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La toma de la calle

Crecí en un barrio central de mi ciudad, justo al final de la cuesta que comunica con los edificios del gobierno local. Una cuadra con pocas casas viejas, muchas ya desaparecidas, ese fue mi universo casi hasta los dieciocho: la tienda de la esquina, la del frente, la de la otra esquina, la cantina que cerró en las décadas duras del siglo pasado, el teléfono público, las señoras chismosas escondidas tras los velos de cortinas que adornaban ventanas de madera siempre abiertas, los primos, las tías, los perros de los vecinos, los pocos niños entre tantos viejos, las arepas con carne desmechada, con pollo, con hogao y con quesito cuando teníamos menos plata, los palitos de queso después de misa, las empanadas, las cremas de tomate de árbol y de leche con coco, los chicles motitas para hacer bombas, las procesiones de semana santa para ver a los acólitos cargando estatuas de yeso y estrenar vestidos que cosía mi mamá, todo eso me hizo, todo eso fui y soy. Después vinieron los bailes, en mi casa, en las casas cercanas, con los tíos, los primos y con los vecinos y los familiares de los vecinos y los amigos de los vecinos y los amigos de los amigos y los desconocidos que pasaban y se quedaban marcando pasos de salsa en las puertas hasta que algún invitado bailaba con ellos y al final, no se sabía si los bailes eran adentro o afuera, en las casas o en la calle, bailar y ser del barrio eran lo mismo.

Cuando me fui de casa dejé atrás ese universo y aprendí a querer otros, los que veía desde las ventanas de torres altas. Pero cualquier calle donde la gente baile es mi calle. Porque no es lo mismo bailar adentro que bailar afuera, la calle es el espacio de nadie, sin embargo, cuando hay baile es el de todos, la fiesta callejera es la materialización de una democracia cada vez más escurridiza, el carnaval es la afirmación de esa naturaleza gregaria que nos compone y que durante los tiempos institucionalizados se mantiene en pugna. Tal vez por eso nuestras ciudades convulsas son también paradisíacas, auténticos edenes infernales, si cabe el oxímoron. Con el tiempo, nuestras calles de la infancia son extendidas o reemplazadas por alrededores de las universidades, bares, discotecas,

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plazas, conciertos o por otras calles. Y no importa si estamos en Pereira, en Medellín o en cualquier ciudad de esta esquina del mundo; sucesos como el de La Cuadra componen un único paisaje emocional, el de la gente congregada, celebrando la vida en medio de tanta muerte. Por eso cuando estuve en esa cuadra sentí que había llegado a la mía: durante unas horas de un jueves por la noche, puertas y ventanas abiertas, gente por todas partes riendo y moviéndose como se mueve uno cuando está de fiesta, proxemia tan particular y tan conocida para los fiesteros, ventas de distintos objetos y, sobre todo, artistas. Pintores, dibujantes, fotógrafos, escultores, performers, músicos, bailarines. Y esa es la diferencia. La Cuadra es la territorialización de un espacio concreto durante un lapso de tiempo en el que el arte sale de los talleres de los artistas y se instala en la calle y, al mismo tiempo, permite que cualquiera entre a esos recintos que suelen ser privilegio de una élite. Así que lo propio de La Cuadra es la multiplicidad. Y es justo ese rasgo el que convirtió este ágape mensual en una expresión clara de lo que configuran las prácticas artísticas contemporáneas: no solo se trata ya de la creación de cosas objetivables por sujetos que desde el sillón confortable de la contemplación emiten juicios valorativos, se trata hoy también de la producción de experiencias en las que todos converjan, en las que todos puedan encontrarse y vivir instantes que permanezcan, acontecimientos que rompan con la cotidianidad, de modos tales que esas rupturas marquen nuevos itinerarios, derivas vitales inesperadas e inexpresables por medios distintos a los del arte.

La ciudad es escenario del trance. Salir a la calle es lanzarse a potenciales rituales de paso. El arte abre posibilidades en este sentido, cuando se presenta como productor de experiencias colectivas. Tal como propusieran los situacionistas, frente al tedio que produce la sociedad de consumo y frente a la institucionalización del arte, éste puede resistir haciendo de la vida misma una obra artística, en la calle, por fuera de los muros del museo y de las galerías. El llamado arte relacional sigue esa línea del situacionismo en la medida en que orienta cada experiencia a la generación de relaciones entre los participantes. Tanto en uno como en otro caso y en unos más de similar enfoque, lo vivido por los cómplices de una obra constituye el fin primero, la obra per se. Esta dimensión experiencial del arte actual, da cuenta de hasta qué punto los artistas conforman hoy un entramado primordial en la vida de las ciudades, de las que podemos decir que sus dinámicas componen creaciones colectivas inseparables de lo artístico en su dimensión performativa. Las marchas por los derechos civiles de distintos grupos sociales, por inconformidades con los sistemas educativos y estatales, por la paz, etc., todas tienen en común que cada vez más se vinculan a ellas líderes cuyas obras recogen el sentimiento del pueblo al que acompañan. El arte se toma la calle y con él, la población entera

es llamada a tomársela. Hechos como el que ha ocurrido un jueves de cada mes durante veinte años en La Cuadra, son acontecimientos de resistencia civil frente a los intentos de linealización de las realidades urbanas por parte de los planificadores de ciudades, habida cuenta de que una ciudad no solo se compone de arquitectura, espacios públicos y ayuntamiento, sino y sobre todo de la gente que la habita, de los nacidos en ella, de los recién llegados, de los visitantes de paso, de los desplazados, de los marginales, de los sin techo.

En una cuadra de Pereira se impone la potencia sobre el poder, la sinuosidad de los cuerpos juntos sobre la ortogonalidad de los diseños urbanos, la hermandad entre extraños sobre el individualismo. En La Cuadra se difuminan las fronteras entre lo privado y lo público, entre arte y artesanía, entre académicos y legos. Allí los artistas bajan de la atalaya tradicional y se mezclan con la multitud que alegre, celebra su regalo: la posibilidad de territorializar esa calle, de marcar ese espacio y de ser marcada por él. Muchos entran y salen de los talleres, atraviesan corredores y salas pobladas de obras que se ofrecen a su alcance y les interpelan. Se expone todo tipo de creaciones, se invita a creadores de todas las edades y de múltiples procedencias. Mientras afuera hay algarabía, cuerpos para arriba y para abajo, ventas, baile. Y con el paso de los años, esa fiesta callejera, en la que el oikos deviene espacio público y viceversa, se convierte en patrimonio, esa intimidad urdida en colectivo se hace consustancial a Pereira, teje unas memorias que se inscriben en la materia de lo urbano. Y solo allí puede ocurrir este acontecimiento milagroso en el que de repente, vuelvo a la cuadra de mi infancia, a bailar con desconocidos, a tomarme la calle.

Elena Acosta

Docente Facultad de Artes y Humanidades ITM, Medellín

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