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Entre los humos
Angélica Labrada
Habíaolvidado algo y no podía recordar qué. Se paseaba sigilosa, entre los humos que salían del anafre. Allí, su vida le empezó a pasar en esas nubes ciertas que se dibujaban en la cocina alrededor de los comales.
En esa esquina, la que estaba casi a la salida al patio, una noche llena de estrellas, Jacinto llegó a pedir un taco. Lo conocía de vista, era un vecino; él dijo que los aromas lo obligaron a acercarse. Sabía por la gente de alrededor que nadie cocinaba como ella y agradeció sus palabras sirviéndole generosamente un plato. Esos gestos de disfrute entre bocado y bocado fueron suficientes. El resto, se lo dijeron con la mirada. Sin mucho pensarlo, se hicieron uno solo y ardieron como la leña y el carbón que se atizaba con fuerza, para que el fuego amarrara los sabores en todo aquello que sus manos prodigiosas convertían en manjares.
Jacinto ya no pudo marcharse. El amor entraba así, como el hambre desesperada, y él, se había saciado gracias a ella.
Sí, se lo platicó a su hija alguna vez mientras se tomaban un mezcal, cuando la chamaca se hizo mujer y ya podían compartir “cosas de grandes”. Fue cuando apuntó a ese hueco y le confesó el lugar exacto en donde fue engendrada, y se reía, porque le daba pena a pesar del tiempo y de la edad, cosas tan secretas, que no se platican ni con las mujeres de la familia, porque el humo las oye y se las lleva y las dispersa. Pero estaban solas, un poco borrachas y contentas, y llenas de amor entre esas ollas de barro que guardaban los últimos hervores del caldo de iguana.
Las iguanas, esos pequeños reptiles que le daban miedo en sus primeros años de vida y que, al crecer, se convirtieron en sus compañeros de juegos, hasta que se dio cuenta que su madre cada que le encargaba un par, era para zambullirlos en el agua hirviendo, y entonces, rompió con esas amistades a las que no les pudo dar la misma lealtad que debía al hambre.
Recordó mientras le sonreía a esa esquina milagrosa donde su chamaca pudo apoderarse de su vientre, que las primeras semanas de gestación se negaba a comer para no engordar, y desde las entrañas le nacía un éxtasis por los aromas que le llegaban de lo que sus manos cocinaban, y sin poder evitarlo, lloraba por rendirse a sus propias creaciones acompañada siempre de la salsa de molcajete. Esa era la esquina bendita, ahí se daba la vida, por eso, con el tiempo, una tarde en que la cebolla no desmayaba, supo que debía poner ahí el comal, segura de que el fuego necesitaba reacomodarse para volver a amarrar con fuerza la sazón que traía en sus manos.
Reparó en cada utensilio: las ollas de barro y las de peltre, las palas y los cucharones, las jícaras y los cántaros. Todos tenían una historia, habían llegado a ella por alguna razón, regalados o comprados, pero nunca pudo desprenderse de ellos, ni siquiera con la insistencia de su hija cuando fue desposada porque bien sabía que, al casarse con el hijo menor de su suegra, heredaría el metate: era la tradición. También el de ella había sido de la madre de Jacinto, y para qué desarmar su cocina, si ya su hija tendría oportunidad de armar la propia, y acompañarse en sus silencios con aquello que le fuera necesario para lo que sus manos, su corazón y la lumbre en la leña le fueran dictando.
Jacinto, su hombre, su compañero, era el más confiable para decirle si alguna vez sus dedos se habían desmesurado al agregar la pimienta o la sal. Él era el único sincero con ella y sus días malos, casi siempre por culpa de la luna, del eclipse o de la fuerza de los rayos del sol que de vez en vez la agobiaban y terminaban por perturbarle sus guisos. Peleó a muerte con él cuando no quiso construirle el horno de piedra, porque ya tenía el pib, ese hoyo hecho en la tierra donde hundía la barbacoa para darle ese sabor tan único; pero ella quería también el otro, el que le permitiera hornear pan, como el que le presumía la comadre.
Le tomó tiempo, corajes y una que otra artimaña para convencerlo de que no era tan grande, no les iba a quitar mucho espacio y era necesario; porque en esos huecos, los secretos de los alimentos se guardan mejor entre esa cueva y el rescoldo que queda después de la fuerza del fuego. Llorando le dijo que lo necesitaba como a la sangre de sus venas y como a esa ventana que no era ventana y que daba al huerto, desde donde podía ver el campo, los árboles y las macetas, y decidir qué vegetales o especies tomaría de allí para el antojo porque siempre en su casa, se cocinaba lo que estuviera maduro. Sin un horno de piedra su vida no estaba completa.
Después de mil argumentos que no resultaron, y después de negarse a los amores con él y dejarle de hablar, él solo aceptó hacerlo cuando ella dejó de cocinarle. Que le negara ese amor tan grande que siempre le había dado a través de sus guisos, era lo mismo que le dijera que ya no lo quería; ese mismo día, un par de compadres ayudaron a levantar a un ladito del anafre, ese hueco lleno de ilusiones en el que haría más milagros.
