Revista Palabras n° 14

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N째 14 / Febrero 2015


Imagen de portada creada por Maryache

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Editorial: Patricia K. Olivera Eugenia Sánchez Acosta RRPP: Patricia K. Olivera Maquetación y diseño: Eugenia Sánchez Acosta

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Editorial ¡Bienvenidos a Palabras!

A un nuevo número que se hizo desear, y mucho, algo que esperamos sepan disculpar. Este número catorce viene muy cargado: es una de las ediciones más largas que hemos tenido en bastante tiempo. Nuevos colaboradores y la presencia de quienes vienen confiando en nosotros desde hace ya unos cuantos meses, comparten sus poesías, relatos y novelas con cientos de lectores alrededor del mundo. Y Palabras, revista pensada por y para nóveles, que promueve y gusta de regionalismos y voces ricas y fuertes, se enorgullece de presentarlos a todos ellos. Esta edición se disfruta desde la portada, nueva creación de Mary A. Chacín, también conocida como Maryache, quien a último momento nos ha contactado para ofrecernos su colaboración, una que fue más que bien recibida ya que la convocatoria a ilustradores y artistas gráficos se vio desierta. ¡Gracias por tu arte, Mary! Una nueva entrega de El Bosque Cerrado, de Athena Rodríguez, para quienes gusten de la fantasía épica, y el debut de Joalbeths de Agrela, con una novela que tiene como protagonista a un grande entre los grandes: James Joyce. Microrrelatos que los sorprenderán, romance, misterio, nostalgias, y un sinfín de emociones que sólo la literatura nos puede ofrecer. ¡Y que nunca falte la poesía! Mucho menos si se trata de los grandes poetas que participan este mes, algunos viejos amigos de la casa, otros recién llegados: todos increíbles. ¡Felicidades por tanto talento! Pero eso no es todo: este mes contamos con una colaboración especial desde Brasil. ¡Afortunados aquellos que leen portugués, pues de ellos será el disfrute del relato O verbo suprimido! No solemos aceptar relatos en otros idiomas, pero esta vez hemos hecho una excepción. La editorial también quiere felicitar a una de nuestras grandes colaboradoras que ha presentado su novela recientemente: Eva María Medina; ¡nuestra enhorabuena por Relojes Muertos y muchos éxitos! Para terminar volvemos a recordarles algo: la editorial se toma el atrevimiento de leer, corregir y evaluar cada colaboración que llega. Es un trabajo que se hace de a dos: cada una de nosotras lee y relee cada texto, vuelca su opinión, y cuando ambas hemos corregido y opinado, y por lo tanto aceptado o rechazado la colaboración, contactamos al autor y le hacemos llegar nuestros comentarios. Palabras jamás corrige un texto sin la previa autorización del autor. A veces el escritor acepta las modificaciones, acepta revisar, acepta recortar, acepta re escribir. A veces no. A veces se ofenden, a veces se enojan, a veces deciden que no quieren seguir en contacto. Si el autor no acepta las correcciones, nosotras volvemos a evaluar qué tanto afecta publicar un relato sin corregir. Estas correcciones no suelen ser vitales para que el texto guste o no, sea bueno o no: de otro modo hubiera ido a la carpeta Rechazado sin vacilación. Por lo tanto, el texto se publica, y 3


queda a criterio del lector juzgar si es bueno o malo, si le gusta o no. Pero en los casos donde el autor se siente tocado en su ego y se molesta, no hay nada que podamos hacer. Nosotros siempre, siempre, nos dirigimos al autor con educación y gentileza, sin exigencias de ningún tipo: de lo contrario esta no sería Palabras, sino cualquier otra revista que circula en la web. Simplemente pedimos un poco de seriedad: es cierto, no le pagamos a los colaboradores, pero esperamos que se tomen con responsabilidad y dedicación el oficio que todos compartimos y en el cual buscamos hacernos un nombre. Quizás no seamos profesionales con un título que nos abale (aún) pero tenemos años de dedicación y ejercicio que respalda nuestro trabajo bien intencionado. Quizás no seamos quiénes para criticar (aún) pero lo hacemos pensando en el bien del autor y en el bien de la revista. Si nosotros tenemos que re escribir un relato completo porque el autor se toma a mal que le señalemos los errores y le digamos que corrija, entonces ¿quién es el verdadero autor del relato? Nosotros somos autores, dedicamos mucho tiempo a crecer como tales, participamos en todo lo que nos pueda ayudar a mejorar: no necesitamos, podemos o queremos re escribir textos ajenos sólo para engrosar nuestras ediciones. Por eso siempre es de agradecer a los autores que colaboran, a los que vuelven, a los que responden a nuestros mails y dedican tiempo a sopesar lo que les decimos: Palabras es una mejor revista gracias a su dedicación. Ya para cerrar, y agradeciéndoles a quienes no sólo han esperado tiempo extra por la revista sino que han llegado al final de la editorial, les comentamos que la convocatoria para el próximo número estará abierta hasta el 23 de marzo. Por lo que…

¡…nos leemos en abril!

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Índice Vuelos y Palomas, por Nacho Gomes……………………………………………………………… pág. 07 Cuerpos Oscilantes (Segunda parte), por Marcelo López Díez…………………………… pág. 09 La ferocidad de una gota, por Eva María Moreno…………………………………………….. pág. 14 Ella, por Javier Úbeda Ibáñez…………………………………………………………………………. pág. 15 El fotógrafo, por Javier Úbeda Ibáñez……………………………………………………………… pág. 16 Disimuladamente, por Javier Úbeda Ibáñez…………………………………………………….. pág. 17 En la noche y en el día, por Javier Úbeda Ibáñez………………………………………………. pág. 18 El tercer día de Daniela, por Roberto Araque……………………………………………………pág. 29 Inmortal, por Roberto Araque………………………………………………………………………… pág. 21 EEUA, por Roberto Araque…………………………………………………………………………….. pág. 22 El Bosque Cerrado. Capítulo 2: Bienvenida, o no, por Athena Rodríguez…………… pág. 23 Prófugos, por Juan Gianfelici…………………………………………………………………………. pág. 29 ¡No te lo permito!, por Paula Rosselló ……………………………………………………………... pág. 31 Planta tomada, por Francisco Cappellotti………………………………………………………… pág. 40 Las Campanas de la Muerte: Arqueros del Alba (Primera Parte), por José Ramón Muñiz Álvarez……………………………………………………………………………………………………………………. pág. 42 Negocio que uno puede hacer en un parque, por Alejandro Alberto Taborda …….. pág. 60 No hace nada, por Segio Alvez……………………………………………………………………..…. pág. 62 Desde el puente, por César Aramís Contreras Parra…………………………………………. pág. 64 Corceles de la memoria, por Jesús I. Callejas…………………………………………………… pág. 68 Encuentro en Merrion Square – Capítulo uno, por Joalberths de Agrela………….... pág. 75 Pleamares: Naufragio, por Graciela Alfonso…………………………………………………….. pág. 80 Obra pictórica Exiliada, por Graciela Alfonso……………………………………………………. pág. 81 Pleamares: Transfiguración, por Graciela Alfonso……………………….……………………. pág. 82 Obra pictórica Vagante, por Graciela Alfonso……………………….…………………………… pág. 83 5


O verbo suprimido, por Ronie Von Rosa Martins…………………………………………………. pág. 84 La última carta del señor Mortis, por Marín Coca……………………………………………….. pág. 87 Fue tan solo Samuel quien llegó a visitarme, por Leonardo Moreno…………………….. pág. 89 Ven conmigo, por Selin…………………………………………………………..………………………….. pág. 91 Sueños, por Ellora James……………………………………………………………………………..……. pág. 94 Porque nunca te llegarán mis palabras, por Maryache………………………………………… pág. 97 Obra pictórica Sin Título, por Maryache…………………………………………………………….. pág. 99 El secreto de Claire, por Patricia K. Olivera…………………………………..…………………… pág. 100 Breve historia que se lleva la lluvia, por Eugenia Sánchez Acosta………………………… pág. 101

Nuestros Colaboradores………………………………………………………………………………….. pág. 103

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Vuelos y palomas Por Nacho Gomes Amanecía un nuevo año. Los rastros de la lluvia marcaban a fuego el barro de la angosta calle del balneario costero. El motor del ómnibus se calló finalmente, los recién llegados bajaron los escalones. Aquellos desequilibrios andantes notaron la modorra cansina del aire, apreciaron el predominio del verde sobre el asfalto, sonrieron al no verle la cara al viejo amargado del séptimo piso o a la vieja chusma de la portería; sin embargo, no lograban despojarse de latidos vertiginosos, frenesí citadino, paso atolondrado de urbe. Para colmo, el cielo arrancó torcido, viniéndoseles encima. Las estrellas, aún aletargadas, irrumpían de a poco, un viento inclemente hacía estragos sobre pieles desprevenidas, desabrigadas aunque ya curtidas por fríos de antaño. El sonido del celular pareció apagarse para siempre, la frecuencia cardíaca disminuyó, ya el corazón bombeaba con menos premura, con una especie de calma placentera. Si hasta el humo del cigarrillo atravesaba más fluidamente las cavidades pulmonares. Pupilas encendidas, extasiadas ante los cambios radicales del, ahora paradisíaco, paisaje cotidiano. Los ruidos del silencio amenizaban las tertulias, entre cerveza o medio y medio. Intelectualidad a carcajadas, escarnio al punto de vista único, reivindicación del disenso risueño, amor a la verborragia veraniega, anti solemne. Capitalistas obreros, burgueses proletarios, discriminadores promoviendo igualdades de género; todas las especies, menjunjes, experimentos bolchenazistas.

Entre vuelta y vuelta, sol y luna, dudas y certezas; hechizados por la impronta de la unicidad que desprendía aquel momento, notaron que el tamaño exacerbado de las olas comenzó a disminuir; las del mar en la playa, las de aquella indisimulable lucha de egos, causa perpetua de lágrimas ocasionales. Nuevas afinidades, paseos imaginarios en trenes de barro; gritos insolubles de gargantas tapadas de cicatrices, heridas absurdas pero necesarias, suturadas con ternura paradojalmente libidinosa. Todos reunidos en la cama, sentados uno al lado del otro: el placer desbordante, los dolores de un acto fallido, caricias permanentes, abrazos apretados, una especie de histeria asexuada, siempre latente. Tres meses inabarcables, procaces y genuinos resumidos en una frase célebre, un acto simbólico, algún que otro despiste vespertino. Temores sueltos haciendo peso sobre los hombros, ejerciendo presión con abominables tentáculos ante semejante explosión de felicidad contenida; como para recordarle a la flamante nube romántica de que en la vida hay cal, pero también arena. Sonrisa de oreja a oreja. Ojos bailarines, brillosos, intensos. Tan intensos 7


como este juego a todo o nada. Como el fuego del infierno, del sol rochense quemando sin piedad, de la cama que crujía, cruje y crujirá. Él se sintió liviano y le pareció desvanecerse rumbo al vacío. Había perdido el control; entregado a la aventura de vivir viviendo. Amando su encantadora locuacidad, siendo consciente del léxico multiforme, siguió camino a lo profundo de redes imposibles de desatar. Ella se hizo escuchar desde cuerdas vocales agudas, miradas penetrantes, gestos hoscos. Diatribas idealistas de fémina feroz terminaron de enterrarlo en este empalagoso lago de miel; a grito pelado, sin cuidar las formas, ni mantener las posturas, mucho menos pareciendo. Par de soledades afortunadas, afirmadas en lo tangible de lo intangible, en lo visible de lo invisible, en la realidad de los sueños. Aquella que palpan las almas, pero disfrutan solamente los corazones osados.

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Cuerpos Oscilantes Por Marcelo López Díez

EL POETA: «Se fractura una mano.» En pasos abiertos un cartel disminuye el pesar: «circule despacio»... y mis pasos se divierten. Manoseando certeramente la crespa pista ventana color rosa de una desconocida mujer. Te pido perdón por haberte visto nos perdonaremos la vida que alguna vez fingimos.

LA POETISA:

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Segunda Parte


«El estatuismo pendular.» «Una divinidad se recuesta en las vigas que sostienen la copula.» En la ceguera de mi vientre una luz que se abre dentro corre desbocada. Hasta un lago seco que va desde mis meninges al horizonte, anuncia que mis piernas abiertas son mojadas, por un fuego gótico irreversible. Quisiera que una profunda esquirla de luna, penetrase en mi. Sentir una vitalidad profunda y sorda en un ramillete de pelos deslizándose hacia la alfombra de mi ombligo tocando así la fuga del éxtasis 10


en la media noche. Por los dedos se apiadan los garfios de la sonrisa h煤meda en una catarata blanca. Resplandece en mis manos toda tu extensi贸n las madrugadas perversas. Atraviesa entonces mis caminos abierto dolor que fraguas el final, de los minutos... atraviesa mis dedos. Primero el fino tacto y en mi lengua ahogo tu ego, hasta que mis senos se llenen duros y perfectos de tanta vida. Que los brazos de tus costillas 11


corten el tiempo en retazos de piel. 多Sentir辿? el catre robusto de tus huesos que llameantes lleguen hasta mis torpes dientes. Un gusto salado se aventura por mis ansias resplandeciendo en cada arteria, vive en los pasos gimientes de mi fantasma enfermo. Sangra el sudor por mis u単as en los pe単ascos del desfiladero arando tu espalda. Por la cuesta de tu humanidad 12


sangran los callos de mi cuerpo... vencido por tantos jinetes. La luna prodiga mi vientre, la siembra... la vida. Que la belleza se emborrache en los perfumes del amor.

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La ferocidad de una gota Por Eva María Moreno

Era una gota rápida, prematura. El ritmo, sofocado. Gota enfurecida que, tomando el papel de líder, se quejaba por la fugacidad de su vida. Pensé que si hubiera sido gota pausada, de ritmo lento, nadie la habría escuchado. Sin embargo, nadie parecía hacerle caso, nadie se acercaba allí y cerraba el grifo, aunque eso significase acabar con ella. Sólo yo había captado algo, al menos la había escuchado. Aunque no me acercase al grifo, vivía con intensidad el desarrollo de esa gota. Hubo un momento de exterminio. Luego, el espacio se ensanchó, para que no olvidase que ella seguía allí esperándome, cansada de repetirse, una y otra vez.

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Ella Javier Úbeda Ibáñez

La primera vez que la vi fue en una exposición. Ella no me vio. El corazón me latía desmesuradamente. Me costaba respirar. Me escondí entre los pilares donde estaban expuestos mis cuadros. Era mi día, llevaba años esperando ese momento, y me tuve que salir de la galería. Su presencia inundaba el espacio y se metía dentro de mí pidiéndome que hiciera algo…

Mi móvil empezó a sonar, reclamaban mi presencia en la sala. Tras las súplicas de mi galerista, entré. Mi corazón se calmó, ya no me costaba respirar. Sentí que ella ya se había marchado. No la veía, pero sabía que ya no estaba. Otra oportunidad de esas que tan solo ves pasar hasta la próxima.

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El fotógrafo Javier Úbeda Ibáñez

Guillermo salía de su casa todos los días a primera hora, cargado con su cámara de fotos, para intentar captar la vida en el momento del amanecer. Se acercaba, sigiloso, a las deslizantes gotas de rocío y con un único clic plasmaba el momento del idilio entre la escarcha y los primeros rayos de sol. Se sentaba en un banco, y viajaba con su mirada ávida de esencias, buscando imágenes dispuestas a dejarse seducir por su luminoso objetivo. Regresaba a su casa cuando el sol se apoderaba de la mañana. Entusiasmado, rastreaba, una a una, las instantáneas que había atrapado, y las preparaba debidamente para su próxima exposición: El alma del amanecer.

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Disimuladamente Javier Úbeda Ibáñez

Disimuladamente te observo y tiendo hacia ti un puente de flores omnipresentes.

Y mi deseo hace alarde también de su fuego.

Disimuladamente, acaricio tu piel de azahar y musito tu nombre entre mis voraces sueños.

Disimuladamente, amor, pero con fervor, te busco, te encuentro, te quiero.

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En la noche y en el día Javier Úbeda Ibáñez

Tanto en la noche blanca como en el día oscuro prometo amarte, respetarte y colmarte de atenciones de un verde azulado.

Y también anclarme fielmente y con clamor a tu mirada oceánica, a tus caricias balsámicas y a tu piel de savia.

En la noche y en el día te prometo mostrarme siempre atento a tus férreos actos y palabras.

Todo será fácil y a la vez sencillo, como la vida misma, porque te quiero.

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El tercer día de Daniela Por Roberto Araque

El primer día llamó a las 4:00 a.m. Estaba muy alterada, no me dejó hablar. Apenas atendí, expresó estar harta. Su marido la tenía cansada, pues era un bebedor, mujeriego, vividor y la golpeaba cada vez que le daba la gana. Asimismo, y para colmo de males, me contó que lo echó de la casa porque intentó violar a su hija mayor. El padre de la chica, o el que presumía ella, aún no la reconocía, y eso era algo que contaba con cierto resentimiento cada vez que nos veíamos. En cambio el hombre de quien hablaba deseaba reconocer a todas sus hijas, mas no las miraba con ojos de padre amoroso. Después de unos minutos estalló en llanto y colgó. El siguiente día llamó a las 9:00 a.m. Estaba un poco más calmada. Parecía haber reflexionado. Su tono de voz era como el de una persona que estaba dispuesta a cambiar su vida. También intuí que no había dormido. Esa vez me permitió hacer uno que otro comentario. Le pregunté qué había pasado. Respondió que denunció a su esposo. Fue a la fiscalía, allí recibió ayuda. Hasta un abogado se comprometió en su caso; le daría asesoría legal gratuita. De igual forma expresó que una mujer debe valorarse y bajo ningún motivo permitir abusos, engaños o humillaciones. Además, comunicó que saldría adelante sin ayuda de nadie, porque era una mujer inteligente, joven y de guáramo. Entendía que había cometido errores, pero sus hijas no pagarían por ello. Después de varios minutos se despidió porque tenía algunas cosas que hacer. El tercer día llamó a las 6:00 a.m. La encontré como si nada hubiese pasado: alegre y despreocupada. Hablamos temas diversos, sin embargo, me preocupaba lo que había ocurrido. Pregunté en qué había quedado con el asunto de su cónyuge. Respondió que todo se había resuelto, pero necesitaba un favor. No quise negarme, propuse encontrarnos al día siguiente, no obstante insistió en que nos reuniéramos dentro de un par de horas. Y así, como en la resurrección de Cristo, nos encontramos el tercer día cerca de la panadería que está frente a la plaza Bolívar. La vi como nunca antes, preciosa y con un aire quinceañero que hacía olvidar ciertos detalles de su vida; era una mujer con cuatro niñas de dos padres, desempleada y sin estudios. Llevaba un vestido café, tacones y una carterita muy delicada. En su rostro no había rastros de maltrato, aunque cargaba uno de esos lentes que están de moda; enormes y cuadrados, ocultaban la mitad de su cara. A pesar de que parecía estar alegre noté que en sus ojos, una vez que se quitó las gafas, había algo de nerviosismo y miedo.

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Al terminar el café, caminamos por una avenida. Me preguntó acerca de mi vida como escritor. Dijo que había leído todos mis cuentos y esperaba que no la olvidara cuando lograse ser famoso. Reí por sus comentarios y ella parecía estar muy entusiasmada, sin embargo, justo antes de despedirnos y por primera vez en toda la mañana, se mostró triste. No quise ahondar en la herida, pero deseaba saber cómo había solucionado su problema. Sólo dijo que necesitaba cinco mil bolívares para pagar un abogado y que los regresaría dentro de un par de días. Nunca los devolvió. Nunca volvió a llamar. Tiempo después me enteré de que envió a su hija a vivir con su abuela.

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Inmortal Por Roberto Araque

Aun después de ese instante, inclusive segundos antes, no hubo caricias, ni miradas, ni palabras, ni silencios. No hubo nada. Pues todo se limitó a una sonrisa mal pagada y al zumbido del aire que zarandeó las cortinas al trancar la puerta. Su cuerpo yacía tendido sobre la cama, sudoroso, casi virgen y extenuado. Las sábanas, testigos húmedos de lo que fue todo menos amor, saborearon por pocos instantes el néctar de lo que en su tiempo era un cuerpo frágil, gracioso y ligero. Luego, con la serenidad de una pluma que flota libre y sublime sobre un trigal, se levantó. Preparó el terreno: retocó sus labios, enjuagó sus muslos, limpió su vientre, acarició y elevó sus colinas, reacomodó su cabellera y se atavió transparente. Frente al espejo yacía un monumento. Vistió la pijama cual paladín escudo y espada: posó sus pies sobre tacones ― que bien podrían simular un corcel negro ― y abrió la puerta a un mundo de música, risas y baile. Tras el dintel se veía la figura de una diosa andante que, dispuesta a luchar contra demonios y dragones, sonreía. No le importaba, ya que era de las más antiguas en una profesión milenaria e inmortal.

