Lejos de Manaos

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Lejos de Manaos


Viegas, Francisco José, 1962 Lejos de Manaos / Francisco José Viegas ; traducción Beatriz Peña Trujillo. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2017. 476 páginas ; 24 cm. Título original : Longue de Manaus ISBN 978-958-30-5594-2 1. Novela portuguesa 2. Novela policíaca 3. Crimen Novela I. Peña Trujillo, Beatriz, traductora II. Tít. 869.3 cd 21 ed. A1575019 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., octubre de 2017 Título original: Longue de Manaus © 2013 Porto Editora © Francisco José Viegas © 2017 Panamericana Editorial Ltda., de la versión en español Calle 12 No. 34-30. Tel.: (57 1) 3649000 Fax: (57 1) 2373805 www.panamericanaeditorial.com Tienda virtual: www.panamericana.com.co Bogotá D. C., Colombia

Editor Panamericana Editorial Ltda. Edición Luisa Noguera Arrieta Traducción del portugués Beatriz Peña Trujillo Fotografías Carátula: © Shutterstock-ESB Professional Diseño de carátula y diagramación Martha Cadena, Jorge Stevens Oviedo

ISBN 978-958-30-5594-2 Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor. Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A. Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008 Bogotá D. C., Colombia Quien solo actúa como impresor. Impreso en Colombia - Printed in Colombia


Lejos de Manaos

Francisco José Viegas Traducción Beatriz P eña T rujillo



Una novela policiaca, como es sabido, tiene sus reglas. Esta no las tiene.


“Un portugués puede fletar un barco hacia Brasil con menos trabajo del que requiere para ir a caballo de Lisboa a Oporto”. James Murphy, Travels in Portugal, 1795.


Capítulo 1

H ay un viento cargado de polvo, caliente, tenso. Nada que la noche no deshaga a medida que las luces de los carros desaparecen camino a Corimba, o en una curva, o tras una pequeña duna con alguna vegetación. No es un asunto de tránsito, de tráfico automotor: basta que pase el tiempo, que avance la noche, que se calme el mar. Es la medianoche del 26 de mayo de 1973, la Isla de Luanda está a oscuras luego de que los últimos carros han abando­ nado la carretera que llega hasta el límite de aquella lengua de arena. Despacio, abandonaron la carretera. Es un jueves de ma­yo; la isla, frente al mar, es una restinga gris golpeada por el viento, que alberga las cabañas de la playa y las casas con palmeras y un jardín al fondo. Y hay un silencio de mar alrededor, las ventanas están entreabiertas. Es medianoche, muy tarde, demasiado tarde, hay una luz débil que no llega hasta la arena ni deja identificar las risas que vienen de adentro mezcladas con un tintineo de vasos, un arrastrar de sillas, un olor a almendros y a hojas de palmera, relámpagos que rasgan el cielo de la bahía y por instantes se reflejan en los vidrios del carro azul claro estacionado frente al bungaló, al lado de una Vespa recostada contra una palmera. Y hay un silencio de mar. Más ade­lante, cuando alguien intente reconstruir esta noche, hablará de un silencio de mar; hay otros detalles, otras formas, otros movimientos en la noche, y cualquiera de ellos


8 podrá aparecer en el retrato final, pero el silencio del mar es la nota dominante y la más extraña. Como si en un informe sobre las condiciones meteorológicas de la Isla de Luanda, en aquella noche de mayo de 1973, apareciera de repente, al lado de la presión atmosférica, ese dato inútil: un silencio de mar. Es verdad, nadie escribirá ese informe, pero todavía hay sobre la mesa una botella de White Horse, volcada, y cuatro vasos en torno, dos de ellos vacíos. Las risas vienen de tres hombres y tres mujeres sentados alrededor de la mesa cuadrada, baja, acomodada sobre una alfombra castaña, más bien sucia. Una de las mujeres se descalza. Unas sandalias blancas. Caen al piso, ella se ríe. Después, se voltea hacia la botella y, apenas con el índice, la hace girar sobre la mesa: el cuello apunta hacia cada uno de los seis, sucesivamente, girando, girando, todos reunidos alrededor de la mesa, girando, girando, hasta que queda inmóvil frente a uno de ellos. Risas. La risa de esta noche no se parece ni siquiera un poco a una risa, lejos de ser una carca­jada, una señal de alegría. —No hay equivocación. Te cayó a ti —dijo uno de los hombres. —Ya sé —dijo aquel al que señalaba la botella. Se levantó; era alto, moreno, las marcas de la camisa visibles, un tatuaje en la muñeca: imitó a una bailarina de striptease, alzó los brazos. Una de las mujeres pidió: —Valor, quítate la camisa. Estamos esperando. La desabotonó despacio, la abrió, tenía otro tatuaje en el pecho. Con el dedo índice de la mano derecha la su­ jetó y la hizo girar sobre su cabeza.


