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Ese fuego sagrado: la memoria

Oscar Tomás Ismael Aj Canil

Los altares de piedras que asentaron los abuelos es el lugar donde se amarran (con fuego, incienso y pom), las esperanzas de nuestros pueblos.

— Humberto Ak’abal, Altares

Recuerdo que de niño veía esta procesión pasar frente a mi casa, segundo viernes de cuaresma, la primera procesión de la temporada, curiosamente todo comenzaba tal y como terminaba: con una procesión del Santo Entierro. Sentía cierta fascinación por presenciar este evento, mi ser se extasiaba ante la presencia de tantos estímulos: el anda adornada con flores, las mujeres con sus güipiles y los hombres vistiendo todos, sus trajes ceremoniales. Delante de la procesión se vertían elementos fundamentales: las ofrendas de incienso y pino que precedían el paso del santo, y la música de tambor y flauta de caña que daban un toque ceremonial al evento. Así, la imagen hacía su recorrido por todo el pueblo, y volvía al mismo lugar de donde había salido: la iglesia del calvario.

El viernes santo todo volvía a repetirse, en apariencia. Sin embargo, era claro que había ciertas diferencias. La misma imagen era llevada a hombros, pero esta vez por cucuruchos vestidos con trajes negros o morados, las mujeres cubrían sus rostros con velos de luto y la banda ejecutaba su repertorio de marchas fúnebres. Similar, claro, pero no del todo igual.

Habitual para un pueblo acostumbrado a sus tradiciones, nadie nunca cuestionó que la cuaresma se inaugurará con una procesión de Santo

Entierro. Hasta que un día, el nuevo cura del pueblo cuestionó tal proceder. “No es lógico”, “Jesús todavía no ha muerto”, “no debe ser así” fueron las palabras con las que el sacerdote cuestionó a los ancianos del pueblo encargados de organizar dicho evento. Se dice que, sin inmutarse ni alterarse, los principales de los ancianos dieron una sola y fulminante respuesta: “Así fue como nos lo enseñaron nuestros abuelos”.

Hubo reuniones posteriores, pero ningún argumento teológico o estilístico pudo hacer que las cofradías y la alcaldía indígena del pueblo accedieran a modificar la tradición. Así que el sacerdote, que ya se había dado la tarea de convencer a media congregación, decidió crear una procesión alterna, con una imagen nueva, el mismo día, con la salvedad de que se haría en otro horario.

A partir de tales circunstancias, mucho se discutió en las pláticas del pueblo acerca de la aparente división. Algunos no entendían la razón por la cual los ancianos del pueblo no accedían a realizar un simple cambio. “Nada les cuesta”, decían. Algunos otros vieron con preocupación la forma tan autoritaria en la que el nuevo sacerdote imponía su “sana doctrina”.

La nota llegó a los noticieros del pueblo, y luego a los noticieros departamentales hasta que finalmente tuvo cobertura nacional, pero tan solo como una nota curiosa y ocasional, de esas que se transmiten para rellenar tiempo. No hubo ninguna intervención de las autoridades municipales ni del clero, nadie medió, ni fungió de intermediario.

Sin embargo, tras lo que era aparentemente necedad de unos u otros, había un trasfondo aún más significativo. Ocurre que mi comunidad es actualmente un centro vital para la cultura maya k’iche’. Hasta antes de la invasión que usualmente se conoce como “el descubrimiento de América”, el pueblo k’iche’ habitaba gran parte de lo que hoy es Guatemala. Aunque no existe una versión “oficial” se dice que nuestro pueblo se fundó en el momento en que la ciudad de Q’u’markaj, uno de los centros poblacionales y ceremoniales más importantes del pueblo k’iche’, iba a ser atacada por los

invasores. Las autoridades principales del pueblo, previendo la inminente destrucción de la ciudad decidieron dividir al pueblo, por un lado, los guerreros que habrían de enfrentar la amenaza por venir, y por otro lado el pueblo, sus sabios y ajq’ijab’ (contadores del tiempo), quienes habrían de huir con una sola encomienda: llevar consigo el fuego sagrado que nuestros primeros abuelos habían recibido al momento de nuestra fundación.

Se dice que así fue como los k’iche’ se asentaron en lo que llamaron Chi uwi’la (hoy conocido como Chichicastenango) un territorio convenientemente rodeado de barrancos amurallados por una barrera natural de ortigas. La dificultad que representaba atravesar dichos barrancos y su protección natural, impidió que los invasores llegaran pronto con su halo de destrucción. Y para cuando lo hicieron el pueblo supo adaptarse para sobrevivir, sin dejar de cumplir el designio recibido en la antigua ciudad de Q’u’markaj: proteger el fuego sagrado.