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EEUA Por Roberto Araque

Así como cuando un ave abate a su presa, caí sobre ella. Se escuchó un estruendo. Seguido, un alarido. Me miró con ojos vidriosos, mas no me inmuté, pues tenía que hacer lo que planifiqué y por supuesto ejecuté con maestría. La escogí entre muchas. Por meses la estudié; conocía sus manías, rutinas, miedos y los beneficios de su carne. No resultó difícil intuir que era descuidada, débil y zonza, sin embargo, se presentaba una dificultad: la compañía. Contadas fueron las veces que la encontré sola, en algunos casos la acompañaba alguien que sin mayor esfuerzo podía echar al pozo mis planes. Aunque eso no sucedió, en dos oportunidades postergué el encuentro ante esa posibilidad. Sí, el éxito es cuestión de tiempo, al igual que el fracaso. No obstante, desconozco de derrotas, mas no de victorias postergadas. Ya que no por suerte ni por cosas del destino ejecuto mis planes, logro mis objetivos debido a que mi fortaleza no radica en la fuerza bruta ni en mi astucia o inteligencia; simplemente se debe a mi paciencia. Pues soy un predador. Es cierto, no poseo garras retráctiles, mucho menos doscientos kilos de musculatura, tampoco colmillos, pero soy tan eficiente como esas máquinas altamente evolucionadas que aparecen en los documentales sobre félidos. Y no basta afirmar que me desenvuelvo en una selva para decir que soy un predador, más aun, soy la selva misma; en mí yacen tres individuos: cazador, presa y espectador. Porque no en vano sobrevivo y logro burlarme de los que me persiguen, hay que tener algo extra para ganarse el pan de la manera en que lo hago. Sí, me gano el derecho a ver la luz de otro día cuando lanzo no un rugido, no un grito, no un aullido, sino algo peor. Susurro cuatro míseras letras: EEUA Esto es un atraco.

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El Bosque Cerrado Por Athena Rodríguez

Raleid de Amenábar, de la familia Blom, ha emprendido un viaje improvisado a los confines del continente Thule, al reino de Deridia, debido a que sus padres han perdido la razón tras el rapto de su hermano Soren, y la única pista que encuentra, le provoca dos cosas: la primera, el pensamiento de que él podría encontrarse allí; y la segunda, la ilusión de traerlo de vuelta a casa, sano y salvo. En su recorrido, Raleid tendrá que atravesar El Bosque Cerrado, y también volver una y otra vez al mismo; la chica se enfrentará a la tentación de ejercer el uso correcto de la magia que le ha sido otorgada en su tierra. Probará las delicias del amor y la amistad, pero también el golpe de la traición...

Secretos por descubrir, mundos por destruir, y un alma por encontrar.

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Bienvenida, o no

Capítulo dos

Raleid hizo que la luz, que había «tomado prestada» de las ropas de Doruán, se apagara con otro golpe en su mano, y después nueve hombres entraron en su campo de visión nocturna. Uno a uno, con caballos incluidos, fueron formando un semicírculo frente a ellos. Al instante, la chica se dio cuenta de que sólo uno de los caballos era negro, y además, de que el hombre que lo montaba traía cubierta la cabeza con la caperuza de una túnica espesa y oscura. A continuación, el mismo hombre adelantó a todos los otros, logrando que con un estertor Raleid abandonara su asiento bajo el cedro: parecía estar llamándola entre las sombras y ella no pudo resistir la tentación de caminar hacia él. Entonces, el hombre sacó un brazo enguantado de entre la tela y Raleid detuvo su andar, pues pensó que lanzaría un cuchillo o que intentaría alcanzar su espada, pero, en lugar de eso, tiró unos polvos junto a los pies de Doruán, que enseguida se convirtieron en un curioso fuego amarillo, alto y crepitante. Otra vez ese fuego amarillo, pensó Raleid. La chica sabía un poco de magia, pero nunca había visto algo semejante; de pronto, le entraron unas ganas inmensas de arrebatarle el costal con los polvillos y huir, tal vez volar sin rumbo de nuevo… Se paró a contemplar su repentina locura, pero lo cierto era que ya estaba allí y tenía que hacerle frente a lo que viniera, todo por Soren, a quien realmente echaba de menos. —Avanza hacia el fuego y dinos quién eres —dijo el hombre de negro con una voz que a Raleid se le antojó más grave. —Tengan cuidado, está demente —advirtió Doruán. El grupo se tensó, sin embargo, cuando Raleid hizo lo que se le pidió y la luz del fuego iluminó su rostro, todos se echaron a reír. —¡Es una mujer! —dijo uno de los hombres del semicírculo, el que montaba caballo blanco con manchas grises. —¡Pero es peligrosa! —gritó Doruán, un tanto desquiciado porque nadie se había preocupado por desatarlo. —Di —prosiguió el hombre de negro—, ¿cuál es tu nombre? ¿Por qué has venido a importunar a mi pueblo? —Soy Raleid, vengo de Amenábar y estoy buscando a mi hermano. —Pero, ¿por qué has tratado a Doruán así? ¿Por qué has venido de esta manera?

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—¿Qué quería, eh? Oh, claro, que tocara a su puerta —el coro de hombres se echó a reír. —Eres muy insolente, Raleid, seguro eres de la familia Efteg, o tal vez de los Blom —al reconocer el apellido de los suyos, la chica sintió un repentino calor desde el cuello, que fue ascendiendo hasta su frente. Avanzó los pasos justos, casi hasta tocar al hombre y a su caballo. —No vengo tras la pista de mi hermano porque se haya fugado con una de sus mujeres, o porque quisimos escapar de nuestros padres —declaró molesta—. Estoy aquí porque tengo la sospecha de que algo malo le ha pasado y de que su gente está involucrada. —Tiene agallas, ¿ah? —dijo un hombre montado en el caballo de pelaje café, y el hombre de negro, que seguía sin mostrar su rostro, levantó la mano silenciándolo. —Raleid… creo que eres uno de los Blom, ¿cierto? También tu padre destaca por ser todo impulso —soltó él, en voz baja pero con suficiente claridad. —Sí. Esa es mi familia —dijo estirando el cuerpo, como si así pudiera demostrar su orgullo. —Y esta no fue la manera de acercarte —aseveró él—. Volvamos al castillo. A ella tráiganla, tenemos una huésped… Ah, y desaten a Doruán, por amor a Thïes. Raleid quiso protestar, mas no lo hizo: las palabras de aquel hombre le habían resultado punzantes, pero ya había conseguido que la internaran en Deridia y, por lo visto, también que le dieran posada; si iban a ayudarla con el asunto de Soren, era todo un misterio y esperaba que se lo dijeran cuando antes. Los hombres se pusieron en movimiento, el viejo rubio que se encargó de desatar a Doruán se deshacía en carcajadas, Raleid podía jurar que por sus mejillas corrían unas lágrimas pequeñas. Sintió pena por lo que le había hecho a Doruán, tal vez sus compinches tendrían material de sobra para burlarse de él por todo un ciclo, pero no tuvo tiempo de sumergirse en la culpa, puesto que uno de los caballos grises se quedó quieto junto a ella, y el hombre trigueño y simpático a su lomo, se inclinó, la cogió por la cintura y la hizo subir tras él. Raleid se aferró con ambas manos a su cuerpo. Con rapidez, el hombre de negro tomó la delantera del grupo y encauzó el camino que debían tomar. A Raleid no le daba confianza el repentino silencio que se había convocado, pero tampoco quiso corromperlo. La mañana cayó sin ser esperada y Raleid sintió el rocío en sus mejillas. La chica ni siquiera se había dado cuenta del transcurrir de la noche, ni de que, a la luz de los primeros rayos del día, la cara exterior del Bosque Cerrado podía ser hermosa. 25


—Ey —susurró el hombre que tenía las riendas del caballo que la trasladaba—, no mires atrás ahora, nunca sabes lo que encontrarás allá —puntualizó con un movimiento de cabeza—. Por cierto, mi nombre es Darien. —Puedes decirme Raleid, y gracias, aunque aún no entiendo el porqué de tu advertencia — decidió sincerarse con él, pues a Raleid le había caído bien. —Si estás acompañado, el sitio no es tan horroroso, incluso llegas a disfrutarlo… pero estando solo, lo que se dice solo, o cuando una persona ve hacia allí, las cosas cambian, y, con regularidad, se encuentra con cosas que no debería—. Raleid quedó en las mismas ante su explicación, Darien solo había conseguido acrecentar el misterio y ella decidió ignorarlo por el momento. Pronto los cascos detuvieron su golpeteo por el camino; los jinetes y sus caballos se habían quedado quietos porque el hombre de negro lo había hecho primero. Enseguida, se retiró la capucha y la dejó reposar sobre sus hombros: por detrás se adivinaba joven y a Raleid le atrajo la luminosidad de su cabello plateado, casi blanco, como la nieve que cubría constantemente las calles y los techos de su hogar; largo y de seda, como el lago junto a su casa, cuando no estaba congelado. El tipo de negro y cabello plateado giró la cabeza, pero solo para dejar a la vista su perfil derecho. Entonces Raleid se odió por el efecto que provocó en ella: ni siquiera le había visto la cara entera y se sorprendió por la constatación de su juventud (tal vez tenía tres o cuatro años más que ella), y porque su barbilla afilada, su nariz curvada un poco por el puente y su piel lívida, le resultaron un conjunto muy bello. Dian-tres, dijo para sus adentros. Pero lo que quedó grabado justo en el centro de la mente de Raleid, fue el ojo gris azulado de aquel desconocido. Un ojo, en la distancia: se sentía patética. —Adelante —ordenó el hombre a la comitiva—. Raleid, Darien será tu guía a partir de ahora —volvió el rostro al frente—. Darien, di a Keisi que le prepare la alcoba que pertenecía a Ivelisse. —Pero… —quiso protestar él. —Así será, Darien —tajó aquél. —Vamos —le susurro el joven trigueño a Raleid, que tan solo pudo asentir. La habitación donde se quedaría Raleid, se encontraba en la planta baja del castillo, pero, antes de llegar, tuvo que admirar el lago que rodeaba al edificio, el puente levadizo que tuvo que ser situado con gran esfuerzo, y la reja en forma de rastrillo que separaba el portón principal del 26


peligro exterior. De modo que la chica no sólo quedó boquiabierta, sino que también tuvo una terrible sensación de agobio. Ya estaba allí, ¿podría salir algún día? Raleid tuvo que esperar afuera de los aposentos de la llamada Ivelisse, mientras que Darien daba las instrucciones a Keisi, una niña que guardaba cierto parecido con él. Al tiempo, Keisi había estado preparando la habitación dirigiendo miradas de extrañeza hacia Raleid. En breve le comunicó que el sitio estaba listo y ella se apresuró a instalarse. Dentro de la habitación de Ivelisse todo era perfecto, parecía que nunca había estado desprovista o que Raleid hubiera pertenecido a otro lugar; quería quedarse allí para siempre, pero sabía muy bien que debía seguir con su búsqueda. Como no tenía equipaje, pronto Raleid se encontró sin nada qué hacer, pensaba salir a merodear más tarde, pero creyó que lo que necesitaba en realidad era otra cosa. Se lavó todo el cuerpo, en una tina elegante, con agua fría, pues no quiso molestar de nuevo a Keisi, y fue apenas lo que encontró en el cuarto de baño. Después, se puso uno de los camisones que supuso eran de la tal Ivelisse y decidió tirarse en la cama y cerrar las cortinas del dosel. Y justo cuando empezaba a dormirse, llamaron a la puerta. Raleid se sobresaltó, corrió a buscar una bata en el armario y se irguió a un costado de la entrada al cuarto. —¿Diga? —preguntó indecisa. —¿Me permites pasar? —era la voz de aquel hombre, el del ojo en el centro de su mente. —Sí, digo… Espere—. Raleid se sintió nerviosa y tuvo que ocupar el tiempo solicitado, para regularizar su respiración. ¿Qué me está sucediendo?, se preguntó. Por fin abrió la puerta, y ahí estaba él: de rostro completo, un lienzo digno de la más exigente galería. —¿Qué traes puesto? —preguntó él. —¿Disculpe? —se extrañó ella, tardando en entender que se refería a la bata—. ¡Oh, claro! Encontré esto en el armario. —Son ropas viejas, le diré a Keisi que las cambie —aclaró, aunque Raleid creyó ver en sus ojos cierta molestia. —Está bien, yo… no necesito nada más —aseguró Raleid. —¿Te importa si entro? —cuestionó él, y entonces ella se sonrojó, puesto que se dio cuenta que seguía deteniendo la puerta. 27


—Claro —se hizo a un lado y, con un movimiento de mano, lo invitó a pasar. Al hacerlo, él revisó el sitio con la mirada y Raleid pensó que, si era posible, su rostro se había ensombrecido un poco. —¿Pasa algo? —quiso saber ella. —Pasa todo, chica —la miró a los ojos, pero sin fijarse realmente—, has quebrantado algunas normas y no sé qué sucederá contigo, pero espero que todo se resuelva pronto. Por cierto —quiso añadir—, soy Detlof y me encargo de la seguridad del castillo, y una vez que hable con la familia Dashwoode, te diré cuál es tu situación aquí. —Gracias —dijo Raleid, arrastrando la palabra. —De nada. Vuelve a la cama Raleid — al mencionar su nombre, sus ojos grises azulados se fijaron en los ámbar de ella—, sólo quería cerciorarme de que estabas bien… para cualquier cosa que necesites, habrá guardias tras la puerta. —Gracias —espetó ella nuevamente, a pesar de que no sabía si las atenciones eran cuestión de amabilidad, de advertencia o de simple protocolo. —Bienvenida pues, a Deridia —dijo Detlof girando sobre sus talones y perdiéndose, en un ondeo de su túnica, por el hueco de la puerta. Y aunque Raleid supo que sus palabras eran sinceras, le fue inevitable sentirse arrollada por un escalofrío.

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Prófugos Por Juan Gianfelici

Decidiste partir, abandonar o escaparte O quedarte (en la luna) No quisiste jugar Floreciste y te echaste a volar El avión despegó Y sin saber quien llevaba voló y se perdió Y vos fuiste igual Nunca supiste quien llevaste dentro O acaso quien dejaste en la estación Hoy, que nada sé de vos La tinta te revive a cada renglón Y en cada estación Donde gusto parar Probar y jugar, a luego abandonar Porque éramos casi igual Un alma bifurcada Deudores de la misma historia pasada Y fue la otra vez ya Que me esforcé recordarte

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Y me pregunté si sería sano O acaso vano, volverlo a hacer ¿Sabes quién respondió? Nadie Como era de esperar A esa hora y en ese lugar Y luego pagué Siempre acostumbro hacerlo Desde que decidí partir (Y quedarme en tu luna).

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¡No te lo permito! Por Paula Rosselló

La sesión continuaba. Ese día Anthony estaba encendido y el deseo que sentía por ella galopaba ardiente por sus venas. Por mucho que hiciera, no parecía tener nunca suficiente de su cuerpo, de su piel... Su deseo le hacía alternar las manos con la fusta y posicionar el cuerpo femenino según le convenía... Los gemidos que se escapaban de la garganta de Amira enervaban el ánimo de Anthony, sin dar descanso a su cuerpo ardoroso. Estaba tan alterado que su respiración acelerada hacía tiempo que se había convertido en sonoros jadeos y gruñidos. Decidió suspenderla y le colocó el arnés de cuerda sobre el torso. Le sujetó las manos detrás, la elevó aproximadamente un metro sesenta y le dejó el cuerpo en ángulo recto. El hermoso y firme culo de Amira estaba a la altura perfecta para poder disponer de él. Las hermosas nalgas estaban enrojecidas, encarnadas. Anthony no le había dado tregua desde que empezó la sesión de BDSM. Había disciplinado, pero siempre con la fuerza controlada, sin dañar la tierna piel. Quería disfrutar y alargar al máximo el momento. Anthony se posicionó cerca de la cabeza de la esclava, que pendía inerte. Amira carecía de fuerzas para elevarla y Anthony recogió su largo pelo con una de sus grandes manos. Estiró con fuerza desde le nuca y le levantó la cabeza de un tirón. Se le cortó la respiración al ver la mirada encendida de esos ojos color miel, colmada de pasión. —Bésame —ordenó Anthony con voz ronca mientras, con la otra mano le pellizcaba un pezón y lo estimulaba una y otra vez. Ella gimió sobre su boca antes de besarle e invadirle profundamente con la lengua, como sabía que a él le volvía loco. Él sintió como perdía el control. El deseo era demasiado intenso, quemaba su voluntad. Volvió a tirar con fuerza del pelo para interrumpir el beso, muy a su pesar.

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—No te lo permito, ¿me oyes? ¡No te lo permito! —denegó con la fuerza de una sentencia, sin dejar de mirarla de forma penetrante. Su mirada encendida, se sumergía en los cálidos ojos de Amira, convertidos en profundos pozos de deseo. —Amo… por favor —suplicó ella. —¡Cállate! —ordenó furioso, Anthony. Se movió a su alrededor. La cogió de las caderas, la inmovilizó en el aire y le abrió las nalgas. Expuso su vulva y la tocó con un dedo, su sexo rezumaba humedad, Amira estaba muy excitada. Sin poderlo evitar, Anthony gimió y hundió la cara entre esas nalgas respingonas. Aspiró su esencia con fruición. Entonces la torturó con su lengua sin piedad y la llevó al éxtasis una y otra vez. Ella jadeaba, se arqueaba y se retorcía, atrapada entre las cuerdas y las manos de él. La cabeza de la esclava, expuesta a la voluntad del Amo, subía y bajaba, presa de convulsiones de placer. El cascabel adherido a su collar tintineaba y llenaba la estancia de música improvisada. Al cabo, él no pudo contenerse por más tiempo. Hizo descender la argolla a la que Amira estaba sujeta con las cuerdas y la puso a su altura, pero aún así ella no pudo tocar el suelo con los pies. Anthony la penetró por detrás con ansia, clavándose profundo en ella. Enredó las manos en el largo pelo rubio e inició un salvaje vaivén que los llevó al clímax al mismo tiempo. Al cabo, cuando ya las manecillas del reloj volvieron a cobrar vida y sus cuerpos dejaron de estremecerse en convulsiones de placer, Anthony la desató, la incorporó y le levantó la barbilla, para poder estudiar la expresión de ese rostro que le quitaba el sueño por la noche. Suspiró, sin hallar las respuestas que buscaba dentro de sí mismo y le quitó el collar de sesión. —Amo... —susurró ella, con la voz temblorosa y los ojos brillantes de lágrimas contenidas. —No puedes... ¿entiendes? —denegó él de nuevo, en un murmullo lleno de pesar. Anthony se giró de espaldas a ella y abrió la puerta. Pero antes de atravesarla y desaparecer se giró y mirándola por sobre su hombro, continuó—No puedes amarme. No te lo permito.

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Avanzó y cerró. La dejó sola en la estancia que era a su vez su jaula y su hogar. Anthony se apoyó de espaldas en la recia madera de la puerta que los separaba y cerró los ojos. Angustiado, se encorvó sobre sí mismo al sentir que le costaba respirar. Ella se estaba convirtiendo en el mismo aire que necesitaba para respirar. Y no podía permitírselo. Ella era su prisionera, su cautiva y al cabo, debería dejarla libre cuando hubiera liquidado la deuda que tenía pendiente. Anthony apretó los dientes y se enderezó. Echó a andar, impetuoso. Se alejó a duras penas de la puerta y del dulce aroma de la piel de Amira. Al cabo de varios días, Anthony elevó la mano y tocó el botón del timbre que sabía que sonaría en la celda de Amira. Se pasó la mano por el pelo y se lo echó hacia atrás, mientras su corazón bombeaba fogoso. Había esperado mucho tiempo. Mucho más de lo habitual para volver con ella. Había intentado ahogar las ansias que tenía de ella. De su piel, de su aroma..., del sonido de su voz cuando se le entregaba.

Cuando todo empezó, Anthony no se imaginó que podía enamorarse de esa forma de ella. Siempre la había deseado… ¿Quién no? Era perfecta, con su precioso cuerpo, su largo pelo rubio y esa boca tan sensual. Pero cuando el padre de Anthony le dejó en herencia los papeles de la deuda de Amira, éste se frotó las manos con satisfacción. Amira había acudido al padre de Anthony para pagar las deudas de juego de su hermano y se había endeudado ella misma. Anthony sabía que ella no podría cumplir con las fechas de los pagos y al final tendría que acudir a él. Y cuando por fin la tuvo ante él, el triunfo que sintió le borró el sentido común. Verla suplicar, verla implorar piedad, le excitó tanto que estuvo todo el día empalmado. Él lo tenía todo pensado hacía tiempo y se tomó su tiempo para exponerle sus condiciones. Sentado tras la mesa que en su día ocupara su padre, en el despacho decorado con pesadez y

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opulencia y lleno de arrogancia y prepotencia, le pidió su cuerpo, su voluntad, a mil por día, así hasta la total liquidación de la deuda. Amira palideció y luego enrojeció hasta la raíz del cabello. Se levantó como una exhalación y se dirigió hacia la puerta, pero Anthony continuó hablando, como si ella no se hubiera movido y Amira se detuvo. Estrujó las tiras de cuero del bolso que sostenía, mientras escuchaba con incredulidad y rabia. Él le explicó en qué consistiría exactamente entregarle su voluntad y ella tuvo que sentarse cuando se le doblaron las rodillas por el impacto que le supuso descubrir la perversión del ser que tenía enfrente. —O, si no quieres, siempre puedo denunciarte por impago y te quitaran tu casa. Te encerraran en la cárcel, perderás el trabajo... Ella palideció aún más si cabe, tragó con esfuerzo. No podía perder la casa. Le había costado mucho esfuerzo y todavía estaba pagando la hipoteca y si perdía el trabajo… Su familia dependía de ella. Amira se sintió desfallecer, no podía fallarles. Hizo acopio de valor en su interior y asintió. Pero Anthony quería estar seguro. —No te oigo —dijo con dureza. Quería… Necesitaba oír la voz de Amira y su claudicación. —Sí, lo haré —susurró ella, con la voz rota, y el corazón sangrando. Él saltó del asiento y en dos zancadas salvó la distancia que los separaba y se posicionó a su lado. La cogió del pelo y estiró con brutalidad hacia atrás. —¿Qué vas a hacer, perra? Amira reprimió el grito de dolor que pugnaba por salir de su garganta y contestó: —Obedecerle… Amo… Esas palabras llenaron de poder el espíritu de Anthony. Descendió con lujuria sobre la boca de Amira y la besó con brutalidad. Le invadió la cavidad bucal y saboreó su inicial resistencia. Anthony sonrió para sí. ¡Lo que iba a disfrutar sometiendo esa voluntad!

