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El alba

Hemil García Linares

dijo el Policía de Fronteras haciendo señas para que Guadalupe se marche, pero él solo atinó a enseñar una foto y dijo: “Mi familia”. «¿Sería una trampa?», pensó Guadalupe. «¿Y si el policía le decía eso para atraparlo mientras huía?» En su país nadie confiaba en la policía. Seguro que era un truco.

—Márchate antes de que me arrepienta…

—Mi familia—repitió Guadalupe.

El policía tamborileó la funda de su revólver e insistió con gestos que se marchara, pero Guadalupe se arrodilló esperando a que lo arresten. Había escuchado historias, sin saber si eran ciertas: ser arrestado en territorio estadounidense daba opciones a un juicio y podría quedarse; las cárceles parecían hoteles con tres comidas al día y gimnasio incluido. Lo había visto en las películas y en programas de televisión. Cualquier cosa a morirse de hambre, cualquier cosa para pagar la deuda de su familia allá en Canatlán.

Cualquier cosa…

“Márchate o tendré que arrestarte”, dijo el policía. Esta vez casi sonaba a súplica. Guadalupe parecía ser de piedra pues no se movía y el policía, confundido, hecho un zombi, recordó cuántas veces su padre le había contado cómo cruzó la frontera.

Estuve una noche entera mojado en el rio Grande, respirando por una pajita. Temblaba y namás era octubre, pero el agua estaba rete fría y me dentraba un poco en los huesos. Cerré mis ojos pa’ no pensar en el frío, en el hambre, en el miedo y por cinco horas me aguanté todo lo que mi cuerpo me pedía. Un calambre casi lo conminó a gritar, pero se mordió los labios y también la amargura. A las cinco de la mañana antes que llegue el alba cruzó el rio Grande.

¡Qué irónica es la vida! Es una ruleta incierta, un castillo de naipes que se desmorona. Es cómo una estación, como la primavera: la vida es como una hoja que cambia de color. La vida cambia tanto y ahora él (hijo de un mojado) es un Policía de Fronteras y su función es atrapar a los que cruzan ilegalmente hacia territorio estadounidense.

Está harto. Harto de arrestarlos, harto de no poder advertirles nada sobre las cárceles, darles información. Su misión no es ayudar, sino atraparlos y cuando lo hace, le suplican llorando: déjame pasar. Déjame ir. Tú eres Hispano; y él, avergonzado a veces, dice: soy ciudadano de los Estados Unidos. Se hace el fuerte, pero por dentro piensa: te dije que te vayas, te lo dije, güey.

Nació en California rayando entre dos mundos. Hablando español en la casa y pensando en inglés en la escuela. Nació en California, pero cuando se refieren a él le decían: Simón, the Mexican.

Cuando tenía trece años la familia se mudó a Texas y allí vio a su padre sufrir con su inglés despedazado, regresando con la espalda partida por recoger naranjas y algodón, tratado como un subnormal por sus jefes porque no podía comunicarse. Y ahora recuerda el Policía de Fronteras, cuántas veces tradujo para su padre en los bancos y las tiendas porque su inglés era indescifrable. “Guat is he sallin? ¿qué me está diciendo?” Y tú arreglando todo, pidiendo por favor que le ayuden a tu Pa’, calmando a tu Pa’. “nada, Pa’. Todo está bien. Todo está bien. Todo está…”

Guadalupe, de rodillas, persistía en ser arrestado. El policía pensó en su hijo y en su mujer allá en Virginia ¡Tres meses sin verlos!

De pronto, el policía caminó en dirección contraria a la frontera y se alejó. Guadalupe se quedó perplejo ¿Qué está haciendo?

El policía siguió caminando hasta desaparecer. Pronto se encontraría con su compañero de turno y este le preguntaría: “Anything unusual?” y el Policía de Fronteras diría “no” en silencio, apenas moviendo la cabeza. Mientras, en el duelo entre el alba y la oscuridad, Guadalupe como un espectro empezaría a desvanecerse entre los matorrales. A escasos cincuenta metros. Estados Unidos lo esperaba.

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