidas (lo romano, lo persa, lo cristiano en un sentido más amplio) y que reunían a grandes grupos por encima de las evidentes diferencias regionales. Y esas identidades nacieron entonces y estuvieron allí para que durante la Edad Media y sobre todo a principios de la modernidad se construyeran lo que hoy llamamos identidades nacionales. No es lo que sucedió en esos siglos decisivos lo que cuenta, finalmente, sino la forma en que se lo interpretó. Este volumen trata de adentrarnos en esa historia. Y el primer indicio en su interpretación es no perder de vista el marco global de análisis: es el Mundo Mediterráneo como un todo, y más allá aún entrando en la meseta irania y en las tierras más profundas del Imperio persa lo que tenemos que tener presente. Mujeres y hombres, ideas, enfermedades, productos… todo circulaba por ese gran lago interior. Y esa mirada global es, creemos, lo primero que no debemos perder para acercarnos a la historia de la Antigüedad Tardía.
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2. Roma y la crisis del siglo III: el inicio de una larga transformación
El final del siglo III encuentra al Imperio romano sumido en una profunda crisis. En 284 un general de Iliria (la costa dálmata de la actual Croacia) fue elegido como emperador. Tomó el nombre de Diocleciano y su gobierno marcaría un punto de inflexión en la historia romana poniendo fin a medio siglo de anarquía militar. Las décadas previas a su ascenso habían visto, de hecho, toda una serie de emperadores militares sucederse a otros en una lucha por el poder que solamente había debilitado al imperio: las fronteras y el mediterráneo ya no eran tan seguros atravesados por bárbaros y piratas y en el interior del imperio reinaba la guerra civil, los conflictos sociales y la crisis económica. Una serie de medidas políticas y económicas intentarían revertir esa situación. Pero retrocedamos un poco en el tiempo. Esa crisis del siglo III no se dio en un mundo completa y definitivamente unificado y organizado. Si bien la unidad política, una administración dinámica, una red de carreteras que facilitaba la comunicación y el comercio (además del transporte de tropas), una extendida urbanización que generaba estilos de vida semejantes (mercados, baños, templos, foros), el imperio de un sistema jurídico y de la lengua latina nos puede dar una primera idea de unificación debemos estar atentos porque en una geografía tan grande las diferencias regionales eran más que perceptibles. Para comenzar digamos que en la mitad oriental del imperio la lengua de uso corriente en ámbitos urbanos era el griego (en una herencia de la expansión macedónica) pero que aún allí, en Oriente, otras lenguas disputaban al griego ese lugar de preponderancia. En Egipto la antigua lengua local se seguía empleando en contextos religiosos y literarios (no ya solamente el antiguo egipcio escrito en jeroglíficos y utilizado en la escritura monumental en templos, sino una evolución de esa lengua que conocemos como “demótico”) y a partir del siglo III, justamente, se comienza a imponer el copto, la lengua egipcia escrita con un alfabeto que es un préstamo del alfabeto griego con la adición de algunas letras más. Es importante señalar esa superposición de formas de escritura: el griego en la administración y el egipcio (jeroglífico, demótico o copto) en ámbitos religiosos y literarios. En Siria y Palestina, para seguir con Oriente, una forma particular de arameo le 10
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disputaba al griego su lugar como lengua de cultura. Como en el caso de Egipto esta lengua era, además de lengua popular y campesina (y recordemos que estamos hablando de un mundo en el que la inmensa mayoría de la población vive fuera de las ciudades) un importante vehículo de cultura. Esta versión del arameo, que conocemos con el nombre de “siríaco” se desarrolló en la región de Edessa en Mesopotamia (la actual Urfa en Turquía) y se transformó rápidamente en lengua literaria para extensos grupos de población. En Anatolia, la actual Turquía, sobrevivieron –sobre todo en la región central– hasta bien entrada la época romana, diversas lenguas que existían previamente a la imposición del griego. En África del norte las poblaciones locales mantuvieron su cultura y su lengua hasta la llegada del Islam en el siglo VII (y hasta hoy). En la península Ibérica (actuales España y Portugal) y en la Galia (los actuales territorios de Francia y Bélgica, hasta la frontera del Rin) y en Britannia (Inglaterra de hoy) las lenguas y las tradiciones locales se mantuvieron por debajo de las capas latinizadas relacionadas con la administración de esos territorios. La importancia de esta diversidad lingüística era evidente para los contemporáneos. Tanto que uno de los grandes intelectuales de la época, Isidoro (560-636), obispo católico de Sevilla, dirá, concluyendo un capítulo sobre la diversidad de pueblos, en algo que hoy llamaríamos descripción etnográfica, que estos se definían no por la religión u otros aspectos culturales o políticos sino por la lengua (Ideo autem prius de linguis, ac deinde de populis posuimus, qui ex linguae gentes, non ex gentibus linguae exortae sunt/ “Así he comenzado primero por las lenguas y después por los pueblos porque de las lenguas nacen los pueblos y no de los pueblos las lenguas”, Etimologías, libro IX, cap. 1). A estas diferencias culturales debemos sumarle unas evidentes diferencias económicas: el Oriente del mediterráneo con su rica producción de alimentos, sus contactos comerciales con el mundo persa, chino e indio y su extedida red urbana (Antioquía, Alejandría, Efeso, Tarso, eran las mayores ciudades del imperio después de Roma) era, con mucho, más rico que el Occidente que funcionaba como productor de algunas materias primas (lana, arcilla, cereales) y como consumidor. Y ese imperio, tan desigual y tan diverso, era el que el estado tenía que mantener unido en una época en que las fronteras (el limes de los romanos) no estaban, precisamente, tranquilas. En occidente diversas tribus y confederaciones de pueblos que los romanos llamaban “bárbaros” (germanos, ilirios, sármatas) pugnaban sobre las fronteras del Rin y del Danubio y en el oriente el Imperio persa de la dinastía sasánida se había reorganizado como un gran poder militar y con una gran cohesión interna e intentaba recuperar lo que consideraba antiguos territorios persas: Anatolia, Siria-Palestina y Egipto (que en su momento 11
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habían pertenecido al antiguo imperio aqueménida –el que fuera destruido por Alejandro– y del que el imperio sasánida se reclamaba heredero). Desde mediados del siglo III el Imperio romano tuvo que mantener dos frentes bélicos y atender, además, a diversos intentos secesionistas en el interior de su territorio (Galia en occidente, Palmira en Oriente) así como, hacia fines del siglo, a revueltas campesinas –sobre todo en la Galia conocidas como bagaudae– que incidieron de manera muy desfavorable en el desarrollo de la economía: ciudades saqueadas, campos y cosechas destruidos y el comercio en retroceso por el bloqueo de muchas vías de comunicación, fluviales y terrestres así como por la presencia de piratas en el mar. Estas bagaudae no desaparecerán del horizonte romano-occidental hasta entrado el siglo V. Este es el marco en el que debemos entender las llamadas “reformas de Diocleciano”. En términos políticos uno de los grandes cambios que instauró Diocleciano fue la llamada Tetrarquía, una división del poder entre Oriente y Occidente entre dos Augustos que tendrían, cada uno, dos Césares asociados (encargados, básicamente, de gestionar el accionar bélico en las fronteras). Con Diocleciano como Augusto de Oriente y virtual hombre fuerte del sistema y Galerio como César y con Maximiano en Occidente, con Constancio Cloro como César el sistema funcionó muy bien hasta el retiro de Diocleciano de la vida pública en 305. Con él lo hizo Maximiano. Galerio y Constancio (en el 306, al morir, lo sucede su hijo Constantino) asumieron como Augustos asociando a Severo y Maximino Daia como Césares. A partir de entonces se desarrollará una lucha por el poder que durará hasta la instauración de la monarquía por Constantino en 324 de la que hablaremos en el próximo capítulo. Una de las partes más significativas de la extensiva reforma de Diocleciano es la introducción de un nuevo sistema monetario en el Imperio romano (entre 286 y 296), que sustituyese la deteriorada moneda de la segunda mitad del siglo III, cuyo marco fue dado luego de las reformas de Caracala (introducción del antoniniano) y Aureliano. La moneda mayormente circulante era el antoniniano (cuyo contenido de plata se fue reduciendo durante el siglo III, con valor de dos denarios), con un decaimiento de las acuñaciones en bronce. Diocleciano mejora la moneda de oro, introduce una moneda fuerte de plata y emisiones de bronce cuyas características técnicas se encuentran entre las mejores del Imperio romano. El sistema debió ser mejorado rápidamente. Los procesos inflacionarios serán una característica de todo el siglo IV, acarreando la más o menos rápida depreciación de la moneda. Las reformas monetarias se fueron sucediendo (Constantino, Constancio II, Juliano, etc.), terminando en las piezas denominadas nummi, pequeñas monedas de bronce (cerca de un gramo) que 12
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entre fines del siglo IV y durante el siglo V serán la única moneda circulante, junto a las piezas de oro (denominado solidus y sus submúltiplos) y plata. El grave problema que esto presentaba fue notado por el reino vándalo, el senado romano y el reino ostrogótico, al emitir múltiples del nummus que serán la base del sistema monetario bizantino reformado por Anastasio (c. 498). En Occidente, el reino visigodo continuará usando un submúltiplo del solido (el tremissis) y los pequeños nummi. Junto con la reforma de Anastasio (emperador de Bizancio a fines del siglo V) se introdujo una innovación contable: la moneda de cuenta teórica utilizada hasta el momento (el denario “de plata”; varios miles de denarios hacían un nummus) fue reemplazada por el cálculo en oro.
