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Aurora

Carlos ECO

Paraquienes nacimos en México no hay momento como aquel en el que se grita “¡A comer!”. Ese grito significa reunión familiar. No hay otro momento, me atrevo a afirmar, en el que la familia se halle más cercana: “Pásame la sal”, “¿cómo estuvo tu día?”, “me sirves agua”, “¿qué dice la escuela?”, “sabe delicioso”, “¿cómo te fue en el trabajo?”, “buen provecho”...

En mi vida, y quizás en la de millones de personas, la comida ha sido el puente para el diálogo: conversamos entre sabores y aromas que alimentan nuestra palabra y dan saciedad a nuestras necesidades. Siempre ha sido así; desde que era niño me he movido entre la cocina y la mesa del comedor: todo gracias a Aurora. Su sazón era, sin exagerar, simplemente inigualable.

Cualquier motivo justificaba una reunión en su casa: todo con tal de poder probar de su sazón. Desde luego que todo era con la aprobación de ella: cocinar era lo que más amaba en el mundo; de hecho, su forma de demostrar amor era precisamente la comida; así lo hacía saber cuándo al servir tu plato te decía, ocultando una sonrisa, “te traigo amor”.

Para ella la cocina era lo que para un niño su caja de juguetes: un sin fin de mundos por explorar. Rara fue la ocasión en la cual presencié que Aurora cocinara un platillo más de una vez en el mismo año. “La lengua debe descansar para poder valorar la comida, Guayo”, me decía mientras lavaba los trastes. Yo creo que después de la cocina, yo era lo que ella más quería; ya que solo a mí me dejaba acompañarla en esas largas jornadas de cocina.

A ella, mi tía Aurora, jamás le gustó que antes de su nombre se rimaran esas tres letras. “Yo no soy tía de nadie, soy simplemente Aurora y como tal, algún día me iré cuando el sol comience a salir”. Su nombre se lo dio mi abuela recordando a su madre fallecida pocos días antes de que ella naciera.

Hay quienes dicen que nombrar a una bebé recién nacida con el nombre de un familiar muerto representa de cierta manera un futuro desgraciado para esta… No sé si sea así, pero Aurora sí corrió con mala suerte.

Ni siquiera mi madre, que era la hermana más cercana a ella, sabía cómo es que Aurora subsistía o cómo podía comprar todos sus ingredientes para sus platillos si nunca se le vio trabajar. Su cascanueces, como ella llamaba al almacén donde guardaba sus especias, pues usaba sus puertas para romper todo tipo de ingredientes protegidos por una gruesa cáscara, siempre estaba provisto de la especia más latina a la más exótica.

Ella, cual gran alquimista, lograba combinar todo a la perfección sin tener que consultar algún viejo recetario: “no necesito las equivocaciones o aciertos de otros en mis comidas: en la cocina, guayo, así como en la vida, uno debe aprender de sus propios errores, no de los ajenos”. Y, a pesar de que la literatura le resultaba insípida, hubo un libro que pudo domar su paladar: Como agua para chocolate. Siempre decía que solo Tita podía entenderla. Y por increíble que parezca, el montón de hojas que, una vez encuadernadas formó un gran recetario de tres tomos, iba dedicado a ella:

“A Tita, que sin conocerme me comprende”.

La afinidad por el personaje de la novela de Laura Esquivel parecía ir más allá de las páginas. Compartían el día y mes de nacimiento, 30 de septiembre; eran las menores de tres hermanas; llevaban un diario entre manchones de comida y evidentemente la cocina les pertenecía.

Aurora no necesitaba esconder su recetario; sabía que cualquiera prefería pedirle a ella que hiciera algún platillo antes que atreverse a intentarlo: “La cocina no es para todas las manos… algunas manos solo han sido hechas para cargar los ingredientes, no para mezclarlos”.

Según decía, mis manos son de las pocas en la familia que están hechas para estar en la cocina y no solo del lado de los cubiertos: “Tienes manos grandes para poder revolver los ingredientes y tan lampiñas que sin temor alguno te puedes fundir en el amasado”. No hubo un solo día que no la visitara y no prendiéramos la estufa. La cocina nos mantenía unidos. Tanto disfrutaba enseñándome a cocinar que me hizo jurarle que en caso de visitarla debía avisarle con un día de antelación para que ella pudiera tenerme una receta: "No bromeo cuando te digo que te cerraría la puerta en la cara si me visitas sin haberte anunciado previamente, Guayo”.

La cocina era para Aurora lo que el papel es para el escritor: “Mientras haya ingredientes por mezclar yo tendré motivos para vivir, Guayo”. Cocinaba a diario y a todas horas; el aroma que emanaba de sus platillos llamaban a las puertas de los vecinos y los invitaba a sucumbir al deseo: “Hoy vino don Genaro a pedirme un poco de lo que cocinaba…”, “Doña Lupe me pidió la receta de mis chilaquiles”, “Margarita, la nueva vecina, quiere que le enseñe a cocinar”, etc.

