La muerte mientras tanto

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La muerte mientras tanto Ignacio Martínez de Pisón

1. El apartamento que habían alquilado no era bonito ni espacioso pero estaba en primera línea de playa. Desde la pequeña terraza sólo se veía la línea de farolas de paseo, la amplia franja de arena y un Mediterráneo adormecido que, en días nublados como aquél, apenas sí podía deslindarse de casi uniforme gris del cielo. Era la última quincena de septiembre y ni en el aparcamiento se veían coches ni en la playa personas. Clara se asomó a la ventana del dormitorio y comprobó que todas las persianas de los apartamentos cercanos estaban bajadas; ya no quedaba ningún veraneante en la urbanización. No se oía otra cosa que el sordo rumor de las olas y el sonido de sus pasos o sus voces. Pablo le envió una sonrisa desde la terraza: “Somos los reyes del silencio; sólo con el mar compartimos el privilegio de romperlo”. 2. A veces Pablo hablaba tal como Clara creía que debían hacerlo los poetas: si a ella se le hubiera ocurrido esa misma reflexión, habría sido incapaz de expresarla de un modo tan hermoso. Pensaba, de hecho, que Pablo podía llegar a ser un gran escritor, aunque ni siquiera estaba segura de que en alguna ocasión hubiera intentado escribir algo. Se conocían desde hacía un par de meses pero, en cierto sentido, era como si acabaran de conocerse, porque Pablo seguía pareciéndole igual de enigmático que el primer día. Tal vez fuera eso lo que le gustaba de él, esa manera de ser, de hablar de sí mismo sin acabar nunca de descubrirse, como quien habla de otra persona, de alguien cercano pero diferente, de un allegado con el que hubiera convivido durante mucho tiempo y cuya vida pudiera relatar con profusión de detalles. 3. Pablo había trabajado de camarero y de profesor, y ahora se dedicaba a la traducción. Si estaban allí, en aquella urbanización solitaria, era precisamente porque le habían hecho un encargo urgente, una traducción que debía ser entregada a primeros de octubre, y porque sólo en un lugar así se sentía capaz de acabarla en el plazo convenido. En un lugar como ése, sin vecinos, ni ruidos de coches, ni bares, ni televisión. Clara le había preguntado si podía ir con él y asegurado que no le distraería. Pablo no se había negado: ése era su modo de afirmar. Para ella, esos quince días iban a ser de reposo, tranquilidad, de largos paseos por la orilla, de sosegadas lecturas sobre la arena. Albergaba además un objetivo no declarado, el de conocer más profundamente a Pablo, desentrañar al menos parte de su enigma. 4. Aquella misma noche averiguó un detalle que tal vez podía haber presentido. Pablo padecía frecuentes insomnios. Le oyó levantarse de la cama a eso de las dos y pasear por la casa fumando, exhalando largas bocanadas como suspiros. Luego vio encenderse la lejana refulgencia del ordenador, que habían instalado después de la cena en el cuarto de estar, y

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pensó que quizás ésa fuera su ventaja, esas horas de insomnio en que sólo la reflexión era posible. 5. Por la mañana Pablo seguía sentado ante su teclado, su monitor y sus diccionarios. Clara le dio los buenos días con un beso en la nuca, preparó el desayuno en la terraza. Él estaba agotado pero contento, había trabajado mucho durante la noche. Se tomó un vaso de lecho fría y se metió en la cama para tratar de conciliar el sueño. 6. La cocina parecía bastante limpia, pero Clara era aprensiva y la idea de que aquellos platos, cubiertos y cacharros hubieran sido utilizados por personas desconocidas le inspiraba cierto recelo. Separó y lavó a conciencia todo lo que creía que iban a necesitar, frotó con energía la bandeja del horno y los fogones hasta eliminar todo resto de grasa y se dispuso a barrer y fregar los suelos. En el armario de las escobas encontró dos cañas de pescar que algún inquilino anterior había dejado por inservibles. Las colocó sobre la mesa de la sala con una nota que decía: ¡SORPRESA! 