Fig. 1. Diocleciano (294-305d.C.), primer Tetrarca. Follis de vellón bajo. Tréveris, oficina 1. Anv. Busto militar a der. IMP(erator)DIOCLETIANUS P(ius) AVG(ustus). Rev. Genio del pueblo romano a izq. con patera y cornucopia. GENIO POPVLI ROMANI, S-F en campo, PTR en exergo. El follis fue introducido por Diocleciano en su reforma monetaria para ser la base del nuevo sistema. Colección Damián Salgado, Buenos Aires.
Diocleciano reformó, también, toda una serie de impuestos en los que vemos su intención de acrecentar la recaudación para hacer frente a las mayores necesidades de la nueva administración centralizada (que incluía nuevos cargos y una nueva división geográfica del imperio que pasó de tener 57 provincias a tener 100 y, a principios del siglo V, 120), de la reconstrucción edilicia y de infraestructura y del ejército. Estableció nuevos censos que le permitieron tener una mejor base administrativa a la vez que el tipo de impuestos que establece, la 13
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capitatio (una suerte de impuesto personal) y la iugatio (territorial) simplifica enormemente el sistema fiscal. Estos cambios posibilitaron calcular con antelación los ingresos del fisco y elaborar un presupuesto.
Fig. 2. Conjunto de tres recipientes de vidrio. La función atribuida por los arqueólogos es la de ungüentarios. Ca. siglo III. Museo Nacional de Arte Decorativo, Ciudad de Buenos Aires, inv. 2150, 2144 y 2149; donación L. y F. García Balcarce (1974).
Una de las consecuencias no deseadas de la reforma impositiva de Diocleciano fue que al reordenar y unificar el cobro de impuestos a partir de fechas fijas (las indictiones, cada cinco años al principio y cada quince a partir del 312) muchos campesinos no pudieron hacer frente a ese pago. Lo complicado para el campesino no fue que los impuestos subieran, sino que su cobro fuera regular. La regularidad en el cobro se enfrentaba, así, a la irregularidad productiva y la crisis perpetua de todo ciclo agrario precapitalista. En años de malas cosechas, el cobro de los impuestos se hacía imposible y no había posibilidad de posponerlo (lo que se venía haciendo hasta entonces). De esta manera los pequeños campesinos, propietarios de su tierra y jurídicamente libres, buscaban protección 14
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fiscal en los poderosos. Les entregaban la tierra que estos les devolvían en usufructo a cambio de hacerse cargo del pago de impuestos. En esta pérdida de la propiedad y la conversión en tenentes/arrendatarios está una de las génesis del campesinado medieval –en Occidente– ya que veremos a principios del siglo IV todo un lento proceso de gradual adscripción a la tierra en virtud de una paralela reducción en la cantidad de mano de obra esclava disponible. Hacia la década del 330 este proceso de adscripción a la tierra está, en muchas regiones, casi consolidado. Con todo no debemos pensar que la esclavitud antigua como algo uniforme, ni en su extensión y aplicación como sistema económico dominante y tampoco en su desaparición.
Fig. 3. El Imperio romano tras las reformas de Diocleciano.
15 Ubierna, Pablo. El mundo mediterráneo en la antigüedad tardía, 300-800 d.C., Eudeba, 2007. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/binaessp/detail.action?docID=3186202. Created from binaessp on 2017-12-19 11:22:13.
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3. Constantino y la Cristianización del Imperio: un nuevo mundo y una nueva capital
La disputa por el poder que se entabla a partir del retiro de Diocleciano tendrá en Constantino un único vencedor. Continuará y profundizará la obra reformadora de Diocleciano pero su gobierno será recordado, sobre todo, por la instauración de la monarquía (dejando de lado formas de gobierno más o menos operativas como la Tetrarquía que se mostraban ficcional) y por la legalización del culto cristiano dando un paso importante a favor de la posterior oficialización de esta religión. Para la religión clásica, el destino político y el bienestar de una ciudad o de un estado está en relación con la protección de unos dioses poderosos a los que se debe rendir culto. En este marco el culto al emperador unificaba, de una manera política y necesaria, la diversidad de cultos imperante en el Imperio romano. Los cristianos, al igual que los judíos, se negaban a tales cultos y, desde el punto de vista de los administradores y del pueblo en general, ponían de esa manera en peligro la ayuda divina. Desde ese punto de vista, un exclusivismo religioso no comprensible para la sensibilidad clásica, se sucedieron una serie de persecuciones –que debemos entender como políticas– que aumentaron a medida que el cristianismo ganaba adeptos, sobre todo en la parte oriental del imperio. En 302 comienzan las grandes persecuciones de Diocleciano depurando de cristianos el ejército y la administración. Al año siguiente comenzó la persecución general de los fieles y clérigos. Esta persecución fue continuada por Galerio y Maximino Daia. En términos políticos la persecución fue un gran error ya que demostró dos aspectos no contemplados previamente de la fe cristiana: su gran difusión relativa (los cristianos eran una parte ínfima de la población pero se encontraban en todos los estratos de la sociedad) y la capacidad de resistencia pasiva. En 311 Galerio dicta en Sárdica un edicto que obliga a los cristianos a rezar a su Dios por el bienestar del Estado, algo que los cristianos podían hacer con gusto. De hecho, ya desde el siglo anterior, pensadores cristianos como Orígenes o Melitón de Sardes habían desarrollado una visión providencial del Imperio romano: su existencia, unidad administrativa, política y hasta cultural, favorecía la expansión del mensaje cristiano y la consecuente evangelización del orbe. 16
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En el 312, frente a Roma, durante la campaña que lo llevaría a ser emperador, Constantino tiene una visión, famosa a través de diferentes relatos: una imagen, con forma de cruz, se aparece en el sol, con la leyenda en griego de toútô níka, “en este (signo) vencerás”. Este signo se le aparecería esa misma noche en un sueño, esta vez con la presencia del propio Cristo. Con esa imagen en sus estandartes los soldados de Constantino vencerán en la batalla del Puente Milvio y se harán dueños de Roma. Más allá del tipo de fenómeno solar que Constantino haya visto en la víspera de la batalla, lo importante es señalar qué fue lo que entendió en él. Y con esto entramos en el amplio mundo de la experiencia religiosa de la Antigüedad Tardía. Lo que Constantino y su ejército vieron era, de hecho, algo más que esperable en un universo en el que los dioses se manifestaban, entre otras formas, a través de los fenómenos naturales. En el caso específico de los cristianos desde el nacimiento de Jesús en adelante, los cielos habían enviado signos a los hombres (en ese caso, la estrella seguida por los “magos” de Oriente). La mención a esos “signos celestes” estaba presente en toda la literatura cristiana de los primeros siglos. Más allá de que Constantino fuera favorable al cristianismo antes de la batalla del Puente Milvio (la presencia de cristianos en su entorno lo probaría), lo que es importante es que después de la visión y de la victoria posterior se vio a sí mismo como un defensor de la fe cristiana. En el 313, Constantino, junto a Licinio, promulga el famoso “Edicto de Milán” que, en principio, no hace sino confirmar el Edicto previo de Galerio pero que da un paso adelante reconociendo al cristianismo como “religión lícita” dentro del imperio.
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3.1 El Gobierno de un imperio cristiano Entre los aspectos más novedosos del gobierno de Constantino se encuentra el haber sentado las bases de una visión cristiana de la política imperial. El imperio, a partir de él, sería un imperio cristiano y se organizaría sobre bases teóricas cristianas. El desarrollo de una teoría del poder, leído en términos cristianos, es de capital importancia para entender las diversas formas de entender lo político en el Occidente medieval y en el oriente bizantino (y en sus herederos, Rusia por ejemplo). Para el emperador cristiano de los primero tiempos, Constantino, por ejemplo, el poder era único. Nada separa la administración civil de lo que podemos llamar “iglesia institucional”. No son dos poderes distintos, representando dos ámbitos separados de la vida del cristiano. El emperador se entiende a sí mismo como el senescal de Cristo, como aquel que debe conducir al pueblo 17 Ubierna, Pablo. El mundo mediterráneo en la antigüedad tardía, 300-800 d.C., Eudeba, 2007. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/binaessp/detail.action?docID=3186202. Created from binaessp on 2017-12-19 11:22:13.
