N째12 / Diciembre 2013
Imagen de portada creada por Camila Schade Todos los derechos reservados
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Editorial ¡Bienvenidos a un nuevo número de Palabras!
Este mes contando con la participación especial de Camila Schade, una nueva colaboradora que ha diseñado la portada de este último número del 2013. ¡Gracias por tu talento, Camila! Un nuevo año llega a su fin y Palabras se enorgullece de estar junto a ustedes en este doceavo número. A lo largo del 2013 conocimos a muchos escritores que aportaron su arte a nuestra revista y la ayudaron a llegar más lejos, a conquistar nuevas fronteras y alcanzar a más lectores. Nuevas banderas se suman a la uruguaya, aportando más colores y diversidad a la revista, enriqueciendo la experiencia del lector y cubriendo con todos los gustos. El talento se ha servido en bandeja para aquellos que gustan de leer poesías musicales y estremecedoras, relatos de voces fuertes y definidas, comienzos de novelas que dejan deseando más… No podemos más que agradecer a quienes apoyan este emprendimiento y aportan su grano de arena para ayudarlo a crecer, quienes difunden y comparten nuestras novedades y publicaciones. Les aseguramos que este fin de año levantaremos nuestras copas y brindaremos por la familia de Palabras, por sus colaboradores y lectores, por quienes nos acompañan y nos alientan, y les desearemos a todos un 2014 plagado de éxitos y alegrías, deseando reencontrarnos para seguir impulsando esta pasión que nos une, con el mismo entusiasmo y el mismo orgullo que ha caracterizado cada uno de los números. ¡Muy felices fiestas, amigos! ¡Salud!
… ¡Y hasta febrero!
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Índice La costumbre, por Ana Patricia Moya…………………………………………………………………………….pág. 5 Una revelación, por Eva Medina Moreno…………………………………………………………..…………..pág. 7 Gracias, por Javier Úbeda Ibáñez………………………………………………………………………………….pág. 8 El encuentro, por Javier Úbeda Ibáñez………………………………………………………………..…………pág. 10 Protegidos en el desfiladero, por Selin…………………………………………………………………………..pág. 11 Sí, yo soy el señor Contento, por Raúl Lara Medina………………………………………………………..pág. 14 Arenas del infierno, por Graciela Giraldéz……………………………………………………………………..pág. 20 Tu encantadora boca roja, por Maryache……………………………………………………………………...pág. 21 Derrumbe, por Ana María Manceda………………………………………………………………………………pág. 22 Aquella tarde de circo, por Eva Medina Moreno…………………………………………………………….pág. 27 Las palabras que no se acicalan, por Marcelo López Díez……………………………………………….pág. 28 Sabor a pasado, por Martín Coca…………………………………………………………………………...........pág. 33 El joven poeta, por Ana Patricia Moya………………………………………………………………….………..pág. 35 El castaño, por Javier Úbeda Ibáñez………………………………………………………………………………pág. 36 La otra mitad de mi diferencia (Selección), por Carlos Díaz…………………………………………….pág. 37 Desde el árbol rojo, por Ana María Manceda………………………………………………………………….pág. 44 Alicia y El Lobo, por Patricia Olivera ……………………………………………………………………………pág. 47 Anis Idris Muhamad al-Astal, por Ivelsse Teresa Machín Torres…………………………………….pág. 49 Yo he de quererte, Amor, por Ivelsse Teresa Machín Torres…………………………………………….pág. 52 Los Mundos Posibles Co., por Eugenia Sánchez Acosta……………………………………………………pág. 54
Nuestros Colaboradores…………………………………………………………………………………………..…..pág. 58
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La costumbre Por Ana Patricia Moya Me despierto cuando la luz, a través de la ventana, me da directamente en la cara; malhumorada, miro el reloj, es muy temprano, refunfuño por lo bajo –odio levantarme a estas horas, y más en vacaciones– y noto molestias en la espalda cuando me estiro. Lógico: he dormido encogida en el sillón de esta casa. Me incorporo, despacio, con cuidado de que alguna vértebra no se descoloque, me alboroto el pelo –definitivamente, de hoy no pasa, esta tarde a la peluquería a cortarme las greñas– me acaricio la nuca, en un intento frustrado de calmar este dolor que en horas sucesivas serán un incordio; retiro la manta al suelo, que no ha conseguido protegerme completamente del frío propio de Febrero. Carraspeo. Estornudo. Genial. Aparte de estar con la espina dorsal jodida, el resfriado me adornará con una cara de perros, una nariz irritada por culpa de los mocos, y quizás, una frente ardiendo. Me siento, despacio, y agarro de nuevo la manta y me cubro con ella. Sorbo fuerte por la nariz. Joder. El mal humor matutino tiene que desaparecer, porque me conozco, sé que soy bipolar, y de la mala leche puedo pasar en cuestión de segundos a la depresión profunda. Comienza un nuevo día y tengo que recargar las pilas: hay un montón de tareas que concluir. Necesito un café, tostadas con aceite… y una pastilla, o mejor, una tortilla de pastillas, ya siento como me cruje la cintura y la garganta me arde. Pero me da vergüenza rastrear en hogar desconocido: de hecho, en mi propia casa, pido permiso hasta para coger un vaso de agua, este aspecto de mi carácter le pone los nervios de punta a mis padres. No sé si esperar o levantarme, envuelta en mi gruesa capa protectora: la ropa está dentro de su cuarto –y el tabaco, otra cosa importante que ahora me vendría muy bien– y no puedo entrar, soy respetuosa con el sueño ajeno y no quiero despertarle. Mierda. A saber a qué hora se levantará. Y yo no puedo perder el tiempo: el autobús pasa cada treinta minutos y no tengo dinero suficiente para un taxi. ¿Qué hacer? Me miro los brazos: la piel de gallina. Siento un ligero latigazo al final de mi espalda, me cubro la boca con la mano, vuelvo a toser. Decidido: aunque sea una falta de educación, rebusco en la cocina a ver si encuentro alguna caja de aspirinas, me serviré aunque sea un vaso de leche fresquita y luego, entraré a vestirme. Al levantarme torpemente, escucho sonidos al fondo del pasillo: menos mal, ya está en píe. Un alivio. Resuena mi nombre en las paredes del apartamento, pero yo no respondo, por la maldita ronquera; aparece por el salón, con mi camiseta puesta, sonriendo ante mi cómico aspecto de fantasma tembloroso; yo la miro, muy seria, y tocando suavemente mi cuello, le digo, con voz bajita, que tengo que marcharme, que si es tan amable de darme un Ibuprofeno o un Nolotil, lo que sea. Ella, en silencio, me observa, con esos ojos de un azul profundo; yo me pierdo en ellos, me quedo quieta en mi sitio, eso sí, un poco extrañada, 5
esperando una reacción. Me pregunta que por qué no me he quedado a dormir con ella en su cama de matrimonio, más cómoda que ese pequeño sofá destartalado que me ha destrozado los huesos. Y yo le aclaro, suspirando, que después de tantos años de soledad, se me hace raro dormir con alguien a mi lado.
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Una revelación Por Eva Medina Moreno Cuando entré en la galería, una sala pequeña, bastante oscura, había poca gente. El pintor no estaba. Sobre un taburete, folletos. Cogí uno. Me lo guardé, dirigiéndome al primer cuadro con el mismo recogimiento con el que se comulga. En cuanto Xaime llegó, viéndome frente a su «Costa da Morte», me dijo que lo había pintado en cabo Touriñán, el más occidental de la península ibérica, y no el de Finisterre como se decía. Me acerqué al cuadro. Eran brochazos despreocupados que, cuando te alejabas, cobraban realidad. Me confesó el toque impresionista, y algo expresionista, que algunos críticos de arte habían visto en su obra. Yo sólo veía la fuerza, la rabia, de ese mar contra las rocas. Le pregunté sobre ello. Sin contestarme, siguió con los críticos. Miré el cuadro alejándome un poco a la izquierda. En segundos, atrapé el significado simbólico. Trascendía detrás de esa luz sobre la ola más cercana; la espuma tan blanca. Reflejaba la lucha de dos poderes. Aunque uno de ellos fuese desgastando, poco a poco, al otro, y pareciese el más fuerte, no lo era, porque roca y mar eran la misma cosa; el hombre luchando contra la sinrazón de su propia existencia. Xaime me contaba cuanto tardó en pintarlo, la vida tan dura del artista. La «náusea» nos acechaba, pensé, sin poder escapar, porque formábamos parte de ella; nosotros éramos la «náusea». Me acordé de Kafka, de ese pobre K. de El proceso, que éramos todos nosotros, buscando una explicación en un mundo inexplicable. Me vi formando parte de ese mar y esas rocas. Nada se podía hacer. El mar era la humanidad luchando contra un muro; su propia existencia. «Hay pocos genios», continuó, mientras yo me imaginaba a Van Gogh, saliendo de madrugada al campo, con sus lienzos volteados por el aire, y a Kafka, de regreso del trabajo, escribiendo en una mesa pequeña frente a una pared gris. Salí de allí con la sensación de que el descubrimiento de ese acantilado alegórico no podía revelarlo a nadie. Sería como destapar una olla exprés antes de que se enfriase. Sufriré por todos, me dije, sonriendo a San Manuel.
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Gracias Por Javier Úbeda Ibáñez Gracias por tu alegría, sin resquicios.
Gracias por tu mirada, todo un prodigio de tiernas hojas frescas.
Gracias por desnudar, por detener, y también por engrandecer con tu presencia momentos irrepetibles de nuestras vidas.
Gracias por regalarme miles de mariposas cada día que revolotean suavemente entre nuestras pieles.
Gracias por la felicidad de soltar continuamente palomas al viento.
Gracias por compartir 8
la lluvia de nuestras lรกgrimas.
Gracias por no darle ninguna tregua a la desesperanza y espantarla con fuerza cuando planea cerca de nosotros.
Gracias por tus canciones de flores y รกrboles y el milagro constante de tu amorosa presencia.
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El encuentro Por Javier Úbeda Ibáñez La raíz de nuestro amor es robusta está formada por dos almas que se entrelazan y que se quieren.
Esencias henchidas de eternidades y de tiempos en flor.
¡Bendigo el instante primero y cada momento vivido a partir de él!