7. Les habían dicho que, en aquella época del año, las tiendas de comestibles de todas las urbanizaciones cercanas estaban cerradas. De la suya al pueblo había más de dos kilómetros, pero a Clara no le importó pasear. Compró dos botellas de Rioja, pan de molde y latas, muchas latas, como si hubieran de hacer frente a un asedio. Regresó por la orilla, jugando esquivar las olas. La temperatura era agradable y para el mar aún no había acabado el verano. A la ida no se había cruzado con nadie; tampoco ahora se veía gente. Se desnudó, se bañó, tomó el sol sobre la arena húmeda con una desmayada sensación de plenitud. 8. Cuando llegó al apartamento se encontró a Pablo comprobando que los carretes de ambas cañas se hallaban en buen estado y tratando de deshacer algunos nudos del sedal. Verle concentrado como un niño serio en una actividad así, tan insignificante, le transmitió un cúmulo de imprecisos sentimientos maternales. Durante la comida dijo él que por la tarde bajaría a buscar gusanos para el cebo y que colocaría las dos cañas en la orilla. Desde la casa podrían vigilar si picaban. Clara bromeó: “Sobreviviremos como dos robinsones, nos procuraremos nuestros propios alimentos, nos vestiremos con las pieles de las bestias que cacemos”. 9. El día siguiente no fue distinto del anterior. Hacen falta muy pocas cosas para crearse una rutina. Basta con tener un mínimo de obligaciones o, lo que es lo mismo, un máximo de tiempo libre, y no tardas en percibir sus primeros indicios. Clara lo comprendió cuando en la tienda de comestibles la saludaron como si formara parte de su clientela habitual -¡sólo la habían visto una vez!- y, sobre todo, cuando se descubrió bañándose desnuda en el sitio exacto en el que lo había hecho la mañana anterior. Mismos horarios, mismos lugares: en dos semanas no iba a tener tiempo de cansarse de esa rutina placentera aunque quizás algo aburrida. Pensó, sin embargo, en hacer algo que permitiera distinguir cada día de los restantes, de forma que más

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adelante pudiera decir: ése día fue el de la llamada telefónica a Carmen, o el día en que traté de alquilar una bicicleta, o el día en que volví a apartamento recogiendo conchas por la orilla. La idea le pareció excelente y, de hecho, no pasaron ni tres minutos antes de que se agachara a coger la primera concha. 10. En realidad, Clara estaba equivocada, porque por la tarde iba a hacer un descubrimiento que privaría de todo su valor a su colección de conchas y conferiría a esa rutina apenas instaurada un carácter menos placentero de lo previsto. Serían cerca de las ocho, la hora en que empezaba a refrescar, y Pablo había bajado a vigilar las cañas. Clara le observaba desde la terraza. Debía de haber picado algún pez, porque uno de los sedales estaba tenso. Cuando Pablo acabó de recogerlo volvió hacia la casa y mostró algo que ella no pudo ver. Clara aplaudió, de todas formas, porque le pareció que Pablo estaba sonriendo. Entró después en el apartamento y se sentó a la mesa. Hojeó por curiosidad el libro que Pablo estaba traduciendo. Ella no entendía francés, pero sabía que una de las palabras del título, oiseaux, significaba “pájaros”. En la primera página del texto encontró más palabras conocidas y dedujo que se trataba de una novela de exploraciones en África. Para comprobarlo, encendió el ordenador, introdujo el disquette y esperó a que pareciera en el monitor el principio del texto. Cuando esto ocurrió, no pudo sino sorprenderse al ver que en el encabezamiento no figuraban el título de la novela ni el nombre del autor sino la fecha, 14 de febrero. Volvió al original francés que, efectivamente, no estaba estructurado en forma de diario. Con la sensación de estar entrando en una habitación secreta o cometiendo una profanación venial, siguió leyendo, y su inicial sorpresa fue poco a poco convirtiéndose en irritación. 