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cristiano hasta que el Señor retorne en su Seguna Venida (lo que los cristianos conocen como Parusía). En términos teóricos esto se entiende al leer las características, a la vez políticas y religiosas que tenía la idea de un Mesías entre los judíos de la época de Jesús (ergo, entre los primeros cristianos). En la figura del Mesías se unen la tradición regia de la Casa de David y la tradición sacerdotal de la Casa de Levi (y las genealogías de Jesús en los primeros textos cristianos intentarán señalar en él, esta doble ascendencia). El problema que se plantea a los intelectuales cristianos de los primeros siglos es saber si esta doble tradición, presente en Jesús, se continúa después de él. Ya volveremos sobre este problema pero adelantemos ahora que esta teoría mixta del poder hizo posible que emperadores como Constantino se consideraran a la vez a la cabeza del Imperio y de lo que hoy llamamos Iglesia dado que todo conformaba una sola entidad. En este sentido, y no en otro de “imposición del poder político sobre el religioso” es que Constantino llama, por ejemplo, al primer Concilio Ecuménico en Nicea, participa y sanciona los fundamentos teológicos que allí se deciden. El tipo de monarca cristiano que nace con Constantino se ve a sí mismo como aquel que debe administrar esa doble herencia, de David y de Levi, reivindicadas en la Encarnación de Dios en un hombre. Ese “mesianismo real” es lo que el emperador cristiano quiere mantener unidos, en su persona, hasta la Segunda Venida del Mesías, la que pondrá fin a la historia e instaurará su Reinado. Sin duda podemos decir con gran parte de los investigadores modernos, que estas teorías se desarrollaron en un contexto de fuerte evidencia del fin del mundo. Lo que llamamos escatología o teorías sobre ese fin de la historia estaba al alcance de la mano, a partir de las particulares lecturas de los “signos de los tiempos” (fenómenos astronómicos, naturales, pestes, guerras) que en esos tiempos se hicieron. Fue la desaparición de un poder político en la Roma del siglo V (lo que conocemos como caída del Imperio de Occidente) la que posibilitó que la administración eclesiástica romana comenzara a considerar la posibilidad de hablar de “órdenes” políticos diversos: el civil y el religioso. Volveremos sobre este tema en el último capítulo.
3.2 Constantinopla Después de su victoria sobre Licinio en 324, Constantino decide la erección de una nueva capital que tendría una ceremonia de dedicación en 330. La vieja Roma había perdido hacía mucho tiempo su importancia como sede del gobierno. Los tetrarcas alternaban su residencia entre las campañas y otras ciudades: Tréveris, Milán, Aquileia, Sirmio, Sárdica, Antioquía se transformaron, por pe18
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ríodos, en grandes capitales imperiales. La nueva ciudad, Constantinopla, fue construida sobre el sitio de la antigua ciudad griega de Bizancio, e intentaba ser una conmemoración perpetua de su victoria naval sobre su competidor, en la que el dominio del estrecho del Bósforo fue fundamental. La ciudad no era en el momento de su fundación más que un conjunto de murallas y de edificios casi sin población ni instituciones funcionando en ella. Para mediados del siglo siguiente Constantinopla se habría ya transformado en la gran metrópoli del Mediterráneo (y mantendría esa posición de una manera indiscutida durante más de mil años). La población comienza a crecer sostenidamente sólo a partir del desarrollo de algunas obras básicas de infraestructura como el acueducto construido por el emperador Valente en 373. En el siglo VI Constantinopla llegaría a tener una población de más de 500.000 habitantes. Constantinopla fue fundada como remedo de la antigua Roma y no sólo como capital administrativa: se erigió en ella un Senado, catorce distritos, todos los edificios administrativos y recreativos que su rango necesitaba aunque algunos ya estaban presentes en la Bizancio favorecida por la dinastía de los Severos: de hecho la construcción del palacio imperial estuvo relacionada con la ubicación, previa, del Hipódromo. Los escritores cristianos del siglo IV (Eusebio de Cesárea, por ejemplo) intentaron crear la imagen de una Constantinopla exclusivamente cristiana desde el comienzo en la que, por lo menos en teoría, el culto pagano no estaba permitido. Esto sin duda no fue fácil de cumplir ya que la inmensa mayoría de la población no era cristiana en el momento de la fundación e incluso sabemos que Constantino hizo construir un par de templos paganos dentro de ella. Pero Constantinopla será, sin duda, la gran capital cristiana hasta su destrucción por los cruzados en 1204 para recuperar algo de su antiguo esplendor después de la reconquista bizantina en 1261 y hasta su captura definitiva por los turcos en 1453.
19 Ubierna, Pablo. El mundo mediterráneo en la antigüedad tardía, 300-800 d.C., Eudeba, 2007. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/binaessp/detail.action?docID=3186202. Created from binaessp on 2017-12-19 11:22:13.
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Fig. 4. Constantino I (307-337), emperador. Siliqua de plata. Nicomedia. Anv. Cabeza de Constantino mirando al cielo teniendo la visión. (en el reverso no reproducido se ve a la diosa Victoria con una guirnalda a izq. y la leyenda CONSTANTINVS AVG (ustus), en exergo SMN y punto. Colección Damián Salgado, Buenos Aires.
Constantino no rompió del todo con la vieja aristocracia pagana de Roma pero fue cerrando muchos de los santuarios paganos de Oriente y confiscando sus tesoros artísticos (columnas historiadas, estatuas de dioses y de héroes, relieves, frisos), algo que continuaron sus sucesores, que llevaron a la nueva capital, transformándola en una ciudad cristiana, sin duda, pero repleta como ninguna otra antes, de arte pagano en sus calles. Las grandes avenidas, como la Mese, los lugares del encuentro, como el Augusteion, o el Foro de Constantino; los baños, como el de Zeuxippos y el Hipódromo estaban repletos de estas imágenes. El pueblo de Constantinopla, en los siglos subsiguientes, desarrollaría toda una piedad popular alrededor de estas estatuas y columnas así como haría de ellas el centro de la presencia y accionar de magos diversos en la capital a los que el pueblo buscaba, justamente, alrededor de esos restos clásicos trasplantados. Esta proliferación de arte antiguo en sus calles, así como la gran cantidad de reliquias cristianas que también fueron llevadas a las iglesias de Constantinopla, junto con la magnificencia de sus construcciones públicas hicieron de la nueva capital ese gran centro del comercio y la política de la Antigüedad Tardía que tanto maravillaba a sus visitantes. Constantino traslada, también, desde la antigua Roma a la nueva, el palladium que confería suerte y bienestar y lo ubica, junto con toda una serie de reliquias cristianas, bajo la columna que todavía se encuentra en el viejo Estambul y que lleva su nombre, transfiriendo parte de la sacralidad de la vieja Roma a Constantinopla. Alrededor de su columna ubica, muy convenientemente, toda una serie de monumentos cristianos y de iglesias que no pueden sino ayudar a esa sacralidad. 20
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Fig. 5. Jarra de vidrio marrón y verde. 13, 5 cm. Mediterráneo Oriental. S. IV-VI. Museo Nacional de Arte Decorativo (Ciudad de Buenos Aires), Inv. 2145, donación L. y F. García Balcarce in memoriam L. García Lawson (1974).
Hacia el 360 se construye la primera iglesia de la Santa Sabiduría (Hagia Sophia) cuyo edificio actual debemos a la reconstrucción que efectuó Justiniano a mediados después de la destrucción que sufriera el original hacia 532 durante una revuelta. Durante fines del IV principios del siglo V se construyen un nuevo gran puerto y depósitos comerciales. Los puertos naturales sobre el Cuerno de Oro y aquellos sobre el mar de Mármara (que hacen de Constantinopla, como dijera Paul Magdalino, una ciudad no sólo sobre el mar sino “en el mar”) así como su situación a la entrada del Bósforo hicieron de Constantinopla una ciudad privilegiada durante toda su historia. También se construyen los grandes foros de Teodosio y de Arcadio así como el contorno de las murallas definitivas de la ciudad que todavía vemos hoy. El cosmopolitismo propio de la cultura bizantina contribuyó a que la ciudad fuera, también, un emporio de culturas y lenguas que reunía no sólo a grupos provenientes de las diversas regiones del imperio sino también a comerciantes, y mercenarios, de lugares muy distantes.
21 Ubierna, Pablo. El mundo mediterráneo en la antigüedad tardía, 300-800 d.C., Eudeba, 2007. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/binaessp/detail.action?docID=3186202. Created from binaessp on 2017-12-19 11:22:13.
4. Las religiones de la Antigüedad Tardía
Uno de los aspectos principales de la vida religiosa en la Antigüedad Tardía es no sólo su pluralidad, sino la multiformidad al interior de esas religiosidades. Es así que debemos hablar de “paganismos”, “cristianismos”, “maniqueísmos” y hasta de “judaísmos”, en plural, en algo que deberíamos encuadrar, durante varios siglos, como “múltiples ortodoxias” más que en términos de “ortodoxia” y “herejía”. Veremos aquí las religiones presentes en el Imperio romano. La religión del Imperio persa, el zoroastrismo, será comentada en el capítulo correspondiente.
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4.1 Paganismos Lo que conocemos como “paganismo” debiera, sin duda, ser llamado religión clásica. Paganismo es un mote latino, más o menos despectivo, con el que un cristianismo triunfante en las ciudades de Occidente llamaba a la supervivencia de los ritos clásicos en el mundo agrario (los pagani serían, entonces, los habitantes de esas aldeas) y a los que se dirigía la obra misionera de un Martín de Tours o Vigilo de Trento. Pero ninguno de estos conceptos nos permite ver la diversidad de cultos y ritos clásicos que se mantuvieron vivos hasta bien entrada la Alta Edad Media. Para empezar debemos decir que no es correcto pensar a la religión clásica en términos de lo que se ha llamado “politeísmo”. En parte lo era y en parte no. Hay un “monoteísmo” clásico que no fue ni judío ni cristiano y que en líneas generales expresa el sentimiento religioso de las clases educadas, lo que es un dato importante: aquellos que tenían formación intelectual pensaban lo divino en términos monoteístas. La religiosidad del pueblo llano, la inmensa mayoría es cierto, no se expresaba (ni entonces ni ahora) en términos de conceptos teológicos sino en virtud de unas prácticas cúlticas (oración, liturgia, peregrinaciones) en las que el componente “politeísta” podía estar más representado. Pero no se trata de una “teología” determinada sino de formas de expresión de la religiosidad. Esta religiosidad popular estará presente, de una forma análoga, en el cristianismo tardo-antiguo con su culto a los santos y a las diversas manifestaciones de la Virgen. 22 Ubierna, Pablo. El mundo mediterráneo en la antigüedad tardía, 300-800 d.C., Eudeba, 2007. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/binaessp/detail.action?docID=3186202. Created from binaessp on 2017-12-19 11:22:13.