9 —Eso ya lo hemos visto, papi. Ya lo hemos visto —dijo otra mujer. Él entonces lanzó la camisa sobre un sofá vacío, en un rincón de la sala. Dos mujeres, las que estaban sentadas juntas en el mismo sillón de mimbre, aplaudieron. Uno de los hombres levantó un vaso de White Horse con hielo: —Un artista, papi. Un artista. —Y el otro se sentó y señaló la botella con el índice. Se acercó a la mesa y la hizo girar. La botella bailó, veloz, y le dio tiempo para encender un cigarrillo, un CT, antes de quedar inmóvil frente a la mujer de cabello negro que estaba sentada sola, en el piso, y que momentos antes le había pedido valor. —No te escapas. —Ya sé —dijo ella, mirando la botella vacía—. Ya sé. —Él había dicho lo mismo hacía poco—. Voy a quitarme los zapatos, todavía los tengo puestos. —Los zapatos no. Los zapatos son para el final —dijo una de las otras mujeres. —Los zapatos son para el final —confirmó uno de los hombres, mirándola. —Los zapatos son para el final, Mara. —Mara se paró y miró a los demás, uno a uno. Su sonrisa era ancha, sus manos bajaron sobre la T-shirt, la alzaron hasta el ombligo, después, hasta el pecho. Hubo risas en torno. Un chiflido, luego otro, alguien aplaudía, alguien se le unió marcando el ritmo. Después ya eran cuatro que aplaudían, riendo. —Quítatela, quítatela. Dos de los hombres ya tenían el tronco desnudo, las otras mujeres estaban descalzas, pero una de ellas se había quitado la falda, que estaba arrugada a su lado, pero conservaba la enagua amarilla. La cabeza de Mara cayó


10 hacia atrás, ella permaneció mirando el techo del bungaló, las vigas de madera, la cubierta de hierba y palma, mientas se iba subiendo la T-shirt, quitándosela por los hombros, quedando solo con el sostén blanco, la pantaloneta caqui, los tenis de tela. Oyó los chiflidos a su alrededor. Se sentó, con la misma sonrisa, un poco mareada —había tenido la cabeza echada hacia atrás y bebido aquel whisky con soda Schweppes, era tarde, tenía sueño—. Era su turno de cambiar el destino de la botella, notó la excitación general de los otros cinco: el que se quita una prenda gira ense­ gui­da la botella. Con el índice y el pulgar, la sujetó por el medio, la sintió moverse despacio sobre la mesa, muy despacio, hasta quedar inmóvil frente a ella, con el cuello apuntando en su dirección. —El destino —dijo uno de los hombres—. He ahí el destino. —Las reglas son las reglas —sonreía otro, recostado en el sillón agujereado. Mara se paró de nuevo, pero ahora de un salto, tendría que desembarazarse de la pantaloneta, quedaría solo con el sostén y la parte de abajo del biki­­ni que llevaba en la playa. Nada más. Soltó el botón de la pantaloneta, en Luanda se decía shorts o bermudas, y, bajando la cremallera, dejó que cayera a lo largo de sus piernas en aquella madrugada del 27 de mayo de 1973, ya era viernes, por la ventana del bungaló Mara vio los jardines cuidados de las casas del fondo de la restinga, arbustos, césped, geranios, mangos, higueras, un relámpago en el cielo de la bahía, y vio el papel de colgadura de la pared, man­chado, despegado en algunos puntos, los sillones de jacarandá, las sillas plegables de plástico, la pantaloneta caída junto a sus pies, el piso, la alfombra castaña. Sabía


11 que era perfecta, vista bajo aquella luz que atravesaba el humo de los cigarrillos fumados uno tras otro, vista ante aquellas risas a su alrededor. Después se sentó en el piso, hizo girar la botella sobre la mesa, la vio dar una, dos, tres vueltas y quedar en el mismo punto, volteada hacia ella misma, otra vez. Los demás la miraron riendo, aquella risa de la noche llevada por el viento, ni alegre ni nerviosa. “Las reglas son las reglas”, repitió un hombre. Pero ella se puso de pie y salió hacia la playa.


