Negocio peligroso

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Negocio peligroso


Schlüter, Andreas, 1958 Negocio peligroso / Andreas Schlüter ; traductora Olga Martín Maldonado. -- Editor Javier R. Mahecha López. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2015. 268 páginas ; 23 cm. Título original : Dangerous deal. ISBN 978-958-30-5026-8 1. Novela alemana 2. Novela urbana I. Martín Maldonado, Olga, traductora II. Mahecha López, Javier R, editor III. Tít. 833.91 cd 21 ed. A1501065 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., enero de 2016 Título original: Dangerous deal © 2013 Franckh-Kosmos Verlags-GmbH & Co. KG, Stuttgart, Germany © Andreas Schlüter © 2014 Panamericana Editorial Ltda., de la versión en español Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000 Fax: (57 1) 2373805 www.panamericanaeditorial.com Bogotá D. C., Colombia

Editor Panamericana Editorial Ltda. Edición Javier R. Mahecha López Traducción del alemán Olga Martín Maldonado Diseño de carátula Rey Naranjo Editores Diagramación Martha Cadena / Alejandra Sánchez

ISBN 978-958-30-5026-8 Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor. Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A. Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008 Bogotá D. C., Colombia Quien solo actúa como impresor. Impreso en Colombia - Printed in Colombia


Negocio peligroso

Andreas Schlüter Traducción Olga M artín M aldonado



¿Quién rechazaría un millón de euros por no hacer nada? Nadie. Salvo Christoph. Él renunció al millón. Y está huyendo desde entonces.



Capítulo 1

—L a persona que cambia su vida al ganar un millón de euros, debería de hacerlo de todos modos también sin el millón. A Christoph le gustaba lo que acababa de decir Laura, pero no pudo expresarlo. A su lado estaba Benni, uno de los amigos con los que solía reunirse en los descansos, y este había soltado la carcajada inmediatamente. Típico. Benni siempre tenía una opinión acerca de todo. No muy elaborada la mayoría de las veces, y poco profunda, pero rápida. Tal como en esa ocasión. Precisamente necesitaría el dinero para poder cambiar su vida, por lo que el comentario de Laura era totalmente ilógico. En vez de arrepentirse de lo que había dicho, Laura se limitó a refutar: si tanto deseaba tener un millón de euros y por eso jugaba a la lotería, Benni debería reflexionar sobre su vida. ¡A los diecisiete años! ¡Absurdo!, opinaba la chica. Incluso aunque jugara a nombre de sus padres porque todavía no podía hacerlo por su cuenta. En todo caso, Benni no le caía bien a Laura. Christoph se había preguntado ya varias veces por qué se reunía siempre con su grupo frente a la entrada del colegio si no fumaba. Claro que él tampoco. Simplemente le hacía compañía a Benni, que aprovechaba cualquier oportunidad para hacerse un cigarrillo. Al igual que Anna, la mejor amiga de


8 Laura. Christoph suponía que Laura pasaba el rato allí afuera por la misma razón: para charlar, fumando o sin fumar. Y esto le parecía bien, pues últimamente se entendía cada vez mejor con Laura. Tenía la sensación de que a ella también le gustaba reunirse con él, y en realidad podría haber algo entre los dos. Al menos eso opinaba Benni. Claro que ese afirmaba cualquier cosa. En todo caso, Christoph no se atrevía a acercarse más a Laura y no pasaba de las conversaciones amistosas durante el descanso. Laura tampoco se dejó convencer cuando Benni le explicó que lo que estaba en juego era esa cantidad multiplicada por diez. ¡Diez millones de euros! Pues el gran acumulado no había caído en semanas. Christoph tuvo que reconocer que, en lo relativo al tema, Benni estaba mal de la cabeza. Sobre todo al oírlo decir lo que iba a hacer con el dinero. ¡Lo que iba, no lo que podría! Como si ya se lo hubiera ganado. Tampoco le importaba el hecho de que la probabilidad de ganarse el acumulado de la lotería era más o menos de uno en ciento cuarenta millones. Él estaba más de acuerdo con Laura, en realidad. Como solía suceder últimamente, lo cual señalaría Lukas un poco después. Lukas, el segundo mejor amigo de Christoph, era un chico larguirucho y desgarbado en comparación con Benni, que era más bien rechoncho. No hablaba mucho y solía escuchar en silencio para, de pronto, en medio de una conversación, hacer un comentario breve. O no. Lukas podía pasar media hora sin abrir la boca. Como aquella mañana, cuando simplemente había escuchado y guardado silencio, y solo después en clase le había preguntado a Christoph si le gustaba Laura.