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Protegidos en el desfiladero Selin David se encaramó, atravesando por un paso angosto y encerrado entre paredes de piedra casi verticales, hasta lo alto del farallón que coronaba el desfiladero y se apostó en un hueco entre rocas que le mantendrían a salvo del cielo, aunque mientras siguiese la oscuridad todavía habría poco peligro. Esperaba a su padre, que había marchado de exploración la noche anterior hacia unos fuegos que se vislumbraban a lo lejos y que debían corresponder por su intensidad a una ciudad. Si tenía suerte, podrían reponer algo de lo que escaseaba o se había agotado. Se mantuvo en el precario refugio hasta poco antes de amanecer, cuando el horizonte comenzó a teñirse con el anuncio de otro día de fuego y muerte. Ya no se percibía movimiento alguno, los animales ya habrían vuelto a sus madrigueras y los pájaros estarían en algún escondite. Reinaba una falsa calma, preludio del infierno que se desataría otra vez, como cada mañana. Pensó que ya no quedaba tiempo y su padre ya no podría volver en esta ocasión, aunque confiaba en que mañana regresaría. Recordó que antes de irse había dicho que si perdíamos la esperanza lo perderíamos todo. Sabía que él no se rendiría, nunca lo había hecho, pero ahora tendría que buscar un refugio y protegerse, donde sea que estuviese. Bajó de nuevo por el mismo camino hasta la base del desfiladero que utilizaban como refugio. Vio a su madre y se acercó hasta ella. Ante el gesto vacío de su hijo, Virginia no pudo reprimir un fruncimiento de labios, aunque sí contuvo el suspiro que pugnaba por salir. Estaban atravesando tiempos difíciles y no podía apartar los pensamientos negativos que la acompañaban desde que se habían guarecido del desastre que había trastocado totalmente sus vidas. Recordó como había empezado. Hacía tan poco y en cambio parecía tan lejano que es como si llevasen allí toda la vida.
Todo pasó muy rápido. El Sol comenzó a alterarse, provocando una serie de tormentas geomagnéticas cada vez más intensas. Entonces las autoridades intentaron tranquilizar a la 11
población diciendo que eso formaba parte del ciclo de once años de actividad solar, que era algo normal y que no había un peligro real del que preocuparse. Incluso mostraban estadísticas o se referían a otras ocasiones, lejanas en el tiempo, que incluso habían sido peores. Pero no fue así. Se produjo una violenta erupción solar que llegó hasta la Tierra unos ocho minutos más tarde, destruyendo los sistemas de comunicación de medio planeta. No esperaron a que pasase nada más, cargaron con lo que ya tenían preparado de antemano y se pusieron en marcha, alejándose de la ciudad donde era bastante probable que reinase el caos en cuestión de horas. Si finalmente no pasaba nada grave, habría sido una excursión. Pero si ocurría lo peor... Salieron rápidamente para llegar cuanto antes al lugar que tenían pensado. La carretera acababa en una zona de picnic que conectaba con el acceso a una zona natural protegida. Dejaron el vehículo a un lado y siguieron a pie el resto del recorrido. Media hora más tarde, algo exhaustos por la carga de las mochilas y alguna bolsa que llevaban, llegaron a su destino. Habían intentado ir por las zonas de sombra, pero había tramos descubiertos y ya habían sentido alguna quemazón al exponerse a la luz solar, que parecía intensificarse por momentos. La temperatura apenas había variado, no era calor lo que se percibía, sino que debía ser un brutal incremento de los rayos ultravioleta lo que producía aquellas quemaduras. Al menos ellos habían conseguido salvarse al encontrar refugio bajo los salientes que formaban las paredes de roca del desfiladero. Estaban algo aturdidos, aunque se habían preparado para la eventualidad, la situación les había sobrepasado y todavía no sabían lo que tendrían que hacer a continuación aparte de esperar refugiados hasta el día siguiente. Mientras esperaban intentando calmar los nervios y sin poder utilizar los móviles, ya que no había ninguna cobertura ni en aquel rincón apartado de todo ni en ningún otro sitio, oyeron unos gritos lejanos. Apenas hacía unas horas que habían llegado y esa era la demostración de que finalmente había ocurrido el desastre, que unos infelices habían sufrido directamente sobre ellos al haberse entretenido más de la cuenta. A partir de ese momento sólo salieron al exterior de noche, siempre mirando por si se veía alguna señal extraña, aparte de las auroras boreales que se habían enseñoreado del cielo nocturno y lo llenaban de cortinas en movimiento. Algunos de los espacios que encontraron al fondo del desfiladero eran lo bastante grandes para permitir hacer vida allí debajo sin demasiadas apreturas. Lo que les venía muy bien, pues tenían que permanecer todo el día escondidos de los rayos mortales del Sol. 12
En otras circunstancias, aquel lugar hubiese resultado muy agradable. Un río corría por el centro y en los márgenes se mantenía la suficiente humedad, protegida por las paredes de roca, para mantener una abundante vegetación. Cuando llegaron casi todo eran plantas silvestres, algunas de hoja carnosa, que ahora iban sustituyendo poco a poco por otras que les proporcionasen un mejor alimento y más variado. Al principio les extrañó que la vegetación pareciese inmune al Sol, incluso que creciese mejor que antes. Hasta que cayeron en la cuenta de que aquella frecuencia de luz proporcionaba mucha mayor cantidad de energía para la fotosíntesis. Se sentían como náufragos del tiempo, era como si hubiesen regresado a la Edad de Piedra. No del todo, ya que al menos conservaban parte de lo que habían traído, lo que no se había gastado. Claro que echaban en falta muchas comodidades, pero contra eso poco podían hacer.
Virginia volvió de sus pensamientos y observó como David recogía unas cuantas acelgas silvestres junto con unas cuantas raíces de algo parecido a zanahorias, pero de mucho menor tamaño. Le reconfortaba ver que se había adaptado con facilidad y que mostraba buenas habilidades para sobrevivir en aquellas nuevas circunstancias. Como ahora, que podrían preparar un remedo de caldo. También vio como hacía un rápido gesto hacia un agujero ente piedras. Un revoloteo de plumas, que se extinguió casi al momento, le hizo pensar en que habría algo más de sustancia en la comida. Cuando lo tuvieron todo preparado entre ambos, sacó la cocina solar al exterior para aprovechar aquellos rayos de sol, dañinos si te exponías, pero que calentaban con rapidez los alimentos y los dejaban en su punto en poco rato. El burbujeo le fue cambiando el humor y alejó las tinieblas de su mente, aunque aún persistía una cierta preocupación al pensar en Andrés, que todavía no había vuelto. Hubiese querido que se quedase todo el tiempo a su lado, pero sabía que no podía retenerlo allí, conformándose con lo poco que habían podido salvar y consumiéndose lentamente sin poder hacer nada por evitarlo. No, cuando ella intentó convencerle de que no se arriesgase, que allí ya estaban bien y era un buen sitio, le había dicho que aquel podía ser el mejor sitio del mundo, pero que no podían aspirar únicamente a sobrevivir de cualquier manera. No sólo por ellos, sino por David y quienes viniesen después. En su corazón sintió que vendrían tiempos mejores, tan sólo deseaba que estuviesen juntos. 13
Sí, yo soy el señor Contento Por Raúl Lara Molina Era el tercer día con dolor de cabeza. Era por tanto un mal día. Intenté escribir un poema: hoy se trata de golpear políticos nada de cantar canciones nada de revolucionar revoluciones
de guitarras y banderas lo que sirve es la madera para acomodar a las brujas de traje y corbata en su justo escaño en la hoguera de guitarras y banderas lo que sirve son las cuerdas para ahorcar cinco veces, como con saro-wiwa ellos ya hicieran, a todo aquel que esté cuerdo y de su locura no haga un remiendo
se trata de golpear políticos nada de cantar canciones nada de revolucionar revoluciones se trata de devolver el miedo 14
No. Era el tercer día con dolor de cabeza. Era por tanto un mal día. Así que decidí buscar un trabajo. Como tantos otros días delante de la hoja en blanco me sentía el peor imbécil sobre la tierra, y además, pensaba en los demás. Siempre pensaba en los demás. Los observo. Ahí abajo andando con prisa hacia algún lado. Cogiendo autobuses, trenes, tranvías y metros como si les fuera en ello la vida. ¿Dónde cojones van? Daba igual donde fueran. De izquierda a derecha o de norte a sur siempre había alguien caminando hacia algún lugar. ¿Y si un día todos caminaran en la misma dirección? Todos los coches, todas las personas, todas las bicicletas. Igual ahí está la solución al problema. ¿Nadie ha pensado en eso? Vistiéndome, una vez más, el del espejo me contestó. Ya cállate, cierra la boca, es solo envidia, como tantas otras veces. Su dinero y sus muestras de poder, eso es lo que te jode. Sus caras en el supermercado. Eso es lo que te pasa. Que no puedes dormir, que no hay día que llegues al final sin sentir desesperación al apagar las luces o mañana que no intentes alejarte del silencio. ¡Búscate un trabajo y olvídame! Deja de creer que aquí mismo, en este blancoynegro, está la salvación. Es un tipo agradable, este del espejo. Una vez… sucedió… que estaba solo en la parada de autobús, solo. Leyendo, descansando, y probé. Al ver acercarse el autobús me levanté e hice el rutinario gesto de extender la mano para indicar al chófer que tenía la intención de subir. Siempre espero que sean los demás quienes hagan el gesto. Y el autobús se paró. Y me aproximé a la puerta. Y él no la abrió. Y me quedé allí quieto. Frente a la puerta. Sin decir nada. Cuando el semáforo se puso en verde, el autobús continuó su camino amarillo y vi al chófer alejarse con sus gafas metálicas mirándome por el retrovisor. Empecé a caminar justo a tiempo para tragarme el humo del escape. Otra vez… sucedió… que llegué tarde a la parada. Y entonces tuve tiempo de esperar. Y de pensar. La llegada del próximo. Cuando el autobús de menos cuarto llegó, yo llevaba ya leídos unos cuantos poemas. Lo vi aproximarse por encima de los versos. Y sonreí. Recuerdo cómo miré a toda esa gente detrás del 15
