Mañana morirás

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Mañana morirás

Narrativa contemporánea

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Narrativa contemporánea

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Mayer, Gina Mañana morirás / Gina Mayer ; traductora Olga Martín Maldonado. -- Editor Alejandro Villate Uribe. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2016. 348 páginas ; 22 cm. -- (Narrativa contemporánea) Título original : Morgen wirst du sterben. ISBN 978-958-30-5214-9 1. Novela juvenil alemana 2. Novela policíaca alemana 3. Misterio - Novela juvenil 4. Suspenso - Novela juvenil I. Martín Maldonado, Olga, traductora II. Villate Uribe, Alejandro, editor III. Tít. IV. Serie. 833.91 cd 21 ed. A1527759 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Primera edición Panamericana Editorial Ltda., mayo de 2016 Título original: Morgen wirst du sterben © 2013 Gina Mayer © 2013 Ravensburger Buchverlag Otto Maier GmbH, Ravensburg, Alemania © 2015 Panamericana Editorial Ltda., de la versión en español Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000 Fax: (57 1) 2373805 www.panamericanaeditorial.com Tienda virtual: www.panamericana.com.co Bogotá D. C., Colombia

Editor Panamericana Editorial Ltda. Edición Alejandro Villate Uribe Traducción de alemán Olga Martín Maldonado Diagramación Diego Martínez Celis Fotografías de carátula © Carátula: Best Photo Studio, Alen-D y Roksolana Zasiadko; guardas: Cpr62 Diseño de carátula Rey Naranjo Editores

ISBN 978-958-30-5214-9 Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor. Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A. Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008 Bogotá D. C., Colombia Quien solo actúa como impresor. Impreso en Colombia - Printed in Colombia

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Gina Mayer Traducción olga martín maldonado

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A través de la rejilla veo la planta seca en la matera que la señora Franz puso en el alféizar de la ventana de la escalera y una lata de gaseosa aplastada al lado. Y a Sören, que baja corriendo. Él está en mi curso, pero no es mi amigo. La semana pasada me metió la cara en la caja de arena del parque hasta que se me llenaron de arena los ojos y la nariz y la boca, y casi me ahogo. Pero uno no se ahoga tan fácilmente, según él. Sören clava la mirada en la rejilla y en mi ojo izquierdo. Yo me aparto, del puro susto, y casi me caigo del taburete. Pero él no puede verme desde afuera. ¿O sí? Cuando vuelvo a mirar por la rejilla, alcanzo a ver su cabeza en la escalera; después desaparece. Veo la planta seca, la lata aplastada y un moscardón que choca contra la ventana. No veo a papi. Mamá está en la cocina, hablando por teléfono con Harry. La oigo pelearse. “No puedo trabajar bajo presión”, se queja. “¡Es imposible, no soy una máquina!”. Después grita “¡mierda!”, arroja el teléfono a la mesa y azota las puertas del armario, como si ellas tuvieran la culpa. Harry no es amigo de mamá sino algo distinto, pero no sé qué exactamente. —¡A comer! —grita mamá—. ¿Me puedes decir por qué te la pasas pegado a la puerta? ¡Eso no hará que llegue antes!

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6 Lo sé. Pero quiero ver cómo su cabeza aparece justo en el lugar por donde acaba de desaparecer la de Sören. Papi sabe que estoy detrás de la rejilla y me sonríe al subir por la escalera.

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Capítulo 1

M arilyn Monroe era talla cuarenta y dos. Esa era la frase que mantenía viva a Sophia. Su mantra. Cuando se sentía particularmente mal, la murmuraba para sus adentros. Como ese día. Era lunes, y los lunes siempre se sentía mal. Los lunes tenía Educación Física en las dos primeras horas y debía cambiarse en el vestuario. Desvestirse. Eso era lo peor. En el grupo de voleibol había otras veinte chicas, y todas eran talla treinta y seis. Menos Britta, que era treinta y dos. Y Sophia, por supuesto. Sophia era talla cuarenta y dos, como Marilyn Monroe. Esa era considerada una talla especial en la actualidad. Las mujeres talla cuarenta y dos eran gordas. Pero Marilyn, la diosa, el símbolo sexual, no era gorda sino perfecta. Pero aquellos eran tiempos pasados, por desgracia. Al igual que ese ideal de belleza. Y Marilyn Monroe estaba muerta. Sophia se bajó los jeans. Pero estos no se deslizaron suavemente por sus caderas como los pantalones entubados que Luzie acababa de quitarse; tuvo que “pelarlos” de sus muslos y sus pantorrillas como la piel de una salchicha. Luzie se sacó la blusa por la cabeza y la colgó del perchero. Y solo entonces empezó a buscar la camiseta en el interior

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8 de su morral. Estaba en ropa interior, pero aun así se tomó todo el tiempo del mundo para aquella búsqueda. Y bien podía tomárselo, pues tenía un cuerpo tonificado, bronceado e increíblemente esbelto. Pero el asunto era muy distinto en el caso de Sophia. Ella tenía que apresurarse, quitarse los jeans y ponerse la sudadera inmediatamente para que las demás no alcanzaran a ver sus piernas blancas y flácidas. —¿Lista? —preguntó Emily entonces. —Un segundo —respondió Sophia y sacó la chaqueta de la sudadera. Después se puso roja al darse cuenta de que no le había preguntado a ella, sino a Luzie. La época en que Emily la esperaba se había acabado. —Lista. Luzie se apresuró, se vistió, agarró la botella de agua y corrió al gimnasio con Emily sin siquiera volverse a mirarla. —Marilyn Monroe era talla cuarenta y dos —murmuró Sophia. Y se sobresaltó cuando alguien se rio detrás de ella. Britta. Britta era bajita, flaquita y pecosa, y usaba retenedor, aunque ya tenía dieciséis años. Y llevaba años tratando de hacerse amiga suya, pero lo último que Sophia necesitaba era una amiga menos popular que ella. —Es una leyenda —dijo Britta. —¿Qué? —preguntó Sophia. —Eso de que Marilyn Monroe era talla cuarenta y dos. No es cierto. Era treinta y ocho. —Mentira —dijo Sophia, insegura.

