Cuesti贸n de tiempo _ Ren茅 Arcos Levi
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Título: Cuestión de Tiempo Autor: René Arcos Levi Diseño: Victoria Neriz F. Ilustración de portada: René Arcos Levi ISBN XXX-XXX-XXXX-XX-X Impreso por Andros Impreso en Chile Todos los derechos reservados por © EDICIONES DE LA LUMBRE LTDA. Latadía 6640, Las Condes, Santiago de Chile www.edicionesdelalumbre.cl Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio, sin permiso previo de la editorial.
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iempre terminas reduciendo todo a un asunto estadístico – dijiste, gritaste, y saliste dando un portazo. En realidad no es cierto; lo del portazo. El ruido que escuché fue el de la ventana de nuestra habitación que se golpeó con el viento. Siempre te ha gustado dormir con la ventana abierta y, como siempre, se te olvida cerrarla por las mañanas cuando empieza a llover. Tampoco es cierto lo de reducir todo a un asunto estadístico. Todo no. Creo en las cifras que ordenan y clasifican a la gente, de acuerdo, nunca he pretendido negarlo. Pero es mi trabajo y supongo que no tengo que disculparme por eso. El problema es que dejaste de quererme. Y lo entiendo. Lo en-tiendo y, por lo mismo, no quiero –no puedo– dar el paso siguiente. Porque si eso fuera todo, si bastara con entender, las cosas serían mucho más sencillas. Bastaría tal vez con un par de frases de buena crianza en el umbral de la puerta –uno llenosme, y el otro quedándose– y, a lo más, pensar por unos segundos en que para eso se inventaron las puertas. Pero no es así. Hay una gran diferencia entre entender ciertas cuestiones y aceptarlas. Aceptarlas como un hecho consumado. Como la razonable consecuencia de una causa igualmente razonable. Pero no. No, porque a pesar de la naturalidad con que parecen emparentarse, la experiencia indica que entre entendimiento y aceptación, existe una dosis considerable de resistencia. Resistencia
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que alcanza dimensiones insospechadas si nos situamos en el campo de las relaciones amorosas. Porque de eso estamos hablando, Jaime. De lo que pasa contigo y conmigo. De mi negativa a aceptar lo que por ahora sólo puedo entender. La explicación es simple. Ante la perspectiva del dolor, es humano negarse. A nadie le gusta sufrir. Con sus correspondientes excepciones eso es una ley. Una ley de la naturaleza. Y yo –creo que está demás decirlo– no formo parte de las excepciones. Aceptar que se ha sido o se va a ser abandonado, causa dolor en términos directamente proporcionales a la resistencia que el sujeto opone como producto de una reacción instintiva. Es un asunto dialéctico. Mientras más fuerte es el sentimiento hacia el otro, mayor la resistencia al abandono, y mayor el dolor resultante. Aunque en la práctica cueste asumirlo, no se puede negar que la ecuación es perfecta. Un setenta y nueve por ciento de los que son abandonados por sus parejas terminan con depresión y demoran al menos un año en volver a relacionarse sentimentalmente. La variable sexo no es determinante en estos casos, dado que la condición de víctima – concepto que puede sonar algo criminal, pero así se dice y estoy de acuerdo– no hace distinción entre hombres o mujeres. Y no es que lo diga yo, es un dato científicamente comprobado. No quiero eso para mí, ciertamente. Y estoy dispuesto a renunciar a lo que sea necesario con tal de retenerte a mi lado y no formar parte de ese setenta y nueve por ciento. Sé que puede sonar patético de mi parte, pero prefiero eso al dolor de comprobar que lo que en un primer momento sólo era una hipótesis odiosa, se convierta de un día para otro en certeza. Ya se hace insoportable la sola idea de pensar que hace tiempo quieres irte de mi lado, y que si no lo has hecho no es porque te importe yo. No te has ido porque no tienes suficiente dinero para vivir solo y estás esperando encontrar a otro que te saque de aquí y te instale en su casa. Yo hice lo mismo hace dos años, cuando te conocí en la playa, y me contaste que vivías con ese abogado que te golpeaba. Al principio también querías que yo te golpeara, pero después te fuiste acostumbrando a mi modo menos violento de entender el amor. Voy a cerrar la ventana que sigue golpeándose sola y te veo salir