cristal que me miraban y me sentí diez segundos más libre que ellos. Luego cerré el libro, y los volví a mirar. Y me sentí aún cinco segundos más libre que ellos. Y sonreí. Y miré al chófer. Y volví a los poemas. Cuando el autobús cerró sus puertas y se fue sentí que había ganado una pequeña batalla aquel día, y que todavía podría ser capaz de huir a Nueva Zelanda. Luego cogí el autobús de en punto, y tuve que salir más tarde esa mañana en el trabajo. ¿Qué por qué cuento esto? Era el tercer día con dolor de cabeza. Era por tanto un mal día. Así que decidí encontrar un trabajo. Bajé al bar, cogí del mostrador una brioche, me hice con el periódico que contenía las ofertas de trabajo, pedí un capuccino y me senté en una mesa. ¡Qué bien desayunan estos italianos!, ¡qué correcto desayuno!, de lo único que aún no se han dado cuenta es que para quien se quiera sentar, estas mesas aprietan demasiado los cojones, demasiado temprano. Abrí el periódico por las últimas páginas, en un claro gesto de rebeldía, cogiendo fuerzas para la mañana (el zumo costaba demasiado) y empecé a hojear las ofertas de trabajo. De los cien anuncios que leí esa mañana la cuarta parte de ellos buscaban jóvenes aspirantes a modelo, aspirantes a actrices para películas eróticas o hardcore o camareras de sala para clubes eróticos. La crisis no ha llegado al mundo del espectáculo. Prometiendo más de mil euros al mes y pidiendo como único requisito tener una «bella» presencia maldije por primera vez en mi vida el hecho de no tener un buen par de tetas junto al corazón. Solo las tetas, creo que si fuera mujer no aceptaría de ningún modo ese tipo de trabajo. Encontré una oferta interesante. No pedían mucho de mí y prometían un sueldo fijo. El trabajo consistía en montar bolígrafos. En un edificio entraban metidas en diferentes cajas las diferentes partes de un bolígrafo, la punta del bolígrafo, la tinta, el capuchón y el cuerpo del bolígrafo, y el trabajo consistía en unir estas partes, montar el bolígrafo y empaquetarlo todo ya como una sola pieza en otra caja. Parecía un trabajo como otro cualquiera. Llevadero. Arranqué el trozo de anuncio y con la dirección del edificio en la mano pagué mi desayuno y me encaminé hacia allí. Estaba en la zona nordeste de Torino, junto al río Dora. El paseo fue agradable. Atravesé un parque y bordee el río, por lo que me distraje durante el camino y en ningún momento me hice preguntas sobre lo que podría encontrarme cuando llegara al edificio. Era de cristaleras grandes, un edificio verde. No era una fábrica, y aunque lo pareciera, no era un complejo de oficinas. Era un bloque de pisos, con flores en los balcones y niños en la puerta jugando. No me esperaba eso. En el anuncio no aparecía el número al que tenía que llamar, tampoco nada del portal me indicaba cuál era la puerta del negocio de montaje de bolígrafos. Solo 16
tenía un nombre, Contento. Y el nombre de la empresa, «Bolígrafos Contentos». Me dio por llamar al 4C. ̶ ¿Si? ̶ respondió un tipo. ̶ Buenos días, venía por la oferta del anuncio. ̶ ¿Qué oferta? ̶ ¿Es usted el señor Contento? ̶ pregunté antes de explicarle nada más. ̶ Sí, yo soy el señor Contento. ̶ Ah, buenas, el anuncio del periódico, donde decían que necesitaban montadores de bolígrafos. ̶ Yo no he puesto un anuncio en el periódico. ̶ ¿No es usted el señor Contento? Le dan como referencia en el anuncio. ̶ Sí, yo soy el señor Contento, pero le repito que no he puesto ningún anuncio en el periódico. ̶ ¿Sabe usted en qué piso está la empresa de montaje de bolígrafos? ̶ Sí, es aquí; pero llame al 2a y pregunte por el señor Contento. ̶ Por el señor Contento... ̶ Sí, por el señor Contento, ¿me está tomando el pelo joven? ̶ No, señor, disculpe, tenga buenos días. Llamé al 2A. ̶ ¿Si? ̶ respondió un tipo. ̶ Buenos días, venía por la oferta del anuncio. ̶ ¿Qué oferta? ̶ ¿Es usted el señor Contento? ̶ pregunté antes de explicarle nada más. ̶ Sí, yo soy el señor Contento.
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̶ Ah, buenas, el anuncio del periódico, donde decían que necesitaban montadores de bolígrafos. ̶ Yo no he puesto un anuncio en el periódico. ̶ Disculpe, ¿es usted el señor Contento, que trabaja en «Bolígrafos Contentos»? ̶ Joven, aquí todos nos llamamos Contento, todos trabajamos en «Bolígrafos Contentos». ̶ Todos se llaman Contento. ̶ ¿Joven me está usted tomando el pelo? ̶ No, le pido disculpas señor Contento. ̶ Haga el favor de esperar un momento. ̶ Sí, señor Contento Me quedé allí esperando junto al portero, observando las flores y al niño que entraba y salía del portal montado en una especie de coche a pedales. Hice una prueba: ̶ Ey, pssss, tú, ¡Contento! El niño se giró y me miró: ̶ ¿Sí? ̶ ¡Qué coche más bonito! ¿Quién te lo ha comprado, tu papá? ̶ Sí ̶ ¿Contento? ̶ Sí ̶ ¿Y cómo se llama el coche? ̶ No tiene nombre, es un coche. ̶ ¿Joven? ̶ se oyó desde el portero. ̶ Sí, estoy aquí.
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̶ Suba a la octava planta y pregunte por el señor Contento, él le sabrá dar todos los detalles sobre la oferta de trabajo. Que tenga un buen día. ̶ Los mismo le deseo, señor Contento, gracias. El niño, aparcado a mis pies, me miraba indiferente. Escrutó mi cara un tiempo agarrado al volante antes de encender el motor, rodearme, y emprender su marcha. El negro de sus ruedas se fundió con las sombras del portal y el ruido de sus pedales dejó de escucharse y nunca volví a verlo.
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Arenas del infierno1 Por Graciela Giraldéz Abro el libro de las páginas mudas. Escenario que acoge el despertar de un tiempo que calla en el reloj de arena. Gira la muerte abriéndose camino entre la vida, susurrando la condena que desdibuja mis pasos en la tierra. Finge la sonrisa y a su espalda el silencio pasea del brazo del diablo. Grita Lucifer su frase favorita: ̶ ¡¡Cielo completo, no hay lugar para nadie, jajaja!! ̶ Su risa maquiavélica cala mis huesos y el libro se cierra. La sentencia está escrita: ̶ ¿Pero por qué yo tengo que ir al infierno? ̶ grité, pregunté, reclamé desesperadamente. El silencio cubre el cuarto y tiembla el escenario; mientras el tiempo muerde la arena que endurece sobre mi cuerpo. El reloj espera con el cristal roto una lágrima del cielo y mis ojos hechos sal entre sombras se anidan en el techo. -¿Dónde está Dios?
̶ pregunté. Y parece ser que se asoció con el diablo en el último
momento. No hay más, el infierno espera, el libro cae y yo… aparezco en sus páginas.
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Publicado en revista Brotes germinal nº 21 de Mayo de 2013
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Tu encantadora boca roja Por Maryache Querido mío, ¿hasta cuándo que le robas el rojo encarnado a las fresas y lo concentras en tu boca? Los atardeceres rojos bermejo se han venido a quejar conmigo pues les has despojado del color y la viveza que los caracterizaba, y se los has puesto a tus labios. Hoy, las manzanas han hecho una huelga frente a la casa pues no hay rojo más primoroso y lozano que el que tú exhibes, y las cerezas más maduras se han puesto de acuerdo con las rosas rojas para tratar de despojarte de lo rojo, de lo rojizo, de la intensidad roja que reúnes en tu imperante boca roja. Hasta las pinturas que suelo utilizar para tratar de capturar un poco de la exquisitez de tu boca , han protestado molestas y no hay rojo carmín delicado, ni rojo escarlata de sangre, ni rojo ladrillo coqueto que estén satisfechos con su trabajo desde que tú y tu hermosa boca roja han aparecido. Incluso el fuego está conspirando contra ti, para arrancarte toda la preciosidad roja que concentras y que, según todos ellos, les has hurtado con vileza. Las mejillas más sonrosadas están apenadas y pesarosas pues han perdido la coquetería ya que tu rojo rubí lo eclipsa todo, y ya no hay ojos que se posen sobre las flores rojas, o verdes, o magentas si tú estás pasando despreocupadamente por allí. Y que rojo más vivo, más grosero, y más impertinente que el rojo de tu boca. ¡Dios mío, que boca más roja! Todas las cosas rojas de esta vida deberían nacer a costa de ti, a partir de ahora, desde tu boca. Entonces, querido ¿qué hacemos contigo? No puedo hacer más que reírme encantada de toda esta situación. Y pensar que todo ese rojo fascinante, gustoso y magnífico es para mí, y brilla por mi causa. ¡Que se mueran de la envidia y el desencanto! No me interesan sus pretensiones. Y reitero, cariño que, de verdad, todas las cosas rojas que existen en este mundo deberían nacer a partir de ti, y de tu boca.
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Derrumbe2 Por Ana María Manceda ─Tome un mate y coma una torta frita, por ahí se le va esa cara tan seria, usté es muy preocupada. ─¿Te parece? ─ Y ella se rió. Al devolverle el mate la miro; Blanca tiene la risa más cristalina y sonora que he conocido. Es como el sonido de las aguas del bosque que caen en cascada. Es el paisaje de la infancia de Blanca. ¿Tendrá que ver? ¿Será mi desarraigo, esos pedazos de pieles arrancados a la vida, la nube que produce mi expresión preocupada? ─Tenés razón, Blanca, las tortas están exquisitas. En mi tierra son distintas, flaquitas, no usamos levadura, éstas son más ricas. ¿Así que lo de la casa va viento en popa? ─¡Ajá! Va bueno, doña Eugenia, quería invitarla para el Domingo. ¿P odrá ir? ─Sí, por qué no, iré por la mañana, debo regresar temprano; luego me encierro a corregir los trabajos de mis alumnos, el lunes los tengo que entregar. Cuando terminó su rutina se despide. La veo salir por el sendero hacia la calle. Contradicción. Me siento feliz de quedar sola con Yuko, mi perro labrador, por otra parte siento su ausencia. Podíamos estar largos ratos sin hablar, cada una en sus quehaceres, por ahí yo emito alguna frase para provocar su opinión y ella carga con esa lógica aplastante que no la da ningún libro. Estoy bien, mañana arribará de nuevo, debe atender a sus hijos. El espejo me devuelve la cara de una mujer cuarentona y melancólica. Me excuso. Dejé todo. Familia, paisaje, olores, historias. Todo quedó a dos mil kilómetros de distancia y a dos mil años de ausencias. Llegué al sur, a la Patagonia, tratando de empezar una nueva vida, pero uno viaja con su mochila. Siempre. Del Atlántico al Pacífico, tan solo me separa de sus playas la Cordillera de los Andes, solo eso. De todas maneras siento sus vientos en este pueblo de bosques, lagos y montañas. Y también las lluvias y la nieve.
