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Narrativa contemporรกnea

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Narrativa contemporรกnea

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Gerritsen, Esther Roxy / Esther Gerritsen ; traducción Marcela Cazau. -- Editor Alejandro Villate Uribe. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2016. 208 páginas ; 22 cm. -- (Narrativa contemporánea) Título original : Roxy. ISBN 978-958-30-5201-9 1. Novela holandesa 2. Muerte - Novela 3. Madurez - Novela 4. Maternidad - Novela I. Cazau, Marcela, traductora II. Villate Uribe, Alejandro, editor III. Tít. IV. Serie. 839.313 cd 21 ed. A1524440 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Este libro fue publicado con el apoyo de la Fundación Neerlandesa de Letras y la Embajada del Reino de los Países Bajos

Primera edición Panamericana Editorial Ltda., abril de 2016 Título original: Roxy © 2014 Esther Gerritsen © 2014 Uitgeverij De Geus B. V., Breda, Países Bajos Publicado gracias a un acuerdo especial con Uitgeverij De Geus B. V., y a la solícita colaboración de su agente y coagente, 2 Seas Literary Agency y Salmaialit Literary Agency. © 2015 Panamericana Editorial Ltda. de la versión en español Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000 Fax: (57 1) 2373805 www.panamericanaeditorial.com Tienda virtual: www.panamericana.com.co Bogotá D. C., Colombia

Editor Panamericana Editorial Ltda. Edición Alejandro Villate Uribe Traducción Marcela Cazau Diagramación Diego Martínez Celis Fotografía © Carátula: Davide Ragusa Diseño de carátula Rey Naranjo Editores

ISBN 978-958-30-5201-9 Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor. Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A. Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008 Bogotá D. C., Colombia Quien solo actúa como impresor. Impreso en Colombia - Printed in Colombia

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Esther Gerritsen Traducciรณn M arcela Cazau

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¿Tú lo ves, al audaz, al valiente, al que en medio de la batalla enfrentó al enemigo, y enojado, ahora, ataca indefensos animales? ¡Ay de mí, toda esa vergüenza! ¡Cómo he sido deshonrado! Sófocles, Áyax

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Son dos, un hombre y una mujer. El hombre le pregunta a Roxy si ella es quien es; un policía desconocido pronuncia correctamente el nombre de ella en medio de la noche. Sí, es ella. Que si pueden pasar. Roxy prefiere que no lo hagan. Supone lo peor, su marido puede estar muerto; él siempre teme sufrir un infarto, está en el grupo de riesgo. Ahora solo puede ser mejor de lo que esperaba. Pero, entonces, el agente ya lo ha dicho. Roxy espera que algo cambie y la alivie, pero su marido ha muerto y no se puede minimizar en nada ese hecho, y les dice: —Bueno, entonces pasen. No le gusta que haya extraños en su casa. Que vaya el técnico del lavarropas puede hacerle perder medio día. Primero están las horas en las que tiene que esperar al desconocido; en esos momentos la casa ya deja de pertenecerle. Cuando el hombre finalmente toca el timbre y ella abre la puerta, pareciera que la casa se queda sin oxígeno. Es amable con el técnico del lavarropas, hace chistes, le sirve un café, sonríe mucho, paga y le da una buena propina. Pero todo sucede como bajo el agua; no se aguanta allí mucho tiempo. —Siéntense —dice Roxy. Les señala los taburetes ante la barra del bar. Eso fue idea suya. Arthur dejó que

