Club Centenario del Paraguay

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TALLER LITERARIO DEL CLUB CENTENARIO, 2020 Prof. Irina Ráfols HISTORIAS EN CUARENTENA

Ida de los Ríos Autora de la acuarela “Tacuaral”

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ÍNDICE Unas palabras sobre Historias en cuarentena por Irina Ráfols

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Luis Alberto Frutos

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Carla Molinas

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Eduardo Codas

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Sofía Raquel Fernández Casabianca

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Ida de los Ríos

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María Eugenia Yegros

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Beatriz Velázquez

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Raúl Silva Alonso

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Blanca Ortigoza

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María Antonia Ocampos

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Carlos Roveglia

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Julia Marín Blanc

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Renée Villarejo

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Pamela Zarza

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Gloria España

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Fátima Bogado

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Luis Jure Morínigo

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Stella Coscia de Martino

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Roberto Noguer

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Unas palabras sobre Historias en cuarentena Es inmenso el cariño con el que escribo estas breves palabras a manera de prólogo. Una antesala desde donde miro la trascendencia de la vida. La contemplo desde el encuentro cercano, de hace seis meses, de un grupo de personas maravillosas con las que todas las tardes desde las 18 horas, en uno de los salones de este querido Club, nos reuníamos para escribir la vida. Allí debutaba siempre la risa, el cariño, el respeto, la camaradería. Todo mezclado con aroma de café, la merienda que intentaba ser frugal pero el entusiasmo traicionaba frecuentemente. Todos nos mimábamos entre sí, con palabras de afecto, de admiración, con chocolates y dulces, tés, tortas y galletitas. Todo venía bien para alimentar la inspiración. Vibraba el apego humano y la calidez tan despierta. Hoy, envueltos en una realidad impensada, con la distancia dictada por esta cuarentena, extrañamos la energía vital de vernos. Nos vemos ahora, sí, virtualmente. Nos escuchamos, conversamos, trabajamos, y todavía nos reímos mucho. Sí. No es lo mismo. Pero sí. Ahora nos adaptamos a otra manera de estar, porque necesitamos seguir estando. Varios de estos textos (cuentos, prosas, poemas) se armaron en torno a la cuarentena para demostrar que la escritura y la amistad forman un vínculo que resiste, que se estira y no se rompe. Nuestro querido taller tiene alrededor de cinco años y ya ha tenido publicaciones en libros y revistas, con estudiantes que ya han ganado premios y publicado sus propios libros. Aquí hay material artístico que bulle y que emerge. Es una puerta que nos abre el club, atento a la dimensión creativa de sus socios. Primeramente, agradecemos al Señor Raúl Silva Alonso, por ser el gestor de esta idea, fundador de este Taller Literario del Club Centenario, que tanto nos regocija a todos, y que ha hecho posible que varios integrantes inicien su camino de escritores. Agradecemos también por el apoyo al señor Fernando Grillón, Presidente de la Comisión de Cultura, al señor Hagen Zárate, Presidente de la Subcomisión de Biblioteca, a Gloria Beatriz Fernández, encargada de Biblioteca, y a los demás funcionarios, integrantes de Biblioteca, siempre atentos a difundir y a apoyar. No se puede hacer algo grande sin la colaboración de tanta gente generosa que sabe la importancia de abrir caminos para los demás. A ellos les estamos todos muy agradecidos desde este taller literario, que de verdad continua contra viento y marea. Foco de contención, de amistad y amor a la escritura.

Irina Ráfols, escritora, profesora Directora del Taller Literario Club Centenario, 2020

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LUIS ALBERTO FRUTOS

CARLA MOLINAS

Decirse nada Es de día. No es verano como para lo que normalmente se acostumbra a disfrutar de la playa y del mar. Maurice mira la arena. Giselle se entretiene jugando con el velo de su sombrero. El único sonido que se percibe es el de las olas que golpean la costa y se deshacen en blancas lágrimas como si acompañaran lo que no se dice. ¿Será que eligieron un lugar amplio, no delimitado, para decirse nada? ¿O ese paisaje es el mejor atenuante para dolores que no se muestran, que alguna vez se compartieron, pero que ya no conmueven? Es un final donde no hay puertas que se golpean ni se cierran con rabia. No hay ecos molestos. No se ven lágrimas, porque no se miran. Fue lindo mientras duró. Hoy sólo quedan olas quebrándose, porque esa es la naturaleza.

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El amor que nos debíamos Aún la recordaba y mucho más en los días fríos. Nuestro amor duró un invierno. Fue corto, repentino, intrascendente. Yo supuse que solo había sido una confusión, una pasión pasajera, un desahogo mezquino y no quise que lastimásemos a tantos por nada. Entonces, le propuse dejar de vernos. Ella aceptó y nuestras vidas nunca más volvieron a cruzarse. Pero yo aún la recordaba. La última siesta sin ella, fue un domingo, había olor a mandarinas en el aire. El centro estaba desolado, gris, gastado y el débil sol de los días de julio no me alcanzaba, no me cobijaba ni abrazaba. Una capa dura y vieja de amargura me cubría. Sin valentía ni determinación, caminé por las veredas de la calle Eligio Ayala hacia su casa. Leí en la prensa que había enviudado y creí, imaginé, aluciné, que tal vez podríamos volver a vernos. El frío quemaba. Yo avanzaba despacio, mis pasos no eran ágiles ni seguros. Estaba agitado, me faltaba aire. Los recuerdos me asaltaban atropellados, desordenados, casi encabritados. Y recordé las veces que caminamos juntos por esas veredas, desde la Catedral hasta su casa, unas veinte cuadras. Nos separábamos en la esquina con un beso apurado, yo esperaba a que entrase a su casa e iba a la mía con una extraña mezcla de buen humor y culpa. Estaba parado en esa misma esquina. Su casa quedaba a unos pocos pasos. No sentía ilusión ni miedo ni expectativa. Estaba como entumecido, tal vez por el frío o más bien por la costumbre de no sentir. Presioné el timbre. Nada. Lo volví a hacer y escuché que se acercaban unos pasos tenues, delicados. Mi estómago se contrajo y mis manos empezaron a sudar. Ensayé una sonrisa y me temblaron los labios. Pensé que, después de todo, aún era capaz de sentir, al menos nervios. Abrieron la puerta. Era ella, lo supe de inmediato. Le pasé la mano y le dije que sentía lo de su marido, agregué que aunque hayan pasado ya dos meses era seguro que después de tantos años juntos lo seguiría extrañando, pues era lo lógico y que sería raro que no lo hiciera. Carraspeé un poco y manifesté que esto sería raro en ella, aunque no en mí, ya que yo sentí un alivio muy desconsiderado al quedar viudo. Iba a continuar hablando, seguramente, cuando ella me interrumpió. —¿Irala? —preguntó. Siempre me llamaba por mi apellido. —Soy yo, o lo que queda de mí —mencioné. Con una sonrisa me dijo que entrara, que hacía mucho frío. Y yo lo hice. Lo que sigue después de esto que les acabo de relatar, supongo que ya se podrán imaginar, pero lo que sucedió unos días después creo que no. Por eso considero necesario contárselos, para que sepan lo que un hombre porfiado, seco y amargado es capaz de hacer si la vida le da una segunda oportunidad. Convertí mis manos en alas de mariposa y desabroché su blusa lentamente, botón por botón. Besé sus hombros y cada peca que hallé a mi paso. Su forma de mirarme borró de golpe el montón de años que perdimos por cobardes. Claro que todavía dolía en algún lugar de mi viejo corazón. Dolía con la amargura de los amores ocultos,

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EDUARDO CODAS con la fuerza de la pasión contenida. Por eso me entregué a ella como si fuera esa la última hora de mi vida. Y la amé con furia, con desesperación y con tanto esmero que el amor que nos debíamos rejuveneció alocado. Desnudé ante sus ojos mi cuerpo envejecido y me aferré al suyo como debería haberlo hecho hacía más de cuarenta años. DE NOCHE Cuando la tarde se oscurece al fin y los últimos rayos de sol desfallecen, las estrellas se ubican en sus puestos y la luna sube a escena. Descienden del cielo tinieblas enamoradas. Es hora de candiles, de sosiego, de susurros. Yo abandono todo el peso del universo sobre el césped húmedo, y el aire fresco entra y sale de mis pulmones acompasado y manso. Mi mente se adormece, mi cuerpo se relaja y en mis oídos empiezan a palpitar los Nocturnos de Chopin. La noche se acomoda en mi jardín. Las sombras languidecen y yo cierro los ojos. LA CAÍDA Apareció de pronto, temerosa y confundida, sin saber si la trajo la tristeza o la tristeza era ella. Se deslizó insegura, dejando sus huellas húmedas como evidencia de su paso fugaz. No sabía que iría en bajada. Tampoco que habría tantas como ella. Algunas descendían confiadas, pero había otras que se resistían y se aferraban entre sí hasta perder sus formas. El camino en declive resultó ser más resbaladizo de lo que se había imaginado. Le quedaba poco tiempo. Presentía que no aguantaría mucho más. Intentó con todas sus fuerzas no quebrarse. Tenía la sensación de que ninguna era más frágil que ella. Un violento empujón la hizo descender bruscamente. Quiso sostenerse de otras, pero todas iban cuesta abajo. El final estaba cerca y supo que no habría vencedoras. La carrera era, de igual forma, mortal para todas. Osciló en el borde un instante y se desprendió. La caída de una lágrima no dura más que un llanto.

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Encuentro La lluvia cae como la sangre alguna vez en el frente. Roberto la observa desde la ventana del autobús, que oscila entre túneles de barro, trincheras para las ruedas desechas, como aquellos hombres heridos y mojados en el campo de batalla. Mira el espacio vacío en la silla, aquel que alguna vez llenó su pierna derecha. La siente allí, pegada a su cuerpo, como siempre, a punto de llevarlo a algún sitio, pero su ausencia no lo hace menos hombre. Lo que tortura su alma es haber tenido que abandonar el campo de batalla. Se siente un traidor. Un desertor. Siente que regresar en esas condiciones abrirá una escisión entre él y su padre, excombatiente, heroico militar. Merecedor de distinciones y honores. A través de la ventana del autobús, las calles van haciéndose cada vez más familiares: el lugar donde jugaba a las canicas con los amigos; el callejón y el primer beso. Un par de cuadras después, la esquina donde se despidió con orgullo y patriotismo, luego, su propia casa. El autobús se detiene. Alguien debe bajar. El sonido del motor en marcha y la lluvia parecen provenir desde el fondo de su pecho, y hacer eco en la mirada insistente de los demás pasajeros. —¿Alguien baja aquí? –grita por segunda vez el chofer. Un hombre con una sola pierna se levanta torpe, toma una muleta y recoge sus pertenencias. Abajo, un viejo militar lo recibe con la lluvia en su mirada. Solo tiene un brazo. Dos hombres incompletos se abrazan y llenan sus huecos como si fueran uno.