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La Antigüedad Tardía vio cómo nuevos cultos se sumaban a la vieja religión cívica clásica: los misterios de Eleusis, de Isis y de Mitra se organizaban alrededor de un secreto que era revelado sólo a aquellos que se iniciaban en el culto. Esa iniciación y esa liturgia proporcionaban una relación personal con la divinidad que no encontramos en la antigua religión cívica. Originarios de diversas partes del Mundo Mediterráneo (Grecia, Egipto, Asia Menor) se transformaron en verdaderas religiones universales en su distribución geográfica y en la cantidad y el tipo de población que se acercaba a ellas. El cristianismo, en sus orígenes, también puede ser entendido como una religión de misterios claro que con un porvenir muy distinto. Mitra, culto astronómico originado en la respuesta dada por un grupo de eruditos de Asia Menor, región de Tarso, a la evidencia de que la organización del universo era, efectivamente, algo muy complicado. De sus orígenes a su evolución posterior podemos decir casi lo mismo que del cristianismo: se desarrolló en sentidos muy diversos a los originales terminando por ser una religión de soldados y con una compleja estructura jerárquica. Y el culto de Mitra es un buen ejemplo para ejemplificar lo que queremos decir: el paganismo de la Antigüedad Tardía como un rival del cristianismo fue, básicamente, una percepción cristiana. Para los paganos la coexistencia con otros cultos fue siempre una posibilidad real. Con posterioridad a la conversión de Constantino sólo el emperador Juliano intentó convertir a la religión pagana en opositora del cristianismo y eso porque habiendo sido educado como cristiano su posterior conversión al paganismo lo hizo entenderlo en términos de “iglesia” más o menos organizada y en oposición a otros cultos que se reclamaran universales, algo ajeno al espíritu de la religión pagana. De hecho, los problemas con los cristianos residían en su negativa a rendir culto al emperador. Dicho culto era entendido como una de las bases de la fidelidad política. Al no hacerlo, los cristianos incurrían en delito de sedición. De alguna manera ese problema fue resuelto al solicitarle a los cristianos que se dirigieran “a su Dios” para pedirle por el bienestar del estado romano. Y los cristianos lo hicieron, como veremos. El paganismo no se veía como una “iglesia”, tal cual lo mencionáramos. Aunque algún culto fuera adoptado oficialmente por el estado, como en Roma, los cultos locales en las provincias seguían su propio desarrollo. En aquellos territorios en los que la lengua griega era conocida desde época de Alejandro (siglo IV a.C.), los cultos provinciales comenzaron a volverse más o menos universales a partir de la asimilación con las divinidades del panteón griego. Este profundo proceso de imbricación cultural lo conocemos, en Oriente, como “helenismo” y estaba representado por un lenguaje, pensamiento, mitología e imaginería que servían para la expresión cultural que daba nuevas voces a las 23
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culturas locales (en arameo, en egipcio, algo parecido podemos decir del latín en Occidente y en lo relación con lo celta y lo ibérico). Esto hará que en el griego de los cristianos después de la conversión del Imperio, “heleno” termine significando, muchas veces, “pagano” (antes del siglo IV, el término cristiano en griego para pagano era ethnikós, perteneciente a “las naciones” que no eran el pueblo cristiano en una analogía evidente con el uso entre judíos). Uno de los aspectos más sobresalientes es la supervivencia de muchos cultos clásicos una vez que la religión pagana perdiera el apoyo imperial (en un proceso paulatino desde fines del siglo IV a mediados del VI). Como hemos señalado, más allá de la ruptura o desaparición, más o menos traumática, de una infraestructura cúltica. Aquí tenemos que pensar en que la relación de la población campesina con esos Templos es algo más complejo que una dependencia pasiva de los cultos que allí se celebraban. La actividad religiosa es una compleja y activa relación entre diversas nociones todas presentes y fundantes de la vida cotidiana de esas poblaciones: la procreación, la subsistencia, la pertenencia a un lugar y a una comunidad. El templo es, de alguna manera, la proyección de esa piedad. Con la desaparición de los grandes templos (porque sus castas sacerdotales, faltas ya del apoyo imperial no pudieron mantenerlos) esa piedad se “recicló” en formas cúlticas a nivel de aldea, pequeños santuarios, peregrinaciones locales, cultos familiares, un profetismo fuertemente carismático y de alcance regional. Lo que tendremos entonces no fue una serie de “supervivencias paganas” sino la organización (religiosa) de diversos fenómenos culturales discernibles a nivel local.
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4.2 Cristianismos La historia de cómo una oscura secta judía de Palestina evoluciona y se transforma en religión oficial del Imperio más poderoso del momento es, sin duda, subyugante. No podemos adentrarnos en la historia de ese cristianismo primitivo, el de Jesús de Nazareth y sus primeros compañeros y compañeras pero sí podemos señalar que desde el comienzo vemos diversas formas de entender el mensaje del Nazareno: los primeros libros cristianos, las Cartas de Pablo, los Evangelios de Tomás y Felipe, los Evangelios canónicos o los Hechos de los Apóstoles nos hablan de esas tensiones al interior de la primera comunidad de seguidores de Jesús. El desarrollo de comunidades cristianas se da en universos culturales muy diversos: el mundo semítico por un lado, la primera comunidad en Jerusalén y también aquellas comunidades desarrolladas entre grupos de cultura aramea, judíos o paganos. Por otro lado tenemos el 24 Ubierna, Pablo. El mundo mediterráneo en la antigüedad tardía, 300-800 d.C., Eudeba, 2007. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/binaessp/detail.action?docID=3186202. Created from binaessp on 2017-12-19 11:22:13.
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desarrollo de las comunidades cristianas en el mundo griego (a partir de grupos originalmente paganos o judíos) y, en menor medida durante varios siglos, latino. En el caso del mundo griego nos encontramos en él con todas las diferencias que la común tradición filosófica griega podía aportar. Digamos que cuando el evangelio según Juan comienza a relatar la historia de Jesús y dice: “En el principio era el verbo y el verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios” (Jn. 1, 1-2), utiliza la palabra lógos para definir al Hijo y que nuestra versiones castellanas traducen como “verbo” (palabra). La elección de lógos hace que el Evangelio según Juan cargue con muchos siglos de tradición filosófica griega. Somos deudores de nuestras palabras que tienen una historia. Claro que este proceso de “helenización” no comienza con el cristianismo. Fueron ya las comunidades judías fuera de la Tierra de Israel las que necesitaron, por desconocimiento del hebreo y del arameo, de traducciones de la Biblia al griego. Tenemos así las versiones alejandrinas (conocida como Septuaginta por estar atribuida a setenta sabios traductores) o del Asia menor (que conocemos por los nombres de sus traductores, Aquila, Teodoción, Sinmaco). La Septuaginta será la versión de la Biblia hebrea que utilizará la Iglesia cristiana (y que, casi sin variantes, conocerá como Antiguo Testamento) y que sumadas a un Nuevo Testamento redactado en griego abrirán la puerta, por lo menos en cuanto a la utilización de una lengua y de ciertas tradiciones literarias, a la posterior interpretación de esa Revelación en términos de la filosofía griega. El Cristianismo, su organización interna, sus diversos centros de poder, sus formas litúrgicas, su teología es un producto de la forma en que la comunidad cristiana recorrió la historia. Durante los primeros siglos, y motivado por las persecuciones, el martirio fue la forma cristiana más importante para acercarse a la salvación. Muchos autores clásicos consideraron que el cristianismo era una religión “simple” y en ello hay algo de verdad. Un cuerpo doctrinario bien establecido (lo que conocemos como canon de la Biblia, los libros aceptados, si bien tendrá variaciones de una región a otra adoptará desde temprano un cuerpo principal alrededor de los cuatro evangelios y las cartas paulinas), una evidente inclusión universal de sus nuevos miembros (que pertenecían a todas las clases sociales), una organización eficiente, una jerarquía culta y en diálogo con el mundo de la época y, también o mejor sobre todo, un profundo sentido de solidaridad interna (lo que los cristianos llamaban “la caridad”) que era muy llamativo. Confluyen en la historia del cristianismo diversos modelos de autoridad. Por un lado tenemos la tradición apostólica (los apóstoles y sus sucesores los obispos) que podemos asociar con las grandes sedes episcopales que, en tanto núcleos urbanos, pasarán por las diversas crisis de la ciudad en la Antigüedad 25