9 Christoph se había sentido descubierto. Pues sí, había tenido que reconocer. Laura era una verdadera belleza, con su pelo largo, negro y liso, los ojos oscuros, el cuerpo atlético. Y además era inteligente. En todo caso, había añadido para cambiar de tema, estaba de acuerdo con ella en que el dinero no era lo más importante en la vida. Aunque todavía no sabía qué haría al terminar el colegio, no tenía duda de que su meta no era volverse millonario. Lukas se había mostrado satisfecho. Todavía tenían tiempo, había comentado, restándole importancia con un gesto. Al fin y al cabo, faltaba año y medio para la graduación. Uno de los neumáticos de la bicicleta de Christoph estaba desinflado desde hacía dos días, por lo que regresó en autobús después de clase, pero solo porque este pasó justo en ese momento. De lo contrario no habría valido la pena esperarlo, pues mientras tanto habría llegado a pie a la casa. Se bajó en su paradero, caminó un poco y dobló por la calle donde vivía. Entonces vio el auto de policía estacionado frente a su edificio. No es que nunca hubiera visto uno de esos en su calle, incluso en la propia entrada de aquel edificio de vivienda multifamiliar. Había doce apartamentos en cada torre, cinco entradas en todo el bloque, sesenta apartamentos en total. Allí siempre podía pasar algo. Robos, disputas matrimoniales, disturbios, peleas entre vecinos. Cualquier cosa. Pero Christoph tuvo la vaga sensación de que no era nada de eso. Un presentimiento difuso, una sensación incómoda en la boca del estómago le decía que aquel auto de policía tenía que ver con él. Miró a su alrededor pero no pudo encontrar nada que explicara aquella situación. Ni siquiera podía ver a los


10 policías. Solo el auto con las luces apagadas, estacionado en la calle, así no más, como si viviera allí. Vacilante, Christoph caminó hasta la puerta del edificio, la abrió y enseguida oyó que algo pasaba en la escalera. Voces. Conversaciones. Ruidos de pisadas. Muy extraño, pues a esas horas no solía haber nadie por allí. Todos estaban en el trabajo. La cuota de desempleados era cero en aquella torre. Lo sabía por el cartero, que timbraba a su puerta todas las tardes porque sabía que Christoph era estudiante de colegio y era el único que estaba en casa a esa hora. Ni siquiera solía haber nadie en el apartamento de los universitarios del cuarto piso, pues los dos trabajaban cuando no tenían que estudiar. Christoph oyó la voz del señor Mehring, el conserje. Parecía que los policías querían entrar a uno de los apartamentos. ¿Habría habido un robo? ¿Donde los Müller quizá, o al frente, donde Sebastian König? Esos eran los dos apartamentos del segundo piso, donde los policías estaban con el señor Mehring, quien gritó por la escalera porque lo había sentido llegar: —¡Allí está! A Christoph le dio un vuelco el corazón y se volvió apresuradamente para ver si alguien había entrado detrás de él. Pero el señor Mehring le arrebató la esperanza con su saludo: —Hola, Christoph. ¡Ven aquí! De todos modos tenía que pasar por su lado porque vivía justo en el apartamento de arriba de Sebastian König. Mientras seguía subiendo lentamente la escalera, se encontró con los dos universitarios. —¿Qué está pasando? —preguntó.


11 —Ellos te lo explicarán mejor —respondió Heiko, el mayor de los dos—. Tenemos que irnos. Vamos tarde, después de tantas preguntas. Pero en realidad no lo conocíamos. —¿A quién? —preguntó Christoph. —¡Al señor König! —gritó Bernd. Y se fueron. En ese instante volvió a oír la voz del conserje. —Él conocía muy bien al señor König. Al parecer se refería a Christoph. ¿Conocía? Por segunda vez pronunciaban aquel verbo en pasado; primero los universitarios, ahora el conserje. La palabra quedó grabada con fuego en su mente: ¿Conocía? Terminó de subir despacio y vio que uno de los policías era mujer. Los dos lo recibieron con expresión seria. —¿Tú eres…? —Christoph —respondió con un nudo en la garganta, señaló con el dedo hacia arriba y dijo que vivía en el tercer piso con sus padres. —¿Tenías contacto con Sebastian König? Otra vez ese traicionero tiempo verbal: tenías. Christoph asintió vacilante y se encogió de hombros. ¿Qué quería decir contacto? Podía decirse que Sebastian König era un buen vecino. De unos treinta y tantos años. Un tipo normal. Con una gran ventaja: tenía Directv. Por eso, Christoph solía ir con sus amigos los sábados por la tarde a ver los partidos de fútbol en su apartamento. —¿Qué le pasó? —indagó en voz baja. —¿Sabes si tenía familia? —preguntó la policía sin responder su pregunta—. ¿Pareja, hermanos, padres? ¿Vivía solo?