Y ahora, cuando los meses habían pasado y la deuda se había reducido a unos cuantos miles, su corazón clamaba desesperado por ella. 34


Lo que creyó que sería un simple juego sexual, pronto se convirtió en una adicción, en una necesidad. Ella había cumplido, había obedecido e incluso le había sorprendido con aportaciones propias algunas veces, antes de las sesiones, elevando su excitación hasta límites que nunca antes había conocido con anteriores sumisas. Descendió las escaleras y se detuvo frente a la puerta de la celda donde la había tenido cautiva durante casi cuatro meses. Sabía que ella estaba preparada, desde que había oído el timbre que anunciaba su llegada. Abrió la puerta y observó la estancia, sin traspasar el umbral. Amira estaba en medio del suelo de la celda, arrodillada, desnuda, con el collar brillando en su cuello, la frente en el suelo y los brazos extendidos totalmente hacia delante. Se había retirado el pelo de la espalda y la cascada de hebras doradas se desparramaba en el suelo, entre sus brazos. Era la primera vez que ella escogía esa postura para presentarse ante él. Se le cortó la respiración y se puso duro al instante. Avanzó y cerró. Ella no se movió, a pesar de desear con toda su alma ver la expresión de la cara de Anthony y saber si había cambiado de opinión. —Levántate —ordenó Anthony, al llegar junto a su cabeza. Ella se incorporó y se arrodilló pero cuando iba a levantarse, él la cogió del pelo y le restregó la cara contra su bragueta a punto de reventar. Se le escapó un gemido al notar el roce contra su inflamado glande y la soltó, pero no dijo nada. Solo la miró fija, penetrante. Ella levantó la mirada hacia él. Se estremeció al ver la expresión de Anthony, necesitada, apasionada y comprendió. Subió las manos por las perneras del pantalón de forma muy lenta y al llegar a su entrepierna, bajó la cremallera del pantalón y le liberó. Sin dejar de mirarle a los ojos se introdujo su polla en la boca y se la tragó entera. Incapaz de prolongar más ese ardiente instante, lleno de placer, sin perder el sentido, Anthony exclamó: —¡Para! La orden, imperiosa, restalló en el silencio de la celda.

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El cuerpo de Anthony respondía con totalidad a la boca y la lengua de ella y le estaba llevando al límite. Le rompía su control. Respiraba acelerado, casi jadeante. Amira paró y Anthony se separó de ella y la miró desde arriba. El deseo de poseerla en ese mismo instante era tan potente que pensó que no podría contenerse, pero quería alargar esa sesión todo lo que pudiera, pues iba a ser la última. Había decidido dar la libertad a Amira, dejar que se alejara de él para siempre. Ella merecía algo mucho mejor. —Levántate y siéntate en el potro —le ordenó, mientras se alejaba y se dirigía hacia el sillón del Amo, situado en una esquina de la celda para poder observarla. Ella tragó saliva. El potro era un instrumento de tortura exquisita y siempre acababa rendida cuando Anthony le ordenaba subirse a él. Su mirada se oscureció y sus pupilas se dilataron. Se levantó con el labio inferior atrapado entre sus dientes. El cuerpo de Amira poseía una gracia felina y cuando se movía, su piel capturaba la luz y creaba sombras sobre su nacarada superficie. Sus movimientos sensuales volvían loco al dominante que creyó poder hacer de ella su juguete y luego desecharlo como si fuera papel mojado. Los senos firmes y orgullosos, capturaron la atención de Anthony. Plenos, enhiestos, de pezones erectos, evidenciaban la ardiente excitación de esa hembra que caminaba como si lo hiciera sobre una alfombra roja; tal era su dignidad. Anthony ahogó un gemido y se tapó la boca con la mano. Su corazón desbocado le martilleaba en el pecho y el latido le retumbaba en los oídos. Observó como Amira se subía en el potro y se posicionaba sobre el vibrador colocado sobre su superficie. La sumisa le miró, con la pierna levantada y su sexo expuesto para él. —¿Puedo, Amo? —pidió permiso, con voz temblorosa. Él asintió con la cabeza y vio como ella descendía lenta, sin dejar de mirarle y se clavaba muy profundo el considerable tamaño del pene artificial, mientras emitía entrecortados jadeos. Cuando lo tuvo todo en su interior, echó la cabeza hacia atrás y se arqueó gimiendo, sometida al placer.

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Entonces, Anthony activó el potro, con el mando a distancia que guardaba en uno de los brazos del sillón, y el potro empezó a moverse, como si de un toro mecánico se tratara, aunque mucho más lento. Al mismo tiempo, ella empezó a mover la caderas y acompasó sus movimientos con los del potro en un suave sube y baja. Amira gimió y se contorneó sobre el potro. Bajó la cabeza y buscó la mirada de Anthony cuando le llegó el orgasmo. Se agarró con fuerza a la anilla de metal fija sobre el cuero del potro, mientras su cuerpo se sacudía y el placer la recorría. Las puntas de los dedos de los pies se le encogieron y toda la piel se le erizó. —No pares. ¡Sigue! —le ordenó, implacable. Ver como Amira le entregaba una y otra vez su placer, le traspasaba la médula. Ella, estremecida, continuó moviéndose pero estaba cansándose y sus movimientos perdieron intensidad. Eso enervó a Anthony y se levantó. Se acercó al armario y cogió el látigo corto. Se acercó a ella y le pellizcó con fuerza un pezón. —¡Muévete! Muévete como tú sabes, mi loba. Ella jadeó bajo su mano, y sus movimientos se aceleraron, volviéndose más calientes, más tórridos, más intensos y sus ojos ambarinos le taladraron con intensa pasión. —Amo... Amo... — susurró mientras el deseo por él la consumía. —Sigue... no pares... — ordenó de nuevo su Dueño, sin compasión. Anthony levantó el látigo y lo descargó sobre los glúteos femeninos. Ella se arqueó y la fuerza del impacto hizo huir el aire de sus pulmones. Y Amira subió y bajó, cada vez más rápido. Él aumentó la velocidad del movimiento del potro y ella chilló su nombre mientras se corría con violencia. El cuerpo de Amira se convulsionó sobre el aparato y perdió el sentido, deslizándose hacia el suelo. Anthony la sujetó, la cogió en brazos y desconectó el potro. La acunó contra sí, mientras la ternura le invadía. Solo se sentía vivo cuando la tenía entre sus brazos. Ella se recuperó y le miró, con una trémula sonrisa en sus labios.

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—Mi Amo —susurró, levantó una mano y le acarició la áspera mejilla, con barba de dos días —Le amo. Soy suya, Señor. El corazón de Anthony saltó en su pecho al oír como Amira le declaraba su amor otra vez. Incapaz de resistir bajó la cabeza, le capturó los labios y le invadió la boca, saboreándola a placer. Con un gemido impetuoso, la aplastó contra él y estrujó su cuerpo con pasión mientras devoraba su boca lleno de ansia. —Mi loba... Eres mi loba —murmuró sobre su piel. Bajó con sus labios por su largo cuello y la mordió con fuerza. Ella se estremeció entre sus brazos. Al cabo, Anthony se separó con un esfuerzo y la miró a los ojos. Con una mano le quitó el collar y lo lanzó lejos. —¿Amo? —interrogó Amira, extrañada. —Eres libre, puedes irte... Ya no te retendré más —explicó Anthony y le cogió la mano para depositar sobre su palma la llave de la celda que había sido su hogar durante esos cuatro meses. Ella bajó la vista hacia la llave y luego volvió a mirarle. De forma lenta pero inexorable la comprensión inundó su mirada. Durante un largo minuto le miró sin decir nada, luego cerró la mano sobre la llave, la levantó, la volteó y la abrió, dejando caer la llave al suelo. La llave tintineo contra el pavimento. —¿Qué haces? —inquirió él, perplejo. —Cógela y vete, eres libre... —Ordenádmelo, Amo —pidió ella. Se puso de puntillas y se acercó a su rostro. Anthony se irguió, con un destello de agonía en su mirada. —Yo ya no soy tu Amo, ya no tienes Amo. Solo tú eres dueña de ti misma, desde ahora. Yo ya no puedo ordenarte nada —afirmó con énfasis. Se alejó de ella, con un esfuerzo. Su cálida piel le atraía como un imán y solo podía pensar en lo mucho que la deseaba. Quería estrujarla de nuevo entre sus brazos y poseerla. Pero no podía, la amaba y, por eso, la liberaba. Ella sonrió al oírle, al escuchar las palabras que había querido oír durante todos esos meses y que siempre le fueron negadas. ¡Era libre, por fin!... Pero ella, sabía la verdad.

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Al principio Amira pensó que la tortura a la que ese hombre la sometería sería perversa y de un sadismo extremo, pero descubrió en él a un dominante apasionado, exigente. Que quería y deseaba su cuerpo hasta las propias fronteras de su ser. Y a la vez se sintió cuidada como nunca lo había sido. Él era cariñoso hasta hacerla sentir la mujer más amada sobre la tierra, después de las sesiones. Y… Hacía mucho que había entregado todo a ese hombre. No solo su voluntad o su cuerpo... Le había entregado su ser, su esencia, su aliento... La sangre de sus venas... Su libertad ya no significaba nada para ella, porque él lo era Todo, ahora. —Si ahora soy libre, puedo decidir por mi misma ¿no? —pregunto y él asintió, desconcertado. Amira continuó: —Bien, entonces... No puedes. No puedes alejarme de ti, no puedes devolverme la libertad cuando toda yo te pertenezco... No te lo permito, ¿me oyes? ¡No te lo permito! El impacto de esas palabras hizo retroceder a Anthony, como si le hubieran golpeado. —¿Qué dices? —Digo que soy tuya. Digo que no puedes devolverme aquello que te he entregado por propia y libre voluntad... Digo que disponga de mí como le plazca, Amo, pues soy de forma absoluta, suya... Si usted me acepta, claro —añadió la sumisa, la esclava, de repente insegura. —¿Qué si te acepto?... —estupefacto, con el corazón a cien, Anthony adelantó un paso hacia ella y se detuvo. —¿Estás segura? Ella asintió, sonriente. Él avanzó, la abrazó posesivo y declaró sobre su boca: —Entonces, no habrá Dios que me separe de ti... ¡Jamás! Y la besó con toda la pasión que albergaba en su corazón.

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Planta Tomada Por Francisco Cappellotti

Me gustaba aquel patio repleto de plantas. Allí, cuando era chico, solía sentarme a leer las hermosas novelas de Julio Verne, mientras mi madre regaba los helechos, la palmera, las madreselvas, la azalea, los rosales y, preferentemente, la enamorada del muro. Ella, muy voluntariosa, se ponía los guantes, tomaba la tijera de podar y regadera, luego, encendía la radio y comenzaba con sus pacientes cuidados. Yo, en una mezcla de admiración hacia mamá y Verne, pasaba allí todas las tardes. Sin embargo, hoy por hoy, han cambiado un poco las cosas. Mamá ya no está para hacerme compañía mientras leo novelas y cuentos. Ahora estoy solo en aquel patio, las plantas han crecido, pero de todas formas no me molestan, me gusta ver el avasallante florecimiento de la naturaleza. Hoy, por ejemplo, me he sentado a la sombra de la palmera para pasar la tarde; esta vez he elegido Cortázar, «Casa Tomada» precisamente. El libro está ahí, arriba de la mesa circular de plástico, al lado del mate y el termo, junto a los lentes para la lectura. Entonces, leo. En el cuento, ya han comenzado los ruidos en el fondo de la casa y los hermanos han pasado a la habitación contigua. Poco a poco los están excluyendo y lo saben, pero no quieren saberlo. Se van, ni siquiera preguntándose por qué lo hacen, sin mostrar resistencia. Parece que algo mucho más poderoso los obliga a hacerlo. Cerré el libro, el cuento de Cortázar me había parecido maravilloso. Tomé un mate, pero ya estaba frío. Era hora de calentar otra pavita. Me levanté con el termo en una mano e incomprensiblemente caí al suelo, sobre el césped húmedo. Mi pie estaba aprisionado, como tomado por los tobillos. Pataleé hasta que al fin pude zafarme. Un vástago de la enamorada del muro me había hecho caer. Ya era hora de tomar la tijera de podar, no cabían dudas. A la mañana siguiente, ni bien desperté, me propuse hacer la tarea encomendada. Desayunaría unos mates y luego me pondría manos a la obra. Sin embargo, cuando bajé a la cocina mis ojos no podían creer lo que veían. La enamorada del muro había traspasado el tejado y ahora se extendía por todo el ambiente, resquebrajando el alero, rompiendo las tejas, destrozando el yeso de la pared como una verdadera intrusa. ¡Cómo podía ser aquello! Parecía que de la noche a la mañana le hubiesen dado fertilizantes y ahora su desarrollo era incontenible. Quise salir al patio, más bien ir al cuartito del fondo en busca de la tijera de podar, pero la puerta estaba atascada, se podían ver vestigios de la planta por todo el piso. Empujé la puerta con el hombro, pero era imposible. No sabía qué hacer y eso me impacientaba. Entonces tomé distancia y arrojé una patada 40


impiadosa hacia la puerta. Inútil. Permanecía incólume. Haría un intento más por la ventana de la cocina. Acerqué un banquito, corrí las cortinas, pero un color verde intenso me sorprendió de repente, haciéndome perder el equilibrio. Caí al suelo, y desde allí, obnubilado, vi cómo la enamorada del muro ingresaba lentamente por la ventana. En vano intenté abrirla. Busqué una cuchilla en el lavabo, y probé cortar la planta donde creía que estaba el obstáculo. Pude hacerme con un par de ramas, pero de todas formas no me sirvió de nada. La ventana no abría. Tenía que ir a la ferretería en busca de una tijera de podar y también un serrucho. De seguro que tendría que cortar dificultosos troncos. En la tienda me atendió un señor amable, calvo, de lentes y con un overol azul. Acodado sobre el mostrador, dijo: ―Además de la tijera y el serrucho ¿por qué no lleva una pala? Si no la arranca de raíz, la maldita nunca se detiene. Yo tuve que hacer eso en mi casa. Asentí y pedí que me pusiera todo en una bolsa. Llegué a casa corriendo, un tanto desorbitado. Puse la llave en el cerrojo, di las rutinarias dos vueltas que se requieren para abrir, pero una vez más la puerta no cedía. Ahora la enamorada del muro se había empecinado en buscar la calle. Es más, se podían ver las profusas hojas arrasar con todo. Dejé la bolsa en el umbral de casa y miré para un lado y otro en busca de algo, de alguien. Estaba desesperado. Ya no sabía si todo aquello era real o tan solo un sueño. Aldo, el vecino de enfrente, pasó andando en su bicicleta, pero no me salieron palabras para detenerlo, mejor dicho, para pedirle ayuda. Ni siquiera hablar podía. Di vueltas sin saber qué hacer, prendí un cigarrillo tras otro hasta que Mabel, la chica del kiosko de al lado, me dijo: ―¿Qué pasa, Juan? ¿Puedo ayudarte? Esta vez no pude detenerme en las curvas de Mabel, ni tampoco en sus exuberantes pechos. Un problema mayor me invadía. ―Me olvidé la llave, me dejarías intentar subir al techo por tu casa. Mabel fue en busca de una escalera para facilitarme las cosas. Se agachó sensualmente dejando ver el comienzo de sus nalgas, pero yo ya no podía ver nada. Para más, ahora, la enamorada del muro escapaba hasta por la cerradura. Mabel se puso de pie y dijo: ―Ya está, subí que yo te tengo la escalera. ―Gracias. Logré alcanzar el techo de casa con las herramientas que había comprado, pero en sí no había logrado nada, tan sólo decepcionarme más de la cuenta. La maldita planta había copado 41


todo. Aquel techo parecía una dilatada sabana con tejas destrozadas a un lado y otro, la canaleta venida abajo, ni siquiera la chimenea se veía. Y, como si fuese el mismísimo Papá Noel, se había deslizado por el conducto, pero para apoderarse de mi austera vivienda. En un rapto de esperanza me asomé al patio, quizá por algún lado consiguiera una abertura para poder ingresar a casa. Sin embargo, nada normal allí había. La palmera parecía taparlo todo como si se tratase de la selva amazónica, las madreselvas querían alcanzar el cielo, los rosales mostraban sus espinas como hermosas lanzas impiadosas, la azalea era tan grande que creía ser una inmensa nube henchida de furia. Ni que hablar del césped; ya había tapado más allá de las ventanas. Sentí pasos detrás de mí, pero no volteé. Mabel me tomó del brazo. Ambos permanecimos con los ojos atónitos, mirando hacia abajo. ―¿Tuviste tiempo de llevarte alguna cosa? ―me preguntó inútilmente. ―No, nada.1

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Tomado del relato «Casa tomada», de Julio Cortázar

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Las Campanas de la Muerte Por José Ramón Muñiz Álvarez

Arqueros del alba Primera parte

Para María Dolores Menéndez López

Soneto I

El viento helado que rozó el cabello, Llenándolo de escarcha y de blancura, No osó matar su hechizo, su ternura, Sus luces, sus bellezas, su destello: Manchado de granizo fue más bello, Más puro que la nieve cuando, pura, Desciende de los cielos, de la altura, Tan diáfano que el sol luce en su cuello. Hiriéronla los años, la carrera, El rápido correr hacia el vacío, Más no perdió la luz de su alegría. Sus risas, floración de primavera, Fluyeron como, rápida en el río,

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El agua en su correr, helada y fría.

Soneto II

Un ángel vi de niño en la mirada De aquella anciana dulce y cariñosa, Más bella que la aurora perezosa Cuando apagó su voz de madrugada. En su cabello blanco la nevada Hirió el color luciente de la rosa, Y el pardo de sus ojos hizo hermosa De su mirar la luz, alma hechizada. De niño vi en su rostro la dulzura De aquella vieja a la que, agradecido, Besaba con amor en la mejilla. Su voz hablaba llena de ternura, Amable siempre, en tono suspendido, Mostrando, con amor, su alma sencilla.

Soneto III

La orilla alborotó un mar coralino Y el cielo asaltó, puro y despejado, Aquel caballo raudo que, embrujado, 44


Pincel se hizo del aire cristalino. Y hallaste, al avanzar en el camino, Crepúsculos sin voz, un mar dorado, Y pudo descansar, ya fatigado, Tu aliento, firme ayer, hoy peregrino. La noche vino larga y duradera Con el amanecer, robando el día, Su luz, su brillo, toda la hermosura: Mi pecho será luz, y, dondequiera, Habrá de iluminarte cuando, fría, Te aceche, sin pudor, la noche oscura.

Soneto IV

No oiréis correr de nuevo el arroyuelo Que, alegre, se lanzaba a su caída, Ni al dulce ruiseñor, cuya venida La bóveda alumbró del alto cielo. Dolores era hermosa como el vuelo Que alcanza las antorchas de la vida, Luciente como el alba que, encendida, Cuajaba en sus cabellos el deshielo. Mi espíritu poblaron las malezas Dejándome en las sombras misteriosas 45


Que llenan hoy mis versos de tristezas. Sus ojos son estrellas luminosas, Sus luces, altas torres, fortalezas, Alegres sus sonrisas perezosas

Soneto V

A cambio de tus besos silenciosos Un reino he de entregar, tierra olvidada, Aire sin voz, llegando a la morada De todos los misterios y reposos. Los guiños de tus ojos cariñosos Allí me encontrarán, alma cansada, Lleno de amor, de entrega fatigada De anhelos y de esfuerzos dolorosos. Habré llegado a ti desde la vida Para volverte vida entre mis brazos, Y habremos de emprender el largo viaje. Del sueño volverás del que, dormida, Pretenden despertarte mis abrazos, Que abrieron a tu amor tanto coraje.