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8 lo hiciera. A Arthur no le gusta cuando ella dice que él la “deja hacer” algo. Los taburetes están para la gente que va un rato, una horita, a tomar un café, y luego se va. Pero es raro que alguien vaya por una horita. Los policías se sientan y ahora le toca a Roxy el turno de hablar, llorar, preguntar o, quizás, hasta gritar. Se pregunta qué es lo que esperan que haga. Aunque ha dejado entrar a estos extraños de mala gana, sabe que esto no es algo que pueda resolverse pronto. No es posible asentir con la cabeza cortésmente, decirles “gracias por la información” y acompañarlos rápidamente hasta la puerta. Esto va a llevar tiempo. Sin darse cuenta, ha contenido la respiración, abre la boca en busca de aire, pero solo le entra algo de saliva, y se atraganta. El ahogo la hace lagrimear. Intenta decir: “No puedo”, pero claro que puede, y no tarda en volver a respirar en este mundo, al igual que los demás. Bueno, entonces, esto va a demorar un poco. —Voy a buscar mi bata. Sube y entra sin hacer ruido en el cuarto de su hija. La niña duerme boca abajo. Roxy le apoya la mano en la espalda y espera hasta sentir vida en el cuerpito. Cuando vuelve a la cocina se da cuenta de que ha olvidado la bata. —Mi bata —dice, y vuelve a subir. La mujer, la más joven de los agentes, la mira angustiada. Roxy no la envidia. —¿Ya han hecho algo así antes? El hombre asiente con la cabeza. —Y ¿tú?

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9 —No. —La agente sonríe y Roxy está agradecida de que para ambas sea la primera vez. Es notable la total falta de apuro que tienen, su calma indica que ya todo ha sucedido. —Y ¿ahora? —Mira al hombre. —Puede ir a verlo. La llevamos. —Pero él ya está muerto, ¿no? —dice Roxy asustada, como si no lo hubiera entendido bien y en realidad hubiera debido apurarse. —Sí —responde el hombre—, está muerto. Falleció allí mismo y fue trasladado a la morgue del hospital; podemos llevarla. —Mi hija… está durmiendo… —¿Cuántos años tiene su hija? —Tres. —¿Puede conseguir una niñera? ¿Algún familiar? —Mi familia vive lejos. —¿Vecinos? Sacude la cabeza y no dice que la chica de al lado, una estudiante de economía, cuida casi a diario a su hija. Hasta tiene llave. Aunque los tres estén respirando en el mismo mundo, siguen siendo extraños, y por supuesto que ella les miente a los extraños. No se le ocurre decir sencillamente que está dispuesta a cualquier cosa menos a alejarse de su hija, a despertarla, a preocuparla. —¿Tengo que ir al hospital? —No, si no lo desea —dice el hombre. —Tiene que llamar a alguien —insiste la mujer. —Es tarde, están todos durmiendo —objeta Roxy. —Hay momentos en los que se puede despertar a la gente. Tiene que llamar a alguien.

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10 —De acuerdo. —Roxy mira hacia afuera—. Casi es luna llena. Hay un momento de silencio, todos miran hacia afuera y la agente joven dice: —Sí, casi. —Usted es la de ese libro, ¿no es cierto? —pregunta el hombre. Roxy sabe a qué libro se refiere, hay solo un libro suyo que la gente conoce, el primero, pero no puede dejar de decir: —¿Cuál de ellos? Escribí tres. —El del camión en la portada. Ella asiente con un gesto. —Es curioso —dice él. —¿Quieren tomar algo? —Nos quedamos hasta que haya llamado a alguien. De pronto Roxy se asusta: —Por mí no hace falta que se vayan. —Bueno, usted llame. —Mi teléfono está arriba. —La esperamos aquí. Vuelve a subir la escalera. No sabe a quién debe llamar en una situación semejante, no le viene a la cabeza nadie más que Arthur. Entra al dormitorio de ambos. El teléfono está sobre su mesa de noche, Roxy siempre quiere que él pueda ubicarla. Se sienta en la cama, lo toma y se queda mirándolo; ahora es un aparato inútil. Lo deja caer y espera a que haya pasado el tiempo suficiente como para que una persona hable por teléfono.

