Las Ciudades de Acero El constructor de รกrboles I
Howard, Chris, 1967 Las Ciudades de Acero (El constructor de árboles I) / Chris Howard ; traducción Gina Marcela Orozco Velásquez. -- Edición Margarita Montenegro Villalba. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2016. 356 páginas ; 22 cm. -- (Narrativa contemporánea) ISBN 978-958-30-5264-4 1. Novela juvenil inglesa 2. Jóvenes - Novela juvenil 3. Arboles - Novela juvenil I. Orozco Velásquez, Gina Marcela, traductora II. Montenegro Villalba, Margarita, editora III. Tít. IV. Serie. 823.91 cd 21 ed. A1538252 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., agosto de 2016 Título original: Rootless Publicado primero por Scholastic Press, un sello editorial de Scholastic, Inc. Derechos de la traducción gestionados por Taryn Fagerness Agency y Sandra Bruna Agencia Literaria, SL Todos los derechos reservados © 2012 Chris Howard © 2016 Panamericana Editorial Ltda., de la versión en español Calle 12 No. 34-30. Tel.: (57 1) 3649000 Fax: (57 1) 2373805 www.panamericanaeditorial.com Tienda virtual: www.panamericana.com.co Bogotá D. C., Colombia
Editor Panamericana Editorial Ltda. Edición Margarita Montenegro Villalba Traducción del inglés Gina Marcela Orozco Velásquez Diseño de carátula Rey Naranjo Editores Ilustración de carátula Carolina Rodríguez Diagramación Martha Cadena
ISBN 978-958-30-5264-4 Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor. Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A. Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008 Bogotá D. C., Colombia Quien solo actúa como impresor. Impreso en Colombia - Printed in Colombia
Las Ciudades de Acero El constructor de รกrboles I
Chris Howard Traducciรณn Gina M arcela Orozco
Primera parte
Capítulo 1
L es parecía demasiado joven para ser constructor de árboles; podía verlo en sus ojos. Esos ricos excéntricos me miraban como si estuvieran esperando a que los impresionara, y debía hacerlo: ese era el problema. Casi se había acabado el combustible de mi camión y mi vientre estaba tan tenso que ni siquiera soportaba tocarlo. Había construido los mejores árboles de las Ciudades de Acero, pero nunca lo habrían adivinado a causa de mi aspecto miserable. —¿Está pensando en árboles de hojas perennes? —pregunté, mirando a Frost, el hombre que quería que construyera los árboles. —Nos gustaría ver las estaciones, señor Banyan. Frost era un sujeto corpulento con una gran papada. Se había teñido el pelo de blanco para parecer más viejo, pero con eso solo consiguió que su rostro se viera veinte años más joven. —Esa es la gracia, ¿no? —dije, sacudiendo la cabeza. Papá me lo había repetido hasta el cansancio: haz que lo que pidan parezca imposible, así el cliente paga más y queda el doble de satisfecho. —Usted solo traiga toda la chatarra que necesite —me dijo Frost. El hombre prácticamente olía a dinero. Su esposa parecía brillar con todas las joyas y los adornos que tenía en
8 el pelo y en el rostro. Incluso el guardián lucía impecable: sus rastas se veían limpias y suaves, y su larga barba estaba tejida con tela. Tampoco tenía cicatrices, signo de que era un guardaespaldas con el que nadie quería meterse. Le eché un vistazo al terreno. Medía al menos media hectárea. Estaba descuidado, vacío y además era feo; no era más que polvo y cielo. Pero no por mucho tiempo, no si construía allí un bosque en el cual perderse, un lugar que proporcionara sombra para ocultarse del sol y un refugio contra el viento; un lugar que le demostrara al mundo que aún se podía poseer algo especial. Tenía una pendiente a la que podía darle provecho, y sin duda les daría las estaciones. Utilizaría hojas de plástico que cambiarían de color y se marchitarían en las ramas de metal; les daría flores primaverales y colores otoñales. —Buenas noticias, señor Frost. —Dibujé una sonrisa en mi rostro y le extendí la mano—. Las estaciones son mi especialidad. Frost me devolvió la sonrisa, pero ignoró mi mano extendida. Solo se quedó allí, con los brazos apoyados sobre el vientre y con la boca retorciéndose debido a algu na broma privada. Luego caminó pesadamente hasta donde estaba su esposa y le pasó el brazo por encima de sus hombros angulosos. Me sentí mal por ella, pues tenía que tolerar estar tan cerca de ese sujeto. Era preciosa, sin duda: tenía ojos grises y piel morena. —La pregunta es… —comenzó Frost, y su cuerpo temblaba conforme manoseaba la camisa de poliéster de su esposa—, ¿puede construir esto? En ese momento, Frost rasgó la camisa de la mujer, dejándola prácticamente desnuda justo enfrente de mí.