La aurora de la muerte

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Los prados humedecidos Que, besados por la helada, Con la misma madrugada Yacían adormecidos, Escucharon los gemidos Llegados del firmamento, Que, rozados del aliento De la aurora blanquecina, Apartaron la neblina, Densa en las alas del viento. Y aquella mancha de plata Que el sol trajo en su carruaje Iluminaba el paisaje, Mezclando al blanco escarlata, Que, aunque tímida, sensata, De agotarse temerosa, Rasgó la caricia hermosa Al rayar en la mañana, Como caricia temprana, Llena de luz, olorosa. El arroyo, sin apuro, Aún su cauce empobrecido, Murmuraba su sonido Al cruzar el valle oscuro, 47


Siguiendo el curso seguro Que, en su descenso tranquilo, Avanzaba con sigilo Entre las cómplices sombras, Regando secas alfombras, Buscando mayor asilo. De las aguas transparentes, Su curso lento, sencillo, Se saciaba el cervatillo Que bebió de las corrientes, Reflejándose en las fuentes Donde las juncias brotaban, Y en las alturas hallaban La copia de su hermosura, El sosiego y la frescura En las nubes que flotaban. Y entonces te despertaron De aquel sueño perezoso, Con el beso más gozoso Que jamás imaginaron, Los colores que llegaron A las alturas de un cielo Que alcanzaste, alzando el vuelo, Al nacer de la mañana, 48


Donde la llama temprana La escarcha halló sobre el suelo.

Soneto VI

Heraldo de bondad fue su semblante, Más puro que la luz de la alborada, La gracia de su rostro, la mirada, Sincera siempre, bella a cada instante. En ella la ternura era constante, Más clara que el granizo y la nevada, Hermosa como el sol, jamás nublada La frente cuyo rostro hizo brillante. Más pura fue su piel que la azucena Que brota en primavera por los prados, Más cándida y más bella, siempre buena. Recuerdo que sus párpados cansados Tendían a cerrarse, aunque sin pena, Buscando sueños siempre reposados.

Soneto VII

Un mar navegarás donde, brumosos, Negando al sol la luz, llama escarlata, 49


Los vientos, sombra gris, noche insensata, El cielo cerrarán avariciosos. Después de los umbrales cavernosos Del sueño que en la noche se dilata, Tus ojos se abrirán, perla de plata, Buscando los paisajes luminosos. Y todo mostrará su luz dorada, El cielo, el sol, el mar y las orillas, Para escuchar tu voz, ayer callada. Risueñas nuevamente tus mejillas La brisa sentirán más que hechizada, La leña dando al alba y sus astillas.

Soneto VIII

El despertar más dulce y placentero Cubrió su rostro cuando, de mañana, Cruzaba, aventurero, su ventana El sol del mediodía pendenciero. Robábale los sueños su lucero, Valiente y atrevido, pues, lozana, La luz la despertaba, con desgana, Besándola, al llevarle aquel platero. Después iluminaba el cuarto oscuro 50


Corriendo la cortina, que, luciente, Dejaba gala al oro y su belleza. Alzábase del lecho y, sin apuro, Serenos, de su boca, lentamente, Brotaban los bostezos con pereza

Soneto IX

Dejaste transcurrir la hora temprana, Palacio que en el sueño se escondía, Y vio volar la luz la brisa fría, Después de bien corrida la mañana. Manchada por la luz, halló lozana La risa que en tu rostro se encendía, Tan clara como el sol al mediodía, Que el cielo hizo del aire soberana. Montó, en un cielo lleno de belleza, La noche su corcel de madrugada, Las crines sujetando con firmeza. Mas no encontró más luz en tu mirada Que aquel amanecer vuelto en tristeza, Que el prado halló cubierto por la helada.

Soneto X 51


No vueles, ruiseñor, hacia los cielos Que se hacen más azules en verano, Ni escapes, golondrina, de mi mano, Llevada por la brisa y sus desvelos. No corras, herrerillo, aunque tus vuelos Te dejen alcanzar lo más lejano, Ni escales, carbonero, el aire en vano De donde caen las nieves y los hielos. No partas, ave blanca, si tu nido Lo tienes junto a mí, donde la tierra Se alegra de tu voz y tu sonido. Amor serán los bosques y la sierra, Los árboles y el prado que, dormido, Se olvida de la helada que lo encierra.

El alba despertaba

El alba despertaba Sobre las sombras tristes, Y, oyendo su bostezo, Corrieron lentamente a las alturas Las llamas de aquel sol que se encendía Con paso lento, débil y cansado, 52


Al tiempo que los mares, Rozados por la brisa, Dejaban que las olas se escapasen Como un caballo blanco por la sierra. El alba despertaba Sobre las sombras tristes, Y, oyendo su bostezo, Temblaron los rosales que la escarcha Rasgaba sin pudor, cuando, inclemente, Su hielo sobre el pétalo, lo hería Con un cuchillo fino, Acaso cristalino, Veloz, cada mañana de diciembre, Como un caballo blanco por la sierra. El alba despertaba Sobre las sombras tristes, Y, oyendo su bostezo, De nuevo salpicaron los arroyos Los prados, las orillas, los alisos Desnudos de las hojas de sus ramas Que, en tardes otoñales, Perdieron sin remedio, Llevándolas las brisas invisibles Como un caballo blanco por la sierra. 53


El alba despertaba Sobre las sombras tristes, Y, oyendo su bostezo, La luna y las estrellas retiraron Su luz hermosa, débil y cansada, Al tiempo que la noche se escondía, Volando hacia otros reinos, Fugaz como las horas Que corren como el viento, como el aire, Como un caballo blanco por la sierra.

Soneto XI

La luz sobre las sombras se deshizo Un viernes de noviembre donde, bella, En el fogón ardía una centella Que alzó la magia rara del hechizo. La lluvia dejó paso al invernizo Susurro de los vientos, su querella, Cansados de quejarse, pues aquella Más dura sonó en boca del granizo. Las lluvias y los vientos sacudieron Con toda su dureza los tejados, Luciendo, firmes, su perseverancia. 54


Las brasas, sin embargo, resistieron A los chubascos, viendo preparados Viruta, carbón, leña en abundancia.

Soneto XII

Sus manos delicadas, temblorosas, Ya débiles, estaban siempre frías, Mas no sus ojos, cuyas alegrías Lucieron en el fuego de dos rosas. Sus piernas caminaban temerosas De algún tropiezo, pero ciertos días Andaba con soltura si, en las mías, Sus manos se apoyaban jubilosas. Y, júbilo febril, me dio el hechizo Que pueden dar los ángeles del cielo, Hasta que su sonrisa se deshizo. La luz del sol cortaba el blanco hielo Que el prado hirió, con nieves y granizo, Pincel de la mañana sobre el suelo.

Soneto XIII

El sol buscó un crepúsculo callado 55


Detrás de las montañas y cordales, Las luces, las estrellas celestiales Que al orto dan, desde su principado. El oro fue en los mares reflejado Y el vuelo alzaste, yendo a los cristales, Del alba, cuyos brillos celestiales Ardieron en un cielo despejado. El árbol deshojado de tu risa Las noches desnudaron sin apuro, Las horas, las auroras y la brisa. Desnuda pudo verte el aire puro, Errante voladora tu sonrisa Donde cayó, a la noche, un sol oscuro.

El brillo incandescente

Dejad que nazca, En la lejanía, El brillo incandescente Que llena de colores las alturas, Y que, rompiendo las sombras, Corran los campos azulados del firmamento, Siempre a sus anchas, Los corceles de la mañana. 56


Mas no venga la muerte en su galope. Corriente sobre corriente, Abrazarán las aguas de los mares. Corriente sobre corriente, Las de los lagos y arroyos. Corriente sobre corriente, Las de los montes, las de los valles. Y, pronunciando su claridad atrevida, Arrancarán la noche de un zarpazo, Hiriendo el cielo con sus relinchos, Con su alegría repentina, Llenando de bullicio Las horas que se desperezan. Mas no venga la muerte en su galope. Corriente sobre corriente, Alcanzarán los reinos que bostezan, Los de las sierras dormidas, Los del estanque, los de las playas. Y, pronunciando su claridad atrevida, Derrotarán las huestes de la noche, Borrando, a su paso, las estrellas, Dejando al aire las crines Lucientes como el oro Que vuelve a despertarnos. 57


Mas no venga la muerte en su galope. Dejad que nazca, En la lejanía, El brillo incandescente Que llena de colores las alturas, Y que, rompiendo las sombras, Corran los campos azulados del firmamento, Siempre a sus anchas, Los corceles de la mañana.

Soneto XIV

La sombra que borró su rostro bello Volviéndolo cenizas en la nada Negar quiere mi voz, cuando, callada, Se rinde al alumbrarla en un destello. La nieve que fue antorcha en su cabello Haciéndolo más claro, a la alborada, Recuerdo pudo ser, donde, apagada, Revive, al recordarla en todo aquello. Hirió su voz sin lucha el sinsentido Que arranca de los pechos el aliento Que ceden, quejumbrosos, su sonido. La muerte arrebató su sentimiento, 58


Y el hielo sus rosales hizo olvido, Hiriéndola con fuerza el raudo viento.

Soneto XV

Prendieron las antorchas su belleza, Las luces, el color y la hermosura, Las llamas de una súbita ternura Que ardió sobre su frágil fortaleza. Voló un suspiro al aire y, sin torpeza, Cruzó el silencio triste, y su figura, Serena, fue buscando otra postura, Librando en su bostezo la pereza. Sus ojos se entreabrieron y miraron Con dulce claridad, nunca con prisa, Gozando de la siesta y su reposo. Las llamas de una estrella dibujaron La bella mariposa de su risa En su semblante dulce y cariñoso.

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Negocio que uno puede hacer en un parque Por Alejandro Alberto Taborda

Una mujer compra silencios. Rutinariamente se ubica en uno de los parques de las afueras del distrito y sin utilizar los silencios ya comprados comienza a gritar bruscamente su intensión. La gente pasa y la observa minuciosamente, como si se tratara de un

fenómeno humano

desagradable; pues tal rutina y la indiferencia de sus probables proveedores la angustian al punto de la depresión más lúgubre. Entre grito y grito manifiesta estar dispuesta a pagar cualquier precio. Ocasionalmente se detiene alguna persona con actitud solidaria y le ofrece acercarla a algún lugar, suponiendo que la mujer está bajo un tratamiento psiquiátrico que abandonó huyendo de manera inconsciente. Cuando se arrima alguien, la compradora no pierde oportunidad para argumentar en detalle sus acciones, que en su griterío expresa en forma general y escasa de contenido. Su argumento es siempre idéntico: ―Gracias por acercarse. Mire, como ya habrá escuchado efectivamente compro silencios, pero antes de que se aleje déjeme decirle que me asombra encontrar gente tan inteligente como para arrimarse a vender sus silencios en estos parques tan cercanos a los suburbios. Ya no quedan en el mundo personas que valoren la importante y ardua tarea acumularlos, quizás porque no se han puesto a pensar en la finalidad de este trabajo, o mejor dicho no visualizan lo que generamos con él. Generalmente las personas, luego de esta mínima e intrigante introducción, se alejan confusas, pero en caso de que se queden la mujer procede: ―Yo compro esos silencios que, si bien se usan en el parque, en realidad abundan en la ciudad. Esos que no emiten sonido externo pero que hacia adentro rugen como fieras. Los silencios que busco se producen con la boca entreabierta y la dentadura superior e inferior próximas entre sí. En oportunidades son descomprimidos por las personas a través de un gruñido o un balbuceo, lo cual a mi criterio no les resta valor. Sin embargo lo que nos interesa de ellos es lo que esconden Para este punto el común de la gente la escucha por varios motivos, puede tratarse de verdadero interés o simple tolerancia generadora de entendimiento. Entonces suelen buscar alguna comodidad que les permita sostener su postura de oyentes durante el resto de la 60


exposición; de modo que algunos toman asiento en un banco cercano y otros se paran en postura de descanso con una pierna como punto de apoyo, la cual será relevada por la otra sucesivamente cada vez que la postura genere incomodidad como producto del cansancio. Luego de observar estos gestos como sinónimos de aceptación la mujer continua: ―Seguramente ha notado que he dejado entrever que somos más de una las personas que nos dedicamos a esto. Entiendo si le parece extraño, pero para nosotros es tan raro como el hecho de que la gente ande por ahí haciendo tanto uso innecesario del silencio... me refiero a los silencios utilizados en los momentos en que uno cuestionaría algo; cualquier cosa: una persona, una injusticia, un hecho, una regla impuesta, una acción inapropiada... Me entiende, ¿no? «Como buena negociante no espere que delate mis beneficios más profundos, lo que sí le pediré es que me permita darle una vaga idea de lo que mi negocio implica. Por razones de economía lingüística, la explicación será breve, de modo que usted pueda llevarse un bosquejo imaginario que lo convenza en la idea de venderme sus silencios. «Nos diferenciamos de los vendedores de palabras y consignas. El tema es así, ofrezco cualquier precio de manera simbólica pero real, ya que me propuse dedicar mi paso por el mundo a conseguir que la gente me venda su silencio, se puede decir que ofrezco la fuerza de trabajo de lo que me queda de vida para conseguirlo. Si no quiere venderlo ahora no se preocupe, en algún momento mi trabajo se convertirá en el precio que usted cree justo. «No pretendemos construir un capital de silencios, ¿Pues de que nos servirían si en definitiva no se escuchan? Tampoco queremos generar una escasez de silencios, eso no sería posible, la gente los produce con desgano, aguantando las ganas de emitir explosivamente lo que piensa, pero su producción es sencilla y masiva. Lo que deseamos es que el mundo valore el silencio, provocando una nube expansiva que avance contagiando a la humanidad de una necesidad de reserva del silencio, contradictoriamente fundada en los mismos principios que los generan. «Entonces la rueda queda de la siguiente manera: cada vez que usted reprima sus deseos de cuestionar una cosa, una persona, una injusticia, un hecho, una regla impuesta o una acción inapropiada, recordará que existe gente que está dispuesta a pagar cualquier precio por ese silencio que está a punto de utilizar; esto lo llevara a no hacer uso del altamente cotizado silencio y más tarde se deshará de él ante una persona que, como yo, le pagará cualquier precio, pero le restará el gran valor que usted ganó al no guardar silencio ante cualquier cosa cuestionable.

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No hace nada Por Sergio Alvez

Llegué al cerro Santa Ana en busca de un tal Olegario Giménez, quien tendría para mí una historia digna de escribirse. Carecía de información precisa para encontrar su casa: todo lo que tenía era un garabato a birome que el propio Giménez me hizo sobre la hoja del cuaderno, cuando me lo encontré esa vez en Posadas. Por entonces, apenitas estaban abriendo un poco el camino principal para hacer lo que después sería esa fastuosa obscenidad que es el Parque Temático Santa Ana. En la base del cerro, al poco de empezar a subir por la picada principal ―atravesada cada tanto por otros caminos angostos y trillos que se perdían en la espesura del capuerón hacia rumbos inciertos― mojé mi cabeza con el agua de una vertiente. Me hice de un palo para usarlo a modo de bastón, y me dispuse a continuar. Según el precario mapa hecho por Giménez, debía llegar hasta casi la punta del cerro, que está a 360 metros de altura sobre el nivel del mar. Allá me esperaba una historia. Comencé a caminar. Por el camino desierto, cuando ya llevaba media hora de ir subiendo, me crucé con un hombre que llevaba un violín atado a su espalda. Parecía mbya. —Buen día, disculpe, ¿conoce la casa de Olegario Giménez? Pero el hombre se limitó a mirarme, sacar su violín, florear una melodía breve y animosa, guardar el violín y seguir caminando. Continué subiendo el cerro. Hacía un calor tremendo. Anduve y anduve sin cruzarme con nadie, contentándome con el rumor misterioso de las quebradas y seguro de estar aproximándome a mi destino. En mi mochila, un vino patero esperaba ser abierto para brindar con Giménez y escuchar en detalle su increíble historia. Una hora más de caminata y el camino se bifurcó en dos. Tomé el de la izquierda. Un rato después, algo apunado, me detuve en una chacra de tranquera abierta, desde cuyo umbral se dejaba ver una casa distante, tal vez, a unos cien metros hacia adentro. Mi idea era pedir un poco de agua y volver a preguntar por la casa de Giménez.

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Me permití el atrevimiento de cruzar la tranquera, entrando apenitas al terreno, y aplaudí lo más fuerte que pude. La puerta de la casa estaba abierta, pero nadie salió ante mi primer llamado. Me adentré unos metros más y repetí la operación del aplauso, esta vez acompañando el batir de palmas con un silbido (el que me sale más fuerte demanda apretar el labio inferior con los dedos pulgar e índice). En eso, un perro irrumpió desde la parte trasera de la casa y salió corriendo hacia mí. Era un gran danés marrón, y de lejos parecía un caballo. Con su tranco largo, estaba claro que en segundos estaría dónde yo estaba parado, quizás devorándome. En ese instante efímero en el que esa bestia se acercaba a mí con sus dientes a la vista y los músculos exaltados, comprendí que moriría. La sensación fue incluso superior al pánico: fue la entera certeza de estar ante el último momento de una corta vida. ¿Así que esto era todo? Ni siquiera intenté correr. Me entregué a un pensamiento comprensivo, de resignación, sentí pena por lo que dejaría en este mundo: una familia, miles de sueños. Adiós. Cuando el perrote iba llegando, en un instinto de supervivencia, me puse en guardia, como un boxeador al iniciarse el último round. Ahí venía, dispuesto a saltarme y morderme el cuello, para luego englutir ―ya con mi anatomía desprovista de todo signo vital― mis restos mansamente. —¡Duncaaaann, quieto! —irrumpió de pronto una voz femenina. El perro patinó, se detuvo ante mí, se sentó sobre sus patas traseras, y empezó a jadear con la lengua afuera. Sentado, su hocico me llegaba al pecho. Una mujer de largo vestido, y con un trapo en la mano, caminaba hacia mí por el mismo camino que había hecho Duncan. Bajé la guardia. —No hace nada —me dijo al llegar. Le pedí agua. Me hizo pasar. Bebí casi un litro de corrido. Le pregunté por Olegario. Me dijo que había muerto hacía un mes. Entendí que tardé mucho en ir a buscarlo. Me despedí, salí hacia la picada de nuevo. Me senté sobre una piedra, contemplando la altura. Abrí el vino y le di un buen trago.

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Desde el puente Por César Aramís Contreras Parra

Una vez más, me encuentro asomado al puente, viendo hacia el río, con los brazos extendidos como un Cristo. Cada cierto tiempo me pasa. Voy cruzando el puente y me entran las ganas irrefrenables de lanzarme de cabeza. Es como una comezón, una urgencia que me nace en la boca del estómago, se va a mi cerebro y seduce a mis pies con llevar a cabo la ilusión. No hay que confundirse, no soy ningún suicida. Mi loca obsesión con lanzarme del puente no es algo que tenga que ver con una tristeza irreparable o una vida que no tiene compón. Para nada. Más bien soy un hombre feliz. Casado desde hace quince años, con tres hijos hermosos que me hacen estar orgulloso de ellos cada día más. Un buen trabajo que me permite ir escalando y superándome profesional, intelectual y económicamente. Una buena ponderación entre mis amigos y allegados, ganada con trabajo duro y buena disposición. Mi vida está bien. Mis ganas de saltar del puente tienen que ver con otra cosa. Más que una idea, a veces diría que es una emoción. Siento un flujo de energía por todo el cuerpo y me siento con la fuerza para hacerlo, para lanzarme. Otras veces, cuando aparece el pensamiento en mi cabeza, empiezo a imaginarme las reacciones de mis conocidos, de mi familia, al encontrarme muerto flotando en el río. Me regodeo un poco en sus expresiones de tristeza; me distraigo elaborando los comentarios de pesar que harían sobre mí, las historias divertidas que contarían de las veces que salieron conmigo, los consejos sabios que les di en algún momento, cómo no podrán aguantar vivir sin que yo esté, sin escuchar mi voz en las mañanas, cómo desearían poder decirme una vez más lo mucho que aprecian haberme conocido y haber aportado tanto a sus vidas. La mayoría de las veces, lo que siento son voces llamándome desde lo más profundo del río que corre por debajo del puente. No sé de qué otra manera ponerlo. Son voces llamando mi nombre, pidiéndome que vaya a encontrarlos, que comparta con ellos una copa. Me dicen que baje, que no me haga el duro, que me decida de una vez y despegue los pies del concreto. Me dicen que reciba con gracia el beso del agua fría del río y que me acerque a saludar, que no sea maleducado. Es gracioso porque mi mamá solía decir algo muy parecido cuando yo era niño. La recuerdo sentada en el sillón de cuero de la sala, con las luces apagadas, fumándose un cigarrillo y escuchando las baladas de Rocío Durcal. Siempre estaba tomaba y cantaba como si no hubiera nadie más en el mundo. Levantaba el vaso a la altura de su frente, para que ambos pudiéramos verlo, y me decía que, desde el fondo del vaso, le hablaban. Me contaba de unas voces en las profundidades de la copa que le decían cosas, que le pedían que se acercara a hablar con ellos, que no fuera descortés. Pegaba la oreja a la boca del vaso, cerraba los ojos y me decía que las voces le pedían que se ahogara con ellas. Era una loca, ¿no? Siempre estaba así, triste, y luego cuando llegaba papá, cinturón en mano, un poco borracho también, se mostraba toda envalentonada, haciéndole frente y hasta lanzándole un par de golpes. Pero mamá siempre mezclaba el alcohol con pastillas: tranquilizantes, somníferos y cosas por el estilo. Yo solía decirle que no lo hiciera, que eso era 64


peor… pero siempre lo decía en mi mente, nunca en voz alta. Cuando mamá le hacía frente a papá, al principio parecía fuerte, pero luego las pastillas comenzaban a hacer efecto y quedaba en una especie de trance donde no podía hacer nada por defenderse. Papá se daba un festín de golpes. Y nosotros viéndolo todo desde debajo de la mesa. Es muy curioso cómo resultan las cosas. Al final, mamá murió ahogada. No sabemos bien si se ahogó en alcohol, si se ahogó en su propio vómito o en el agua de la bañera, pero cuando la encontré en la tina había alcohol, vómito y agua casi en partes iguales. Recuerdo haber ido al cuarto de mi hermana y decirle: —Roberta, ven a ver cómo quedó la vieja. Está comiquísima. Ella lo que hizo fue gritar y llorar cuando la vio. No entendió mi chiste. Ninguno entendía mi sentido del humor. Papá se veía bastante afligido durante el velorio y el entierro de mamá. Yo no entendía bien por qué. Más bien, cada noche que llegaba borracho a darle golpes, parecía molesto con ella, con su presencia. Yo siempre me imaginaba que cuando muriera mamá —porque estaba seguro de que ella iba a morir primero— él estaría tranquilo, aliviado. No me hubiera molestado en lo más mínimo haberlo visto feliz. Era lo más lógico. Papá murió un par de años después, pero no por el alcohol. Ni por las drogas. Él mezclaba el alcohol con cocaína, por eso siempre le ganaba a mamá. Papá murió por accidente, cuando resbaló en la cocina y el cuchillo que tenía en la mano fue a parar en su pecho. Al menos así fue como se lo contamos a los policías. Hay detalles que siempre guardaremos mis hermanos y yo y que no hace falta que se desentierren tantos años después. Me costó bastante trabajo hacer que esos idiotas se quedaran callados, que entendieran que mi plan era mucho mejor que el de ellos. Al final comprendieron, pero vaya que me costó trabajo y a ellos unas cuantas heridas. Supongo que mamá sentía una necesidad por beber parecida a la que yo siento por lanzarme del puente de vez en cuando. Supongo también que papá sentía una urgencia muy parecida por golpearla a ella y a nosotros. Lo que he aprendido con el tiempo es que ese tipo de impulsos hay que liberarlos. A mí me empezó a pasar en la adolescencia, cuando sentía esas ganas ciegas de golpear a otros. Nunca me frené ante ese instinto. Lo siento por los chicos, pero era mejor para todos que yo liberara mis tensiones. En esa época también había voces que me llamaban. No me invitaban a lanzarme de un puente, sino a hacer cosas que sabían que iba a disfrutar. Me pedían que entrara a un supermercado y robara mercancía que no necesitaba, pero era divertido hacerlo. Las voces también me insinuaban que debía seguir a esta chica o a esta otra y atacarla en un callejón alejado. Siempre les hice caso, nunca las consideré algo extraño. Para mí eran algo que había heredado de mamá; hasta les tenía cariño. Pero estas voces que me están llamando del río, estas voces tienen algo distinto a esas que escuchaba en mi adolescencia. Porque las otras venían de mi cabeza, pero estas vienen claramente de afuera. Y tienen un sonido suplicante, lastimero, muy diferentes a las voces serenas y hasta irónicas de mi pubertad. Estas voces que escucho ahorita, mientras me mantengo viendo hacia el río tienen un parecido con… pero no podrían ser, es absurdo.