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9 —Treinta y ocho ya es un montón. Es decir… para una actriz. Hoy sería impensable. Gordísima —dijo Britta antes de salir. Era su venganza porque Sophia no la había invitado a su cumpleaños. Pero eso no era ningún consuelo. Marilyn Monroe era talla treinta y ocho. El silbato del profesor Baumgart resonó en el gimnasio y las suelas de plástico rechinaron en el piso. Sophia habría querido ponerse a llorar. Después de la clase de Educación Física seguía el recreo. Enseguida Física. Mal. Pero al menos no tenía que cambiarse para eso. Sophia salió del gimnasio apresuradamente, con el morral de deportes bajo un brazo y el de los cuadernos bajo el otro. Se sentía asquerosa, como siempre después de Educación Física, porque nunca se duchaba sino que simplemente se secaba el sudor. Luego se echaba desodorante, y listo. No había que mirarse al espejo. Solo había que salir. Y atravesar el patio central con la cabeza gacha. —¿Sophia? Ella se detuvo, miró alrededor y se encontró con puras caras desconocidas. —¿Eres Sophia Rothe? Un hombre joven se le acercó. Era un chico bastante apuesto que le resultaba conocido. Pero no sabía de dónde. —¿Qué pasa? —Soy Felix. Amigo de tu hermano. Nos conocimos hace poco, en el partido de bádminton. Ah, claro. Felix. El compañero de bádminton de su hermano. Había jugado contra Moritz en la final del torneo

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10 del fin de semana. Y había ganado Moritz, por supuesto. Moritz ganaba siempre. —¿Dónde está? —preguntó Felix. —¿Quién? —Tu hermano. —Ni idea. En casa, supongo. —¿En casa? Pero… él estudia en este colegio. Eso me dijo el domingo. —Estudiaba. Como ya presentó las pruebas escritas, no tiene clases. Mañana presenta las orales. Felix se dio una palmadita en la frente. —¡Qué idiota! Claro que me lo dijo. Bueno, tal vez tú puedas ayudarme. —¿Qué necesitas? Con el rabillo del ojo, Sophia vio que Luzie y Emily acababan de salir del gimnasio. Sintió sus miradas. Cómo miraban a Felix. Cómo la miraban a ella y de nuevo a Felix. Y supo perfectamente lo que pensaban: “¿Quién es ese, y qué diablos hace con ella?”. Le hacía bien sentir esas miradas. Y habría querido quedarse así mucho tiempo, hasta que todo el equipo de voleibol hubiera pasado por su lado. Felix rebuscó en su morral y sacó un llavero. —Toma. Lo encontré esta mañana entre mis cosas de deporte. ¿Es de tu hermano? Las llaves. Moritz las había buscado por todas partes. La llave del edificio, la del apartamento, la de la taquilla, la de la bicicleta; las tenía todas en el llavero que no encontraba desde el domingo. Su papá había llamado ya a un cerrajero para que fuera a cambiar las guardas, lo cual habría costado un dineral. Pero no las habían cambiado aún, por fortuna.

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11 —No tengo ni la menor idea de cómo fue a parar allí su llavero —dijo Felix—. Tal vez se equivocó de morral, pues el mío estaba al lado. —Seguramente se alegrará de saber que lo tienes tú. ¿Lo llamaste? —Tiene el celular apagado. Por eso vine directo al colegio. Qué tonto. Pero qué bueno que me encontré contigo. —Espera. Sophia sacó el celular del morral y llamó al teléfono de la casa. Moritz contestó después de que timbrara unas ocho o nueve veces. Sonaba dormido; probablemente lo había despertado. “Qué envidia”, pensó Sophia. A solo un día de los exámenes orales y no hace más que dormir, como si nada. Ella, en cambio, llevaría horas sentada al escritorio, estudiando, echando humo por la cabeza, para luego sacar malas notas de todos modos. —¿Qué pasó? —preguntó su hermano, un tanto irritado por la llamada. —Te necesita la Policía —dijo Sophia antes de pasarle el celular a Felix. —Tu hermano estaba muy aliviado —le dijo Felix a Sophia después de haberle comunicado la buena noticia a Moritz—. Qué suerte que no hubieran cambiado aún las cerraduras. —Le entregó el llavero—. Dale muchos saludos a tu hermano de todos modos. Pasado mañana lo veré en bádminton. —Claro. —Supongo que tienes clase ahora. —Física. —Sophia hizo una mueca—. Mi materia favorita. Felix se rio.

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12 —A mí tampoco me gustaba. Pero es una lástima, estoy libre ahora por la mañana. Te habría invitado a un café o algo… —A las diez y veinte tengo una hora libre —se apresuró a decir Sophia, y la sangre se le subió a la cara antes de terminar. Se puso rosada, roja, morada. “Cómo se puede ser tan tonta”, le oyó decir a Emily, aunque ya no estaba por allí. Durante el poco tiempo que habían sido amigas, Emily le había explicado las cinco reglas más importantes del arte de coquetear. La primera era no dar nunca (nunca, nunca) el primer paso. Las otras cuatro se le habían olvidado. Y no las necesitaba, pues ya lo había estropeado desde el principio. Vio que Felix dudaba; seguramente estaría pensando en cómo zafarse. —No te preocupes —dijo Sophia, aunque él no había dicho nada—. Era solo una idea. Y ahora sí tengo que irme. Pero la campana no había sonado todavía. —Excelente idea —dijo Felix finalmente—. Te recojo a las diez y veinte en la entrada principal. ¿Conoces algún café por aquí cerca? —No —dijo Sophia—. Quiero decir, por supuesto que conozco un café, pero no tienes que volver hasta aquí por mí. Podemos vernos otro día. El corazón le latía a toda velocidad, las manos le sudaban, las piernas le temblaban. ¿Se daría cuenta él de lo agitada que estaba? —Te recojo —dijo Felix. Sophia quería decirle que no hacía falta, pero tenía la boca tan seca que no podía musitar ni una palabra. La abrió y la cerró como un pájaro moribundo.

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13 —¿No tenías que irte ya? —preguntó él. Ella asintió con la cabeza, alzó la mano y echó a correr sin despedirse. La clase de Física pasó ante los ojos de Sophia como una película. Se pellizcó el brazo derecho con la mano izquierda y el izquierdo con la derecha, varias veces, mientras pensaba que Felix debía estar por ahí, matando el tiempo, molesto. Ir a tomar café con una gordita de dieciséis años, qué buen plan. “Pero ni siquiera me he duchado”, pensó de pronto. Y volvió corriendo al vestuario en el descanso, cuando se estaban cambiando unas alumnas de cuarto. Se arrancó la blusa e inclinó el tronco sobre el lavamanos mientras abría la llave. El agua helada chorreó sobre su pelo y, al levantar la cabeza, espantada, se golpeó la frente con el borde del lavamanos. Y al enderezarse, con cuidado, se encontró rodeada por un montón de niñas que la miraban boquiabiertas. Entonces se dio cuenta de que había dejado la toalla en el salón. —¿Alguna de ustedes me puede prestar una toalla? Ninguna contestó. Todas la miraron horrorizadas, como si hubiera sacado un arma. —¡Miren! —Sophia se sacó un billete del bolsillo y lo agitó en el aire—. ¡Recompensa! Una pelinegra bajita agarró el billete con las puntas de los dedos y le pasó su toalla. Y se quedó observándola, absorta, mientras se secaba. Pero no sirvió de mucho. Su pelo era igual al resto de su cuerpo: grueso. Unos rizos salvajes, incontrolables. Y si se mojaban, se quedaban mojados.

