6 minute read
—¿Dulce
de qué vas a hacer ahora, abu Carmela?
—Ah, de algo que nunca probaste, mi Rushe… pero te va a gustar.
—¿Y cuánto falta para que esté listo?
—Agregar la canela y esperar un ratito. Tráeme dos ramitas del frasco que está en la bodega.
Mi abuela siguió removiendo la mezcla, utilizando su legendario cucharón de madera. Cada vez que yo la visitaba, ella me engreía con algún dulce especial. Mi abuela Carmela preparaba, con todas las frutas existentes, las mermeladas más deliciosas; pero también las más exóticas: de tomate, de cáscara de sandías… y hasta mermelada de ají o de pétalos de rosa. De sus treinta nietos, yo soy el dulcero por excelencia, y me apodó “Rushe” desde el momento en que, quizás a los dos años de edad (y en mi precoz media lengua), le manifesté esa palabra para pedirle más dulce.
Salí raudo a buscar las dos ramitas de canela, ya sintiendo en mi paladar la próxima delicia con que me regalaría mi abu Carmela. Dejé atrás la cocina, atravesé un pequeño patio de paredes verdes, donde antes estaba encadenado el fiero Hobo, y llegué a la bodega. Saqué las dos ramitas que mi abuela me indicó y regresé sobre mis pasos, pero tropecé con una puerta que no había visto nunca antes, medio oculta por unas tablas y cajas. La curiosidad me hizo apartar los obstáculos y escudriñar un poco. Mi intención era solo dar un vistazo fugaz y volver con las dos ramitas de canela necesarias para mi mermelada, porque el perfume del dulce germinándose en la cocina llenaba la casa y me hipnotizaba.
Al ingresar por aquella puerta divisé, a cada lado de esa misteriosa habitación, estantes atiborrados de frascos de mermeladas y jaleas, que parecían perderse interminables hasta el infinito. Asombrado, me aventuré entre ese ejército de recipientes policromáticos que flanqueaba mi andar como si me rindiera honores, y perdí la noción del tiempo. Cuando me percaté que aún portaba las dos ramitas de canela en mi mano, determiné regresar con mi abuela. Para mi sorpresa, no pude hallar la puerta por donde entré. Me asusté un poco, pero confié en que el aroma de la mermelada (aún en la olla), me guiaría hacia la salida. Encontré al final la puerta en cuestión, la cerré tras de mí y abandoné el lugar. Pero no era la puerta que yo pensaba, y me hallé en otra pieza, esta vez lúgubre y pavorosa. La pintura del payaso triste que tanto miedo me daba de niño estaba apoyada en un rincón, y me miraba desde la profundidad de sus ojos azules. A su lado yacía enrollada la gruesa correa del terrible Hobo, el pastor alemán que en una oportunidad casi me muerde porque se soltó de su cadena. Del techo colgaba, amenazante, la negra tarántula a la que nunca tuve el valor de hacer frente. Reviví muchos temores que estaban escondidos en mí y que jamás pude exorcizar, y opté entonces por recular mis pasos y acabar con ese itinerario inútil y, de cierta manera, escalofriante.
Tras largos minutos de caminata, y preocupado por mi abuela —que estaría a estas alturas buscándome desesperada por las dos ramitas de canela indispensables en su mágico potaje y para interpelarme por la demora—, volví a posicionarme en el patio de paredes verdes. Con alivio, cogí rumbo hacia la puerta de la cocina, siempre orientado por el olor de la mermelada en preparación y mi sentido del olfato. Pero en vez de la cocina encontré otro cuarto desconocido, con objetos cuidadosamente apilados, entre los que reconocí un viejo caballo de hierro con el que jugaba de niño, rompecabezas a los que mi abu Carmela recurría para entretenerme en las tardes grises y lluviosas de invierno, un trompo azul que yo creí perdido desde haría una eternidad, cubos de madera que armaba para ganarle a mi abuela en la competencia de la torre más alta, y muchas otras maravillas.
Un grato sentimiento de nostalgia invadió mi cuerpo. Me dio mucha ternura descubrir que mi abuela se había dedicado a guardar todas esas cosas mías, hermosos recuerdos que con el tiempo se estaban desvaneciendo de mi mente, y que, sospecho, los mantenía con ella para enseñármelos algún día, o quizás a mis hijos y hablarles de mí cuando era chico, y verlos disfrutar de los mismos juguetes con los que crecí yo. Esas imágenes me transportaron a diversos pasajes de mi infancia, a aquellas fechas especiales en las cuales visitaba a mi abu Carmela: Fiestas Patrias, Navidad, Año Nuevo (que por divina casualidad era el mismo día de su cumpleaños), los carnavales de verano… rememoré los relatos de sus historias inverosímiles que ella compartía con todos sus nietos, la cosecha de higos con nosotros trepados en el techo de la casa, los almuerzos familiares sazonados con risas inagotables. Salí de ahí con el corazón dichoso y mis dos ramitas de canela en la mano, dispuesto a dejar ya de perder el tiempo y colaborar con el buen término de mi mermelada pendiente.