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A ver, supongo que debo aclarar que tengo un pequeño hobby. El segundo miércoles de cada mes salgo más temprano de la oficina y pues, le quito la vida a alguien. No es algo de lo que esté precisamente orgulloso, pero tampoco es algo por lo que me deba sentir avergonzado. Es un pasatiempo, como cualquier otro. No es nada muy elaborado, solo me voy a alguna calle, sigo a una persona hasta su casa y ahí les hago daño un rato, disfruto de sus gritos de desesperación —me recuerdan a los de mamá cuando peleaba con papá, o cuando papá la destrozaba a golpes, mejor dicho —y luego les quito la vida con un cuchillo. Los envuelvo en una tela gruesa y vengo aquí en las noches a lanzarlos desde el puente. Simple y clásico. Es una buena manera de desahogarse, de liberarse de las tensiones del día a día. Prefiero tomar a un desconocido y descargar todas mis frustraciones contra él o ella, que llegar a casa y tratar mal a mi mujer o a mis hijos. Tampoco hay que enloquecer ni perder el foco. El hogar debe mantenerse en orden. Bajo los brazos y me quedo mirando el río un rato más. Es gracioso. Nunca había asociado las muertes con las voces que escuchaba desde el río cada vez que pasaba por aquí. ¿Por qué ahora? ¿Será que estoy sintiendo culpa? ¿Es esto lo que llaman arrepentimiento? Es una sensación peculiar. Un cosquilleo en el pecho, en el oído. Pero nada más. Mejor sigo caminando. Mi esposa me espera con una rica cena caliente y más vale que llegue temprano.

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Corceles de la memoria

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Por Jesús I. Callejas

Montevideo estaba demasiado calurosa aquel verano y Felisberto huyó de la sofocación que en su habitación de hotel se alojaba impúdica, para colmo, abanicándose frente al balcón que parecía dominar la ciudad y su movimiento, con la intención de recorrer inquieto, o con ligero desespero, parques citadinos. Se detuvo en la Plaza Independencia; cercano al Monumento a Artigas, oteó en pose de cazador discreto y respiró tratando de recuperar el aliento que la inquietud le arrebatara valiéndose de apuro; pero era innecesaria tal preocupación: si es cierto que nos bañamos siempre en el mismo río ―contrario a lo que afirmara Heráclito―, también asumir debemos que respiramos al aliento único de la creación. Gustaba de la ciudad en ciertas ocasiones más que en otras, concluyó indeciso entre encaminar latidos hacia el mausoleo del prócer o danzar entre las palmeras extrañamente giratorias. Trató de plancharle rencores a su traje: ¿por qué hoy la ciudad me alerta y traslada a Marruecos o Túnez? Era Felisberto hombre que siempre parecía estar a la búsqueda de algo, declaraban los vidrios empañados entre sus adoquinadas pupilas y calles andariegas; la incertidumbre de sus pasos, incluso estando fijos; las inesperadas pausas de la mano redactora que desparramaba cardiaca tinta y que resultara ser la delatora máquina de escribir escondida en el puño del saco. La única rival del piano en su acuario corazón. El sol no daba tregua paseando refractarios dedos de oro sulfúrico a lo anchuroso de la bahía y el cerro, absorbido sensorial, desparramado a puntillismo entre los incontables peregrinos de la tarde joven en la llamada «Atenas del Plata». Desesperó Felisberto, escuchando preludios y nocturnos de Chopin; sonatas de Mozart; fragmentos en persecución exacta dentro de su pirámide bioquímica, asumiendo que se moría anónimo en la mar de gentes y sonidos, pero la calma que no fallaba ciclos de regreso le amortiguó la prisa hacia una pequeña fuente que no supo recordar ―Quizás vendría después… ¿Después de qué? ― y en la que encontró asidero momentáneo. Fue entonces que el sol abanicóse dudas y se escurrió para dar paso al eléctrico galpón de nubes provocando deserción en plaza y avenidas, dejando solitario, cuasi adormilado a Felisberto y su reloj de ansias. Saltando aterrado vio lo que presentían los puentes oníricos de su laringe y su jauría de letras le alertaba.

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Relato tomado de Arenas residuales y demás partículas adversas

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Apareció ante su perpleja vista, en forma de navío, una gigantesca mujer acostada de espaldas, cabello perpendicular, fino barredor de escombros, que se desplazaba por sobre la bahía no tocando aguas y se detuvo en medio de la plaza mientras una dulce voz lo tranquilizaba: Nada temas, Felisberto. Acércate y sube a nuestro encuentro. Si Voltaire relató que San Dunstán viajó en una pequeña montaña a las costas de Francia y al desembarcar la bendijo de regresó a Irlanda, por qué no escalar los pabellones de viajera carne… Sí, pues la mujer―velero, o sea, la virgen-barca de cursos ancestrales, no portaba en su estructura maderas y metales. La escalerilla de abordaje partía desde su ombligo y los puntiagudos senos, que confundió con el cerro Catedral, donde se erigían dos figuras embozadas, le anunciaron la receta del mareo. ¿Dónde estoy?, reaccionó cuando la armazón puso proa en dirección al limpio océano. Viajas en Celina, tu profesora de piano… Celina, Celina, y Felisberto escudriñó en torno a la cubierta lapislázuli de cortinajes, klines o triclinios, ánforas, ciatos y escifos; hacia el mástil o rareza de grafito. Algo calmado, procedió, so pretexto de limpiar sus lentes cómplices, a sentarse lo más alejado posible de las siluetas que aparentaban síndrome de petrificación. Descendieron o flotaron, sus velos expuestos a las caricias de la brisa atardecida, y se detuvieron frente al invitado sin moverse; se diría que enraizadas al suelo-plasma del navío, mientras el musical céfiro penetraba las coyunturas de seda: blanca cubriendo a la de superior estatura; negra a la de más delgada postura. ¿Quiénes son ustedes, qué desean de mí? Cayeron los velos y el espectáculo facial hizo palidecer aún más al incrédulo. A su curiosidad espantada, se mostraron dos horroríficas criaturas de amarfilados colmillos, garras de bronce, alas doradas y cabezas de serpientes enredadas. La feroz visión lo hizo retroceder, pero tan torpemente que cayó contra una mesa repleta de viandas y licores derribándola, lo que no impidió que persistiera en arrastrarse hacia el fondo de la nave-cuerpo. Calma, Felisberto; nada malo habrá de sucederte. Levántate, que tal posición no corresponde a un hombre de tus méritos. Y alzando su tenso brazo se presentó orgullosa. Soy Euríale… Ella, y señaló, en pose de sibila en trance, a su derecha: ella es mi hermana menor, Esteno… ¡Oh, dios misericordioso!, imploró él. Perdido soy… Las gorgonas… Así es, e iniciaron paseo alrededor del hombre. Eres afortunado; lo calmó Esteno mientras derramaba líquido ambarino en uno de los recipientes. Nuestra hermana Medusa, la mortal de las tres, cayó decapitada por la espada de Perseo. Hemos quedado solas, pero aliviadas; Medusa nos atraía amonestaciones de los dioses superiores y mala reputación. Y con este cargamento de serpientes, la tarea no es fácil, intervino Euríale posando su garra en el hombro del asombrado convidado. Acércate a la comodidad del sitio; ven, siéntate. Conducido por ambas, se arrinconó mirando por la borda las nubes que, cual oleaje vaporoso, se desplazaban en vías contrarias y la lejanía solar enmascarada en fuego. ¿La nave no se mueve?, indagó en lo que se disponía a beber intentando olvidar el supremo desagrado, primo del vómito, que las nauseabundas criaturas le 68


inspiraban. Euríale mostrando una seductora pierna a través de su túnica cortada en triángulo respondió, como quien adivina le pregunta, pero mantiene actitud prudente para no ofender al invitado: A veces lo hace, según majaderías aristotélicas en círculos perfectos y velocidad uniforme; otras, acorde a ptolemaicos pedantescos, en perfección circular pero a velocidad no uniforme. Expresado así, o mejor, citado «científicamente», para que tu condición humana mejor lo entienda, pero en realidad nada de eso se aplica a nuestra cosmogonía. ¿Qué suena? El cabellotrapecio de Celina chorreando mares. Felisberto apuró su trago y tendió el artefacto en espera: Mi condición humana dice que no entiende esas explicaciones. Verás, aseveró algo impaciente Esteno: Se mueve y no se mueve. Quieta y a la vez transcurre. Bueno, eso es absolutamente comprensible, y satisfecho por primera vez tamizó los detalles opulentos de la nave, cuando inquirió, rostro iluminado y lentes ajenos al sudor: Por cierto, ¿han visto ustedes a un anciano, tuerto o ya ciego del todo, desaseado y mal vestido? Sí, sí, Clemente Colling, tu viejo profesor de piano; está adentro en la recámara cubierto de mantas y cobijas; se niega a levantarse de la cama que le hemos preparado. Vaya descortesía no salir a saludarte. ¿A dónde se dirigen?, si es permitido preguntar? Todo es permitido para ti, querido Felisberto, pero todavía no lo sabrás, y al sentarse tomadas de las manos frente a su invitado se transformaron en hermosas flappers de melenas bob cut ónix, labios de pétalos sanguíneos, faldas hasta rodillas incitantes y zapatos de firme tacón acorreados en empeines que sugerían las curvaturas del Monte Athos. Ah, ¡maravilloso mimetismo! ¿Por qué no se mostraron así ante mí desde el inicio? Gentil Felisberto, los dioses nos mostramos según se nos antoja, pero tu conducta reservada nos halaga. Verás en nosotras todas las mujeres que desees. Seremos complacientes… Me recuerdan… y un pestañeo de nostalgia le ablandó mejillas al invitado. No sé a quién me recuerdan… Te recordamos a las mujeres de tu tímida juventud, cuando acompañabas al piano muchos deliciosos filmes silentes. Sí, pero esa moda ocurrió después; yo comencé a tocar en los cines poco antes de finalizar la Primera Guerra Mundial. Como que la pantalla me expulsó hacia el piano para robarme sufrimiento… Agregó Euríale: No importa. Ves en nosotras a las de tu virilidad pujante. Porque bien sabemos cuánto amor todavía te inspiran las damas, ¿no es cierto? Sí, admitió él bajando la agobiada frente; aunque confieso que no he sido buen marido… Pero sí buen padre… Eso lo he tratado y creo que lo logré con cierto éxito; sin embargo, en ocasiones imagino que mi vida le sucedió a otro, que un impostor ocupa mi lugar. Es tal la causa de tu deambular cotidiano por Montevideo, aseveró excitada Esteno. Así es, señoras: busco mi yo en desespero. Lo busco dentro y fuera de mí. Lo acecho y persigo sobre todo en las noches. Pero el cuerpo se niega a obedecer; como que no me pertenece. El cuerpo se considera el yo. Es intolerable… Y la mano que se me desprende en busca de otro dueño. 69


Conmovidas, las hermanas, ahora en ropaje de helénicas beldades, de trigales cabelleras e iridiscentes rostros, cuasi mosaicos parlantes frenando venas lujuriosas, lo levantaron por ambos brazos hasta conducirlo al camarote de dóricas ventiscas o verticales flotas. Lo depositaron sobre una inmensa cama ocupando entonces, testosterónicas custodias, oblicua posición en el rectángulo esponjoso. Necesitas dormir y reponer energías; confía en nosotras, susurró Euríale desde la esquina en que la cabeza masculina se acomodaba como auto al borde de altísima carretera alpina. Soy maternal y virtuosa, pese a la mala publicidad que me dedican. Yo, inspiradora de las pitias, te ordeno: reposa, Felisberto, y deja de preocuparte por tu mano: es la mano búdica que aplaude sola. ¿Qué…? Todo está bien; descansa. No entiendo nada… ¿Aquel bulto arropado es Clemente? Sí. ¿Por qué no están aquí mi profesor Guillermo Kolischer y las precavidas maestras francesas? No fueron incluidos en este periplo. ¿Por qué es Celina el barco? Ahora, descansa. Su última visión se licuó en la inmensurable mirada garza de la mujer quien voluptuosa le había permitido acomodar su brazo entre los generosos, protuberantes senos, mientras Esteno, masajeando los tortuosos pies elevaba sonriente los ojos de vegetal translúcido: ha vagado sin descanso ignorando que recorre los mismos templos destechados. Y antivampiras le ofrecieron sus costados derechos para que libase artería del Olimpo y revitalizara fuerzas. El blondo Hermes, o Mercurio, pues debemos atenernos a estrictas configuraciones culturales, se presentó durante el diluvio tormentoso que sacudió el Atlántico para entregar una misiva que decía «Carta en mano propia» y, silencioso, despegó provisto de sandalias nuevas. No le demos esa carta, sugirió Esteno. ¿Por qué no? Ya de nada sirve, llega con retraso; se impuso la terca hermana. Rebasado el Trópico de Cáncer, despertó Felisberto en estado de renovación; cuasi optimista aseguró haber experimentado los más plácidos sueños, tras lo cual fue bañado, holgándose sin límites con las desnudas gorgonas en una cascada, milagrosamente seca, situada en el gran salón de la estancia o Vértice de Celina, y se dispuso para el convite que las hermanas tuvieran a bien organizar. Entre licores nunca imaginados y sutiles viandas la conversación dimanó de las giras efectuadas por Felisberto por incómodos puebluchos uruguayos con hoteles solitarios y tristes, de ajetreados recitales y conciertos entre su país y Argentina, de su amistad y colaboración profesional con el poeta Yamandú Rodríguez; hacia las existencias de tan prodigiosos seres. Se adelantó con gestos aireados Esteno, la de hipnotizante alcance y doble rostro ―viendo pasado y futuro supo enseguida de Felisberto ejecutando en La Giralda de Montevideo y en Mercedes, de sus presentaciones en el Teatro del Pueblo en Buenos Aires, y de su final―, que no mostró para evitarle sobresaltos al viajero. Somos hijas de Forcis, el nombrado jabalí, hijo de Poseidón, y de la ninfa Ceto. La cabeza de nuestra infeliz hermana Medusa adorna el escudo de Palas Atenea, la que en estas tierras es llamada Minerva. De pronto, Euríale lanzó despaciosa la 70


carta que se mantuvo flotando, síntesis de fulgores, en el torbellino: Tómala, es para ti… ¿Por qué lo has hecho?, bramó Esteno, la que abría las puertas de la muerte. Tiene derecho a saberlo. La tardía carta provenía de Cortázar e insistía en desencuentros en Chivilcoy, Pehuajó, etc., pero Felisberto no recordaba a aquel joven escritor que mucha veneración le profesara… Perseveró Euríale: ¿No lo recuerdas? No, diosa, cuando escucho ese nombre sólo rememoro una cabeza gigantesca y bizca que portaba un ojo de vidrio y el otro un espejo. Yo veía con susto la mitad de un hombre colgar de éste y, como de una compuerta, dos piernas intentar reptar en busca del restante equipo. En el ojo del espejo no me reflejaba, pero sí recuerdo ver, tras la diáfana cortina, a un hombre maduro avanzar a lo rectilíneo del pasadizo apremiante hacia el final del túnel… Eras tú en dirección a la cabeza de Cortázar, aseguró vitriólica Esteno. No creo, no creo; discrepó nervioso Felisberto. Confundo quizás esa cabeza con la cabeza cortada del gigante ruso, que se encuentra Ruslán en una llanura y que oculta la espada mágica entre su cuello y la tierra… Pude haberlo leído narrado por Pushkin… La fatigante memoria no me permite discernir entre lo que he vivido y lo imaginado… Pero, intervino Euríale; Cortázar te buscaba y te buscaba… A lo que Felisberto respondió: Y yo escapa y escapaba… A propósito, exquisitas señoras, repito: ¿hacia dónde vamos? Abrió él una escotilla y empalideció. ¿Qué sucede? El barco es un barco y navega sobre aguas casi planas; el cielo se halla arriba y no debajo… Sí, ¿por qué te extraña? Pero, ¿dónde está Celina? En aquella esquina conversando con uno de tus pianos. Felisberto alumbró con una antorcha y, en efecto, pudo distinguir a su antigua maestra, momia de negro virtuoso, avivando las manos en mariposeo, mientras el piano sentado erecto en un triclinio, indicaba ritmos con sus patas posteriores sobre el suelo de la embarcación y su pata delantera izquierda colocaba un cigarrillo entre la dentadura de las teclas haciendo enrojecer a Celina, quien no pudo reprimir una sonrisa maliciosa. Las «polleras» de las sillas eran piernas de bailarina en frenesí por el cancán y los relojes braceaban sonrientes en enormes recipientes de licor añejo vociferando ¡somos libres del tirano tiempo! Colling gritaba que lo dejaran dormir en paz, que se respetase el epílogo de un viejo enfermo. Distrayendo la atención de Felisberto, Esteno indicó en la distancia una ciudad de acero: Allí no nos quieren, pero entramos y salimos a nuestro antojo, ya que nos reviste el poderío. ¿Qué parcela es aquélla donde el sol palidece y la aflicción levanta plegarias sísmicas en pos del hacedor? Donde nuestros rivales los arrogantes filósofos, que hipócritas nos niegan sin dejar de nutrirse de la savia que les otorgamos, se han unido a sus ruines pobladores. Observa bien. Allí se usan nuevos términos e imperan el camello de la burocracia y los filosofastros de cubículo; todos mezclados más horriblemente que el cuerpo infecto de la Quimera o de Caribdis, con la insaciable plaga que forman políticos y comerciantes. Una traidora de nuestras filas los anima para consumar la destrucción de tu especie. ¿Quién? Eris, la madre del trabajo, de las peleas y los combates, de los 71


sufrimientos y del hambre. Suspira Felisberto: No me interesa la política. Nunca es libre el hombre… Así es: el hombre no es más libre que el carnero en su corral, concluyó Esteno. Tus muñecas Las Hortensias aguardan en la próxima habitación para saludarte; querían darte la sorpresa… Hoy no deseo verlas pues mayores preocupaciones me ocupan. Sigo en busca de mi yo… La sensación de que algo dispersa y fracciona mi sistema es apremiante. Cambiemos el tema, buen amigo. Hablemos de tus mujeres, suena insistente Euríale. No, no, señora mía. Sí, habla de Úrsula la vaca francesa; Úrsula según tu historia; y de tus dos años en París… No, no. Aunque sea de la española… Cuál es su nombre… África de las Heras o María Luisa de las Heras ―en fin, tuvo diversos seudónimos ― espía de la KGB, con la que te casaste, pobre Felisberto. Cómo no pudiste darte cuenta de los líos en que te metías… Y ese sinfín de matrimonios. Señora, por favor, por favor no me injurie ni se ensañe usando palabras engañosas. Las palabras tienen muchas vidas. Soy hombre apacible pero mis sentimientos valen y su «compasión» ofende. Pero dejaste sola en el hospital a la desconcertada y magullada Reyna Reyes tras sufrir una terrible caída… ¡Basta, basta! Si esta invitación devenida acoso continua, abandono la nave… Tú sabrás cómo en medio del océano. Ya, ya, cálmate, eres un chico malcriado que sabes llegar a la ternura femenina y me he sobrepasado. Alerta; se avistan nuestros dominios… ¿Es cierto que las misteriosas Hespérides se encuentran en las Canarias? No puedo decir más… Mi padre era canario. Lo sabemos… Aún no me han dicho si estoy vivo o muerto… Ni te lo diremos por tu propio bien, concluyó Esteno, harta de interrogaciones. Felisberto no podía creerlo: el navío desapareció y volaron acompasados hacia un jardín de floresta delicada y rebuscados manantiales. Imágenes de Lorraine o Poussin, pero más aburridas. Ya en tierra de encantos, las bellas gorgonas, ataviadas de atractivo insuperable, muy a principios de los ‘60, época mortal del escritor gastado, le invitaron a recorrer el camino de piedras nítidas en cuyo desenlace se alzaba una escalera marmórea y sobre ésta un palacio de columnatas cegadoras. Mientras paseaban Euríale comentó: Felisberto, me parece ridículo que se haya clasificado tu nombre bajo la vulgar categoría de literatura fantástica. Pues así ha sido, divina señora. Entiendo que se te vincule con Proust, Bergson y hasta con Kafka, pero más apela a mi gusto la definición de Italo Calvino, que te considera «inclasificable» y alaba tus «zarabandas mentales». Eres un sublime impresionista; al enlazar palabras produces una música rara, novedosa… Metódico, preciso, podas y pules tus gemas con afán nervioso. ¿Cómo logras hacer de la neurosis arte? Sólo me limito a traducir lo que conozco, lo que vivo y me rodea… La verdad es que yo no entiendo a un escritor que no sea autobiográfico. Me afectó que no me publicaran en Francia. Creo que me han ignorado por considerarme localista y escueto. No digas eso; es que nunca se comprende a los visionarios crípticos. Errores de semejante corolario son el regalo que la