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SOFÍA RAQUEL FERNÁNDEZ CASABIANCA

La copa quebrada Eran tres copas. Estaban juntas en un armario. Arreglando la casa durante la cuarentena, las encontré. ¿Por qué tres copas juntas? Es que en ellas, algunas noches del invierno pasado, tomábamos vino como buenos vecinos. Tenían un significado especial. Representaba algo que solo sabíamos los tres. Yo las consideraba solo mías, por derecho natural adquirido el día en que uno de los tres no se aguantó, y me contó lo ocurrido entre ellos dos. Pronto, muy pronto, se rompió la primera copa. Casi un mes después, se rompió la segunda. Las fui tirando a la basura. Terminada la cuarentena, la tercera se quebró. Me dije a mí misma “sé que significa algo pero aún no me ha sido revelado”. Sé que lo descubriré, si lo quiero algún día. Decidí no tirar la copa quebrada. La guardé. Esa copa era yo, o mi indiferente respuesta a la traición de ellos dos. El beso que no fue dado Era un chico cabizbajo, con una tímida sonrisa. Yo lo veía caminando por las veredas del patio de la institución a la cual asistíamos. Iba por debajo de los árboles, casi siempre solo, como ensimismado. Pero si te fijabas bien en él, tenía unos hermosos ojos azules. Coincidíamos en clases de teatro, aunque no éramos del mismo círculo. ¿Cómo explicarlo? Nuestros mundos eran muy distintos. Yo me sentía una frívola a su lado, pues él era puro como un ángel. No encontraba una razón inadecuada para no mirarlo. Sabía que si lo miraba más intensamente, él no podría bajar los ojos. Yo sabía sostener una mirada y hablar a través de los míos. Y se dio la ocasión. Pudimos conocernos más, hablar de cada uno. Eso confirmó mi primera impresión. Él era un ser muy puro, y yo no quería mancharlo. Todo en él era ternura, encanto, delicadeza y buena educación. Llegó por fin el día en que se sintió confiado y me tomó de las manos, mirándome fijamente a los ojos… yo casi podía apoyar mi frente en la suya. Podía, sí, pero algo me detenía. Sabía que solo bastaba acercarme un poquito más, ladear mi cabeza, cerrar los ojos y besarlo yo, ya que él era tan recatado. Pero no me animé. Mi vanidad está vez no necesitaba ser alimentada. Elegí respetar a ese ser tan bello, en toda la extensión de la palabra. Preferí solo contemplarlo y guardar en mi mente el recuerdo de aquel instante en que creí mirar a los ojos de un ángel. Simplemente, Eva En esta oscura y larga noche, tu recuerdo sigue aquí, Lidia, aunque durante toda mi vida, no hice más que reprimirte en mi memoria. Me dolió siempre como una cicatriz de esas que te quedan cuando te rompés la piel, y casi no se notan, pero cuando va a llover te estira la piel y te hace recordar que aún está allí.

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No sabía si me hacía bien o me hacía mal recordar la cruda realidad de mi pasado, tu pasado. Mis hermanas Agripina y Pía, no te dijeron la verdad. La disfrazaron. La convirtieron en un romántico cuento: que yo era una hermosa e inocente mujer, que fue embrujada por un vendedor de artículos de peluquería, que una maldita tarde se presentó en la peluquería de tu padre, y que el desgraciado, con su hermosa sonrisa me encandiló con el destello de sus dientes perfectos como perlas cultivadas. No agregaron, por delicadeza, que yo nunca había querido ser madre, ni formar una familia, porque odiaba la mía, que había jurado preferir vivir sola en la calle antes que casarme y terminar como mis padres, que de tanto que peleaban, hasta se tiraban platos, y mis hermanas y yo nos escondíamos esperando a que pasara la tormenta. Yo no quería, pero tu papá no conocía un no, y así naciste vos… sí, es verdad lo que siempre pensaste: yo no te quería. Tuve que casarme porque tu nono amenazó de muerte a tu padre si no salvaba mi supuesta honra. Yo no quería casarme. Tía Valentina era la única que me comprendía. Ofreció prestarme su caballo para dejar el pueblo antes del casamiento, pero me delató Agripina. No fuiste mi primera hija. Antes perdí cuatro criaturas. Era como si inconscientemente rechazara ser madre. El matrimonio con tu papá fue un martirio, por eso cuando naciste, Lidia, sentí que allí había terminado mi misión. No me costó nada dejarme convencer por el vendedor forastero. Me hizo el favor de huir, por fin, de un marido impuesto, de una maternidad no buscada, y del lugar donde me ahogaba, porque me quedaba chico. Huimos, sí, fue de noche, y me marché del pueblo para nunca regresar. No les fue difícil suponer que huí con él, pues justo el vendedor forastero también se marchó del pueblo. Con los años también lo abandoné a él. Todo me parecía poco, hasta que llegué a San Pablo y me establecí allí, con un empresario que me dio todo lo materialmente posible: lujos, caprichos. Estaba loco por mí, pero yo nunca lo quise. No podía olvidarte, Lidia, aunque no tenías lugar en mi vida. Fue así, capaz de aburrida o por una culpa encubierta de curiosidad, que contacté con mi hermana Pía, y supe que vos y tu papá seguían viviendo en Posadas, justo cerca de la frontera con Encarnación. Si bien tu padre tenía una peluquería que siempre estaba llena de tíos, había días en los que supe que te hacía ruido la barriga, pues tu papá se olvidaba de darte de comer. Él jugaba al póker. Ni bien cerraba la peluquería al retirarse el último cliente, te decía: —¡Vamos, negrita! ¡Se hace tarde para la timba! Vos hacía rato ya estabas lista. Sabías que si no lo acompañabas dispuesta, él igual se iría solo y volvería recién al día siguiente, un rato antes de volver a abrir la peluquería. Los partidos eran interminables. Tu papá era muy respetado, pues siempre pagaba cuando perdía. Sabías, porque habías escuchado a escondidas, que tu tío Chulo recibió una golpiza. Volviendo una madrugada a su casa decían que se estaba escondiendo de unos acreedores de quienes había prestado plata para apostar en la timba. Te acostumbraste a hacerte la dormida, así los tíos se soltaban, y hablaban cómodamente de todo, sí, de todo lo que no podías ni imaginar, y nunca soñaste que podría ocurrir. Un día, sin querer, como al descuido, tocaste un viejo piano en un garito donde se encontraba jugando tu padre. Te escuchó un señor a quien no conocías. Te animó a seguir practicando. De repente, pasado un buen tiempo, te diste cuenta de que esta-

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bas viviendo en el garito. Ya no eras una niña, sino toda una señorita. Todos los que visitaban el lugar se quedaban extasiados escuchado los acordes y melodías que arrancabas del piano. Te enteraste de oídas que tu padre debía mucho y que había llegado a un trato con el dueño del garito. Eras vos la garantía dada en prenda. Mientras siguieras tocando el piano allí, tu padre tendría luz para jugar. Era mejor así. Eso te dejaba más tranquila. Lo veías feliz todos los días. Casi no sabías lo que pasaba fuera. Tu vida era parecida al personaje principal de “La leyenda de 1900”, sé que nunca viste la obra de teatro ni la película, pero la vida del pianista y la tuya eran lo mismo. Hasta que llegó el coronavirus. Como siempre, por casualidad, te enteraste. Tu padre no volvió, porque igual que yo, contrajo el mal aún sin cura. Él fue la primera víctima fatal de la región, yo la segunda de la mía. El dueño del local (tu amo en realidad), te liberó, pero quedaste asustada por el avance de la enfermedad, que contagiaba a todo el mundo, aunque tomarán precaución. Ni tapabocas ni alcohol en gel, según oíste en las noticias. Te asomaste a la vereda, la cuidad estaba quieta, en silencio, igual que el local. Pusiste un pie afuera. Dudaste y volviste a entrar al local. Ese era el único hogar que te quedaba. Allí estabas segura. Sé que no podrás comprenderme ni perdonarme, porque lo que yo hice al abandonarte, no tiene justificación. Es un misterio que ni yo sé qué pensar, y ya nada puedo hacer por enmendar mi error, Lidia. Ahora que la vida lentamente se me va, veo todo como en un sueño, y espero que cuando Pía (la única que nunca me juzgó) te entregue este correo, sepas que nunca te pude olvidar. No me animo a firmar “mamá”. Sé que siempre me llamaste simplemente… Eva.

IDA DE LOS RÍOS

Querida Elenita Asunción 6 de mayo de 2020 — Año del Covid—19 No sé cuándo podrás leer lo que te escribo. Quizás, alguna vez, si la incertidumbre que nos envuelve nos proyecta a un futuro no tan lejano donde sea posible abrazarnos nuevamente. Quizás, para ese tiempo yo logre convertirme en una abuela como las de antes; las que contaban cuentos, historias, y te hablaban de bisabuelos y tatarabuelos de los que nada sabías , y de tantas otras historias de este mundo nuestro que de repente, sin aviso previo, se convirtió en una pesadilla que amenaza a que los niños se queden sin abuelos. Las circunstancias y la distancia jugaron un papel villano porque impidieron que nos conociéramos más. Supongo que si volvemos a encontrarnos me mirarás extrañada sin saber quién soy. Pero prometo, que si eso llegara a ser posible voy a ser una abuela mejor. Y este tiempo tan difícil para todos quedará lejos dejándonos muchas lecciones: que nada es seguro, nada es para siempre, que debemos disfrutar de los afectos y de la vida cuando se nos ofrecen las oportunidades; porque éstas no regresan, aunque es bueno saber que siempre habrá otras diferentes, pero esperanzadoras. El mundo en el que te tocará vivir no será el mismo que mi generación vivió. Cometimos errores pensando siempre en el progreso sin darnos el tiempo necesario para disfrutar de la vida. ¿Cuál será ese mundo del futuro, Elenita? Para construir una casa es bueno primero soñar con la casa. Para construir el futuro, habrá que soñar con él, desearlo con todas las fuerzas y construirlo con ayuda de las mejores personas de las que puedas rodearte. Es muy importante saber elegirlas. Hasta pronto, hasta ese futuro próximo o lejano, pero sin duda, mucho mejor que éste presente tan incierto. Un abrazo y muchos besos virtuales para mi querida nieta Elenita. Ida Margarita— (llevo el nombre de mis dos abuelas) El jueves, si llueve El otoño no se había enterado de la peste que mantenía a los habitantes de la ciudad encerrados en sus casas. Las hojas de los árboles comenzaban a caer mientras la llovizna mojaba los vidrios de la ventana. Esa misma ventana a la que él se asomaba para verla llegar los jueves a la tarde, bajando del taxi. —¿Pudiste escapar? —Sí, amor, ya sabés. Los jueves de seis a ocho él juega tenis en el club y después toma algunos tragos con los amigos. Pero ese jueves ella no llegó. La ventana solo mostraba la calle vacía, los edificios mudos, y aquel letrero antiguo que conservaba el contraste de las letras azules con fondo marfil.