12 El conserje asintió con la cabeza y Christoph también pudo confirmar que no vivía con nadie. Bueno, a veces lo visitaba una mujer. Christoph no sabía si era una colega, una buena amiga o una amante. Era rubia, delgada, más o menos de la misma edad de Sebastian König. No estaba nada mal, en realidad, pero era una típica empleada bancaria. Blusa blanca, pañoleta azul al cuello, traje beige. Por eso Christoph estaba convencido de que la conocía por el trabajo. Nunca habían hablado de ella mientras veían fútbol. Y solo la había visto un par de veces. Por casualidad, en la escalera, mientras ella llegaba o salía. —¿Nombre? —preguntó el policía. —Christoph. —¡De la mujer! No te hagas el chistoso —lo reprendió el policía. ¿Cuál chiste? Christoph no sabía cómo se llamaba. Pero entonces se acordó de algo: una vez había escrito su nombre en el espejo del baño con pintalabios, debajo de unos corazones pintados igualmente con lápiz labial. Christoph lo había visto al orinar en el intermedio del juego. —Jasmin —respondió entonces y agregó—. ¡Tal vez! Puede que haya sido otra mujer la que lo escribió. —Bueno —asintió el policía—. ¿Sabes algo más? ¿Familiares? Christoph volvió a encogerse de hombros. Ni idea. —Bien —dijo el policía. Luego se dirigió al conserje—: Vamos a entrar. —¿Qué le pasó? —preguntó Christoph de nuevo. Y esta vez obtuvo respuesta: —¡Está muerto!


Capítulo 2

—¿Muerto? ¿Cómo así? —Benni miró a Christoph sin comprender, como si no fuera posible que un hombre con el que había hablado el sábado pudiera no estar vivo el martes. Incluso detuvo brevemente la preparación de un cigarrillo. Aunque solo faltaban cuatro minutos para que empezara la clase, quería dar un par de caladas rápidamente. Sobre todo ahora que estaban en el pequeño prado frente al colegio, donde solían reunirse por la mañana cuando el clima lo permitía. Desde allí tenían una buena vista de la calle lateral que llevaba al estacionamiento, y darse cuenta de que el auto del profesor Kinski no aparecía aún. Fue tal su asombro, que casi se le cae el tabaco. —¡Si estuvimos viendo el partido en su apartamento! Lukas esbozó una amplia sonrisa y le dio una palmadita en el cogote. —¿Y qué, zopenco? ¿Eso qué tiene que ver? ¡Aun así pueden haberlo atropellado ayer! Benni meneó la cabeza, incrédulo. Terminó de enrollar mecánicamente el cigarrillo, se lo pasó por los labios para mojar el papelito, lo pegó, sacudió los restos de tabaco y se llevó a la boca la obra terminada. Lukas le dio fuego. —¿En serio? —insistió Benni, soplando un humo azulado—. ¿Lo atropellaron? Christoph asintió y contó lo que sabía.


14 Un accidente de tránsito, comentaron los policías. Ese día, a la hora del almuerzo, Sebastian König no fue al restaurante de la calle contigua al banco donde trabajaba, condujo hasta la zona industrial junto al centro de la ciudad. Nadie supo qué fue a hacer allí. Simplemente encontraron su auto cerca del lugar del accidente. Un vehículo lo atropelló en la mitad de la calle. El conductor huyó. No había ningún testigo. Nadie vio nada. Hasta el momento, nadie sabe siquiera si Sebastian König murió inmediatamente o si permaneció un rato con vida, herido de muerte, en la calle. Estaba muerto cuando lo encontraron. Christoph escupió el chicle en el césped y se metió uno nuevo en la boca. —¿En la zona industrial? —preguntó Lukas—. ¿Y qué hacía allí? —Ni idea. —Christoph se encogió de hombros—. Tal vez quería registrar un auto nuevo o una moto. Según tengo entendido, allí está la Secretaría de Movilidad. —Y la zona roja —completó Lukas con una sonrisita. —¿Sebastian con prostitutas callejeras? —Benni meneó la cabeza y sacudió las cenizas del cigarrillo—. Lo dudo. ¡Además ellas solo están de noche! Lukas volvió a esbozar su sonrisa y le dio otra palmada en el cogote. —¡Tú sabrás! Lo sabía, aseguró Benni, pues ya había ido dos veces a la Secretaría de Movilidad a registrar una moto. Por el sector se encontraba una discoteca famosa. Al ir de allí a su casa tenía que pasar por la zona roja, y solo de noche se veía a las mujeres, nunca de día. De lo contrario, alguna podría haber visto el accidente, concluyó Benni.