Estaba seguro de que regalaba la comida, no sé si a sus vecinos o a sus amigas; pero era tanta la comida que preparaba a diario que resulta imposible creer que ella pudiera comerla toda. Tal vez resulte extraño lo que voy a decir porque cociné con ella tantas veces durante más de quince años… y jamás vi que probara la comida: “Quien confía en sus recetas no necesita probar la comida, Guayo”. Pero es que no solo era que no probara la comida mientras la cocinaba, sino que incluso una vez puesta la mesa siempre faltaba un plato… su plato: “Yo como al rato… de tanto cocinar termino llena”.

Disfrutaba ver que los demás saboreaban sus comidas. Sus ojos y su sonrisa anunciaban su felicidad; pero también había en su mirada cierto anhelo: veía a la comida no con antojo ni asco… era como si buscara comprenderla.

Deshacía con su mirada el platillo frente a ella e interrogaba a cada ingrediente que lo componía en busca de algo que ni siquiera ella sabía qué era. “¿Nunca te has preguntado qué es lo que hace a una persona desear tanto un alimento?”, me preguntó en una ocasión.

Cuando mi mamá le decía que debía comer más porque le preocupaba su estado de salud, ella solo se limitaba a sonreír y rodar los ojos hacia un lado. La preocupación de mi mamá era franca. Aurora era tan delgada que las ollas que hervían sobre las parrillas parecían pesar más que ella. “Ya te dije que no tengo hambre, hermana, debe ser por los aromas de la comida… terminan por saciarme”.

Me parecía extraño que ella dijera eso porque a pesar de que yo cortara las cebollas; pelara los ajos; sofriera el caldo de tomate; condimentara los jugos con hojas de laurel o tatemara los chiles e inhalara todo ese carnaval de olores… a mí sí me daba hambre; pero ella parecía gozar de un autocontrol admirable: “No se debe andar picoteando lo que se está cocinando, Guayo, las recetas quedan incompletas y la gente no se llena”. A pesar de que siempre me repetía eso, en cualquier descuido de ella y con ayuda de una cuchara, lanzaba un poco del caldo del alimento a la palma de mi mano y la llevaba a mi lengua para saber si el sabor era el correcto.

En varias ocasiones me tocó ver como Aurora también se veía tentada a llevar una cuchara a su boca, pero algo siempre la detenía de golpe. Era como un escalofrío que le recorría el cuerpo y la hacía negar con la cabeza:

“Cuando vayas a hacer algo que no debas, Guayo, toma agua y piensa en las consecuencias mientras la bebes”. Ella sonreía, pero se le veía triste. En algún momento llegué a pensar que con cada platillo que hacía: una parte de su felicidad se iba de ella y nosotros solo nos la íbamos tragando poco a poco… sin percatarnos de que se estaba desapareciendo.

Aurora murió un domingo 28 de diciembre, y así como ella lo decía, se fue haciendo honor a su nombre y se marchó junto con la noche. Según los médicos su corazón se detuvo debido a una desnutrición severa que la aquejaba de tiempo atrás. Nadie lo creía. ¿Cómo era posible que alguien que vivía rodeada de comida pudiera tener problemas con ella? Pero sí, así era. Aurora tenía un desorden alimenticio con el que luchó a solas gran parte de su vida...

Luego de su muerte, el reloj que colgaba en su cocina, otrora guardián de la buena cocción, se encargó de marcar el paso de la soledad. Tuvo que pasar casi un año para que volviera a entrar a esa cocina. Fue en la víspera del Día de los Muertos, Aurora no podía quedarse sin su ofrenda; pero tampoco podía ser una tradicional en la que se encuentra la comida ya servida en los platos. No, para Aurora no podía ser así; por ese motivo coloqué su fotografía, su veladora, así como su calaverita de chocolate junto a la estufa: tendría la posibilidad no solo de visitarnos, sino de preparar su propia comida.

Durante la última cena de Navidad que cocinamos juntos le confesé mi más grande sueño: “quiero abrir un restaurante que lleve tu nombre”. Como era de esperar, le pareció una locura: no lo del restaurante, sino lo del nombre; pero no pudo evitar que se le escapara una sonrisa debajo de su aspecto severo.

Me tomó algún tiempo cumplir ese sueño, pero finalmente lo logré y fundé Casa Aurora; en ella: el aroma de sus platillos, así como su sazón, aún sigue deleitando a cientos de comensales que la visitan: sus recetas son la clave para que el fuego en las parrillas tenga algo que cocinar: con cada plato que es puesto sobre una mesa me aseguro de mantener esa sonrisita en el rostro de ella… de Aurora… mi tía.

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