En uno de sus muchos cuadernos que a razón de diario registraban su vida, Gabriela Mistral escribió sobre este pueblo: “…el sincretismo mestizo de los indios mayas que vi en Chichicastenango. Quemaban sus copales precolombinos sobre las gradas de la iglesia española, sahumándola en indio antes de entrar a rezarle en castellano”, describe muy bien la esencia de nuestra existencia como comunidad. Cuando la invasión de los territorios americanos fue acrecentándose, uno de los mecanismos principales de dominación fue la erradicación de la memoria y la identidad de los pueblos. Usando un mecanismo habitual de la guerra, el pueblo dominador impuso al pueblo dominado su visión del mundo. Es así como suceden episodios lamentables como el llamado “auto de fe de Malí” perpetrado por Diego de Landa, en el cual nuestro pueblo fue herido con un dolor profundo y desgarrador al presenciar la destrucción del legado científico, cultural y espiritual de nuestros ancestros. Con actos como estos pretendieron apagar el fuego sagrado de nuestra memoria.

Sin embargo, el pueblo k’iche’ de Chi uwi’la, como muchos otros pueblos

indígenas de Ixim Ulew (Guatemala) han preservado esa memoria a lo largo de cientos de años. Para ello se desarrollaron mecanismos de adaptación que se caracterizan por el sincretismo, la tendencia a armonizar corrientes de pensamiento o ideas opuestas. Ejemplos de ello pueden encontrarse a lo largo de nuestra historia como comunidad. Por ejemplo, la iglesia católica fue construida sobre un antiguo centro ceremonial, y a pesar de que su estructura es en apariencia de influencia extranjera, está construida de tal forma que conserva elementos relacionados con nuestra cosmovisión, como la disposición de sus escalinatas acorde al calendario solar-agrícola, en la cual aún hoy en día, varios ajq’ijab’ (contadores del tiempo) de nuestra comunidad continúan realizando ceremonias ancestrales en las que el fuego nos conecta con nuestro creador y nuestra formadora, con el corazón del cielo y el corazón de la tierra.

También es importante mencionar que precisamente aquí fue donde Francisco Ximénez alrededor del año 1700 descubrió una adaptación escrita con caracteres latinos, pero en idioma k’iche’ del Popol Wuj, el libro del consejo o de la comunidad. En él se relata la historia de nuestro origen, la creación del hombre y los primeros eventos que marcaron nuestra historia social, política y espiritual. La creación de este libro, requirió que escribanos k’iche’ aprendieran una forma de escritura ajena a la suya, para plasmar en su idioma los relatos antiguos y fundamentales para entender nuestra cosmovisión del mundo. Esta es una muestra de cómo nuestro pueblo tuvo que adaptarse ante el inminente peligro del olvido. Estos antecedentes me llevan a explicar el contexto en el cual la realización de la procesión del Santo Entierro durante el segundo viernes de cuaresma en nuestro pueblo tiene una carga espiritual y social muy importante.

Nuestro pueblo es de los pocos que aún conserva una organización indígena, la cual tiene una relevante importancia en la vida comunitaria, social y espiritual. Las cofradías surgieron como parte de la organización social católica impuesta durante la época de la colonia. Sin embargo, estas organizaciones se adaptaron de tal forma que la estructura de las cofradías

permitió conservar prácticas ancestrales de conmemoración y preservación de las costumbres y tradiciones de nuestros pueblos. Cada cofradía tenía la responsabilidad de velar por el cuidado de una imagen de un santo católico. Actualmente en Chi uwi’la existen aún 14 cofradías, se dice que originalmente eran 20, uno por cada día sagrado del Cholq’ij, un registro ancestral del tiempo que tiene una importancia vital en la vida espiritual y ceremonial de nuestra comunidad. Cada día tiene una característica especial, a cada día se le atribuyen energías que influyen en los eventos que ocurrirán en la vida personal y comunitaria. De cierta forma, cada día representa el arquetipo de ideas que construyen nuestra cosmovisión del mundo. Así día a día se reflexiona en la importancia de la vida, la muerte, la familia, la comunidad, los ancestros, el pasado, la salud, la enfermedad, la siembra y la cosecha. Entre otros aspectos más.

Este registro del tiempo transcurre en periodos de 20 días, la unidad básica de nuestro conteo del tiempo. Que a la vez se asocian a los ciclos solares y agrícolas. Estos conteos del tiempo tienen una importancia relevante en el desarrollo de los procesos de la siembra y la cosecha. También está relacionado con cada uno de los eventos climáticos que ocurren paralelamente. Para nosotros es fundamental observar estos cambios en el cielo y la tierra, ya que nos permiten obtener cosechas fructíferas y abundantes para sostener la vida de la comunidad.

Aquí es donde comienza a hilarse el propósito y significado de la procesión que se lleva a cabo el segundo viernes de cuaresma. A pesar de todos los elementos católicos-cristianos que le revisten, hay detrás un significado profundo para nuestra cosmovisión.

