Regreso a Killybegs

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Regreso a Killybegs

Sorj Chalandon Traducciรณn M ARร A M ERCEDES CORREA


Prólogo

“Ahora que todo se ha descubierto, van a hablar por mí. El IRA, los británicos, mi familia, mis allegados, periodistas que ni siquiera he conocido. Algunos tendrán la osadía de explicar el porqué y el cómo de mi traición. A lo mejor se escribirán libros sobre mí: me da rabia solo pensarlo. No presten atención a nada de lo que digan. No se fíen de mis enemigos, y mucho menos de mis amigos. Aléjense de aquellos que dicen haberme conocido. Nadie ha estado en mis entrañas, nadie. Si hablo ahora es porque soy el único que puede decir la verdad. Porque después de mí, espero el silencio”. Killybegs, 24 de diciembre de 2006 Tyrone Meehan


Capítulo 1

CUANDO MI PADRE ME GOLPEABA, gritaba en inglés, como si no quisiera involucrar nuestra lengua en ese asunto. Me pegaba con la boca torcida, bramando palabras de soldado. Cuando mi padre me golpeaba ya no era mi padre, solo Patraig Meehan. Soldado de cara desfigurada, mirada de hielo, Meehan viento aciago que más valía evitar cambiándose de acera. Cuando mi padre bebía, azotaba el suelo, desgarraba el aire, hería las palabras. Cuando entraba a mi habitación, la noche se sobresaltaba. No encendía la vela. Resoplaba como un animal viejo y yo esperaba sus puños. Cuando mi padre bebía, ocupaba Irlanda, como lo hacía nuestro enemigo. Era hostil en todas partes. Bajo nuestro techo, en el umbral, en los caminos de Killybegs, en los baldíos, en los bosques, de día, de noche. En todas partes. Se adueñaba de los lugares con movimientos bruscos. Se le veía de lejos. Se le oía de lejos. Dando tumbos entre frases y gestos. En el Mullin’s, el bar de nuestro pueblo, se deslizaba de su taburete, se acercaba a las mesas y hacía sonar las manos extendidas contra la mesa, en medio de los vasos. ¿Que no estaba de acuerdo? Así reaccionaba. Sin una palabra, con los dedos en la cerveza regada y esa mirada. Los otros se callaban, escondiendo los ojos debajo de la gorra. Entonces se enderezaba para desafiar a la concurrencia con los brazos cruzados. Esperaba la respuesta. Cuando mi padre bebía, daba miedo.


4 Un día, en el camino hacia el puerto, le dio un puñetazo a George, el burro del viejo McGarrigle. El carbonero le había puesto a su animal el nombre del rey de Inglaterra para poder patearle el trasero. Yo estaba ahí; seguía a mi padre. Caminaba a tropezones, vacilando, en su ebriedad matutina, y yo iba detrás. En una esquina, frente a la iglesia, el viejo McGarrigle bregaba con el asno. Jalaba al animal, con una mano en la albarda y la otra en el cabestro, amenazándolo con todos los santos. Mi padre se detuvo. Miró al viejo, a su animal empecinado, el desamparo del uno, la terquedad del otro, y cruzó la calle. Hizo a un lado a McGarrigle, se puso frente al burro, lo amenazó con rudeza, como si le hablara al rey británico. Le preguntó si sabía quién era Patraig Meehan. Si tan solo se imaginaba quién era el hombre que tenía justo al frente. Estaba inclinado, frente contra frente, esperando una respuesta del animal, un gesto, su rendición. Luego le pegó: un golpe terrible entre el ojo y el ollar. George se tambaleó unos segundos y se echó sobre un costado. De la carreta salieron algunas rocas de hulla. —Éirinn go Brách! —gritó mi padre. Luego me jaló del brazo. —Hablar gaélico es resistir —murmuró. Y continuamos nuestro camino. * * * De niño, mi madre me mandaba a buscarlo al bar. Era de noche. No me atrevía a entrar. Pasaba una y otra vez frente a la puerta opaca del Mullin’s y a sus ventanas de cortinas cerradas. Esperaba hasta que algún hombre saliera para


5 entrar en el amargo de la cerveza, el sudor, la humedad de los abrigos y el tabaco frío. —Pat, creo que es hora de la sopa —decían riéndose los amigos de mi padre. Me levantaba la mano en secreto, pero, cuando yo entraba a su mundo, él abría los brazos para acogerme. Yo tenía siete años. Agachaba la cabeza. Permanecía de pie junto a la barra mientras él terminaba su canción. Cerraba los ojos y se ponía la mano en el corazón, llorando a su país desgarrado, sus héroes muertos, su guerra perdida, y pedía auxilio a los Antiguos, los insurgentes de 1916, la cohorte de nuestros vencidos y todos los que vinieron antes, los jefes de los clanes gaélicos y san Patricio también, con su cruz de volutas, para ahuyentar a la serpiente inglesa. Yo lo miraba de reojo. Lo escuchaba. Observaba el silencio de los otros y me sentía orgulloso de él. En todo caso y a pesar de todo. Orgulloso de Pat Meehan, orgulloso de ese padre, a pesar de mi espalda lacerada y marrón, de mi cabello arrancado a manotadas. Cuando le cantaba a nuestra tierra, las frentes se levantaban y los ojos se llenaban de lágrimas. Antes que ser malo, mi padre era un poeta irlandés y yo era acogido como el hijo de este hombre. Cuando cruzaba por la puerta, se sentía el calor. Manos en la espalda, palmaditas en los hombros, un guiño de hombre a hombre, aunque yo era un niño. Alguien me dejaba meter los labios en la espuma ocre de una cerveza. De ahí me viene la amargura. Y yo probaba. Bebía esa mezcla de tierra y de sangre, ese negro espeso que sería mi bebida de vida y de fuego. —Nos bebemos nuestra tierra. Ya no somos hombres. Somos árboles —cantaba mi padre cuando estaba contento.


