Vista Previa "Ciudad de payasos"

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CIUDAD DE PAYASOS Daniel Alarcรณn โ ข Sheila Alvarado

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CIUDAD DE PAYASOS © 2010 by Daniel Alarcón © Del texto: 2010, Daniel Alarcón. Basado en el relato “City of clowns”, publicado en el libro War by Candlelight (Harper Collins, 2005) © De las ilustraciones: 2010, Sheila Alvarado © De esta edición: 2010, Santillana S. A. Av. Primavera 2160, Surco Lima, Perú Tel. 313-4000

ISBN: 978-612-4039-53-9 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2010-08659 Registro de Proyecto Editorial Nº 31501401000587 Primera edición: julio 2010 Tiraje: 2 000 ejemplares Edición: Mayte Mujica Diseño de cubierta: Sheila Alvarado Diagramación: Álvaro Villanueva Asistente de ilustración: Luis Falen Traducción: Jorge Cornejo Calle

Impreso en el Perú — Printed in Peru Metrocolor S. A. Los Gorriones 350, Lima 9 — Perú

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito de la editorial.

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C

uando llegué al hospita l esa mañana, encontré a mi madre trapeando los pisos. Mi viejo había muerto la noche anterior, dejándola con una cuenta por pagar.

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LO SIENTO.

La habían hecho trabajar toda la noche. Liquidé la deuda con un adelanto que me habían dado en el periódico. Me presentó a la mujer que la acompañaba.

ES CARMELA. LA AMIGA DE TU PADRE. ESTUVO TRAPEANDO CONMIGO.

¿OSQUITAR? ¡NO TE VEO DESDE QUE ERAS DE ESTE TAMAÑO!

Yo sabía exactamente quién era esa mujer. Algo en su comentario me molestaba y me confundía. ¿Cuándo la había visto antes? No podía creer que estuviera parada allí, delante mío. 15

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Carmela había sido su amante y luego su conviviente. Era mucho más bonita que lo que yo había imaginado. Mi madre y Carmela, por turnos, lloraban y se consolaban mutuamente. Conocí a los tres hijos de Carmela. Eran mis hermanos, eso estaba claro. Todos teníamos un aire a don Hugo. Durante doce años me había mantenido apartado de la otra vida de mi viejo, desde que nos abandonó, justo después de que yo cumpliera catorce. Nadie había previsto la enfermedad que acabó con él.

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Los hijos de Carmela trataban a mi madre como si fuera una tía muy querida y no la esposa suplantada. Su dolor era más intenso que el mío. Incluso ahora ella les pertenecía. Ser el primogénito del matrimonio legítimo no significaba nada. Me preguntaba si debía acercarme a mis hermanos. Finalmente, ante la insistencia de nuestras madres, nos dimos la mano.

AH, EL PERIODISTA.

Ellos y su madre eran, a fin de cuentas, la verdadera familia de don Hugo. 17

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En el periódico, al día siguiente, le pedí al encargado de los obituarios que publicara una nota.

¿UN PARIENTE?

UN FAMILIAR. DAME UNA MANO CON ESTO, POR FA.

Dejé fuera del texto a mis hermanos y a mí mismo. También a Carmela. Ellos podían publicar su propio obituario, si querían, si podían pagarlo.

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EN LIMA

He cubierto redadas antidrogas, homicidios dobles, incendios en discotecas y mercados, accidentes de tránsito, bombas en centros comerciales.

Pero nunca he hecho un reportaje sobre la muerte inesperada de un trabajador de edad madura en un hospital público.

Quienes mueren de manera fantasmagórica, violenta o espectacular son celebrados con titulares macabros en los periódicos de cincuenta céntimos.

Yo no trabajo para esa clase de periódicos, pero si lo hiciera también escribiría esos titulares. Al igual que mi padre, nunca rechazo un trabajo.

LA MUERTE ES

He escrito sobre políticos corruptos, viejas glorias del fútbol convertidas en alcohólicos, artistas que odian al mundo.

Llorado por su esposa, por su hijo, por su otra esposa y por los hijos de esta. La muerte de mi padre no era noticia.

EL DEPORTE LOCAL

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Esa tarde en la oficina me dediqué a escribir mis artículos y no me preocupé por su partida. Mi editor me envió a investigar sobre payasos, para un especial dominical sobre artistas callejeros que me había encargado una semana atrás. Quizá se debía al humor con que me encontraba, pero la sola idea me puso triste: payasos, con sus sonrisas absurdas y simplonas, y sus ropas estrafalarias y raídas.

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Salí del periódico. Había caminado apenas unas cuantas cuadras cuando inexplicablemente me asaltó un sentimiento de pérdida. Lo sentí en el ruido insistente de las calles, en el parloteo de un discjockey en la radio, en la luz deslumbrante del sol veraniego. Sentía que Lima se burlaba de mí, me ignoraba, me apabullaba con su indiferencia. Un payaso fatigado me pidió fuego. No tuve el coraje de entrevistarlo. 22

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El sol parecía atravesarme con sus rayos. Mi pequeña familia se había disuelto en otro grupo, del cual yo no formaba parte.