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14 Sophia devolvió la toalla y regresó corriendo al edificio principal. Cuando llegó al salón de Física, estaba otra vez bañada en sudor. Y ahora tenía un chichón en la frente. Diez minutos. Cinco. Cuatro. Tres. En dos minutos, Felix la esperaría en la entrada principal. El bello e interesante Felix, por el que habían girado la cabeza Luzie y Emily, esperaría a Sophia. La que se veía muy mal hacía un rato en el patio del colegio y ahora se veía aún peor. Su pelo caía húmedo y pesado sobre sus hombros; solo la parte de arriba estaba seca y despeinada. Y el chichón estaba enorme y rojo. “No iré”, pensó. Él se molestará un poco al principio, pero después se sentirá aliviado. Mejor no voy. Que Moritz le diga que me enfermé. Cuando sonó la campana, Sophia guardó las cosas tranquilamente, caminó hasta la escalera con el corazón desbocado, bajó los escalones, uno tras otro, llegó al vestíbulo y pasó por delante de la sala de profesores. “Me esconderé en la sala de cómputo”, decidió. Pero la decisión se quedó en su cabeza y no bajó a sus pies, que no se dirigieron a la sala de cómputo sino a la salida, por la puerta abierta, hacia afuera, y solo se detuvieron entonces. Cuando ya no había vuelta atrás. Sophia miró a su alrededor. Felix no estaba allí. “Me dejó plantada”, pensó. Y la agitación la abandonó en ese instante para dar paso a una sensación de vacío. “Por supuesto”, qué más podía esperar. Entonces oyó el pito. Y lo vio. El auto estaba justo delante de la entrada del colegio, y Felix agitaba la mano por la ventanilla abierta.

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15 —¡Sophia! —gritó, y ella volvió a tener la sensación de que todos los estudiantes giraban la cabeza para mirarlo. Entonces agitó también la mano y sintió las miradas clavadas ahora en ella y disfrutó de la atención. Caminó despacio hacia el auto. Cada paso se sentía bastante bien. El café no era realmente un café, solo un par de mesas altas en una panadería. Ellos eran los únicos clientes. Felix pidió un macchiato, pero la máquina de espresso estaba dañada. —Solo hay café de filtro —dijo la mesera de mala gana—. ¿Quieren comer algo? —No, gracias —dijo Sophia; Felix tampoco quería nada. La mesera desapareció detrás de la barra y le echó una mirada melancólica al crucigrama que había tenido que dejar de lado por su culpa. Sophia tragó saliva. La emoción que había sentido antes había desaparecido. Felix estaba allí solo, porque ella se le había pegado descaradamente, porque era demasiado cortés para quitársela de encima. Él sonrió. Probablemente habría querido mirar el reloj, pero eso también se lo prohibía su cortesía. “¡Di algo!”, se ordenó Sophia mentalmente. El silencio solo lo empeoraba todo aún más. —¿Ya terminaste el colegio? —preguntó ella finalmente. —Hace bastante. Pero no me gradué. No soy un superdotado como tu hermano. Me salí en noveno, pero mi mamá me obligó a sacar el título de bachiller ahora.

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16 —Huy, menos mal. —Sí, ahora también pienso lo mismo. Pero al principio me pareció terrible. —Quería decir que menos mal que no eres un superdotado como Moritz. Felix se rio. —Bueno, a veces me gustaría que todo se me diera tan fácilmente. Él es impresionante, ¿no? Me contó que quiere presentarse a Medicina… —Y lo aceptarán. Tiene un promedio excelente. —Pues mi promedio al final era apenas aceptable. —El mío no es mucho mejor. Pero seguramente a Felix no le habían importado las notas en aquel entonces y seguramente no había movido ni un dedo en el colegio. En cambio, Sophia se esforzaba y estudiaba como loca, pero no pasaba de la media. La mesera les llevó el café. Al pasar las tazas de la bandeja a la mesa, la mitad del contenido se regó en los platillos. —¡Ups! —exclamó Sophia. La mujer la atravesó con la mirada. —Puede pasar, ¿no? —Claro —dijo Sophia y soltó una risita, porque Felix había hecho una mueca de pánico a espaldas de la mesera, que giró la cabeza y lo miró con desconfianza. Pero él había vuelto a sonreír inocentemente. —Ya traigo un trapo —dijo la mujer, y desapareció. —¡Salud! —Felix alzó la taza goteante—. ¡Por nosotros, los fracasados! Me alegro de que no me desprecies. —Bebió un sorbo—. ¡Puaj! —exclamó y bajó la taza, asqueado—. Sabe a cartón destilado. —¿Y por qué sabes cómo sabe el cartón destilado?

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17 —Porque era lo único que tomábamos en casa. Éramos siete hijos, y éramos muy pobres. —Huy, lo siento. No me extraña que te fuera mal en el colegio entonces. Supongo que no podías concentrarte por el hambre. —Peor. El profesor me sacaba de clase porque el estómago me crujía tanto que los demás no podían concentrarse. —Uf. —¿Y tú? ¿También llevas un pasado difícil a cuestas? —preguntó Felix, inclinó la cabeza y la miró. Esa mirada. Ligeramente burlona y bastante curiosa y muy, muy cálida. Sophia sintió que le cruzaba el pecho y le llenaba el cuerpo de una calidez hormigante; el calor se le subió de pronto a la cabeza y le hizo arder la cara. Rosada, roja, morada. ¡Maldición! Por fortuna, la mesera volvió con el trapo y secó primero la taza de Felix, después la de Sophia. —A sus órdenes, sus señorías —dijo con tono amenazante antes de regresar precipitadamente a su crucigrama. Sophia se enteró de que Felix trabajaba en una tienda durante el día y estudiaba por las noches para graduarse de bachiller. Jugaba bádminton dos veces por semana y solía ir al cine. Le gustaban los Foo Fighters, Green Day y Nirvana, de los que Sophia solo había oído los nombres. —Es que son viejísimos —rio Felix—. Como yo. Tenía veinte años, cuatro más que ella. —¡Eso no es tanto! —protestó Sophia, y pensó: “Es perfecto. Veinte y dieciséis. Somos el uno para el otro”. —¿Qué piensas hacer después de graduarte? —Quiero estudiar.

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18 —¿Qué? —Eso te lo contaré cuando nos conozcamos mejor —dijo Felix. Cuando nos conozcamos mejor. Eso sonaba muy prometedor. —Pues me muero de la curiosidad —dijo Sophia. —¿A qué hora tienes que volver al colegio? —preguntó él, casualmente. Ella le echó un vistazo al reloj. —¡Ay, Dios! —gritó tan fuerte que a la mesera se le cayó el lápiz del susto—. ¡Tendría que haber vuelto hace rato! Ya empezó la sexta hora de clases. —Entonces no hace falta apresurarse. —Felix le hizo una seña a la mesera—. La cuenta, por favor. Mientras Felix la llevaba de vuelta al colegio, Sophia volvió a ponerse muy silenciosa. “Eso fue todo”, pensó. Me soltará en la entrada, se marchará y me olvidará. De pronto, estaba totalmente convencida de que él tenía novia. “Es tan lindo y gracioso e inteligente”, pensó. Alguien así nunca está solo. Y aunque lo estuviera, ¿se interesaría precisamente en alguien como ella? La bomba, solían llamarla antes. Eso se lo había contado Emily. Quizá la llamaban así todavía y ella no se daba cuenta. —¿Qué pasa? —preguntó Felix—. Estás muy callada. ¿Hice algo mal? Sophia negó con la cabeza. —No, nada. Él lo había hecho todo bien. Y ella se había enamorado perdidamente.

