Vango

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Vango

Entre cielo y tierra

TimothĂŠe de Fombelle TraducciĂłn Pablo Cuartas


”Tendí cuerdas de campanario a campanario; guirnaldas de ventana a ventana; cadenas de oro de estrella a estrella, y danzo”. Arthur Rimbaud


1. La vía de los ángeles

París, abril de 1934 Cuarenta hombres vestidos de blanco estaban acostados en el piso. Parecía un campo de nieve. Las golondrinas rozaban los cuerpos silbando. Miles de personas miraban el espectáculo. Notre Dame de París extendía su sombra sobre la multitud reunida. De repente, alrededor, la ciudad pareció retraerse. Vango tenía la frente contra el piso y escuchaba su propia respiración. Pensaba en la vida que lo había traído hasta ahí. Por primera vez, no tenía miedo. Pensaba en el mar, en el viento salado, en algunas voces y rostros, en las lágrimas tibias de quien lo había criado. La lluvia caía ahora sobre el atrio, pero Vango no se enteraba de nada. Acostado en el piso junto a sus compañeros, no veía florecer uno tras otro los paraguas. Vango no veía la multitud de parisinos reunidos, las familias endomingadas, la devoción de las ancianas, los niños que pasaban bajo las piernas, las gordas palomas, el baile de las golondrinas, los mirones subidos en los autos, ni los ojos verdes, a un costado, que lo miraban. Ojos verdes llorosos, escondidos bajo un velo.


4 Vango mantenía los ojos cerrados. Aún no tenía veinte años. Este era el gran día de su vida. Una felicidad enorme le subía desde el estómago. En pocos momentos, se convertiría en sacerdote. —¡Qué locura! Allá arriba, el campanero de Notre Dame pronunció esas palabras entre los dientes, echando un vistazo sobre la plaza. Estaba esperando. Había invitado a la pequeña Clara a comer huevos duros en su torre. Pero sabía que ella, como todas las demás, no llegaría. Bajo la inmensa campana, mientras el agua hervía en una olla, el campanero miraba a esos jóvenes que serían ordenados sacerdotes. Durante algunos minutos, permanecerían acostados sobre el piso, antes de comprometerse para siempre. En ese instante, a cincuenta metros por encima de la multitud, Simon el campanero sentía vértigo, no por el vacío, sino más bien por esas vidas tiradas sobre el suelo, a merced, que estaban a punto de saltar a lo desconocido. —¡Locura! —repitió—. ¡Locura! Hizo un signo de cruz, por si acaso, y volvió a los huevos duros. Los ojos verdes no habían abandonado a Vango. Era una jovencita de dieciséis o diecisiete años vestida con un abrigo de terciopelo color ceniza. Su mano esculcó su bolsillo y volvió a subir sin el pañuelo que buscaba. El revés de esa mano blanca se metió entonces por debajo del velo y limpió las lágrimas de las mejillas. La lluvia empezaba a atravesar el abrigo. La joven tembló y recorrió con la mirada el costado opuesto del atrio.


5 Un hombre volteó bruscamente la cabeza. Ella estaba segura de que el hombre la observaba. Era la segunda vez que lo veía esta mañana, pero ella sabía, por recuerdos muy lejanos, que ya lo había visto en alguna parte. Rostro de cera, cabello blanco, bigote delgado y gafas pequeñas de alambre. ¿Dónde lo había visto? El trueno del órgano la devolvió a Vango. Era el momento solemne. El viejo cardenal se levantó imponente y descendió hacia los hombres de blanco. Había apartado el paraguas que le habían tendido para cubrirlo, así como todas las manos que querían ayudarle a bajar la escalera. —¡Déjenme! El cardenal sostenía su pesado báculo de arzobispo y cada paso que daba parecía un pequeño milagro. Estaba viejo y enfermo. Por la mañana, su médico, Esquirol, le había prohibido celebrar esta misa. El cardenal se había reído, había echado a todo el mundo de su cuarto y se había levantado de su cama para vestirse. Cuando estaba solo, se permitía lanzar un gemido tras cada movimiento; pero, en público, el cardenal era una roca. Ahora bajaba los escalones bajo la lluvia. Dos horas más temprano, tras ver cómo se cargaban las nubes, le habían suplicado que celebrara esta ceremonia dentro de la catedral. Una vez más, el cardenal se había obstinado: él quería que se hiciera afuera, delante de las gentes con quienes estos jóvenes pasarían el resto de sus vidas. “Si temen resfriarse, que escojan otro trabajo. En este, vivirán muchas tempestades”. En el último peldaño, el cardenal se detuvo. Él fue el primero en darse cuenta de cierta agitación en la plaza.