6 Los otros se iban del bar sin más: el vaso en la mesa y la gorra en la cabeza. Pero él no. Antes de cruzar por la puerta, siempre contaba una historia. Captaba la atención de todos una vez más. Se levantaba, se ponía el abrigo. Luego, volvíamos a casa él y yo. Él tambaleándose y yo creyendo sostenerlo. Señalaba la luna, su claridad en el camino. —Es la luz de los muertos —decía. Bajo sus reflejos, andábamos al modo de los fantasmas. Una noche de bruma me agarró del hombro. Ante las colinas ondulantes, me prometió que después de la vida todo sería así, tranquilo y hermoso. Me juró que ya no tendría nada más qué temer. Al pasar frente al letrero de NA CEALLA BEAGA que anunciaba el fin de nuestro pueblo, me aseguró que en el paraíso se hablaba gaélico. Y que allá la lluvia era fina como esta noche, pero tibia y con sabor a miel. Se reía. Y me subía el cuello del abrigo para protegerme del frío. Una vez, de camino a casa, me tomó la mano. Me dolió. Yo sabía que esa mano se convertiría en puño, que pronto pasaría de lo tierno al metal. En una hora, o mañana, sin que yo supiera por qué. Por maldad, por orgullo, por rabia, por costumbre. Era prisionero de la mano de mi padre. Pero aquella noche, con mis dedos unidos a los suyos, disfruté de su calor. * * * Mi padre perteneció al IRA. Era volunteer, óglach en gaélico, un simple soldado de la brigada de Donegal. En 1921, él y otros compañeros se opusieron al cese al fuego negociado con los británicos. Rechazó la frontera, la creación de Irlanda


7 del Norte, la ruptura de nuestra patria en dos. Quería sacar a los ingleses del país entero, luchar hasta agotar el último cartucho. Después de la guerra de independencia contra los británicos, vino la guerra civil entre nosotros. “¡Traidores! ¡Cobardes! ¡Vendidos!”, gritaba mi padre, refiriéndose a sus antiguos hermanos de armas que habían aceptado la tregua. Esos desleales habían sido armados por los ingleses, vestidos por los ingleses y abrían fuego contra sus compañeros. De irlandeses solo tenían en las manos la sangre de los nuestros. Mi padre había sido encarcelado sin juicio por los británicos, condenado a muerte e indultado. En 1922, fue arrestado de nuevo por los irlandeses que habían escogido el bando de los vendidos. Él nunca me lo contó, pero yo lo supe. Con seis años de intervalo, fue a dar a la misma prisión, a la misma celda. Después de haber sido maltratado por el enemigo, lo fue otra vez por sus antiguos compañeros. Lo golpearon durante una semana. Los soldados del nuevo Estado Libre de Irlanda querían saber dónde estaban los últimos combatientes del IRA, los refractarios, los insumisos. Querían descubrir los escondites del armamento rebelde. Durante aquellas horas, aquellos días y aquellas noches de violencia, esos hijos de puta torturaron a mi padre en inglés. Le daban a su voz el acero del enemigo. Como si no quisieran involucrar nuestra lengua en ese asunto. —¿Usted es inglés? —le preguntó en cierta ocasión una vieja mujer estadounidense. —No, al contrario —respondió mi padre. Cuando mi padre me golpeaba, era su contrario.


8 En el mes de mayo de 1923, los últimos óglachs del IRA entregaron las armas y papá envejeció. Nuestro pueblo estaba dividido. Irlanda estaba partida en dos. Pat Meehan había perdido la guerra. Ya no era un hombre sino una derrota. Comenzó a beber mucho, a gritar mucho, a pelear. A pegarles a sus hijos. Tenía tres cuando su ejército se rindió. El 8 de marzo de 1925, llegué yo a acompañar a Séanna, Róisín y Mary, apretujados unos contra otros en la cama grande. Siete más saldrían del vientre de mi madre. Dos no sobrevivirían. * * * Volví a ver el coraje de mi padre una última vez en noviembre de 1936. Había regresado de Sligo. Con unos antiguos combatientes del IRA, había atacado una reunión pública de los “camisas azules”, los fascistas irlandeses que iban a luchar en España junto al general Franco. Después de la batalla campal, con puños y golpes de sillas, mi padre y sus compañeros decidieron unirse a la República Española. Durante muchos días no hizo más que hablar de regresar al combate. Se veía hermoso, de pie, en su estado febril, cami nando por la cocina con sus grandes pasos de soldado. Quería juntar a los hombres de la columna Connolly, de las Brigadas Internacionales. Decía que Irlanda había perdido una batalla y que la guerra ahora se jugaría allá. Mi padre no era solo un republicano. Católico por dejadez, había combatido toda su vida por la revolución social. Para él, el IRA debía ser un ejército revolucionario. Veneraba nuestra bandera, pero admiraba el rojo de los combates obreros.


9 Él tenía cuarenta años; y yo, once. Había hecho su mochila para irse a España. Me acuerdo de aquella mañana. Mi madre estaba en la cocina; le había hablado toda la noche. Había llorado. Él tenía el rostro de piedra. Ella pelaba unas papas. Pronunciaba nombres, uno tras otro. Murmuraba. Era una plegaria, una letanía dolorosa. Estaba ahí, en la mesa, moviendo ligeramente el cuerpo de adelante hacia atrás, recitando nuestros nombres como las cuentas de un rosario, “Tyrone… Kevin… Áine… Brian… Niall…”. Mi padre le daba la espalda, de pie contra la puerta de entrada, con la frente pegada a la madera. Ella le decía que, si se iba, nosotros íbamos a pasar hambre. Que ella nunca podría encargarse sola de todos nosotros. Le decía que, sin su hombre, la tierra ya no nos alimentaría. Nadie querría mirarnos al pasar. Le decía que las hermanas de Nuestra Señora de la Compasión se llevarían a los niños. Que nos mandarían a Quebec o a Australia, en los barcos del padre Nugent, con los niños de la calle. Le decía que se quedaría sola, sin más remedio que dejarse morir. Y que él moriría. Y que no volvería nunca más. Y que España quedaba todavía más lejos que el infierno. Me acuerdo del movimiento de mi padre. Le dio un puñetazo a la puerta. Con violencia, una sola vez, como si le pidiera audiencia al ángel caído. Dio media vuelta lentamente. Miró a mi madre con los labios apretados, frente a la mesa llena de cáscaras de papa. Levantó su mochila, lista para el día siguiente. La lanzó hasta el otro lado de la habitación, a la chimenea. Hasta el propio fuego pareció sorprendido, empujado hacia atrás con el soplo. Y, luego, las llamas azules envolvieron las alforjas de tela, en medio de un olor de turba y de tejido. Mi padre estaba petrificado. A veces hacía cosas