9 Nunca había visto nada semejante. La mujer era más hermosa de lo que podía asimilar, sin duda alguna, pero había sido el árbol el que me había dejado sin aliento. Estaba tatuado sobre su piel en mil tonos diferentes. Las raíces se extendían por su cintura y el tronco, delgado y blanco, se curvaba a lo largo de su vientre, mientras las ramas se elevaban hasta lo más alto. Era un árbol frágil y flexible, con hojas doradas que caían mecidas por una brisa imaginaria que balanceaba el árbol. Sentí que una gota de sudor recorría mi espalda, pero la esposa de Frost se mantenía impávida; sus ojos plateados me atravesaron hasta que finalmente volví la cabeza. Frost se rio y se alejó de la mujer, dejándola allí, semidesnuda, con la camisa hecha jirones. —¿Puedes construirlo, muchacho? —Esta vez fue el guardián quien habló. Su voz era tan imponente como él y sus ojos imperturbables eran del mismo color de su piel. Me quedé mirando al suelo, aturdido. Frost se consideraba muy rudo al hacerle eso a su mujer, y un hombre así no merece nada bueno. —¿Puedes construirlo? —preguntó otra vez el guardián. Tenía un mal presentimiento sobre ese cliente, pero mi estómago vacío auguraba algo incluso peor. Necesitaba el trabajo y lo necesitaba con urgencia. ¿Qué iba a hacer? ¿Decir que no? —Sí —murmuré, restándole toda arrogancia a mi respuesta—. Puedo construirlo, pero voy a necesitar un lugar donde estacionar mi camión y un pequeño anticipo de maíz. —Puede quedarse aquí, en el bosque. —Frost rio al tiempo que señalaba el terreno desierto.
10 Observé las siluetas dispersas de la ciudad: las cúpulas y los búnkeres de acero manchado, y los escombros de concreto que estaban desmoronándose. El viento estaba soplando cada vez más fuerte y silbaba entre los edificios, convirtiendo el polvo en un rocío azotador. Me puse las gafas y hundí la nariz en un trapo, pero la ráfaga tomó a los ricos por sorpresa, de modo que se sofocaron debido a sus pulmones de niños mimados. —Siéntase como en casa —murmuró Frost cuando terminó de toser y después de que el viento se hubiera disipado. Luego señaló al guardián—. Crow le dará el maíz, pero será descontado de su paga. —¿Cuánto va a ser? —Lo que yo considere. Dólares del viejo mundo, si tiene suerte. —Entonces extendió la mano, y vi que uno de sus dedos había sido amputado por encima del nudillo y que la piel se veía hinchada y brillante—. Trabaje duro, señor Banyan —dijo Frost, mientras estrechaba mi mano—, y permanezca lejos de la casa. Me volví y miré detenidamente el edificio de acero que separaba el terreno de la calle. A juzgar por su aspecto era bastante nuevo. Los monstruosos pilares metálicos le daban un aspecto puntiagudo, como si fuera una alambrada de púas gigante. Vi dos rostros en una ventana de la planta alta que parecían versiones infantiles de Frost y de su esposa: la chica era enjuta, morena y casi de mi edad; me estaba mirando directamente, con la frente apoyada sobre el cristal polvoriento. El muchacho era menor. Tenía un dedo metido en la nariz y la hurgaba como si hubiera perdido algo ahí dentro. —No se preocupe —dije, volviéndome hacia Frost—. Ni siquiera notará que estoy aquí.