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imbecilidad brinda a los mal llamados intelectuales, que siempre sobran. Y, te lo aseguro, será peor… Habló Esteno. Dinos, Felisberto: ¿no escribiste, y ve el libro entre mis manos luminosas: «Hechos que den lugar a la poesía, al misterio y que sobrepasen y confundan la explicación»? No estoy seguro… ¿Lo dije? Lo dijiste; mira el volumen, y ahora atiende a la siguiente cita, de especial significado: «Estoy inventando algo que todavía no sé lo que es.» Me parece que lo dije, pero… sigo sin saberlo… ¡Pero lo hiciste, Felisberto! ¡Lo inventaste! ¡Desde tu temeroso escondrijo de sótanos y torre creaste el realismo mágico latinoamericano! Eres el verdadero profeta del Boom… Olvidemos antífrasis y logomaquias, trincheras y barricadas urdidas por casi todos los farsantes que se atribuyen tus méritos. Se te hará justicia. No sé…, y se interrumpió extasiado ante un majestuoso caballo blanco. Es Pegaso; por él estás aquí, Felisberto. No comprendo… Hablaste del caballo perdido que encontraste en una calle cuando tu severa abuela te había recogido donde Celina… Sí, creo… La sangre derramada de Medusa hizo nacer a Pegaso, y diciendo acarició las crines plateadas; y al gigante Crisaor. El inmortal equino enloqueció a Nietzsche cuando éste noble hombre, que tanto nos amó, lo abrazó fatalmente en Turín y aquella lejana noche en camino a tu casa el travieso Pegaso te arrebató el yo, y, por ende, la memoria, pues la segunda no existe sin el otro, que fatigosamente ―y uso tu palabra― buscas, pero hoy se te convoca en este edén pagano al que pocos han llegado, y menos permanecido, para que te sean devueltos. Ah, señoras, alivio ofrece su generosidad, pero no hay tranquilidad para mí: el otro siempre acecha. Me vigila; emerge desde adentro y desde afuera, me insulta y censura acosándome en cuanto sitio frecuento. Me persigue solo o envía tras de mí su ejército animista. No me deja dormir y si sueño aparece trayendo consigo las congojas. No le concede tregua a mis neuronas drenadas. Si la memoria me regresa, temo que el pasado me atrape y encadene y yo deseo vaciar mis ojos de excesivo mobiliario, de objetos que me han perseguido y vigilado desde la infancia. Calma, calma, Felisberto, habló Euríale. Todos esos otros son tus emanaciones; tú y solamente tú manifestándose hasta la infinitud. No temas a la muerte; te sobran vidas multiplicadas por todo el orbe y de no hallarte en un sitio en otro saldremos a tu encuentro. Si ni siquiera esta explicación satisface tu precaria temporalidad pídenos la inmortalidad y te la concederemos. El padre de los dioses nos autoriza y gozamos de sus privilegios. Acepta tu memoria y el yo regresará. Puedes confiar en lo que digo. Abatido, Feliberto suspira y exclama: Siento cansancio grande y deseo regresar a Montevideo. Así se hará, pero espero que nos visites con frecuencia, habló compungida Esteno. Felisberto sonrió encaminándose a la playa de cuadrantes: Imposible negarse a una diosa… perdón, a dos diosas.

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Encuentro en Merrion Square Por Joalberths de Agrela

Capítulo uno

James ya tenía unos meses viviendo en el hotel Finn’s de Dublín, un lugar al que tuvo que ir tras su frustrante viaje a Paris. Dicho viaje tenía como misión que el joven Joyce, de tan sólo veintiún años, habiendo terminado sus estudios de idiomas y literatura en el colegio universitario de Dublín, pudiese estudiar medicina en algún instituto de alto prestigio. Partió a Paris en 1903, pero debido a su mísera situación económica tuvo que venderlo todo y, con sólo pocos meses de estar en el extranjero, viajar de regreso al país que tanto odiaba. Llegando su cumpleaños número veintidós quiso alejarse totalmente de la dependencia paterna, ser libre, vivir a su manera. Jim, como lo llamaban sus familiares y amigos cercanos, empezó a quedarse en el hotel finn’s el mismo mes de su cumpleaños, febrero, en el que su situación económica era tan precaria que su madre al saber de él lloraba. El edificio era de ladrillos, tenía un letrero enorme con su nombre pintado en color blanco. Era una estructura muy cuadrada, mejor dicho, rectangular; tenía unos cuatro pisos de largo y quién sabe cuántas habitaciones a lo ancho. A la recepción se accedía por una pequeña puerta de madera oscura rodeada por un marco de la misma tonalidad que el letrero. Allí no había mucho que ver, tan sólo algunos muebles de cuero para quienes esperaban ser atendidos y, frente a todo lo que hubiese en ella, el recepcionista de actitud muy amable, que desde el primer día mantuvo una educada postura ante Joyce.

10 de junio del año 1904: James Joyce despertó esa mañana como todas las demás de ese año. Estaba cansado, sentía el cuerpo débil, el calor del tenue sol que apenas se asomaba por el alba robaba toda su energía dejándolo sin ganas de dar un paso; la noche anterior había estado escribiendo hasta muy tarde, logró, con un rayo de inspiración nocturna, terminar algunas páginas para su novela, “Stephen, el héroe”. Su boca estaba maloliente, así que a la velocidad que pudo fue al baño de su sección del hotel para lavar sus dientes y darse una ligera ducha tratando de no gastar demasiada agua; al salir regreso a su habitación donde terminó de vestirse con alguno de sus trajes negros, todos iguales, y

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así salió a la calle con su bastón en la mano, como toda mañana, para pasar unas seis o siete horas ejerciendo de profesor. Al llegar nuevamente al hotel Finn’s, en la recepción, tropezó con una mujer que ya había visto hacía días, una camarera de pisos que por su porte parecía una duquesa, esposa de un hombre rico, pero por supuesto eso no era así. Llevaba con ella un rostro sencillo de gustos no muy exigentes, perfectos para el bolsillo de Joyce. Era una mujer alta, delgada, de figura agradable y una preciosa sonrisa muy iluminada que siempre tenía con ella, o al menos la tenía todas las veces que él la había visto. Pero sin duda su más brillante hermosura no estaba oculta en su sonrisa, en cambio, era su suave cabello, corto y castaño, lo que al joven Jim le ocasionaba desvelos de vez en cuando. Tristeza era lo que James sentía al quedarse mudo cada vez que la veía pasar con su hermoso cabello castaño y esa sonrisa que, según él, era una obra de arte que Dios le dedicaba sin darse cuenta. ―¿Quién es ella? ¿Cuál es su nombre? ¿Cuál es su historia? ¿Cómo llego a tan bella mujer? Joyce hizo lo que todo hombre inteligente haría: le preguntó a su amigo de recepción sobre la camarera de pisos que tanto le interesaba. ―Señor Joyce, no le recomiendo buscar a esa mujer. Se ha dicho de ella que vivía con su tío en Galway y que por terribles acontecimientos la mandó a trabajar aquí desde hace ya un año. También se comenta que es una viuda negra, que los hombres que caen en su telaraña siempre terminan… ―¡No! No termines una frase que pueda arruinar mi vida, sólo dime su nombre y lo que ella haga con los hombres yo lo descubriré después. ―Está bien, señor, si así usted lo desea. Su nombre es Nora Barnacle, es un año menor que usted y como ya le dije tiene un año trabajando aquí. ―Nora, qué lindo nombre. Hoy saldré a la iglesia a eso de las cinco, espero que cuando llegue mi habitación ya haya sido limpiada por Nora. ―Está bien, señor Joyce, déjemelo a mí. Jim al terminar la charla subió a su pequeña habitación, se sentó en el escritorio y escribió algunas páginas para Stephen, el héroe. Habiendo llegado las cuatro de la tarde tomó su pluma y una hoja en blanco; en ella plasmó sus sentimientos en un poema junto a una proposición que esperaba ella respondiera positivamente. 75


Me gustaría estar en ese dulce pecho (¡Oh, es dulce y es bueno!) Donde ningún rudo viento me visitaría. Por culpa de tristes austeridades Me gustaría estar en ese dulce pecho. Siempre estaría en ese corazón (¡Oh, llamo dulcemente y dulcemente le suplico!) Donde sólo la paz sería mi compañera. Más dulces serían las austeridades Si yo estuviera siempre en ese corazón. Señorita Nora, sería un honor para mí que usted me cediera una cita, puede elegir usted el lugar del encuentro. Lo único que me importa es verla. James Agustine Joyce

Llegadas las cinco de la tarde Jim ya estaba listo para salir. Dejó la carta en un sobre que decía: «Para Nora». Y salió del hotel asegurándole a su amigo de la recepción que iría a la iglesia ubicada a la mitad de la calle Westland Lombard. Joyce hacía años que se había alejado de la iglesia católica por razones personales, pero no mentía, realmente fue a la iglesia para recordar su época en el Clongowes Wood College, un internado de jesuitas en el que se educó de muchacho y en el que destacó por su fiel creencia, creencia de la que años después se deshizo. Mientras él recordaba aquella nostálgica época, Nora, ya en su habitación, encontró la nota para ella. Al leerla esbozó una de sus bellas sonrisas y escribió una respuesta para él en la misma; luego dejó el sobre en su lugar, y siguió con su trabajo hasta terminar. A las siete de la noche, aproximadamente, se dio la llegada de Joyce al hotel. Llego muy exaltado a la habitación, y al encontrar el sobre en el mismo lugar donde lo dejó, en la misma posición en la que estaba al salir, pensó que Nora no lo había leído. Sufrió una terrible decepción, su corazón se sentía pisoteado. Ahora tendría que regresar a sus noches de prostitutas y bares sin final para soportar esta falta de respeto, este terrible desprecio femenino. Lleno de ira quiso 76


quemar la carta, pero antes de hacerlo quiso balbucear por última vez su primer poema para Nora, y al hacerlo se encontró con una sorpresa. Señor Joyce, el placer será mío. Me ha encantado el poema que ha escrito, me gustaría escucharlo de su boca. Podríamos vernos dentro de tres días, a las ocho de la noche al este de Merrion Square, a la altura de la casa del Sr William Wilde. James no podía soportar la alegría de tal acontecimiento, ni podía, a la vez, perdonarse su ignorancia que casi le hace quemar la respuesta de su amada Nora con respecto a la cita.

13 de junio del año 1904: Al fin llegó el día de su encuentro con Nora. Al joven los minutos y las horas le pasaban lentamente esperando el momento de verla, de decirle lo que sentía, de darle el amor que le ardía dentro del pecho, ese amor que se desviaba hacía sus manos convirtiéndolas en inquietos objetos de deseo. La hora se aproximó y Jim llego temprano al encuentro, a las siete de la noche Joyce ya estaba esperando a su querida de cabellos castaños. Los minutos fueron pasando y la espera se hizo desesperante, el corazón le latía a un ritmo descontrolado, hasta pensó ir a un hospital para hacerse un examen de arritmia cardiaca, pero obviamente de Merrion Square no se iría hasta ver a Nora y sostenerla entre sus brazos, aún si tuviera que morir en el intento. Llegadas las ocho y media de la noche vio su figura pasar. Ahora no importaba la tardanza, él era capaz de perdonar la desesperación tan sólo por un beso, pero al verla, su corazón esta vez iba a detenerse como el tiempo y la vida. La mujer iba tomada amorosamente de la mano con un hombre que no era él, eso sí era un acto imperdonable. El odio lo recorrió entero y manipulado por la ira se acercó a insultarla, pero al estar frente a ella se dio cuenta de que no era la preciosa Nora, no llevaba su espléndida sonrisa, ni mucho menos su altura significativa; tan sólo había sido una equivocación de su parte ocasionada por el estrés de soportar la insufrible espera que llenaba su estómago de dragones dublineses que peleaban entre sí quemando sus entrañas. En ese instante Jim volvió a la vida y siguió en su inquieta paciencia hasta la llegada de las diez de la noche, cuando se rindió. Esa noche no se supo más de James Joyce, su mente fue impregnada por el deseo hacía el alcohol y su cuerpo fue llevado a la embriaguez total donde vivió su decepción amorosa junto a una prostituta y una botella de whisky.

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―¡Maldita sea Nora que me dejo abandonado esta noche, pero mientras te tenga a ti la vida me sonreirá! —vociferaba mientras besaba su botella y sentía el sexo de una mujer que no amaba.

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Pleamares Naufragio Por Graciela Alfonso

Recorriendo los brillos encendidos de la cuarta puerta amurallada, sobrevuelan las evocaciones anónimas en su triste lamento azul.

Sobre su rostro impasible de escultura híbrida sembrada en el oleaje, se iluminan pletóricas las grutas cavadas del recuerdo.

Recuerdo doloroso e infinito carcomiendo los restos del naufragio, y vistiendo de fantasmas los jirones de las túnicas erráticas, profanadas por las algas.

Qué fue de su vientre amatorio, dormido bajo la boca del amante. 79


Qué fue de sus pechos, irradiando en la penumbra, la curvatura ojival de su entrega espiritual.

Anunciada, en la cópula de la ternura; sucumbió del espanto observando su predestinación entre los restos del naufragio.

Oh efigie de sombras, sepultando tras la bruma arañada por las rocas, tu ausencia exiliada.

Exiliada, por Graciela Alfonso

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Pleamares Transfiguración Por Graciela Alfonso

Subió luctuosa a las naves; profética en su herida sobrevivió a la noche de cenizas, noche de transfiguraciones reconstruyendo las aristas de los exiliados rostros, pobladores de la Isla del Olvido.

Tapiando las aguas inmensas e ignorando los eclipses marinos, desnudó su cuerpo subyugado por el yodo extasiado, besando enamorado su lisa curvatura.

Oh Muerte, Muerte infinita, clavaste tu aguijón en la soledad inmortal de sus pechos luminosos,

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envueltos en la brisa nocturna.

Sin las manos amatorias, esculpidas en las secretas grutas sepultadas por los médanos; guardará en el santuario derruido del silencio, su amor antropológico, persiguiendo errático la sombra cristalina en los arrecifes, hechizados por el huracán indivisible, de la cruel distancia.

Vagante, por Graciela Alfonso

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O verbo suprimido Por Ronie Von Rosa Martins

Foi em um dia normal. Qualquer dia de normalidade próxima ao abismo. Mas normal. Todo o dia é dia. E ponto. E acabou. O dia. No ponto. Exato ponto onde já não é mais dia... então ele parou. Opção pensada. Doença cruel e irremediável. Loucura advinda de genes moralmente abalados de um passado obscuro. Obscuro era o motivo, a razão da ausência do verbo na boca de Ermiliano Girondino. O silêncio, tal como demônio que possui corpo abandonado de alma, dominara todos os ecos e vibrações sonoras do corpo de Ermiliano. A língua estava morta. Já não havia sibilações, vibrações... como o demo, o som havia sido excomungado para infernos outros. As cordas já não vibravam nem tiniam. E assim Ermiliano, vulgo seu Liano, continuava sua vida, agora balizada por um silêncio que era seu, mas que por onde passasse mais silêncio assim somava o dele e o do outro e o daquele que ao não ouvir a voz alheia, cansado de a sua ouvir calava o som exterior e falava no cérebro, pra dentro da cabeça e a voz dormia na língua que já não batia. Na rua, cumprimentava o povo com os olhos grandes e castanhos, e a intensidade e nuances determinava o humor de seu corpo e espírito. A mulher, ainda longe da velhice, mas já bem distante da mocidade, nos primeiros tempos chorava e implorava para que ele falasse. Ele sorria. Mexia a cabeça afirmativamente ou negativamente. Afagava carinhosamente o rosto da esposa e dormia sorrindo. No seu silêncio ela foi. Com a filha e o filho. Taxia na porta. Malas e maletas. Desilusão e lágrima. Ainda na cama Ermiliano dormia. E no seu sono ela ia embora. A família emudecera. Já não havia mais. Então resolveu que o escritório não era adequado para o seu silêncio. Deitou na cama e fez a grande recusa. Desligou o rádio. A televisão. Um dia, percebido na ausência que permitira a sua percepção, recebeu a visita de um colega de trabalho.

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O outro falou. Falou. Argumentou de todas as formas e maneiras que pôde. Nada conseguiu. No telefone chamou outro amigo, e outro. Em seguida uma emissora de TV local estava no local. Todos falavam. Todos perguntavam. O verbo se enroscava entre as línguas ferinas, libidinosas. O verbo lambia o silêncio de forma imoral. O verbo possuía. Estuprava, violentava. Poluía. Ar, rio, matas e cérebros. O verbo se inscrevia nas árvores e as apodrecia, infiltrava-se nas intenções e tudo deturpava ao seu interesse. Preso e de olhos esbugalhados diante daquele circo de horrores, Ermiliano pensava em chorar. Pensava em morte, suicídio. Seus olhos tentavam através de códigos vários, nuances infindáveis se comunicar com os outros. Mas ninguém ouvia os olhos de Ermiliano, ouviam só o que diziam. Comiam suas próprias palavras. Alimentavam-se da própria carne. Fotos. Muitas fotos retratavam Ermiliano. A imagem. A imagem e o verbo infernal. Ambos em prol da representação de Ermiliano Girondino. Já não era ele. Seu Liano que estava ali. Mas sua representação. Resumido em pequenos textos, consumido em artigos pessimamente elaborados. Retorcido através de uma ótica doentia e perversa. Difamado em letras simplórias que construíam um Ermiliano bufão e engraçado. Um bobo? O verbo recortava o perfil. Definia o psicológico. A imagem, correndo atrás, focava o olho excludente de sua visão parcial nos objetos que poderiam significar algo além do que significavam. A mulher foi encontrada para dar entrevista, ficara famosa. «A mulher do homem sem voz. A mulher do homem mudo. A mulher do sem voz. A mulher do silêncio.» E agora já não chorava. Falava. Possuída pelo verbo. Proferia frente às câmaras fotográficas e aos gravadores sua triste história junta ao marido. Rejuvenescera. Comprara roupas novas. De alma vendida. Como prêmio recebera as benesses da mídia. Dinheiro casa e alguns contratos. Sem o mérito da defesa e ausente de voz verbal, Seu Liano foi colocado em um manicômio. Louco. No primeiro dia tímido, mas já no segundo começou a grande revolução. Coisa nunca antes vista. Falava com os olhos. E os outros entendiam. E tudo começou a silenciar. Vasto e grandioso. Denso e poderoso. O silêncio começou a tomar conta de todos e de tudo. E o verbo começou a ser esquecido. A palavra abolida. O manicômio era como um grande «buraco negro» na rua, espaço da anti-matéria, e logo em seguida toda a rua começou a emudecer. As pessoas já não queriam falar. Já não havia

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interesse. O verbo doía, soava estranho em bocas que se contorciam e gargantas que se espremiam em guturais sentidos. Passado alguns anos um grande silêncio tomara conta de tudo, e o discurso agora era do silêncio. Os gestos eram mais bem entendidos, as expressões faciais estudadas e interpretadas, tratados sobre as nuances e significados do brilho dos olhos eram escritos. As proximidades eram mais pretendidas que as distâncias. Então os manicômios perderam sua importância e Ermiliano voltou para casa. Foi em um dia normal. Qualquer dia de normalidade próxima ao abismo. Mas normal. Todo o dia é dia. E ponto. E acabou. O dia. No ponto. Exato ponto onde já não é mais dia... então ele parou. Opção pensada. Doença cruel e irremediável. Loucura advinda de genes moralmente abalados de um passado obscuro. Obscuro era o motivo, a razão da presença do verbo na boca de Ermiliano Girondino. Então falou.

