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Francisco Javier Aliaga Meroño El viejo zorro El viejo zorro

EL VIEJO ZORRO

Francisco Javier Aliaga Meroño | Estante de la Oración en el Huerto

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Sucedió cuando San Nicolás aun era San Nicolás. - ¿Pero qué pasa esta mañana? ¿Alguien puede decirme qué sucede con el paso hoy? Chilló el viejo cabo de andas, con el capuz en una mano y la muletilla en la otra, agachado entre las varas del trono para que todos le escuchasen, y con un enfado que difícilmente controlaba.

Pasaban las doce del mediodía y el sol derramaba plomo fundido entre los pliegues de las túnicas de aquel manojo de nazarenos.

Era una de esas mañanas ansiadas para Viernes Santo, pero estaban aprendiendo, de manera cruda, que hay que cuidarse mucho de lo que se sueña porque, a veces, se cumple.

Tras cuatro horas cargando la Oración, más de uno de los veintiocho hombres que sudaban y resollaban bajo el paso habría aventurado un gesto de alivio, caso de haber turbado alguna nube la radiante mañana. Pero no era el caso, y San Nicolás tampoco colaboraba.

Calle nazarena por excelencia, su angostura y los bordillos de las aceras cubiertos de arena para evitar accidentes, a esa altura de la procesión la convertían en el kilómetro de la Agonía: la calle del Calvario.

- Dios te salve María, Santa María. Dios te salve María, Santa María, repetía en silencio aquel estante de tarima, sin ser consciente siquiera de que lo hacía, con la sangre batiendo fuerte en las sienes y marcando cada paso con esa incesante letanía.

Al borde del agotamiento, la mente hacía cosas así de raras. El prolongado esfuerzo producía el embotamiento de los sentidos; una especie de sopor que hacía que la mente vagase por senderos insondables, pero extrañamente lúcidos:

- Dios te salve María, Santa María.

Dios te salve Ma… Paco, dile a esa señora que quite el carricoche del niño que no pasamos, comentó a su punta tarima, interrumpiendo momentáneamente su retahíla y apoyando el codo contra el muro de ladrillo para no aplastar a un espectador.

Dada la anchura del paso, éste no cabía con la dotación al completo en el pavimento de asfalto. Por tanto, uno de los costados debía ir obligadamente por encima de la acera, al menos toda la gente de la tarima de esa banda. Y ahí venía la guerra.

Cargar el trono por encima de la acera significaba portarlo agachado, doblado e incómodo. Y eso sólo era soportable por un corto espacio de tiempo, si no querías partirte el espinazo. Así que los empujones hacia la banda contraria, para bajar de la acera, eran moneda de cambio a cada momento y hacían dar secos bandazos al paso. - ¿Pero qué pasa esta mañana? - bramó por enésima vez el cabo de andas- ¿es que no sabemos llevar un trono, o es que se nos ha olvidado cómo cargar en sólo un año? – y se asomó para dirigirse a la tarima de su derecha, clara causante del último empellón.

Su cara, tensa y preocupada, reflejaba el enfado, pero tras contemplar el rostro ceñudo de su gente y el silencio hosco que sostenían, enmudeció al momento; conocía a aquellos hombres personalmente y sabía que ese rincón era un nido de honradez. Ahí nadie escurría el bulto ni dejaba de meter el hombro. Así que, mirando uno a uno a los ojos de sus nazarenos, relajó la mirada y se fijó en la estampa que formaba el aguerrido grupo: Aún en la incómoda postura que soportaban, los seis estantes de la tarima la “fiel infantería”, apoyando un pie encima de la acera y el otro sobre la tierra del bordillo, mantenían en un orgulloso pundonor sin emitir una queja, sin susurrar un murmullo.

Duros, sufridos y anónimos, aquella banda de bajitos feos y correosos le miraba a él, con respetuosa atención, en espera de su orden.

- Así no. – se dijo a sí mismo – Idiota, que eres un idiota. ¿Cómo se te ocurre chillar a una gente que lo está dando todo y que ya no puede más? – se preguntó sin esperar respuesta.

Se giró y anduvo ensimismado, calle adelante, mirando atrás de cuando en cuando, y con la mente fija en sus tarimas, en los bandazos del trono y en qué diablos podía hacer para solucionarlo.

Porque aquel viejo cabo de andas sabía de sobra que, en esos momentos de dificultad, era cuando realmente se hacía necesario su oficio. Y para llevarlo a cabo, la cofradía y el mismo Dios, le habían dado una muletilla, la experiencia de una vida como nazareno y veintiocho estantes murcianos. Y el momento había llegado.

Se acercó a la banda que ahora estaba sobre la acera y, distraídamente, mirando al frente, pero sin perder detalle, escuchó la conversación de sus nazarenos.