6 Arriba, Simon el campanero no sospechaba nada. Echó los huevos al agua y se puso a contar. ¿Quién hubiera podido imaginar lo que pasaría durante el tiempo exacto que tarda un huevo en cocinarse? Tres minutos para cambiarle el rumbo al destino. Como el borboteo del agua hirviendo, un estremecimiento comenzó a recorrer a la multitud desde las últimas filas. La joven también estaba temblando. Algo pasaba en el atrio. El cardenal levantó la cabeza. Una veintena de individuos se allanaban un camino entre el público. El rumor crecía. Se oían gritos. —¡Abran paso! Los cuarenta seminaristas no se movían. Solo Vango giró la cabeza hacia un lado, poniendo la mejilla y la oreja sobre el piso como un apache. Veía sombras que circulaban detrás de la primera fila. Las voces se hacían más claras. —¿Qué pasa? —¡Apártense! Había temor. Dos meses antes, algunos disturbios habían producido muertos y centenares de heridos en la plaza de la Concordia. —Es la Policía… —gritó una mujer para tranquilizar a la muchedumbre. Buscaban a alguien. Algunos fieles trataban de calmar la algarabía. —Chisss… Cállense. Cincuenta y nueve segundos. Bajo su campana, Simon seguía contando. Pensaba en la pequeña Clara, que le había prometido ir a visitarlo.


7 Miraba los cubiertos para dos y oía borbotear la olla sobre el carbón. Un clérigo en túnica blanca se acercó al cardenal y le habló al oído. Justo detrás, un hombrecito rollizo sostenía su sombrero en la mano. Era el comisario Boulard. Podían reconocerse sus párpados caídos como de perro viejo, su nariz redonda y sus mejillas rosadas, pero sobre todo sus pupilas brillantes de vivacidad. Auguste Boulard. Imperturbable bajo el aguacero de abril, él vigilaba hasta el mínimo movimiento de los jóvenes acostados en el suelo. Un minuto y veinte segundos. Fue entonces cuando uno de ellos se levantó. No era particularmente alto. Su túnica estaba pesada por la lluvia. Por su cara se escurría el agua. Giró sobre sí mismo en medio de esos cuerpos inmóviles. De todas partes, surgieron agentes de civil y avanzaron rápidamente hacia él. El joven unió sus manos y luego las dejó caer. Por su mirada pasaron todas las nubes del cielo. El comisario gritó: —¿Vango Romano? El joven inclinó la cabeza. En algún lugar de la multitud, dos ojos verdes se agitaban en todas las direcciones, como mariposas en una red. ¿Qué querían de Vango? Este último se puso en movimiento. Esquivó a sus compañeros y caminó hacia el comisario. Los policías se acercaban poco a poco. Mientras avanzaba, Vango se quitó la parte blanca de su túnica y quedó en ropa negra. Se detuvo ante el cardenal y se arrodilló en el piso. —Perdóneme, padre.