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La última carta del señor Mortis Por Martín Coca

El robot doméstico Eleté 2312 es malvado y no se trata de un error. Así lo programé. El Eleté 2312 tiene la complexión de una mujer, no demasiado voluptuosa ni demasiado plana, tampoco es muy bella ni muy sosa, ni tan alta ni tan baja. Sus cejas no son las más lindas ni las más feas, su piel es un poco blanca y sus muslos, eso sí, son un poco gorditos; aunque quizá eso sea mi culpa como fabricante. Lo único a destacar en ella (o él, como prefieras llamarle) es un precioso cabello corto, negro y lacio. Construí este robot con la finalidad de ser malvado, pero no del tipo que destruye ciudades y causa genocidios, sino más bien con el tipo de maldad que va matando cariñosamente despacio. Les explico: nunca he tenido mujer y, teniendo en cuenta mis años como ingeniero en cibernética especializado en autómatas antropomorfos programables, me pareció un gran idea fabricarme mi propia mujer. En el primer diseño me basé sólo en su estructura física. Se trataba de la mujer más hermosa que jamás se hubiese visto, esbelta, alta, blanca, delicada... Y cuando acabé el diseño, muchos ricos se empeñaron en comprarlo pese a que careciera de programación. Decidí vender ese diseño y empecé con otro; esta vez se trataba de una fémina delgada, morena, de cabello largo y con unos hermosos ojos negros. No era tan bella como el primer diseño. Antes de mostrar este robot, me preocupé de su programación. Decidí hacerla tierna, tímida, cariñosa y amable. Era una buena compañía, pero demasiado tímida. No le gustaba realizar actividades en el exterior, y cuando quedábamos solos me evitaba. Además, no sabía muchas cosas y terminó siendo aburrido estar con ella. Empecé entonces otro diseño, lo terminé y lo probé; sufrió una falla y comencé con otro y otro, y siempre tenían algún error. Algunas eran demasiado cariñosas, siempre pegadas a mí, otras huían como si me temiesen, a algunas las perdí cuando conocían a mis amigos, ya sea huyendo de ellos o, peor aún, con ellos. A una la encontré desactivándose a sí misma, y cuando cuestioné sus acciones, me ignoró y continuó hasta apagarse. A otras simplemente las tuve que apagar yo.

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Estaba por rendirme, anciano y más triste, cuando me crucé con un viejo amigo. A él le conté mi problema y lo pensó un poco; luego, presumiendo sus cincuenta años de matrimonio me respondió: «Sigo con mi mujer porque ella me mata un poco cada día». Me reí tomándolo como una broma, y continuamos hablando de otros temas. Sus hijos habían viajado al exterior para estudiar, la universidad seguía llamándolo para dar charlas; no tenía nada de qué quejarse, no como yo. Sin embargo, cuando regresé a mi hogar volví a pensar en su broma. Cada vez que había construido un modelo, lo hacía pensando en que fuese bueno conmigo; y ninguno había funcionado. Quizá el robot que yo buscaba era uno que me matara poco a poco, y decidí crearlo. No la hice hermosa porque eso me haría feliz, sin embargo, tampoco era fea; lo más importante fue su programación. Para esta tuve que programar de cero, pues no debía tener nada en común con los otros modelos. La Eleté 2312 se tendría que preocupar más por ella que por mí, debería sentirse superior, más fuerte y con derecho a dominar en mi vida, no debería dejarme el mando bajo ningún concepto, y si es que acaso lo hacía, debería ser un engaño. Tendría la inteligencia para hacer de mí lo que quisiera, haciéndome sentir al mismo tiempo que yo estaba eligiendo. Y, lo más importante de todo, es que muy profundo en su programación debería sentir la necesidad de que yo estuviese vivo, que estuviese con ella y que fuese feliz. Hoy, apenas me quedan fuerzas para terminar esta carta. Debo decir que la Eleté 2312 lleva dieciséis años conmigo, matándome un poco cada día. Haciéndome feliz todos los días.

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Fue tan solo Samuel quien llegó a visitarme Por Leonardo Moreno

Entre los infortunios de leer afuera de la casa con la puerta abierta, se encuentra la natural circunstancia de permitir la entrada de los ladrones. Puede ocurrir también que un asesino se oculte, y luego, en medio de la noche, intente continuar su antología de escatológicos trofeos. Ahora, si lo pienso bien –y sin demasiado sarcasmo–, creo que hubiera preferido cualquiera de aquellas situaciones. Por el contrario, fue tan solo Samuel quien llegó a visitarme. Tenía el cabello rojo y la piel blanca. En su rostro se dibujaban unas cuantas pecas pueriles que combinaban con su traje a cuadros igualmente pueril. La sonrisa ingenua, si aquel ser repugnante puede merecer alguna consideración, parecía siempre irradiarlo de un efecto de bondad. No se detuvo a explicar nada, ni tampoco se esforzó por responder a mis preguntas. Sólo estaba allí, dominado por una seguridad pasmosa, abriendo la nevera, comiendo de mi cena; en una de sus manos un álbum de fotografías, y en la otra un sándwich, en todo momento tan espontáneo, capaz de aniquilar cualquier estupor. ―Tal vez si bajaras un poco de peso serías más atractivo para las mujeres. Tienes cuarenta y aún no te has casado. ¿Cómo podía articular tales sentencias? ¿Cómo logró revelar el cotidiano rechazo? ¿Cómo, a pesar de la fotografía con Amanda en la sala, conocía mi incapacidad para retener a las mujeres? Quise arrojarlo a la calle, pero su aspecto frágil le sirvió de escudo por aquella noche. ―La calvicie con el cabello largo a los lados te hace parecer ridículo. Lo tomé de las hombreras del traje y lo arrastré hasta la puerta. Amanda se tropezó con nosotros (yo había olvidado nuestra cita de miércoles). Apenas me percataba de la presencia de mi amante, cuando la criatura se agarró a una de sus piernas. Esta vez fue la sensiblería de las mujeres lo que evitó que pudiera expulsar a Samuel. Pasaron toda la mañana consintiéndose, como si él fuera el cliente opulento con el que ella solía soñar, o como si ella fuera la madre perdida para él. ―Un vestido rojo de pepas no te va a ayudar a salir de puta. Vas a pasar toda la vida haciéndole pajas a oficinistas.

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Amanda tuvo de pronto en su rostro el color del vestido. Disfruté su cólera: ¡una merecida compensación del universo por su complicidad con el engendro! Supe que en aquel instante me ayudaría. Se inclinó para tomarlo de los pies, como si intentara excusarse por haberme interrumpido un momento antes. La situación había cambiado para mí; las palabras de Samuel se mutaron en una carcajada contagiosa. Amanda y yo veíamos ahora sólo un niño travieso. Durante la semana siguiente me divertí como nunca lo había hecho. Llevé a la casa algunos compañeros del trabajo: oficinistas calvos, gordos y sensibles. Cada una de las embestidas de Samuel lograba despedazarles el corazón; creí que llegarían a matarlo. La fotografía de Karolay la encontró en el nochero. ―Tiene el corazón de puta. Incluso Amanda conserva un poco de dignidad; si no le pagaras, no volvería a visitarte. Hice un gran esfuerzo para esquivar sus primeros ataques. ―Se ha revolcado con todos. Le gustan los hombres con rostros finos, pero también los menos agraciados lograron tenerla. Las palabras del engendro ya no sólo eran perspicaces; lograban adivinarlo todo, como si me conociera desde siempre. Seguramente habían pasado veinte años desde la última vez en que vi a Karolay, pero su recuerdo permanecía inmaculado para mí, y ahora él, aquel ser que apareció de repente, podía comprender mi furia y frustración. ―Para ti siempre buscó excusas. Todos la tuvieron en su cama menos tú. ¡Puta, la más puta de todas las putas!, menos para ti. Tomé su cuello con ambas manos, pero no lograba detenerlo. ―Tú la hubieras llevado al altar; habrías dedicado tu vida a sus caprichos. Ellos la tuvieron una y otra vez, sin tener que mendigarlo. ¡Puta, la más puta de todas las putas!, menos para ti. Ahora se encuentra vieja y amargada, pero aun así tú desearías tenerla, y aun así ella te rechazaría de nuevo. ¡Puta, la más puta de todas las putas!, menos para ti. Sentí nauseas. Me dejé caer en el suelo. El rostro de Samuel parecía desconsolado. Su mirada ya no era segura y altiva; creí que se arrojaría sobre mí para consolarme. Algunas lágrimas se derramaban por sus mejillas. Se detuvo un instante. Dio algunos pasos hacia atrás, sin desviar la mirada de la mía. En sus ojos creí adivinar un agradecimiento sincero por aquellos días de felicidad. Luego continuó hablando sin cesar, y ya no pudo detenerse. Lo vi salir de la casa, esforzándose por tapar su boca y sus oídos. 89


Ven conmigo Por Selin Habían dado las seis en el campanario cuando Vicente llegó hasta la curva de la carretera donde había muerto Andrea, su novia, atropellada por él mismo. Se había cumplido un mes desde aquel trágico día y, aunque quedaba cerca, poco más de un kilómetro desde las últimas casas, esa era la primera vez que se acercaba. Noche tras noche, el sentimiento de culpa había estado presente en sus pesadillas. Todavía no se explicaba lo que había ocurrido. Ella estaba junto a unas rocas, en la base de un peñasco situado a pocos metros de donde giraba la carretera, observando algo que había en el suelo y agachándose para agarrar lo que fuera que había descubierto. Vicente la observaba mientras conducía el coche e iba llegando a su altura. Al escuchar el vehículo, ella se había girado y avanzado, de frente y sin ningún motivo aparente, un par de pasos hacia la carretera y se detuvo. No hizo ningún gesto más, ni pareció reconocerle como hubiese sido normal. Vicente no comprendía bien qué pasó luego, en su memoria sólo quedaban retazos de imágenes: la expresión ausente y vacía de Andrea mientras permanecía inmóvil, el coche que sigue recto ante su propia e inexplicable falta de reacción, luego el impacto en medio de su desesperación, después el aturdimiento, finalmente el silencio. No se pudo hacer nada por Andrea, tras el impacto que la descoyuntó, su cuerpo había quedado aplastado entre el vehículo y la roca, mostrando el mismo semblante inexpresivo. Solamente había un detalle extraño: en su mano mantenía fuertemente asida una piedra. En cambio, Vicente solamente había sufrido un shock nervioso y no hacía más que torturarse con preguntas para las que no tenía ninguna respuesta, sintiendo un enorme sentimiento de culpabilidad por la desgracia. Si ella no hubiese estado allí… si él hubiese vuelto en otro momento... si hubiesen tenido una oportunidad… si… Vicente sentía que su vida se había roto en aquel instante. Se habían hecho ilusiones, se correspondían, estaban juntos siempre que podían, habían empezado a hacer planes. Todo para nada. 90


De vuelta al fatídico lugar, sin comprender todavía por qué había ido, pues no había sido su intención, Vicente estuvo un buen rato ensimismado, dando vueltas como tantas veces a la culpa que sentía, mientras contemplaba a su alrededor. Al bajar la mirada, una pequeña piedra redondeada, situada junto a la base del peñasco, atrajo su mirada. No parecía especial, tan solo una más entre todas las que había por allí. No sabía por qué aquella le llamaba la atención; para salir de dudas, se agachó y la cogió para observarla más de cerca. Al cogerla la notó cálida en su mano, lo que le sorprendió, pues allí mismo solamente daba el Sol por la mañana. Incluso le pareció notar una ligera vibración, unas leves cosquillas en su mano, aunque decidió que las sensaciones debían ser por su propio nerviosismo. De todas formas, sintió una imperiosa necesidad por llevársela; así hizo, guardándola en un bolsillo, sin pararse siquiera a pensar en las extrañas circunstancias del hallazgo. Más tarde regresó a la población, cuidando que ya hubiese anochecido para no tener que comentar nada con nadie, pues desde aquel día le señalaban como culpable de lo sucedido y evitaba entrar en cualquier conversación. Ya en casa, examinó la piedra en su habitación con más detenimiento, volteándola en su mano, pero no logró sacar nada en claro. Parecía otra más, sin ningún detalle extraordinario. No obstante, tenía el presentimiento de que en ese pedazo de roca residía algo intangible, una unión con algo que no llegaba a entender qué podría ser. Aquella noche y las que siguieron soñó con Andrea. Eran unos sueños vívidos, llenos de detalle y donde rememoraba cada momento que habían pasado juntos, además de otros que parecían mostrar el futuro, con ellos unidos para toda la eternidad. Su comportamiento empezó a cambiar. Mientras ansiaba que llegase la noche, durante el día apenas hablaba con nadie más que lo justo, incluso mucho menos que antes. Estaba totalmente absorto en aquellas imágenes que llenaban su mente en todo momento mientras tocaba la piedra, que mantenía oculta en un bolsillo. Tras los primeros días, los sueños se fueron haciendo más oscuros, se llenaban de sombras donde antes veía luminosidad. También comenzó a manifestarse en aquellas escenas un sentimiento de urgencia, cada vez más imperioso y con mayor claridad. Él mismo comprendía que se acercaba un final de algo, lo que fuese, pero que todavía le resultaba desconocido. Pero por más que insistía y reclamaba una respuesta para comprender lo que ocurría, no recibía ninguna.

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El día que se cumplía un mes del que cogió la piedra y que se cumplían dos desde la muerte de Andrea, Vicente iba por aquella misma carretera de vuelta tras haber ido al pueblo vecino. Todo ese tiempo había evitado el que había sido su recorrido habitual, aunque por ello tardase más del doble al dar mucha más vuelta pasando por otras poblaciones, pero en esa ocasión no se había dado cuenta y cuando se percató ya estaba bastante adentrado en el recorrido normal. Por un momento pensó en darse la vuelta y regresar, pero inopinadamente tocó la piedra y volvieron las imágenes de nuevo a su mente. Incluso le pareció sentir la voz de Andrea, lejana, como fuera de este mundo, que le recriminaba su cobardía y su insensibilidad. No podía soportar sus palabras, desistió de volver y continuó carretera adelante. Cuando se acercaba a la curva, su mirada se fue sin remedio hacia las fatídicas rocas. Su mente le decía que lo que veía era imposible, pero allí estaba otra vez Andrea, ahora haciéndole señas para que fuese hacia ella. Se bloqueó, incapaz de distinguir entre los recuerdos, muy marcados en su interior, y la realidad. Se dejó ir, sin intentar nada por evitar lo que sabía que sucedería. El coche impactó contra el peñasco y Vicente notó como su mundo se oscurecía mientras perdía la conciencia. No sabía el rato que habría pasado, cuando un sonido de sirenas le despertó. Se sentía débil, exhausto, todo a su alrededor estaba manchado de sangre, que esta vez era la suya. El vehículo estaba incrustado contra la base del peñasco y apenas podía moverse, tenía el cuerpo atrapado dentro del deformado habitáculo. Una pequeña piedra destacaba frente a él, en el salpicadero, seguramente desprendida por el impacto. Parecía lejos de su alcance, pero no podía dejarla allí, tenía que agarrarla, sentía que allí había algo más fuerte que su propia vida. Se esforzó por liberar el brazo y alargó la mano todo lo que permitía su posición, hasta que, venciendo el dolor, llegó a tocarla. Entonces la imagen de Andrea emergió de la piedra, le entrelazó la mano y tiró de él fuera de este mundo. Ahora por fin estarían juntos para siempre. ***** No hubo más accidentes contra la mole de roca, que había estado allí desde que los habitantes tenían memoria. Unas cargas de dinamita la redujeron a escombros, pero, por si acaso, también se rectificó el trazado de la curva y a partir de entonces la carretera pasaba a una veintena de metros de dos pequeñas cruces, muy cercanas y unidas con la misma corona de flores.

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Sueños Por Ellora James

Veníamos tomados de la mano, sin apuro ninguno, por la calle. Yo seguía diciéndome que su mano era un signo de apoyo, de constante acompañamiento, pero me daba cuenta de que Carlos en esos momentos era para mí tan anónimo como las personas con las que nos cruzábamos. No dejaban de acosarme imágenes y palabras pronunciadas en la última larga hora. Se entremezclaban con episodios fugaces de nuestra vida en común, casi veinte años ya, uno junto al otro. Una vida de amor, de amistad. Una vida de pareja siempre ensombrecida por la ausencia de un hijo, sueño común que no habíamos dejado de buscar mediante todos los medios posibles. Cuando uno desesperaba y caía en el abatimiento, siempre estaba el otro para brindar la fuerza y el amor necesarios para volver a levantar la cabeza y seguir adelante. ¿Cuántos tratamientos, exámenes, terapias, habíamos realizado desde entonces, en la persecución de ese adorado anhelo? Dejé de llevar la cuenta mucho tiempo atrás, cuando reconocí que hacerlo sólo me causaba dolor. Cuando cumplí los cuarenta años acordamos que dejaríamos de intentar procrear un hijo y acudiríamos a la adopción. Nos presentamos una tarde de lluvia en La Casa Cuna de San Juan y escuchamos todas las explicaciones relativas al largo proceso que tendríamos que afrontar. Y volvimos a tomar un tiempo para decidir si deseábamos niño o niña, si estábamos dispuestos a dejar de lado el placer de cuidar de un bebé de pecho por uno más grande e igualmente necesitado de amor. Fue entonces que el milagro aconteció. Una mañana, ya al borde de los cuarenta y un años, mi médico me comunicó la tan deseada noticia: tendríamos un bebé. Una gran nube de pesar que ni siquiera había terminado de reconocer, se disolvió sobre nuestro matrimonio. ¡Al fin tendríamos una familia! La noticia se difundió de inmediato y las muestras de alegría y felicitaciones no demoraron en llegar. Tampoco los obsequios. Pronto nuestro bebé contaba con mudas de ropa, juguetes, una cuna, mantas, libros, y todo cuanto una madre primeriza debe tener. La habitación que, de tácito y mudo acuerdo, siempre habíamos reservado, de repente estaba pintada y preparada para recibir a nuestro pequeño, y no faltaba día en que no mencionáramos un nombre para él o ella.

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Nos sentíamos jóvenes de nuevo, rebosantes de dicha y amor. Veíamos el futuro con nuevos ojos, libres para poder imaginar cuanto deseábamos. Carlos se convirtió en un marido amoroso, siempre pendiente de mis necesidades. No me permitía conducir, ni aceptar horas extras en mi trabajo. No se perdía una sola cita con el médico, y siempre estaba a mi lado. Esa mañana no fue la excepción. Habíamos ido a la cita mensual, para controlar que el bebé siguiera creciendo saludablemente. Pronto cumpliría las dieciséis semanas y se acercaba el momento de conocer su sexo. Nunca se nos hubiera ocurrido, después de tantas alegrías, que el doctor Méndez nos esperara con una devastadora noticia. Creo que nunca podré olvidar el brillo de sus ojos mientras nos explicaba con voz amable y tranquila los resultados que habían dado los exámenes recientes. Con delicadeza y cariño nos brindó tiempo para superar el shock inicial, y entonces respondió a nuestras preguntas. Por supuesto, sabía perfectamente mi edad. No podía evitar notar que en la sala de espera siempre era la más adulta, y conocía los riesgos y las estadísticas. Pero una mujer a punto de ver concretada su mayor ilusión, no tiene tiempo para pensar más que en cosas alegres, imaginando que su vida se llenará de color y se convertirá en típicas postales de una vida colmada de felicidad y risas. ¿Debía asumir que mi vida no sería tan perfecta de ahora en adelante? ―No puedo decirles que será todo color de rosa ―había dicho el doctor Méndez―, pero tampoco es correcto esperar lo peor. La ciencia ha avanzado mucho, y ahora los niños con síndrome de Down tienen muchas más posibilidades que años atrás. Con un correcto seguimiento de la salud del feto y del niño recién nacido, podremos prevenir y corregir muchos aspectos de su salud. Pero también deben saber que existen opciones. Esta prueba, como muchas otras, se practica a temprana altura del embarazo para que los padres puedan decidir si desean llevarlo a término… ¿En qué momento me di cuenta de que estábamos hablando de mi hijo, nuestro hijo? ¿En qué momento ese hecho incuestionable e invariable, se abrió paso en mi conciencia sobre todo lo demás y tomé la decisión que estaba tomada desde el principio mismo de mi vida, y que era el primer paso hacia el verdadero futuro que me esperaba, ese que quizás no sería un lecho de rosas cada día, pero que convertiría en perfectos diamantes de felicidad cada instante?