Hora de clases. 2
Primer Premio Internacional en Narrativa por la editorial Artes y Letras en 2008
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─Profe, Profe, ¿cómo saco en el mapa los kilómetros de distancia con la regla? Me perdí. ─¡Mm! Prestá atención, fijate en la escala, si te indica milímetros los pasamos a centímetros y más menos colocamos la regla sobre los puntos que queremos investigar. Según los centímetros sabremos la cantidad de kilómetros ¿Estamos? El trabajo nos había llevado dos semanas. Era una investigación de las posibles consecuencias ambientales que en nuestra región ocasionarían los ensayos nucleares en una de las islas del Pacífico. Teniendo en cuenta que ésta zona es sísmica y volcánica, cualquier presión de esa envergadura sobre las placas tectónicas del continente que se expanden debajo del océano podría producir deslizamientos y consecuencias graves. Las conclusiones de la investigación irían adjuntas a una petición de suspender los ensayos nucleares al Gobierno y a la embajada del país que produciría las explosiones atómicas. Este tipo de trabajos les apasionaba a mis alumnos, se sentían protagonistas y a mí me permitía dictar la materia Geografía de una manera dinámica a la vez de crear conciencia ecológica. ¿Nos responderían? Dictar clases en una escuela secundaria estatal en estos pueblos alejados de la Capital era un placer. Arquitectura adaptada al rigor climático, calefacción en todas las aulas. Concurren alumnos de clase media, baja y media alta. Hace poco abrió un colegio privado, bueno, semi-privado, ya que tienen subsidio del Estado. Hacia allí emigró una pequeña población de alumnos de clase media alta y de los que quieren ser. Cuotas caras y estima social. Así es. Pero se perdieron de realizar el trabajo ecológico, hasta el momento solo lo hacemos en la escuela estatal. ¿Qué le importa a los privados que la Placa de Nazca se deslice debajo de la Sudamericana y provoque terremotos? ¿Lo sabrán? Domingo. Salgo a las once de la mañana, es otoño y la temperatura está bajo cero. Me dejo llevar por Yuko, tira fuerte de la correa. El paisaje es una ceremonia de colores, el crujido de las hojas, repito en mi mente, solo es una muerte transitoria, mi melancolía es una muerte transitoria, debo vivir, vivir. A medida que voy subiendo las laderas veo el pueblo, mezcla de edificios modernos y casas antiguas. ¿Cómo las percibo? Sus chimeneas emiten el humo de las costumbres heredadas de los viejos hogares. Lo moderno es tener calefacción a gas, pero el olor a Ñire quemado invade una historia cálida de colonos; boers, franceses, alemanes, ingleses, argentinos de provincias norteñas e indígenas, originarios dueños de estas tierras. Olores, siempre olores atados a los recuerdos. Aquí no están los míos. Abajo, no tan lejos, el lago, azul, verde, y el sol jugando a las escondidas en los bosques. Hay troncos caídos, admiro los líquenes que se adhieren como un tapiz a su corteza. Sé de la importancia de estos seres como índices biológicos de la pureza del aire. Aire oxigenado. En las grandes ciudades ya no se ven, excepto en las ramas muy altas de los árboles. A veces.
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Estoy llegando, las casas del plan social se ven casi terminadas, hay más, muchos más troncos caídos, han desmontado la ladera para poder edificar. Los terrenos son fiscales, la discusión está a que jurisdicción pertenecen, si a la provincia o a Parques Nacionales. La gente necesita las viviendas pero es indudable que los políticos necesitan los votos y no se detienen ante nada. Este desmonte va a traer graves consecuencias. Me recibe la algarabía de los chicos. Risas, gritos, la oscuridad del lugar, el suelo helado y la pobreza se desdibujan ante las caras coloradas. ─Señora Eugenia, ¿se queda a comer? ¿Se queda hasta la tarde? ̶ me pregunta Pedro, el mayor de los hijos de Blanca. Lo acaricio, le doy la bolsa con los regalos. Se acercan sus hermanos y otros chicos vecinos. Dentro de la casa, al lado de la cocina a leña charlamos con Blanca. Pedro y sus hermanos entran y salen, desesperados por comer las golosinas antes del almuerzo. Se escucha el ruido de las sierras eléctricas. ─¿Siguen desmontando, Blanca? ─Y sí, necesitamos espacio. Además para tener un poco de sol, esto es muy oscuro. ─No deja de ser peligroso, los árboles fijan el suelo y equilibran el ciclo del agua. En la época de lluvias se va a lavar ese suelo, pueden ocurrir desmoronamientos. ─¡Qué va! A nosotros no nos dijeron nada. No opiné más. No tenía derecho. Estaba tan ilusionada con su casa. Miré por la ventana; el cerro estaba ahí nomás, era un paredón de rocas amenazantes, debían hacerles una contención. ¡Basta de preocupación! A disfrutar con esta querida familia. Luego del guiso exquisito, el postre, la caminata por la zona y la felicidad de los chicos, regresé a mi casa con un Yuko agotado, igual que
yo. Nos acompañó una caída violenta del sol tras los cerros y el frío que se adhiere
insobornable, imagino el horizonte y el dulce atardecer de la llanura, rojo recuerdo. Llegamos, los hijos de Blanca son una cálida esperanza. Fue un día pleno. Y la época de lluvias comenzó, alternadas con fuertes nevadas. Reino de los turistas esquiadores. Pueblo de postal, hacia el este, cerros boscosos con pistas de esquí. Hacia el oeste cerros boscosos, oscuros, con humildes casas, en el centro el valle y la ciudad. Paisaje bello, incoherencia social. Todo sucede bajo las mismas estrellas. Comienzo de Primavera; se advierte la nueva estación por los brotes de las plantas, aún sigue nevando. En esos días sopló la felicidad en la casa. Pedro venía de forma asidua a hacer las 24
tareas mientras su madre terminaba la rutina diaria. Se entusiasmaba con mis libros, de manera especial con los libros del cosmos. Le daba algunas explicaciones sencillas del origen y evolución del universo. Blanca se ponía contenta, decía que iba a sacar un científico del chico. ─Usté es tan cariñosa con los niños, Doña, debería tener su hombre, no es bueno que la mujer esté sola. ¡Ay, Blanca! Ella sí estaba sola, con tres niños que mantener. Quizás la equivocada era yo; ella había logrado la eternidad, a pesar del abandono de la familia por parte de su hombre. A mediados de Octubre se armó revuelo en el colegio. Nos habían llegado respuestas del Congreso de la Nación y del país involucrado en los ensayos nucleares. Por distintas leyes se había realizado el «Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares en el Congreso de Colombia 2001». Nos enviaron el tratado y agradecimiento por nuestra participación. Por supuesto, nuestro pedido no fue determinante ya que hace años venían tratando el tema en las Naciones Unidas con resoluciones previas, pero para nosotros fue motivo de orgullo saber que estábamos en la buena senda de estudio de la compleja temática ecológica. Era una tarde agradable, el sol comenzaba a entibiar la atmósfera y algunos pájaros se animaban a trinar recibiendo la luz de primavera. Pedro tomando la merienda, su madre vendría a buscarlo más tarde, debió quedarse en su casa pues los albañiles tenían que terminar la habitación de los chicos. Una herida rompió el equilibrio, las sirenas de los bomberos comenzaron a sonar alertando un incendio o un accidente. Intuición. Llamé a la radio, pregunte qué sucedía. La primera reacción es la parálisis del cuerpo y la mente. Derrumbe. Había ocurrido en el nuevo barrio de las casas sociales, en las laderas de los cerros que dan al Oeste. Cuando reaccioné tomé a Pedro, mi cartera y pedí un taxi. El chófer no sabía más que lo comentado por la radio. ¿Habría heridos? Nos dejó en la zona baja. Ya estaban las ambulancias cargando gente en camillas. Todo era un pandemónium. Tomados de las manos con Pedro subimos la cuesta, de mi boca salían palabras estúpidas, para brindarle calma pero el chico lloraba. Al llegar a la casa de Blanca vimos que estaba intacta pero las casas vecinas tenían destruidas algunas partes. Había heridos, algunos muy graves. Entre la multitud vimos a Blanca, comenzamos a gritar, nos vio y vino hacia nosotros corriendo, a su lado los hermanos de Pedro, llorando. Nos abrazamos, temblaba. Por seguridad no podíamos entrar, era posible que las rocas caídas del paredón sin contención hayan debilitado alguna estructura de la construcción. A la hora del crepúsculo nos fuimos hacia mi casa. Hasta que no estén seguros que no correrían peligro y hecha la contención de las rocas, vivirían conmigo. En ese tiempo descubrí que a pesar de mi mochila y mis dos mil años de ausencias había encontrado una familia. El Doña Eugenia de los chicos lo sentía cien veces por día, sonaba a música. Para fin de año, al momento de brindar tuve una luz en mi terco cerebro. No era bueno 25
que una mujer esté sola. Suspiré feliz, Yuko, recostado, miraba alerta a los chicos, como esperando un ataque. Blanca se ríe de sus pícaras ocurrencias y el hecho de estar compartiendo la fiesta con sus hijos. Y yo, quizás aprenda a aceptar esta nueva vida, aunque el parásito de la nostalgia esté muy cómodo viviendo en mis entrañas.