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19 —Oye —dijo Felix—. ¡Solo faltaste a una clase! No van a echarte por eso. Créeme, yo tengo experiencia. Sophia se rio, pero sonaba a risa forzada. —Puedo entrar contigo, si quieres. Y decirle a tu profesor que te caíste y perdiste el conocimiento por un momento. O que el guardia de mi tienda te sorprendió robando. —¡Qué buena idea! Pero mejor no. En la sexta hora de clase tenemos a la profesora Baumann, y dudo de que le parezca gracioso. —¿Qué enseña? —Música. —¡Huy! Qué mal. Los profesores de Música suelen tener complejo de inferioridad. Habían llegado al colegio. Felix se detuvo en la entrada y apagó el motor, aun cuando estaba prohibido estacionarse allí. —¿Qué es lo que te pasa? ¿Quieres que te acompañe y diga que yo tuve la culpa? Soy un excelente chivo expiatorio, créeme. —No digas tonterías. —Sophia negó con la cabeza. Aunque la idea de pasearse por el colegio con Felix a su lado era más que tentadora—. Puede que tenga suerte y la profesora Baumann no se haya dado cuenta de mi ausencia. —Como quieras. Pero me avisas si te trata mal. ¿Oíste? —Seguro. Entonces Felix se inclinó, y Sophia contuvo la respiración. Su rostro estaba tan cerca del de ella que le quitaba el aliento. Le tocó el chichón de la frente con la punta de los dedos.

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20 —¿Qué hiciste? ¿Trataste de atravesar una pared con la cabeza? —Eso te lo contaré cuando nos conozcamos mejor —jadeó Sophia. Y él se rio y le dio un beso. Solo en la mejilla, y muy rápido. Pero de todos modos, un beso. —Bueno —dijo Felix en voz baja—. Nos vemos. “¿Nos vemos?”. ¿No podía ser un poco más específico? Pero no vayas a estropearlo ahora, Sophia, se ordenó. —Bueno —dijo. Buscó la manija de la puerta y se bajó. Y sintió que el suelo se movía, como si estuviera borracha. “Tiene que ser amor”, pensó. Ya se había enamorado un par de veces: de Timo, que estaba en el curso paralelo, y después de Frederick, del grupo de teatro del colegio. Pero nunca había sentido algo parecido, tan profundo y poderoso y real. La ventanilla del copiloto se abrió de repente. —¡Te llamo! —gritó Felix—. ¡Cuídate! Después encendió el motor y se marchó. —Adiós —murmuró Sophia. Y tuvo que hacer un esfuerzo gigantesco para no alzar la mano y tocarse la mejilla. La mejilla que acababa de besar Felix. Como la estúpida heroína de una estúpida película romántica. —¿Quién era ese? —preguntó Eva, que estaba fumando junto a la puerta—. ¿Tu novio? Sophia se encogió de hombros y se limitó a caminar por su lado. “Te llamo. ¿Pero cuándo? ¿Cuándo?”, pensó. —Faltaste a Música —le gritó Eva por detrás—. La profe estaba furiosa.

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21 Era el mundo al revés. Sophia se había enamorado y flotaba en las nubes, mientras su hermano, el brillante, exitoso y superdotado Moritz, había fracasado. Por primera vez en su vida, justo en el momento definitivo. —Por Dios, Moritz —dijo su papá anonadado—. ¿Qué pasó? Él era ginecólogo y estaba encantado de que su hijo quisiera seguir sus pasos al estudiar Medicina. “Es maravilloso que el oficio permanezca en la familia”, decía. Como si estuviera hablando de una joya que se pudiera heredar de generación en generación. —¿Estabas nervioso? —preguntó su mamá. Pero Moritz nunca se ponía nervioso en los exámenes. ¿Por qué habría de ponerse nervioso? Siempre había sacado excelente, desde primaria. —¿Moritz? ¿Hola? —El señor Rothe se inclinó hacia delante y trató de mirar a su hijo a los ojos. En vano. Moritz tenía la mirada clavada en el huevo frito que tenía por delante, en la mesa—. ¿Qué le pasa? —le preguntó entonces a su hija, pero bien podía haberle preguntado al huevo. Sophia no tenía idea de qué le había pasado a Moritz en los exámenes orales. Ella y su hermano eran dos mundos, dos sistemas solares, que se comunicaban solo cada par de años luz… “¿Sabes dónde está mi cargador?”. “No”. “¿Me prestas el tuyo?”. “Si lo encuentras”. Después volvía a reinar un silencio sepulcral. —¿Acaso los evaluadores te acosaron? —preguntó la señora Rothe, cautelosa. —Para eso hay un protocolo —dijo el señor Rothe—. Si fueron injustos contigo, tienen que repetir el examen.

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22 Moritz se limitó a negar con la cabeza y apartó el plato. —Todos deberían saber que no pueden valer solo ese examen —comentó su mamá—. Has tenido un promedio excelente todos los años. —Todo estuvo en orden —dijo Moritz; su voz sonaba ronca, como si estuviera enfermo. —¿Qué quieres decir? —preguntó su papá. —Que me bloqueé. Eso pasa. —¿Pero por qué? Si todo lo demás lo lograste a ojo cerrado. —¿Cómo es posible que todo dependa de una última nota? —preguntó la señora Rothe. Moritz alzó la cabeza, pero seguía sin mirar a sus papás, atravesándolos con la mirada. Tenía el rostro muy pálido, los ojos brillantes. —Moritz —dijo el señor Rothe, horrorizado—. ¿Qué te pasa? —Nada. —Empujó hacia atrás el asiento y se levantó abruptamente—. No tengo hambre, lo siento. Y se largó. Moritz, su hermano mayor. Adondequiera que ella fuera, él ya había estado allí. Y le alumbraba el camino, cual modelo reluciente. “Yo le di clases a tu hermano”, decían los profesores al comenzar el año, encantados, al leer su apellido en la lista. “¿Eres la hermana de Moritz? Es un gran deportista”, había dicho el entrenador de bádminton. Hasta el odontólogo lo conocía y hablaba de sus dientes impecables. “Puedes aprender mucho de él”, decían. No directamente, pues todo el mundo sabía que no se debía comparar a los

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23 hermanos. Pero lo decían sus rostros. Y sus comentarios decepcionados cuando la habían conocido un poco mejor. “Son distintísimos, tu hermano y tú”. “Así es”, decía Sophia. El mundo entero adoraba a su hermano, menos ella. “Las cosas serían más fáciles para mí si él no estuviera”, pensaba con frecuencia. Y añoraba el día en que él se fuera finalmente de la casa a la universidad. Sin embargo ahora, después de haber conocido a Felix, se lamentaba de tener tan poco en común con Moritz. Si se hubieran entendido mejor, habría podido preguntarle por su amigo. Quería saberlo todo. Cómo se habían conocido, si eran solo compañeros de bádminton o también amigos. Dónde vivía, qué le gustaba comer, si realmente tenía seis hermanos y qué hacía aparte de jugar bádminton. Si tenía novia. Eso era lo que más le interesaba, por supuesto. Pero tal como estaban las cosas, no tenía ningún sentido preguntarle. Él se limitaría a sonreír despectivamente. “Olvídate, Sophia. Es demasiado grande para ti. O demasiado pequeño… dadas tus dimensiones”. Felix. Felix. Felix. No podía pensar en nada más. “Llámame”, pensó melancólicamente. “¡Por favor! Aunque no sientas nada por mí. Podríamos ser amigos”. Con tal de estar cerca de ti… Sacó el celular. Ningún mensaje nuevo, ninguna llamada perdida. Felix no tenía su número, pero podía pedírselo a Moritz. Su mirada se posó en la postal que había pegado en la pared sobre el escritorio. Marilyn Monroe. Talla treinta y ocho, no cuarenta y dos. “Gordísima”, le oyó decir a Britta una vez más. Entonces se empinó, arrancó la postal y la arrojó a la basura. Después encendió el computador. “Felix”, escribió en el buscador de Google.