15 En realidad podían descartar ambas posibilidades, pensó Christoph. Fuera para ir a la zona roja o a la Secretaría de Movilidad, no se estaciona el auto un par de calles más lejos para después regresar a pie. ¿Y por qué no se detuvo el conductor para ayudar al accidentado? Según los policías, lo atropelló un camión. Cerca de la zona roja se estableció un punto de encuentro de camioneros. O al revés: la zona roja estaba allí precisamente por el punto de encuentro de los camioneros. En todo caso, se sospechaba que algún camionero extranjero —borracho, agotado o distraído en busca de una mujer— había atropellado a Sebastian König y no se dio cuenta o escapó para ahorrarse problemas y conservar su trabajo. Esa era, a grandes rasgos, la teoría oficial de la Policía. Sin embargo, cuanto más reflexionaban sobre el accidente, más misterioso resultaba. Pero sus teorías no tardaron en pasar al olvido, pues sonó el timbre y llegó el profesor Kinski, como siempre, rechinando los neumáticos para doblar bruscamente a la derecha y luego entrar a toda velocidad en el estacionamiento por la izquierda. —Podría atropellar a alguien, con esa manera de conducir —dijo Christoph. Entonces se levantaron del prado para dirigirse al colegio. Contrario a su costumbre, el profesor Kinski no entró al edificio por detrás sino que avanzó por el sendero peatonal del frente, pues el salón estaba en la parte delantera del edificio. Así llegaría más rápido. Debajo del brazo llevaba un sospechoso bloque de papeles. —¡Mierda! —maldijo Lukas—. ¿Pretenderá hacernos un quiz?


16 —¡No puede ser! —soltó Christoph. Un quiz de Matemáticas era lo peor que le podía pasar en ese momento. —¿Quiz? —preguntó Benni, sorprendido—. ¿Qué les pasa? ¡Es el examen! ¡Él lo anunció! —¿En serio? —preguntó Lukas, atónito. Benni asintió con la cabeza. Christoph se puso pálido. —Maldición. ¡Tengo que largarme de aquí! Ya había perdido el primer examen del año y tenía que sacar mejor nota en el segundo. No podía perder Matemáticas por nada del mundo. Si faltaba a clase, podría hacer el examen después y así tendría tiempo de prepararse. Pero entonces no podía verlo nadie más en el colegio, y esperaba que Kinski no lo hubiera visto en el prado. Lukas siguió a Benni hacia el salón valientemente; a los dos les había ido bien en el primero. Christoph regresó a casa. Esta vez en bicicleta, pues la noche anterior cambió el neumático. Las motos no le producían ninguna emoción, y esperaba sacar la licencia de conducir en seis meses. Ya había ahorrado un poco, sus padres le ayudarían con la mitad y podría utilizar su auto viejo. Además, esperaba recibir el resto del dinero necesario al cumplir los dieciocho. La persona que cambia su vida al ganar un millón de euros, debería hacerlo de todos modos también sin el millón. Christoph renunciaría inmediatamente a su odiado trabajo en la tienda de bebidas. Pero dejar el puesto sin el millón sería un desastre. De modo que la teoría de Laura tal vez no funcionaba del todo. En todo caso, él no veía la posibilidad de graduarse en el colegio sin el trabajo (su mesada