Capítulo 2

Casi MÚSICA. Era realmente música, el sonido del clarinete al atardecer. Solo después de eso llovió, él diría “llovió tremendamente”, pero no fue así como se refirió a la lluvia que cayó casi sin parar, a los gri­tos de los niños en los patios que se extendían hasta el morro descolorido que dominaba la pequeña ciudad, al paso de los carros que durante la noche levantaban el agua de los charcos, dejando tras de sí un rastro de espuma y de basura desleída por la calle, cada vez más destripada a medida que se prolongaban los días de lluvia. Casi como una canción, como el vuelo de pequeños insectos, zancudos, murizocas, mosquitos que entran y salen por la ventana recordando la lluvia, la ausencia de viento, las voces de la calle, los pasos que recuerdan la lluvia otra vez, porque son pasos mojados, su ruido es diferente, mientras se arrastran por el asfalto, por el granito, por las escaleras de las casas. Es un espacio pequeño, exiguo, caben apenas una cama, dos sillas, una cómoda y un armario al lado de la puerta que da al cuarto de baño, un cubículo donde se mueve con algo de trabajo. El agua de la ducha cae en el piso, la cortina de plástico está hecha jirones y si sigue colgada es porque unos cordeles (sacados de aquí y de allá, uno ataba un envoltorio, otro era demasiado viejo y fue arrancado del clavo de una pared) la sujetan a un tubo de metal oxidado que amenaza con caerse. Por eso, cuando entra


13 a la ducha, lo hace con cuidado, no se recuesta en las pa­­ redes. La toalla es colorida, lleva flores, cornucopias, mariposas, micos, animales de los trópicos, y está colgada al alcance de la mano, junto a una ventana estrecha que da al patio que llenan de color las materas y una manguera. Volvió a oír la música cinco días después, cuando la lluvia se alejó hacia el norte. Desde la cama miró al cielo donde se abrían manchas azules al pie del mar del sur, el atardecer se volvió anaranjado de repente, oyó los sapos que se reúnen en los estanques, al fondo de la hilera de palmeras, los periquitos de una jaula, y el sonido del clarinete. Faltaba la orquesta, sí, pero era un clarinete que tocaba, casi perfectamente, una melodía popular. Con la can­ción se olvidó de la fiebre, fue hasta la ventana de la habita­ción y apartó las cortinas de tela con diseños de follaje. Aún no se había fijado prácticamente en la calle desde que llegó: barras de restaurantes y cafetines, ferreterías, una carnicería, una panadería con un letrero que decía Bombonière Adonai, los carros formando una caravana al bajar la calle que da al cruce donde paran los autobuses. Ahí, precisamente, lo había dejado el taxi seis días atrás. Una sucursal del banco Bradesco, un puesto de Policía, el restaurante O Point do Gaúcho, dos almacenes de ropa, la calle que da al mercado, a la derecha. A la izquierda, la calle sube, hay otro banco, un almacén de disfraces para fiestas infantiles, una oficina municipal de seguridad, una pizzería con mesas a la entrada, un aviso de manicure & tratamiento de belleza & depilación, una plaza donde hay algunos taxis estacionados, el puesto de bebidas Fiel ao Senhor, el quiosco de periódicos y revistas Jesus é Grande, los dos árboles que se pudren en el medio de un paseo que


14 ya nadie transita. Por delante, la calle atraviesa un puente, sigue en dirección a la carretera federal, hay edificios de oficinas y el tráfico corre a lo largo de un canal que se ha desbordado con las lluvias y espera la primera ola de calor para secarse y recibir oleadas de insec­tos, basu­ra que vuela al capricho de los vientos del atardecer, botellas arrojadas desde carros en movimiento. Por detrás, la calle viene de una plaza donde hay dos supermercados, la agencia inmobiliaria Central de Macapá, el almacén de electrodomésticos Insinuante, furgonetas combi estacionadas, almacenes de muebles, olor a comida, un policía que dirige el tránsito desatendiendo las órdenes de un semáforo que se pone en verde solo cada cinco minutos. Desde la ventana de la habitación ve más allá: una hilera de palmeras colgada sobre el mar que se ha tornado amarillento con las lluvias. Pero, si viviera muchos años, sería el sonido del clarinete aquello que recordaría, un sonido estridente que lo llevaría a recordar las grandes canciones de su vida, si es que recordara las grandes canciones y no solo esa maraña de colores de las carátulas de los discos, o de cosas en blanco y negro. Y ningún clarinete fue además como aquel, el que se oía al comienzo de la noche, entre el olor a comida, los ruidos de la calle, las carcajadas en el bar de la esquina donde vendían cerveza Kaiser y cachaza. Ningún recuerdo fue como aquel, lo que era bastante triste para un hombre que había sido obligado a dejar todo atrás.