8 —¿Qué hiciste, Vango? —No sé, monseñor. Le suplico que me crea: no sé. Un minuto cincuenta. El viejo cardenal empuñó el báculo con sus dos manos. Se apoyó con todo su peso, con el brazo y el hombro sobre la madera dorada, como una hiedra aferrada a un árbol. Miraba tristemente a su alrededor. Conocía a cada uno de esos cuarenta jóvenes por su nombre. —Te creo, pequeño, pero al parecer soy el único. —Es mucho decir que usted me crea. —No será suficiente —murmuró el cardenal. Tenía razón. Boulard y sus colegas estaban ya a pocos pasos de Vango. —Perdóneme —suplicó Vango una vez más. —¿Qué quieres que perdone si no has hecho nada? En el momento en que el comisario, justo detrás, puso la mano sobre él, Vango le respondió al cardenal: —Esto es lo que quiero que me perdone… Y, con la mano firme, atrapó el brazo del comisario, se levantó y lo sometió. Luego, lo arrojó contra uno de sus hombres. Con unos cuantos saltos, Vango escapó de dos agentes que se habían lanzado sobre él. Un tercero sacó su arma. —No dispare —gritó Boulard, todavía en el piso. Un gran clamor se levantó desde la multitud, pero el cardenal lo silenció con un simple gesto. Vango había subido los peldaños del estrado. Unos niños del coro se amontonaron a su paso gritando. Los policías creían estar atravesando un patio de escuela. A cada paso tropezaban con un niño o se estrellaban contra una cabeza rubia. Boulard le gritó al cardenal:


9 —¡Ordéneles que se organicen de inmediato! ¿A quién deben obedecerle? El cardenal alzó un dedo, dichoso. —Solo a Dios, señor comisario. Dos minutos y treinta segundos. Vango llegó al portal central de la catedral. Vio que una mujercita un poco redonda y pálida desapareció tras el batiente y lo cerró. Vango se arrojó sobre la madera de la puerta. Del otro lado, el pestillo se había cerrado. —¡Abra! —gritaba Vango—. ¡Ábrame! Una voz temblorosa le respondió: —Yo sabía que no podía hacerlo. Lo siento. No quise hacer nada malo. Fue el campanero quien me invitó. Detrás de la puerta, la mujer lloraba. —Abra —repetía Vango—. Ni siquiera sé de qué está hablando. Solo le pido que abra. —Él parecía amable… Por favor. Me llamo Clara. No soy una mala persona. Vango oía las voces de los policías detrás de él. Sentía que sus piernas se debilitaban. —Señorita, yo no le reprocho nada. Necesito su ayuda. Ábrame la puerta. —No… no puedo…, tengo miedo. Vango dio media vuelta. Diez hombres estaban ahí, formando una medialuna alrededor del portal esculpido. —No te muevas —dijo uno. Vango apoyó su espalda contra la puerta reluciente de cobre y murmuró:


10 —Ahora, señorita, es demasiado tarde. No abra. No abra por ningún motivo. Voy a tomar otro camino. Vango avanzó un paso hacia los hombres, luego dio media vuelta y levantó la mirada. Era el Pórtico del Juicio Final. Lo conocía de memoria. Un encaje de piedra esculpida alrededor de la puerta. A la derecha, se veían los condenados al Infierno; a la izquierda, el Paraíso y sus ángeles. Vango prefirió la vía de los ángeles. El comisario Boulard llegó en ese instante. Estuvo a punto de desmayarse al descubrir lo que sucedía. En menos de un segundo, Vango Romano había escalado las primeras filas de estatuas. Estaba a cinco metros del piso. Tres minutos. Simon el campanero, que no había visto nada, sacó los huevos con un cucharón. Vango no parecía escalar, sino más bien deslizarse lentamente sobre la fachada. Sus dedos se aferraban a los detalles más pequeños. Sus brazos y sus piernas se desplazaban sin esfuerzo. Parecía que nadaba verticalmente. La multitud lo miraba con la boca abierta. Una mujer se desmayó y se resbaló de su silla como una prenda de vestir. Junto a la muralla, los agentes se movían de un lado a otro. El comisario, en cambio, permanecía petrificado. Sonó un primer disparo. Boulard tuvo el aliento suficiente para gritar. —¡Alto! Les dije que no disparen. Pero ninguno de los policías había accionado su arma. Uno de ellos trataba inútilmente de ayudar a otro a escalar. Esos pobres diablos estaban, apenas, a ochenta centímetros