10 así, sin comprender el sentido. Un día, me dio una patada en el costado. Me miró, tirado bocabajo, con los brazos recogidos debajo del cuerpo, sin comprender qué hacía allí. Entonces me levantó del suelo, me limpió la gravilla que me cubría las piernas. Me tomó en sus brazos diciendo que se disculpaba, pero que era culpa mía, en todo caso, que no había debido mirarlo con esa mirada desafiante y esa sonrisa en los labios. Pero que me amaba. Que me amaba como podía. Otra vez me vio sangre en la boca. Conocía ese sabor agrio, y lo dejé rodar adrede en mi mentón, poniendo los ojos en blanco, como quien se va a desmayar. Creo que sintió miedo. Me limpió los labios, el cuello, con su mano abierta. Repetía “¡Dios mío! ¡Dios mío!”, como si fuera otro el que me hubiera acabado de golpear. A veces, en la oscuridad, después de haberme abofeteado, me pasaba los dedos por los ojos. Quería saber si estaba llorando. Yo sabía que lo haría. Desde los primeros golpes lo sabía. Siempre terminaba sus castigos corroborando mi dolor. “¡Pero llora!”, suplicaba mi madre. Yo, al tiempo que me protegía la cara, me metía los dedos en la boca. Los mojaba de saliva y me untaba las mejillas. Entonces, mi padre creía que mis babas eran lágrimas, seguro de que su endemoniado hijo por fin había entendido la lección. Aquella mañana, frente al hogar, tenía esa misma mirada de sorpresa. No entendía lo que acababa de hacer. Miraba su mochila, con todas sus pertenencias, su vida. Sus pantalones, sus camisas sin cuello, sus dos chalecos, su par de zapatos, su pipa de repuesto. Fue un incendio repentino. Las llamas destrozaron la mochila. Ardía España, y sus esperanzas de revancha, y sus sueños de honor. Mi madre no


11 se movía, no decía nada. Silencio. Solamente los zapatos de mi padre crepitaban como leños. Y su Biblia, que daba una llama muy azul. Mi padre me agarró del brazo. Me sacó a la fuerza de la casa. A rastras me llevó hasta el camino. Luego me soltó. Él caminaba y yo lo seguía en silencio. Tomamos el camino que llevaba al puerto. Tenía los ojos casi cerrados. Cuando nos cruzamos con McGarrigle y el asno George, mi padre escupió hacia el suelo. El animal chillaba con los empujones del viejo carbonero. —Éirinn go Brách! —bramó mi padre después de golpear a la bestia. “¡Irlanda por siempre!”. El grito de guerra de los “irlandeses unidos”, la frase sagrada que adornaba su bandera verde con el arpa de oro. Era viernes, 9 de noviembre de 1936. Patraig Meehan acababa de levantarle la mano a un burro. Yo perdía a la vez a un padre y a un héroe. En Killybegs, mi padre terminó siendo un bastard, el mote que todos susurraban cuando él les daba la espalda. Yo lo llamaba “mi hombre malo”. A él, antiguo combatiente del IRA, veterano legendario, deslenguado magnífico, cuentero de las veladas, cantante de bar, jugador de hurling, el mayor bebedor de stout que hubiera nacido jamás en esta tierra de Donegal. Él, Patraig Meehan, se había convertido en un tipo de cuidado, temido en la calle, ignorado en su bar, abandonado en un rincón de indiferencia, entre la diana de los dardos y el baño para hombres. Se había convertido en un hijo de puta, es decir, al fin de cuentas, en un hombre sin importancia. * * *


12 Pat Meehan murió con los bolsillos llenos de piedras. Así fue como supimos que quería acabar con su vida. Nos dejó solos en diciembre de 1940. Se vistió el domingo, rodeado por los silencios de mi madre. Se fue de la casa una mañana para ocupar su lugar en el Mullin’s. Bebió como todos los días, demasiado, y se negó a que le recogieran los vasos. Los quería amontonados, reunidos en el borde de la mesa, para que se viera de qué era capaz. Bebía solo, no leía, no hablaba con nadie. Aquella noche lo esperamos. Al alba, mi madre se envolvió en su chal para proteger a la bebé Sara, que dormía en sus brazos. Buscó a su marido en el pueblo desierto. Yo fui al bar. En la acera, el mesero hacía rodar los barriles de cerveza con la mano. Mi padre se había ido del bar hacia la una. Uno de los últimos en salir. Justo antes de cerrar, se tambaleó entre las mesas, buscando una mirada. Nadie cruzó los ojos con los suyos. El dueño le señaló la puerta con un gesto del mentón. Cuando salió, tomó hacia la izquierda. En dirección al puerto. Caminó tropezándose con los muros de su pueblo. Dos testigos lo vieron agachándose junto a la cantera para recoger algo. Hacía mucho frío. Lo encontraron al amanecer, a la salida del pueblo, en un camino que llevaba al mar. Estaba ebrio, tendido en la tierra helada, con escarcha en lugar de sangre. Tenía el brazo izquierdo levantado, con el puño cerrado, como si hubiera luchado contra un ángel. Antes de moverlo, la Policía pensó que había muerto de manera sorpresiva. Borracho, en el suelo, sin poder levantarse, dormido, esperando la llegada del día siguiente. Al darle media vuelta al cuerpo, los hombres de la Garda Síochána comprendieron. Mi padre había muerto cuando iba camino hacia la muerte. Se llenó los bolsillos de piedras.


13 En el pantalón, en el chaleco, en la chaqueta, en el abrigo de lana azul. Incluso había metido guijarros en la gorra. Esos pedazos de piedra era lo que había recogido por la noche junto a la cantera. Se dirigía hacia su fin cuando le falló el corazón. Quería partir como mueren los campesinos de aquí. Entrar al mar hasta que se lo llevara el agua. En los bolsillos, se llevaba un pedazo de país. Partía lastrado de su tierra, sin una palabra, sin una lágrima. Solo el viento, las olas y la luz de los muertos. Patraig Meehan quería este fin de leyenda. Mi padre se fue como pobre, con la cara estrellada contra la escarcha y sus piedras para nada.


Capítulo 2

T RAS LA MUERTE DE MI PADRE, la gente rehuía nuestra mirada. La miseria era contagiosa. Vernos pasar atraía la mala suerte. Ya no éramos una familia: apenas un rebaño lánguido. Mi madre y mis hermanos formábamos una horda lastimosa, dirigida por una loba al borde de la locura. Caminábamos en fila, sosteniéndonos los unos a los otros agarrados a un pedazo de abrigo. Durante tres meses, vivimos de la caridad. A cambio de coles y de papas, ayudábamos en el monasterio. Róisín y Mary lavaban los corredores poniéndose de rodillas. Séanna, el pequeño Kevin y yo fregábamos vidrios por docenas. Áine, Brian y Niall ayudaban en el refectorio y mi madre se quedaba sentada en un banco del corredor, con la bebé Sara apretada contra el pecho, disimulada entre el chal. Yo no me sentía desgraciado, ni triste, ni envidioso de nada. Vivíamos con ese poco. Por la noche, con mis hermanos, nos peleábamos con el clan de Timy Gormley, que se llamaba a sí mismo “el rey de los muelles”. Unos diez chicos. Unos desastres como nosotros, remendados, tiñosos, iracundos, pero también unos rufianes de merengue, sorprendidos de que sangraran las narices. Nos llamaban “la banda de los Meehan”. El padre Donoghue nos separaba pegándonos con una rama de avellano. No aceptaba nuestras risas bajo las bóvedas del monasterio, y mucho menos nuestros juegos nocturnos.