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Tardía y a partir de las cuales las aristocracias episcopales, al igual que las oligarquías provinciales, van a ver caer su papel de intermediarios entre el pueblo y la administración central. Cobrará en el cristianismo entonces nueva importancia otro tipo de autoridad, presente desde los comienzos como ya hemos señalado, que podemos llamar “carismática”. Dentro de ese tipo de autoridad surge la figura del “santo” como patrono o mediador entre lo divino y lo humano sobre todo en el medio rural que frente a la desestructuración del estado necesitaba nuevos liderazgos Con la conversión de Constantino, la tolerancia y posteriormente la oficialización, el ascetismo se transformó en el más alto ideal cristiano. Diversas comunidades se organizaron, ya desde el siglo III, a lo largo del mediterráneo en las que diversos grupos de cristianos y cristianas podían alejarse del mundo y concentrarse en la contemplación de los misterios divinos en remedo de formas de organización de comunidades ascéticas que no eran ajenas ni a la tradición judía ni a la tradición pagana. Este es el origen del monacato cristiano (indisolublemente ligado a Egipto y a los nombres de Antonio y Pacomio, los dos primeros grandes organizadores) que relaciona las nuevas formas carismáticas con el poder episcopal sometiendo (por los caminos de la institucionalización) aquellas a este. Si la piedad cristiana tuvo una nueva dirección gracias a estos monjes egipcios, fueron los intelectuales de Constantinopla quienes producirían los grandes cambios en el pensamiento teológico. A los ojos de muchos filósofos el cristianismo parecía, a principios del siglo III, una filosofía más bien simple dedicada a la formación ética de sus seguidores pero sin verdadera base teórica. El misterio cristiano de un Dios que se hace hombre no era ajeno al pensamiento pagano pero la conciliación de eso con la filosofía clásica necesitaba de un esfuerzo intelectual que sólo los grandes nombres del siglo III acometieron, y entre todos sobresale Orígenes, filósofo e intérprete de la Biblia. Si los monjes darían el tono a la piedad cristiana durante estos siglos, fueron los pensadores griegos de Alejandría quienes llevarían adelante el debate teológico. A ellos debemos el intento de explicar, utilizando la filosofía griega, los sutiles alcances de la dogmática cristiana (que se irá, justamente, conformando en virtud de esos intentos): la naturaleza del Hijo, el tipo de relación con el Padre, el Espíritu (Santo). Ubiquémonos en Alejandría al finalizar la última persecución en 313 y encontremos a los actores de uno de los mayores disensos religiosos de esos años. El obispo era Alejandro. Uno de sus sacerdotes, predicador en la iglesia de Baucalis, era un libio, Arrio. El pensamiento de este teólogo sólo lo conocemos por las obras de sus antagonistas pero sabemos que su doctrina, originalmente, trataba de refutar algunos de los errores atribuidos a Mani y a 26
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Valentino. Para Arrio, apoyándose en los escritos de autores cristianos del siglo III, Orígenes entre ellos, el Hijo no es una mera emanación del Padre, como para Valentiniano. Y tampoco era parte del Padre, de una misma sustancia con él, lo que era considerado el error de Mani (para muchos, Arrio incluido, un hereje cristiano). Allí comenzaron los problemas de Arrio quien fue expulsado de Alejandría por negarse a aceptar que el Hijo era coeterno con el Padre. Arrio, por su parte, aseguraba tener el apoyo de mucho líderes cristianos (obispos). Con todo, Arrio fue excomulgado (expulsado de la comunidad cristiana) por Alejandro quien era secundado por su secretario Atanasio, el futuro gran enemigo de Arrio. Con esta disputa, que creaba una profunda división en la población cristiana de la ciudad más importante del Imperio (y por extensión en todo el Oriente romano), se encuentra Constantino cuando recién se había transformado en el único hombre fuerte del Imperio y defensor de una fe, la cristiana, que por sus disensos internos era el hazmerreír de los paganos en los foros públicos. Y Constantino, en virtud de la particular concepción del poder que ya hemos descrito, decide intervenir en la disputa. El resultado fue el Concilio de Nicea en 325: una reunión de obispos cristianos, todo lo “universal” que las comunicaciones y la situación política del momento permitían. Allí empieza, bajo control y patrocinio imperial, a delinearse una “ortodoxia” cristiana. Comienza a existir un grupo, entre muchos, que al lograr el favor del emperador, podrá imponer (no consensuar) su interpretación de la Revelación al conjunto de la grey cristiana. Este fue, sin duda, un punto de inflexión en la historia del cristianismo. Es esta la época de la Iglesia Triunfante, la expresión de una comunidad que ha encontrado su lugar en el mundo romano y eso lo manifiesta el arte cristiano de la época: pocas imágenes pero centradas en un motivo: el de un Cristo triunfante y su cruz de victoria. No son las imágenes de un Cristo doliente y sufriente que encontraremos después. El siglo IV verá también, y a partir de edictos resueltos en el Concilio de Nicea, la consagración de un tipo de organización administrativa de la Iglesia cristiana: se consolida la importancia de los cinco grandes Patriarcados de: Jerusalén, Alejandría, Antioquía, Constantinopla y Roma. Esa importancia estaba dada no sólo por la supuesta herencia apostólica (que en todo caso estaba, como hemos visto, garantizada en la institución del episcopado) sino por ser –salvo Jerusalén en la que la importancia estaba dada por haber sido escenario de la prédica final y muerte de Jesús–, también, importantes sedes de la administración política y de la vida económica del Imperio. La vitalidad de la institución eclesiástica, junto con la crisis del estado, acercarán a la Iglesia a los mejores espíritus de la época: por diversas razones pasó a ser más interesante hacer carrera en la Iglesia que en la administración del 27
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Estado. Aparecen así algunas de las grandes figuras de fines del siglo IV y del siglo V: en Occidente, Ambrosio, obispo de Milán en Italia, brillante organizador, encabezará por un lado la lucha contra el arrianismo en la región y por otro cimentará para Occidente la separación entre una Iglesia y un gobierno imperial en decadencia. En este aspecto la debilidad del Estado en Occidente no será un dato menor: en Constantinopla el Patriarca, cuya sede se encontraba al lado del Palacio Imperial en donde residía un emperador de Oriente mucho más fuerte, no podrá escapar a lo que hemos llamado “visión constantiniana” de las relaciones entre el poder del Estado y la Iglesia en el seno de un “imperio cristiano”. Ambrosio será, también, el encargado desde su sede de Milán de frenar las crecientes aspiraciones del obispo de Roma de querer posicionarse por encima del resto del colegio episcopal. Este freno al “romanismo”, en Occidente, no durará mucho como ya veremos. Otro de los grandes pensadores cristianos en Occidente en esa época fue Agustín, natural del norte de África y que estudió un tiempo en Roma y en Milán comenzando una brillante carrera académica que abandona, después de una profunda conversión relatada en sus Confesiones, un libro que marcaría el tono de la autobiografía en occidente durante muchos siglos. Hacia fines del siglo IV fue nombrado obispo de Hipona (cerca de la actual Túnez) y se dedicó a su obra pastoral y teológica centrada en luchar contra el maniqueísmo, el donatismo (un problema propio a la iglesia Africana que podemos definir en términos de una búsqueda de mayor autonomía y no sometimiento a Roma) y en fijar algunos puntos teológicos mayores como la presencia y alcance de la Gracia de Dios y el libre albedrío. Su obra será una de las más complejas e influyentes de la Edad Media latina y a través de Lutero estará presente en muchos de los fundamentos teológicos de la fe reformada en el siglo XVI. Una mención especial merece Jerónimo quien fuera secretario del papa Dámaso I en Roma y que se estableció en Belén en Palestina para llevar una vida de estudio y oración. Es el autor de la traducción latina de la Biblia en uso desde entonces conocida como Vulgata (hubo otras traducciones latinas previas que cedieron su lugar frente a la brillante obra de Jerónimo). La Vulgata fue la Biblia durante la Edad Media latina. La Reforma protestante traerá, en aquellos países que la adopten, la gran novedad de las traducciones a la lengua local para que el pueblo la entienda y se pueda acercar a su contenido sin mediaciones pero seguirá siendo la versión en uso en la Iglesia Católica hasta el siglo XX. En Oriente sobresalen algunos nombres, comenzando por los llamados “grandes capadocios”, (Capadocia es una región de Anatolia Oriental, hoy Turquía), Basilio y Gregorio de Nisa y Gregorio de Nazianzos. Basilio fue, junto con Atanasio de Alejandría, uno de los teólogos más influyentes que se opusieron a las 28
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opiniones del ya mencionado Arrio. También fundó monasterios y los dotó de una regla de vida y de un ordenamiento interno que sigue rigiendo hasta hoy en las fundaciones monásticas del oriente cristiano. Su hermano Gregorio y su amigo el Nazianceno fueron dos profundas personalidades místicas así como grandes filósofos. A ellos debemos los fundamentos de un pensamiento cristiano, en lengua griega, profundamente enraizado en la filosofía clásica. Entre los sirios y mesopotámicos de habla aramea sobresalen dos grandes nombres: Efrén y Afrates. A ellos debemos una lectura del misterio cristiano profundamente relacionada con la sensibilidad semítica de la que se nutre y en la que se origina. La literatura siríaca primitiva, que incluye, además de las obras teológicas de Afrates y de Efrén, las Odas de Salomón y la Doctrina de Addai, son ejemplos de una tradición que descansa, en la exposición de sus argumentos, sobre un soporte en general poético y audazmente físico. Son poemas de todo tipo que intentan un acceso a lo divino a partir de una sensorialidad activa que sirve para expresar lo que es esencialmente espiritual, el pensamiento más vertiginoso: el acceso al conocimiento de Dios a partir, si se me permite, de los saltos casi espasmódicos de la intuición estética y de la experiencia física que, a diferencia de los más diversos empirismos filosóficos, no reposa sobre el primado de los sentidos y de la experiencia. En la primera tradición siríaca la sensorialidad expresada y actuante pareciera ser lo primero (e incluso lo poco o lo único) que vemos de un universo múltiple de sentido espiritual. Se trata de un «canto» que intenta salvar las limitaciones del lenguaje. Es un universo intelectual absolutamente poético sin perder por eso envergadura teórica. Es importante señalar que en el momento en que el Imperio romano se cristianiza oficialmente, en un proceso de reconocimiento que llevará como vimos todo el siglo IV (pero que no terminará como también señaláramos con los cultos paganos), este cristianismo de expresión en lengua aramea es muy importante y lo seguirá siendo en siglos posteriores. Para el siglo IV el cristianismo no era ni de lejos, algo que se pudiera definir en términos greco-latinos solamente. También era, como poco, algo arameo. Y la extensión geográfica de esta versión del cristianismo (cuyos misioneros llegarán a China e India) así como su producción teológica fue muy importante y debemos, en una visión global, incorporarlo a nuestro análisis. Para principios del siglo V, el arrianismo estaba lejos de ser un problema resuelto ya que era la versión del cristianismo mayoritaria entre el ejército, para esa época reclutado entre los bárbaros (ver capítulo 5) que se habían convertido al arrianismo en virtud de quien fuera su apóstol, Ulfilas y eso creaba tensiones incluso dentro de la misma Constantinopla. Similares tensiones religiosas se daban en otras grandes ciudades del imperio. Las discusiones 29