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24 Y borró las letras. No tenía sentido. Ni siquiera sabía cuál era su apellido. ¡Ding! El notificador del correo electrónico le mostró siete mensajes sin leer, y el corazón le latió apresuradamente. Tal vez Felix le había enviado uno. Eso no se le había ocurrido sino hasta ahora. Pero la idea no era absurda. La dirección electrónica de Moritz y la de Sophia se diferenciaban solo por el nombre. Si Felix conocía la de su hermano, también conocía la de ella. Abrió la bandeja de entrada. Publicidad, publicidad y más publicidad. Un mensaje del director del coro con las nuevas fechas de los ensayos. Solicitudes de amistad de Facebook. Un mensaje sin asunto y sin remitente. “Basura”, pensó Sophia. “¿O Felix?”. Aunque él no tenía ningún motivo para enviarle un mensaje anónimo. En todo caso, los dedos le temblaban tanto que tuvo que dar tres veces clic en el mensaje para poder abrirlo. De pronto, tuvo la sensación de que Felix estaba allí a su lado, mirándola, con la cabeza ligeramente inclinada, y el cuerpo volvió a llenársele de aquella calidez. Entonces leyó el mensaje. Una vez. Dos, tres veces. Sin entender nada. Y volvió a leerlo hasta que las palabras penetraron finalmente en su cerebro. Ahora ya no sentía calor sino frío, tanto que tiritaba. Tenía que ver con Sarah, sin duda. Con lo que le habían hecho a Sarah. “¡Pero si yo no fui!”. Todo había sido idea de Emily. Las demás le habían seguido la corriente. Todas, incluida ella. Y quienquiera que hubiera enviado aquel mensaje lo sabía.

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25 “¡Ven ya mismo a comer!”, grita mamá. Ella puso la mesa: tres platos, tres vasos y cubiertos, pero solo en un plato hay un pan con paté, y en un vaso hay jugo; eso es para mí. Mamá y papi comen la comida que él trae, pues papi necesita algo decente después del trabajo, pero mamá no sabe cocinar. No sabe cocinar porque no quiere. Una vez hizo un puré de papa con salchichitas; el puré se le quemó y las salchichitas se reventaron. En esa época vivíamos todavía en la antigua casa, pero no quiero pensar en eso. Aunque no puedo evitarlo. Cuando la antigua casa se mete en mi cabeza, no puedo sacármela. Entonces tengo que recordar a papá gritándole a mamá, arrojando a la basura el puré junto con la olla, y las salchichitas, y a mamá riéndose, y a papá dándole una bofetada. Pero mamá siguió riéndose, aunque le sangraba la nariz. Ella no tenía miedo, pero yo sí. Aprieto la cara contra la puerta; tanto que me duele la frente. Así empujo hacia atrás las imágenes de papá, hasta que desaparecen en alguna parte de mi mente. Miro la escalera a través de la rejilla y veo la planta en la matera y la lata vacía. La mosca ya no está. Papi tampoco. Cuando papi llega, primero tiene que comer y luego bebe una copa de vino con mamá, y después juega conmigo. Construimos una fábrica de Lego. “Una fábrica de hacer realidad los deseos”, dice papi. Metes un deseo por delante, este viaja por una banda transportadora hacia una máquina y por detrás sale exactamente lo que deseaste. Pero algo así no existe en la realidad, solo en el juego; si no, yo ya habría metido mis deseos en la fábrica de hacerlos realidad. Entonces papi no volvería a levantarse y decir “Bueno, me voy” antes de ponerse el abrigo. Y dormiría en la habitación con mamá y desayunaría con nosotros por la mañana y me llevaría al colegio. Y tal vez Sören me dejaría en paz.

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26 —¡Ven a comer! —dice mamá—. Ahora mismo. Ya son las siete. Yo me bajo del taburete y me dispongo a ir cuando oigo un ruido en la escalera. Entonces subo de nuevo al taburete y miro por la rejilla y allí está. Está frente a la puerta y timbra. No puedo verle la cara, solo el hombro, pero sé que está riendo.

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Capítulo 2

Julie cerró la puerta y dejó caer el bolso al lado. Se recostó de espaldas en la puerta y cerró los ojos. Lo había logrado. Los rayos del sol centellearon a través de sus párpados, rojizos. El apartamento olía a pintura fresca, a detergente con aroma a limón y a polvo. Su apartamento. Su primer apartamento. El día anterior habían llevado sus muebles del barrio de Lohbrügge al de Ottensen. Cuatro viajes con la furgoneta pequeña de Joe. Un armario, un escritorio, su colchón grande. Las estanterías. El equipo de sonido. Un par de cajas con libros, ropa, vajilla. Eso era todo. No tenía más. No necesitaba más. Ahora tenía todas sus pertenencias allí, y todo estaba bien. —Es probable que las primeras noches sean duras. Sola, por primera vez —le había dicho Esther al despedirse. “Lo dudo”, pensó Julie. Lo difícil era lo que había superado. Los últimos dieciocho años de vida. La vida con Marianne, su sobrexcitada madre, que cambiaba de ánimo constantemente y podía comprar tres kilos de salmón fresco al mediodía para luego echarlos a la basura por la noche, porque no soportaba el olor a pescado. Que pintaba el vestíbulo de verde claro, rosa y amarillo una semana

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28 para luego pedirle al pintor que lo empapelara de blanco. Que desesperaba a todos sus amigos, conocidos y vecinos con su supuesto regreso a la escena. “Será un éxito. Mi mánager está muy optimista”, decía. A finales de la década de 1990, Marianne había grabado un disco con un sello musical independiente. Su canción Paranoia había estado una semana en el top cien alemán. Se había presentado en algunos clubes de Hamburgo y había estado un par de veces en Berlín, Bremen y Osnabrück. Pero había quedado embarazada en plena gira (como decía para presumir). Y Julie había puesto punto final a su carrera. Eso le contaba a todo el que quería escuchar, y al que no quería escuchar también. “La industria musical es muy dura. Una madre soltera no tiene la menor oportunidad. Nada, cero”. “Lo importante es que tienes una excusa”, pensaba Julie. Abrió los ojos y respiró profundamente. Todo eso estaba superado. Las mentiras y disculpas de su mamá. Todas sus tonterías y sus ínfulas y sus caprichos. “Eso ya no es asunto mío”, pensó. Ahora era libre. En el semestre de invierno, empezaría sus estudios en la Escuela de Teatro de Hamburgo. Y aunque faltaban más de tres meses para eso, había alquilado un apartamento desde ya. —Pero si la beca solo empiezan a pagártela en septiembre. ¿Cómo piensas pagar el arriendo mientras tanto? —había preguntado Marianne. —Trabajando. Es un concepto absurdo, mamá. Vas a trabajar y te pagan con dinero y vives de eso —había contestado.