Leonid Afremov
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Aquella tarde de circo Por Eva Medina Moreno Me estaba meando, necesitaba ir al servicio. Me escabullí por debajo de los asientos buscando el lavabo. Entonces descubrí que el que hacía de león se fumaba un cigarrillo con la princesa rusa, a la que echaba el humo a la cara y cogía por la cintura; princesa, barriobajera, que acababa de hacer acrobacias encima de los elefantes. La cabeza de león estaba en el suelo, al lado de ellos. Iba a preguntar cómo ir al servicio, pero antes de hacerlo oí un «quítate niño» de uno de los payasos que discutía con el presentador, quien a su vez estaba comiéndose un bocadillo de chorizo y se limpiaba la grasa en la capa negra brillante. Aquello fue peor que enterarme de que los reyes eran los padres, peor que si se hubiera descubierto que la bella durmiente se drogaba, que el hada madrina y el príncipe eran amantes, y que la madre de Bambi había fingido su muerte para librarse del hijo. Todo el encanto del circo se desplomó; el hombre-bala, el domador de leones, los equilibristas, los payasos. Toda esa magia. Había algo obsceno en el descubrimiento. El mal olor de los animales, las cagadas de los elefantes, el chihuahua del domador ladrándome, el domador escupiendo, sin hacerme caso. «El servicio, por favor». Y la mirada diabólica del payaso triste. Me meé encima. No quise volver al circo. Mi madre nunca supo el porqué. Creo que fue desde ese día que empecé a bucear en el mundo real, con maquillajes descoloridos, y sin las máscaras de la infancia. El mundo del circo estaba podrido, la vida estaba podrida. Era como pasar a otra dimensión, en una edad en que querías aferrarte a los sueños, en que confiabas en un mundo fantástico, aunque supieses que no existía. Aquella tarde se me cayó la carpa encima, todavía no me la he quitado. Hoy voy con mis hijos al circo y rezo para que no les entren ganas de mear.
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Las palabras que no se acicalan Por Marcelo López Díez I Los poetas que no se mojan ya hoy se esconden tras libros con esqueletos de licántropos la lluvia no les llega a la altura de los talones y su misal grasiento boceto de teclas pálidas derriba los salones de exposición donde quiebran muñecas y crecen balcones de histéricos gotas de ansiedad que el cielo balbucea y venas de frentes que apechugan un zorzal casi austral tu piel es mi excusa tu piel un descubrimiento por enterrar piel polvo tu inseguridad mi corona tu piel oprobio funesto un irresistible aroma a muchos hombres vos prisión redención.
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II Perfume de mujer cariñosa nicotina de almohadones nuevos filtros de filetes blancos.
III Nadie está obligado a la corrupción ¡Alma! El silencio es preferible a la abundancia de lubricidad de palabras porque vomitamos esfuerzos vagos ser sin defenestrar el aura.
IV Le temo al suave y fugaz entrecejo que borra la vista después las sombras zigzaguean a Platón le respondo que entro y salgo de la caverna con la facilidad de mi virilidad semen entro en adusto metraje monosílabo diente de oliva pura los durmientes por un tren acerado manecillas de aquel reloj pulsera de hasta pronto las almas jóvenes sufren oleadas de quejidos 29
por favor despunta el tiempo me enamoro de ella y el que arruga los minutos caminar sobre el tiempo es la arena de mis palabras huecas.
V Tengo el pecho demiurgo partido por la mitad más austral masticando para parámetros vencidos trozos de historia moza apago el interruptor luz ella me acaricia los labios. escribiré más en la memoria sobre el papel enjuto mi alma confirmo un crisantemo.
VI Las palabras que no se vuelan y ella cree que soy su doctor el bisturí de mi lapicera portó sus formas sobre un papel chamuscado en lágrimas de harina. Conocí a… 30
era verde pliego de nombres ocultos por el idilio ojos de maíz partía las piernas destronando músculos hoy es suplica de libertades y abdómenes cocidos a deshora.
VII Ni altillo en mi cabeza recibe de cuclillas al sátrapa desnudo recita versos que nadie entenderá.
VIII Ella remarca las fallas del corazón ausente sobre el tapiz chismea blanca su lustre maquillada cara lavada. ¡Quasimodo! sobre el campanario el sol no vacila persigue nubes grises sobran camafeos con fotos de colores nupciales abrojos del pasado. dicen que por monedas 31
de plata vacila el cerezo amargo renglón de piedras.
IX Hereje de la palabra broche en oro pálpito sobre un mantel enmantecado qué irónico morir en francés sin probar bocado alguien visitará el cemento acaso más libre que las lápidas del Peré-Lachaise salivar una calle con su máscara de sangre por las nubes solo el pincel tiñendo un alba ajeno los botones de un pantalón el final de una cena en su impúdico olor a pintura impresionista.
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Sabor a pasado Por Martín Coca Para la paloma que pudo ser superhéroe
aura. Despierta con un vago sabor a recuerdo. Fuerza la memoria, pero no sabe qué tiene que intentar. No sabe qué recordar. Empieza su rutina: Se afeita, desayuna, se viste y sale. Camina pensando en el día que le espera: Trabajar, comer, estudiar, cenar, dormir.
Pero hoy cambió, porque siente que debe
recordar. Marca entrada, se sienta en su escritorio y empieza con la burocracia. Sonríe y atiende a todas las personas, les desea buenos días y les ofrece la mano. Como tantas veces, pero no como siempre, porque hoy funciona en modo automático. Hoy tiene un recuerdo-aura en la punta de la lengua. Marca salida y se quita la sonrisa. Mientras come recuerda algo más. Por un segundo siente sus manos acariciándole el rostro. Mastica y se traga también ese recuerdo, porque de inmediato lo olvida. Y eso lo frustra más. Odia no recordar, y, peor aún, no saber qué recordar. Llega a la facultad y piensa en marcar entrada, y de inmediato se da cuenta de su estupidez. Se sienta en los bancos del fondo y, en vez de atender a la clase (teoría de la imagen), divaga. Desperdicia la hora, vuelve a su casa y cena. Agrega a la cena un par de cervezas, a ver si se acuerda de algo. No. Intenta con el tequila. Un trago, un vaso, media botella. Ahora ve menos, pero empieza a recordar lo importante. Recuerda su rostro, sus labios. Siente, de nuevo, sus manos; pero ahora las reconoce. Sonríe y sigue tomando. Sigue feliz cuando la botella se acaba, y, al fin, recuerda aquella palabra con la que despertó, y sabe que estaba mal: No era aura, era Laura. 33
Cae rendido en su cama. aura. Despierta con un vago sabor a recuerdo.
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El joven poeta Por Ana Patricia Moya El joven poeta se levanta temprano para ir a trabajar. Su madre le prepara el desayuno con cariño, él promete regresar con el sueldo. El joven poeta es becario en una editorial de prestigio: aunque ha estudiado Filología Hispánica y posee un expediente académico excelente, él se encarga de hacer lo que hacen casi todos los becarios del mundo cuando entran en el mundo laboral: los pequeños recados que le encomiendan sus compañeros y superiores, desde ir a por los cafés hasta hacer fotocopias. El joven poeta cumple, resignado, sus obligaciones: para él, lo verdaderamente importante es cumplir para cobrar, aunque sea por una miseria y tenga que permanecer diez horas diarias, de lunes a sábado, en aquel edificio, soportando gritos («¡me cago en la hostia, tío torpe, ya has vuelto a derramar el café!»), comentarios despectivos («ése se cree que, por méritos, nos va a quitar el puesto, ¡jaja, eso no se lo cree ni él!»), envidias de otros becarios («los aires que se da por escribir poesía») y exigencias («¡date prisa con las putas fotocopias, coño!») y todo, por supuesto, a cambio de trescientos cincuenta euros. El joven poeta aguanta como un valiente, sabe que las horas se pasan volando y que pronto regresará a casa, junto a su madre. Pero ha llegado el día en el que el joven poeta reciba la primera bofetada de la vida: el jefe le despide. A última hora lo reclama, y en despacho, el joven poeta, en silencio, escucha palabra por palabra los argumentos típicos de «que la cosa está muy mala», «la crisis me ha obligado a tomar esta dura decisión», «que eres joven y competente, de seguro que encontrarás otra cosa», etc, etc. No hay resistencia: está tan cansado que se limita a recibir en mano su última paga y regresar al hogar, a pie. No es capaz de decirle a su madre que pisará, por primera vez, la oficina del desempleo: prefiere darle dos besos, un abrazo y entregarle el sobre del dinero, a escondidas, en la cocina: si su padre descubre que le está pasando el salario para poder rellenar la nevera, se podría armar una buena, ya que el desgraciado, billete que caía en sus manos, billete que utilizaba para comprar alcohol. La madre del joven poeta agradece la ayuda económica –la dedicación del padre es estar casi todo el día en el bar– y se dispone a preparar la cena para su hijo, pero él no tiene apetito y opta por encerrarse en su cuarto, con un nudo en el estómago, aguantándose las lágrimas: la inspiración se desborda en su escritorio, delante de los folios en blanco, y escribe versos sobre hermosos paraísos, sobre embriagadores besos de la mujer amada, sobre la dulce alegría de sentir. Transcurren las horas hasta que, en la madrugada, al otro lado de la pared, discusiones, portazos, objetos rompiéndose: el borracho ha llegado con ganas de bronca. Pero el joven poeta está harto del mundo exterior. Muy harto. Y prosigue con sus cantos líricos a la belleza de la vida. 35
El castaño Por Javier Úbeda Ibáñez Después de habernos pasado tres magníficas horas buscando setas en la Sierra de Gredos, decidimos parar a descansar y tomarnos un tentempié. Nos sentamos a la vera de un hermosísimo castaño que, como un rey a las puertas de su palacio, nos acogió con su protocolo otoñal: hojas y más hojas caían de sus largas ramas, conformando lo que era ya un espacioso manto dorado, que sirvió para que nos sentásemos y protegiésemos del gélido suelo. Yo recosté mi cuerpo en su mullido y grueso tronco de corteza agrisada. Y allí me quedé dormido mientras mis amigos contaban historias legendarias de atardeceres mágicos, o eso pienso.
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La otra mitad de mi diferencia Por Carlos Díaz
Lecturas patriarcales Me han acostumbrado a leerte en binómicos esquemas, en donde tu ser se pudre cada vez que vocifera tu alma…, lecturas patriarcales de verdugos vestigios que con grilletes de neuronas censuran nuestra inteligencia, y te idealizan tan simple e inerte, ahogada en la profundidad de la sandez, demoliendo tu historia en triviales personajes de cenicientas, cual reina de aquelarres cotidianos, barriendo ardores y aspiraciones, sumergida en versículos patriarcales y lenguajes opresores, con el sello de santa, ramera o demonio, sujeta a los sexistas exilios de la voz…
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¡Que no nos perturbe la desidia de ese gozo patriarcal! ¡Suficiente! Hoy quien te lo reclama es mi piel de hombre despojada de tanta vetusta dictadura masculina…
Con tu piel dispuesta No interesa desde cuándo te tatuaron de incongruencias, de platos, delantales y desvelos…, apaleada por manos sexistas…, porque seguís aquí, con tu piel dispuesta, entre tiempos de cambio vociferando, y con mi piel dispuesta para tatuarme de tus placeres, transgresiones y liberaciones…
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Crecientes voces de luna Sé que me faltan poemas que acallen mis incongruencias, ni tengo en mis palmas los homenajes de lunas que te reivindiquen mujer, carezco de esos prodigiosos rituales de corazones enardecidos en donde se escuche el silencio de tus mares y bosques y me trasporten a lo más furtivo de tus revoluciones…, mas poseo este canto compasivo de dolores y denuncias, una especie de verosimilitud de mis pálpitos, que en cada línea desborda mi espíritu entre sinfónicos unicornios y me acercan más a mis diferencias, en este océano de insubordinaciones, sin que me apene el miedo a mis debilidades, pues me fortalezco en la humanidad de tus impulsos para romper los silencios que me han deshonrado y complacerme con cada una de esas sangres que han transitado por el litigante vibrar de mis pupilas…
Mi escenario es innegable: 39
¡No me imagino sin tus crecientes voces de luna!
