6 minute read

El ángel exterminador

Francisco Juan Barata Bausach

Me encontraba en un edificio de esos que proliferan hoy en día, multiusos creo que se llaman; la pandemia era algo que no facilita las gestiones, haciendo algunas cosas relacionadas con mi salud, cuando al pasar por una puerta vi un cartel que decía “SALA DE ESPERA”; como no tenía mucho más que hacer en esa mañana, decidí entrar y descansar un poco de los trajines del día.

Entré en lo que era una salita muy acogedora, coquetona, no demasiado grande y en la que había otras cuatro personas sentadas, esperando, supongo. Me apoltroné en un cómodo sofá, demasiado cómodo para tratarse de un lugar oficial, con la intención de sestear algo.

Pero los hados, esos putos compañeros del destino, tenían otras ocurrencias previstas para mí, y no me iban a permitir, (ni por ensueño), mi ansiado solaz, porque al poco tiempo, una señora, madura, atractiva pero tan repintada que parecía un tosco lienzo callejero, comentó en voz alta:

—No hay derecho, me tienen aquí más de dos horas esperando y nadie sale a darme alguna explicación al respecto.

—¿Qué es lo que usted está esperando señora?

Preguntó con aparente interés un joven de color, negro porque verde no era, con su tapadera de su cerebro rapada al cero y unas gafas de sol muy oscuras.

—No lo sé exactamente, contestó la señora con cierta brusquedad. Me dijeron que fuera a la sala de espera cuando pasé por recepción a recoger unos análisis y aquí estoy esperando.

—Bueno, no se preocupe señora. Yo llevo más tiempo y creo que hasta que no nos llamen no nos podremos mover de aquí.

Contestó desde un mullido sillón una joven, enlutada, cuellicorta, con aspecto de monja ursulina.

—¿Qué quiere decir con eso de que “hasta que no nos llamen no nos podremos mover de aquí”?

Preguntó una señora mayor, ya anciana, eso parecía por el pelo blanco y su cara bondadosa.

—Señora, fíjese que la puerta por donde entramos solo se abre desde fuera; miren como no tiene picaporte —mentó la “monja seglar”.

Todos, incluido yo, volvimos la vista hacia la puerta de entrada, cayendo en la cuenta de que la muchacha decía la verdad. Yo me levanté y me aproximé a la puerta empujándola y comprobé, con cierta estupefacción, que la puerta, en efecto, no se podía abrir desde dentro.

—Tiene razón la señorita; la puerta no se puede abrir desde dentro —comenté a las otras personas mi sorprendente descubrimiento.

—Eso que ha hecho señor, lo hice hace más de tres horas y ya me di cuenta —aseveró la señorita.

—¿Y aquella puerta? —me interesé señalando a otra puerta que había en la pared opuesta.

—También se abre desde la otra parte —contestó el joven de color, negro por supuesto.

—Pero ustedes, ¿lo sabían y no hacen nada? —recriminó furiosa la señora repintada—. ¿Por qué no nos avisaron cuando entramos?

—Avisar, ¿de qué? —preguntó la “monja” con naturalidad—. Si alguien entra en una sala de espera, se supone que lo hace para esperar, ¿no?

—En mi caso he entrado a descansar, no espero nada —dije con mi más sentida sinceridad.

—¿Cómo es posible que alguien entre en una sala de espera y no venga a esperar nada? —preguntó, sin ninguna intención de esperar una respuesta la señora, repintada, que estaba muy incómoda—. Así nos hacen perder el tiempo a los demás.

—Pero señora, ¿cómo les voy a hacer perder el tiempo si yo solo quiero estar un rato descansando? —contesté, muy enojado por la estupidez de aquella señora.

—Hay que ver lo maleducada que es la gente —espetó la señora en cuestión, a la vez que se levantaba y paseaba nerviosa por la sala.

Pensé que lo mejor era no contestar, los ánimos se estaban caldeando y no era cuestión de echar más leña al fuego; entonces fue cuando una voz metálica, una voz sin vida, propia de un contestador sin alma, se escuchó por un altavoz camuflado en el techo, “señores por favor mantengan los modos mientras esperan, no molesten al personal”.

—¿Qué personal, si aquí solo estamos nosotros? —comenté en voz alta.

La voz, monótona y cansina, repitió lo dicho con anterioridad. Me quedé mirando al altavoz con cara de póker, empezaba a no entender nada. Decidí sentarme porque de no ser así, la persona que estaba al otro lado de la megafonía, si es que había alguien, hubiera escuchado palabras muy fuertes.

Decidí, entre otras cosas porque no tenía otra, esperar a salir de allí con la primera persona que abriera cualquiera de las dos puertas.

Pasaba el tiempo y allí no ocurría nada, ni entraba ni salía nadie.

Creo que había cometido una majestuosa estupidez al entrar en aquella sala, ya me estaba cansando de descansar. No había ni una mísera revista para pasar el rato y a mí, que no me molesta esperar, ahora mismo estaba haciendo el canelo, porque yo no esperaba nada, pero me había convertido en una persona que estaba esperando a que alguien entrara o saliera. Decididamente, todo esto es de locos, porque resulta que estaba esperando. En la pared contigua a la puerta de salida, (por dónde no se salía), había una ventana con persianas enrollables de plástico, cerrada; me parecía absurdo que, en aquella habitación, muy luminosa por cierto, no entrara la luz del exterior. Me levanté decidido a levantar la persiana, cosa que hice. No se veía nada, solo una especie de neblina espesa cubría todo lo que la ventana dejaba ver, pero esta mañana lucía un sol espléndido. Empezaba a no comprender nada ¿De dónde venía esa tupida niebla? Los demás se iban acercando a la ventana y miraban estupefactos lo que no se veía, la espesa niebla.

La señora de genio fácil, comentó si no sería culpa de la capa de ozono, el negro, en el fondo ese era su color, se quitó por primera vez las gafas de sol, la abuelita ni se levantó porque ya dormitaba y la presunta monja seglar se santiguó, no sé porque, pero eso hizo.

Nos sacó de nuestro pasmo la voz metálica, otra vez, mientras decía, “señores, la espera será más larga de lo habitual, porque las plazas aún no están libres”. Aquello me empezaba a mosquear. ¿Qué plazas no están libres?, yo no busco ninguna plaza, solo quiero salir de esta sala que ya me está tocando los cojones.

De repente, un tremendo estruendo nos sobrecogió.

Era un ruido metálico, como de trompetas infernales. Por un momento nos quedamos todos perplejos, hasta que una extraña luz brilló en la ventana en que, abobados, mirábamos la niebla. Semejaba un largo camino que no venía de ninguna parte y al poco tiempo una figura, alta enjuta, encapuchada, con una guadaña como gayata descendía con parsimonia, no tenía prisa…, porque “La Parca” no tiene prisa cuando viene a buscarnos.

Nota del relator: No hemos podido llegar a saber si “La Parca”, llegó para buscar a las personas allí encerradas porque la pandemia los había infectado hasta dejarlos preparados para que la muerte se los llevara o porque cada uno de ellos ya tenía una enfermedad terminal y por eso, todos ellos estaban en aquella habitación.

Luis Buñuel realizó en 1962 una de sus obras maestras en México, cuna del surrealismo. (André Breton dixit) Un grupo de matrimonios adinerados no pueden salir de la mansión de los anfitriones por razones desconocidas. Los sirvientes abandonan la hacienda y esas personas, antes tan remilgadas, al quedarse sin alimentos se comportan como auténticos salvajes.

Nota de los editores: Esta obra fue inspirada por la película “El ángel exterminador” de Luis Buñuel.

This article is from: