25 minute read
La suerte es canija
Elizabeth Hernández Apraez
¡Quémala suerte tiene mi abuelita! Desde hace más de una semana que no vende ni un solo cachito de lotería. Y eso que todos los días sale a trabajar. Pero hoy domingo voy a acompañarla, a ver si se le quita esta suerte tan chaparra que tiene.
La suerte es de color amarillo. De eso estoy seguro. Por eso me pongo la playera con la que siempre meto los goles cuando juego con Los Cuervos, mi equipo de fútbol. Es tan amarilla como las flores de cempasúchil. Además, hace juego con mi piel oscura y es tan larga que no se nota que los pantalones me quedan aguados.
Tomo de la mano a mi abuelita y nos vamos caminando hasta el metro. Mi abuela entra gratis, yo me escurro por debajo del torniquete. Atravesamos la ciudad en el largo gusano naranja que anda con los focos prendidos por debajo de la tierra, una hora después se detiene en la estación Etiopía y nos expulsa por una de sus puertas.
Ahora es mi abuelita la que me toma de la mano, me lleva por calles llenas de árboles y flores, no me suelta hasta que llegamos a la iglesia, nuestro lugar de trabajo. Pero primero es lo primero: entramos a misa de ocho.
Se oye el piano sonar y la voz gigante de un hombre cantar. Por la puerta empiezan a entrar las personas que llegan a rezar, a cantar y a comer hostia. Un rato después, una señora de pelo chino pasa recogiendo limosna en una bolsa de terciopelo rojo. Todo el mundo le da dinero menos nosotros.
¡Cómo me gustaría que esa bolsa fuera nuestra!
El hombre de la voz gigante vuelve a cantar; mientras unos hacen fila para comulgar, otros se paran frente a los santos, les rezan, los tocan, se persignan y avientan monedas y billetes por las ranuras de las alcancías. Yo ruego para que les sobre algo y nos puedan comprar al menos un cachito de lotería.
Antes de que el cura dé la bendición, mi abuelita me hace señas con la cabeza, nos santiguamos rapidito y nos vamos a ocupar nuestro puesto en la puerta de la iglesia, porque allá afuera todos los lugares son bien peleados, por suerte mi abuela ya tiene ganado su puesto desde hace cuarenta años.
Espero que nos vaya bien porque aquí la competencia es dura. Apenas la gente sale de la iglesia y baja las escaleras se encuentra con dos viejitas sentadas en el piso con un bote de plástico en la mano que alzan para pedir monedas. Y más allá, el olor de las gorditas de nata, llama a la gente. La tamalera tiene las ollas rebosantes de tamales de todos los sabores que sueltan humo por las hojas. El bolero ya está haciendo sonar su trapo y su cepillo. Las monjitas no se quedan atrás, ofrecen buñuelos, galletas y pan. Y luego está el señor que vende flores y veladoras intentando agarrar algún cliente.
Mi abuelita levanta sus billetes de la lotería yempieza a gritar con su voz vieja y gastada:
—Juéguele a la lotería, juéguele a la lotería.
Una señora con un chongo en la cabeza que sale de la iglesia se le acerca, no le compra ni un cachito de lotería, pero sí le pone un billete en su mano temblorosa. Y mi abuela le da las gracias y los ojos se le humedecen un poco. Mete el billetito en las bolsas de su mandil. Y vuelve a gritar con su voz vieja y gastada:
—Juéguele a la lotería, juéguele a la lotería.
Y yo, con mi voz nueva y delgada como un hilo, también llamo a los clientes a grito pelado:
—Juéguele a la lotería, juéguele a la lotería.
Las campanas de la iglesia llaman por segunda vez a misa de nueve. Los billetes de la lotería de mi abuela siguen intactos. Por más ganas que le echamos para gritar, nadie se acerca a comprar. Lo bueno es que una que otra persona le regala una moneda o un billetito: de veinte, de cincuenta. Ahora las bolsas del mandil de mi abuelita se parecen a las alcancías de los santos de la iglesia, solo que a mi abuela no la tocan, ni le rezan, ni se santiguan frente a ella.
A las nueve de la mañana llega mi momento favorito. Las campanas suenan por tercera vez, la gente que salió de misa de ocho ya se ha ido, nuevas personas entran en la iglesia para la siguiente misa, afuera todo es tranquilidad y silencio, y entonces la señora de los tamales llama a mi abuela:
—Véngase a desayunar, doña Martha —le dice, no me nombra a mí, pero sé que yo también estoy invitado a comer tamal con atole.
Nos acercamos al puesto de tamales. Por la enorme boca de la olla se asoman los oaxaqueños, los de rajas, los dulces, los de salsa verde y los de salsa roja. Por fuera todos parecen iguales, tienen la forma de un rectángulo y están envueltos en hojas de elotes. La señora nos concede el privilegio de escoger.
—¿Verde o de rajas? —nos pregunta.
Yo le pido uno de salsa verde y mi abuela uno de rajas. La señora mete la mano en la olla y saca sin equivocarse los dos tamales. Comemos despacio, queriendo que nunca se acaben, pero por más lento que masticamos, se acaban.
Con la panza llena es más fácil sentarse a esperar a que acabe la misa de nueve de la mañana. Pero mi abuelita no se puede quedar sentada mucho tiempo porque le empiezan a doler las piernas. Camina lentamente del puesto de los tamales al puesto de las gorditas de nata. Después se queda parada un rato en la mitad del camino. Yo me asomo a la iglesia. Falta mucho para que la misa termine. El padre está hable que hable. Juego a subir las escaleras como si tuviera una sola pata. Salto, salto, salto y llego a la cima. Ahora voy a bajar.
—Ya deja de brincar como un chapulín, que te vas a caer —me advierte mi abuela.
Salto, salto, salto y me caigo. Miro feo a mi abuelita por echarme la sal. Es como si me hubiera puesto una zancadilla, no con el pie, sino con palabras. La pierna me duele duro, pero me gana el orgullo, me levanto y vuelvo a saltar. Mi abuela mueve la cabeza de un lado a otro. Que no vaya a abrir la boca porque seguro que me hace caer.
Me concentro. De aquí abajo hay doce escalones. Un escalón, dos escalones… ¡Grrr! ¡Qué lata!, llego al quinto y la voz del padre me hace tambalear un poco, no porque me esté regañando sino porque escucho que acaba de dar la bendición. Significa que la misa se está acabando. Yo bajo en mis dos patas corriendo hasta donde se encuentra mi abuelita.
—La gente está a punto de salir, el padre ya les está echando el agua bendita —le cuento a mi abuela.
—Tenemos que alistarnos —dice ella—, hay que vender por lo menos un cachito de lotería.
—Abuelita, deme una serie, yo quiero vender. —Jalo la punta de un billete de lotería que mi abuela sostiene en las manos.
Mi abuelita me ve con desconfianza y abraza más fuerte los billetes.
—Todavía no, eres muy chico.
—Acuérdese que usted dijo que cuando yo cumpliera los diez años me iba a dejar vender. Y ya los tengo. Ándele, abuelita, déjeme vender.
Me mira fijo a los ojos en silencio, después pone en mis manos la serie con mucho cuidado y me hace una advertencia.
—Te voy a dar una serie, pero ponte abusado, agárrala bien, nunca la sueltes. Recuerda que vender la lotería no es un juego de niños, es algo muy serio. ¿Me entendiste?
—Sí, entendí.
La serie parece un pedazo de papel cualquiera, pero ya viéndola bien no lo es, tiene veinte billetes o cachitos, cada cachito cuesta cincuenta pesos y lleva un número en la parte de arriba, veo sellos por todas partes y lo que más me gusta es que en cada billete hay fotitos de pueblos mágicos de Jalisco. Si este fuera el número de la suerte y alguien me comprara toda la serie, se volvería muy muy rico. A lo mejor me daría una propina y yo tendría lana para comprar una bici, y unos tenis, y una camisa, y un pantalón que no me quede aguado.
Las primeras personas empiezan a salir por las dos puertas de la iglesia. Mi abuela y yo los esperamos al final de las escaleras, tenemos cinco minutos para convencerlas de que nos compren por lo menos un billete de la lotería.
—Juéguele a la lotería, juéguele a la lotería —gritamos los dos.
Nadie nos pela. Nuestras voces se pierden en medio del ruido de las campanas de la iglesia que suenan sin parar, de los gritos de los otros vendedores, de las palabras que van dejando en el aire las personas que pasan. Como la cosa no está funcionando, empiezo a perseguir a la gente.
—Güerita, le tengo el número de la suerte —le digo a una chava que ni siquiera es güera y que agita la mano para zafarse de mí.
A una viejita que pasa dando pasos lentos con la ayuda de un bastón, le muestro la lotería:
—Doñita, llévese el número ganador —le digo, pero ella solo me da las gracias y se va sin decirme ni adiós.
Y a un hombre grande y pelón que camina tan rápido como una hormiga, le sigo el paso:
—Jefecito, este es el bueno —le digo señalándole el número de un cachito de la lotería. El pelón no me compra nada, pero me da una moneda.
Voy de allá para acá correteando a las personas. De repente ya no hay gente a la que pueda perseguir. Todos se han ido. Busco a mi abuelita.
—No vendí nada —le digo. Ella me acaricia la cabeza.
—No te apures —dice—, apenas estamos empezando. Todavía faltan seis misas más.
—Y usted, ¿cuántos cachitos vendió, abuelita?
Mi abuela mueve la mano de un lado a otro para decirme que nada.
—¿Será que hoy tampoco vamos a vender ni un cachito? —le pregunto.
—¡Shhh! —dice ella tapándose la boca con el dedo—. ¡Chitón!
Cada vez que se acaba una misa y empieza otra volvemos a intentarlo. Pero no conseguimos vender nada. Justo a la una de la tarde, cuando el sol parece un enorme balón amarillo de futbol, y el viento corre silbando alegre por la calle, aparece de la nada un hombre. Parece un Santa Claus. Está ahí al lado de mi abuela y de mí, con sus cabellos blancos y alborotados, y con su barba larga colgando de su quijada como un copo de nieve. No está vestido de rojo como todos los santa, sino de pantalón de mezclilla y camisa azul. El hombre le regala a mi abuela un billete de cien pesos y a mí me da cincuenta pesotes.
—Toma tu domingo —me dice.
Hace tanto tiempo que nadie me daba mi domingo que se me abren los ojotes para ver el billete color morado y cuando busco al señor Santa Claus para darle las gracias, ya se ha ido. Doy saltitos alrededor de mi abuela de lo feliz que estoy. Ella solo me mira seria y en silencio.
—¿Qué pasa abuela?, ¿no está contenta con el billete que le regaló el señor de barbas blancas?
—Claro que estoy contenta, lo que pasa es que no hemos vendido lotería y eso me preocupa. Mira la hora que es.
—Ya no necesitamos vender la lotería, abuelita. Mire esos billetes y monedas que tiene en las bolsas de su mandil. Todos se los han regalado las personas que salen de la misa. ¿Por qué mejor no le pedimos dinero a la gente? Sería más fácil.
—No soy limosnera, yo soy vendedora de lotería y me gusta mi trabajo.
—Pero la lotería no se vende, abuelita. No se vende.
—Sí se vende —dice mi abuela en tono fuerte, como si me estuviera regañando—, yo he vendido por más de cuarenta años lotería, lo que pasa es que los clientes viejos ya se murieron y los chamacos de ahora, si acaso, compran un cachito. A la gente se le está olvidando soñar.
—¿Soñar?
—Sí, cuando alguien compra la lotería sueña con ganársela para comprar una casa grande y bonita, irse de viaje por el mundo o estrenar un coche. La mayoría de la gente que juega a la lotería no gana nada, pero sí sueña. Y eso es importante.
—¿O sea que usted es una vendedora de sueños, abuela?
—Más o menos —dice.
A las tres de la tarde se terminan las misas. Mi abuela y yo nos vamos a sentar a una banca en lo que comemos. Ella saca los toppers en los que hay frijoles, nopales y tantita salsa de jitomate que preparó en la casa esta mañana. Comemos con ganas. Después mi abuelita hace cuentas. Ni ella ni yo vendimos nada. Las series de la lotería están completas.
—Qué mala suerte, abuelita —le digo—, ni una sola persona nos compró la lotería, y eso que me puse mi playera amarilla, la de la buena suerte.
—No hay mala ni buena suerte —dice mi abuela—. Eso sí, la suerte es canija, te puede tocar o no te puede tocar, y es caprichosa: decide a quién sí o a quien no le va a llegar.
Mi abuela esculca las bolsas de su mandil y saca las monedas y los billetes que la gente le regaló a lo largo del día. Los cuenta. En total le dieron trescientos pesos. Toma un billete de cincuenta pesos y me lo entrega.
—Hazme un favor —me dice—, véndeme un cachito de lotería.
Yo me río pensando que mi abuela me está tomando del pelo.
—Véndemelo —insiste—, si no me lo vendes, el distribuidor me va a correr de mi trabajo, va a pensar que estoy muy vieja y que no sirvo ni siquiera para vender un cachito de la lotería.
Arranco el cachito de lotería y se lo entrego a mi abuela. Ella lo guarda en medio de sus manos. Hurgo las bolsas de mi pantalón, saco los cincuenta pesotes que me regaló el señor Santa Claus y alargo el brazo para entregárselo a mi abuela.
—Abuelita, yo también quiero comprar un cachito de lotería — le digo—, ¿me lo vende?
Mi abuela me mira con esos ojos tiernos y negros que tiene. No contesta nada, pero me pasa el pedacito de lotería.
Y los dos soñamos. Yo no sé qué soñará ella, pero yo me ilusiono con la idea de que mi abuela pueda seguir vendiendo la lotería en la puerta de la iglesia por muchos años más.
(Latacunga, Ecuador)
2.º LUGAR / 2 ND PLACE
(Narrativa / Narrative)
Chucho
Luna Abril Alonso Díaz
Estaba por subirme a mi vuelo cuando encontré un cuaderno en el suelo del aeropuerto. Al levantarlo, leí que en la tapa decía: "Bitácora de viaje". Y me dio curiosidad, porque yo no soy muy viajada que digamos, no tengo el dinero necesario para recorrer el mundo.
Gracias a ese librito, me entretuve las cuatro horas que tenía que pasar sentada en el avión. Poco a poco, descubrí que se trataba de un gringo (bastante cómico dicho sea de paso) que escribía sus "aventuras" en su lengua materna para no perderla (suerte que sé bastante inglés), y que tuvo varios inconvenientes recorriendo el centro y el sur de América.
Los mejores fragmentos estaban desperdigados en los lugares justos para captar mi atención y, traducidos al español, decían así:
22/01 - Hace algunas horas llegué a la Argentina. Me recibieron unos amigos por correspondencia en su departamento. La idea es empezar el viaje lo más familiarizado posible. Estoy muy emocionado.
Apenas llegué, noté el abrupto cambio de temperatura entre la calle y adentro. Según ellos, hacía un "alto calor", o sea, mucho calor, y por eso tenían el aire acondicionado "al mango", o sea, configurado con mucha potencia. Como yo ya me había acostumbrado a la temperatura de afuera, entré y me dio un escalofrío.
—¿Tenés frío? Si querés apagamos el aire un ratito.
—No, no, estoy bien.
—Bueh, vos avisá. Yo decía porque vi que te agarró un chucho.
Entonces les tuve que preguntar qué significaba. Resulta que en Argentina "chucho" quiere decir "escalofrío".
Me voy a la cama contento. Hoy aprendí algo nuevo. Y en mi viaje de seguro esto sucederá a menudo.
27/01 - Tienen que probar la sopa de pata. Es una delicia. Se prepara con plátano, yuca, pipiantes, ejotes, güisquil, jalapeños y, por supuesto, patas de vaca. Necesito preparar esta receta cuando llegue a casa. No sé qué tan bien me vaya a salir, pero en el restaurante salvadoreño estaba tan rica que iba por mi tercer plato cuando la mesera me dijo lo siguiente:
—¡Vaya, pero usted sí que es un chucho!
—¿Gracias pero no gracias? Estoy bien, no tengo frío.
Entonces comenzó una larga plática con la mesera, que dedujo por mi acento que yo no era de ahí, y que no había entendido en absoluto lo que había dicho.
Ella me explicó que, al parecer, "chucho" quiere decir "glotón" en El Salvador. Yo, a cambio, le expliqué que en Argentina significa escalofrío. Luego continuamos bailando alrededor del tema, hablando sobre lo impresionante que nos resultaba que una palabra tan simple tuviera dos definiciones completamente diferentes.
30/01 - Nunca antes les había temido a las alturas. Tengo la certeza de ello porque pude viajar en helicópteros y aviones sin problemas. No obstante, cuando uno se enfrenta a un puente con cinco siglos de antigüedad (a pesar de lo renovado que esté), con 90 pies de largo y hecho de fibra vegetal, no es igual. Me refiero al mismísimo puente Queshuachaca, que cruza el río Apurímac y fue construido por los Incas. El último puente Inca del mundo, que se balancea apenas caminas en él.
—¿Qué pasa, pe? ¿Tiene chucho? —...
—Esté tranquilo, pe. No hace falta ser lechero. Una vez que lo haga verá que es una papaya.
Esas fueron demasiadas frases idiomáticas juntas, y el guía definitivamente no ayudó a calmar mi miedo, aunque gracias a él acabé por lograrlo.
Ahora que estoy sentado y le puedo destinar el tiempo adecuado a la traducción, registro que "chucho" es "miedo", "lechero" es "afortunado" y "una papaya" es algo fácil.
03/02 - Hoy a la mañana programé ir a un teleférico en Quito, no solo para apreciar todo el paisaje desde lo alto, sino porque es conocido como uno de los más elevados del mundo. Estando en "TelefériQo", inicié el recorrido con la inesperada compañía de una señora mayor, su hija y su bebé.
A pesar de ser completos desconocidos que nada más compartían un vehículo, no nos llevamos nada mal. Una de ellas incluso me dio su teléfono, aunque penosamente fue la señora mayor. Quizá fue demasiada confianza de mi parte, pero de no haber "roto el hielo" jamás hubiéramos interactuado.
Todo era perfecto: la vista, la compañía, los comodísimos asientos del teleférico… Hasta que la bebé empezó a llorar y su madre sacó un biberón de su bolso. La señora enloqueció, cuestionando de forma severa la "crianza" que su hija le brindaba a la bebé.
—La bebé necesita que le den chucho, no el biberón. Sino se altera su ciclo de crecimiento.
Más o menos se me había ocurrido una idea de lo que podía llegar a significar "chucho" en ese contexto así que, por si acaso, evité preguntar acerca de ello. No quería seguir encerrado con ellas, pero sería aún peor si las volvía en mi contra.
En el alojamiento, lejos de discusiones y de posibles juzgamientos, busqué en el diccionario ecuatoriano la palabra "chucho". Ahora, habiendo confirmado mis deducciones, puedo escribir tranquilamente que esta palabra también hace referencia al pecho de las madres que amamantan a sus hijos.
07/02 - Creo que voy a necesitar una lista de todos los significados que tiene la palabra "chucho". No hay forma de que pueda recordarlos todos. Creo que la voy a hacer en la última página, así la puedo encontrar rápido.
Hoy, además de todos los significados que ya descubrí, tengo que anotar uno de los más importantes: el significado venezolano.
Como anoté hace unos días, "chucho" es una forma más agradable y simpática para hacer referencia al pecho de las madres que amamantan a sus hijos. En Ecuador. Porque acabo de aprender que en Venezuela representa todo lo contrario: una palabra desagradable y poco amistosa.
Yo me encontraba sentado en un autobús, al lado de un hombre con una muy mala cara. Suelo hablarle a cualquiera, ya que de esa manera incorporo muchos más datos de los que incorporaría si no interactuara con nadie, pero con él no me animé. Me dio chucho, como dirían en Perú. Sin embargo, él comenzó a quejarse en voz baja cuando subió al vehículo una mujer con un bebé que no dejaba de llorar.
A mí ciertamente el bebé no me molestaba. Sería absurdo enojarme con alguien que todavía no es capaz de entender ni su entorno ni a sí mismo. Lo que sí me molestaba, en cambio, eran las quejas de este hombre incomprensivo que tenía al lado. Quería que se callara, e intenté decírselo del modo más amable que encontré:
—Ya se calmará, seguro es porque quiere que le den chucho.
De inmediato su cara cambió. Me miraba raro, y yo no entendía por qué. Estaba tan orgulloso de haber aplicado los conocimientos que creía tener, que no tenía idea de lo que acababa de decir.
El hombre se levantó y fue a comentarle algo al conductor. Él frenó y me bajaron del autobús. Por las malas aprendí que "chucho", en Venezuela, es un sinónimo informal de "tabaco de marihuana".
11/02 - Iba de camino al lago Atitlán, una maravilla del mundo creada por la naturaleza. No se equivocan al decir que Guatemala posee el lago más hermoso que existe: limpio, amplio y despejado. Me permitió entrar en un estado de paz inigualable.
De pronto, mientras gozaba desde uno de los miradores, algo húmedo y redondo empezó a hacerme cosquillas en la pantorrilla. Un perrito blanco con manchas cafés me estaba olfateando la pierna. Asustado por la sensación tan inesperada, chillé un grito que causó gracia al dueño.
—Disculpe a mi chucho, todavía no lo hemos adiestrado.
—¿Se refiere al perro? No se preocupe, apenas fue un susto…
Sí, es cierto que me sorprendió bastante y que me hizo quedar en ridículo pues el grito lo escuchó bastante gente… pero eso no quita que haya valido la pena. Me llevo una caricia del chucho y otra definición de "chucho". Además, ¿quién podría enojarse con algo tan adorable?
15/02 - ¿Qué tanto puede cambiar el significado de una palabra al viajar de una tierra a otra, cuando hay apenas unos 1500 kilómetros de distancia? Bueno, en América Central pareciera que mucho. Ahora mismo se podría decir que estoy escapando de Cuba por un pequeño percance debido a un mal uso de la palabra que ya tengo grabada en la frente.
Me encontraba paseando inocentemente (o inconscientemente) al lado de unas vías. No esperaba que las cosas se salieran de control. Y sinceramente no me gustaría inculpar al perrito que salvé, así que me limito a narrar los hechos.
Yo caminaba. Vi un perrito en las vías. Lo levanté y lo llevé a un lugar seguro. Ni siquiera me percaté que había una aguja de cambio de vía cerca. Ni siquiera sabía que "chucho" era eso para los cubanos. Pero en ese contexto llegó un policía (parecía más militar que policía en realidad) y empezó a interrogarme.
—Le prometo que yo solo moví al chucho.
No tendría que haber usado la palabra. Siempre se "presta a confusiones", como escuché decir a mi profesor de español.
Entonces el militar me preguntó mi nombre, mi nacionalidad (sobre la cual no pude mentir pues mi acento me delataría) y sacó unas esposas para arrestarme. Pretendía encarcelarme, pero sospecho que no por haber movido las vías, sino por mi nacionalidad. Aun así, no contaba con pruebas suficientes y me vi obligado a correr.
Tan ilegal no habría de ser, ya que estoy terminando de escribir esto mientras sobrevolamos Chile, y desde el incidente nadie vino a buscarme. Y, en caso de que lo hicieran, acá no corro el mismo riesgo de ir preso.
16/02 - Recién llegué al hotel. No puedo ir a la piscina porque está cerrada. Sin embargo, me crucé con un chileno que corrió con la misma mala suerte, y nos quedamos conversando un buen rato.
Habiendo entrado en confianza, le comenté los viajes que estaba realizando, haciendo un énfasis especial en el último… Le confesé lo que había hecho sin saber que era ilegal, aunque no le dije nada sobre mis sospechas de que mi origen había afectado negativamente a mi situación.
—Casi me arrestan.
—Tenéi que tener má' cuidado, weón. No e' ninguna weada el chucho.
¿Chucho? ¿Qué chucho? ¿Un tabaco? ¿Un perro? ¿La aguja del cambio de vía? ¿El frío? ¿El pecho? ¿El miedo? ¿O se refería a la glotonería? Lo que sí está claro, es que la palabra "chucho" no es ninguna "weada".
Ya no quiero pronunciarla más, aunque cuando volví a mi habitación y me senté a investigar desde el celular, descubrí que, para los chilenos, significa cárcel. Así que agrego otra definición más a esa maldita palabra…
20/02 - JURO QUE SI ESCUCHO OTRA VEZ ESA PALABRA, VUELVO A MI PAÍS.
Yo estaba tomando un güifiti (una bebida característica de Honduras, exquisita por cierto), esperando a un amigo mío, cuando de repente una mujer desconocida se sentó en mi misma mesa.