11 Estacioné el camión tan lejos de la casa como pude, contra el muro de ladrillo antiguo que bordeaba el extremo más alejado de la propiedad. Del otro lado de la casa había una piscina y en las noches podía oír a la gente salpicando el agua, riendo y bromeando. Era como en los buenos viejos tiempos. Dios, incluso sonaba bien para alguien que le tenía tanto miedo al agua como yo. Bastaría con alejarme de la piscina y hacerme a un lado, aunque sería bueno tener a alguien con quien hablar. Levanté la escotilla y me tendí en la parte trasera del camión, rodeado por las herramientas y por los suministros: alicates, martillos, láminas de metal y rollos de alambre. Tenía la cabeza apoyada sobre una caja de bombillas y había un saco de destornilladores bajo mis pies. A un lado del compartimento colgaban el soplete, la pistola de clavos, mis guantes y unas gafas extra; al otro lado había ocultado mi anticipo: suficientes palomitas de maíz para comer tres veces al día durante una semana. El microondas sonó y saqué las palomitas de maíz. GenTech decía que eran un superalimento y que estaban diseñadas para suplir todas las necesidades del cuerpo. Tal vez era cierto si se comían las suficientes, pero la mayoría de la gente se veía amarillenta, encorvada, lánguida y delgada. Incluso los ricos tenían que fingir que envejecían; además, sin importar cuán bien alimentado se estuviera, tarde o temprano casi todo el mundo terminaba con los pulmones llenos de quistes. Abrí la bolsa púrpura. Era de macarrones con queso, a juzgar por el olor. Según dicen, el queso se obtenía de las vacas, antes de que todas y cada una de las criaturas existentes fueran devoradas, pero en ese momento
12 solo contábamos con lo que GenTech creía que era el sabor del queso y, aunque el maíz sudaba y apestaba en mi mano, era una cena tan gloriosa como la que tenía derecho a esperar. Tomé el viejo sombrero de papá. Estaba tejido con hojas de maíz, lleno de agujeros y manchado con su sudor. Si hundía mi rostro en él, aún podía sentir su olor ahumado. Cuando me lo puse, me imaginé diciéndole a Frost que podía meterse su trabajo por donde el sol no brillaba. Eso era lo que hubiera dicho papá, sin importar cuán desesperado estuviera. Lo habría hecho tan pronto como Frost comenzó a tratar a su esposa como basura. Papá solía decir que construiríamos nuestro propio bosque, una vez hubiéramos ahorrado lo suficiente para dejar de viajar de un lado a otro. Decía que construiríamos una casa para nosotros, en las copas de los árboles, lejos del sufrimiento y el rencor. Pero ya no iba a suceder. Había pasado casi un año desde que se habían llevado a papá, y extrañarlo aún me dolía como un diente roto. Sin duda me había acostumbrado a trabajar sin él, a cuidar el camión y a comer solo, pero los momentos de silencio aumentaban cada vez más y todo comenzó a perder sentido. Me quité el sombrero, me recosté y observé la casa y las luces que parpadeaban en ella. Cuando terminé de comer, no tenía ganas de dormir ni de pensar en cómo iba a construir el árbol tatuado en la esposa de Frost, entonces acerqué la caja de bombillas y saqué de esta una linterna y un libro. Yo nunca me encariñé con la lectura, pero papá sí. Mi madre le había enseñado a leer antes de morir de inanición,
13 por lo que, tal vez, el libro me recordaba tanto a la madre que nunca pude recordar, como al padre que jamás podría olvidar. Sin embargo, el libro también me recordaba las historias que papá solía leerme: historias del viejo mundo. Eran cuentos de gente que caminaba por la orilla de ríos que corrían frescos y limpios, de peces que se podían atrapar y de criaturas que podían cazarse; de hierba que crecía alta, de valles llenos de flores y de árboles que crecían en montañas que se elevaban hacia el cielo. Eran árboles llenos de semillas y flores, cuyas ramas caían por el peso de las nueces, las bayas y otras cosas que estaban a la espera de ser recolectadas y comidas. El libro tenía manchas del mismo color del óxido de mi camión. Pasé las páginas, hundí mi rostro en ellas y respiré profundamente como si así pudiera inhalar las historias. En ese momento oí un ruido afuera, como si alguien estuviera husmeando. Alguien estaba cerca. Muy cerca. Deslicé el libro bajo un saco de clavos y me aseguré de que quedara bien escondido. Luego me deslicé por la parte trasera del camión y me adentré en la oscuridad. —¿Quién es? —bufé. Lo vi de inmediato. Era el niño gordo de la ventana, agachado cerca de la rueda trasera de mi camión, como si estuviera orinando en el neumático. —Eres el constructor de árboles —dijo el chico, con una sonrisa regordeta. Se levantó apenas lo iluminé con la linterna—. Vives en mi casa. —No me puedo acercar a la casa; tengo órdenes estrictas de Frost.