Piel de luna llena Como el aire desenfrenado me estremece el verte danzar entre estas peñas libres de ataduras, inmensa, como huracán de altivo paso, presumiendo tu piel de luna llena, echada a andar con la preñez de conocimiento y emociones… Tan trasgresora, no señora con ajenos apellidos, ¡sin ser llamada «mujer de alguien»!, braceando por las calles sin dueños, ¡ni de dioses ni de diablos!, escabullendo las procesiones de silencios, con el escandaloso jadeo de tu identidad desnuda, tan engalanada de agua, tierra, fuego y aire… Tan auténtica, con el sol creciendo entre tus venas, cual hoguera de sexual inspiración, cual hechicera de reconquistas, animal racional de pasiones, 40
con el fresco de tu clítoris abierto al bullicio, con la palabra «virgen”» bajo el zapato, y trasgresora de etiquetas…
¡Estás en donde tu sexo te provoca mujer! ¡Más vale acostumbrarse!
Rebelión de nuestras coincidencias A veces solamente me basta recostarme a deletrear los compases de nuestras irreverencias y complicidades, de esas sanadoras marchas difuminadas en tierras ya cultivadas, y escribo con el sensual aliento del silencio como camarada. Así encuentro nuevamente en tus revolucionarios pechos la efusión de los orgasmos de tu corazón y cerebro…
Aprender la lección quizás fue espinoso…
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̶A veces se debe trasformar el dolor en alimento̶
¡Pero me fascina aceptar que nuestras denuncias se levantan en poesía!
Saber que todo conspira para dejarme sucumbir en tus desvergüenzas, y en todas esas voces que aceleran sus regeneraciones como seres divinos sin género, ¿quién dijo que Dios era hombre?...
Está en nosotros este sabernos juramentados en nuestra biografía de huesos y sangre, este asumirnos no hembra subyugada y macho dominante, persiguiendo aún la rebelión de nuestras coincidencias.
Naturalezas irreverentes Me consumen esas tus naturalezas irreverentes y la voces que no acallan los múltiples defectos de sus existencias,
tengo tu letra irreprimible 42
que no termina de consumarse trazada en los minúsculos arrebatos de tus iracundos recorridos…
Agradezco transitar esta existencia para consumirme en la pluma y el papel de tus memorias y olvidos, con las gustosas diferencias de nuestros anuncios esparcidos en átomos que finalmente le hurtan futuros a la existencia…,
¿para qué completarlas?...,
si hacen tan apetecibles las oscilaciones de nuestras treguas...
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Desde el árbol rojo3 Por Ana María Manceda La luz rojiza fluye a través de las cortinas, iluminando de manera intermitente las perfectas caras de variadas y exóticas muñecas dispuestas en el anaquel. Algo despertó a Helena; no tenía conciencia de la hora, el calor que irradiaba la calefacción hacía pesada la atmósfera. Aún medio dormida captó la belleza que provocaba la luz en las imágenes de las muñecas. De pronto, escuchó un llanto de persona adulta; sonaba único en el silencio nocturno de la ciudad. A los tropezones se fue acercando a la ventana, su grácil cuerpo de trece años recibía los flashes de la luz rojiza, como si en su andar un duende la fuera fotografiando. Su cuarto queda en el primer piso de la casa paterna, desde esa posición se observa el inmenso cartel luminoso que se encuentra en el negocio de la acera de enfrente, dominando el paisaje urbano. La calle estaba mojada por la pertinaz lluvia invernal, pero lo que más le atrajo la atención fue el soberbio Arce que disimulaba su desnudez emitiendo la luz del cartel. Al bajar la vista vio a un hombre sentado a los pies del arce, las manos en la cabeza, llorando. Transmitía tanta soledad que la niña sintió deseos de bajar y poder consolarlo. ¡Imposible! Luego de un rato el desconocido se fue tambaleando. Helena ya no podía dormir, sintió vergüenza de ir hacia sus padres. Prendió la luz y buscó un libro para entretenerse, miró el reloj, era casi la una de la mañana. Al fin decidió anotar en su cuaderno de «Memorias» lo sucedido; la había impactado el dolor del hombre y la belleza de las imágenes. Desde esa noche, Helena encontró una necesidad misteriosa de esperar la oscuridad, ver el juego de luces que brillaban en las muñecas y la posibilidad de que regresara el extraño al árbol rojo. Su joven mente fantaseaba con distintas historias en las que involucraba al desconocido. Hasta que una noche escuchó en la calle murmullos y quejidos, saltó de la cama y corrió hacia la ventana. Una pareja se besaba apasionada bajo el árbol, sus cuerpos fusionados se movían rítmicamente. En una de las contorsiones que los amantes ejecutaban, la niña pudo ver el rostro de la mujer, éste tenía una expresión que Helena jamás había visto en ninguna persona, sus ojos abiertos, claros, transmitían un éxtasis cercano al sufrimiento. Toda la escena parecía irreal, la soledad de la calle, el árbol desnudo y la pasión de la pareja delatada por los destellos rojos que jugaban entre las ramas invernales. Luego que se fueron, no pudo dormir, ni leer, ni escribir.
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Cuento Selección de Honor por concurso. En antología Cinco Sentidos de Creadores Argentinos. Abril 2010
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Sentía sensaciones nuevas, sus manos recorrían el joven cuerpo sorprendido, la noche se le hizo interminable. Los padres de Helena se sorprendieron ante sus cambios de actitud. Se la veía más determinante, sus posturas de niña mimada e hija única se diluían ante una mirada que transmitía ferocidad y rebeldía. Por las noches se iba tarde a acostar, se negaba a estar pendiente de si la pareja volvía. Una noche volvió a acontecer lo del hombre llorando, pero lo más sorprendente aconteció un lunes. El cansancio luego de una jornada escolar intensa hizo que fuera más temprano a su cuarto. Luego de leer un rato apagó la luz y al mirar a las muñecas su sorpresa fue muy grande al ver que las mismas brillaban bajo una luz azulada. Se acercó a la ventana y descubrió que el cartel de propaganda ya no era el mismo, lo suplió otro, de distintas características que emitía una luz azul. Anunciando la primavera, el arce lucía sus ramas con brotes como si fueran millares de zafiros. A los pies del árbol yacía una joven tapada con una capa negra, en partes abierta, por la que sé entrevía un vestido de tules, como de bailarina. Buscó su cara, cuando la luz azul la mostró, reconoció a la amante desconocida, estaba desfigurada y con una expresión de terror. Helena se fue a acostar, esta escena la había impresionada de tal manera que sintió su niñez huyendo para siempre. Se tapó la cabeza con la almohada y lloró. Los días primaverales comenzaron a alegrar la vida, el invierno dejó su energía para que ésta se desplegara. Las noches eran tranquilas, solo rompía la armonía el aullido de las sirenas policiales y de las ambulancias. Una tarde, casi a la finalización de las clases, Helena volvía del colegio, los pájaros aturdían en el frondoso arce, unas vecinas pasaban con sus compras, conversando de manera alterada. ̶ Ella lo mató. ̶ ¿Quién, la bailarina? ̶ Sí, se querían mucho, pero él la celaba y parece que le pegaba, llegó a desfigurarla. Helena no quiso escuchar más, aparecieron en su mente imágenes dispersas, caras de sufrimiento, el tul de la mujer bajo la capa, su cara de terror. Aceleró el paso, no podía contener las lágrimas, sintió asco y rechazo hacia algo pegajoso que se adhería a su cuerpo adolescente. Sintió la necesidad de estar con sus padres y sentirse de nuevo pequeña, muy pequeña.
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Alicia y El Lobo Por Patricia Olivera Llegó puntual, como siempre, a esa cabaña apartada donde habían acordado tener sus encuentros. Hizo todo lo que él le había enseñado que debía hacer. Quedó desnuda frente al espejo de cuerpo entero; los senos, que ahora estaban cubiertos por sus rubias trenzas, habían comenzado a verse más turgentes en su cuerpo ya púber. Del mismo modo, su cintura estaba más delineada. Jugueteaba con las trenzas mientras se miraba de costado, sus caderas se habían ensanchado, y eso le gustaba. Sonrió, le dio gracia verse desnuda, llevando sólo las medias a rayas y los zapatos de charol. Se echó las trenzas hacía atrás y se quedó seria, contemplándose. Se pasó la lengua por el labio inferior y sus manos comenzaron a acariciar cada tramo de su blanca piel, hasta llegar a su entre pierna, donde jugueteó con los rizos castaños, primero, y luego comenzó a masajearse el clítoris. Cerró los ojos y jadeó con fuerza. ─Despacio ─le susurró una voz desde la penumbra de la habitación─. Sabes que me gusta ver que te lo hagas despacio. Ella se detuvo y miró en su dirección, hizo un mohín coqueto y se disculpó. Se acuclilló frente al espejo y abrió las piernas, apoyándose sobre una de sus manos; ver sus labios ya húmedos y el clítoris asomando bajo su vello púbico la excitó más. Con el dedo índice de la mano libre comenzó a delinear con lentitud los pliegues que ya se estaban inflamando. Volvió a mirar hacía la penumbra.