17 era demasiado escasa) o de ganarse un millón de euros. No participaba en juegos de azar por principio, y por eso se sorprendió aún más cuando el señor Mehring lo recibió en la puerta del edificio, diciendo: —¡Felicitaciones! ¡Ganaste! —No puede ser —repuso Christoph. —¿Ah, no? —Mehring sonrió—. Está bien. No ganaste exactamente. Heredaste. ¡Toma! El conserje le mostró un maletín de portátil, y Christoph no pudo más que soltar un desconcertado: —¿Eh? Entonces Mehring sonrió ampliamente. —Era su portátil. El señor König te lo heredó. No tenía a nadie más. —¿Y cómo sabe que es para mí? —preguntó Christoph, sorprendido. Los policías habían encontrado un testamento en el apartamento de König, explicó Mehring. —Bueno, al menos una última voluntad, escrita a mano, de que te quedaras con su portátil. Y como no hay más indicaciones, dijeron que podía dártelo de inmediato. Falta aclarar si es necesario que lo confirme un notario o algo así. Pero no quieren hacer un escándalo burocrático por un simple portátil. Mehring le entregó el maletín. —¡Nada mal! —añadió—. Ya quisiera yo tener uno así. Pero tú puedes sacarle más provecho. Cuando hayan autorizado la entrada al apartamento, podrás ir a ver si te interesa algo más. Al fin y al cabo tendría que sacarlo todo próximamente, continuó, y como no había herederos naturales,


18 contrataría una empresa para que lo hiciera. Sin embargo Christoph podría ir a echar un vistazo antes. El chico permaneció de pie, anonadado, con el maletín en la mano, viendo cómo el conserje se dirigía a su oficina para volver a dedicarse a sus labores. Era la primera vez que heredaba algo. Y además de una manera tan extraña. Seguía mirando desconcertado al señor Mehring, aunque este había desaparecido por la puerta contigua hacía rato. Siempre deseó tener un portátil bueno, pero aun así no podía alegrarse del todo. Recibir un regalo de una persona muerta no le producía una sensación muy agradable. Más aún al tratarse de alguien que conocía y apreciaba. Pensó que quizá debería devolverlo. ¿Pero a quién? Sebastian estaba muerto. Y dárselo a Mehring tampoco lo hacía feliz. Entonces se preguntó por qué había escrito un testamento. Sebastian König tenía treinta y seis años y, hasta donde él sabía, no estaba enfermo. Y aunque lo estuviera… ¿Por qué escribir un testamento solo por un portátil? No hay más indicaciones, había dicho Mehring. Es decir: nada sobre ningún dinero, el auto, algún patrimonio, sus muebles. Nada. Solo el portátil. Eso no era normal, pensó Christoph. Y de pronto sintió que el maletín le pesaba en la mano. Pero no era el computador lo que pesaba tanto. Era el peso que Sebastian König parecía haberle atribuido. Christoph miró a su alrededor instintivamente, por si lo habían visto. De pronto lo embargaba la sensación de que era mejor que nadie supiera que el computador estaba ahora en su poder. Pero eso era una ilusión, pues se lo entregó el conserje, y lo que supiera Mehring bien podía


19 aparecer en la primera página de un periódico sensacionalista. Aun así, entró sigilosamente al edificio, como si estuvieran observándolo. Quién sabe si el hecho de que una Suzuki azul pasara lentamente frente a su casa, justo en ese momento, fuera pura casualidad.


Capítulo 3

Una vez en su habitación, Christoph encendió el portátil inmediatamente y se sorprendió, pues no encontró nada aparte de los programas básicos normales. Si el dueño anterior hubiera sido tan aburrido como su disco duro, probablemente nunca habría tenido contacto con él. Pero si algo no era Sebastian König, era aburrido. Todo lo contrario: cuando comían y veían fútbol en su apartamento, Sebastian no solo llenaba la mesa de comida y cervezas, sino que además se entregaba al partido en cuerpo entero. Cuando su equipo favorito hacía un gol importante, se arrastraba de rodillas por la sala gritando a todo volumen. No era para nada el tipo que uno imaginaba detrás de la ventanilla de un banco. Al salir del trabajo, se cambiaba el traje conservador y la corbata por unos jeans y una camiseta, a veces también por una chaqueta de cuero o ropa deportiva. Los domingos por la mañana jugaba fútbol con unos compañeros en el parque municipal. Incluso Christoph había ido a verlo una vez, pero para él esas eran horas de estar en la cama. Sebastian, en cambio, acostumbraba trotar muy temprano en el parque antes de ir a trabajar, y con frecuencia regresaba cuando Christoph apenas salía para el colegio. ¿Cómo era posible que alguien se levantara tan temprano voluntariamente? Pero, bueno, eso era cosa de Sebastian. Sin embargo, no había rastro de nada en su disco duro… Nada de juegos ni de música ni de fotos ni de