11. Aquello estaba escrito en primera persona, y empezaba con la llegada de una pareja a una ciudad de veraneo, desierta en pleno invierno. La descripción del lugar coincidía sólo ligeramente con la de la playa: se mencionaba, sí, la hilera de farolas del paseo, pero también un pequeño puerto deportivo y un grupo de rocas, inexistentes en aquella zona del litoral. El apartamento alquilado, en cambio, sí que parecía idéntico al suyo, y Clara pensó que todos esos apartamentos eran siempre iguales. Había después una serie de consideraciones sobre el mes de febrero y sobre el sentido que tenía pasar el invierno en un lugar así, “un poblado fantasma”. En medio de unas breves reflexiones sobre la sociedad encontró Clara la primera frase turbadora: “Ella es, al fin y al cabo, una intrusa en mi vida”. Ella: en ninguna de aquellas líneas había un nombre propio que la designara. Tuvo que saltarse un par de párrafos en busca de nuevas alusiones. Encontró una al final, y al leerla sintió una punzada de dolor en el estómago: “A ella se le ha ocurrido la disparatada idea de intentar una supervivencia de robinsones, qué tontería. Me ha insistido tanto que no he sabido negarme, y eso me ha hecho perder varias horas esta tarde, a la espera de que algún estúpido pez picara. Ella sabe que odio esas actividades ridículas y vulgares, pero le importa bien poco.” Clara tragó saliva con gran esfuerzo. Se sentía traicionada. Esas últimas frases transmitían una impresión de rencor que estaba segura de no merecer: jamás se le habría ocurrido que su compañía

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podía ser tenida por una intrusión, ella jamás le había insistido para que perdiera su tiempo con las canas de pescar, su referencia a Robinsón no había pretendido ser más que un chiste… No lo entendía, no podía entenderlo. 12. Su desconcierto fue mayor cuando Pablo llegó. Parecía contento, llevaba a la mano un pez dorado del tamaño de una sardina, y bromeaba: “! Aquí está la cena para Robinsón y familia!”. Ella fingió compartir la misma alegría –la posibilidad de que él descubriera que había violado su intimidad le asustaba- y bromeó también: “Pobrecillo. No sé si habrá bastante para los dos”. Pablo se echó a reír y tiró el pez a la basura, no sin antes reprocharse el no haberlo devuelto al mar cuando todavía estaba vivo. 13. Durante la cena estudió disimuladamente su actitud. Nada había cambiado en él: seguía siendo el mismo joven amable, de modales exquisitos, tan respetuoso como todos los que son incapaces de perdonarse la menor falta de delicadeza. Pablo pertenecía a ese tipo de personas escrupulosas que preferían esperar una hora a la entrada de un cine antes de hacerte esperar cinco minutos, pero esta hipersensibilidad suya, que quizás había contribuido a darle ese aire enigmático, ahora a Clara le parecía algo siniestra. Tratando de no demostrar especial interés, le sugirió que se olvidara de las cañas de pescar si ello le aburría o interfería en su trabajo. Pablo negó con la cabeza mientras masticaba unos tortellini. Cuando hubo tragado, dijo: --Todo lo contrario, no sabes cuánto me ayuda a relajarme. 14. Después de cenar bajó a la cabina y llamó a Carmen. Deseaba confiárselo a alguien, poder pensar que había alguna persona en el mundo que conocía su inquietud, pero no sabía cómo contarlo. Carmen, además, era tan locuaz que muchas veces sus diálogos se convertían en monólogos. Le habló de lo que había estado haciendo esos dos días sin apenas darle ocasión para intervenir. Finalmente le preguntó por Pablo, y Clara sólo supo decir: “No sé, está muy raro”. “Es muy raro”, le corrigió su amiga entre risas, y ella comprendió que no tendría sentido contárselo por teléfono. 15. El tiempo estaba cambiando. Por la mañana, de regreso del pueblo, no se bañó ni se desnudó para tomar el sol. Se asentó nada más y miró las nubes oscuras suspendidas sobre el horizonte. Se preguntó si no debería marcharse: volver al pueblo y pedir un taxi a la estación, enviarle después un telegrama más o menos explicativo. La brisa le acariciaba los brazos, erizaba su vello. Decidió seguir camino del apartamento; siempre estaría a tiempo de marcharse. Por la tarde, volvió a aprovechar una ausencia de Pablo para comprobar si había crecido el texto del extraño diario. Efectivamente, así había sido, pero los dos o tres párrafos nuevos no contenían ninguna alusión inquietante, y Clara experimentó cierta sensación de triunfo al apagar el monitor. Estaban también fechados en febrero, el 20, seis días después del fragmento anterior.