11 del piso. Los otros trataban de abrir una puerta de dos toneladas con las uñas. Se oyó una nueva detonación. —¿Quién disparó? —exclamó Boulard sujetando a uno de sus hombres por el cuello—. Encuéntrenme al que disparó, en vez de insistir con esa puerta. ¿Para qué quieren entrar? ¿Para poner un cirio? —Pensábamos atraparlo en las torres, comisario. —Hay una escalera en el costado norte —dijo Boulard furioso y señalando con el dedo hacia la izquierda—. Yo me quedo con Rémi y Avignon. Quiero saber quién está disparando contra mi objetivo. Vango estaba ya en la Galería de los Reyes. Se puso de pie firmemente y se aferró a una columna. Su respiración era tranquila. En su rostro, se veía tanta determinación como desesperanza. Miraba hacia el atrio. Miles de ojos lo miraban. Una bala hizo explotar una corona de piedra, muy cerca de su oído. El polvo blanco le cubrió la mejilla. Veía, allá abajo, que el comisario daba vueltas como un loco. —¿Quién hizo eso? —gritó Boulard. Vango supo entonces que no era la Policía quien le disparaba. Tenía otros enemigos en la plaza. Vango retomó el ascenso y, con algunos movimientos, llegó al rosetón. Trepaba ahora sobre el vitral más hermoso del mundo como una araña que pende de su tela. Abajo, la multitud se había silenciado por completo. Todo el mundo permanecía ahí, callado, fascinado por la imagen de ese joven agarrado al vitral occidental de Notre Dame de París.


12 Las golondrinas pasaban en bandada junto a él, como protegiéndolo con sus diminutos cuerpos de plumas. Bajo la campana, con lágrimas en los ojos, Simon descascaró el primer huevo con un cuchillo. Una vez más, la joven nunca llegaría. —El mundo es triste —dijo en voz baja. Cuando oyó crujir la escalera de madera que llevaba al campanario, se detuvo y susurró: —¿Señorita? Simon miraba el segundo huevo. Inquieto, creyó por un instante que la felicidad le tocaba la puerta. —Clara…, ¿es usted? —Clara está esperándolo abajo. Era Vango, a quien una bala le había rozado un costado del cuerpo mientras trataba de asentarse en la Galería de las Quimeras. —Ella lo necesita —le dijo al campanero. Simon sintió cierta alegría en el pecho. Nunca nadie lo había necesitado. —¿Y tú quién eres? ¿Qué haces ahí? —No sé. No tengo la menor idea. Y yo también lo necesito. En la plaza, la otra joven, la de los ojos verdes y el abrigo color ceniza, luchaba con la multitud. En el momento en que Vango huyó, la jovencita sorprendió al hombre de rostro de cera que sacaba un arma de su abrigo. Ella se dirigió hacia él, pero la agitación del público le impidió avanzar. Cuando llegó al otro lado, el hombre ya no estaba ahí.


13 La joven ya no tenía esa melancolía de gata mojada que se le veía antes. Ahora parecía un león en fuga que destrozaba todo a su paso. Oyó el primer disparo y, extrañamente, entendió que el blanco era Vango. Con el segundo, sus ojos giraron hacia el Hospital del Hotel Dieu, que rodeaba la plaza por el norte. Entonces vio al hombre, apostado en el primer piso. La pistola se veía a través de un vidrio roto, y en la sombra se percibía el reflejo inmóvil del rostro asesino. Era él. La joven echó un vistazo hacia arriba. Vango mantenía el equilibrio. El cielo acababa de desviarlo de su destino en el último momento. Para ella, en cambio, todo se volvía posible mientras estuviera vivo. La jovencita de ojos verdes se fue dando saltos hacia el hospital. De repente, en el cielo de Notre Dame de París, surgió un monstruo inmenso que hizo olvidar por un momento lo que sucedía abajo. Tan grande y majestuoso como la catedral, brillante por la lluvia, apareció el zeppelin. Parecía que ocupaba todo el cielo. Desde la cabina, Hugo Eckener, el viejo comandante del Graf Zeppelin, buscaba la silueta de su amigo en el atrio. Regresando de Brasil, de camino hacia el lago de Constanza, el comandante había desviado hacia París la trayectoria del dirigible para que la sombra del zeppelin tocara ese gran momento de la vida de Vango. Con el tercer disparo, el comandante entendió que algo no iba bien. —Hay que partir, comandante —dijo Lehmann, su copiloto. Una bala perdida podía penetrar la cubierta del


14 globo, que escondía en su cuerpo reluciente a sesenta pasajeros y a los miembros de la tripulación. Una última explosión resonó abajo. —Rápido, comandante… Eckener bajó sus gafas y dijo tristemente: —Sí, ya nos vamos. Abajo, una golondrina muerta cayó a los pies de Boulard. Y las campanas de Notre Dame de París comenzaron a repicar.