Su Jacinto, ¿dónde estará?, no lo había visto en largo rato, tampoco lo extrañaba, y sin certeza de nada, seguía recorriendo con sus ojos sonrientes, cada rincón de ese lugar, pensando en lo mucho que amaba a su compañero, al padre de sus hijos, a su fiel comensal que siempre era el primero en alabar sus creaciones.
Su mirada regresó al comal, ¿era eso?, lo dudó, pero se le quedó mirando. No, no era el mismo de aquellos años. Este era de barro. Guardaba mejor el calor y, en él, conoció las primeras caricias que recibieron sus dedos al dejarse a la premura de voltear unas tortillas recién infladas. Se los miró largo rato. Reconoció el paso del tiempo. Ahí estaban marcadas todas esas ocasiones por su deleite de amasar, pelar, nixtamalizar y tatemar. Sus huellas hablaban, por lo menos lo que quedaba de ellas, porque seguro que esas líneas curiosas se habían quedado pegadas a alguna cacerola o a un trozo de leña y sus dedos pelados no se quejaban.
El anafre era el mismo de siempre; había durado una eternidad. Sobrevivió las lluvias y las inundaciones y los trabajos forzados que ella misma le dio por tantos años. Y es que ninguno calentaba como él, seguro porque le pedía antes de usarlo que fuera bueno. Se lo pedía humilde, ese era el secreto, y el otro, era encomendar los guisos al Creador, porque solo él tenía la fuerza de la tierra y del fuego sobre las cosechas de su huerto, y antes de acitronar una cebolla, primero aventaba a la cazuela la señal de la cruz.
Sintió el hueco del hambre y quiso agarrar un taco. Sus manos no respondieron con la fuerza con la que atizaba el fogón, ni sus brazos se movieron como cuando extraían el alma de los ajos en ese metate que llegó con Jacinto y sus maletas. Su piedra de moler era una reliquia. Había estado toda la vida en casa de su suegra en espera de recibir a la última de las nueras, pero como a ella la mal vieron por arrejuntarse de prisa, como dijeron las cuñadas, el hombre hizo lo que debía para cumplir el destino obligado de la piedra, y se la trajo sin permiso y sin avisarle a nadie. Además, −le diría años después−, ella sí le sacaba provecho porque lo usaba a diario, y allá, preferían el molcajete y hasta la novedosa licuadora.
Revisaba todo dos o tres veces, como al final de la noche, cuando quería cerciorarse de que todo estaba en orden: los platos limpios, la cocina recogida. Decidió irse, quizá no había olvidado nada y solo eran figuraciones, sentires, de esas cosas que punzan por algo y que no son más que aire. Se dio la vuelta con la intención de salir de su cocina sin poder dar con la puerta. Era extraño. Recorrió de nuevo con pasos más cortos el camino y otra vez, no encontró la salida; ni la que llevaba al patio, ni la de ese hueco de ventana. Quiso recordar si se había tomado un mezcal, era temprano y regularmente se tomaba uno o dos nomás en domingo después de la comida. ¿Qué día era? Se preguntó varias veces intentando recordar su rutina del día, empezando por el desayuno de esa mañana y así, hasta ubicar acontecimientos con la fecha, pero no se acordó de nada.
Tranquila como era, no se preocupó. Total, siempre estaba en su cocina. Además, nunca estaba sola; sus guisos le hablaban en esos ruidos que hacía la manteca caliente, diciéndole cómo tratarlos al cambio del calor; solo debía ponerse atenta.
Escuchó de pronto un murmullo, unos pasos, imaginó que era hora de comer y no tenía nada listo. Quiso agarrar su mandil antes de prender el anafre y sus dedos, otra vez, parecían desobedientes. Insistió con las dos manos y nada. Los pasos más cerca la pusieron un poco nerviosa. ¿Qué iba a decirles? ¿Por qué no había comida? ¿Cómo es que se le fue el día nomás mirando y mirando?
Entró Jacinto y su hija. Moqueaban los dos. Su hombre, tenía una cara triste que nunca le vio antes. Vestían de negro. Los acompañaba una cruz tallada y una fotografía de ella; la que le tomaron sin que se diera cuenta, con la risa alegre que hasta se sorprendió de verse tan feliz.
Le llevó una eternidad entender por qué los suyos entraban y salían. O por qué regresaban a desayunar, comer y luego otra vez a cenar, sin saludarla. Y esa comadre que ya no se iba nunca, trajinando con sus trastes, alterando el orden de sus plantas aromáticas: su romero, su albahaca, su yerbabuena.
Sintió un nudo en la garganta. Un pesar atorado que no recordaba desde aquella vez que la obligaron a comerse a su iguana. Se quedó quietecita, como solía hacerlo cuando la manteca se enardecía si por error le caía una gotita de agua.
Desde esa esquina, donde los humos la seguían acariciando, vio crecer al nieto y vio cómo a su Jacinto se le ponía la cabeza blanca y cómo su perejil se fue marchitando ante los ojos de la comadre, hasta quedar la maceta seca.
Debía despedirse de ellos, pero no estaba lista; no podía dejar su rincón: el amor más grande de su vida.