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16. Debido a su insomnio, Pablo llevaba un horario irregular. Trabajaba más de noche que de día, y entre una sesión de trabajo y otra solía tumbarse a reposar. Clara procuraba no pasar por el cuarto de estar cuando él se encontraba traduciendo. De hecho, apenas coincidían fuera de las horas de las comidas, y entonces Pablo se mostraba expansivo y relajado, como si ésos fueran los mejores momentos del día, el único desahogo en medio de tan severa disciplina. Por la tarde, Clara solía irse a leer a la playa, cerca de las dos cañas. En un par de ocasiones bajó Pablo a fumar un cigarrillo con ella. Precisamente una de esas veces picó otro pez, un pececillo diminuto, casi transparente. Pablo quitó el anzuelo tratando de no agrandar la herida y lo soltó al agua diciendo: __Vuelve con tus papás, majo. 17. La soledad, que tan deseable le había parecido al principio, tenía ahora algo de sofocante para Clara. Por eso, el viernes, la alegró ver que siete u ocho coches llegaban y se aparcaban junto a los arriates de la urbanización. Tendrían vecinos durante el fin de semana. 18. De hecho, aquella misma tarde conoció al matrimonio del apartamento de al lado, una pareja joven con dos niñas gemelas de unos cinco años. Estuvieron un rato en la escalera, hablando de las ventajas de la playa sobre la montaña y de cosas así. Se acostó justo después de cenar sin acordarse de echar un vistazo al texto del ordenador. 19. Se acordó por la mañana, mientras Pablo descansaba en el dormitorio, y al leerlo experimentó por primera vez una sensación de peligro. El último fragmento estaba fechado el 22 de febrero y decía: “A veces siento encendérseme la sangre, cargarse mi cuerpo de una violencia que tarde o temprano habrá de explotar. Ella me asedia en todo momento, me vigila desde la terraza o desde el dormitorio o desde la playa, me odia. Sabe que la Culpa me ronda y, por eso, todos sus silencios, todas sus miradas, todos sus gestos están impregnados de culpa. Convivo con la Culpa como un cautivo convive con su condena, pero el cautivo sabe, al menos, que algún día le llegará el perdón. Ella está aquí para recordarme que a mí no hay perdón alguno que me espere”. 20. Apagó el ordenador con dedos temblorosos. El primer pensamiento que le pasó por la cabeza fue recoger sus cosas, meterlas en la bolsa y marcharse. Pero lo tenía todo en el dormitorio, y Pablo le haría preguntas que no tenía valor para afrontar. Se dejó caer en la silla, abatida. “Por qué seré tan cobarde”, se reprochaba. Así estaba cuando llamaron al timbre. Era el vecino, que les invitaba a salir al mar en su fueraborda. Clara iba a improvisar algún pretexto, cuando Pablo apareció diciendo que le parecía una idea excelente, que necesitaba un día de fiesta y que incluso podían preparar bocadillos para tomar el almuerzo en alta mar. Clara supo que debía

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protestar, negarse, anunciar su determinación de volverse inmediatamente a la ciudad, pero no encontró el modo de hacerlo. 21. El motor era lo suficientemente potente para permitir hacer esquí acuático. Pablo insistió en aprender, y todos se reían mucho al ver cómo pugnaba en vano por mantener los esquíes paralelos o cómo caía al agua cada vez que intentaba salirse de la estela. Todos menos Clara, que permaneció todo el tiempo ajena, ensimismada. Cuando echaron el ancla para tomarse los bocadillos, Pablo le preguntó si estaba bien, si tenía frío. Ella negó con la cabeza e insistió en no aceptar el jersey que él le tendía. También con el matrimonio joven mostraba él la misma diligencia, la misma amabilidad. Y con las gemelas se entretuvo explicándoles cómo hacer diversos tipos de nudos. Clara se repetía para sus adentros que tenían que hablar y aclarar las cosas, desconfiaba de él pese a que no lograba percibir en su conducta el menor signo de insinceridad. Incluso, viéndole junto a las niñas, llegó a admitir que Pablo podría ser un buen padre. Volvieron a la playa a eso de las cinco, y para entonces probablemente tenía ya algunas décimas de fiebre. 