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11 Está frente a los dos agentes en la cocina. En cuanto les diga que habló con alguien se van a ir. No debería haber mentido acerca de la niñera, no debería haber sido tan poco simpática con respecto al libro. Los intrusos se han convertido a una velocidad inconcebible en abandonadores. Hay una tarjeta sobre la mesa de la cocina. —¿Ya llamó? —Sí, mi… alguien… alguien va a venir. Se levantan. —¿En serio no quieren tomar nada? —Podrían hacerse amigos. “¿Cómo se conocieron?”, les preguntaría la gente más adelante. “Bueno, es una historia peculiar”, respondería ella, “fueron ellos quienes vinieron a avisarme que Arthur se había accidentado. Se quedaron toda la noche. Conocían mi obra, fue lindo. Sacamos del sótano el vino que Arthur guardaba debajo de todo, el caro”. El hombre dice: —Mi compañera va a pasar mañana temprano por su casa. ¿Está bien? —Sí —dice Roxy—, qué amable. Roxy no se pregunta cómo habría que decirle algo así a una criatura de tres años; se le dice no más. Está en la cocina-comedor, sentada ante la barra, y sabe que debe esperar con la noticia hasta que su hija despierte. Louise aún tiene padre por una noche más. La cocina está impecable, es jueves y estuvo el hombre que limpia. La cafetera exprés, que Roxy maneja tan mal, resplandece. Ahora todo eso es solo de ella. De pronto

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12 la casa se le ha vuelto extraña. Nunca fue de ambos, ella vivía en la casa de él. Enumera mentalmente sus pertenencias, empieza por los utensilios de cocina, luego los muebles, la casa, el auto (el Camaro, claro, fue pérdida total, pero todavía le queda la camioneta), las cuentas del banco. Si uno nunca se ha valido por sí mismo, saber cómo se hace para acumular bienes es un enigma que asusta; es impensable tener cualidades, saber hacer algo por lo cual la gente esté dispuesta a pagar. A los diecisiete años salió a la calle sin mirar atrás, llevándose solo dos bolsos. Arthur iba a pasar a buscarla por la esquina de su casa. Parecía una salida brillante que no podía generar dudas. Arthur llegó veinte minutos más tarde de lo convenido. Eso no podía ser, pensó ella entonces, no era una buena señal. Roxy tenía que transbordar de un avión a otro en pleno vuelo, como un James Bond —un truco acrobático con peligro de muerte, aunque no imposible—, pero entonces el tal avión de transbordo no podía llegar veinte minutos tarde como si nada. Veinte minutos de caída libre en la esquina de Sint Vitusstraat y Molenhof. Diez años más tarde continúa cayendo. Sentada tranquila en el taburete a las tres de la mañana, completamente despabilada, busca imágenes, comparaciones. Ha pasado años de su vida meditando sobre este tipo de metáforas ante su escritorio. Puede trabajar una tarde entera en una oración y sentirse satisfecha. Aunque ya durante esas tardes serenas cada vez más seguido tenga la vaga noción de que no va a poder continuar así por mucho más tiempo. Siempre supo que había dejado algo de lado, que había tomado un atajo hacia la madurez. “Ahora vienen

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13 a buscarme”, piensa, “ahora tengo que volver”, y, por supuesto, no llama a nadie. Arthur aún no ha muerto, no solo para su hija, sino tampoco para ella. Roxy es feliz, esa noche, esa última hora. La oscuridad surte efecto. Está acostada, ha apagado la luz, pero sus ojos siguen abiertos. Tiene miedo. Ahoga un grito en la almohada para no despertar a su hija. Antes de quedarse dormida oye los pájaros. Se despierta con la voz de la hija. —¡Es de día! —grita Louise—, ¡el sol ya se asoma! Debe ser una frase que recuerda de algún cuento, de alguna película. Ya desde hace varias semanas escucha cada mañana esa extraña, formal oración viniendo del cuarto de la niña: “Es de día, el sol ya se asoma”.

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