Esta procesión, a diferencia de todas las que ocurren durante la cuaresma, es organizada por las autoridades indígenas de nuestro pueblo, en especial por una cofradía vitalicia de ancianos que han dado su servicio al pueblo mediante las 14 cofradías establecidas. “La casa” que alberga esta cofradía es el calvario, un edificio con rasgos similares a la iglesia principal del

pueblo, pero de menor tamaño; de hecho, se ubica frente a la misma, separados solamente por la plaza principal. Cuando uno observa de lejos la disposición de estos edificios, es inevitable recordar la forma en que las antiguas ciudades mayas están construidas, y ello tiene una razón. Para nuestras abuelas y abuelos, la iglesia principal representa el origen de la vida. Al amanecer se puede ver como el sol nace justo detrás de ella. Por otro lado, el calvario representa a xib’alb’a, el lugar de la muerte. Al atardecer podemos ver como el sol se oculta justo en dirección a este edificio. Es ahí, en el calvario, donde se resguarda una antigua imagen de un Jesús muerto después de su crucifixión. Este es el mismo que sale en procesión el segundo viernes de cuaresma. A pesar de la relación obvia con el relato bíblico, la imagen guarda otro significado.

Uno de los días del Cholq’ij, ese ciclo de 20 días ceremoniales fundamentales para los pueblos indígenas, está consagrado a la muerte, su nombre es Kame y representa la energía de la muerte, pero no es vista como trágica y destructiva como usualmente se hace, de hecho, en nuestra cosmovisión cíclica del tiempo la muerte es un proceso de trasformación. La muerte es necesaria para la continuidad de la vida. Al sembrar, la semilla muere para permitir que el maíz germine y dé fruto. Esta es pues la representación de aquella imagen resguardada en el calvario y que cada año sale en procesión el segundo viernes de cuaresma.

Pero hay otro elemento fundamental para entender esta actividad y son los ciclos solares y agrícolas. Nuestro ab’, el conteo de los ciclos del sol, determina que un año se divide por 18 unidades de tiempo, cada uno conformado por 20 días, a los cuales se agrega un periodo de 5 días que constituyen el wayeb’, tiempo de transición entre cada año. Esto nos da un total de 365 días. El wayeb’, como se mencionó anteriormente representa un tiempo de transición, entre el año que culmina y el año que inicia. También está asociada a la culminación de un año agrícola, entre el tiempo de cosecha y preparación para una nueva siembra. La realización de esta procesión suele coincidir con este periodo de transición. Es decir que, al

momento de realizarse, la comunidad conmemora la culminación de un año solar y agrícola, y el inicio del otro.

La energía de kame, la muerte y la transformación, se asocia a este ciclo, ya que al culminar un año del ab’ el sol se prepara para renacer y junto a él nosotros también renacemos en un nuevo ciclo de tiempo. También representa la milpa que muere al término de la cosecha, y que en su muerte nos brinda la semilla que nos sustentará y permitirá la siembra durante el próximo ciclo agrícola. Representa también la tierra y el inicio del verano, momento cuando las lluvias cesan y todo se seca, dando la impresión de que la tierra se estuviera muriendo. Esto no es más que el periodo de transición hasta que las nuevas lluvias lleguen y todo renazca nuevamente.

Todos estos elementos se conjugan para dar a la procesión del segundo viernes de cuaresma diversos simbolismos y significados relacionados con nuestra cosmovisión. Es un evento muy importante para nosotros, tanto espiritual como socialmente. Es la manifestación de la muerte en medio de la vida, como un recordatorio de que nada se destruye por completo, solo se transforma. Es la conmemoración de los ciclos del tiempo y los procesos de aprendizaje que nos dejan. Y, sobre todo, es la celebración de la memoria y la perseverancia de un pueblo que sigue vivo. Y que ha sabido adaptarse.

Este año, nuestra comunidad enfrentó el peligro latente de la pandemia, fuimos golpeados por el miedo y la impotencia. Los pronósticos no eran alentadores para nuestra región sumida en la pobreza y ausencia de recursos. Y, sin embargo, aquí estamos, resistiéndonos a desaparecer, adaptándonos como lo hemos hecho siempre. Como lo hicieron nuestras abuelas y abuelos, como lo hicieron nuestras madres y padres. Enfrentando peligros inminentes desde la invasión, la erradicación, el genocidio, la guerra y ahora, la pandemia. Evolucionando a partir de cada uno de los procesos que hemos vivido.

Este año salimos a la calle con cuidado, con precaución, protegiéndonos

unos a otros. Pero con una conciencia siempre clara, de que la muerte es un aspecto inminente e intrínseco de la vida. Consagramos la muerte y las trasformaciones que permiten la vida. Para nosotros nada, ni siquiera esta pandemia, ocurre sin un propósito, cuando la enfermedad llega es que tenemos algo que aprender, algo que cambiar; y cuando la muerte aparece, es porque se aproxima un nuevo inicio. Eso es lo que nosotros conmemoramos, la esperanza que yace en medio de la vida y la muerte, porque mientras estemos aquí, seguiremos protegiendo el fuego sagrado de nuestra memoria.

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