22. El domingo lo pasó en la cama. Le ardían la frente y el cuello. Ponerse enferma en esas circunstancias no era una simple contrariedad, sino toda una trampa del destino. Lo que más temía era que Pablo quisiera acostarse a su lado, sentir la proximidad de una presencia que, tal vez por efecto de su estado, se le antojaba repugnante y ofensiva. Por suerte, Pablo debía de haber tomado la decisión de reposar en el sofá del comedor, y sólo de vez en cuando abría una puerta en la oscuridad de su fiebre para susurrar cómo te encuentras, qué tal estás. Clara, por otra parte, no ponía resistencia al sueño, que era para ella una forma de fuga. 23. Hacia las seis oyó el timbre. Los vecinos pasaban a despedirse e interesarse por su salud. Pablo, en tono tranquilizador, aseguró que se trataba de un leve resfriado y que para el día siguiente ya estaría curada. Clara se levantó de la cama, era su oportunidad. Justo cuando abrió la puerta estaba el marido preguntando si no sería mejor llevarla al pueblo a que la viera un médico. Todos la observaron con curiosidad. Pablo la recriminó cariñosamente por haberse levantado, y diciéndole no seas pueril la acompañó de regreso al dormitorio. Clara trató de zafarse y exclamó: “Estoy muy enferma, ¿no te das cuenta? Necesito ver a un médico”. La voz de Pablo adoptó una inflexión algo severa: “Lo que necesitas es descansar, vuelve a la cama”. El vecino insistió: “¿Seguro que no sería mejor…? Fue su propia mujer quien le interrumpió: “Al menos, habría que traerle algún antibiótico”. “Sí, Pablo –dijo Clara-, tendrás que ir a la farmacia del pueblo”. Él admitió que tal vez tuvieran razón y preguntó a los vecinos si les molestaría llevarle. Clara temió por un instante que estropearían su plan ofreciéndose ellos mismos a traerle las medicinas, pero, por suerte, sólo contestaron que no faltaba más, que no era ninguna molestia. Pablo comentó que volvería en taxi o dando un paseo, y dijo que tenían que intercambiar números de

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teléfono y quedar algún día para cenar. Luego acostó a Clara como si fuera una niña pequeña, ajustando bien los extremos de la manta bajo el colchón. 24. Ella oyó primero el ruido de la puerta, luego el sonido de sus voces perdiéndose escaleras abajo, pero prefirió esperar a oír también el sonido del motor para vestirse. Lo hizo con rapidez, exigiendo a sus miembros torpes y entumecidos una agilidad de la que no eran capaces. Mientras metía su escaso equipaje en la bolsa pensaba en lo que diría Carmen. Ven a buscarme enseguida, te lo ruego; más tarde te lo explico. Con eso bastaría. Se disponía ya a salir cuando se preguntó si debía dejarle alguna nota a Pablo. No llegó a contestarse, porque antes sus ojos encontraron el ordenador. 25. El nuevo texto llevaba dos fechas, 1 y 2 de marzo, y todo en él era pavoroso. Se iniciaba así: “Ella es tiránica y cruel, aprovecha todos los medios a su alcance con tal de someterme, me aplasta con su mirada si hago el menor intento de resistirme. Quiere hacer de mí un esclavo para sentirse reina de algo”. La ansiedad le impidió apartar los ojos de aquellas líneas, que proseguían con un rabioso inventario de agravios. Entre ellos, además de la asfixiante vigilancia de la que Pablo se sentía objeto, se encontraban: “todas las ridículas actividades en las que me obliga a participar sólo para demostrar que me domina”: no sólo la pesca con las cañas o las estúpidas conversaciones de las comidas, sino también el ‘paseo en la barca de esos vulgares amigos suyos”, el