15 En el invierno de 1940, fui a trabajar con turba en compañía de Séanna. Todos los días durante poco más de dos meses. En primavera y el Día de Todos los Santos ayudábamos a remover la tierra con una pala y a cargar las mulas, pero esta era la primera vez que trabajábamos en medio del frío. El granjero necesitaba brazos para transportar la cosecha hasta el cobertizo. El barro ya no nos arrancaba los zapatos, pero el agua y la escarcha los convertían en cartón. Éramos unos veinte chicos trabajando en las trincheras. El campesino nos llamaba “sus temporeros”. Era mucho más bonito que “sus huérfanos”. Vivíamos congelados y temblorosos, con los terrones apilados en los brazos, pesados como un compañero muerto. A cambio, el patrón nos daba turba, manteca y leche. Dinero nunca. Decía que el dinero era para los hombres y que nosotros no necesitábamos ni beber ni fumar. Joseph “Joshe” Byrne era el más valiente de nosotros, y también el más joven: seis años apenas. Nueve horas al día apilaba con diligencia las briquetas congeladas y luego ponía la lona que las protegía. Y también cantaba. Nos daba un pedazo de cielo. Con él, éramos marineros, con nuestras manos en su voz, cortando la tierra lo mismo que hubiéramos izado las velas. Cantaba con cadencia, cruzando los brazos bajo la lluvia, en el viento, en irlandés, en inglés. Cantaba golpeando el suelo con el pie. Todavía no sabía ni leer ni escribir, y a veces sus palabras se perdían. Inventaba rimas, letras, nos hacía reír. Padre sepultado, madre muerta. Joshe fue criado por sus hermanas, el único niño en medio de faldas terrosas y delantales grasientos. Quería ser soldado, o cura, cualquier


16 cosa que fuera útil a los hombres. Era frágil y necesitaba anteojos: sería cura. Cuando no cantaba, rezaba por nosotros. En voz alta, al borde de las trincheras, como si estuviera junto a una tumba. Por la mañana, antes de las palas, lo escuchábamos de rodillas. Por la noche, cuando sonaba el ángelus en Saint Bridget, saludaba a María amenazándonos con la mirada si nuestros labios permanecían cerrados. El padre Donoghue lo quería mucho. Lo llamaba “el ángel”. Era su monaguillo. A pesar de su edad, su rostro poco agraciado, su piel de tiza vieja, su pelo de crin, sus ojos bizcos y sus orejas inmensas, todos lo respetaban. Las mujeres decían que un espíritu se había adueñado de su cuerpo. Mamá lo veía como un leprechaun, un elfo, un duende de nuestros bosques. Un día, Timy Gormley juró que Dios lo había afligido para hacer de él un santo. —¡Qué lástima! Espero que no —le respondió Joshe con voz suave. Y Gormley se quedó con toda su maldad en las manos, sin saber qué hacer, rodeado por sus hienas de hermanos. Por culpa de los Gormley nos tuvimos que ir de Irlanda. Fueron la crueldad que rebosó la copa. Una noche de febrero, Timy y Brian acorralaron al pequeño Kevin de camino a la casa cural. Mi hermano llevaba a casa la leche del granjero. Hacía girar el bote, al tiempo que escupía. El pequeño Kevin siempre hacía eso. Cuando tenía miedo, cuando tenía rabia o lo molestaban en su silencio, él se erizaba como un felino. Con el pelo rojo entre los ojos, los labios recogidos, los dientes negros, se babeaba el mentón y escupía. Esa vez, los Gormley no retrocedieron. Timy golpeó las piernas de mi hermano con un palo de hurling,


17 nuestro deporte nacional. Brian le pegó en la oreja, con el puño cerrado. El pequeño Kevin abolló el aluminio del bote de leche contra la tapia baja, escupiendo en las sombras. Cuando llegó a casa, mi hermano cojeaba. Lloraba. Tenía apretado en la mano el mango del bote, que se había quedado tirado en la calle. Nadie lo regañó. Mi madre miró por la ventana. Tenía miedo de que la banda lo hubiera seguido. Séanna y yo salimos corriendo, con un sabor de sangre y leche en la boca. El pequeño Kevin estaba lavado en orina. Esos desgraciados se le habían orinado encima. Atravesamos el pueblo aullando el nombre maldito de Timy Gormley. Séanna lanzó una piedra hacia la vitrina de la tienda donde trabajaba su madre. No matamos a nadie. Renunciamos. Volvimos a casa. Mi madre nos esperaba en la puerta, con el chal en la cabeza. Había aceptado el ofrecimiento de Lawrence Finnegan, su hermano. No podíamos continuar viviendo en Killybegs, entre la humillación, la humedad y los golpes. Ella partía, nosotros la seguíamos. Nos íbamos de nuestra Irlanda, la tierra de mi padre. Nos íbamos a otra parte, al otro lado, íbamos a atravesar la frontera, hacia la guerra. “Mientras viva, mis hijos jamás verán una bandera británica”, decía mi padre cuando la cerveza le ganaba la partida. Pero ahora estaba muerto. Y sus palabras habían muerto con él. Mamá decidió vender la casa de mi padre. Durante semanas, el letrero amarillo y blanco permaneció clavado en la grava de nuestro camino de entrada. Pero esa tristeza de piedras no le interesaba a nadie. Demasiado exigua, demasiado alejada de todo. Además, la muerte merodeaba


18 por ahí, la miseria, el dolor de esa viuda de rosario en mano que hablaba con Jesús como quien desaira a su hombre. Un día, muy de mañana, el tío Lawrence llegó con su vieja camioneta de deshollinador. Era el 15 de abril de 1941, dos días después de Pascua. Mi madre había dicho que iríamos a misa en Belfast, al día siguiente. Belfast. Temblaba con esa gran ciudad, con ese otro país. Lawrence se parecía a mamá, con ese dejo rugoso en la voz. Una mirada más dura, también. Sobre todo, vivía silencioso. Rara vez hablaba. Nunca maldecía. No cantaba jamás. Para él, los labios eran el umbral de la oración. Nos contó a mí y mis hermanos como quien le da al comerciante del pueblo el nombre de sus ovejas. Hacía bonito día. Es decir, sin lluvia, sin siquiera la amenaza. El viento del mar entraba a la casa como una bofetada. No nos llevamos casi nada. Ni la mesa, ni el banco, ni el aparador. Nos llevamos, eso sí, la sopera de Galway que mi abuela le había regalado a su hija. Se apilaron los colchones bajo la lona. Séanna, mi madre y la bebé Sara se sentaron junto a Lawrence y nosotros nos metimos atrás, peleando. Tengo el recuerdo de un instante extraño, raro y nervioso. Mamá lloraba. Cerró la puerta de la camioneta y pateó el interior. Luego pidió que hiciéramos una parada para despedirse de su marido. Atravesamos el pueblo. Una mujer se persignó al vernos pasar. Los demás siguieron su camino. Ni enemigos, ni amigos, nadie para llorarnos o maldecirnos. Nos íbamos de nuestra tierra y a nuestra tierra le daba igual. En el cementerio, nuestro tío abrió la puerta del platón. Caminamos hacia la tumba, juntos, salvo la bebé Sara,


19 que se había quedado dormida, y Lawrence, que permaneció frente al volante. Mamá nos hizo arrodillarnos frente a la cruz. Luego le dijo a mi padre que todo era culpa suya. Que nunca más volveríamos a tener techo, ni pan. Que ella se enfermaría y que nosotros moriríamos, uno tras otro, bajo las bombas alemanas o las bayonetas inglesas. Que tenía mucho dolor, que nuestras mejillas estaban hundidas; y el borde de nuestros ojos, casi negro. Mamá tomó por testigo a una mujer que alisaba la gravilla que cubría a su hombre. —¿Ah? ¿Lo ve? ¿Los contó? ¡Nueve! ¡Son nueve y yo estoy sola con ellos, sin nadie que me ayude! La mujer echó una mirada a nuestro rebaño y luego agachó la cabeza en silencio. Me acuerdo de ese instante, porque una gaviota se rio. Se balanceaba en el viento, arriba de nuestras cabezas, y se rio de nosotros. * * * Jamás había visto un uniforme inglés, como no fuera en la mirada de odio de mi padre. ¡La cantidad de soldados ingleses que decía haber agarrado por el cuello! Por lo que uno le oía decir, la mitad del ejército del rey había regresado al país con barro de sus suelas en el culo. En la frontera con Irlanda del Norte, los británicos nos hicieron bajar de la camioneta. Todavía no sabía distinguir a la Fuerza de Voluntarios del Úlster, a la Policía Real o a las Brigadas Especiales, esos B-Specials que mi pueblo vomitaba. Lawrence no dijo una palabra. Mi madre tampoco. Como si una orden secreta le prohibiera a un Meehan o a un Finnegan dirigirle la palabra a esa gente. Llevaban


20 cascos y el pantalón arrugado sobre los zapatos de guerra. El soldado que nos registró tenía el botón del cuello cerrado, un casco plano, una mochila en el torso, el fusil a la espalda y la bayoneta que temía mamá. Era la segunda vez que veía una bandera británica en mi vida. La primera fue el 12 de junio de 1930, en el puerto de Killybegs. El Go Ahead, un barco pesquero inglés de vapor, hacía escala para reparar un daño en el motor. Tenía dos mástiles, unas velas rojas oscuras y una chimenea que escupía un humo negro. En menos de una hora, la mitad del pueblo estaba en el malecón. Yo tenía cinco años. Tenía a Séanna agarrado de la mano; mi padre también estaba allí. Mientras los marineros instalaban la escala real, mi hermano me hacía leer la matrícula del barco, pintada en blanco en la popa. Reconocía las cifras y estaba orgulloso de eso. Durante mucho tiempo conservé el número —LT 534— que copié con mamá cuando regresamos a casa. Dos policías de puerto subieron a bordo, llevando en la mano una bandera irlandesa. La bandera de cortesía que el capitán había enviado estaba manchada y rasgada. Entonces, Killybegs les regaló una bandera irlandesa nueva. La izaron a estribor, en el mástil delantero. Los policías saludaron la izada de los colores. La gente aplaudió ruidosa mente. Con los codos apoyados en la borda, los marineros ingleses fumaban sin decir una palabra. Su bandera dormitaba detrás, inmensa, enrollada por nuestro viento en torno del mástil. Hacía mucho tiempo, mi padre y sus compañeros habían quemado la Union Jack en la plaza de nuestro pueblo


21 para celebrar la insurrección de 1916. En honor de James Connolly, Patrick Pearse y todos los fusilados, se reunieron frente al Mullin’s un día de Pascua. Había parado de llover. Mi padre había pronunciado un discurso, de pie sobre un barril de cerveza, con las cejas arqueadas y los brazos levantados de orador. Recordó el sacrificio de nuestros patriotas y pidió un minuto de silencio. Después, un muchacho salió de entre la muchedumbre. Se sacó una bandera británica de la chaqueta y mi padre le prendió fuego con su encendedor. No era una bandera de verdad. No había sido fabricada en Inglaterra por los ingleses. La que hicimos había quedado mal pintada, en la espalda de una blusa blanca. Los colores se corrían y se salían de las cruces, pero se podía reconocer, de todos modos. Cuando las llamas la consumieron, la gente aplaudió. Yo estaba ahí. Estaba orgulloso. Batí palmas como los demás. Éramos unos cincuenta. Y dos policías irlandeses vigilaban la aglomeración. —¡Mierda, no hagas eso, Pat Meehan! ¡No les quemes su puta bandera! —gritó el más viejo cuando mi padre le prendió fuego. —Van a joder al pueblo —suplicó otro. Irlanda era un Estado libre desde hacía quince años, pero la gente pensaba que el Ejército británico podría cruzar la frontera para vengarse. Los dos policías atravesaron la plaza corriendo. Mi padre y sus compañeros gritaron “¡Traidores!”. Estaban dispuestos a pelear para defender las llamas. Las mujeres gritaron y agarraron a sus niños. Luego, a Cathy Malone se le ocurrió una idea genial. Se quitó el chal, levantó la cabeza, ofreció la frente, cerró los ojos y entonó La canción del soldado, poniéndose los puños contra el vestido. Papá y