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religiosas inflamaban los espíritus y se desarrollaban en todos los ámbitos de la ciudad de una manera que hoy podemos comparar con el lugar que ocupan las discusiones políticas o, en épocas de desencanto con ellas, las deportivas. De ninguna manera era algo reducido a intelectuales. Se podían ver en Alejandría en la que la convivencia entre cristianos y paganos se volvía cada vez más difícil. Grupos fanáticos cristianos destruyeron el famoso Serapeum (el templo de Serapis) en 391 y asesinaron de manera muy cruel a la conocida filósofa neoplatónica Hypatia en 415. Sobre la base de esta situación general, los comienzos del siglo V encuentran una creciente tensión entre las tres grandes metrópolis de Oriente: Constantinopla, Antioquía y Alejandría. A las conocidas diferencias políticas se suman los distintos enfoques en la interpretación del legado cristiano, sobre todo de las Escrituras, que para esa época llevaban ya varios siglos. Un monje de Antioquía, Nestorio, fue nombrado obispo de Constantinopla en 428 y estará en el centro de una gran polémica enfrentado a Cirilo, el líder de la iglesia de Alejandría, desde el 412. La discusión se centró en saber si Cristo tenía dos naturalezas: los alejandrinos sostenían que tuvo una sola mientras que Nestorio sostenía que tuvo dos, enfatizando la naturaleza humana. Además de estas cuestiones teológicas, que hoy nos pueden parecer complejas pero que en su momento, como ya dijimos, inflamaban los espíritus, estaba en juego toda una forma de interpretar el cristianismo y la Biblia. Cirilo logra imponer su posición y Nestorio es condenado en el Concilio de Éfeso en 431. Muchos de sus seguidores se irán, directamente, del territorio romano y conformarán el centro de la presencia cristiana en el Imperio persa sasánida y posteriormente en el califato de Bagdad. A esta tradición debe el cristianismo la evangelización de China y de la India. En este último país, además de Irán e Iraq, varios millones de sus seguidores pueden encontrarse aún hoy. Un nuevo Concilio, en Calcedonia en 451, condenará definitivamente a Nestorio pero también a un cierto Eutiques quien negaba la existencia de las dos naturalezas en Cristo (en este punto el refrendar la condena de Nestorio no se entiende mucho). Aquellos seguidores de la única naturaleza (divina por supuesto) en Cristo serán conocidos como monofisitas (en griego physis significa “naturaleza”) y no aceptarán los fundamentos teológicos surgidos del Concilio de Calcedonia. Ampliamente mayoritarios en Siria (aunque no en Palestina) y en Egipto se separarán del cuerpo principal de la iglesia y estarán, a partir de entonces en conflicto con el poder constantinopolitano. En los siglos por venir, y sobre todo en vísperas de la invasión árabe, este profundo disenso religioso conspirara, ciertamente, contra la unidad del Imperio. A partir de entonces el Credo de Calcedonia establecerá el fundamento de la Iglesia (tanto latina como griega, que sólo se separarán en el 30
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siglo XI). Si bien el pensamiento monofisita también se expresó en griego (imposible defender esas posiciones en otra lengua durante los concilios), tanto en Siria como en Egipto la teología terminará por desarrollarse en las lenguas locales, arameo y copto, un lugar de expresión intelectual que a lo largo de la Edad Media irá ocupando paulatinamente el árabe.
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4.3 Maniqueísmos Es una religión presente en todo el Imperio romano pero sobre todo en Antioquía y en todo el norte de Siria y Mesopotamia. Su origen se encuentra en el siglo III en Persia. Si bien durante mucho tiempo fue considerada una herejía cristiana, es importante señalar que fue una religión en sí misma por la coherencia interna de sus doctrinas, su estructura y sus instituciones. Pero como todas las religiones de la época, y más allá de los denodados esfuerzos de su fundador, fue una religión que se fue adaptando a las diversas circunstancias históricas. Así, su ingreso desde Persia al Imperio romano vía Antioquía de Siria la va a impregnar de muchos elementos cristianos que la harían reconocible para los sectarios cristianos y que permitirían su identificación (impensada para el fundador) como una secta de la religión cristiana. En aquellos lugares y grupos en los que la religión adoptará un ropaje filosófico, como entre los grupos gnósticos de Alejandría por ejemplo, el maniqueísmo se verá sometido a otro tipo de adaptación/transformación generando diversas formas que se transforman en otros tantos fenómenos regionales. Mani (Manes), el Profeta, era originario de Ctesiphonte, en el sur de Babilonia. Su familia estaba relacionada con los Arsácidas, señores partos sobre cuya derrota se construirá el renovado Imperio persa de los sasánidas. El padre de Mani, Pâtik, cuando Mani tenía 4 años se unió a una secta de rigoroso ascetismo: Baptistai, para los griegos, al-mughtasilah (“los que están limpios”) en árabe, menaqqedê (“los que están purificados”) y hallê hewârê (“túnicas blancas”) para los escritores siríacos. La descripción de esta secta coincide con la de los Elkasaítas (Alkhasaios), una secta ascética judeo-cristiana que floreció hacia el año 100 en tierras del Imperio parto. En esa secta de su padre, con tantas similitudes con los elkasaítas, se formó durante 21 años, Mani (del 219 al 240). Mani considera recibir una revelación a los 24 años (había habido una primera a los 12) que le señala la oportunidad de manifestar su doctrina, de la cual era el “supremo iluminador”, el “apóstol de la luz”. Mani fue expulsado de la secta y partió al NO de la India (Beluchistán de hoy) y dos años después retorna a Persia. Lo recibe el nuevo rey sasánida, Sapor I quien le dio permiso para predicar. Con 31 Ubierna, Pablo. El mundo mediterráneo en la antigüedad tardía, 300-800 d.C., Eudeba, 2007. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/binaessp/detail.action?docID=3186202. Created from binaessp on 2017-12-19 11:22:13.
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los hijos de Sapor, Hormizd I y Vahrâm I la situación cambió radicalmente. La religión de los Magos (última fase de la evolución del Zoroastrismo, sobre ella ver capítulo 6) se impone como religión oficial. Y como único nexo con el glorioso pasado aqueménida del que ya nada conocían y cuyos restos arqueológicos y lingüísticos no podían interpretar los persas de época sasánida. Mani fue apresado y encerrado en Gondishapur (en el sur, centro de una famosa y posterior academia de medicina). Después de un encierro y suplicio de dos meses (que su comunidad describía en términos de “crucifixión”) muere. Mani se veía como el último de una larga serie de profetas (Zoroastro, Buda, Jesús). Esto va a ser un problema para el primer Islam, que extrañamente, no incluye a Mani en la lista ni a su comunidad dentro de los dhimnis de “Pueblos de Libro”. Y esto es extraño porque el problema de la escritura, como veremos era fundamental para Mani. El tema escriturario es más importante que la tradición profética. Su prédica era universal (y digamos que cátaros, bogomilos y paulicianos de por medio) duró hasta el siglo XV. En vida, Mani dirigió las misiones dentro del imperio sasánida y las de Addâ y Pateg en Egipto, las del mismo Addâ y ‘Abzâkhyâ en Kirkuk, norte de Iraq y finalmente la de Mâr ‘Ammo en Abharshahr y Marv en el Jorasán (norte de Irán). Y por supuesto hacia la Siria romana. Dentro de Irán se pudo mantener aunque no pasó la frontera del Pamir. Con la llegada del Islam hubo un pequeño y corto florecimiento. Incluso con la llegada de grupos exiliados en el Jorasán. Pero esto, junto con la expansión en China, no es algo en lo que nos podamos detener ahora. Sí es importante señalar que no fue otro que éste, el camino recorrido por los misioneros siríacos (nestorianos o jacobitas) hacia China y la India. El sentido “ecuménico” de la doctrina de Mani lo llevó a incorporar cosas del zoroastrismo y también del judeo-cristianismo. No debemos por esto considerar que su doctrina fue un mosaico. Fue fuertemente unitaria, por el contrario, no siendo más que una particular forma de gnosticismo, Mani recibió influencias de Marcion y Bardesanes. (Marción era un cristiano que negaba el Antiguo Testamento y asumía una interpretación particular que hacen de la tradición paulina y la negación de lo judío y por lo tanto de lo judío cristiano). El maniqueísmo es, en ese sentido, una respuesta a la angustia típica de la situación religiosa de la Antigüedad Tardía, que vio el florecimiento de tantas religiones mistéricas, por ejemplo, capaces de dar sentido a esa angustia mediante la participación en ciertos misterios. Religiones mucho más “personales” (en doctrina y formas cúlticas) que el paganismo “público” de la religión romana y griega clásica (algo que ya hemos mencionado). La comunidad maniquea tenía una organización piramidal: primero venía el sucesor de Mani, lo seguían 12 “maestros”, 72 “obispos”, 360 “sacerdotes”, los 32
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“elegidos” (los perfectos de la tradición cátara medieval) y el pueblo. Sobreviven pocos textos de los cuales podamos extraer algo sobre su liturgia. Su culto estaba centrado en la oración, el cuidado de los pobres y el ayuno (aunque sabemos, por ejemplo, que no bautizaban con agua sino con óleo). Mani consideraba que la decadencia de muchas religiones se debía a que los profetas que las habían fundado (Jesús, Buda, Zoroastro de quienes él tomaba cosas) no habían puesto por escrito sus doctrinas que sólo habían sido conservadas a partir de los que sus discípulos pudieron poner por escrito, más o menos metamorfoseadas y origen de múltiples disputas doctrinarias posteriores. Mani mismo se encargó de explicitar su doctrina en una serie de escritos, cuya copia y divulgación él mismo supervisaba. Sobreviven cosas en copto en El Fayyum, en chino en Turfan (Tuquestán chino). De ahí se concluye que el canon maniqueo contenía siete obras atribuidas a Mani y escritas en siríaco, más un libro de imágenes para ilustrar a aquellos que no podían leer. La comunidad también incluyó en ese canon un texto de Mani en pahlavi (“persa medio”, idioma del Imperio sasánida) y dedicado a su inicial protector, el emperador sasánida Sapor I.