esquí acuático, los jueguecitos con “esas dos niñas absurdas e iguales”… 26. Ante aquella versión falseada de lo que había sido el fin de semana, Clara no podía ya ni rebelarse. Comprendía finalmente que había estado conviviendo con un demente y que, sin saberlo, su vida había corrido un serio peligro. Siguió leyendo: “Su dominio quiere ser tan intenso que hasta pretende poseer mis emociones, obligarme a estar alegre o triste sólo cuando a ella se le antoja. Para conseguirlo explota el recuerdo de mis culpas y hace que en mí se instale el recuerdo de todas las culpas del mundo, que se instale la Culpa”. Los párrafos sucesivos eran una mera reiteración de esta idea, y concluía así: “Para ella, yo soy el culpable de todo, hasta del más íntimo acontecimiento. Estoy seguro de que piensa que he sido yo, y no los domingueros, quien ha estropeado el teléfono de la cabina”. 27. Esta última frase la horrorizó. Apagó el ordenador con gesto mecánico y echó a correr escaleras abajo con la agobiante sensación de que todo había acabado, de que todo estaba perdido si aquello era verdad. Y lo era: desde el portal se veía que el cable colgaba sin otro peso que el suyo propio. Alguien había arrancado el receptor. Clara siguió acercándose, despacio ahora. No había firmeza en su andar, se tambaleaba. Se volvió hacia el aparcamiento en busca de algún coche rezagado. Ya no quedaba ninguno. Quiso mirar en otra dirección, daba lo mismo si hacia el mar o hacia el paseo. Fue consciente de estar girando la cabeza y de mantener los ojos abiertos. Sin embargo, no vio el mar ni el paseo.

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28. Cuando volvió en sí, Pablo la llevaba en brazos con grandes esfuerzos. Parecía asustado y, por un instante, Clara no entendió el motivo. Luego lo recordó todo y pensó: “Si lo que quiere es matarme, ¿porqué no lo hace ahora?”. Ella no iba a resistirse. “Qué pretendías? ¿Porqué has salido del apartamento?”, le preguntaba él entre jadeos. Daba la impresión de que no iba a lograr subir las escaleras con ella en brazos. Como la puerta estaba abierta, se dirigió sin dilaciones al dormitorio. LA depositó sobre la cama con la suavidad con que se deja a un recién nacido en su cuna. Sólo entonces se concedió un par de minutos para recuperar el ritmo normal de la respiración. “¿Qué hacías fuera de casa?- le preguntó después-. Ha sido una locura por tu parte, con la fiebre que tienes; una lipotimia era lo menos que te podía ocurrir”. Clara no replicó y, con tal mansedumbre, dejó que él la desvistiera, la metiera en la cama y estirara las sábanas. Luego se tomó sin rechistar el vaso de leche caliente y las dos pastillas distintas que él le ofreció, y asintió con los ojos cuando Pablo le dijo que no debía destaparse y que, si por la mañana seguía igual, iría a buscar un médico. Le dio las buenas noches, le besó en la frente y cerró la puerta sin hacer ruido. Clara pensó que ya sólo le quedaba esperar el instante en que él entrara a matarla. 29. Por la mañana, sin embargo, no sólo estaba viva sino que, además, la fiebre había remitido. Aplazó el momento de levantarse de la cama tratando de calcular las horas y los minutos que faltaban para que se cumpliera su primera semana de estancia en aquel sitio. Persistía en ella la sensación de peligro, pero amortiguada, como si ya se hubiera acostumbrado a ella y eso le restara intensidad. Salió finalmente de la habitación. Pablo dormitaba en el sofá con medio cuerpo tapado por una bata. Se incorporó enseguida: “¿Qué tal estás? ¿No sería mejor que siguieras en la cama?”. Ella contestó que no creía tener fiebre y que se moría de hambre. Pablo preparó el desayuno; junto al café con leche de Clara dejó la cajita de los medicamentos. Ella dijo que iría al pueblo a comprar comida, pero él se opuso. “Nada de eso. He visto que hay suficiente. Además, lo que debes hacer es abrigarte y descansar”. Clara no tenía sueño, pero volvió a meterse en la cama. El viento golpeaba con fuerza los cristales y lo único que ella podía hacer era dejar que el tiempo pasara. 