21 películas. Ni siquiera de la tal Jasmin eternizada con lápiz labial en el espejo. Ni de fútbol ni de algún viaje de vacaciones. Ni de la maratón, en la que Sebastian participó dos veces. Nada de nada. Ni siquiera correos electrónicos. Solo un par de archivos de Word y Excel. Eso era todo. Christoph se propuso resetear el disco duro y reinstalar el sistema operativo para tener un computador virgen, pero no era necesario en realidad. Podía borrar los pocos archivos simplemente. Además no había nada que pudiera ralentizarlo. De modo que conectó el computador a su red inalámbrica por si necesitaba bajar algo después, seleccionó los archivos, oprimió la tecla eliminar… y de pronto apareció una ventana donde se le pedía una contraseña. Esto lo sorprendió. No que se le pidiera una contraseña, lo extraño era que pudiera abrir y leer los archivos, pero no pudiera eliminarlos. Muy raro. Por lo visto, a Sebastian no le habría importado que alguien leyera sus archivos. ¿Pero por qué habría temido que alguien quisiera borrarlos? Tampoco lograba entender qué podría significar la información consignada en ellos: infinitas columnas de números alternadas con unas crípticas series de letras. Probablemente usaba ese portátil solo para cuestiones de trabajo, y los números tenían algún significado para el banco donde trabajaba. A lo mejor, pensó, debía llevarlo allí… Pero descartó la idea enseguida. Si ese fuera el caso, seguramente habría guardado la misma información en el computador del trabajo. ¿Y si no estaba permitido llevársela a la casa en el portátil privado? Christoph no quería desacreditar a Sebastian después de su muerte. Además supuso que simplemente había querido que él heredara el


22 aparato. Tal vez los archivos no eran importantes o estaban guardados en otra parte. Nunca pensó que Sebastian fuera de los que se llevaban el trabajo a casa. Es más, siempre lo consideró un amante del tiempo libre, de los que se desatan la corbata antes de abrir la puerta. Es cierto que a veces trabajaba horas extras. Pero eso hacía aún más insólito el asunto de los archivos. ¿Por qué llevarse a casa el trabajo que podía hacer en la oficina? En fin. Christoph apartó los pensamientos escépticos. El tipo habría sabido el porqué lo hacía. ¿Qué le importaba a él eso? Lo único era que no podía eliminar los archivos porque no conocía la contraseña. No ocupaban mucho espacio, pero le molestaban de todos modos. Tendría que volver al plan inicial de resetear el disco duro y reinstalar el sistema. Pero para eso necesitaba el dvd original, que debía estar en su apartamento. Entonces se propuso preguntarle al señor Mehring cuándo podría entrar al apartamento de Sebastian —al fin y al cabo, ya le había hecho el ofrecimiento— y decidió no volver a ocuparse del computador mientras tanto. Lo cierto era que estaba en casa para escapar del examen y debía aprovechar el tiempo estudiando ecuaciones, pues Kinski se lo haría, a más tardar, en dos días. Estaba a punto de cerrar el portátil cuando de pronto entró un mensaje electrónico. Una ventana se había abierto por su propia cuenta. Christoph volvió a sorprenderse. En vista de que no había mensajes grabados en el computador, había dado por sentado que no había ninguna cuenta instalada en el mismo. Pero era más absurdo aún, pues


23 en la ventana aparecía el asunto del mensaje, y este era: “¡Hola, Christoph!”. De pronto se estremeció, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. ¡Mierda! Se pasó la mano por el pelo, nervioso. ¿Cómo era posible que llegara un mensaje dirigido a él, pero en el correo electrónico y el computador de Sebastian König, que acababa de recibir hacía un par de horas? Solo podía haberlo enviado Mehring, el conserje. Nadie más sabía que él ahora tenía el portátil. Volvió a acercarse al computador y leyó el campo del remitente, pero no tenía nada qué ver con Mehring: Servicio Nacional de Inteligencia. ¿Qué diablos estaba pasando? Christoph volvió a leer: Servicio Nacional de Inteligencia. sni. ¿Ese no era el servicio de espionaje del Gobierno? ¿El encargado de los asuntos de seguridad? Miró a su alrededor, inseguro, como esperando que un agente del sni apareciera de pronto en un rincón de su habitación y se burlara de él. Pero no había nadie. ¡Claro que no! Con mano temblorosa, abrió el mensaje. Estimado Christoph, Necesitamos su ayuda en un asunto importante. Le rogamos el favor de llamar al teléfono…

Seguía un número de celular. Christoph no sabía qué debía pensar del mensaje. Por supuesto que nunca había tenido nada qué ver con el Servicio Nacional de Inteligencia. ¿Qué joven de diecisiete