Capítulo 3

Luego de la mañana lluviosa, el tráfico se había congestionado. La rotonda de Santo Ovídio era una amenaza para Isaltino de Jesús, que la había anunciado cuando bajaban del Monte da Virgem. El cielo y las paredes de las casas eran del mismo color, apenas con una ligera variación de intensidad bajo la persistencia de la lluvia. —Es el invierno— anunció Jaime Ramos, buscando los puros en el interior del carro. —El invierno ya pasó, jefe. Estamos a finales de mayo. —Es el invierno, Isaltino. Todo está trastocado, no lo dudes. El subordinado asintió con la cabeza, confirmando. Conocía a Jaime Ramos hacía mucho tiempo, el tiempo suficiente para saber que el anuncio de la llegada del invierno en pleno mes de mayo ni siquiera podía tildarse de excentricidad. —Desde que descubrieron que Dios no existía, Isaltino, empezaron a mandar el invierno cuando les place. Isaltino nunca respondía. Murmuraba cualquier cosa y asentía con la cabeza. Sí, jefe. Sí. Si le place decir que el mundo está jodido, hágalo, por favor. Estoy de acuerdo, estaré siempre de acuerdo con usted. Viejo cabrón. —¿Por qué el jefe se pone así? Jaime Ramos lo miró: —¿Así, cómo?


16 —Jodido. —Yo no estoy jodido, Isaltino. Está jodido el mundo. —Sabía que iba a decir eso, jefe. —¿Qué cosa? —Que el mundo está jodido. —¿Y no lo está? —No me parece, jefe. Pasan cosas. De vez en cuando llueve, a veces el tráfico es una desgracia, en casa las cosas no van bien, los chicos hacen ruido cuando uno está necesitando silencio, hasta falta el dinero, sí, hasta falta el dinero a fin de mes, o a mediados del mes, que es cuando hace falta. Siempre pasa eso. Pero son cosas que pasan. Y estamos en mayo, no estamos en noviembre ni en diciembre. Estamos en mayo, casi en junio, y hoy llovió, no es una gran novedad. Suele llover en mayo. —Hay lugares donde no llueve. —Es cierto. Pero en Oporto siempre llueve. Incluso cuando no llueve parece que estuviera lloviendo, debe ser porque la desembocadura está cada vez más cerca de la ciudad, el mar va entrando a la ciudad, todo se pone húmedo, lo admito. Pero ese no es el caso. —Isaltino, estaba arreglado que yo hablaba y tú oías. —Estoy de acuerdo con usted, jefe, tranquilo. Jaime Ramos le dio una palmada en el hombro y se rio. Consiguieron un lugar para estacionar el carro, en una calle que subía hacia el Monte da Virgem, y anduvieron cincuenta metros a pie. Tenían una tarea que cumplir.


Capítulo 4

—I rme, Isaltino, irme. ¿Cuánto tiempo me falta para la jubilación? —Doce años, tal vez más. Con las nuevas leyes, el jefe sabe cómo es la cosa, pasamos una semana haciendo cuentas mentalmente, le faltan quince años. Quince, jefe. —Entonces, ya ves. —Por eso no se puede ir ya, ¿no es cierto? —No. Por eso tengo que irme, Isaltino. Antes de que llegue la jubilación. —Todavía tiene tiempo, de todas maneras, pero no entendí muy bien. —Ese día llegan los papeles, firmo los papeles, me hacen una cena de despedida y me olvidan, está claro. —No lo vamos a olvidar, jefe. Su afiche de Cubillas ya no se puede arrancar, el pegante está verdaderamente agarrado a la pared, ahí va a quedarse, recordándolo. Jaime Ramos se dio la vuelta y se quedó mirando la pared desnuda que tenía al lado, como si fuera la misma donde Teófilo Cubillas sonreía desde hacía muchos años, y si no era en esa pared sería en otra, en su antiguo despacho, pero ahí estaría él, Teófilo Cubillas, como un recuer­do de los años que no regresan y de las veces que cambió de despacho y que ascendió en la jerarquía. El afiche fue perdiendo los colores, ahora era una mancha de azul, blanco y gris pegada a la pared, Cubillas levantando