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El encierro se volvía insoportable sin esa mínima ilusión de los jueves de seis a ocho. El dolor de garganta comenzó con el noticiero de las ocho. Pensó que sería estacional pero a medianoche llegó la ambulancia y se lo llevó. Al final del otoño, el edificio había perdido la mitad de sus habitantes. Algunos, porque no respetaron el protocolo y salieron a la calle. Otros porque abrieron las ventanas y entraron los murciélagos. Lo cierto es que él vivió un solo jueves lluvioso esperando a alguien que nunca llegó. Alcanzó a dejarle una esquela con el portero antes de subir a la ambulancia… “El próximo jueves... si llueve”. Pasos perdidos Me arriesgué y escapé a las diez de la noche. La luna llena, como linterna de plata me ayudaba a distinguir las piedras firmes del camino. Giré en la esquina de siempre donde me esperabas los jueves, cuando te escapabas para buscarme. Cuando me rescatabas de la pesada rutina y caminábamos tomados de la mano sobre esas piedras que conocían nuestros pasos. La soledad y el silencio de la noche me causaron una extraña sensación. El temor de que nada volvería a ser como antes. Las copas de los árboles se movían suavemente y la delgada luz que se filtraba entre el follaje acompañó mi solitario regreso. No pude recuperar nuestros pasos perdidos. Todo se convirtió en recuerdo.

MARÍA EUGENIA YEGROS

La cuarentena Con barbijo y guantes salí a la calle, sintiéndome una ladrona invadiendo lo ajeno. La calle estaba desierta, inspirando miedo y sintiendo enemigos al acecho. A lo lejos, una persona se acercaba, lentamente me invadió el pánico, como si me fuera a atacar. Huyendo rápidamente retomé el camino a casa. Fue en vano. La enigmática figura con escafandra y traje fantasmal, me sopleteó íntegramente, dejándome tiesa y congelada. Era mi hija amenazándome con ponerme grilletes para que no me volviera a fugar de esa cárcel donde vivíamos y que ahora era nuestro hogar. Una ilusión en Venecia Triste y sufriente miraba pasar la interminable caravana de camiones de guerra del ejército italiano. Era sesenta, unos tras otros en una cadena interminable de eslabones trasportando la muerte, llevándose su última esperanza de amor en esta vida. Lo conoció en Venecia. Era el gondolero más hermoso, jamás imaginado, joven, fuerte, alegre. Ella era una señora distinguida de rubios cabellos, ojos azules de un mirar triste. Vivió un torbellino de emociones con los canales de fondo, en ese escenario testigo de incontables amores. Los ojos tristes se volvieron fuego con la pasión olvidada en sábanas de seda, almohadones de pluma. No extrañaba el pasado opulento. Encontró un presente autentico con la sencillez de lo verdadero y la experiencia nueva de una vida plena. Ellos, los otros, no deseaban que alcanzara la dicha. Se oponían a tan sacrílego amor… ¡una dama de alta alcurnia con un plebeyo si nombre! No lo podían aceptar. Pero el destino esquivo asestó un golpe certero, apoyando a los necios que no aceptaban su amor. Demonios ocultos, pequeños infinitos invadieron el cuerpo perfecto del devoto amante, robándole la vida, sumergiéndola en una nube de dolor. Se rompió la magia y hoy no tiene lágrimas. Solo una insondable tristeza que la envuelve y arrastra a un mundo oscuro, lleno de fantasmas.

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BEATRIZ VELÁZQUEZ

La tía Pure Ahora que pasó la pandemia me animo a contarles la historia de mi peculiar tía Pure. En honor a la verdad no es tía mía, sino de la amiga de mi prima. Pero como somos del mismo barrio nos acostumbramos a tratarnos como parientes. Ya les adelanto que su verdadero nombre no es Pureza como todos creíamos. Por las noticias periodísticas de aquel día número ochenta y siete, me enteré que se llamaba Teresita de Jesús. La primera vez que la vi fue el día que me mudé a este barrio. Así como en las películas los buenos vecinos te preparan bizcochuelos y otros manjares para dar la bienvenida, la señora Pureza apareció en mi puerta con un litro de lavandina. Desde ese día y todos los siguientes, de mañana muy temprano, cuando yo salía a trabajar, se la veía en su balcón sacudiendo alguna alfombra o dándole brillo a la platería. Su marido, un hombre alto y delgado, muy pálido y de ojitos alegres, llegaba todas las tardes del trabajo a la misma hora que yo llevaba a los chicos de la escuela. Nos fascinaba observarlo. Se sacaba los zapatos y los dejaba en el corredor, se lavaba las manos correctamente con abundante agua y el jabón de coco, bien dispuesto en una mesita al lado de la canilla, y luego entraba a la casa. A veces se escuchaban los gritos de la tía Pure pero a nadie le asustaban. No era una mujer potencialmente peligrosa. Era de contextura pequeña, mirada lánguida, manos diminutas y piel de porcelana. Se decía por ahí que el tío Pepito, como lo llamábamos cariñosamente, había nacido muy moreno. Y así lo muestran las fotos de su casamiento con la tía Pure. El día de su sepelio era literalmente transparente, presumiblemente por tantos años a su lado, las interminables fregadas con esponja y jabón de coco, Lysoform y lavandina, lo habían convertido en un ser casi etéreo. Pero no se apenen por el tío Pepito, él era absolutamente feliz. De lunes a viernes cumplía funciones en la municipalidad en el centro de Luque, y los domingos sus sobrinas, las verdaderas, le buscaban bien temprano y le llevaban a pasar el día en la quinta de Capiatá. Disfrutaba con el familión y ahí se encontraba con su única hija a quien su madre le había vedado la entrada a la casa por no ceñirse a las reglas de desinfección. Era hippie, y se ganaba la vida dibujando caricaturas de los transeúntes en la plaza frente a la iglesia. Pureza estaba convencida de que lo hacía a propósito en venganza a los largos baños de alcanfor a los que fue sometida de pequeña. Lo que nunca supo la tía Pure es que María Socorro, la más de las veces, salía de la tina mucho antes que sonara la campanilla del reloj que anunciaba la liberación. Tal es así que la piel morena heredada de su padre nunca se le había quitado. Por las noches, la tía durante horas se imaginaba que frotaba el cuerpo de su hija, parte por parte, hasta dejarla de un blanco reluciente. Amaba a su hija, pero el pánico de contraer alguna enfermedad era más fuerte.

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—Mientras no sientes cabeza y dejes de andar por las calles con esa gente que ni los botones de la camisa se prenden, sos una bomba de tiempo. Pepito, al llegar de la jornada dominguera, se duchaba durante horas. Era el precio de la paz, mientras la tía Pure a través de la cortina reclamaba: —Me enteré que Fulanita está con gripe, dicen que el hijo de Menganita tuvo sarampión, ¿no le habrás pasado la mano al marido de Susanita? Mirá que él es político y le vi en la tele haciendo campaña por lugares en los que no sabemos si se respetan las normas mínimas de higiene. ¡Quién sabe qué pestes traés de esa quinta! Es así como de tanto limpiarse, el tío Pepito, que nació morocho, murió muy blanquito. Los recuerdos que tengo de esta extraña, pero noble vecina, aunque les parezca raro, son muy cariñosos. Fue ella la que me enseñó a preparar las ropitas de bebé antes del nacimiento de mi primer hijo. Las lavó a mano cuidadosamente. No me acuerdo con qué las lavó, pero sí recuerdo que las dejó una espuma. Luego las planchó con esmero y exageración. Del derecho y del revés, y del revés y del derecho, una decena de veces cada prenda. Puso cada conjunto en bolsitas cristal separadas y las enumeró, creo que del uno al setenta. Juancito era el primer nieto y primer biznieto en mi familia materna, y la parentela le había llenado de regalos. La bolsa número uno contenía una muda completa para que se le entregara a la enfermera en el momento del nacimiento. También fue en la casa de la tía que me percaté de que los calzones se planchan y que a los maridos e hijos se les puede manguerear cuando es necesario. Mis hijos le tienen adoración. Ella les regala en cada cumpleaños guantes, jabones, talcos, perfumes, champús, todos con forma y dibujos de animalitos, para que les sea atractivo, nos explica, y quieran usar. Con los años coleccionamos un pequeño zoológico. El día que se declaró pandemia en el mundo por la aparición del nuevo virus, todos cerramos nuestras ventanas y corrimos las cortinas. —Quédense en sus casas. Fue la sugerencia del gobierno, que después se convirtió en orden superior. En los canales de televisión y por las emisoras de radio se instruía a la población sobre la importancia de los hábitos de higiene. Constantemente limpiábamos con mucho esmero los pisos, picaportes, y otros utensilios con lavandina y agua. Nos lavábamos las manos cada quince minutos y rociábamos la vida con Lysoform. El mundo estaba adoptando nuevas costumbres muy saludables. Pensé mucho esos días en la tía Pure. Me quería imaginar qué podría estar haciendo para “extremar” los cuidados, tal como nos conminaban las autoridades sanitarias, pues todo lo que para el resto de la población era novedad, para ella era algo cotidiano. Lastimosamente ella no usaba celular, porque las ondas que despiden, decía, te pueden enfermar. Lo aburrida que estaría sin nada que hacer y cuánta tristeza estaría sintiendo en la soledad de su casa. Pensé en el tío Pepito que había muerto, muy blanco por cierto, meses atrás. Sin embargo, ir hasta su casa podía considerarse un delito por la tía, por lo que decidí que era mejor esperar el fin del aislamiento.

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Pasaron ochenta y siete días desde que se dio la alerta. Durante el encierro hubo muchas risas y diversión, pero también peleas y discusiones. Éramos nosotros mismos, con nuestros defectos y virtudes, con nuestras debilidades y fortalezas, solo nosotros. Cada familia en su pequeño mundo cuidando de los suyos y del universo. El día ochenta y siete de la cuarentena, al mediodía, llegó la noticia tan esperada. Se había descubierto un preparado que curaba la enfermedad y eliminaba el virus, no sólo del cuerpo sino de toda superficie conocida: madera, metal, vidrio, plástico y por conocer. De casualidad, una abnegada ama de casa había obtenido la milagrosa mezcla. El día ochenta de la cuarentena la mujer había presentado los primeros síntomas, El día ochenta y cuatro se confirmó su cuadro con análisis laboratoriales. Trabajó incansablemente en la idea que rondaba su cabeza desde hacía semanas. El día ochenta y seis a la noche tomó dos cucharadas de la pócima que había preparado. Al instante percibió que el alma le volvía al cuerpo, se sintió totalmente curada. A la mañana siguiente recorrió las camas de los enfermos de un gran número de hospitales, ataviada con un traje de polietileno que ella misma confeccionó, más guantes, mascarilla y un enorme tubo de oxígeno a sus espaldas. No pedía permiso. Simplemente dos cucharaditas de su invento y los enfermos se reincorporaban sanos y llenos de energía. Ni siquiera a los guardias y médicos les dio tiempo de oponerse. Por los medios de comunicación se pasaban videos de esa pequeña figura, extraña y diminuta que con pasos ágiles iba sanando a la gente. Estábamos todos atónitos ante las pantallas del televisor. Mi asombro casi se convierte en desmayo cuando la persona ataviada con el traje de polietileno se deshizo de la mascarilla para dar una entrevista a los ansiosos periodistas: —Aquí estamos con la señora Teresita De Jesús… —anunció el reportero. El festejo se hizo unos días después en la quinta de Capiatá. Fuimos todos los vecinos, la sobrinada del tío Pepito, María Socorro con su grupo de amigos que para la ocasión prendieron los botones de sus camisas y cuanto curioso quiso agasajar a la “Marie Curie paraguaya”. La Tía Pure llegó puntual, vestida con decencia, pero elegante. Traía guantes y barbijo pero por el brillo de sus ojos se podía notar que estaba sonriendo. Una vez que se liberó de los periodistas que la esperaban en la puerta, contra todas las predicciones aceptó los besos y abrazos de los presentes, pero tuvo buen cuidado de esquivar, con mucho disimulo, al esposo de la sobrina que andaba de campaña política por pueblos “que no sabemos si respetan las normas mínimas de higiene”.