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del edificio con tu casaca roja y tus pantalones negros. El pelo largo te cubre la cara y te lo sacudes con rabia. Te levantas el cuello de la casaca y encoges los hombros para avanzar contra el viento hasta el paradero de la esquina. Me gusta verte de lejos, así, pequeñito. Saber que saliste de aquí, de esta cama que ahora empiezo a estirar para que la mujer del aseo no imagine cosas. Sé que sabe que tú y yo vivimos juntos, pero prefiero evitar estimularle la imaginación hasta un punto que podría ser perjudicial para todos. Por eso recojo condones y los boto a la basura envueltos en papel. Salgo a la calle con la bolsa de basura que chorrea restos de cerveza. Al voltear, luego de cumplir con ese rito ciudadano de enviar nuestros despojos a un destino desconocido, veo que sigues en el paradero junto a un hombre mayor que te dice algo. No me ves, pero sé que ese papel que ahora te entrega y que guardas debe ser un teléfono o su dirección. O ambas cosas. En ese momento pasa la micro que te sirve y subes. El hombre se queda solo y por un instante parece una estatua abandonada bajo la lluvia. Cruzo la calle, me acerco a él y recién entonces me doy cuenta que estoy descalzo. Las piedrecillas del pavimento me hacen doler los pies. El hombre me mira con extrañeza y lo entiendo. Debe pensar que estoy loco para caminar descalzo con este clima. Sonrío y no necesito decir nada más. Es el tipo de hombre acostumbrado a los encuentros fugaces. Conoce los códigos, igual que yo. Pienso esto mientras me sigue hasta el departamento. Lo miro de reojo y sé que va nervioso. También es parte del juego. Todos se ponen nerviosos, no importa cuántas veces hayan hecho lo mismo. –No tengo mucho tiempo –dice apenas entramos al departamento. Yo vuelvo a sonreír y le ofrezco sentarse, pero se niega. Se frota las manos por el frío y se acerca con torpeza, como si en el departamento no estuviéramos sólo los dos, como si otras personas lo empujaran sobre mí, como si todo no fuera más que un roce involuntario provocado por un carro de Metro lleno de gente y algo de deseo encubierto a eso de las siete de la tarde. Con la misma torpeza me quita la ropa. No me mira. Yo lo dejo hacer a pesar del frío. Un pequeño hilo de sangre mancha la alfombra y me doy cuenta que
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me he enterrado una piedrecilla en la planta del pie. Me doy a la tarea de sacarla y él aprovecha para sacarse los zapatos y los pantalones. Tiene las piernas blancas y por el modo en que ordena su ropa sobre el sofá, puedo saber que es de los que viven todavía con una madre vieja a la que nunca han alzado la voz. Después vamos a la habitación y antes de que pueda evitarlo, lo veo fijar su mirada en la foto donde salimos tú y yo. –¿Es tu amigo? –¬pregunta, sin que el más mínimo gesto de traición lo delate. Yo asiento y lo empujo con suavidad sobre la cama. Cae de espaldas y me pongo encima. Con una mano que él no alcanza a ver tomo el cortapapeles que está junto a nuestra foto y el reloj, en el velador. –¿Tienes condones? –pregunta, mientras siento su mano ajena y áspera¬ bajar por mi espalda. No escucha mi respuesta. Sus carnes aprietan con fuerza el me-tal afilado del cortapapeles y veo sus ojos abriéndose al mismo tiempo que su boca. Esta vez su gesto es más decidor. Me cuesta sacar el cortapapeles y volver a enterrarlo varias veces. Tres, cuatro, cinco. Pienso en ti y en que cuando marques su teléfono nadie te va a contestar. Vuelvo a la ventana. La abro de par en par, y puedo sentir la lluvia resbalar por mi cara. Es cierto. Sé que no puedo evitar que te vayas algún día. Pero también sé que puedo demorar un poco las cosas.