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4.4 Judaísmos El camino hacia el judaísmo rabínico. El final de la revuelta de Bar Kochba en 135 marca un momento clave en nuestra historia, tanto para la nación judía como para el movimiento de los discípulos del rabbi Jesús de Nazareth. En 135, con la caída de Béthar se termina la segunda gran revuelta judía contra Roma dirigida por Simeón Bar Kochba (o Koziba) y simultáneamente a lo que se denomina, en la historia de Israel, la época del Segundo Templo. Una vez más fracasó una tentativa “nacionalista” de colores mesiánicos que intentaba sacarse de encima el yugo romano. La amplitud del movimiento se nos ha ido demostrando en los últimos años gracias al aporte de la arqueología. Todo terminó en un baño de sangre y miles de muertos y muchos más esclavizados. Jerusalén, la ciudad santa, deja de existir y nace una nueva ciudad pagana, Colonia Aelia Capitolina, de acceso prohibido a los judíos (ni siquiera podían acercarse). A diferencia de lo sucedido en el 68-70 cuando se fueron de la Jerusalén sitiada, los nazarenos que se refugiaron en Pella, esta vez no participaron en la revuelta (como tampoco lo hicieron los habitantes de Téqoa), para no reconocer el “mesianismo” del jefe de la revuelta (bar Kochba). Comienzan a sumarse prosélitos no-judíos (de la qehila a la ekklesía). Es el comienzo de la importancia de toda una literatura cristiana previa a la aparición 33 Ubierna, Pablo. El mundo mediterráneo en la antigüedad tardía, 300-800 d.C., Eudeba, 2007. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/binaessp/detail.action?docID=3186202. Created from binaessp on 2017-12-19 11:22:13.
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de los Padres Apologetas (y sus tratados contra iudaeos y contra graecos). Alrededor del año 135 se da un doble proceso de separación: de un lado, ruptura de la corriente de habla aramea de los nazarenos con su medio matriz, el judaísmo postexílico; por el otro, en el seno del movimiento de los discípulos de Jesús la ruptura de los helenos con los nazarenos, quienes se van a encontrar en una posición difícil, rechazados por el judaísmo rabínico y por los cristianos-helenos, mayoritarios. Para algunos autores (Blanchetière entre ellos) las iglesias de Oriente, herederas de la corriente nazarena, sufrirán un aislamiento parecido. Después de la caída del Templo en el año 70 habían desaparecido las autoridades del antiguo estado judío y había que crear una autoridad judía capaz de negociar con Roma. Sin ella, los judíos de Palestina degenerarían en una masa amorfa de individuos. La organización que surge después del 70, muy precaria, es puesta de lado por la dinámica del movimiento revolucionario de Bar Kochba. La verdadera reorganización comienza después del año 140. Se plantea el problema de mantener una cadena ininterrumpida de tradición religiosa: la obra de Rabbi Judah ben Baba ordena a cinco de los discípulos de Rabbi Akiba en un tiempo en que Roma castigaba ese tipo de ordenaciones con la muerte. La línea de ordenación, o semikah, era algo que no podía perderse si no se quería perder autoridad. Esto los romanos lo sabían y trataron de romperlo, cuando el Sanhedrin sesionaba en Yabneh cada rabino ordenaba sus discípulos según su intención. Incluso en ese momento la ordenación significaba no sólo permiso para enseñar sino que también situaba a quien la recibía en una línea de transmisión de autoridad señalada en los “Dichos de los Padres” (Pirke Abot, un tratado de la Mishna) que comenzaba con Moisés en el Monte Sinaí y continuaba con Josué, los Profetas hasta los grandes hombres del presente. La imposición de las manos era entendida entre los eruditos de Israel como el derecho a compartir la autoridad espiritual derivada de Moisés. Los sucesores de Rabbi Akiba ordenados fueron, entonces, junto con los miembros sobrevivientes del Sanhedrín, los sucesores legítimos de aquellos reunidos en Yabnéh. Al reunirse en Usha en 140 el acto más importante fue la creación de un órgano ejecutivo, reviviendo el Patriarcado. El Concilio de Yabné: Rabban Gamliel II toma el título de “nasi” ni rey, ni sacerdote (lo toma de Ezequiel; el cargo recuerda el título que tenían los reyes Hasmoneos antes de tener el título real. Recordemos que la Casa de Hillel se encontraba históricamente a la cabeza del Sanhedrín aún cuando el Sumo Sacerdote fuera un saduceo, pero desaparecen con la destrucción del Templo). Su hijo Rabban Simón será Patriarca (durante un tiempo junto con un “colegio” de otros dos rabinos y después solo). Rabbi Judah I será ya Patriarca con poder total. El Patriarca, como cabeza de Israel, se comparaba con el emperador, cabeza 34
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de “Edom” o Roma. En esta época se presentan las distancias entre los judíos de una Palestina empobrecida dentro de un Imperio romano en crisis en el siglo III y una judería persa en Babilonia que no sufre los efectos de la crisis. Se relajó la prohibición a los judíos de entrar en Jerusalén: los discípulos de Rabbi Meir fundan, durante un tiempo, una comunidad allí, una qehilah de donde recopilador de aforismos o sentencias y también miembro de una ekklêsía. Cuando tantos de sus miembros se arruinaron por la crisis, la coherencia de toda la comunidad se resintió. Los recursos de la comunidad judía se resintieron tanto que la situación amenazó la estabilidad de toda la comunidad. La decadencia general de la autoridad romana causó la consiguiente debilidad de la institución Patriarcal. Podemos decir que la crisis del siglo III pasó por tres etapas: la primera, política, afectó al poder imperial en sí mismo. La segunda fue económica y afectó a los judíos en Palestina directamente. El tercer punto es la conjunción de los dos primeros sobre la comunidad judía. En la Midrash aparece lo gravoso de las cargas impositivas impuestas al Patriarca cuyos ingresos eran afectados por la inflación general y por esos altos impuestos. Al principio se aplicaban en Palestina los mismos impuestos que en otros lados: tributum solis, o impuesto a la tierra (demosia), el tributum capitis (el impuesto personal, fijado sobre el valor de la propiedad, o más bien en lo que la propiedad podía producir), recordemos que estos eran los dos grandes impuestos surgidos de la reforma de Diocleciano. También se aplicaba la anfortah, impuesto sobre terrenos estatales arrendados y los derechos aduaneros. El más opresivo era el tributum capitis. No está claro que fuera el Patriarca el encargado de cobrar los impuestos de los judíos de Jerusalén pero es probable que así fuera. En todo caso, él personalmente era uno de los mayores contribuyentes del Imperio (impuesto a la tierra y a la renta, no personal, la capitación que era el más común y del cual estaba exento). Con la crisis general sus ingresos disminuían pero no las cargas y debieron buscar nuevas fuentes de financiación. Una fue buscar nuevas personas físicas a quienes imponer la capitación. Hasta entonces los rabinos y sus estudiantes estaban exentos (de impuestos y de prestarse como fuerza de trabajo en los términos del colonato) para las autoridades imperiales en tanto que “sacerdotes de una religión reconocida”. En una época de crisis como lo fue el siglo III había mucha oposición a esta excepción hecha con los rabinos. Muchos decían que podían dejar las ciudades con tal de no pagar impuestos (en Egipto esto se llamó la anajôrêsis). El Patriarca se negó en principio en sacarle la exención a los rabinos pero los problemas continuaron. No se criticaba el derecho de los rabbis a no pagar pero se preguntaron a quién se debía aplicar el nombre de rabino, lo que no era poco. ¿Quién era un talmid hakam?, ¿un 35
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estudioso de la Ley? Rabbi Yohanan da una definición: a) el que es representante del pueblo (lo que era, en realidad la definición romana, por la cual estaban exentos del servicio público en las municipalidades); b) alguien entendido en la Ley Oral; c) alguien que debe ser mantenido por sus correligionarios porque abandonó sus propios negocios por los problemas celestiales. Esto excluía a los hombres de negocios que pretendían el estatus de eruditos. Las autoridades judías estaban, tanto como las romanas, interesadas en lograr una definición que excluyera a muchos. Cuando hubo que construir las murallas de Tiberías y Jerusalén (algo muy común durante los problemas del siglo III, invasiones bárbaras, etc.), el Patriarca Judah II hizo que los rabinos pagaran. Para los rabinos, Dios los protegía y no necesitaban ni vigías ni murallas y consideraban que la casa de Levi estaba libre de leitourgia o trabajo forzado. Este es el origen de la institucionalización del rabinato como algo definitorio de un judaísmo que no contemplaba, ante la ausencia de Templo, un orden sacerdotal. Pero no todas las comunidades judías aceptaron la imposición de este orden rabínico y la consecuente aplicación de la ley talmúdica. Algunas, sobre todo en el norte de Mesopotamía, se convirtieron al cristianismo (con el que, en esa región sobre todo, compartían muchos aspectos litúrgicos y el texto sagrado en arameo) mientras que otros se apartaron del resto de la comunidad y fueron señalados como “herejes”. Este es el caso de los llamado “caraítas”.