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RAÚL SILVA ALONSO

Mírame al menos Miénteme amor, que yo te creo. Y si yo parece que hurto a tus oídos las palabras que suenen a un “te quiero”, es por la magnitud de este cariño que no resiste brevedad ni verbo. En la profundidad de los océanos, en lo más insondable de su abismo, allí puede que encuentres el sendero que conduce a lo hondo de mi anhelo. O en la negrura inmensa de otro cosmos tal vez puedas hallar la vara que no encuentro y medir, si se mide, el sentimiento, y pesar tu nombre cuando yo lo invoco. Noche de cuarentena El hombre vivía solo. Su apartamento estaba en un quinto piso al que únicamente iba para dormir, después de los agotadores días en la fábrica. De modo que no haberse percatado de cómo, tras la pesada cortina que oscurecía la habitación, había una ventana, no era raro. Claro, llegaba por la noche, exhausto, y se marchaba de nuevo antes del alba. Ahora, con la cuarentena, debía permanecer sin salir de aquella habitación. Todo lo tenía aquel piso. Bueno, casi todo. Tenía una cocinita, un lavadero y un baño. Pero eso no cuenta para esta historia. Cuando ahogado por la sola perspectiva del encierro, se le ocurrió correr la cortina, suponiendo que tras ella habría una ventana, quedó estupefacto por lo que descubrió: era un balcón con una pequeña terraza que lo precedía. Con un alivio de preso indultado, antes de entrar siquiera a la prisión, dio los dos pasos que lo llevaron a una barandilla. Antes de que la alegría de su descubrimiento pudiera llenar su ánimo, se apoderó de él la angustia de lo irrevocable: la avenida a la que se asomó estaba tan desierta y silenciosa como lo estarían las calles de las ciudades europeas en las noches de la segunda guerra mundial, cuando no había bombardeos. Un silencio ominoso, limitado solo por un “horizonte de

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perros”, diría García Lorca, ladrando en alguna ignorada lejanía. Era el dueño de la noche. Intentaba desdibujarlo, el arrastrado sonido de las primeras hojas secas caídas en el otoño incipiente, movidas por una tímida brisa. Nada. Nada ni nadie. Ni un coche. Ni una pareja de enamorados. Ni un borracho. Ni un alma. Ni una tos o un suspiro, o unos pasos alejándose. Lo encontraron en la habitación días después de aquella noche, sentado en un sillón que miraba a la ventana. La angustia lo habrá matado. Iom teruáh* (*) Día del sonido entrecortado del Shofar que anuncia el llamado al Juicio Final El cielo está gris y no hay nadie en la calle. No es solo que no haya visto a nadie vivo en el sanatorio. No hay nadie vivo en ningún lado. Parece una de esas películas de cine catástrofe, donde hacia el final se ve un paisaje desolado, una ciudad desierta. Solo algún papel de diario viejo sobrevolando el asfalto, caído y vuelto a elevarse de un sitio a otro, movido por el viento. En el aire un sonido largo como un lamento, a veces entrecortado y vuelto a repetir. Hablando de papeles de periódicos que vuelan, uno viene hacia mí y queda pegado a mi rostro. Me lo arranco de la cara. Pero mi entrenamiento de lectura rápida o qué sé yo qué, permite que vea la fecha bajo el logotipo del diario: 5 de setiembre de 2020. Pero ¿qué locura es ésta? Estoy viviendo un mal guion de ciencia ficción. Recapitulemos. Lo último que recuerdo es que era el 8 de febrero de 2020, cuando unos enfermeros me llevaron en una camilla rodante y nos cruzamos con gente de blanco, algunos con mascarillas, otros no. Entre cuatro me pasaron a la cama de un quirófano donde me cegó desde arriba la iluminación de las luces quirúrgicas. Ya estaba sedado en la habitación que me correspondía en el post operatorio cuando me llevaron, de modo que no recuerdo bien los hechos. Me pusieron una máscara transparente en la cara y sentí que me hundía placenteramente en una oscuridad acogedora. Antes de salir del cuarto, recuerdo unas palomas que pasaban volando cruzando la vista de la ventana. Estaba en el cuarto piso de una habitación que miraba a la bahía. Mientras me desvestía y me ponía la bata que me dieron, miraba hacia allí. Unas nubes algodonadas, blancas, gordas, se destacaban sobre un cielo intensamente azul. Al otro lado de la bahía y del río, me despedía un horizonte, verde más cerca y más lejano, azul. Pensé esto: “me está despidiendo el paisaje que tanto amo”. Cuando volví a verlo era otro. Bueno, el cielo era otro. La bahía, el río, la lejana arboleda del horizonte, y atrás los montes azules eran los mismos. Yo estaba conectado por una vía, como dice la gente del sanatorio, a una botella de suero vacía que colgaba de un soporte al lado de mi cama. Me sentía bien, aunque con mucha hambre. A la derecha, en el piso, ¡una enfermera acostada! Me arranqué la aguja de la vía del dorso de mi mano derecha y volteé el cuerpo de la enfermera. Estaba muerta, con signos de descomposición de hacía algún tiempo. No sé calcular eso.

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Olía mal. Apreté la perilla del timbre, pero no se iluminó nada ni oí ningún sonido. Me vestí y salí al pasillo. Luego bajé por la escalera al hall de entrada y salí a la calle. En el pasillo, en la escalera, en el hall, había personas muertas, en las mismas condiciones que la enfermera de mi cuarto. Muchos con máscaras complicadas y guantes de látex. Otras con trajes como de astronautas. En las calles también, ¡todo el mundo muerto! Algunos coches chocados, abrazados a árboles o columnas, con los conductores inertes sobre el volante, o con las puertas abiertas y el cuerpo a medio salir del coche. Levanté la vista al cielo, empezando a comprender. Pasó una bandada de aves, y un gato me miró desconfiado desde la vereda de enfrente. ¡Los animales estaban vivos! Y ¿yo? ¿Por qué continuaba vivo? Tenía un vendaje que me rodeaba el cuerpo a la altura de la cintura. Luego, me habían practicado una cirugía, pero después ¿qué me hizo sobrevivir estos meses, sin comer, sin beber? ¿De qué murieron todos? Recordé a Bill Gates en una conferencia que dio en el 2004. “No será una hecatombe nuclear. Será una pandemia…” Patria He caminado el mundo. Algo. No todo. Pero he dormido suspendido en la montaña. Me he aterido de frío en las tormentas de nieve, he navegado a vela en ríos, mares y lagos. Y he remado en oscuros pantanos. He visto el silencio submarino, de punzantes ardores de la selva refresqué mi piel en tropicales cascadas, transité la paz dorada de ondulantes trigales y el aromado sendero de segados henares. Producto de generaciones de opulencia viví los clubes exclusivos, la educación europea, los colegios caros… Fue mi privilegio convivir la fraterna solidaridad de la pobreza, también la muerte violenta me cupo sentir salpicando de sangre mi costado.

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Y la que se aproxima inexorable, con fatal lentitud, a los que amamos.

BLANCA ORTIGOZA

Viví el encierro de las oficinas la libertad que se añora en la cárcel, donde no siendo nadie se libera uno de todo, de sí mismo, y ya no ve la fealdad, ni el dolor al que está unido,

Un árbol de amor Fuerte, perfecto, sin temblor. Imagino tus ojos verdes. Cuerpo fuerte y perfecto. Un caballero al andar con una vestimenta sobria y elegante. Solo él sabe cuánto sufrimiento y dolor hay en este corazón. Sus ramas me abrazan soportando mi cuerpo. Sus hojas son sus manos que me acarician con el viento y mueven mi cabello. Ámame árbol de amor, soy tuya. Mi corazón late al ritmo de un tambor. Quiero besarte. Mis labios están secos. Te beso, siento la savia mojar mis labios. Te amo, mi árbol de amor.

y siente solo que, de alguna forma, es parte de la gloria y la belleza que el universo entero invade. Engendré y eduqué hijos valientes, suelo decir, sin miedo a la vida, sin miedo a la muerte. Trajiné, en fin, por pueblos y ciudades. Y me sorprendí forastero en todas partes. Sin ese sentido de pertenencia con quienes muchos se identifican a una raza, a un estilo de vida, a un equipo de fútbol, a un folklore, a alguna geografía… Y, de pronto, con la simpleza incuestionable de un teorema, con la convicción profunda, con la que florece una certeza, se abre paso una verdad serena: La que consideras tuya… ¡esa es mi tierra! Y tú…

Tú. Tú eres mi patria.

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La luz es vida Sentada en mi escritorio, tocando con las uñas un pequeño sonido, un ritmo alegre como desafiando el silencio, miro detenidamente la vasija moldeada con el barro, tomando forma, adornada con flores, con palos de tacuaras que le dan un toque rústico. La araña, elegante, con cuatro lámparas de bronce imponiendo belleza. Las almohadas que están sobre el living, color naranja. La mesa de patas de cabra, color vino. Todo está estático. Miro lentamente… Veo un florero con doce flores de tulipán de color amarillo y granate. Todo está perfecto. Otro florero con enormes girasoles formando una pieza única en el lugar. La puerta está cerrada, el sonido del ventilador, ta, ta, ta, una y otra vez. La biblioteca, los libros están quietos, y los biblioratos están en fila, elegantes con sus rótulos. Las facturas, unas encima de las otras como mimándose. Los títulos colgados en la pared, en un papel, tantos años, toda una vida, persona, amigo, ahí está, todo inerte. Terminó el trabajo. Camino, abro la ventana y veo la luz del sol, el pasto verde. Las flores del jardín. Esto tiene vida. Forma parte de mí. Me hablan y me dicen: “sonríe que la luz es vida”.