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on recién las diez de la mañana, pero es como si la noche se hubiera adelantado. La lluvia me molesta a esta hora. No me gusta llegar al trabajo mojado entero. Estoy exagerando, claro. Es lo que diría Manuel, si me escuchara. Pero él ya no me escucha. Si supiera las ganas que tenía de quedarme en la cama con él, de no haberme levantado, de no tener que haber tomado esta micro deprimente. Y sobretodo de no haber discutido otra vez. Pero no hay caso. Desde que se le metió en la cabeza la idea de que quiero abandonarlo, todas las mañanas son un infierno. Si Manuel no fuera tan terco, si no sacara a relucir su manía por cuantificar las conductas ajenas y reducirlas a un gráfico y a una curva en alza o descenso, las cosas serían mucho más fáciles. Pero nada. Trabaja en eso, y supongo que no puede evitarlo. Todas nuestras peleas terminan conmigo reducido a una cifra. Un punto que suma o resta en esas encuestas inútiles que Manuel se encarga de memorizar antes de publicarlas en esas revistas más inútiles aún, dirigidas a mujeres ociosas que pretenden encontrar su identidad –o algo así– mientras esperan bajo el secador de la peluquería. Yo, en lo que a relaciones sentimentales se refiere, estaba acostumbrado a otra cosa. O mejor dicho, me estaba acostumbrando. Hasta que lo conocí a él. En la playa. Me sedujo esa suavidad casi femenina en su voz. No en sus gestos, porque Manuel no es
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afeminado. Nadie diría que le gustan los hombres con sólo verlo. Yo tampoco soy así. Y no es que tenga nada en contra de los tipos afeminados. Sencillamente nunca fui así, y tampoco me llamaban la atención. Me gustaban los hombres fuertes. Quizás por eso confundí un poco las cosas y terminé involucrándome con Jorge. A él le gustaba golpearme. Y a mí con el tiempo también me empezó a gustar que me golpeara. Ahora sé que no era sano. Pero era lo que tenía, y lo de los golpes sólo pasaba en la cama. Fuera de ella, Jorge era casi tan cariñoso como Manuel. Salvo porque a veces le daba por gritarme delante de sus amigos. Eso sí no me gustaba nada. Por eso fue una suerte haber conocido a Manuel. Se lo repito todas las mañanas, pero él no me escucha. Ahora sé que los celos pueden ser todavía peor que los golpes. En eso pensaba cuando se me acercó el señor Sobarzo. Fue bueno encontrarme con él en el paradero de micros. El señor Sobarzo fue mi profesor de religión y ninguno de los dos tenía idea de que vivíamos a dos cuadras de distancia. No lo había vuelto a ver desde que termine el colegio. Siempre tuvo tiempo para mis dudas de adolescentes como si fuera mi padre. Suponiendo que los padres sean así, claro. El mío murió cuando yo recién estaba empezando a hablar, así que no fue mucho lo que alcanzamos a conversar. Esta tarde le voy a contar a Manuel que me encontré con él. Si no se pone celoso –cosa altamente probable– le voy a proponer que lo invitemos al departamento. Sería un poco incómodo hablar con el señor Sobarzo en su casa, delante de su mujer y sus hijos. Nunca le conté que soy gay. Pero supongo que lo entenderá. Él es una de esas personas que no se asustan con nada. Me consta. Yo era terrible cuando estaba en el colegio. Si nunca me expulsaron, fue en gran parte gracias a él, que siempre me defendía en los consejos de profesores, sobretodo ante la profesora de Castellano, que me odiaba porque, entre otras cosas, nunca me importó la diferencia entre una v y una b, o entre una s y una z. En fin. Me gustaría que Manuel conociera al señor Sobarzo. Sería como presentarle a mi padre.
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e gustaba ver tu cara entre esas otras treinta que llenaban la sala. El cuarto C era el peor curso del colegio. Y tú eras uno de los peores alumnos. Tal vez fue por eso que te tomé cariño. Por eso, y porque eras el más alto, el más hermoso de todos. Me gustaba ver tus ojos siguiéndome cuando me paseaba por los pasillos estrechos de la sala, hablando de lo importante que era creer en algo. En ese tiempo, “algo” era Dios. Dios, que en su infinito amor, había enviado a su hijo para redimir a los peca-dores. A los pecadores como yo. Como tú. Como todos esos hombres que sólo he visto una vez, a escondidas de Sara. A escondidas de todos. Verte ahora, después de tanto tiempo, subiendo a la micro, me hace pensar que quizás otra vez te estás yendo para siempre. Espero que sólo sea parte de ese miedo que nunca me abandona. Que no botes mi número de teléfono y me llames uno de estos días. Ojalá esta misma tarde. De haber sabido que vivíamos tan cerca, te habría esperado en este paradero todas las mañanas. Todas. Pero la vida es así. Juega con nosotros, como si sólo fuéramos las cartas de un mazo que ella administra de un modo que no alcanzamos a entender. Como ahora, que tampoco entiendo qué hace ese tipo con esta lluvia, con este frío, caminando hacia el paradero con los pies descalzos. Está claro que su intención no es tomar una micro. Nadie va a ninguna parte sin zapatos. Y menos con este clima. Si fuera un pordiosero, tal vez, pero evidentemente no es
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alguien que encaje en esa categoría. Por el modo en que me mira, creo que ya sé de qué se trata, a qué categoría pertenece. Me gustan sus ojos. Me gusta cómo sonríe. Por alguna razón, me recuerda a ti, Jaime. Perdóname, Sara. Yo no manejo las cartas en este juego. Sólo soy una de ellas. Y por ahora no puedo hacer otra cosa que sonreír. Sonreír sin pensar en nada, mientras voy tras el tipo descalzo, para un trámite que, por rápido que sea, otra vez –lo presiento– me hará llegar tarde a clases.
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