18 los brazos, sonriendo luego de anotar un gol. Podía recordar muchos otros goles, el inspector Jaime Ramos, pero aquel le bastaba, era el único que había trasladado de despacho en despacho, de salón en salón, de interrogatorio en interrogatorio, de un verano al comienzo de cada invierno, y durante mucho tiempo murmurarían, ah, él lo sabía, sí, murmurarían “ahí viene el inspector Ramos con su gol de Cubillas”. Y hasta hubo una noche que, en Campo Alegre, para zanjar una discusión, fueron a comprar un periódico en un quiosco todavía abierto: separaron las hojas del diario, el viejo O Primeiro de Janeiro, las arrugaron y las apelotonaron unas contra otras, de modo que imitaran un balón. Y fue con ese balón que Jaime Ramos explicó su gol, el gol que marcó Teófilo Cubillas, pero que ya le pertenecía a él desde hacía mucho tiempo, el balón recibido en el aire, el pie mágico del peruano saltador, que era ahora el del inspector Jaime Ramos, con el cigarrillo a un lado de la boca, y el amasijo de papel periódico deshaciéndose en el aire, como polvo: el balón baja de los cielos, pega en la parte interna del pie derecho, avanza ligeramente por el aire, como un metro, y el pie izquierdo dispara, venido desde atrás, empuja el balón definitivamente hacia el arco, al tiempo que su equipo baila con Cubillas en la grama: Bené, Marco Aurelio, Duda, Teixeira y Teixeirinha, Gabriel, Oliveira, Rolando —el segundo equipo de todos sus recuerdos, que dialoga con nombres de otros tiempos: Monteiro da Costa, Pinga, Virgilio, Pedroto, Barrigana, Hernâni, Pavão, Seninho o Siska y Américo—. “Hágale el pase a Pavão”, le pidió alguien esa noche. Y, tal vez fuera por el alcohol, o por el humo del cigarrillo en la comisura de los labios que le entraba a los ojos, o por la lluvia que caía en la rotonda de


19 Boavista, que le pareció que podría llorar de repente con solo recordar los brazos abiertos de Pavão, antes de morir en pleno estadio, ah, recitaba su retahíla, sí, Fernando Pascoal das Neves, mejor dicho Pavão, murió en el decimotercer minuto de la decimotercera jornada, en diciembre de 1973, Abel marcó el primer gol, Marco Aurelio el segundo, pero Pavão ya había muerto en el campo, deshecho como la polvareda en que se transformarían las páginas del periódico arrugado. “O métale un tiro libre a Schuster, vamos”, dijo alguien. Eso, todavía, vaya y venga, un toque al balón, el balón en los pies de Miguel Arcanjo, Acácio Mesquita, Morais o Rui Filipe, Madjer o Gomes, André o Juary, Frasco o Capucho, Rui Barros, Branco o, luego, yendo a parar a las manos de Mlyrnaczyk. Isaltino de Jesús le tocó el brazo, para despertarlo. Muchas veces sorprendía al inspector Ramos mirando hacia la pared del despacho, pero no sabía a qué profundidad había sido disparado el periódico transformado en balón aquella noche que estuvo a punto de llorar al acordarse de Pavão. —No me importa que me olviden —repitió entonces, mirando hacia la pared extraña de un apartamento extraño, en el barrio de Santo Ovídio—. Eso es lo de menos. Nunca lloraría por eso. —El jefe no llora. Entonces, ¿es por tener que quedarse en casa? —Tal vez, sí. O no. Me asusta mucho la cena de despedida, esa comida igual para todos, pasteles y croquetas, quesitos sobre la mesa, platicos de jamón, las botellas con su servilleta alrededor, los esferos que me van a regalar, la caña de pescar, eso sí que me asusta.


20 Jaime Ramos había participado en más de diez cenas de despedida, había dado dos discursos contra su voluntad, había contribuido para comprar varios estuches de plumas Parker, corbatas, una enciclopedia de caza en Portugal, una podadora de césped, varias novelas de José Saramago, una billetera de cuero, un conjunto de botellas de oporto y hasta una colección de monas de Batman que le regalaron a un agente que tenía ese apodo. Las plumas Parker lo intrigaron siempre como regalo a agentes de la Policía que poco escribían, pero debía ser una especie de compensación por años de ignorancia y de analfabetismo gregario. No se acordaba de muchos otros regalos de despedida, ni de los apretones de mano, las palmadas en la espalda, las cajas de puros, los estuches para preservativos, las colecciones de la Playboy, las placas con grabados en plata que terminarían colgadas en una sala estrecha, en medio de retratos de familia (el matrimonio de un hijo o de una hija, se ve por el vestido de novia y por los trajes que nunca sientan bien), los marcos con reproducciones de un pintor vagamente holandés, vagamente flamenco, vagamente pintor, colecciones de libros que se abrirían solamente una vez, más reproducciones de naturalezas muertas, arreglos florales encima de mesas protegidas por carpetas de encaje, olor a almuerzo de domingo, suplementos de periódicos de fin de semana, un televisor —pero en cambio se acordaba de las plumas Parker en estuches previsibles, con un grabado misericordioso, una especie de cicatriz—. —Todavía falta mucho tiempo, jefe. —Tal vez. Puede ser. Pero me asusta el almuerzo de despedida, el discurso. ¿Quién va a dar el discurso?