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MARÍA ANTONIA OCAMPOS

CARLOS ROVEGLIA

¿Lección aprendida? La madrugada fresca y diáfana se va llenando de sonidos y risas. Las personas salen de sus casas cautelosamente. Rostros que no se vieron en tres meses, se van reconociendo. “¡Se terminó! ¡Estamos sanos!”, son los gritos que se escuchan entre lágrimas y abrazos. ¡Ya nos podemos abrazar y besar! Desde mi ventana observo la calle con los ojos en lágrimas. Recuerdo cuando hace unos meses nos despedimos de nuestros seres queridos para entrar en cuarentena. Reemplazamos el maquillaje por barbijos y la manicure por guantes. Nos olvidamos del perfume para impregnarnos en alcohol. Nos íbamos enterando por las noticias que había muchas personas muertas por el maldito virus. Y fuimos cerrando las puertas y ventanas a nuestra vida social, a nuestra rutina, aislándonos de nuestras querencias. Fueron días difíciles tratando de convencernos de que había un futuro y que saldríamos de esta situación, algunos fortalecidos pero otros más enfermos. La imaginación se disparó y creamos cosas de las que no creíamos ser capaces. Hoy, aspirando este aire con olor a tierra limpia, junto las manos y elevo una oración. Espero que hayamos aprendido la lección. Los árboles lo saben Llegó el otoño y los árboles lo saben. Camino por un sendero solitario. Solo siento el crujir de las hojas bajo mis pies. Miro hacia arriba de los árboles y la brisa de la tarde hace que se junten sus copas. Parecería que se dan un beso de despedida. Las hojas lloran su muerte. ¡Hasta la primavera!, cuando los nuevos brotes harán renacer sus savias. El aire está limpio y el aroma a tierra me envuelve. Pero el silencio duele. No se siente la risa de niños correteando con los abuelos entre los árboles. Espero que el frío invierno aplaque la furia del virus y la primavera nos reciba renovados y sanos.

La ensalada Como todas las mañanas, me dirijo a la huerta a recolectar los vegetales para elaborar las comidas en mi restaurante. El aceite de oliva baña al rojo y vergonzoso tomate y a la verde y coqueta lechuga. A un costado de la ensaladera, las cebollitas con sus largas cabelleras ríen por las gotas de vinagre que las tocan. Qué placer ver cómo crecen mis queridas verduras. Arranco las invasoras malezas, combato el ejército de hormigas. Me siento en el banco y comienzo a silbar una melodía, creo que me escuchan porque se ven contentas y sanas. Me da pena cosecharlas, pero me imagino que para ellas es un placer lucirse en la ensaladera de mi madre. Viva la vida Sonó el celular a la madrugada. El corazón me latió fuertemente… Una voz a lo lejos y sollozando repetía: —¡Papá!, ¡papá!, ¡papá! —era mi hija desde España. —¿Qué te pasa?, ¿estás bien? —¡Sí, papá! Aquí las noticias hablan de una pandemia y está muriendo mucha gente, producida por un virus nuevo. —Averiguá cuáles son las precauciones que hay que tomar, y ya mismo nos dirigimos al aeropuerto. La televisión ya confirmaba esta terrible pandemia que avanzaba a pasos agigantados por todo el mundo. Al llegar a su departamento en Madrid, los tres nos abrazamos por varios minutos. ¿Qué hacer? Los mensajes indicaban las medidas de higiene que había que tomar para prevenir contagios y quedarse en casa. Pasaron algunos días. El terror y la angustia nos invadieron. Recordé que a las afueras de Madrid, mi tía Filomena tenía una pequeña granja donde mis primos vivían. Allí nos dirigimos. Fuimos recibidos con gran algarabía. Transcurrieron los días y las noticias eran cada vez más buenas: se había controlado la pandemia. Al retornar a nuestra casa nos volvimos a abrazar, y entre lágrimas y sonrisas, gritamos: —¡Estamos vivos!

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JULIA MARIN BLANC Cuento con dos finales Como todas las tardes de invierno, Pedro se sentaba en un confortable sillón. Preparaba un espumante capuchino, tomaba un libro y lo devoraba en un rato. Ese día, al comenzar a leer una novela, se sintió reflejado en la historia del asesinato de un escritor. Al avanzar la lectura, apareció su nombre como protagonista, y lo más notable, dirección y fecha de nacimiento. Indagando los motivos que llevaron al escritor a cometer tremendo hecho, comprobó que era una persona que conocía. Recordó que hacía varios años, cuando vivía en Asunción, tuvo un altercado con un vecino por ruidos molestos. Resultó ser el escritor de la novela “Mi vecino Pedro”. Palabras hirientes para él y su familia. Insultos, amenazas, despertaron en Pedro los momentos y las escenas de aquella tremenda pelea. Tembloroso, ubicó la vivienda del escritor. Tomó su revólver. Subió a su coche y emprendió una loca carrera. Un fuerte ruido en la puerta de su vecino retumbó en el barrio, al aparecer, y sin mediar palabra, le disparó tres tiros. La novela “Mi vecino Pedro” se había hecho realidad, y se convirtió en una noticia policial más. *** Tembloroso, ubicó la vivienda del escritor. Tomó su revólver. Subió a su coche y emprendió una loca carrera. Un fuerte ruido en la puerta de su vecino retumbó en el barrio. Apareció el escritor en una silla de ruedas. Pedro se quedó paralizado. Guardó el revólver. Le brotaron unas lágrimas… Le tendió la mano y se retiró en silencio.

Mi cuarentena Incluida en el grupo de adultos mayores con antecedentes de neumonía y una deteriorada válvula en el corazón, fui colocada en una jaula de oro, por los cuidados que recibo. Todo objeto que llega a mis manos debe ser desinfectado. Ni el diario se salva de lavandina aguada. Ahora no me animo a decir más “cómo me gustaría merendar algo rico”, porque durante la siesta ante el televisor, aparecían como por arte de magia sandwichitos, un pequeño mbejú o un trozo de torta, todos los días, hasta que me di cuenta de lo que pasaba luego de expresar un deseo. Y ya no pedí más. Estábamos en cuarentena. No quería dar más trabajo del que soportaba mi gente. Por mi seguridad, se había suspendido la venida de la ayudante. También me sugirieron que el límite de mis paseos fuera el portón que separa mi casa de la de mi hija y su familia, porque todos ellos estaban expuestos al COVID y no sabíamos cómo se extendía el contagio, ni cómo se lo contenía. Pero una mañana de hermoso y cálido sol, llegué hasta el portón. Lo primero que vi en el patio que no era el mío, fueron mangos bien maduros ya picoteados, cocos mordidos por los cuatro perros y la desaparición de la tortuguita. Estábamos en el mes de abril, eso no era posible. El mundo había cambiado y la naturaleza enloqueció. Los árboles frutales sostenían en una mitad frutas bien maduras, y en la otra mitad, flores que no se disponían aún a convertirse en frutas. Las plantas que debían florecer en noviembre arrastraban sus ramas por el peso de sus flores. El cielo también nos tenía engañados. La luna se escondía tras negros y amenazantes nubarrones que desaparecían con los rayos del sol de mediodía, sin soltar la lluvia que presagiaban. Soplaban vientos que atemorizaban haciendo volar hojas y todo lo que no estaba bien sujeto. La radio anunció que en el Chaco miles de langostas amenazaban los cultivos, y esto me llevó a recordar las siete plagas de Egipto. Todo lo que ocurrió en esa época se escurrió velozmente de mis pensamientos. Y me puse a orar. Di gracias por todo lo bello con que adornó Dios nuestras vidas. Y pedí perdón para los hombres que lo estaban destruyendo. ¿De qué pútrida ciénaga salió este virus que se parece a algo extraterrestre por lo invisible y mortal? Tal vez algún guionista de películas pueda explicarlo. Solidaridad y solidario Estas dos palabras están, hoy en día, en boca, ojos y oídos de todo el mundo. ¿El motivo? El desastre que causa la pandemia del coronavirus-19 en los planos de la ciencia (desconcertada), la salud (amenazada de muerte), la

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economía (desfasada), la gente (prisionera sin causas ni culpa). Estamos con las manos atadas por no conocer ni tener defensas contra el virus. Sin embargo, el Ministerio de Salud fue designado con la responsabilidad de disponer actos y formas de protección contra el virus. Y aquí comenzó la solidaridad tanto del gobierno como la del pueblo: el primero, con medidas sobre la economía, el segundo, con la confección de tapabocas, alcohol en gel, jabón de coco, guantes, batas especiales… Mucho de esto se repartió gratuitamente. Además, inició ollas populares, ya que uniendo los pocos ingredientes que se podían dar, se lograba comida para muchas personas. El pueblo paraguayo nació solidario; lo demostró en dos prolongadas guerras, varias revoluciones políticas y las cíclicas inundaciones, granizadas, vientos huracanados, incendios de campos, accidentes, medicaciones caras… En todas estas ayudas se invertían grandes sumas de dinero. Nunca se me ocurrió que existía también una solidaridad intangible. Y esta la recibí yo, gracias al cielo, a mi profesora de literatura y a mis compañeros. El problema que me abatía era el siguiente: junté en una bolsa diez kilos de fotos que representaban todos los logros de nuestras vidas –la de mi esposo, de nuestros dos hijos y la mía- Comencé el álbum que regalaría a mis nietos. Pronto tuve que suspender el trabajo porque el álbum estaba tan lleno que ya no tenía lugar para más. Descansé mientras esperaba a que me trajeran otro para seguir lo que me estaba llenando de satisfacción y alegría, por los recuerdos que se renovaban. Después de dos días noté que el álbum estaba perdiendo volumen. Lo revisé y vi que ya no estaban las principales fotos. Se lo requerí a mi ayudante. Éramos solo dos personas en casa. Le preocupó un posible castigo y preguntó cómo podía defenderse de lo indefendible. Le enseñaron a creer que la memoria de las personas de ochenta años, como yo, flaqueaba, y actuó consecuentemente. Su actitud me humilló. Ese día entonces, en la clase, pedí a mi profesora que no me hiciera preguntas porque no estaba en condiciones de concentrarme. Considerando mi desánimo, ella pidió a mis compañeros apoyo para ayudarme emocionalmente. María Antonia y Carlos, pareja muy apreciada por todos, se tomaron la molestia de dibujar, pintar y escribir en una cartulina un hermoso mensaje que me llenó de gratitud, para ellos dos y para todos los que la firmaron. Sentí una maravillosa solidaridad que llenó mi alma. Tener el apoyo de personas a quienes se aprecia, crea un sentimiento profundo y duradero, inolvidable. Si me pidieran que me decante por lo material o por lo espiritual, elegiría lo segundo. Y eso podría ser otro excelente motivo para un segundo ensayo.