- Vamos a bajarlo de la acera. No puedo más y necesito ponerme recto. En cuanto el jefe dé el toque, metemos los riñones contra la otra banda. Pásalo a la gente – oyó comentar al punta tarima. - Atentos. Metemos los riñones al toque para bajarlo de la acera – escuchó repetir la orden al siguiente estante.

Y con otro esfuerzo baldío, el trono bajó de aquella maldita acera y, dando el pertinente bandazo, empujó a la tarima de la otra banda sobre la acera contraria.

Y de repente, como un fogonazo, lo entendió todo. No cabía crudo rapapolvo ante quien se estaba matando bajo las tablas, para quien se dejaba el alma bajo la perla de Salzillo. Nada iba a conseguir con más gritos. Pero había otros modos…

De manera decidida, se acercó al costado, apoyó su mano en la almohadilla del tronco vara y, puesto que no

había público en la fachada del convento de la Inmaculada (no cabía nadie en tan escaso espacio), apoyó su hombro contra las piedras del muro y se dirigió a aquellos seis hombres con voz trémula, suave y, de alguna manera, casi maternal:

- Mirad, yo no sé qué sucede hoy con esta tarima. Os estoy observando la última hora y no sé qué os pasa, de verdad. Toda la mañana os está llevando de calle la tarima izquierda y os van a destrozar contra alguna fachada, o van a hacer que el trono caiga hacia este lado. Tal vez estáis muy cansados, os habéis hecho mayores y, posiblemente, tendré que hacer cambios para el próximo año – añadió poniendo cara de pena profunda- en fin, aguantad como podáis y procurad no haceros daño ni lesionaros. Confío en vosotros, en vuestra hombría y en que no me vais a dejar tirado ante la cofradía- acabó cabeceando levemente y casi haciendo un puchero al despedirse.

Y claro, aquello, en unas mentes abotargadas, confusas y sonadas, pero por encima de todo orgullosas, tuvo el efecto esperado. Un brote de energía nacida de la rabia, la testosterona, la vergüenza y la raza nazarena, hizo que, cuando aquel grupo de deshechos humanos escuchó el trallazo de la muletilla contra la tarima, el trono se alzase casi hasta el cielo; arriba del todo, en todo lo alto, como si saliesen de la Privativa en ese momento: sin un solo bandazo.

Y ninguno de los que contemplaron aquello pudo entender el por qué de aquella transformación, de aquel milagro. Nadie, salvo el culpable.

Porque lo que ninguno vio fue cómo, tras dirigirle estas palabras a la tarima derecha, el muy canalla, sin terciar palabra o mirada, se fue derecho a la tarima izquierda, plantó la misma pose compungida, y les largó el mismo discurso: el mismo, sin cambiar una coma.

Por eso, cuando aquellos “doce del patíbulo”, henchidos de orgullo y rabia, tiraron de riñones y corazón y empujaron en direcciones contrarias, por una simple ley de la naturaleza, el trono se fue arriba.

“Un brote de energía nacida de la rabia, la testosterona, la vergüenza y la raza nazarena, hizo que, cuando aquel grupo de deshechos humanos escuchó el trallazo de la muletilla contra la tarima, el trono se alzase casi hasta el cielo”

Pero él estaba ya en otra cosa. Consciente de cada detalle, detuvo el paso en el mismo cruce, apoyó su mano izquierda en la vara, soltó el trallazo con la derecha y desató su atronadora y hermosa voz:

- Que nadie se mueva de su silla, que este paso es La Oración del Huerto, y lo portan los mejores nazarenos del mundo. Del mundo entero – tronó, serio y rotundo, desde lo alto de su metro noventa. Y los espectadores que llenaban aquella esquina, emocionados, rompieron a aplaudir.

Y ahora, por fin, miró a los ojos de sus nazarenos rugiendo de orgullo:

- Nazarenos, que sois los mejores nazarenos, los más grandes. Enseñadle a todo el mundo cómo se lleva un paso. Así, despacio, con chulería, que es Murcia quién os contempla.

Y dejando a “su Oración” girar lenta, suave y eterna, el “viejo zorro” se giró y, procurando que nadie lo apreciase, sonrió.

Para Pedro Zamora, el viejo zorro, que nos sigue guiando desde el cielo que con certeza le guarda, porque fue mi cabo de andas y mi amigo.

Y de esa guisa se plantaron en la esquina de San Nicolás con Santa Teresa, erguidos, sudorosos, marciales e impávidos, como si las cuatro horas y media que llevaban con casi cincuenta kilos a cuestas fuesen una minucia, y mirando todos ellos a su cabo de andas en espera de un leve reconocimiento, de un rastro de condescendencia.

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