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─¿Así te gusta? ─preguntó, simulando voz aniñada. Sólo recibió un jadeo por respuesta ─. Si soy buena, ¿me dejarás jugar con tus hijas? ─volvió a preguntar, moviendo las caderas y emitiendo un gemido cuando se introdujo dos dedos. ─Ven aquí, Alicia ─le ordenó la voz, ahogada por el deseo. Ella se acercó a la penumbra. Una mano de hombre, con una gema roja brillando en uno de sus dedos, la tomó por la cintura y la sentó sobre él. Ella pegó un gritito y comenzó a moverse aferrada a su cuello, echando la cabeza hacia atrás mientras él abarcaba uno de sus senos con ambas manos y mordisqueaba el otro. ─Si eres buena, no sólo te dejaré jugar con mis hijas ─le susurró entre jadeos─; escribiré un cuento para ti, tan maravilloso como ese hueco caliente que tienes entre las piernas. Alicia sonrió y sus jadeos se elevaron, nuevamente experimentaba uno de esos orgasmos que tanto la asombraban. ─Alicia en el país de las Maravillas se llamará... ¿Te gusta el nombre? ─murmuró él, antes de lanzar un grito, en el momento exacto en que se derramaba dentro de ella.
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Anis Idris Muhamad al-Astal Por Ivelsse Teresa Machín Torres ¡Escucha!, ¡amiga!, vuelven los disparos en bocas de los tanques sempiternos. Son ráfagas al ritmo de la lluvia, arterias que se rompen en el pueblo. ¡Apúrate, Sarieh, vámonos pronto! Ahora que los pasos marchan lentos no pienses en las luces que se alejan, no caigas en las rocas del desierto. Rodamos al abismo en cada nube y somos un instante de lo eterno. ¡No llores más!, lo sé, ¡contigo sufro! ¡contigo voy al Sol!, ¡contigo vuelo! Las casas van cerrándonos las puertas, las brisas tropezaron con tu aliento. El polvo se diluye entre la sombra al filo de los nombres renaciendo. Parece que la vida es una tarde que llega cuando crees que se va yendo sin flores y sin ansias de futuro pintada tras el alma de los lienzos.
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Sarieh, Sarieh, Sarieh, mis piernas duelen, mi historia se ha escapado de los cuentos, mis cintas caen al ismo de los hombres, mis manos se engarrotan por el hielo. No suben los obstáculos, se rinden sus mórbidas torpezas sin saberlo. Mis ojos ya no miran el peligro, se doblan en las cruces del invierno. Son piélagos, son anclas florecientes, son míticos arbustos en el huerto que buscan sus alpistes en el fondo y van del acicate al desenfreno.
Sarieh, Sarieh, Sarieh, no vuelvas, sigue. Olvida que eras tú quien tuvo miedo, olvídate del alma que se queda, olvídate de mí, de los misterios. ¿No escuchas el bregar de los soldados? No sabes que en minutos, ya no puedo… qué levantas mis piernas al vacío, qué mis ojos no logran ver más lejos. ¿Por qué me abrazas? Di, por qué no corres. ¿Por qué tu salto es fútil, si en los juegos le quiebras la bravura a los cristales?
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Las voces son dos gritos en el suelo. Aplastan los minutos que nos restan y tĂş los miras triste cuando tiemblo.
ÂĄSarieh, Sarieh, Sarieh!, Âżno lo comprendes? Es hora de morir, y yo me muero.
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Yo he de quererte, Amor… Por Ivelsse Teresa Machín Torres Yo he de quererte, amor, yo he de quererte. Sólo en tu voz retumbarán mis días. Sólo tus manos pueden ser las mías. Sólo tu huella romperá lo inerte. Yo he de quererte, amor, yo he de quererte como la noche quiere a la mañana; como se busca el eco en la campana; como se rema el mar a contrafuerte. Si he sido ausencia, tu dolor impelo. Si lumbre he sido, de la luz sonrío. Más no dolor que rompa el albedrío. Ni lumbre que desmaye de su cielo. ¿Ausencia? ¡Lumbre! De mi Ser desvelo. Candil que rompe desde el agua al río. O virginal fulgor del atavío que nace y mece en su cuna al grelo. Es alado el jardín en mes de flores. Son claveles de luz tus manos frías y allá en las dádivas de sombra impías por sembrar besos, nacerán amores. Es alado el jardín, sus resplandores entre las tierras del soñar germinan y cual orugas que sin rumbo minan la flor, salen en miles de colores. Es alado el jardín, en cada esquina un pájaro se encuentra con su trino, un pétalo se vuelve a su destino, un monte la piedad nos ilumina. Es alado el jardín, en cada esquina hay espectros de Dios, hay almas solas. Lunas que van y vienen como olas, sangre que el cruel almácigo resina. A todo lirio moverá tu nombre. En toda rama se alzará tu frente. Y rama y lirio del Amor potente, sentir me hará en el pardo pecho al Hombre. De rebelarme en mí, la sed que forme y rompa el nudo, y a pelear se entregue. Yo fuerza soy, no lágrima que agregue la curia indigna del poder informe. Tronco a tronco del fruto la medida. Hoja a hoja del céfiro la espada. Corteza y filo que se vuelve Nada. Estilarte punzón del Homicida. Yo seguiré buscando la manera… Yo le daré a la aurora tres palmadas. De luz vestida, como en sueños hadas, a la misión del viento prisionera. No digo cómo, cuánto soy no digo. Silencio apóstese en la casta mano, que es gloria aún más la Gloria sin Erano y cómplice sin voz aún más testigo. 52
No digo cómo, pero el Mal castigo. Lleva sed de justicia mi reclamo y erguida en el rincón ya tramo a tramo, contigo y para ti, voy yo contigo. No sé bien cómo. De tenerte vivo. Aquí yo en busca de tu sombra vago y en caja, negra soledad apago y al monte huyo, de tu pecho esquivo. No se bien cómo, pero no te olvido. A mi ser busco, y en tu Ser reparo. Si voy cansada, es tu orilla amparo. Y del poder mil veces no he podido. No sé bien cómo, pero soy más fuerte cuando estás tú, cuando no existe, la bruma de aquel otro Ser más triste que hubiera sido yo sin conocerte. Yo he de quererte, amor, yo he de quererte. Aunque de tal querer morir pudiera y atildados mis leños en la hoguera. Al pozo caiga de mi propia suerte. Yo por tu amor sabré quebrar la muerte. Y si muero aún en mí –cuerpo sin vida. Muchedumbre arderá, de Sol erguida. Muchedumbre seré yo para verte.
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Los Mundos Posibles Co.4 Por Eugenia Sánchez Acosta Nunca se había fijado en cómo caía la luz blanca sobre los objetos, por la noche. Les daba un brillo especial a aquellos que el sol nunca alcanzaba, como a las manzanas que se acumulaban en la fuente al centro de la mesa. Parecían artificiales, todo lo parecía. Lo único real y vivo allí, era él. Él, Roberto Pérez, estaba sentado a la mesa. Una de sus manos callosas y manchadas por la edad reposaba sobre el mantel de nylon, y cada tanto tamborileaba sobre las flores que lo adornaban. La otra, aferraba el mango deslucido del bastón, fiel compañero desde que sufriera una caída, quince años atrás, y se lesionara la pierna. El ambiente de la cocina no era muy acogedor, pues a esa hora el frío de la noche lograba colarse por todas partes. Pero Roberto estaba silencioso y abstraído, contemplando el reloj, por momentos con impaciencia. Todavía llevaba puesta la ropa del día, un pantalón de pana azul firmemente ajustado por un cinturón, una campera de algodón gruesa con el cierre cerrado hasta mitad de pecho, dejando entrever la camisa abotonada que llevaba abajo, indiscernible su color a la luz de esas lámparas. Sobre la cabeza, más por hábito que por necesidad, llevaba inclinada su vieja boina. La figura del anciano se veía inmóvil y tranquila. De vez en cuando, el hábito recién adquirido de golpear la lengua contra el paladar, hacía temblar la piel flácida que colgaba de su barbilla, y los labios se le contraían como si estuviera chupando algo. Los años habían trastocado sus costumbres. Ahora no sentía ganas de dormir por la noche, pero después de almorzar se quedaba dormido en cualquier lado si no se iba a la cama. El cuerpo descansaba mejor en esas horas de la tarde, mientras que la mente se esforzaba más por la noche, las horas lentas que a su edad ya no le servían para nada. Por eso, su mirada húmeda observaba el lento avanzar del segundero en el reloj con forma de tomate que colgaba en la pared frente a él. Ya tendría que haber venido, pensó, no por primera vez.
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Mención de honor categoría Narrativa Adultos en el Primer Certamen Armonía Somers, Uruguay, 2013.