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RENÉE VILLAREJO

Encerrados Era 1969. Siempre recuerdo a la abuela diciéndome “acordate que hoy el hombre llegó a la luna”. “¿Para qué, abuela?”. “Para que cuando tengas mi edad puedas contárselo a tus nietos”. Nosotros no podíamos verlos, solo escucharlos. Toda la familia junta, en silencio, expectante, atemorizados de que algo terrorífico ocurriera, y los tres astronautas desaparecieran en el espacio. Pero no fue así. Y después de unos largos minutos se oyó la voz de Armstrong: “Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”. Estamos en el 2020 y les pido que lo recuerden para que le cuenten a sus nietos. “Estuvimos encerrados mucho tiempo, sin salir, no se podía ir al colegio, a ninguna parte. Veíamos la cara de preocupación de los grandes oyendo las noticias de que en el mundo apareció un enemigo chiquito, tan chiquito, que ni con la lupa del abuelo se lo podía ver, y que estaba destrozando a toda persona que tocara. Por eso les estoy escribiendo esto, porque tal vez no pueda hacerlo personalmente, porque me fui con esas miles de personas a quienes les llevó el horror del 2020”. Pesadilla Espero el atardecer para ir a la plaza del barrio, habitualmente alegre y concurrida, y al llegar, el vacío. No hay chicos jugando ni madres llamándolos. Sólo sus eternos habitantes: tres perros vagabundos deambulando, también ellos confusos, sin encontrar a nadie a quien molestar. Desde allí miro la calle España, siempre llena de coches… también vacía, con los semáforos en intermitente amarillo, apurando el paso de vehículos inexistentes. Siento el lejano sonar de sirenas, ambulancias que vienen y van de los hospitales, donde incluso, están poniendo carpas en los jardines. ¿Estaré soñando? Recuerdo que María José me llamó y dijo: “Mami, no salgas. Te mando provistas para mucho tiempo y diariamente te dejarán delivery en la puerta. Tampoco mires mucho la tele, te va a impresionar. Llamame si necesitás algo. Esto va a pasar pronto”. ¡Cómo la voy a llamar si tiene cuatro hijos y tanto trabajo por internet! Le digo que todo está bien, pero el tiempo pasa y todo se pone peor. Cada día van aumentando los números. Sí, vemos números, pero cada uno es un proyecto truncado, una familia destruida, una rama quebrada, desgajada del árbol de la humanidad. Ellos terminan solos. Los médicos no dan abasto. Y solos son llevados en grandes camiones a su destino final. Este largo encierro me ahoga, y salgo silente hasta la plaza, otrora ruidosa, llena de saludos, de gritos de contento, de risas y ladridos, y ahora colmada de silencio, rodeada de calles lúgubres, desoladas y tristes. ¿Por qué esta pesadilla dura tanto? No quiero volver a casa. No quiero oír nuevos datos. No quiero ver nuevos números en este sueño infernal. ¿Cómo hago para despertar?

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PAMELA ZARZA

GLORIA ESPAÑA

A los jóvenes Estas líneas son para hacerles recordar de un hecho que paralizó al mundo, en el año 2020. Queridos, guardé este testimonio para valorar sus vidas y la de sus familiares. Recuerdo las noticias, los hechos, los rostros y todo lo que conlleva estar en una crisis mundial. Se vieron muchas cosas feas, lindas, atemorizantes, paralizantes y vergonzosas, en fin, un caleidoscopio de esencias humanas con sus defectos y virtudes... Allí me di cuenta de lo frágil pero a la vez valioso del ser humano, y todo por culpa de un virus, que llamaron Coronavirus, que vino a hacernos esclavos, pero libres a la vez. No podíamos salir ni hacer nada. Por otro lado, la familia revivió. El amor, la solidaridad. Finalizo con lo siguiente: lo más importante sos vos, lo más importante es tu familia y lo más grande es tu fe. La corona Entre la nobleza y los concursos de belleza, aparece de la nada un nuevo protagonista que se lleva la corona mayor. Todo el mundo está hablando. Es tan importante que prohíbe a todo ser humano estar visible. Es muy ególatra, solo de él quiere que se hable. Es poderoso, atrevido y silencioso. Se llama coronavirus. No es atractivo, sin embargo, lleva una corona. El mundo entero sucumbió a sus pies. Nos convertimos en sus lacayos, en sus víctimas. Ama a los animales, razón por la cual respeta y no molesta. Dicen que emitió una opinión. Qué el no daña a los animales porque tienen el alma noble, y que nosotros, los seres humanos, somos rebeldes, soberbios, orgullosos y malos. En fin, dice que siempre estuvo. De hecho, estuvo también en Egipto. Dicen que habla con Dios. También dicen que cumple órdenes. No sabemos de quién. Coronavirus, el personaje enigmático, peligroso que vino y gusta de estar entre nosotros. No sabemos cuándo se irá. Hasta ahora le gusta reinar. Ver lo débiles que son los seres humanos. De última, le gusta su corona.

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Tiempo de Lapachos Hoy cuando todo se cierra a mi costado, cuando mi libertad está engrillada, mi pulso contenido, mis labios apretados porque me ahoga el grito, todos están sordos. En este amanecer en que me acompañas ¡cuánto me duele mi país, mi gente, mis hijos y mi pueblo!, tú, lapacho, me diste en un minuto valor al contemplarte... Gracias, lapacho hermano, por este reflorecer en junio cuando me siento anclada en mi lucha, tal vez innecesaria. Tú me sostienes, árbol, el color de tus flores, me dice de la sangre que corre por mi tierra. El azul de tu cielo me afirma en la esperanza. Tu aroma dulcifica mis lastimados párpados. Gracias, lapacho hermano. Espérame florido, vendré a darte mi abrazo. Será un abrazo inmenso con multitud de hermanos, con luz en las pupilas que volverán a alzarse para mirar la estrella y aprender de los pájaros. Volveremos cantando amaneceres nuevos, ¡y toda nuestra patria se volverá un lapacho!

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FÁTIMA BOGADO

La decisión

La última caricia En algún momento desapareció el temor de ensuciarme las manos, de dañar mis uñas, de encontrar algún gusano o algún insecto imprevisto. Entonces, mis dedos empezaron a disfrutar de la tierra, a reconocer sus necesidades, a palpar con satisfacción los granos de arena. ¿Qué quieres, Tierra? ¿Más agua? ¿Más aire? ¿Más luz? ¿Qué quieres para regalarme a cambio un brote nuevo, los colores de una flor o la esperanza de una fruta? Un viejo recuerdo de muchas generaciones atrás se abre paso, ahora que sobra el tiempo y no hay interrupciones del celular. Reconozco este sentimiento. Es como si hubiera despertado de un sueño largo y confuso. Puedo tocar esta tierra y repetir los mismos gestos de mis ancestros siglos atrás. Y así, sin apuros de tiempo, voy arando la tierra, como arañando la espalda de mi amante. Coloco suavemente una semilla y la cubro con más tierra, dándole una última caricia. Y me dispongo a esperar. Oda al trabajo En estos tiempos de encierro, de indefinición y de miedo, miro mis manos y siento el llamado del trabajo. A pesar del frío despido, a pesar de la angustia y el recelo, una voz de adentro dice: no desesperes, sólo es momento de cambios. Si no es la tecnología ni las tediosas reuniones, bien puede ser esta tierra la que nos cuide y ampare. Mis manos dicen que pueden, que aprenderán de nuevo, que tienen en su memoria lo que hicieron mis ancestros. Y surge otra vez la calma, la tranquilidad y el sosiego. Se cierran heridas abiertas y se abren caminos nuevos. No faltará el trabajo para llevar pan a la mesa, un trabajo diferente pero igualmente certero.

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Sandra sintió como temblaba su cuerpo. Pero no atinó a alejarse de la puerta. —¡Sandra! ¡Abrí, por favor! ¡Tenemos que hablar! “Esta vez no”, se repitió como un mantra. Pero su mano, como si pudiera tomar decisiones propias, se apoyó en el picaporte. —¡Sandra! ¡Por favor, perdoname! Dejame entrar, por favor... Hablemos. Tantas veces había decidido darle una oportunidad, pensando que sería la última vez, y tantas veces volvió a ocurrir lo mismo. Cuando lo conoció se sintió bendecida. Era increíble que alguien de su condición social se fijara en una simple secretaria. Los sueños de su adolescencia se volvieron realidad. Él era atento, elegante, con un apellido muy conocido en sociedad, y una solvencia económica a prueba de vaivenes financieros. Y si bien el dinero no era su motivación, había que reconocer que era otro más de sus adornos. Sintió que era la protagonista de una novela o de una película romántica, donde solo había lugar para los finales felices. “Esto no le sucede a todo el mundo”, pensaba. Las horas después del trabajo se hicieron cortas y fue fácil consentir en dejar el trabajo para estar más tiempo en su compañía. Él fue llenando todo su tiempo libre, como una enredadera que la envolvía con un abrazo protector, aunque a veces asfixiante. Las mañanas eran lentas, sin el apuro de cumplir horarios; las siestas tibias y agradables. Las noches largas y sensuales. El calendario se fue diluyendo en un espacio de tiempo que se parecía a un largo sueño, donde los días de la semana y las fechas no tenían importancia. Ya no recordaba el motivo del primer golpe. Recordaba sus lágrimas y como él le pidió perdón de rodillas, mientras inventaba mil excusas para tratar de justificarse. Terminaron abrazados, arrodillados, con sus lágrimas mezcladas, lavando las heridas causadas, mientras el prometía que nunca volvería a suceder. La palabra nunca se transformó en pronto. La misma escena se repetiría, y no siempre entre cuatro paredes. Fueron distintos escenarios, desde el auto hasta el supermercado, cuando nadie veía. No se requería mucho tiempo para dar una cachetada o un zarandeo. No se requerían muchos motivos tampoco: un escote que a él le parecía muy sugerente, una mirada cruzada con otro hombre que ella ni siquiera había notado, y, últimamente, hasta el café muy caliente o no suficientemente caliente. Aumentaron las ofensas y en igual proporción, los regalos y los halagos posteriores. Los moretones se cubrían con vestidos nuevos y con joyas. Los maltratos con flores y regalos costosos, incluso un auto nuevo. La última vez fue demasiado lejos. El dolor del costado no disminuía y tuvo que acudir a un médico. Tenía una costilla rota. Explicó que cayó por la escalera de puro distraída y torpe. Pero no se le escapó la mirada que cruzaron el doctor y la enfermera, mientras insistían en que ella les diera más datos, ante la mirada de él, que no denotaba culpa en su esfuerzo por disimular. A veces se desnudaba en el baño y tocaba las manchas de su cuerpo. Las más nuevas tenían un color rojo o liliáceo. Las más antiguas se teñían de un color verde o amarillo. Lloraba por su falta de decisión, por la facilidad en que él obtenía su perdón. Cada vez era más complicado inventar accidentes caseros, cubrir marcas, ausentarse por días. Nunca le comentó nada a ninguna amiga ni a su familia. La vergüenza le hubiera dolido más. Los golpes en la puerta y la voz llorosa le trajeron a la realidad: —¡Sandra! ¡Abrí, por favor! Con cada temblor podía sentir el dolor en sus costillas. Era como si su cuerpo golpeado le echara en cara su falta de determinación. Sentía que las palabras estaban en su garganta, pero no podían salir, y, entre las brumas de sus lágrimas, miraba su mano temblar sobre el picaporte, dudando si abrir o no.