Después de largo rato extraviado entre puertas, cuartos, juguetes, frascos multicolores y demás distracciones, alcancé por fin la cocina y vi a mi abu Carmela tal como la dejé cuando me avisó que esa era una mermelada que yo nunca había probado. Estaba en la misma posición, y muy concentrada en revolver la olla hirviente con la misma sonrisa que tenía al pedirme que trajera las dos ramitas de canela. Adiviné que me preguntaría por qué tardé tanto, así que me propuse explicarle todo lo que me pasó, obviamente sin referirme al hallazgo de mis juguetes infantiles. Resolví omitir ese punto para evitar estropearle alguna sorpresa que ella tuviera planificada.
Pero mi abuela continuó atendiendo la olla del dulce sin hacerme caso, y deduje que estaba, a su manera, castigándome por mi inexplicable ausencia. Me acerqué, muy afligido, con las dos ramitas de canela, para dejarlas a su lado y que las añadiera a mi ansiada mermelada. También quería preguntarle sobre cada uno de aquellos frascos con dulces que guardaba en la primera habitación a la que ingresé, de qué sabores eran y para quién los había preparado, y si es que alguno de ellos estaba destinado a mi disfrute. Ella prosiguió impasible, tarareando una canción que solía poner en su antigua vitrola a cuerda. Me dolió mucho su actitud, pero asumí mi responsabilidad y procedí a pedirle disculpas por haberla dejado en espera por tanto tiempo.
Las palabras no pudieron brotar de mi boca. No fui capaz de emitir el mínimo sonido. Todo esfuerzo fue inútil, y la angustia por hacerme escuchar fue creciendo incontenible en mi pecho, hasta ahogarme. Mi abu Carmela no podía escucharme, y lo más terrorífico era que ni yo mismo lograba oírme. Estaba repentina e inexplicablemente mudo. Mi voz pugnaba por salir, pero se quedaba retenida en la garganta. Me coloqué entonces frente a ella para que me mirara y fuera consciente de mi presencia, pero tampoco obtuve resultados. Yo era invisible para mi abuela.
Desesperado, me arrodillé y cogí su delantal, llorando a mares y suplicándole que por favor me hiciera caso. Pero ella siguió feliz su canturreo, con el color de la luna atrapado entre sus cabellos, mientras yo, frustrado y sollozante, me moría por abrazarla. La vi entonces coger dos ramitas de canela de la alacena ubicada sobre su cabeza, y echarlas dentro de la olla. Acto seguido, apagó el fuego, tapó la olla y dejó reposar el dulce, a la vez que buscaba un frasco que yo conocía muy bien: era el que ella siempre utilizaba para guardarme mermelada. Tenía una etiqueta blanca donde, escrito con su letra, se leía “Mi Rushe”.
Se dirigió a una habitación, portando el envase con mi nombre en la etiqueta y lleno de dulce hasta el mismo borde. Yo la seguí, acongojado. Ella empujó la puerta y entonces me vi, acostado y durmiendo, en mi propia cama. Estaba visiblemente inquieto, gimiendo y moviéndome de un lado para otro, alterado por una pesadilla. Mi abu Carmela se acercó a mi mesa de noche, dejó el pote con mermelada ahí y me dio un amoroso beso. Después me arropó, me deseó buenas noches, y salió de ahí procurando no hacer ruido. Eso me calmó, y experimenté mucha paz en mi alma. Sonreí al ver tanta ternura y noté que mi yo durmiente sonreía también al mismo tiempo, ya más relajado y tranquilo. Cuando mi abuela abandonó la pieza, desperté, sintiendo aún su beso en mi mejilla, y el aroma de la mermelada recién hecha presente en el aire.
He decidido tener sobre mi mesita de noche, desde ahora y para siempre, dos ramitas de canela y un croquis de aquella casa. Espero no haber olvidado ninguna habitación de las tantas que visité, para que cuando vuelva a soñar con mi abu Carmela no me extravíe de nuevo, ni gaste tiempo en buscar la canela, y así logre escucharla decir que la mermelada para su “Rushe” ya está lista.