30. Durante la comida Pablo estuvo muy hablador. Le contó el argumento de uno de los cuentos que estaba traduciendo y lo relacionó con una famosa película americana. Clara le escuchaba con atención y pensaba: “No es una novela sino un libro de relatos”. Después él comentó que ya sólo le quedaba un cuento por traducir, el primero, y que no sabía porque el editor español había querido cambiar el orden. Clara se dijo que ésa podía ser la explicación, que tal vez todo había sido un malentendido: tal vez en el libro francés hubiera un cuento sobre una pareja en una ciudad desierta, tal vez aquel diario no fuera en realidad sino ese cuento francés, su traducción. Al fin y al cabo, estaba fechado en invierno, sus nombres no aparecían citados, esa ciudad de veraneo podía ser cualquier lugar de la Costa Azul o Bretaña… Por primera vez en todo ese día volvió a sentir próximo el peligro, pero lo

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sintió como si ya no pudiera acercarse más, como si en ese mismo instante hubiera empezado a alejarse. 31. Después de comer se sentó a leer una revista. Nada de lo que allí estaba impreso tenía el menor interés para ella. Se tomaba unos segundos antes de pasar cada página y, entre tanto, trataba de convencerse de que nada anormal ocurría, de que todo aquello no había sido sino una perversa combinación de coincidencias, una burla del destino. Pero sus dudas no acabarían de desvanecerse mientras no comprobara si tal cuento existía en el original francés, y le parecía imprudente interrumpir el trabajo de Pablo para hacer esa comprobación. Observaba de reojo el perfil de Pablo: tenía la expresión ausente de quien está absorto en una labor intelectual. A través de la ventana que daba a la playa encontró su salvación. Exclamó: “! Las cañas, nos habíamos olvidado! ¡Llevan tres días ahí sin que nos ocupemos de ellas!”. Dijo bajaré a ver, porque sabía que él no se lo permitiría. “Ni se te ocurra, bajaré yo en cuanto acabe este fragmento”, replicó él. Pero el fragmento debía de ser interminable, y Pablo no se movía de su silla. La impaciencia de Clara aumentaba por momentos. Ya ni siquiera pasaba las páginas de la revista, le importaba bien poco si su serenidad era verosímil o no. 32. Hacia las siete, Pablo se desperezó y anunció, por fin, que iba a retirar las cañas. “El viento podría tirarlas”, dijo. Clara asintió nada más y, apenas la puerta se hubo cerrado detrás de él, saltó hacia la mesa. Removió folios y diccionarios en busca del libro, pero no lo encontró. Tenía que estar en esa mesa; la cuestión era dónde. Echó un vistazo al exterior; Pablo llegaba en ese instante a la playa. Clara encendió el ordenador, tenía que dar con alguna clave. Contuvo el aliento los siete u ocho segundos en que tardó en aparecer el texto. 7 de marzo Hoy he descubierto que ella leía mi diario, que lo ha estado leyendo a escondidas desde que empecé a escribirlo. Era mi último reducto, mi refugio secreto, pero ni siquiera eso me ha respetado, tal es su afán por adueñarse de mi vida y anularme. (…) Hoy la he descubierto. Ha sido al volver de la playa con las cañas de pescar y, casi sin pensarlo, he rodeado su cuello con sedal y la he estrangulado. Mientras lo hacía, podía ver parte de su rostro, cómo cambiaba del pálido tono habitual a un color cárdeno vivo, cómo sus ojos pugnaban por escapar de sus órbitas, cómo su boca se abría para emitir un angustioso aullido que no ha llegado a formarse. Sólo el sordo razonamiento de su forcejeo ha podido oírse, y finalmente ella se ha desplomado sobre el sofá, también sin ruido. Hoy la he matado.