—Señora, si no le importa, le estoy guardando el asiento a un amigo. Así que si pudiera moverse a otro asiento…
—¡Maleducado! Además, llamar señora a una señorita… ¡Qué chucho!
¡CHUCHO! Estaba realmente molesto en ese momento. No solo la señora se había ofendido por nada, sino que aparte me había insultado con la palabra más básica y desagradable a mi parecer.
Después de que se me pasara el enojo, miré a mi alrededor y no había más asientos libres. Aun así, con la llegada de mi amigo ni siquiera me detuve a sentirme culpable por la señora.
El peor día de mi viaje hasta ahora. Sin rencores a Honduras.
22/02 - Mañana vuelvo a mi país. Es oficial. No tolero escuchar esa palabra ni una sola vez más. México era mi anteúltimo destino. Yo pensaba visitar Colombia antes de dar por finalizado mi viaje. No obstante, estoy demasiado agotado mentalmente para hacerlo.
Lo decidí al conocer a Jesús, un viejito simpático que era el dueño de un puesto de quesadillas. Me sirvió las mejores quesadillas de pollo que jamás haya probado. Por lo tanto, no es nada personal, y registro esta frase en la bitácora nada más por una cuestión de tradición, porque es lo que vengo haciendo hasta ahora:
—Lo felicito, señor… ¿Cómo es su nombre?
—Me llamo Jesús, pero no hay pedo si me dice Chucho.
Ese fue mi límite. Mañana estoy en casa de nuevo.
En la última página del cuaderno, efectivamente, encontré una lista bajo el título de "chucho". Del lado izquierdo, los países. Del lado derecho, el significado de esa palabra en el país contiguo. Sin embargo, había un espacio vacío al lado de Colombia. Parecía que había empezado a escribir algo con "B", pero se había rendido y abandonado, dejando un rayón en la hoja.
Es una pena no haber podido conocerlo. Aunque todavía puedo imaginármelo, harto, resignándose a escribir otro significado más… Antes de que su frustración lo venciera a mitad del trazo, y acabara cerrando la bitácora con un golpe seco para luego mandarla a volar por los aires, hasta que esta cayera a los pies de una chica que tenía la cultura, pero no la experiencia suficiente para encontrar la lapicera que había garabateado tan entretenido manuscrito
Hand Up
Perla Yadhira Hernández Gallegos
(Saltillo, Coahuila, México)
3.º LUGAR / 3RD PLACE (Arte visual / Visual Art)
3.º LUGAR / 3RD PLACE (Narrativa / Narrative)
In the Light of the Sun
Laura A. S. Fermin
Onemorning, along about 2009, my mother decided to take our family to the beach before class. The closest beach to our house was barely a ten-minute walk, so the trips there were less of the vacation type and more part of a well-oiled routine, our weekends always booked up by warm sand and familiar white foam turning our toes into prunes. Still, a soak at the crack of dawn was something new, and the novelty of it all pumped me and my siblings enough to not question the blaring clock marking 6:00 AM and focus more on getting our swimsuits on as fast as we possibly could. By the time we had all been packed next to each other in the back of my mom’s white 2001 Toyota Corolla, the first rays of the sun had started to peak from behind the mountain in our retreating backs, chasing our tails all the way to the beach.
The moment the car rolled slowly to a stop a sense of giddiness settled deep in my gut. I had never seen the beach like this before—quiet, so still and ethereal it seemed unreal. There was no one else but us, with our worn-out towels draped loosely around our necks just like they had been a million times before. The sand was cool beneath my feet, an unusual yet not unfamiliar feeling, the exact opposite of the scathing burning sensation my soles were used to. I inhaled deeply the musky scent of salt and seaweed and life, letting my lungs expand and trap the smell for as long as they could. I let myself exhale slowly but greedily, already knowing that my next breath was promising to be as refreshing as the last.
This version of the beach was eerily similar to the one I had always known, yet the differences were clear enough to make me feel unsteady on this new ground. I had never known peacefulness like this. It was beautiful. It was terrifying. The white sand was being bathed in grey hues, the clouds in the sky barely allowing the sun to properly brighten everything up in its unforgiven heat. The waves were flat, the way they broke and dissolved into nothingness on the shore was the only sign of them being as alive as I had always known them to be. The deeper I walked into its depth the bluer the water seemed to get; cool enough to drag away any sign of sleep still clinging to the corner of my eyes. I let my body rest in the comfiness the beach provides, my limbs floating at my sides relaxed without sinking underneath. The sea breeze kept dragging me deeper into the beach, and I could only allow it to move my body this way and that, swaying left to right, left to right.