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4.4.1 Hacia un judaísmo no talmúdico: los caraítas Los caraítas son una variante religiosa del judaísmo que se caracteriza por el rechazo de la codificación interpretativa (con alcances a la vida cotidiana) contenida en el Talmud. Los caraítas se atienen a la ley escrita presente en la Escritura (miqra, que en hebreo designa “lo que es leído”) y son llamados qaraîm o ba‘ale miqra, mientras que aquellos que se consideran en posesión “de la ley oral” presente en el Talmud serán conocidos como ba‘ale mishna y conformarán la mayoría del judaísmo desde la Antigüedad Tardía. El caraísmo es la única de las grandes sectas judías tardoantiguas en sobrevivir hasta los tiempos moderno (e incluso la actualidad, aunque con número muy reducidos). La primera gran figura del caraísmo es sin duda Anan ben David, jefe comunitario en Bagdad durante el siglo VIII. El origen del caraísmo, para muchos autores, se debe situar en un doble fenómeno producido durante el primer califato: la proliferación de sectas en el mundo islámico (de lo cual el judaísmo se habría, de alguna manera, “contaminado”) y el creciente proceso de centralización ejercido por las autoridades judías bajo dominación islámica: El Gaon y el Exilarca. Consideramos que dado que ese proceso de centralización había comenzado durante el imperio 36 Ubierna, Pablo. El mundo mediterráneo en la antigüedad tardía, 300-800 d.C., Eudeba, 2007. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/binaessp/detail.action?docID=3186202. Created from binaessp on 2017-12-19 11:22:13.
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sasánida (antes de la aparición del Islam en escena) los fenómenos que llevarán a la súbita aparición del caraísmo en las fuentes de época islámica, bien podría ser previo. La posición de la comunidad judía en el imperio sasánida era, en términos relativos como ya hemos visto, mucho mejor que en una Palestina romana que parecía, en los siglos IV, V y VI no recuperarse de la crisis. La unificación de ambos territorios (Palestina y Persia) bajo un único poder con el Islam y sobre todo la mudanza a mediados del siglo VIII del centro político islámico desde el Damasco Omeya a la nueva Bagdad Abbásida no podía sino favorecer la situación de los herederos de la Casa de David que actuaban como Exilarcas allí. Esta última situación, sin duda, potenció las oposiciones sectarias, que existían previamente, a tal centralización.
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5. La crisis del Imperio. Los Bárbaros
A lo largo del siglo IV y sobre todo en el V, una serie de pueblos, que los romanos llamaban “bárbaros” por no pertenecer a la cultura greco-latina, se fueron asentando en territorio imperial en un proceso lento, gradual y pacífico. No hubo “invasión”, esto es, una ruptura violenta de la frontera romana y una instalación no menos violenta como sostuvo la historiografía moderna pero tampoco estuvo este proceso enmarcado en lo que podemos llamar “grandes migraciones” que para muchos autores pareciera haber durado siglos enteros (desde el siglo II a.C. en que los cimbrios y los teutones aparecen en las primeras fuentes romanas hasta la instalación de los lombardos en Italia en el siglo VI d.C.) y que en su última etapa habrían empujado a otros pueblos a entrar en el Imperio romano. Los germanos, al igual que los celtas, no eran nómades, eran pueblos sedentarios con una economía agrícola. No. Estamos aquí frente a un proceso gradual, es cierto, pero que no duró muchos años y cuya última etapa en el siglo V tuvo como protagonistas a apenas algunos de todos esos pueblos bárbaros que se encontraban más allá del limes (o frontera) romano. Y el proceso de instalación de esas comunidades (de algunas decenas de miles de personas apenas) no significó el despojo de los habitantes romanos de las provincias. ¿Quiénes eran estos “bárbaros”? En su gran mayoría formaban parte de la gran familia de pueblos que estaban asentados en los grandes bosques de Europa occidental y en las llanuras de Ucrania y Rusia desde muy antiguo. Entre ellos podemos encontrar pueblos de habla germana (burgundios, godos –ostrogodos y visigodos–, suevos, sajones, vándalos, francos), iranios (sármatas), eslavos pero también algunos pueblos que no estaban emparentados lingüísticamente con los germanos o iranios como los hunos y los alanos provenientes del Asia Central. Pero no se trata solamente de ellos porque las “fronteras” del imperio estaban también pobladas por otros pueblos: irlandeses y pictos en las islas Británicas; bereberes en el norte de África; algunos como los isaurios en Anatolia vivían en tierras que desde hacía muchísimo tiempo pertenecían al Imperio; los cultísimos persas sasánidas más allá del Éufrates… Salvo los hunos y los alanos, el resto de los bárbaros eran antiguos vecinos de los romanos y con profundos contactos con todos los niveles de la vida 38
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romana, pública y privada, y que por ser en su mayoría cristianos habían entrado en una lógica romana que los comprendía. Estos pueblos, sobre todo los germánicos, entraron, en muy diversas circunstancias, en territorio romano en el siglo V en número suficiente como para dejar una marca. Y no debemos unir en nuestra percepción lo que ni los propios pueblos germánicos ni los romanos unían (más allá de la utilización del nombre genérico de “bárbaros” que como vimos incluía grupos muy diversos): no hubo algo llamado “germanos” como un grupo unido sino diversas tribus o naciones que estaban más o menos emparentadas, vagamente, por la lengua. El adjetivo “germánico” se puede aplicar a algunas tribus de la región del Rin como los francos. Otras tribus, ubicadas en la desembocadura del Danubio, como los Godos, por más que hablaran una lengua “germánica” jamás pensaron tener, por ejemplo, algún tipo de relación con los francos. Tomemos el ejemplo de los Godos. Refugiados de este pueblo fueron autorizados por el emperador Valente en 376 a instalarse en el Imperio (o sea, cruzaron el Danubio porque fueron invitados a hacerlo). Se rebelaron en 377, ganaron una gran batalla contra los romanos en Adrianopolis –en Tracia– en 378 en la que el ejército romano fue destrozado y el emperador Valente muerto. Pero fueron pacificados en el 382 y aceptaron un tratado muy ventajoso. Los vándalos cruzaron África [desde el sur de España en el que dejaron, en el nombre de (V) Andalucía, el recuerdo de su paso] porque un general romano rebelde contra el poder central los buscó como aliados. Los sajones entraron a lo que hoy es Inglaterra mucho después de que las legiones romanas hubieran abandonado la isla. Teodosio I y sus sucesores tendían a tolerar, más que expulsar a estos bárbaros que se rebelaban contra el poder imperial siendo ya residentes (como los godos) o que cruzaban masivamente la frontera (como vándalos, alanos y suevos en el invierno de 406/7). Y en ese siglo V, la lógica que gobernaba la vida de los pueblos germánicos en el Imperio no dejaba de ser una lógica romana. Si los visigodos, como pueblo pero sobre todo como fuerza armada, saquearon Roma en el 410 o los vándalos y suevos cruzaron el Rin congelado y recorrieron a sangre y fuego la Galia hasta asentarse en la península Ibérica, lo hicieron dentro de la lógica de desmembramiento del imperio occidental y no actuaron de forma muy diferente que otras legiones buscando mejores condiciones. En suma, con todo lo cruel que fue, no era algo extraño a la vida política del imperio desde fines del siglo IV. Estas incursiones no fueron, ni de lejos, más complejas que los ataques en las fronteras que el imperio sufrió a partir del 250 d.C. Pero entonces, los atacantes fueron repelidos y si algunos territorios fueron abandonados por Roma (como Dacia sobre el Danubio, la actual Rumania) otros territorios, sobre todo en el Éufrates, fueron anexados. El Imperio cambia, a fines del siglo IV, su 39
Ubierna, Pablo. El mundo mediterráneo en la antigüedad tardía, 300-800 d.C., Eudeba, 2007. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/binaessp/detail.action?docID=3186202. Created from binaessp on 2017-12-19 11:22:13.