21 —El director, seguramente. Pero puede ser solo la cena, jefe. —Sí, seguro hay cena. De aquí a allá, de todos modos, vamos a cambiar de director varias veces, la velocidad a la que se cambia de director hoy en día es muy grande, Isaltino. —Por eso no se preocupe, de aquí a allá van a pasar muchas cosas, todavía vamos a ganar muchos campeonatos, el jefe hasta puede reemplazar el afiche de Cubillas por el de Deco, no se preocupe. Es muy pronto para pensar en eso. —Nunca es muy pronto. Nuestra vida está llena de malas investigaciones, Isaltino, de procesos disciplinarios, de ascensos. Hasta de ascensos. —Debían ascender al jefe a director. Director. —Efectivamente. Ando con unos dolores en la es­­ pa­lda. —El jefe no tendría que andar en estas, de un lado para otro, podría llevar una vida más tranquila, pero le halla gracia.


Capítulo 5

Solo entonces Jaime R amos abandonó aquella posición, casi de rodillas en el piso alfombrado, de frente a la pared, y, ya de pie, le preguntó a Isaltino de Jesús dónde estaban sus puros. —En su bolsillo, jefe. Deben estar en su bolsillo. —No están. —Entonces en el carro. —Isaltino de Jesús miró alre­dedor, repasó mentalmente los objetos de la sala y preguntó, mientras se levantaba—: ¿Ya no necesita nada más? —Creo que no. Ni siquiera necesitábamos haber venido aquí. —Pero así ya sabe cómo es Santo Ovídio. Jaime Ramos sacudió las piernas, había estado de rodillas un buen rato. Buscó de nuevo el estuche de los puros en el bolsillo vacío de la chaqueta: —Yo ya conozco Santo Ovídio, conocía San­ to Ovídio incluso antes de venir acá. Tengo que hacer ejercicio, Isaltino. —¿El jefe? —Yo mismo. He pasado años de mi vida arrodillándome al pie de muertos y ya no me pongo de pie como debe ser, me duelen las articulaciones. Falta de entrenamiento. —¿Y dónde va a hacer ejercicio? —En un gimnasio cualquiera, pero en se­ creto. Colchoneta, elevaciones, pesas, transpirar, meter la barriga,


23 sauna, natación, creo que necesito todo eso. Pero en secreto, Isaltino. —No sé. —Tengo que sobrevivir, Isaltino… Por la ventana, Jaime Ramos vio que había comenzado a llover sobre los edificios de Santo Ovídio. Dio dos pasos en esa dirección y se recostó en el vidrio. Oyó pasos en el corredor, a lo lejos. —Diles que necesitamos unos minutos más. —¿Para qué? —Para que no piensen que esto es solo venir acá y punto. Hay que respetar la ciencia, Isaltino, tenemos una profesión difícil, la competencia es dura. La puerta del apartamento había sido encontrada abierta esa mañana por la vecina que vivía justo al frente. A las ocho de la mañana, evidentemente, porque solo a las nueve llamaron a la Policía. “Suelen esperar una hora, a ver si adivinan algo antes que nosotros”, había refunfuñado en ese momento. El cuerpo aún estaba en el piso; pasadas dos horas, Jaime Ramos había llegado con Isaltino de Jesús luego de haber huido del tráfico en el centro de Gaia. Se arrodilló junto a él, lo tapó otra vez, miró en torno las paredes vacías, las nubes grises que se veían por la ventana. Entonces dijo: —Va a llover, Isaltino. Isaltino estaba frente a él, pero al otro lado del cuerpo, arrodillado: —Llovió toda la noche, jefe, un poco más no hace diferencia. —¿Qué se robaron?