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En Lima, Era y resanar,

mi padre

diestro podía

con

se había

el martillo,

levantar

construcción.

en cuatro

pintar horas.

De niño, admiraba a mi padre y su laboriosidad.

Durante la semana, trabajaba en las casas de otras personas.

Los fines de semana trabajaba en la nuestra.

Mi padre era vivo, y comprendió muy rápido la verdad esencial de Lima: Si se quiere hacer dinero, hay que obtenerlo de sus calles.

Vimos la Copa América del 1985 en un elegante televisor a colores.

a la

sabía

una pared

Hacía de todo: era gasfitero y cerrajero. Carpintero y soldador.

Pero claro, no todo era tan honesto.

dedicado

Él era un hombre simpático y trabajaba bien, pero siempre estaba al acecho de una oportunidad. Gracias a eso, estrenamos un nuevo equipo de sonido con un casete de Héctor Lavoe. En mi barrio, así se medía el progreso.

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Mi padre era demasiado inquieto para sobrevivir en su tierra natal. Pasco, donde nacieron ĂŠl y mi madre, no es ciudad ni campo. Es un lugar aislado y pobre en una frĂ­a puna andina. El trabajo en las minas es brutal y peligroso. Los hombres descienden bajo tierra en turnos de diez horas. Su horario es monĂłtono, uniforme. Al salir, sea en la maĂąana, tarde, o noche, empiezan a beber.

Con el tiempo su vida sobre la tierra empieza a parecerse a la de abajo: los mineros viven los riesgos, beben, tosen y escupen una saliva espesa y negra como la brea. El color del dinero, le dicen, y luego compran otra ronda de tragos.

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Mi viejo no estaba hecho para esos rituales. No había futuro en Pasco, por lo que se vino a Lima a buscarlo.

Empezó a manejar camiones hacia la costa y a la ciudad. Tenía veintinueve años cuando se casó con mi madre, casi una década mayor que ella. Desde los veinte él había pasado la mayor parte de tiempo trabajando en Lima y visitando Pasco solo cada tres o cuatro meses. De alguna manera, en esos viajes de visita floreció un romance. Cuando se casaron, ya habían sido pareja durante cinco años. Yo nací seis meses después de la boda. Durante varios años él siguió yendo y viniendo, construyendo una casa en la ciudad, en el distrito de San Juan de Lurigancho. Cuando mi madre se hartó de que la dejara sola, nos trajo aquí con él. Yo tenía ocho años. Creo que fue lo único bueno que hizo por nosotros. 27

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Cuando recuerdo Pasco, su aire enrarecido y casas que se hunden, agradezco estar aquí. Crecí en Lima, fui a la universidad y conseguí un trabajo decente. No hay futuro en Pasco. Los niños inhalan terokal de bolsas de papel o se emborrachan antes de ir a la escuela. En Pasco, hasta los propios cerros se mueven: los destripan desde su interior, los despojan de sus minerales, los transportan y los vuelven a armar. Ver a la tierra removida así, y saber que, de una forma u otra, todas las personas con quienes vives son cómplices de ese acto, es demasiado perturbador, demasiado irreal.

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Eran los primeros días de enero cuando dejamos Pasco congelada, con el tamborileo sincopado del granizo cayendo sobre sus techos de calamina. Vimos cómo las dispersas luces anaranjadas desaparecían detrás de nosotros, y cuando desperté era de madrugada y estábamos llegando a la estación de Lima. “Aquí hay gente mala”, nos advirtió mi viejo. “Sé mosca, Chino. Ya eres un hombrecito y tienes que cuidar a tu mamá”.

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Yo había estado antes en la ciudad, dos años atrás, aunque apenas la recordaba. Un día mi padre llegó a Pasco y me llevó con él durante tres semanas. Me paseó por la ciudad señalándome los edificios importantes y mostrándome el movimiento de las calles. Recuerdo a mi madre diciéndome que a los seis años yo ya había viajado más que ella.

Ahora mi viejo se abría camino entre los hombres que esperaban los equipajes. La gente se daba de codazos y empujones. Mi padre, que no era alto ni particularmente fuerte, desapareció en el tumulto. Mi madre y yo aguardamos. Entonces empezaron los gritos.

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OYE, COMPADRE, ¿QUÉ CHUCHA QUIERES CON MIS COSAS?

NO, MIERDA, AQUÍ NO HAY ERRORES.

PERDÓN, TÍO, MI CAJA ES IGUALITA A LA TUYA.

¡LADRÓN!

En medio de la confusión, mi padre me sonrió y entonces me di cuenta de que habíamos traído solo maletas, no cajas. 31

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