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29 Después se había mudado. Y ahora estaba allí. Los rayos del sol entraban por las ventanas y caían sobre los paquetes y las cajas que había apilado contra la pared la noche anterior. El viejo florero de cristal de su abuela debía estar en una de las cajas. Julie había marcado los lados con rotuladores: libros, discos, baño, cocina. La caja con la vajilla estaba debajo de todas, por supuesto. Entonces movió las demás y sacó el florero. Le echó agua, les quitó el papel a las caléndulas que había comprado en el mercado, las acomodó en el florero y lo puso en el escritorio junto al portátil. Y los rayos del sol cayeron exactamente sobre las caléndulas amarillas, las hicieron brillar y se refractaron en las facetas del cristal. “Qué bonito”… Julie se preparó una taza de café instantáneo con leche caliente y salió al balcón, que no era un balcón en realidad, sino un diminuto saliente detrás de las puertaventanas de la cocina. Pondría unas materas en la reja y sembraría unos geranios. “Florecitas de burgueses”, le oyó decir a su mamá en su mente. —Tú no te metas —murmuró. En ese momento, había solo un platillo desportillado en el piso, lleno de colillas aplastadas. Asqueada, Julie echó las colillas en la bolsa de basura que colgaba de la puerta. Su mirada se paseó después por la cocina vacía. Al día siguiente, le llevarían los muebles. Y apenas los hubieran armado e instalado, cocinaría todas las noches. “No más papas fritas ni pizzas ni comidas congeladas”, pensó. La comida chatarra era cosa del pasado, al igual que su mamá.

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30 Julie se estremeció al oír el timbre. “Marianne”, pensó. Pero era un hombre joven, desconocido. Jeans sucios, camiseta desteñida, pelo desgreñado, barba de tres días. ¿Qué hacía ese tipo allí? ¿Mendigar? —Espero no molestar —dijo—. Acabo de mudarme al primer piso. “Por Dios”, pensó Julie. “¿Qué clase de gente vive en este edificio?”. —¿Qué pasa? —preguntó ella. —Quería saber si podrías prestarme unos alicates ­­—dijo él. —Lo siento. Mis herramientas están empacadas todavía. Yo también acabo de mudarme. —¿De verdad? ¡Qué casualidad! —El tipo le tendió la mano—. Christian. —Hola. Julie dudó brevemente, y él se dio cuenta de que tenía la mano sucia y se la limpió en el pantalón. —Lo siento. Estoy instalando la cocina. Es una pesadilla, te cuento. Julie sonrió. —A mí todavía me espera esa función. El tipo parecía amable, en realidad. Un poco descuidado, pero si llevaba el día entero trabajando en la cocina… “En todo caso, parecía ser hábil con las manos. Y eso puede resultar muy práctico”, caviló Julie. —Lo de los alicates está difícil. Pero podría ofrecerte un café… —¡Fantástico! —exclamó Christian con una sonrisa radiante. Al menos los dientes eran blancos.

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31 —Solo tengo Nescafé. —Mi marca favorita. Entonces Julie le preparó uno; después se ubicaron los dos frente a la ventana de la cocina, con las tazas en la mano. —¿Y? —preguntó Christian—. ¿De dónde eres? —De Lohbrügge —respondió Julie. —¿Eso dónde queda? —Aquí en Hamburgo. A las afueras. No hay nada allí. Nada. Él se encogió de hombros. —No conozco mucho. Soy de Bonn. —Nunca he estado allí. —No hay nada allí tampoco. Christian bebió un sorbo de café e hizo una mueca. —¿Tan feo está? —preguntó Julie. —No. Caliente. —Me llamo Julie, por cierto. —Tienes un apartamento muy bonito, Julie. El mío es mucho más pequeño y oscuro. —Gracias. Estoy muy contenta. Estuve un buen rato buscando. —Pues valió la pena. Yo casi no tuve tiempo de buscar. Firmé el contrato hace tres semanas y empiezo a trabajar el lunes. Pero me doy por contento de haber encontrado algo a la carrera. —¿Y qué haces? ¿En qué trabajas, mejor dicho? —Soy trabajador social. Voy a trabajar en el centro juvenil en Veddel. —Huy. Christian se rio.

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32 —¿Eso qué significa? —preguntó. —No es el mejor barrio precisamente. —Ah, pensé que no te gustaban los trabajadores sociales. “¡Ay, Dios!”, pensó Julie, y se apresuró a beber otro sorbo de café. —¿Y tú a qué te dedicas? —preguntó Christian—. ¿Estudiar? —A partir de septiembre. —¿Qué? —Teatro. —¿En serio? ¡Vaya! Entrar en esa escuela es dificilísimo, ¿no? —Ni lo digas. Había solo ocho plazas para novecientos aspirantes. Y Julie había conseguido una. La mayoría se presentaba a varias escuelas, en Stuttgart, Múnich, Berlín o Viena. Pero Julie lo había intentado en una sola y la habían aceptado de inmediato. Ni siquiera se había preparado muy bien. A diferencia de Valerie, que había ensayado y estudiado durante meses. Valerie. Su rostro encolerizado apareció de pronto en su recuerdo. Se había puesto furiosísima al enterarse de que habían aceptado a Julie. “¿Cómo pudiste hacerme esto? ¡Eres una traidora! ¡Te odio!”. Y no habían vuelto a hablar desde entonces. Valerie no había ido a su fiesta de despedida, y tampoco le había ayudado con la mudanza, por supuesto. —¿Y ya estás estudiando para tu primer papel? —preguntó Christian. —No. Por ahora tengo otras preocupaciones. —¿Como cuáles?