I watched my mother as she stood on the shore still, her eyes closed with a frown pulling her eyebrows together. The beach always hurt her, in many ways. It was partly the sand—small and sharp grains embedding in the craters of her split soles with every step she took. The hot temperature also played a part; even before the sun truly rose, the humid, damp air made it hard for her battered lungs to draw a full breath despite her best attempts. There was also the missing weight on her chest that seemed to throw her gravity as a whole, making her lean more on her left leg than her right in a cheap attempt to feel centered again. And then the salt; it clung to the air and burned her cracked nails and tender peeling fingers just by standing there, and yet it did more so when she managed to push past the initial hurt and step into the water.
Because she always did. This place prodded and upset the most sensible parts of her, the ones she never allowed anyone to see bothering her, and yet she never stopped coming. Not ever.
She paddled and swum as best as she could, sighing deeply every now and then till she stopped, not that far away from me. One by one, her muscles started to get loose, and her head tipped back to finally rest on the comfiness the beach provides, the short and few strands of hair a halo floating around her skull. There was still pain on her face, and it robbed me of any feeling of belonging I had felt earlier. I suddenly wanted to leave—to take her out of the sedated water and back into our house, where the pain existed but it was more of a faint shadow than anything else. This was not an unfamiliar feeling; I had felt it lurking behind my happiness every time she insisted to drive here despite how much it hurt her, but I had never paid it enough attention. My eyes stung and nose tingled, and for a moment my hatred for this place threatened to drown me whole.
This was the part that scared me. I was afraid of how much I could love and loathe this place at the same time. Afraid of how the cocktail of emotions left something inside me feeling unbalanced and unsettled. Only in the sea was her discomfort as palpable as anything else; here she was comfortable enough to let it show, and a part of me could never forget that. But it was also in this place where I felt at home. This beach had seen me grow but watched her wither, and the idea of both concepts existing at the same time promised to mess with my head. This place was a home for her sorrows, and with shame, I recognized, a home for my happiness too.
I wanted to run away, so instead, I forced my arms and legs to move, ignoring the way it filled me with dread to remain in the suffocating waters. I didn’t dare to disrupt her, but that meant lingering away from her, even if my mother unconsciously pulled me toward her orbit with the tightness in her jaw. With the sea tasting like tears, I resented myself more than the beach itself—it hadn’t been long since I had loved it unconditionally, and it wouldn’t be long before the resentment faded away and the love overpowered everything again. Because this place could never truly hurt, not if it birthed us, or at least not in ways that damage from within. So, this pain must have a purpose—must mean something in the great scheme of things. It was tiring, to love so much that the scraps and burns must mean something in return.
I watched her as she watched the sky for a long time. Her lips moved, and although I couldn’t hear what she was saying, I knew the words that were rolling off her lips better than anything else:
“Santísima Virgen de la Misericordia, dirige tu mirada bondadosa sobre tus hijos, admítenos en tu presencia amorosa, acógenos en tu inmaculado y dulce corazón, que tu compasión nos llene de todo lo que necesitemos.”
A prayer to the Mother. From where I was floating mere meters away, I mouthed the prayer three times, just like she was doing, foolishly hoping that my prayer added weight to her intentions. By the end of the third iteration, her eyes found mine, steady and unsurprised even after catching me in the act. She extended a hand towards me, a smile lightly pulling at one corner of her lips. Without realizing it, the sun had pierced the clouds and was now bathing us both, the heat already smarting my naked shoulders in a familiar way. Under the sun's rays, the sickly grey coloring of her skin faded away, leaving behind flushed cheeks and a myriad of freckles on her face.
In the light of the sun, I wondered if this place could also be as much home to her happiness as it could be home to my sorrows.
I squinted, already swimming toward her despite how sore my muscles were and how tired my limbs felt from all the floating around. “Come,” She said loud enough to pierce through the sound of the town waking up and flooding the shore. “Stay put for a while. This sun is good for your health.”