24 años podía haber tenido algo qué ver con el sni? ¿Acaso no eran los encargados de todo lo relacionado con el terrorismo? Al menos eso creía haber oído últimamente en las noticias. ¿Y qué podía tener que ver él con el terrorismo? Nada. Aunque no parecían sospechar de él, sino lo contrario: necesitaban su ayuda, supuestamente. En un asunto importante. ¿Cómo podía ayudar él al sni? ¿Y cuál podría ser ese asunto tan importante? No se le ocurría nada, salvo… ¡Los extraños archivos del computador! ¿Sería eso? ¿Sebastian König era un agente secreto del sni? ¡Absurdo! Christoph se permitió rumiar la idea un rato. ¿Por qué lo contactaba el sni de una manera tan insólita? Era cierto que así se imaginaba uno a los agentes, como los de los servicios secretos de las películas. Pero esta no era una película. Los del sni podían haber golpeado a su puerta para decirle lo que querían: que el computador contenía unos archivos importantes para el servicio secreto. O lo que fuera. Christoph no habría tenido ningún reparo en entregarles el computador de inmediato. ¿Por qué no lo hacían? ¿Por qué establecían contacto de una manera tan misteriosa y le daban un número de celular? ¡De celular! ¿Acaso no trabajaban en oficinas con teléfonos fijos? Muy raro. De pronto se le ocurrió una idea. Buscó en Internet una página de información telefónica, escribió el número y empezó la búsqueda. Ningún resultado. El celular no estaba registrado. Claro, debía haberlo imaginado. Pero no estaba de más intentarlo.


25 ¿Qué debía hacer ahora? Anotó el número en una hoja, cerró el correo electrónico, se desconectó y apagó el computador. Por alguna razón, se sentía más tranquilo al pensar que el portátil de Sebastian König ya no estaba conectado a su red inalámbrica. Aun cuando eso no ayudara mucho en realidad. Puso la hoja con el teléfono encima del portátil cerrado, se levantó, se paseó de un lado a otro en su habitación sin apartar la mirada del papel y sin dejar de preguntarse qué debía hacer ahora. ¿Llamar? ¿Hacer caso omiso del mensaje electrónico? Se temía que lo último no serviría de nada. Los del sni no solo sabían que él tenía el portátil de Sebastian, además sabían que había estado delante de este hacía un minuto. Si no, no le habrían enviado el mensaje a la dirección electrónica de Sebastian en ese momento. En otras palabras: sabían dónde vivía. ¡Y estaban observándolo! Al hacerse consciente de esto, Christoph brincó a la ventana y cerró las cortinas. No serviría de nada, pero al menos se sentía un poco mejor. El portátil estaba desconectado de la red y las cortinas cerradas. Al menos. Después volvió a pasearse por la habitación. ¿Le habrían puesto micrófonos? Y si era así, ¿para qué? ¿Qué querían de él? ¿Qué querían averiguar al observarlo? ¡No tenía nada qué esconder! Por más vueltas que le daba al asunto, no tenía ningún sentido. De pronto se quedó quieto. —¡Vengan y llévense el maldito computador! —gritó—. ¡No lo necesito! Y no entendí nada de lo que vi. ¿Cuál es su problema? ¡Vengan y llévenselo! Esperó.


26 Si estaban espiándolo, a lo mejor vendrían inmediatamente y se llevarían el aparato. Pero no vino nadie. Tampoco llamó nadie. Incluso eso podía significar cualquier cosa: o no querían aceptar su ofrecimiento porque no confiaban en él o no querían reconocer que estaban espiándolo… O no lo estaban haciendo. ¿Qué diablos estaba pasando? ¿Realmente tendría algo qué ver el sni? Eso podía decirlo cualquiera, al fin y al cabo. ¿Pero a quién se le ocurría hacerse pasar por una institución del Gobierno? Era demasiado descabellado. Si querían atraerlo de algún modo, habrían podido —fuera quien fuera— hacerse pasar por cualquiera. Por Kinski, por ejemplo, que necesitaba hablar con él por el examen de Matemáticas. Por el director del colegio. Por su dentista. O por Lukas o Benni, incluso por Laura. Había miles de opciones. ¿Por qué precisamente el Servicio Nacional de Inteligencia? ¡Era absurdo! ¿Y si realmente…? Christoph volvió a acercarse a la ventana, apartó un poco la cortina y miró a la calle, después a las ventanas de enfrente. ¿Habría alguien observándolo desde allí en ese instante? ¿Acaso el sni contrataba gente que se escondía detrás de arbustos o ventanas para espiar a jóvenes inocentes? Eso era igualmente absurdo. Pero el mensaje electrónico era real. Y estaba dirigido a él: Christoph. Remitente: Servicio Nacional de Inteligencia. No podía ser un simple correo no deseado, pues tenía su nombre; de lo contrario, podría haber dicho “Hola, Sebastian” o “Querido amigo” o cualquier cosa por el estilo. Alguien se había dirigido precisamente a él. Y, por eso, no tenía alternativa. Al menos no se le ocurría ninguna.