14 —Es una pena. —El chico soltó una risita—. Hay luz y un televisor. —¿Funciona? —De maravilla. Me recosté en el camión. El chico se refería a las películas antiguas y a que, si había árboles en esas películas, podía verlos en todo su esplendor; podía ver las ramas agitándose y balanceándose y las hojas levantándose con el viento. —Es una lástima que no tengas permitido ir a casa. —El niño gordo soltó otra risita. —Tal vez podamos ser amigos y así tu padre me permita entrar. —Lo dudo —dijo el chico, metiendo la cabeza en la parte trasera del camión y husmeando entre mis cosas. —No seas tímido —le dije. Vi la casa y me pregunté si el simple hecho de hablar con el hijo de Frost me metería en problemas. —¿Te gustó? —El niño estaba jugando con la pistola de clavos. —Deja eso —le dije—, no es un juguete. —Pero ¿te gustó? —¿Qué? —Su árbol. —El chico sacó la cabeza del camión y se quedó allí, mirándome con ojos libidinosos en la oscuridad. Apagué la linterna—. Nunca lo he visto —añadió. —Bueno, es que no tendrías por qué ver a tu mamá desnuda, niño. —No me llames niño. No eres mucho mayor que yo y ella tampoco es mi mamá. —Entonces, ¿qué es?
15 —Mi padre la ganó en Vega. También ganó a su hija. —¿Tu hermana? —Si quieres llamarla así. —¿Ella también tiene un árbol tatuado? —¿Por qué? —El chico lanzó otra mirada lasciva—. ¿También quieres verla desnuda? —Lárgate —dije. Estaba harto de él. Era un rufián y además estaba hurgando en mis cosas. —Tal vez quieras seguir leyendo. No dije nada durante un rato. Solo me limité a mirarlo. —¿Me estabas espiando? —¿Qué estabas leyendo? —No estaba leyendo nada. De repente, oí un ruido proveniente de la casa, como de un portazo, y luego se oyeron pasos en la oscuridad. El chico también debió oírlos porque desapareció cuando Crow salió de entre las tinieblas. El guardián tenía puestos unos audífonos y llevaba unas enormes gafas de sol sobre sus rastas. —¿Qué haces, hombrecito? —Crow se quitó los audífonos y me miró. —Absolutamente nada. —¿Estás construyendo? —No se puede construir en la oscuridad, amigo. Crow sonrió y enseñó sus dientes blancos y enormes. Luego se fue y me quedé solo otra vez, deseando haber ido en busca de otro cliente para el cual construir. Pero Frost ya me había dado el maíz y había puesto combustible en mi camión, por este motivo le pertenecía al maldito hasta que el trabajo estuviera finalizado.
16 Puse el libro en un nuevo escondite, detrás de las palomitas de maíz. No quedaban muchos libros como ese, pues la gente había quemado la mayoría para mantenerse caliente durante la Oscuridad. Después de eso, no hubo libros nuevos porque ya no hubo más papel: las langostas habían llegado y habían arrasado con todos los árboles.
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