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33 —Mañana me traen los muebles de la cocina; espero que me quepan. Yo medí y planeé todo, pero a veces su­cede que después no caben y… —¿Y piensas hacerlo sola? —preguntó Christian desconcertado—. ¡Qué valiente! —¿En serio? Tal vez sea mejor que contrate a alguien. Julie se mordió el labio inferior y clavó la mirada en el patio interior, preocupada. —¿Tú cocinas? —preguntó Christian. —¿Que si yo qué? Pues claro que cocino. Y muy bien. —Entonces vamos a hacer un trato. Yo te instalo la cocina. Para aprovechar el impulso, digamos. Y tú me preparas una comida especial. Tres platos, con vino y velas y todo el cuento. ¿De acuerdo? Julie titubeó. La primera parte sonaba muy bien. Si él le instalaba la cocina, ella podía ahorrarse el dinero del obrero. ¿Pero una cena a la luz de las velas con Christian, el buen vecino? ¿Y si le daba por ilusionarse y después no la dejaba en paz? Eso podía ser muy molesto, pues eran vecinos al fin y al cabo. —Oye —dijo Christian—. No sería una comida romántica ni nada de eso. Lo que pasa es que llevo semanas viviendo de gyros y pizzas. Olvídate de las velas. Lo importante es que sea una buena cena. Eso sonaba mejor. Solo podía ser una cena para dos, nada más. —De acuerdo —dijo Julie finalmente—. Me encanta cocinar. ¿Pero estás seguro de que quieres volver a enfrentarte a la pesadilla de instalar una cocina? —Haría cualquier cosa por un menú de tres platos. —Cuatro —dijo Julie—. Te prepararé cuatro.

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34 Christian sudaba. Por supuesto que Julie no había medido bien. El mesón resultó demasiado largo y tuvieron que cambiar la despensa por una más pequeña. —Tú vas directo al almacén y solucionas lo de la despensa —dijo Christian—. Yo voy a la ferretería para pedir prestada una sierra. Lo lograremos. Entonces trajo consigo también un par de tablas y le armó una estantería que cabía justo en el espacio que quedaba entre la puerta y la pared. —¡Vaya! —exclamó Julie—. ¿Dónde aprendiste todo esto? —Lo llevo en la sangre —respondió Christian—. Como tú con el teatro. Cuéntame de la prueba de admisión. ¿Qué hiciste? —Presenté un monólogo de La fierecilla domada. Les gustó tanto a los evaluadores que me dejaron pasar a la segunda ronda. Allí tuve que interpretar un diálogo entre Fausto y Margarita. —¿Tú, de Margarita? —comentó Christian—. Me cuesta imaginarlo. —No interpreté a Margarita, sino a Fausto. —¡Ja, ja! ¿Y cómo se te ocurrió? —Es un papel más interesante. Lo reelaboré todo como una tragedia lésbica. Una idea absurda, pero a los evaluadores les pareció tan interesante que me dejaron pasar a la siguiente ronda. Un horror. —¿Por qué? —Porque no había preparado una tercera escena. No se me había pasado por la cabeza que pudiera llegar tan lejos. —¿Y entonces? ¿Qué hiciste? ¿Llorar?

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35 —No. Canté una canción. Había cantado Paranoia, la única canción que se sabía de memoria. Paranoia, la canción que había hecho famosa a su mamá antes de que Julie le pusiera punto final a su carrera musical. No le había contado nunca a Marianne que había pasado la prueba de admisión precisamente con su canción. No le había contado a nadie. Y el jurado no la había aceptado por la canción sino a pesar de ella. “La pieza es terrible. Pero tú tienes potencial”, había dicho uno de los evaluadores. —Pues a mí me parece grandioso —dijo Christian—. Que te atrevas a hacer algo así. A cantar, así sin más. Yo me orinaría en los pantalones. —Eso no es nada. Tú eres capaz de armar una cocina entera con unas puntillas y unas tablas. Eso es muchísimo más complicado. —Cualquiera puede armar una cocina. Tú misma habrías podido, con un poco de paciencia. Pero actuar… Eso no puede hacerlo cualquiera —dijo Christian con una mirada cálida y anhelante. “Cuidado. Esto podría complicarse si no tengo cuidado”, pensó Julie. —En la esquina hay una pequeña cafetería —dijo entonces—. Voy a traer dos cafés. Ya estoy harta del instantáneo. Espárragos calientes con vinagreta de tomate Ensalada de albahaca, rúgula y fresas Filete de cordero sobre puré de ajo con flores de calabacín asadas Pastel de aguacate y frambuesas

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36 Julie escribió el menú en el tablero que Christian le había instalado esa mañana en la pared de la cocina. —Como en un restaurante —dijo él, impresionado. Ella había puesto un mantel de seda. Encima había acomodado la delicada vajilla de porcelana de su abuela, que Marianne no había usado nunca porque no podía lavarse en máquina. Había traído flores frescas y, tras pensarlo seriamente, había encendido una vela. —Espero que la comida se corresponda con lo que promete la decoración —dijo Julie—. En todo caso, te lo ganaste. En realidad, no sé cómo podré pagarte todo lo que has hecho por mí. Christian había trabajado casi toda una semana. Ahora ya estaban armados e instalados todos los armarios, así como la máquina lavaplatos y la estufa, y hasta había colgado en el techo la lámpara art déco que ella había comprado por Internet. Julie le pasó una copa de prosecco. —Salud. Por ti y tu maravilloso trabajo. —Por tu cocina —dijo él, y trató de mirarla fijamente a los ojos para brindar, pero ella alcanzó a esquivar su mirada en el último segundo. Ay, Dios, empezamos. A lo mejor sí debía haber contratado a un obrero. Pero con el dinero que se había ahorrado se había comprado unos zapatos de tacón que no habría podido comprar de otro modo. —Siéntate —dijo Julie—. ¿Qué quieres tomar con la comida? —Una gaseosa. —¿Perdón? —Era un chiste. Lo que tú propongas.

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37 —Entonces voy a abrir un vino blanco. Julie sirvió la entrada. David Garrett sonaba en el equipo de sonido. “¿Qué es este espectáculo de burgueses?”, habría dicho Marianne si hubiera entrado a la cocina en ese momento. Pero no podía entrar a la cocina, pues estaba en Lohbrügge, en el pequeño y horroroso y atiborrado apartamento de entresuelo donde Julie había pasado sus primeros dieciocho años de vida. Ahora había treinta y tres kilómetros de por medio. Y esta idea la hizo sentir tan bien que vació la copa de un solo trago. El vino se le subió a la cabeza de inmediato, pues no había comido nada desde el desayuno. Empujó la copa hacia el centro de la mesa, lo que Christian interpretó como una invitación y le sirvió más. —¿Y? ¿Te has aclimatado bien? —preguntó él. —Claro. Yo soy de aquí. Esto no es nuevo para mí. ¿Y tú? —Me gusta. Aunque en realidad no he visto mucho de la ciudad todavía. —Pero en cambio conoces mi cocina como la palma de tu mano. Él hizo un nuevo brindis. —A lo mejor podrías darme un tour. —Claro. Aunque no sé mucho de historia de la ciudad. —Yo me refería más bien a la vida nocturna. Los bares y eso… —Si quieres, podemos salir más tarde. Probablemente no era tan mala idea. En un club, la atmósfera no sería tan íntima como en su apartamento.