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LUIS JURE MORÍNIGO

Tinta y alcohol Las palabras están ahí, en el papel, burlándose de mí. Están danzando en los renglones, esquivando mi pluma. Ellas anhelan la libertad y el desorden. No quieren someterse a la rigidez de la tinta. Por eso es que debo perseguirlas. Por eso es que huyen. Pero yo las necesito ahora, las necesito escritas y no divagando en el vacío. Allí se perderían, lo que al parecer les encantaría, más no puedo permitirlo. Son demasiado valiosas para mí. El vacío en el que deambulan y corretean es aterrador. Es oscuro y eterno. ¡Cuántas veces he intentado llenarlo! Las mismas que he fracasado. Cada vez parece que lo lograré, y cada vez termino destrozado. Siempre que trato de transformarlo en mi hogar, los jefes me declaran la guerra. Ellos se niegan a ser desterrados de este horrendo abismo. Y esos lores son más fuertes que yo. Esa inmunda aristocracia me la tiene jurada. ¡No me dejan habitar mi propia alma en paz! Y la gobiernan con mano de hierro. Las palabras que se me escapan son serviles a los amos de mi inframundo. Las que atrapo las uno a mi causa y las convierto en belleza. El arte es lo único bueno que este cementerio produce. Pero aquí vivo. No me voy porque soy adicto al lugar. Porque entre toda esta miseria encuentro algo difícil de reemplazar. Aquí, en esta perversa podredumbre, yo soy capaz de sentir. La agonía, la desesperanza, la soledad son mejores que la indiferencia. Y son necesarias para que yo pueda encarcelar las palabras. Los sentimientos terribles son las redes que mejor retienen a las huidizas palabras. Y luego las separo y organizo, tal como lo estoy haciendo ahora. Y las palabras se quejan. Cuestionan mis métodos. “¿Por qué sólo escribes palabras malditas? ¿Por qué nosotras?”. Con paciencia les explico que ellas son las únicas que mis redes logran atrapar. Vuelven a reclamar: “Y las palabras de dicha, ¿acaso son inmunes?”. Y yo, con un trago en la mano, replico que esas palabras solo pueden cazarse a través de buenos sentimientos, y que yo soy incapaz de experimentarlos. Pero eso es mentira. Tras decirlo, doy interminables tragos a mi bebida, mientras recuerdo una sonrisa. Cuando el vaso ya no me provee de líquido alguno, me dejo caer en el suelo, retorciéndome entre memorias. Trato de combatirlo, pero ya la estoy viendo a los ojos. La ternura con la que me mira contrasta con la fatalidad de su destino. Mi mayor victoria, la felicidad misma, nuevamente se torna en mi mayor fracaso. Y otra vez soy víctima del sufrimiento. En este estado febril soy presa fácil para los jefes, que ya se me acercan. No tienen forma, pero sé que mis vicios están al acecho. No desperdician la oportunidad de abusar de mi humanidad. Uno de ellos me encara, y al abrir los ojos, veo en la mesa una botella llena, y noto en mis manos un vaso vacío. Una lágrima se desliza por mi rostro, y antes de que caiga al suelo, me deshago del vaso y bebo directamente de la botella. No siento sabor alguno, sino un ahogamiento. Es similar al nudo en la garganta antes de llorar, pero yo ya estallé en llanto. Siento que la botella y yo compartimos el mismo destino: en cuanto la vacíe, yo también estaré acabado. Y otra vez he sucumbido ante ella. La veo desierta por dentro, despojada de su contenido, y lo que veo es un espejo. Y las pocas gotas que escaparon de mi apetito aterrizaron en el papel, arruinando todo mi trabajo. Es culpa del licor por resbalarse de mis labios, es culpa

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del folio por colarse debajo de mi boca, es culpa suya por morir, es culpa mía por no superarla. Es culpa de algún dios que hace y nadie juzga, pero que me juzga por no hacer. ¿O me juzgo yo? ¿Seré acaso algún peón indefenso y desgraciado? Desgraciado por obra divina. El tiempo corre como un caballo al galope, y el papel está seco. Yo, en cambio, sigo tan aturdido como estaba. Sin fijarme mucho, agarro el escrito para inspeccionar los daños. ¡Qué horror! La tinta que no estaba seca en el momento en que fue salpicada por alcohol, se desfiguró completamente. Lo que antes eran mediocres palabras, ahora eran mediocres figuras. Me disgusta ver todo mi esfuerzo desperdiciado, pero por alguna razón no puedo despegar la vista de este desastre. Por alguna razón me cautiva. Finalmente logro dejar el papel en la mesa, y me dispongo a rescatar aquellas palabras que no estuvieran muy arruinadas. Recojo el vaso que estaba en el piso, y me sirvo otro trago, pues botellas me sobran. Cuando la nueva tinta se posa en el nuevo papiro, dejo caer la pluma. Una vez más me había atrapado el garabato resultante de la tinta y el alcohol. Observándolo ahora, hasta parecía tener forma. Sí, con mucha imaginación, esa mancha parecía un rostro. Qué descaro. Yo me aíslo de otras personas, y hago un gran esfuerzo para no verlas, pero aun así hay ojos que logran encontrarme. Ojos de tinta, ojos de alcohol que me miran fijamente. Cierro los párpados para evitar su mirada, y doy largos tragos a mi bebida, en un intento de ignorar su presencia. Pero es inútil. Esos ojos siguen ahí. Me observan. Me juzgan. Esos ojos de tinta y licor me persiguen. Un chasquido proveniente de la chimenea me rescata de la hipnosis, y el crepitar del fuego me da una idea. Empapo ese maldito papel con el alcohol que me queda en el vaso, y me acerco a las llamas. Con el pulgar y el índice de cada mano, asqueado, sostengo las esquinas superiores del papel. Mis manos tiemblan, y no sé si es por miedo o por embriaguez. Controlo finalmente mi agitación, y el papel se extiende ante mí nuevamente, con todo su esplendor. Y yo lo contemplo por largo rato. ¿Estoy en exceso extasiado, o es que la tinta se mueve? En efecto, quizás por una ilusión óptica, los manchones y garabatos parecen estar en movimiento, formando nuevas figuras. Aunque para mi disgusto, la figura principal seguía siendo ese horrible rostro. Pero no importaba ya, porque ese monstruo ardería y sería alimento para las llamas, en tan solo unos instantes. Tal imagen, la del fuego devorando a mi azote, fue suficiente para esbozar una sonrisa en mi cara. Y tan rápido como vino se esfumó, pues fue monumental mi asombro al ver que el garabato me devolvía la sonrisa. El espanto fue aún mayor al reconocer mi propio temor en las facciones de ese errado retrato. Entonces, una nerviosa carcajada brotó de mi pecho… y tal era el vacío en la habitación, que el eco sirvió de risa para mi imitador. Reuní el valor para mirarlo, o mirarme a los ojos, y lo que vi fue el coup de grace. Esa mirada juzgadora seguía ahí. El garabato me odiaba tanto como yo lo odiaba a él, o a mí mismo. ¿Quién hizo esta magia? ¿Quién me retrató en tinta y alcohol? Entre dudas y culpas, terror y odio, llantos y risas, solté el papel y observé como danzaba en cámara lenta hacia su perdición. Y a medida que caía, yo sentía el calor cada vez más intenso. Mientras más se acercaba a las llamas, más próximo veía yo el fuego. Y cuando el retrato se consumió en una llamarada, yo sentí mi carne cocinarse. Entonces, ¿qué se extinguió antes? ¿La fogata o mi vida?

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STELLA COSCIA DE MARTINO

El único hijo varón Sorprendido, atento, lo miró. No parecía el mismo. Lo vio empequeñecido y viejo. No era el de figura esbelta que conocía, con esa portentosa voz que impresionaba a sus alumnos. Parecía un anciano de ochenta años, con sus arrugas acentuadas y su voz apagada. Estaba irreconocible. Era uno de esos profesores de mucha experiencia, que con infinita paciencia y solicitud satisfacía a los jóvenes que tímidamente se le acercaban. De pie, ante su escritorio, recibió al muchacho y acercándosele, lo saludó. Tomaron asiento y hablaron. El futuro médico en ese tiempo se hallaba rindiendo las materias del último curso de su carrera. Estaba casado y ya tenía varios hijos pequeños, y un buen empleo con el que mantenía a su familia. No había descuidado sus estudios. Aturdido, el estudiante había recibido unos días antes la insólita invitación de este profesor para que se presentase en su despacho. Hacía ya tiempo que lo conocía. Había sido instructor de una de sus materias. Pero ahora el hombre, como si por primera vez lo viera, observó detenidamente al muchacho. Había estado haciendo averiguaciones sobre él. Dos décadas atrás, como una cosita menuda y peluda, había nacido de Teodora, una joven enfermiza que falleció en el parto. Su abuela, doña Jacinta y su tía Justina, suspirando al verlo, dijeron a coro: —¡Es increíble!, ¡nació sano! Teodora era alta, bella y alegre, mientras que Justina, su hermana mayor, era tímida y más bien fea. En los bailes a los que alguna vez acudieron juntas, Justina no bailaba. Se arrinconaba, y nadie se percataba de su presencia. Teodora tenía muchos pretendientes. Era la más solicitada en esas ocasiones. No se cansaba de divertirse y de salir con sus amigos. Detestaba los estudios por eso se encargaba de las tareas de la casa. Justina, siempre solitaria, se encerraba a estudiar apurando su carrera. Quería terminar pronto para conseguir un empleo. Doña Jacinta había enviudado en esa época y la pensión de su difunto marido ya no les alcanzaba para vivir. Fue cuando Jacinta comenzó a trabajar como contadora y a hacer frente a los gastos, que se multiplicaban más y más. Por ese tiempo, también tuvo que cuidar de la salud seriamente dañada de su hermana Teodora, que había quedado embarazada. La madre llegó a enterarse de que su hija menor estaba encinta, pero nunca supo quién la dejó en ese estado. Este secreto, antes de morir, Teodora se lo confesó a su hermana mayor. Doña Jacinta murió en la época en que su nieto ingresaba a la universidad. Cuando su sobrino le contó su vocación, Justina quedó impresionada y pensativa. Le dijo: —¡Lo que son las cosas de la vida! ¡Vas a ser médico como tu padre! Ella sabía que ese hombre ya era médico cuando embarazó a Teodora, y se fugó al exterior para evitar responsabilidades.

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Lo había conocido bien a él y a su familia; lo había visto varias veces arrastrándose como un gusano, para encontrarse a escondidas con Teodora. Pero él corrió, y el muchachito creció educado por su tía, que fue su verdadera madre y aunque con estrecheces, logró cursar sus estudios en la universidad. Pronto ayudó a mantener la casa como enfermero, trabajaba a la noche, a domicilio. Y así andando, un día se halló con la insólita cita y ahora se encontraba ante ese instructor. Le habló, y a boca de jarro le dijo que él era su padre. Él fue el canalla que había dejado embarazada a su madre en su juventud. Se mudó al exterior y ahí se casó. Tuvo tres hijos. Viudo y solo había vuelto a su país. Y en la facultad de nuevo trabajó como instructor. Ahí lo encontró. Ahora estaba seguro de que él era su único hijo varón. El que Dios le había negado en su matrimonio. Entonces el hombre le ofreció su ayuda y su apellido. El muchacho que lo había estado escuchando atentamente sereno, miró fijamente al anciano y en voz apenas audible le dijo: —Pero, doctor, yo solo soy Oscar Mendoza, el hijo de Justina Mendoza, que ahora ya no está en este mundo. Yo nunca tuve un padre. Ya no hace falta. Mucho habré necesitado de niño la protección de un padre. Mucho ha sufrido mi madre por su culpa. Estoy orgulloso de lo que soy, gracias a mi tía, y sin su ayuda. A usted ya no lo necesito —el muchacho calló por un instante, tomó aliento y volvió a decir—: Ahora quédese con su dinero y su apellido.