27 De modo que estiró el brazo para tomar el teléfono y entonces se dio cuenta de que los dedos le temblaban por la agitación y el miedo. Vacilante, sopesó el auricular en la mano, después volvió a colgar. Siguiendo una sensación que no podía explicar del todo, decidió llamar desde el celular. Desactivó la opción de reconocimiento de número, por precaución, y llamó anónimamente al teléfono indicado. Por lo visto, el tipo estaba esperando su llamada, pues saludó enseguida y sin preguntar quién era: —¡Hola, Christoph! —¿Con quién hablo? —Qué bueno que hayas llamado —la profunda voz masculina ignoró su pregunta—. Te tocó una buena he­ rencia. —No, no me tocó nada. Christoph se preguntó cómo reaccionaría a la mentira. ¿Qué sabría realmente sobre él? La respuesta fue una carcajada. —Nada mal —¡El tipo lo había descubierto! Y volvió a ponerse serio inmediatamente—. Escucha bien. No tiene ningún sentido que trates de tomarme el pelo. Te tenemos una buena oferta. Y, por tu propio bien, deberías aceptarla rápido y sin reparos. —¿Una oferta? —¡¿De qué diablos estaba hablando el tipo ese?!—. ¿Qué clase de oferta? ¿Por qué? —No por teléfono —dijo el hombre—. En persona. —¿Qué? ¿Por qué? Yo… —A Christoph no se le ocurría qué decir—. ¿Por qué voy a…? —masculló torpemente, pero el otro lo interrumpió de inmediato. —… porque, si no, la cosa podría resultar muy incómoda para ti —lo amenazó.


28 Christoph tragó saliva. El tipo no esperó ninguna reacción. —A las doce. En McDonald’s. Christoph se apresuró a mirar el reloj. —¡Eso es en media hora! —Estás a cinco minutos a pie. Clic. Colgó. Christoph estaba aterrado. No tenía ni idea de cuántas sucursales de McDonald’s habría en la ciudad, pero el hombre sabía a cuál acostumbraba ir. Estaba a cinco minutos a pie, efectivamente. Maldición, ¿cuánto tiempo llevaría observándolo? ¿O era una casualidad? Al fin y al cabo, la sucursal más cercana quedaba casi al frente de su edificio, por lo que era de suponer que la frecuentara. ¿Debía ir? ¡Tengo que ir!, pensó entonces, con la grave voz masculina resonando en su oído: porque, si no, la cosa podría resultar muy incómoda para ti. Independientemente de quién fuera y para quién trabajara, a juzgar por todo lo que parecía saber de su vida, no era una amenaza vacía. Era mejor ir a la cita que esperar a que viniera a buscarlo. McDonald’s es un lugar abierto, ¡allí no puede pasarme nada!, trató de tranquilizarse mientras doblaba por la calle. El enorme parque municipal no quedaba muy lejos, y entre los edificios y galerías había muchas zonas verdes y tranquilas. A la altura de la filial del banco donde trabajaba Sebastian König, Christoph se detuvo y contempló la entrada. Sebastian no había ido allí nunca en auto, pensó. Y entonces volvió a darle vueltas a la pregunta de por qué rayos había ido en su auto hasta la zona industrial a la hora del almuerzo.


29 Después ahuyentó el pensamiento, se dio la vuelta y miró al otro lado de la calle, donde estaba el McDonald’s. Tenía que arreglárselas por su cuenta. Lukas y Benni estaban en el colegio, al igual que Laura. Sus padres estaban trabajando y no tenían ni la menor idea del asunto. Ni del portátil ni de los archivos ni del mensaje electrónico. Christoph no tenía a nadie a quién contarle de la cita o pedirle que lo acompañara. Ni siquiera a los dos policías que lo habían interrogado el día anterior. Pero tampoco habría podido decirles nada, aparte de un historia confusa que ni él mismo entendía. ¿Qué diablos quería de él el sni? Estaba a punto de averiguarlo.

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