24 —No se sabe bien, pero faltan algunas cosas —dijo Isaltino, buscando un papel en el bolsillo de la camisa—. Los cajones de la habitación estaban todos abiertos, es probable que se hayan robado algo. La billetera estaba encima de la mesa, allí en la cocina, pero sin nada de dinero adentro, querían ver si encontraban huellas, ya se la llevaron. No hay teléfono. No hay casi nada. El resto es como lo está viendo. Jaime Ramos comprobó que la sala estaba desordenada, sí. La alfombra desacomodada, una pila de revistas se había derrumbado junto a un televisor gigante, de pantalla gigante, que no encajaba en aquella sala modesta de un apartamento de tres divisiones. Fue entonces cuando oyó la lluvia golpeando sobre los vidrios de la ventana y le dijo a Isaltino: —Irme, Isaltino, irme. ¿Cuánto tiempo me falta para la jubilación? Pero Jaime Ramos no salió enseguida del apartamento. Dejó que Isaltino de Jesús se levantara primero y se encogiera de hombros antes de marcharse por el corredor, en busca del botón para llamar el ascensor. Con un último vistazo al interior tomó nota, mentalmente, de aquel olor indescifrable y sofocante que parecía desprenderse de los muebles, de las alfombras oscuras, de color granate, de los dos jarrones donde unas flores secas seguramente se habrían podrido. Reparó en los marcos de estaño, laminilla, madera de pino, en una mesita de palo de rosa al fondo del corredor, donde se había quedado la correspondencia por abrir, cuentas del agua y de la luz, cartas de bancos, un periódico de hacía dos semanas. Y sobre todo en esos marcos que encuadraban paisajes anaranjados


25 con animales al fondo, una quebrada de agua azulada, árboles que se perdían de vista, reproducciones baratas y antiguas, descoloridas algunas, chillonas las otras. Y reparó en las cortinas gruesas que protegían la puerta que daba a la sala de estar, esa donde había estado arrodillado junto al cadáver tendido con los brazos abiertos, con los ojos cerrados en dirección al techo de donde pendía una lámpara con lágrimas de vidrio, uno de los dedos apuntando hacia la pared de un azul grisáceo.


Capítulo 6

—Este hombre no es de este mundo, Isaltino. —Ya no, jefe. Se fue. —No me refiero a la muerte. Me refiero a la vida. Él no era de este mundo, no se entendía con nadie, no tenía familia. ¿Cómo habrá venido a parar a Santo Ovídio, el peor de los cruces de Vila Nova de Gaia? —Yo también pienso en eso, jefe. —¿En Santo Ovídio? —No. En cómo las cosas vienen a parar acá. Todo esto, jefe, todo esto de lo que nos ocupamos en nuestra profesión podría pasar en cualquier otro lugar. Sería más seguro para todo el mundo. Jaime Ramos volvió a encender finalmente lo que le quedaba del puro. Sabía que tenía que dejar de fumar puros en el carro, pero el hecho de que fuera Isaltino el que estaba conduciendo le daba un margen de tranquilidad suficiente para sentirse como si estuviera sentado en su silla, delante de su escritorio. —Es un problema de mercado, Isaltino —se oyó decir—. Si no hubiera crímenes, no habría Policía; si no hubiera Policía, no estaríamos aquí. Si no estuviéramos aquí, estaríamos trabajando en cualquier otro lado. —¿En qué le gustaría trabajar al jefe? El humo del puro.


27 —Nunca he pensado en eso —dijo entonces—. Nunca he pensado en eso desde que estoy en la Policía. No quisiera volver a un banco, el dinero es un problema para mí. No quisiera volver a mi tierra. Las vacas en la finca, el ruido de los árboles, la lluvia, no, no quisiera volver a mi tierra. —Aquí también llueve. Mire hoy. —Esta lluvia ya viene con cloro, para que no nos haga daño. Podríamos beberla, Isaltino, recogerla en botellitas y beberla. Y ya viene purificada por el plomo, por el monóxido de carbono, esas cosas, atraviesa el agujero de la capa de ozono y se llena de cosas útiles. No es así en mi tierra: la lluvia cae en la tierra y se vuelve barro. —No bromee con cosas serias, jefe. —No estoy bromeando, no. Y Jaime Ramos se calló mientras atravesaban el puente de la Arrábida, mirando a su derecha a través de la ventana entreabierta para que el humo del puro saliera a mezclarse con el viento húmedo y templado que subía y bajaba del río. Al mirar para el otro lado, dio de frente con el brillo de un sol tímido en la Foz, en las aguas de la Afurada, en el muelle de la Cantareira, en el mirador de Santa Catarina. Aquel hombre tendido en el suelo del apartamento iba a ser su próxima obsesión, como lo eran casi todos los muertos que le entregaban. Suicidas y víctimas de homicidio, cuerpos abandonados en alguna calle de la ciudad o rescatados de la lluvia en apartamentos de Santo Ovídio, todo entraba en su catálogo de eventualidades, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, o, sobre todo, ricos y pobres. El apartamento era cuidado, sencillo, blanco. Nada de recuerdos. Nada de fotografías, retratos de familia, agenda