33. Clara permaneció unos instantes inmóvil. Todos sus músculos, hasta el más insignificante, parecían haber alcanzado un grado de tal tensión que excluía la posibilidad del movimiento. Reaccionó, por fin, volviendo la mirada hacia la playa. Desierta. Las pisadas de Pablo subiendo las escaleras se hicieron nítidamente audibles. Clara ahogó un grito de horror. La puerta se

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abrió y Pablo apareció con las cañas de pescar. Ella corrió a encerrarse en el lavado. Ovillada junto al bidet, no pudo contener las lágrimas. 34. Al cabo de un cuarto de hora se oyó la voz de él: “Clara, ¿porqué tardas tanto?, ¿te encuentras bien?”. Ella no contestó. Miró el ventanuco: demasiado estrecho, imposible fugarse. Pablo insistía, en tono de alarma: “¿Te ocurre algo? Responde, por favor”. Clara habló por fin, con una voz quebrada que jamás habría reconocido como suya: “Lo he leído todo, lo he leído todo, lo sé todo”. Él parecía no entender: “¿A qué te refieres?”. “No pretendas engañarme, sé que me vas a matar”. “Pero, ¿qué estás diciendo?”. Oyéndole, cualquiera pensaría que estaba realmente desconcertado. 35. Hubo un periodo de silencio, y luego volvió a hablar Pablo, alegre o aliviado: “Has leído los apuntes, era eso. Qué tontería. Es sólo un proyecto de cuento que quizás algún día escribiré. He tomado notas, tal vez nunca las utilice. Tú te has figurado que había algo de verdad, ja ja. La fiebre te ha hecho ver cosas inexistentes”. “¿Y la traducción? ¿Dónde está la traducción? “En el mismo disquette, por supuesto, pero en otra parte. He abierto varios ficheros distintos”. Clara no lo creía, no podía creer nada de lo que él seguía diciendo como para tranquilizarla. Sólo intentaba hacerla salir para matarla. “!Vete!”, le interrumpió en una ocasión, pero al momento comprendió que no serviría de nada y rectificó: “!No, quédate donde estás!”. Pablo podía fingir que se marchaba y quedarse a esperarla en la escalera. Luego dijo: “Léeme la traducción”. Necesitaba saber si también en eso había mentido. Él suspiró: “Como quieras, pero todo esto es absurdo”. Clara le oyó sentarse ante el ordenador, aguardar unos segundos y empezar a recitar. No atendía al sentido de las frases, que se unían unas con otras como en una letanía infinita. “¿Es suficiente?”. “No, continúa”. 36. Clara miró el rectángulo de cielo negro del ventanuco, debían de ser casi las nueve. “Éste era el primer cuento, ¿sigo?”. “Sigue, sigue”. “No seas niña, deja de hacer locuras…”. “¡Sigue leyendo!”. 37. El tiempo pasaba. La muerte mientras tanto acechaba al otro lado de la puerta o tal vez en su imaginación nada más. 38. Hacia la una Clara anunció que se disponía a salir. Salió media hora después. Todo el cuerpo le temblaba. Tenía los ojos enrojecidos y, con las lágrimas, algunos mechones de pelo se le habían pegado a las mejillas. Pablo la abrazó diciendo: “Cómo has podido creer que yo…”. Clara observó que todas las luces de la casa estaban encendidas. 39. Por la mañana Pablo volvió a sentarse ante su ordenador. Buscó el final del texto y corrigió algunas de las líneas ya escritas: “Dormía como una niña asfixiada tras un naufragio. La muerte sólo ha sido para ella un arrecife imprevisto en mitad del sueño. [En Cuentos del terror, 1989]

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