22 los demás se quitaron la gorra, en posición de firmes, viejos soldados. Los policías quedaron pasmados. Detenidos en su carrera por las primeras notas, recuperaron el control como quien obedece a un silbato. Al detenerse, hombro a hombro, se reacomodaron el cinturón con el pulgar y se llevaron los dedos a la visera. No se oía ni un ruido. Solo nuestro himno nacional, nuestro orgullo de cristal, y Cathy Malone que lloraba a mares. La bandera enemiga ardía, en la calle húmeda, desafiada por un puñado de patriotas, algunas mujeres envueltas en su chal, diez niños con las rodillas raspadas y dos policías irlandeses en uniforme. De verdad que nunca en mi vida de conmemoraciones inmensas y celebraciones grandiosas volví a ver la belleza bruta y la dicha de ese instante. En la frontera, la bandera inglesa era pequeña y estaba toda estropeada. Ondeaba a media asta, como ropa secándose. Sin embargo, esta vez era auténtica. Y los británicos también. Me dio la sensación de que estaban mejor vestidos que nuestros soldados. Tal vez porque me producían miedo. Mamá nos había dicho que bajáramos la mirada cuando nos hablaran, pero yo los miré a los ojos. —¿Vienes a pelear contra los Jerrys? —preguntó el militar que me registraba. —¿Los qué? El tipo me miró de manera rara. Tenía un acento curioso, el mismo de Lawrence. Era un irlandés del norte, metido en un uniforme británico. En el chaquetón tenía una insignia: un arpa con una corona encima. —¡Los Jerrys! Pues, los Krauts, los Fritz. ¡Vamos, despiértate, chico!


23 —Los alemanes —me sopló mi tío. Me revisaba la espalda, entre los muslos, debajo de los brazos, extendidos en posición horizontal. —¿No sabes que estamos en guerra? —Sí, sé. Me abrió la mochila y metió la mano dentro, como si fuera suya. —¡Pues, no, irlandés! No sabes nada de nada —dijo el soldado que requisaba el camión. Ese era uno de verdad. Un inglés de Inglaterra. Mi padre solía imitar su manera de hablar, con el labio superior pegado a los dientes y la entonación ridícula de la gente de la radio. —¡No me mires a los ojos, irlandés! ¡Date la vuelta! ¡Todos se dan la vuelta ya, con las manos en el aire y la boca contra la lona! Mi tío me hizo girar a las malas. Todos levantamos las manos. —El truco de ustedes es dispararnos por la espalda, ¿no es cierto? Lo sentía detrás de mí. —¿Aplaudiste cuando esos hijos de puta del IRA nos declararon la guerra el año pasado? No respondí nada. —¿Sabes que ponen bombas en los cines, en Londres, en Mánchester? ¿En las oficinas de correo? ¿En las estaciones? ¿En el metro? ¿Has oído hablar de eso? ¿Qué te parece, irlandés? —Solo tiene dieciséis años —intervino mamá. —¡Tú te callas la boca! Le estoy hablando al mocoso.


24 —Deja así, no vale la pena —murmuró tranquilamente el otro soldado. Me hizo dar media vuelta y bajar los brazos. Me devolvió la mochila en desorden. —Vienes a ayudarnos a ganar la guerra contra los alemanes, ¿o no, mocoso? Yo miraba sus botas llenas de barro. Pensaba en mi padre con gran intensidad. —Porque, por lo demás, no hay mucho qué ver por estos lados. Levanté la mirada. —A los traidores los colgamos. Ya tenemos suficiente con Hitler. ¿Está claro? Habló más fuerte. —A ver. Oigan bien. Están entrando al Reino Unido. Aquí, nada de Éamon de Valera, de neutralidad, ni de sus cagadas de papistas. Si no están de acuerdo, ¡dan media vuelta ya mismo! Crucé la mirada silenciosa de Lawrence. Me había dicho que me callara, la frente contra la lona, con las manos todavía levantadas. Entonces, agaché la cabeza, como él, como mamá, como mis hermanos y mis hermanas. Como todos los irlandeses que esperaban en el borde de la carretera. Mi tío vivía cerca de Cliftonville, en la zona norte de Belfast. Un gueto católico, un bastión nacionalista rodeado de barrios protestantes leales a la Corona británica. Era viudo, sin hijos. Poseía dos casas, la una junto a la otra, con un patio en común. La primera era su taller de deshollinador; y la segunda, su vivienda. Jamás había visto calles tan


25 estrechas, alineamientos de ladrillos tan siniestros, rectilíneos, hasta el infinito. A cada familia le correspondía su ratonera. Rigurosamente la misma. Una puerta de entrada, dos ventanas en el primer piso, dos ventanas en el segundo, un techo de pizarra y una larga chimenea. Nada de fachadas de colores, con esos verdes, amarillos o azules fulminantes de nuestra tierra. Nada más el ladrillo de Belfast, rojo sucio, negruzco, y las cortinas de las ventanas que sonreían un poco. Hasta las vírgenes con las manos en oración puestas contra las ventanas eran las mismas por todas partes, en yeso azul y blanco, compradas en Hanlon’s. Vivíamos en el número 19 de Sandy Street. Mi madre se instaló con Róisín, Mary, Aline y la bebé Sara en una habitación del segundo piso. El pequeño Kevin, Brian y Niall tomaron la otra, con la ventana que daba al patio. Séanna y yo pusimos nuestro colchón en el primer piso, en la sala. Corríamos por la escalera estrecha riéndonos, subíamos, bajábamos, ocupábamos el espacio. Faltaba un vidrio en la ventana de la cocina y lo habían reemplazado con una placa de madera. Todo era húmedo, el papel de colgadura se despegaba, la chimenea tiraba bastante mal, pero teníamos un techo. En nuestra primera noche en Belfast, Lawrence preparó un guisado de cordero y col. A partir de ese momento, viviría en su taller, pero se quedaría con nuestra llave. En Belfast, se cierra la puerta con llave. Nos sentamos en el suelo, sobre el colchón, en el sillón y en el sofá, con los platos en las rodillas. Yo tenía hambre. Mi tío bendijo la comida a su manera. —Dios mío, haz que nuestros platos siempre estén llenos. Haz que el techo que nos cubre la cabeza sea lo


26 suficientemente fuerte. Y que lleguemos al paraíso una media horita antes de que el diablo se entere de nuestra muerte. Amén. Mamá elevó los ojos al cielo. No le gustaba que se tomara en broma el infierno. Nos persignamos. Adoré de in mediato a ese hombre. Cortó el pan y lo distribuyó de manera justa. —¡Denle las gracias al tío Lawrence! —dijo mi madre al recoger los platos. —¡Gracias, tío Lawrence! No respondió. Rara vez respondía. El pequeño Kevin le preguntó algún día si acaso tenía la boca pegada. Creo que sonrió. Mi hermano Séanna quería salir, pero mamá le pidió que se quedara frente a la casa. Yo salí con él. Hacía un clima casi bueno, una lluvia sin importancia. Más o menos en toda la calle había hombres hablando, apoyados contra los muros. Cada vez que alguien pasaba, los demás lo saludaban. Todos se llamaban por su nombre de pila. Como en nuestro pueblo. Yo acababa de cumplir dieciséis años. Y aquella noche, la primera de mi nueva vida, en una Irlanda que todavía no era la mía, conocí a Sheila Costello. Ella tenía catorce años, era mi vecina de la izquierda subiendo la calle. Era alta. Tenía el pelo negro, corto, los ojos verde estanque y esa sonrisa. A cambio de poco dinero, mi hermana iría a cuidar dentro de poco a la hermana de Sheila por la noche, mientras sus padres estaban en el bar. Besé a Sheila algunos días después, un domingo, en la oscuridad, justo después del ángelus. Se había inclinado ligeramente para que nuestros labios se juntaran. Me dijo que un beso no


27 era nada, que no debíamos volver a hacerlo ni ir más lejos. Luego me llamó weeman, hombrecito. Así fue como se convirtió en mi mujer. * * * “¿No sabes que estamos en guerra?”, me había dicho el soldado inglés. Aquella noche, el 15 de abril de 1941, lo supimos. Acabábamos de acostarnos. Yo llevaba fragmentos de Sheila bajo mis párpados. Mi acento le había parecido pueblerino. Ahora yo quería imitar el suyo. Mi noche era zozobra, con la espalda de Séanna contra la mía, empujando su pierna fría. De repente, todo tembló. Un fragor inhumano, un estruendo de acero, de tejas rotas, por encima de las casas. —¡Mierda! ¡Aviones! —dijo mi hermano. Se levantó y miró hacia el techo. Encendió la luz. Las sirenas se desgarraron. En las escaleras, la agitación. Un rebaño espantado. Mamá como un espectro, con la bebé Sara llorando. Mis hermanas y sus rostros nocturnos. El pequeño Kevin con la boca abierta. Niall, una mirada de loco. El tío Lawrence entró y nos dijo que nos vistiéramos rápido. La primera bomba lanzó a Brian al suelo. Nada más el ruido. Mi hermano cayó de espaldas, con la cabeza hacia atrás y los ojos desviados. Lawrence lo tomó en sus brazos. Hablaba fuerte y rápido. Decía que no teníamos nada qué temer. Que los aviones alemanes ya habían venido antes, pero que no bombardeaban nuestros barrios, que atacaban el centro, el puerto, la estación de tren, los cuarteles, a los ricos pero no a los necesitados.


28 —¡Los pobres no! ¡No maten a los pobres! —rogaba mi madre al salir a la calle. Volvíamos a formar nuestra oruga pesarosa, agarrados los unos a los otros por un pedazo de la ropa. Lawrence iba de primero. Las familias salían de sus casas, dejando las puertas abiertas. El miedo convertía en muecas las miradas. Casi medianoche. La luna estaba llena, el cielo claro había desnudado a la ciudad. Los aviones estaban allí, por encima, por debajo, en todo nuestro ser, rugían hasta en nuestro vientre. No nos atrevíamos a mirar. Agachábamos la cabeza de miedo a que nos golpearan las alas. La ciudad ardía a lo lejos, pero no nuestras casas. —¡Dios mío, protégenos! —lloraba mamá, apretando la mejilla de la bebé Sara contra la suya. En el extremo de la calle, una explosión inmensa, un racimo blanco destripó la capilla a donde íbamos a refugiarnos. El ruido de la guerra, el verdadero, el pasmoso. La tormenta de hombres. El gentío en desorden, sentado brutalmente, tirado, acostado, amontonado de cualquier manera y gritando junto a los muros. Algunos murieron de pie, estupefactos. Otros cayeron sin fuerzas. Formamos un círculo de miedo, dándole la espalda al peligro. Lawrence se arrodilló. Mamá y los más pequeños en el centro. Séanna, Róisín, Mary, mi tío y yo los protegíamos. Estábamos abrazados, cabeza contra cabeza y los ojos cerrados. —¡No miren los destellos, que se quedan ciegos! —gritó una mujer. Nosotros solo repetíamos “Dios te salve, María…”, cada vez más rápido, lacerando las palabras. Hacíamos


29 penitencia. Mamá ya no rezaba. Había abandonado esa paz familiar. Con el rosario en el puño, convertido en brazalete de perlas, le gritaba a María como quien le grita a la muerte. Imploraba ayuda en medio de la hoguera. Nunca logramos llegar a la fábrica O’Neill y su sótano inmenso. Nos quedamos ahí hasta que la guerra se cansó. Los aviones se fueron, desaparecieron tras las montañas negras. Y nosotros volvimos a casa en medio de los escombros. Nuestra calle estaba intacta. Las casas ardían un poco más allá. Todo el norte de la ciudad había quedado triturado. —¡Les dieron a los protestantes su merecido! —gruñó un tipo que miraba el cielo rojo y negro por encima de York Street. —¿Y es que tú crees que los Jerrys son muy diferentes? —le preguntó una vecina. El individuo la miró con rabia. —Lo que es malo para los Brits es bueno para nosotros. Eran las cuatro de la madrugada. Todo apestaba a agrura y fuego. Ayudada por la Santísima Virgen, mamá acostó a sus pequeños. Le hablaba, le agradecía en voz baja. Veo la cara de mi madre. Aterrada de lágrimas, embadurnada de mocos, de saliva espumosa, de mechones frente a los ojos. Le suplicaba. “No debes alejar los ojos de nuestra familia, María. Tienes que estar siempre ahí. ¿Está bien? ¿Lo prometes? ¡Prométemelo, María! ¡Prométemelo!”. Lawrence tomó de los hombros a su hermana temblorosa y la apretó contra sí. Por la mañana, caminé en Belfast por primera vez en mi vida, con Séanna y mi tío. El silencio estaba en ruinas,