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ROBERTO NOGUER

Entierro mañanero Un manto de calor aplastante se acostaba sobre la ciudad, que inquieta movía sus brazos tratando de abanicarse con alguna brisa. Aunque fuera un breve cortito suspiro de los que se escondían hamacando nubes y miraban desde arriba. Comenzaron los chaparrones a la noche. Mucho peor: el calor se pegoteaba en las sábanas, en los vidrios de las ventanas, hasta los ventiladores ya apenas susurraban, cansados de girar a un costado y al otro, dentro de las casas que parecían hornos. Toda la noche continuó mojada de lluvia hasta el clarear del día, cuando una aburrida llovizna todavía bailaba encima de las hojas caídas. No paró nunca. Ni el calor. De vez en cuando algunos rayos iluminaban relampagueantes las plantas del patio, contentas con su baño de verano, y se inclinaban de repente cuando las gotas eran más gordas. El gato, ondulado dentro de sus rayas grises y negras, descansaba bien acostado en el sillón de mimbre, en un rincón del corredor. De vez en cuando, levantaba la cabeza, y orientando rápidamente las orejas se preparaba para escuchar la voz del trueno, que retumbando hacía vibrar los vidrios de las ventanas. Después volvía a dormirse con la panza blanca al aire, sumergiéndose en roncos suspiros. El velorio era en una casa gris. A la vuelta de la Iglesia de Cristo Rey, cerca del Parque Carlos Antonio López. Un foco prendido encima del portoncito de hierro entreveraba su luz amarillenta con el moho que se agarraba a las molduras de la muralla. Otra luz en el frente de la casa, que tampoco se solía prender, avisaba a todo el barrio que algo ocurría allí. Los sapos abandonaban el empedrado y los pastos de las veredas para reunirse debajo del foco prendido, a la espera de algún bocado en forma de bicho de luz. Don Bonifacio, en camisilla, semiescondido entre las plantas de delante de su casa y el balaustre que coronaba su muralla, controlaba atento el ir y venir de la gente del barrio, cumpliendo las reglas sociales con los familiares del vecino difunto. Había apagado la luz del fluorescente lechoso que alumbraba el patio de adelante de su casa, y se apostó desde hacía un buen rato debajo del jazmín que se desparramaba hacia la vereda. Nadie podía darse cuenta que él estaba allí, vigilando. Solo el perro marrón de repente lo delataba al acercarse moviendo la cola y haciéndole fiesta. Le hacía un gesto con la mano y el perro se alejaba, disgustado, mirándole de costado, directo al portón. También él tenía curiosidad. Don Bonifacio no sabía si vestirse, cruzar la angosta calle para llegar al velorio, y pedirle a Clara, una de las dos flacas hermanas del muerto, ambas solteronas, que no dijera más a los gritos: —¡Quién ahora me va a gritar cuando de tardecita yo riegue las plantas: “me salpicás mi diario y te meto esa manguera en el culo”! ¿Quién? —decía con voz sollozante, enronquecida por el llanto, restregándose un pañuelo por la nariz y los pechos. O se pegaba una bien fuerte carcajada a ver si la mujer se daba cuenta de lo que estaba proclamando. De hecho, varias vecinas al escuchar esto cada tanto, se escondían detrás de sus

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abanicos, a lo mejor de vergüenza, o para reírse a sus anchas, interrumpiendo un momento el siseo del intercambio de los últimos chismes de la zona. Lo que sí, don Bonifacio no se fue. Resolvió que asistiría al entierro. Y si le dejaban, iba a decir algunas palabras ya que eran, aparte de vecinos, miembros de la Asociación de Excombatientes. Pensó que se levantaría temprano a tomar unos mates que le iba a cebar Cloti, la empleada, todo servicio, que tenía en su penumbrosa casa de hombre solo. Pero no contó con que Cloti, al ir a la cama, le iba a preguntar si le daría un adelantito, y como él siempre que podía le daba, ella, solícita, tiró sus ropas al costado del ropero con luna. El espejo ayudado por la luz del velador reflejaba sus formas carnosas y opulentas, su piel morena de cuarentona y sus labios abiertos en una sonrisa traviesa. Apagó la luz y se acostó pegándose a él. Al rato, los dos casi mugían de puro gusto; y así es que, ni ella ni él, durmieron temprano. Cuando se despertó, espantado trató de ver qué hora ya era. El sol estaba bien alto y no se escuchaba nada desde la calle. “Bueno”, se dijo don Bonifacio, “voy a desayunar nomás cuando vuelva del entierro más tarde”. En apuros se puso su traje azul marino y la corbata negra que a duras penas podía anudarse frente al espejo. “O por ahí me como enfrente a la Recoleta dos o tres chipas”, pensó. Al salir a la vereda todavía mojada, tratando de no tropezar con las baldosas desprendidas, vio que no había ningún movimiento en la casa de enfrente. Al cruzar la calle encontró rastros de flores que se habían caído de la única corona que enviaron, justamente, los de la Asociación. - El cortejo acababa de partir - le dijo el diariero, que iba pasando fuera de su hora habitual, para mirar el acontecimiento - . Eran dos autos - le contó - , y un camión de la línea 26, ocupado por tres o cuatro vecinos. Seguro que van a aprovechar para quedarse en el Centro al volver - recalcó, y siguió su caminata. Justo, lo que se dice bien justo, pasó un taxi salvador. Respiró aliviado cuando pudo aflojarse un poco el nudo de la corbata. Por suerte encontró esa corbata negra, porque por más que buscó y revolvió el ropero, no encontró su brazal de cinta gros negra; y después se acordó que su nieto, el número cuatro, la última vez que vino estuvo jugando a los indios, y se puso en la frente para sostener unas plumas que estironearon de la cola a la bataraza, la única sobreviviente de las celebraciones de navidad, refugiada en el gallinero del fondo. Resolvió llevar su sombrero negro, por más que febrero, de ese año 1960, se venía bastante más caliente que en otros años anteriores. Después de que el taxista atracó su enorme navío, y con un fuerte ruido se apagó el motor del Studebaker, que en mejores tiempos, es decir veinte años atrás, era negro y ahora solo gris ratón. Le pagó, dejándole una propina, y lo más rápidamente que pudo, subió las anchas gradas del acceso al sector antiguo del cementerio. Se le antojó que estaba muy alegre. Vio a lo lejos, casi sin distinguir, a pesar de sus anteojos bien nuevos, un grupo de personas que se metía lenta, parsimoniosamente, entre los vetustos panteones. Enfrente de algunos ardían velas, rodeadas de flores apiñadas en recipientes de barro de todos los colores. Quiso gritarles que le esperasen, pero consideró que no le iban a escuchar ni tampoco sería apropiado desgañitarse como un desesperado, desperdiciando el poco aliento que le restaba después de subir la escalinata. Llegó resoplando como un fuelle, apenitas podía mantenerse erguido, y a codazos separaba gente para llegar hasta el pequeño panteoncito donde iban a ubicar el féretro.

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—Esperen… —dijo por fin, cuando se recobró un poco—, quiero decir unas palabras —carraspeó. Siguió aclarándose la garganta mientras se acomodaba bien los anteojos. Dejó a un costado su sombrero, colgado del ala de un angelito de nariz rota, que le miraba también él, expectante y curioso. Se paró sobre algo para darse más altura, y al darse cuenta de que todos estaban atentos, miró a los que tenía alrededor: eran mujeres con el maquillaje corrido, de ropas chillonas, ajustadas y un poco provocativas, de cabellos de colores bastante variados. Todas más o menos jóvenes, más de diez, y aparte cuatro o cinco señores que le miraban boquiabiertos y perplejos. Don Bonifacio tosió una vez más, se pasó la lengua por los labios pálidos y al tocarse la cara, se dio cuenta de que se olvidó afeitar su barba bien blanca, que ahora brillaba al sol. “No importa”, pensó. Tomó aliento, y con su mejor voz comenzó a leer el papel que sacó de un sobre, también amarillento de tan ajado. —Estamos para despedir ahora a quien hizo derroche de pujante energía en las numerosas batallas que no rehuyó en participar. Antes bien, sin arredrarse buscaba estar al frente de todas las embestidas, en una guerra que continuaba, ya sea en lo blanco del día hasta la noche más negra, cuando con tenues y apagados sonidos al comienzo, se iban introduciendo en su profunda trinchera, en ese surco abierto roturado de par en par, siempre mirando a la gloria del cielo. Allí vio don Bonifacio que las mujeres dejaban de lloriquear y tenían unas sonrisas apenas contenidas. “¡Qué loquitas!”, pensó, y siguió diciendo al bajar la vista al papel que sostenía tembloroso: —Su pecho, generoso, pleno, gentil y poderoso, se ofrecía para defender los más amados valores de la paraguayidad, mientras la trampa se abría. Se abría lenta y seductoramente, y los gemidos y espasmos del enemigo, exhalando fuertes suspiros al caer rendido en una vibrante batalla más, en el medio de una misteriosa y oscura picada cubierta por una densa y enredada vegetación, que, eso sí, fue transitada una y otra vez, patrullada repetidas veces sin que se escuche queja alguna.

De pronto vio con espanto que las personas que le rodeaban se daban codazos y se miraban de soslayo. Alzando la voz, siguió su lectura: —Ningún tipo de arma, ni la más poderosa, ni grande, ni chica, tal como portaban aquellos con los que se enfrentaba, llegaban a arredrar su entusiasmo vibrante y lleno de pujanza juvenil, para lograr lo que su generosidad constante le imponía. Al decir eso, carraspeó otra vez, y sin mirar más a los que estaban escuchando su discurso, continuó mientras sentía que alguien se le iba acercando: —Labios sedientos, labios hinchados, excitados de necesidad y ansias, ni aun así desistía de su noble misión en su poderoso sino de guerra, hasta llegar al fin del encuentro con el contendiente con una sonrisa satisfecha… En ese momento, el que se acercó le dijo en voz baja, tomándole del brazo y acercándose a su oído: —Este es el entierro de ña Lucy, la madama de atrás del Hospital Militar. Abuelo, se está confundiendo de entierro...

Allí vio él que los señores se unían a la sonrisa general. Resolvió no hacerles caso, y continuó: —La lucha cuerpo a cuerpo no era desdeñada por tan valiente persona, era su especialidad: los cuerpos jadeantes, brillantes de sudor, como si en sus movimientos hubieran cadencias de una danza terrible realizada de a dos. El enemigo erguido y expectante al inicio, no tenía más destino que caer rendido y exhausto al final. Un soldado hecho ariete que penetra, venciendo la resistencia desafiante en la oscuridad, la otra parte casi exangüe abriendo su boca, apenas mojada por una respiración agitada, febril, rítmica. Se producían chispas con el roce y fricciones de los cuerpos, de las armas, de los ardores desesperados que se reflejaban en los interminables disparos que llegaban a los cuerpos rendidos de calor. Era una guerra en la que caían sumergiéndose en lo más profundo, y de allí, hasta recobrar fuerzas para proseguir cuando aún quedaban ansias de más batallas. Casi todas las posiciones fueron tomadas. Todas, ninguna dejó de ser objeto a conquistar, donde la sangre de los contendientes se agitaba palpitante y cálida, guiada por el ímpetu de la juventud en su entrega vital sin tregua ni descanso. Pero siempre en pos de la victoria en la batalla siguiente. La siguiente sería enfrentada con mayor esfuerzo, más arrebato, y más fogosidad.

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