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38 —Fantástico —dijo Christian, emocionado. Julie sirvió la ensalada. Él la probó y entornó los ojos. —Deliciosa. Deberías poner un restaurante, en serio. —Es posible que lo haga, más adelante. Cuando sea una actriz desempleada. —¿Desempleada? No digas tonterías. Serás un éxito. —Ya veremos. Hoy tuve una entrevista. —¿Para tu primera audición? —No. Para un trabajo de asistente en una boutique. La dueña parecía entusiasmada. Es más, dijo que me llamaría esta misma noche. —Apenas son las ocho —dijo Christian—. Seguramente está trabajando todavía. Julie se encogió de hombros. —Espero que me contrate. Necesito el dinero. Y no tengo ganas de recorrer media ciudad en busca de un trabajo de vendedora. —Te contratará. Seguro. Con lo hermosa que eres. A esto le siguió otra mirada prolongada, admiradora, anhelante, y Julie se apresuró a cambiar de tema. Después de comer, fueron a bailar. Julie pagó la entrada al club, y Christian insistió en pagar las bebidas. Ella había bebido muchas copas de vino con la co­m ida, y los cocteles fueron demasiado. Pero él insistía, y apenas terminaba un vaso ya estaba allí con otra caipiriña. Y como estaba sudando, ella se la bebía toda. Y seguía bailando y sudando y bebiendo… y bailando y sudando y bebiendo. —¡Este lugar es genial! —gritó Christian al ponerle el cuarto vaso en la mano.

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39 Julie sonrió de oreja a oreja. Esa era la señal más evidente de que había bebido demasiado. Cuando estaba borracha, se ponía sentimental y se ablandaba. Y hacía cosas de las que después se arrepentía. —No —dijo ella. —¿Qué? —preguntó él. —Creo que tengo que irme a casa. —Pero si apenas son las tres —dijo Christian cuando estuvieron afuera, en la calle—. Ven, tomemos un último trago. Por esta noche maravillosa. Los bajos seguían retumbándole a Julie en los oídos, aunque no sonaban allí afuera. El rostro de Christian se mecía entre las olas de su borrachera. —No más tragos. —Julie meneó la cabeza, pero muy brevemente porque el piso se tambaleó bajo sus pies—. Allí hay un puesto de taxis. Tenía la lengua pesada. Él la rodeó con un brazo. Y eso se sentía bien, pues tenía frío. Llevaba un vestido vaporoso de verano, y la noche estaba fresca. Pero eso no estaba bien, no podía apoyarse en él. Debía ser firme, muy firme. ¿Pero cómo podía mantenerse firme cuando el mundo entero daba vueltas a su alrededor? —Imposible —murmuró. —¿Qué dijiste? —El rostro de Christian estaba muy cerca del suyo. Olía muy bien. Tenía que preguntarle qué perfume usaba. Pero ahora no. Ahora necesitaba irse a casa—. ¿Estás bien, Julie? Ella meneó la cabeza, con mucho cuidado esta vez. —Estoy muy mal. —Regresemos —dijo él.

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40 Después le cubrió los hombros con su chaqueta. Y la soltó. Maldición, ¿por qué la soltaba justo en ese momento? ¿Por qué no la besaba? ¿Por qué no lo intentaba al menos? ¿Acaso no le gustaba? Christian estiró el brazo. Un taxi se detuvo. Él la ayudó a sentarse en el asiento trasero y se sentó a su lado. Julie observó las farolas que pasaban por la ventanilla cual peces dorados en un mar oscuro, mientras esperaba que Christian la abrazara o le pusiera una mano en la rodilla, pero él permaneció inmóvil a su lado, contemplando también la oscuridad. Entonces Julie no aguantó y se quedó dormida. Despertó solo cuando frenaron delante del edificio. Le retumbaba la cabeza. —Ojalá estuviera abierta la cafetería —dijo—. Me vendría muy bien un espresso. Pero solo tengo ese maldito café instantáneo. —Hoy me compré una máquina —dijo Christian—. Si quieres, puedo hacerte uno. Era la primera vez que Julie entraba al apartamento de Christian, y estaba impresionada. Una habitación mediana, un baño oscuro y pequeño, una cocina diminuta. —Este es mi reino —dijo él con cierta timidez—. El tuyo es más bonito. Pero su nueva máquina de espresso era lo máximo. Un enorme monstruo de brillo cromado. —¡Vaya! —exclamó Julie—. Parece muy profesional. Pro-fe-sio-nal. Después de una botella de vino y cuatro caipiriñas, necesitó tres intentos para pronunciar la palabra.

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41 —Lo es —dijo Christian—. Pero de segunda. Si no, no habría podido comprarla. A él no se le notaba el alcohol, aunque había tomado lo mismo que ella. —Increíble —dijo Julie. —¿Qué? —Que no estés ni un poquito borracho. —Claro que estoy borracho. Pero no te das cuenta porque tú estás más borracha. Ella soltó un hipo. —Apuesto que vas a aprovecharte. —¿De qué? —De que estoy borracha. Más borracha que tú. Él puso dos tazas bajo el filtro y oprimió un botón. El molino traqueteó como un martillo neumático. La máquina golpeteó, bramó y zumbó. Hasta que el líquido oscuro fluyó por las boquillas. —No —dijo Christian al pasarle una taza. —¿No… qué? —No me aprovecharía de eso nunca. —¿Por qué no? —Porque después me odiarías. —Cierto. —Y no quiero que me odies. —Quieres que te quiera. —Exacto. —Pero eso no es posible —dijo Julie—. No eres mi tipo. —Espera —dijo él, y bebió un sorbo, pensativo. —Ah —dijo Julie al terminar su taza—. Eso estuvo bien. Quiero otro. Después me iré a la cama.

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42 Mientras él preparaba la segunda tanda, ella se acordó de la boutique. La dueña había prometido llamarla. “Le confirmo hoy mismo”, había dicho. Pero hoy ya era mañana. Y no había llamado. ¿O sí? ¿Sería que no había oído el celular? Lo sacó del bolso. Cuatro mensajes de voz, un mensaje de texto. —Ajá —dijo. —¿Ajá qué? La máquina de espresso volvió a empezar a bramar. Julie escuchó los mensajes de voz. Joe había llamado dos veces: necesitaba el taladro que le había prestado. Esther quería saber cómo estaba. Y la señora de la boutique: “Solo para confirmarle que me encantaría si pudiera empezar el lunes”. —Genial —murmuró Julie. —¿Qué pasó? Christian le pasó el café. —Me dieron el trabajo. Empiezo el lunes. Mejor dicho, mañana. —¿Viste? Te dije que nadie podría resistirse a ti. Solo le faltaba leer rápidamente el mensaje, tomarse el café e irse a dormir. El mensaje era de un remitente desconocido. Publicidad, probablemente. Aunque Julie protegía su número a capa y espada. Lo abrió y lo leyó. Después apagó el celular y lo guardó. Había empezado a darle vueltas la cabeza. Los pensamientos revoloteaban y chocaban entre sí. Y en cuanto lograba atrapar uno, se le escapaba de inmediato. Esa velocidad vertiginosa, ese caos en la cabeza, había empezado a marearla.

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43 —¿Qué te pasa? Estás pálida. ¿Te sientes mal? —preguntó Christian. No, quería responder Julie, pero en ese instante sintió cómo el café y las caipiriñas y el vino y los cuatro platos ascendían todos juntos desde su estómago. Entonces se tapó la boca con la mano y apenas alcanzó a llegar a tiempo al baño.

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