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Sintió la necesidad de levantarse, para comprobar que la lámpara que había dejado encendida junto a la ventana de la sala continuara así. Tampoco era la primera vez que sentía esto. Por eso no se levantó, pese a que las piernas le hormiguearon brevemente ante el pensamiento. Ya se había cerciorado de que la luz seguía encendida. Simplemente, no estaba acostumbrado al retraso. Golpeó la mesa sin darse cuenta, y el sonido rompió la atmósfera de artificialidad. Una manzana se deslizó fuera de la fuente y rodó hasta el borde de la mesa. Roberto la miró, sin intención alguna de detener su camino, pero la manzana no cayó, giró sobre sí misma y se detuvo con un leve temblor, como perpleja ante la indiferencia a su tragedia en el hombre. Pero nada podía importarle a Roberto más que el sonido del timbre… el mismo que se oyó resonar por toda la casa, en ese momento. Se levantó con precipitación y pechó la mesa. La manzana cayó al piso y rodó hasta el borde de la heladera, pero Roberto ya había salido de la cocina y recorría el oscuro pasillo hasta la puerta de calle, mientras la melodía de los Beatles, “Hey, Jude” resonaba por la casa. Apagó la luz junto a la ventana, y antes de abrir se detuvo ante la puerta. Estaba a punto de preguntar quién era, aunque lo adivinaba claramente. Pero el barrio ya no era lo mismo que veinte años atrás, y no perdía nada siendo precavido. Entonces, una voz se dejó oír claramente a través de la puerta, como si quien hablaba se hubiera aproximado con la intención de no llamar la atención más de la necesaria. ─ ¿Señor Pérez? Roberto suspiró de alivio, pero las manos le temblaban al retirar el pasador de la puerta y abrirla al fin. Del otro lado se encontraba un hombre de unos treinta y cinco años. Quizás un poco más. No era la piel de su rostro lo que sugería la edad, pues esta se veía firme aún y bien afeitada. Eran sus ojos, negros y de mirada firme. Un sombrero le cubría la cabeza, y aún así la poca luz de la calle brillaba sobre su calva. Un gesto de reconocimiento le marcó dos profundas arrugas junto a la boca, cuando Roberto estuvo frente a él. Deslizó una de sus manos dentro del abrigo largo que llevaba, y Roberto pudo ver la corbata de color claro que contrastaba con el resto de su vestimenta. El desconocido sacó un manojo de papeles, firmemente prendidos por un clic. Los revisó con meticulosidad, sin forzar la vista, hasta que finalmente extrajo uno y lo miró con las cejas arqueadas. 55
─ Felicidades, señor Pérez. Veo que esta es su última cuota, y que además se le ha hecho un descuento del 25% por recomendar nuestros servicios a cierto señor identificado como «Caso Nº 10359». ─ Un buen amigo ─dijo Roberto, tragando saliva al sentir la boca seca. Se aclaró la garganta y continuó─. Me dijo que está muy satisfecho con su trabajo. ─ La satisfacción del cliente es nuestra meta ─comentó mecánicamente el extraño. Roberto asintió, sin saber qué más decir. Paseaba la mirada del hombre al papel que seguía manteniendo apartado de los demás, y de vez en cuando daba un repaso a la calle solitaria y silenciosa. El hombre le pasó el papel. Roberto, conociendo la mecánica del asunto, entró de nuevo, cerró la puerta y se acercó a la mesa del comedor. Allí había dejado preparados una lapicera y un sobre. Firmó sobre las líneas punteadas, tomó el sobre y volvió a salir. El hombre, imperturbable, continuaba esperando. Le pasó ambas cosas, y el hombre controló el documento, quitó con agilidad la copia que venía adherida al mismo, y la entregó a Roberto a modo de comprobante. Luego de guardarse el papel en el bolsillo interior de su abrigo, abrió el sobre y sacó una cantidad considerable de dinero que se dispuso a contar, mientras Roberto se afirmaba más sobre su bastón y no dejaba de contemplar la calle, temiendo ver el brillo de algún rostro vecino asomando detrás de una ventana. ─ Bien ─dijo el hombre. Guardó el sobre cerrado una vez más y miró a Roberto─. Su cuenta está saldada. No volveremos a vernos, ni ningún otro miembro de la Compañía se pondrá en contacto de nuevo. Si desea contratar nuestros servicios nuevamente, tendrá que hacerlo como la primera vez, mediante recomendación. Dios me libre, pensó Roberto, mientras el pánico le obstruía la garganta. Asintió de prisa. ─ Buenas noches ─se despidió el otro hombre, inclinando la cabeza una vez. Roberto no contestó ni esperó a que el otro abandonara el camino privado que conducía a su casa. Cerró la puerta, pasándole llave y pasador con manos temblorosas. Respiraba agitado, y por un momento sintió que una presión en el pecho finalmente pondría fin a su vida. Estaba aterrado, demasiado como para verse juzgado esa misma noche por todos sus terribles pecados. Un sudor frío perló su piel, y las rodillas le temblaban como nunca. Pero se mantuvo de pie, y pasaron muchos minutos antes de sentirse lo suficientemente recobrado como para encaminarse de vuelta a la cocina. 56
No quería irse a la habitación. Sentía que jamás podría volver a dormir en la amplia cama matrimonial, no mientras el retrato de Betty colgara sobre ella, y le pareciera sentir el perfume de su pelo en la almohada. Esa noche, menos que ninguna otra, podría soportar el acoso de su fantasma.
El Maestro de Escuela, por René Magritte (1954)
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Nuestros Colaboradores Camila Schade Hola todo el mundo, mi nombre es Camila Schade, tengo 16 años, nací en un país cualquiera llamado Chile, pero soy ciudadana del mundo. Algunos dicen que soy artista, yo les digo que yo solo tomo mis lápices y pinceles y los muevo como se me antoje. Si desean ver los resultados de aquello visiten mi deviantart: http://cami-sv.deviantart.com/
Ana Patricia Moya (Córdoba, 1982). Estudió Relaciones Laborales y es Licenciada en Humanidades por la Universidad de Córdoba. Actualmente, estudia y se busca la vida como puede. Directora y coordinadora de Editorial Groenlandia. http://lasafinidadeselectivas.blogspot.com.es/2008/10/ana-patricia.html www.revistagroenlandia.com
Eva María Moreno Medina Nació y vive en España. Licenciada en Filología Inglesa y Diplomada en Profesorado de E.G.B. Investigadora de la Literatura Inglesa del siglo XX y Contemporánea. Sus relatos,
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premiados en diversos concursos, han sido publicados en libros y en revistas literarias. Actualmente escribe su primera novela. Blog: http://evammedina.blogspot.com.es/
Javier Úbeda Ibáñez Escritor y miembro de REMES (Red mundial de escritores en español). Nació en Jatiel (Teruel, España), en 1952. Reside actualmente en Zaragoza (España). Es autor del libro de relatos breves y poemas Senderos de palabras y de los cuentos Daniel no quiere hacerse mayor y La Elegida. Ha publicado numerosos artículos de opinión tanto en prensa digital como en prensa escrita. También ha escrito numerosas reseñas literarias, y relatos cortos y poemas, que han ido viendo la luz en revistas de la talla de Almiar, Ariadna-RC, Fábula (Universidad de La Rioja, España), Gaceta Virtual (Argentina), Horizonte de letras, La ira de Morfeo
(Chile y
Argentina), La Sombra (de lo que fuimos), Letralia(Venezuela), Letras en el andén (Argentina), LetrasTRL, Letras Uruguay (Uruguay), Literarte (Argentina), Literaturas.com,Luke, Magazine Siglo XXI, Narrador, Palabras Diversas, Pluma y Tintero o Poeta (Argentina), entre otras muchas. Correo electrónico: j_ubedai@hotmail.com
Selin Aficionado a la literatura, distribuye su tiempo entre las reseñas de los libros que le ofrecen y la escritura de relatos, mayoritariamente cortos, dentro de diversos géneros: negro, erótico, fantasía, terror o ciencia ficción. Algunas
de
esas
historias
han
sido
galardonadas
o
seleccionadas para antologías y otras las ofrece directamente en su blog Susurros: http://selin-xxi.blogspot.com.es 59
Raúl Lara Molina (Cádiz, 1981). Ha publicado el libro de relatos La madre que lo parió (Groenlandia, 2013). Sus poemas han aparecido en diversas revistas literarias y en blogs digitales. Aficiones: leer, pasear. Actualmente reside en Italia.
Graciela Giráldez Graciela Giráldez nació en Buenos Aires Argentina. Es miembro de la Asociación Aragonesa de Escritores (AAE) y secretaria de la Asociación Literaria Poiesis e integrante del Grupo Literario Palabras Indiscretas (GLPI) donde es vicedirectora y coordinadora general de la Revista Literaria de dicho grupo. Es colaboradora en la revista literaria Brotes Digital en la sección de relatos. Vive en España desde 2001. Enlaces: www.graciela69.blogspot.com giraldez_graciela@hotmail.com
Mary A. Chacín (Maryache) Vive en Venezuela. Actualmente estudia comunicación social y ha colaborado con algunas páginas
de
internet
sobre
escritura
preferiblemente romántica. Lectora compulsiva desde muy pequeña, y de una imaginación inmensa, también adora pintar e incursiona en la ilustración como una nueva evolución de su arte. Por ahora solo tiene una página de comics en Facebook. Espera poder expandirse muy pronto! www.facebook.com/eldiariodemariolga
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Ana María Manceda Escritora de San Martín de los Andes. Neuquen. Patagonia Argentina. Perfil en google: https://plus.google.com/111481517392272391229 Blog: http://doradaslunasdelapocalisis.blogspot.com
Marcelo López Díez (1976, Montevideo, Uruguay), asume la trágica adicción a los libros y lamentablemente las palabras crecen en su cabeza como preludios de forzadas manchas sobre papeles en blanco, corrompe la pureza del silencio.
Martín Coca (Tlaxcala, México, 1991) Nací y crecí en México, luego volé para Uruguay y me instalé en Montevideo, donde estudio la licenciatura en Lingüística (para hacerme rico). Disfruto leyendo y escribiendo. Y me gustan las tortugas.
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Carlos Díaz Chavarría, costarricense, es filólogo, articulista, profesor universitario, encargado de la sección del idioma en el programa Teleclub (Canal 13) y comentarista del programa Panorama de la Cámara Nacional de Radio de Costa Rica. Ha publicado cuatro libros de poesía: Mi propio tiempo, Aguas en celo, Soles de barro y La otra mitad de mi diferencia y uno de ensayos: De panorama en panorama. Es miembro de la Red Mundial de Escritores en Español (REMES). Blog: www.laotramitaddemidiferencia.blogspot.com
Ivelisse Teresa Machín Torres (Cuba)
Graduada
Galardonada
en
de
Ingeniería
disímiles
en
certámenes
(1987)
Informática.
Poetisa.
literarios.
Mención
Extraordinaria en el Concurso Mundial de Poesía Nósside 2012 (Italia). Finalista del Concurso Mundial de Poesía Un Café con Literatos 2012 (España). Mención en el Concurso Nacional de Glosas Martianas 2013 que tuvo lugar en Matanzas. Primer Premio de Poesía en los Encuentro Debates Provinciales de Sancti-Spíritus correspondiente a los años 2011 y 2012. Finalista en los Juegos Florales Nacionales de Matanzas 2011. Primer Premio en el Concurso de Poesía Ilustrada Fayad Jamís 2011 y 2012. Seleccionada para integrar el Curso de Técnicas Narrativas a impartirse en La Habana 2014.
Patricia K. Olivera Vive
en
Montevideo-Uruguay.
Actualmente
está
cursando la Tecnicatura en Corrección de Estilo y Licenciatura en Lingüística a nivel universitario. Escribe textos de su autoría en los blogs que administra y en aquellos donde participa. Es colaboradora frecuente de varias revistas 62
literarias de la red. No tiene libros publicados pero comparte espacio con otros autores en alguna que otra Antología de Narrativa y Poética. Administra: Mis Musas Locas yMusas Cuenteras Participa en Eros Textual
Eugenia Sánchez Acosta También conocida en la red como Maga DeLin, es una escritora novel uruguaya de 29 años. Ha colaborado con diversas revistas digitales e integrado varias antologías en distintos formatos como Pasión de Navidad (de la web El club de Las escritoras), El escritor (certamen Mil Palabras) y Porciones literarias (de la web Diversidad Literaria), entre otros. Administra dos blogs literarios: Una vida de novela (http://vidanovelada.blogspot.com ) y Escribiendo la noche (http://describientem.blogspot.com ). Además participa del blog Eros Textual (http://eros-textual.blogspot.com ).
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Recomendamos:
http://sainde.org
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Diciembre 2013, NĂşmero 12
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