28 telefónica. Mentalmente, con los ojos cerrados mientras el carro entraba en la pequeña calle que llevaba al barrio Campo Alegre, Jaime Ramos repasó todas las imágenes del lugar: alfombras, sofás, cuatro sillas colocadas alrededor de una mesa, ventanas sin cortinas y abiertas sobre la arboleda que sube hacia el Monte da Virgem, una cama matrimonial, solo ropa de hombre, con toda probabilidad perteneciente a la víctima, una cocina con señas de ser poco usada, había observado que el refrigerador contenía apenas aquello que un hombre de mediana edad considera imprescindible para su supervivencia: comida congelada, cervezas, agua mineral en grandes cantidades, una bolsa de hielo, un frasco de aceitunas, nada más. Aceitunas españolas, recordó entonces. “Él iba y venía, señor inspector. Inspector, ¿verdad? Policía Judicial, por lo tanto, inspectores”, dijo la vecina, con quien habían hablado. “He leído algo sobre el tema, pero mi favorito es Perry Mason, y la secretaria de él, sí. De manera que el señor de allí al lado, así como le dije, ese hombre iba y venía, pasaba largas temporadas fuera de casa, semanas, un mes, dos o tres meses, sinceramente no sé explicar esas ausencias. Finalmente, no era lo que se dice un residente del edificio, no. ¿Ruidos extraños ayer? No, señor inspector. Nada de ruidos. Yo me duermo temprano, hacia las nueve, diez de la noche, y punto. Me duermo. El té de flor de naranjo también ayuda, claro, pero mi marido suele quedarse hasta más tarde y no oyó nada, si hubiera oído algo me habría dicho, nosotros desayunamos en la cocina muy de mañana. No oyó nada, no. No, tampoco me acuerdo de visitas significativas. Su compañero, el más joven, sí, me preguntó con mucha delicadeza, debió notar


29 mi edad y se puso con timideces, si habitualmente venían mujeres al apartamento. Me parece que no. Yo habría oído. Siempre me pareció un hombre calmado. Pero si hubiera venido alguna, habría sido normal. ¿Cuántos años tenía? Era lo que pensaba, eso mismo. Entonces, ya ve, un hombre de cincuenta y tantos años, que vive solo, pues tiene sus necesidades, usted me entiende. Antiguamente uno sabía todo de los vecinos, por quién votaban, cómo iba el matrimonio, el nombre de los hijos. ¿Cómo? No, no creo que tuviera hijos, no. En ese apartamento, como le dije, señor inspector, solo me acuerdo de haberlo visto a él. Nadie más, y no era que en realidad lo viera, me entiende, era saber que estaba allí. Pasaba mucho tiempo afuera. Solo me acuerdo que una vez el buzón de correo estaba lleno y se quedó el correo metido ahí al pie del contador de la luz, cartas de bancos, cuentas, lo normal. Nada de especial, señor inspector. Bueno, había muchas cartas del extranjero, me di cuenta de eso porque mi marido colecciona estampillas, y nos fijamos en los sobres, pero hoy en día ya no se usan estampillas. Bueno, tiene razón, ya tampoco se escriben cartas, todas son de los bancos. Sí, tiene razón, señor inspector, tampoco llegan de ningún lado, sí”. Lo único que Jaime Ramos, con los ojos cerrados, tenía aún rondando en esa galería de imágenes que se empeñaban en flotar en su memoria eran los grabados colgados en la pared, una especie de arcoíris sin sentido, fuegos artificiales que le recordaban África, haciendas y extensiones como las conocía por descripciones ajenas, crepúsculos húmedos, ruidos que se sospechaban a lo largo de barrancos polvorientos. Su conocimiento de África se limitaba a Guinea, a los suelos anaranjados y rojos de Bafatá (y de


30 Gabú, y del Cachéu) y a la línea de agua del mar de las islas, en las Bijagós. Pero aquel, aquel cadáver pertenecía a un hombre de África rodeado de cosas prescindibles. De cosas que no existían. Excepto aquel grabado, junto a la puerta de entrada, que indicaba que Álvaro Severiano Furtado sabía pronunciar la palabra Manaos, tal vez supiera dónde quedaba, y Jaime Ramos se acordaba de la imagen que reproducía una estampa triste: un río oscuro, una canoa, dos hombres pescando en medio del río, árboles en las márgenes del río, y una ciudad a lo lejos, llena de cúpulas, colinas, casas que bajaban por las colinas, vendedoras a la orilla del río, barcas cargadas de gente llegando a Manaos, justo al lado de un souvenir de Luanda, donde un amanecer infantil mostraba una ciudad de los años setenta, dibujada a plumilla, coloreada casi con polvo y humedad.

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