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No puedo decirlo, así como tampoco puedo decir si tomo la mano de Carlos como apoyo o confort, o ambas cosas. Pero la tomo, lo llevo a mi lado, camino junto a él y no me tiembla la voz cuando al fin quiebro el silencio y anuncio: ―Si es niño lo llamaremos Ángel. Siento un ligero apretón de su mano y entonces nos miramos, el anonimato perdido al reencontrarnos en una mirada. Carlos sonríe pero en sus ojos brillan lágrimas contenidas. ―Si es niña se llamará Milagros. Será una vida maravillosa.

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Porque nunca te llegarán mis palabras… Por Maryache

Te escribo sabiendo perfectamente que nunca te llegarán mis palabras, que jamás te enterarás de lo que me sucedió contigo. Desde este tremendo acto de cobardía y desde el amor que me enloquece, y se me traba en la garganta y que me mantiene presa, te escribo estas palabras: Quizás nunca sepas cuánta fue la intensidad con la que yo te quise, pero lo hice y aún lo hago. Podré pasar la mayor parte de mi vida intentando olvidarte, sin éxito alguno. Por supuesto que no pretendo que me quieras igual pues este amor tiene el extraño tinte de la «no correspondencia», del «sufrimiento solitario», del «deterioro romántico». No creas que me he olvidado ni por un momento de ti en todo el tiempo que te he querido pues no lo he hecho, tú has sido el único ser que ha poblado mi pensamiento con tanta pasión, vehemencia y turbación, lo juro. No he ansiado ni deseado tanto a alguien en mi corta vida, ni me he prendado con tan extravagante fidelidad a una persona. ¿Y sabes qué? Puede que tú seas feliz, envejezcas y mueras junto a alguien más y yo siempre estaré agonizando de amor, pues no te mentiré diciendo que estaré contenta con que pases la vida junto a una persona que no sea yo, no lo haré. Te amo, y nunca un amor por alguien había durado, crecido y madurado de tal manera en mi vida. Es que te veo y tiemblo y, sin embargo no puedo hablarte por miedo a enamorar un poco más de ti, si es que eso es posible. Y aún así tú te acercas a mí y me hablas, sin saber que has condenado mi vida entera. Y yo, mientras, he realizado todos mis esfuerzos para que no te des cuenta, ni por un momento, de que te quiero, porque eso me mataría. Ya es suficiente la larga tortura de quererte para que además, lo sepas y me rechaces. Eso, definitivamente, ni lo pienso. Y aún te escribo porque te toco a través de mis letras, y me perteneces. Y ¿sabes qué? Lo seguiré haciendo porque está en mí escribirte, y deshacerte en letras, una y otra y otra vez, e imaginar por un momento como sería el «nosotros», y de cómo será de desolada mi vida porque no estás conmigo, y de vacía, y de melancólica, y de, por el contrario,

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cómo seríamos increíblemente felices por estar juntos, y de cómo se llamarían y qué aspecto tendrían nuestros hijos; de esto garabatearía. Ya lo sabes, te amo, de una manera definitiva, condenatoria e implacable, no lo olvides. Y claro, he sido tan abierta con mis sentimientos anteriormente porque sé que esto jamás lo recibirás pues así es mi vida, adorarte hasta donde no se alcanza y permanecer sin la mayor y más ansiada recompensa después de tanto sacrificio y tormento, Tú. Él no cabía en sí, no podía con todo aquello, con tanto amor. Él también la amaba, claro que sí. Y esto fue lo que escribió: Milagrosamente ha llegado tu carta hasta mis papeles, y me he quedado inconcebiblemente impactado. Yo también te amo, y quizás con el mismo suplicio, pero puede que no haya llegado a esas conclusiones por dolor. Siempre te he querido, desde la primera vez que te vi, y aún no me he olvidado de ti. No voy a mentirte, sí intenté reemplazarte con cualquiera que se me cruzara por enfrente. Tú parecías ser tan inalcanzable, tan imposible para mí, tan opuesta a mis costumbres pero aún así perfecta, hecha a mi medida (por muy egoísta que esto suene). Y en absoluto funcionó. Mi amor siempre estuvo guardado, protegido, expectante, aunque yo traté de extinguirlo, esa es la verdad. No podía soportar que no estuvieras conmigo, no podía, iba a morir a la espera de que te dieras cuenta que te quería. Y pasa esto, llega hasta mí esta pequeña carta que me dice que me amas de una manera formidable, entusiasta, incondicional. Y yo no puedo hacer más que salir corriendo a buscarte, ya, ahora mismo. Lágrimas nacen de mis ojos pues no puedo creer tanta suerte y felicidad. Sé perfectamente dónde encontrarte, sé que te encuentras en el café de la esquina, garabateando o leyendo cualquier cosa para pasar tu única tarde libre de trabajo. Espérame allí, te llevaré esto que te he escrito para que lo leas y ya nada nos impida estar juntos, nunca más. Pienso que escrito es la mejor manera de decírtelo pues apenas puedo articular palabras mientras que mi mano y mis pensamientos son ágiles en el papel. Huyamos, casémonos, tengamos seis hijos o cuatro o, ninguno. Vivamos de mi arte, del tuyo o del de ambos, o de lo que sea. No me importa. Quiero amarte hasta cansarme, hasta que pase el tiempo y la eternidad y aún así quererte. Puede que, después que leas esto y vea la respuesta en tu rostro, mi vida estará destinada a ser dichosa o uno de los peores martirios que existen pero no puedo permanecer más tiempo sin ti, no después de esta increíble y salvadora señal que me dice que me amas y que eres mía. Debo buscarte, hasta mi alma me lo implora. 97


Yo también te amo de la mejor y la peor manera. Te amo. Nos vemos muy pronto querida… Continuará…

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El secreto de Clare Por Patricia K. Olivera

Clare llegó presurosa a su habitación y lo primero que hizo fue deshacerse de esos incómodos zapatos. Con los cambios que estaba llevando a cabo Luis XIV en el castillo su trabajo como doncella de la reina María Teresa había aumentado. Ésta, debido a su constante obsesión con las infidelidades del rey, la enviaba continuamente a espiarlo; y en verdad era una odisea ir y venir sin pausa hasta el aposento que ahora había quedado en el extremo opuesto. Por suerte ella era muy ordenada y tenía la humilde pieza siempre impecable. Aprovecharía los últimos rayos de sol que entraban por la ventana para leer ese libro que cada día guardaba con celo bajo el colchón. Clare era soltera, pero desde que ese libro llegó a sus manos las noches tenían otro significado. Estaba segura de que nadie, ningún hombre, sería capaz de conocer su cuerpo y satisfacerla de la forma que ella había aprendido a hacerlo; al menos por ahora. Ni siquiera el rey, con ese cuerpo de Adonis, a quien espiaba durante las desenfrenadas sesiones con sus amantes ―secreto que se había cuidado muy bien de no contar a la reina―; ni las poses excitantes, ni las otras cosas que hacía con ellas, y que la dejaban sofocada, lograban ponerla como lo que leía en ese libro. Claro que también aprendía mucho del insaciable rey y estaba segura de que él intuía que lo espiaba, pues sentía que sus ojos le recorrerían el cuerpo con lascivia cuando se lo topaba en ocasiones por los pasillos reales. En realidad, más importante que el hecho de que no se descubriera lo que leía ―eso no sólo podía costarle el puesto en el castillo, sino incluso hasta la propia vida―, era que nadie supiera la forma en que ella se humedecía cada vez que pasaba junto al rey y él rozaba su mano con alevosa premeditación...

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Breve historia que se lleva la lluvia Por Eugenia Sánchez Acosta

Aquel día no fue posible salir de paseo. Lo que había comenzado como un sutil velo de lluvia se convirtió en una tormenta con todas las letras para el final de la tarde. Sentadas en nuestra habitación, Abby y yo nos estremecíamos con cada dedo de luz que encendían los relámpagos en el firmamento y nos mirábamos nerviosas cada vez que el sonido del rayo parecía impactar en las inmediaciones de la casa. La rudeza de la lluvia se superponía a todo, ahogando nuestras conciencias. En toda la casa, era lo único que podía oírse, estrellándose contra el alto techo piramidal, llamando a la puerta, haciendo vibrar los vidrios de las ventanas. El agua quería colarse en nuestro hogar, explayarse por los suelos, embeberse en las alfombras, acurrucarse en las sombras y bajo los recios muebles. Y como diligentes figuras anónimas las mujeres de la casa corrían de habitación en habitación, impidiéndole el paso, exigiéndole la retirada. Se movían mesas, se aseguraban ventanas, se escurrían paños que se alistaban a retomar sus posiciones en la encarnizada batalla contra tan escurridiza intrusa, y todo acontecía más allá de nosotras y cargado de silencio. Ni siquiera la suplencia de la luz por aquella falsa noche que tomaba palmo a palmo la habitación nos hizo ser conscientes de nada más que el amplio paisaje del otro lado de la ventana. Fue aquella lluvia finita e inclemente la primera en derramar su llanto. Regueros de lágrimas se escurrían por los vidrios ante nuestros ojos. Muda quizás, pero no menos angustiante. Dio paso con su dolor a los sonidos de la casa, y ni siquiera entonces, al escuchar el agudo llanto de nuestra madre, Abby y yo pudimos movernos. Aquel día en que no pudimos salir a recorrer las hileras de tiernas uvas maduras, fue el último día en que llovió en todo el pueblo. El cese del aguacero más violento y voraz que habían visto los pueblerinos en más de treinta y ocho años, se marchó con la poca riqueza de la familia de la región. Se llevó animales, algún granero descuidado. Se llevó hombres y mujeres que corrieron a enfrentar su furia. Aquel día en que no pudimos pasear se gravó en las tumbas de nuestro padre y nuestros dos hermanos.

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Desde entonces, ni Abby ni yo nos soportamos oír llover. Cada gota que cae sobre el tejado nos separa y nos aísla. Y si la lluvia dura una semana, por siete días no salimos de nuestras habitaciones, ni probamos alimento, ni abrimos las cortinas, ni decimos palabra. Aunque han pasado sesenta años de aquel día y tanto la tierra como el fuego se han apoderado de nuestros bien amados, aún nos dejamos consumir por las sombras y las voces de la lluvia, para que llore ella todo cuanto hemos perdido.

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Nuestros Colaboradores Mary A. Chacín o Mariache Vive en Venezuela. Actualmente estudia comunicación social y ha colaborado con algunas páginas de internet sobre escritura preferiblemente romántica. Lectora compulsiva desde muy pequeña, también adora pintar y se ha consolidado recientemente como ilustradora.

Nacho Gomes nació en agosto de 1981. Como buen leonino ama con locura, no conoce de grises y obedece las razones del corazón. Esa misma pasión exacerbada es la que en el año 2006 lo llevó a un entrañable taller de escritura. De allí en más, no hace otra cosa que deambular por los laberintos indescifrables de la literatura. Estudia Letras en Facultad de Humanidades, trabaja como administrativo y sueña despierto, mientras teclea con la mirada perdida en el monitor.

Marcelo López Díez

(1976, Montevideo, Uruguay),

asume la trágica adicción a los libros y lamentablemente las palabras crecen en su cabeza como preludios de forzadas manchas sobre papeles en blanco, corrompe la pureza del silencio.

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Eva María Moreno

Nació y vive en España.

Licenciada en Filología Inglesa y Diplomada en Profesorado de E.G.B. Investigadora de la Literatura Inglesa del siglo XX y Contemporánea. Sus relatos, premiados en diversos concursos, han sido publicados en libros y en revistas literarias. Actualmente escribe su primera novela. Blog: http://evammedina.blogspot.com.es/

Javier Úbeda Ibáñez escritor, crítico literario y miembro del proyecto REMES (Red Mundial de Escritores en Español). Nació en Jatiel (Teruel), en 1952. Y reside actualmente en la ciudad de Zaragoza. Es autor del conocido libro de relatos breves y poemas Senderos de palabras (Pasionporloslibros. Valencia, 2011) y de los cuentos Daniel no quiere hacerse mayor (Pasionporloslibros. Valencia, 2011) y La Elegida (Pasionporloslibros. Valencia, 2012). Ha publicado numerosos artículos de opinión tanto en prensa digital como en prensa escrita. Algunos de los títulos más significativos han sido: «La educación: significado y objetivos»; «Paternidad responsable y responsabilidad educativa»; «La función educativa del Estado»; «La valoración del conformismo ambiental»; «Reflexiones sobre la democracia»; «Libertad y responsabilidad en la información»; «La iniciativa privada» o «Reflexiones sobre la libertad». Además, es autor de numerosas reseñas literarias, relatos cortos y poemas, que han ido viendo la luz en importantes revistas de España como Almiar, Ariadna-RC, Culturamas, Fábula (de la Universidad de La Rioja), Horizonte de Letras, La Sombra (de lo que fuimos), LetrasTRL, Literaturas.com, Luke, Magazine Siglo XXI, Narrador, Narrativas, OtroLunes, Palabras Diversas o Pluma y Tintero… y también en revistas del extranjero como Gaceta Virtual, Letras en el andén, Literarte, Poeta (todas ellas de Argentina) o Cinosargo (Chile), La ira de Morfeo (Chile,

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Argentina y Brasil), Letralia (Venezuela), Ombligo (México), Letras Uruguay o Palabras (ambas de Uruguay), entre otras muchas.

Roberto Araque Venezuela. Edad 31 años. Ingeniero mecánico. Athena Rodríguez Obstinada e indisciplinada, Athena Rodríguez es una escritora principiante; mexicana de 23 años, egresó en mayo del 2012 de la carrera de Pedagogía. Adora la literatura fantástica y romántica, pero suele escribir muy tirada al drama. http://athena-rodriguez.blogspot.mx/

Juan Gianfelici Soy escritor de poesía, publico en fanzines e intercambio trabajos de manera independiente. Mi sitio es www.tiranoeldestino.blogspot.com

Paula Rosselló Creo que me gusta escribir desde que tenía diez años. Atesoro páginas y más páginas de relatos, palabras y frases. Hace poco inicié mi andadura en el erotismo y tengo una página en Facebook. Nunca he publicado nada sobre papel.

Francisco Cappellotti

autor de la novela «Matar a Borges» (Editorial Planeta)

Más información de la novela en: https://www.facebook.com/francisco.cappellotti

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José Ramón Muñiz Álvarez nació en la villa de Gijón y sigue residiendo en Candás (concejo de Carreño). Su infancia transcurre de manera idílica en dicho puerto, donde pasa su juventud hasta el término de sus estudios. Licenciado en Filología Hispánica y especialista en asturiano, vive a caballo entre Asturias y Castilla León, comunidad en la que es profesor de Lengua Castellana y Literatura. Su afán por las letras y las artes lo ha llevado al cultivo de la poesía.

Alejandro Alberto Taborda

Argentino, nacido el 19/12/1981 en la ciudad

de Buenos Aires, recibido de Bachiller con Orientación en Tecnología en el año 2012, secretario de juventud de la Central de Trabajadores/as de la Argentina 2012/2013 en el municipio de La Matanza, prov. de Buenos Aires, autor amateur.

Sergio Alvez sergioces@hotmail.com Nació en 1979 en Misiones, Argentina. Salvo experiencias artesanales de bajísima tirada, nunca publicó su obra. En 2005 fue finalista certamen literario Relatos El fungible, de España Por ello, su cuento Dos Antorchas fue publicado en la antología del certamen, publicada por la editorial Suma de Letras. En 2006 ganó el Certamen Provincial de Relatos de la Editorial Universitaria de Misiones. En 2012 recibió el primer premio en el Concurso Literario Provincial del Bicentenario, en el rubro cuentos. Trabaja como redactor de un diario y fundó la revista Superficie. En febrero de 2014, ganó el Primer Premio Literario Horacio Quiroga (Misiones), por su texto ¿Dónde está Horacio?

César Aramís Contreras Parra Autor venezolano (Caracas, 1992). Estudiante de Psicología, aficionado a la literatura. Ha publicado en la revista literaria Letralia tierra de letras y colabora como columnista en la página web «La Galería del Rock».

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Jesús I. Callejas

(La Habana, Cuba, 1956) ha

publicado los siguientes libros de relatos: Diario de un sibarita (1999), Los dos mil ríos de la cerveza y otras historias (2000), Cuentos de Callejas (2002), Cuentos bastardos (2005), Cuentos lluviosos (2009). Además, Proyecto Arcadia (Poesía, 2003) y Mituario (Prosemas, 2007). La novela Memorias amorosas de un afligido (2004) y las noveletas Crónicas del Olimpo (2008) y Fabulación de Beatriz (2011). También ha reseñado cine para varias revistas, entre las que se cuentan Lea y La casa del hada, así como para diversas publicaciones digitales. Recientemente ha publicado los trabajos virtuales Yo bipolar (2012) (novela); Desapuntes de un cinéfilo, (2012), que incluye, en cinco volúmenes, historia y reseñas sobre cine; y Arenas residuales y demás partículas adversas (2014) (relatos). Callejas es descendiente de Manuel Curros Enríquez, considerado junto a Rosalía de Castro, el mejor poeta en lengua gallega. http://www.bookrix.com/books;user:jesusicallejas,sort:2.html

Joalberths de Agrela octubre

de

1994

es

un

joven

Nacido el 25 de

escritor

venezolano.

Actualmente es estudiante de lengua y miembro del taller de creación literaria «Higuaraya Capanaparo» en la ciudad de Maracay con el que ha participado en diferentes recitales y cursos de poesía; también ha desarrollado interés por el género epistolar siendo participante del concurso de cartas de amor organizado en Venezuela por la Mont Blanc.

Graciela Alfonso (Buenos Aires, Argentina). Profesora y Licenciada en Artes Visuales. Tesis: Poéticas del Libro de Artista y Libro Objeto. Obras Publicadas: El Silencio del Fuego y Antologías Literarias: Una Mirada al Sur y Pasión de Escritores.

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Ronie Von Rosa Martins

é professor municipal e Estadual nas cidades de

Pedro Osório e Cerrito. Possui Pós-graduação em Literatura contemporânea Brasileira pela universidade Federal de Pelotas- Ufpel e também pós-graduação em Linguagens verbais e suas Tecnologias pelo Instituto Federal de Ciência e Tecnologia IFSul de Pelotas. É mestrando em Educação pelo mesmo instituto. Escreve em várias revistas online pela internet e possui uma coluna na revista Entrementes e Letras Et Cetera.

É um devorador de livros. Apaixonado pelas Filosofias das Diferenças e seus autores, mais especificamente Gilles Deleuze, Guattari e Foucaul. Gosta de cerveja e batatinha frita e olha tudo que é filme, até os ruins. https://plus.google.com/u/1/111493657808510286133/about http://ronieev.bloguepessoal.com/p/perfil/

Martín Coca Nací en México y viví allí hasta los 18 años. Viajé a Uruguay, donde resido actualmente, para estudiar. A ratos fabrico robots domésticos (:

Leonardo Moreno

es Licenciado en Literatura y

Profesional en Estudios Políticos de la Universidad del Valle (CaliColombia). Ha publicado cuentos en diversas revistas literarias de Latinoamérica. Igualmente tiene una novela inédita titulada "Margarita no da a luz".

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Selin

Aficionado a la literatura, distribuye su tiempo entre

las reseñas de los libros que le ofrecen y la escritura de relatos, mayoritariamente cortos, dentro de diversos géneros: negro, erótico, fantasía, terror o ciencia ficción. Algunas de esas historias han sido galardonadas o seleccionadas para antologías y otras las ofrece directamente en su blog Susurros: http://selin-xxi.blogspot.com.es

Ellora James

Nació en 1980 en una tierra que nunca

fue suya del todo. Desde muy joven se declaró errante y peregrina de las letras, incondicional del género romántico, pasional. Desde siempre observa, escucha, siente y vive. Desde tiempos recientes transita por la web, buscando encontrar compañeros para el largo viaje que ha emprendido. Puedes unírtele en su blog http://ellorajames.blogspot.com y/o en su facebook https://www.facebook.com/elloramjames

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Patricia K. Olivera Vive en Montevideo-Uruguay. Actualmente está cursando la Tecnicatura en Corrección de Estilo y la Licenciatura en Lingüística a nivel universitario. Aunque es amante de los géneros de terror sobrenatural y ciencia ficción, se anima a experimentar con otros géneros. Escribe textos de su autoría en los blogs que administra y en aquellos donde participa. Ha colaborado en varias revistas literarias de la red de distintas partes del mundo. No tiene libros publicados pero comparte espacio con otros autores en varias Antologías de Narrativa y Poéticas, editadas en el extranjero. Administra: http://mismusascuenteras.blogspot.com, http://pkolivera.blogspot.com/ http://mismusaslocas.blogspot.com Participa: http://eros-textual.blogspot.com/

Eugenia Sánchez Acosta

También conocida en la red como Maga DeLin, es

una escritora novel uruguaya de 29 años. Ha colaborado con diversas revistas digitales e integrado varias antologías en distintos formatos como Pasión de Navidad (de la web El club de Las escritoras), El escritor (certamen Mil Palabras), Porciones literarias (de la web Diversidad Literaria), y Pasión y Amor (también de la web El Club de las Escritoras), entre otros. Ha sido premiada en distintos certámenes y ha sido miembro de jurados de otros tantos, además de colaborar en la edición y corrección de textos para diferentes sitios. Administra dos blogs literarios: Una vida de novela http://vidanovelada.blogspot.com Escribiendo la noche http://describientem.blogspot.com Además participa del blog Eros Textual http://eros-textual.blogspot.com 109


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Recomendamos:

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Febrero 2015, NĂşmero 14

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