30 la ciudad al revés. Por todas partes el ruido de los vidrios, del acero maltratado, de los escombros desmoronados. Tropezábamos con los bloques, los ladrillos apilados, la madera arrancada a los armazones. Unas vigas bloqueaban las avenidas, acostadas entre los postes eléctricos y los cables del tranvía. Por todas partes, el polvo tras el drama. Humo blanco y gris, llamas perezosas bajo los escombros. En los lotes vacíos, las bombas habían cavado cráteres de agua fangosa. Frente a nosotros, un vehículo engullido por una calle hecha pedazos. Unos hombres deambulaban con sus manos negras, la cara de hollín, los pantalones y los abrigos cubiertos de cenizas. Otros se quedaban en las esquinas, solos, sin decir palabra, con la mirada vuelta escombro. Pocas mujeres. Un caballo que tropezaba. Una carreta. Los habitantes manejaban sus bicicletas al ritmo de las astillas de las aceras. Frente a una casa sin fachada había algunos estudiantes pala en mano. Cuatro de ellos, con batas de médicos, levantaban a un herido. Luego vi mi primer muerto de guerra, a algunos metros de allí. Se veía un brazo que se salía de la sábana, en una camilla puesta en la acera. Era el brazo de una mujer, con su camisa de dormir pegada a la piel. Séanna me puso una mano sobre los ojos. Yo rechacé su movimiento. —Déjalo mirar —soltó mi tío. En un solo gesto, alejé de mí a mi hermano. Miré el brazo de la mujer, la mano con las uñas pintadas, la piel que pendía desde el codo hasta el puño, como quien hubiera arrancado la manga de una camisa. Pasamos muy cerca. La forma de la cabeza bajo la tela, el pecho y luego nada más: la sábana se aplanaba al llegar a la cintura.


31 Ya no había piernas. En la calle, un voceador de periódicos vendía el Belfast Telegraph. Gritaba que eran cientos de muertos, mil heridos. Por mi parte, vi un brazo. No lloré. Hice como todos los transeúntes. Con mis dedos índice y corazón derechos, un toque en la frente, el pecho, el hombro izquierdo, el hombro derecho. En el nombre del padre de todos los demás. Había decidido dejar de ser un niño. En Jennymount Street, un hombre tocaba piano, sentado en una silla de madera. El instrumento había sido salvado de las llamas y sacado afuera, con su capa de cenizas y ruinas. Algunos niños se acercaron. Y sus madres. Y también unos soldados. Yo conocía esa canción. Varias veces la había oído en la radio irlandesa. Guilty, una historia de amor. “Si es un crimen, entonces soy culpable, culpable de amarte y de soñar contigo…”. El músico ponía caras. Imitaba a Al Bowlly, el cantante preferido de las chicas de Killybegs. “Lástima que no sea irlandés”, había dicho mi madre un día en el bar. “Por fortuna no es irlandés”, respondió mi padre secamente. E hizo girar el botón del radio que había en el mostrador del Mullin’s. Era un juego que ellos tenían. Bien habría podido desafiarlo en el canto. Él con su voz de piedras, el inglés con su miel. “Es una voz de castrado”, decía Patraig Meehan. Estaba equivocado, lo sabía. Pero nada que fuera británico debía herir nuestras orejas: ni una orden ni una canción.


32 El 17 de abril, dos días después de Belfast, Londres fue bombardeada. Al Bowlly murió en su casa, arrastrado por la explosión de una “bomba paracaídas”. La semana siguiente, pasaban su balada en la BBC como un himno fúnebre. Frente a una casa destripada de Crumlin Road, se veía un grupo de bomberos rodeados de gente. No llevaban zapatos para incendios y sus abrigos estaban empapados con el agua de las mangueras. —¡Son irlandeses de Irlanda! —gritó un hombre. Su capitán daba órdenes breves. De inmediato, reconocí la voz de mi país. Vi el camión de la Dublin Fire Brigade. Irlandeses. Trece brigadas de bomberos habían cruzado la frontera en la mañana. Venían también de Dundalk y de Drogheda. La gente les ofrecía café y pan. Irlandeses. Me acerqué. Quería que todos supieran que ellos eran de ese país y que yo también lo era. Cada vez que un transeúnte se acercaba al grupo, le anunciaba la gran noticia. Unos irlandeses habían venido a ayudar. Me parecía ver de nuevo al soldado en la frontera, con su bigote rubio y sus labios delgados. “¿Vienes a pelear contra los Jerrys?”. “¡Y de qué manera!”. Una anciana llegó con los brazos levantados, como una prisionera. Creía que el acento de Dublín era el alemán. Salía de entre los escombros de su casa. Estaba magullada, llena de hollín y de escarcha de yeso. Cuando le mostraron el camión irlandés, se sentó en la acera sacudiendo la cabeza, persuadida de que el aliento de las bombas la había enviado al otro extremo del país.


33 Era tanta la gente reunida que ya no había espacio en la acera. Fuimos dispersados por unos cuantos soldados. Apartaron a un periodista del Belfast Telegraph y le confiscaron sus fotos. Lawrence me explicó. Irlanda era neutral y su presencia junto a un beligerante, incluso en su papel como soldado del fuego, podría enredar al Gobierno irlandés. Nuestros bomberos volvieron a cruzar la frontera ese mismo día. Pasábamos de la tristeza a la rabia. Yo escuchaba a la ciudad herida. Las palabras en fragmentos. “Nunca me gustó limpiar las ventanas. Ahora tengo una buena razón para no volver a hacerlo”, escribió un comerciante en el escaparate roto de su tienda. En la esquina de Victoria Street con Ann Street, encaramado en un bloque de cemento, un hombre gritaba que Irlanda del Norte no estaba protegida. Que en cualquier otra ciudad inglesa había refugios, una defensa antiaérea, tropas, bomberos de verdad. —¿Saben cuántos cañones antiaéreos tenemos, saben cuántos? —gritaba el hombre. Esperaba una respuesta, pero muchos seguían de largo, avergonzados de prestarle atención. —¡Veinte en todo Úlster! ¿Y refugios antiaéreos? ¡Cuatro! ¡Solamente cuatro, contando los baños públicos de Victoria Street! ¿Y proyectores? ¿Cuántos? ¿Ah? ¿Cuántos proyectores antiaéreos? ¡Doce! ¡Había más de doscientos bombarderos anoche, volándonos encima de la cabeza! ¡Y los mejores de los alemanes! ¡Junker! ¡Donier! ¿Y nosotros qué teníamos? —¡Cochino papista! —despotricó un tipo que pasó sin darse media vuelta.


34 El hombre que peroraba levantó un puño. —¡Estúpido! ¡Soy un protestante leal! ¡Miembro de la Orden de Orange de Coleraine, así que no me vengas a dar lecciones! Luego se bajó de su podio improvisado. Se levantó el cuello del abrigo y se puso el sombrero farfullando de nuevo: —¡Estúpido! Un protestante. Era la primera vez en mi vida que veía uno.

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