2. El Jabalí que Fuma

París, esa misma noche el Comisario boulard estaba sentado frente a un trozo de carne de res, con una servilleta de cuadros en el pecho, mientras sus tropas permanecían de pie alrededor suyo en una sala llena de humo. Él les decía mil gentilezas a esos hombres que lo veían comer. —Si mi carne estuviera mala, bastaría que pidiera que me la cambien. En cambio ustedes… A ustedes los tengo a mis espaldas, manada de invertebrados, y nada los hará cambiar. Eso me quita el apetito… En realidad, Boulard comía con placer. Sus cuarenta y tres años de carrera le habían enseñado a mantener el buen ánimo en los peores momentos. Estaba en la sala del segundo piso de El Jabalí que Fuma, el famoso restaurante de Les Halles. —¡Los burlaron! ¡Un chico se les escapó delante de dos mil personas! Boulard chuzó una papa con mantequilla, se quedó quieto, aguzó la mirada y resumió lo que era evidente: —Todos ustedes son unos incapaces. Lo más sorprendente es que ninguno de esos gallardos de pie se hubiera atrevido a poner en duda esta afirmación.


16 Para ellos, todo lo que Boulard decía era verdad. Si el comisario dijera “ustedes son bailarinas de ópera”, todos aquellos hombres se hubieran puesto en puntas de pie con los brazos levantados. El comisario Boulard era muy apreciado por sus hombres. Él los dejaba llorar sobre su hombro cuando tenían la moral baja, conocía los nombres de los hijos de cada uno y les regalaba flores a sus mujeres el día de su cumpleaños. Pero cuando alguno de sus hombres lo decepcionaba, cuando lo defraudaban realmente, ni siquiera los reconocía en la calle y se apartaba de ellos como si fueran perros callejeros. Aquella sala de El Jabalí que Fuma había sido cerrada al público para permitir esta reunión improvisada. Apenas dos bombillas permanecían encendidas y alumbraban una gran cabeza de jabalí, justo encima de Boulard. La cocina estaba detrás. Los meseros iban y venían cargados de platos. Un poco apartado de los hombres del comisario, un empleado, sentado en una mesa aislada, pelaba las verduras. Boulard prefería este ambiente al del muelle de los Orfebres1. Por eso realizaba ahí sus reuniones. Le encantaba el olor de las salsas y el abrir y cerrar de las puertas de la cocina. Había sido criado en un albergue de Aveyron. —¿Y el zeppelin? —gritó Boulard—. ¿Alguien sabe qué hacía el zeppelin ahí? ¡No me digan que fue una casualidad! Nadie respondió. Un hombre entró. Se acercó al oído del comisario, quien le respondió alzando las cejas. 1. N. del T. En el número 36 del Quai des Orfèvres, ‘muelle de los Orfebres’ en español, se encuentra el Departamento de Policía de París.


17 —¿Quién es? El otro no sabía. —Bueno, hágala subir. El mensajero desapareció. Boulard cortó un pedazo de pan con las manos para untarlo de la salsa que quedaba en el plato. Le hizo un gesto vago al joven que seguía pelando las legumbres en su puesto. —Me gustaría tener gente así —les espetó—. Se le pide algo y lo hace. Ustedes son veinticinco y dejaron escapar a ese muchacho. Es más, si estuviera en esta sala, alguno de ustedes le abriría la ventana para que huyera. —Comisario… Boulard buscó con la mirada al que se había atrevido a responder. Era Augustin Avignon, su fiel lugarteniente desde hace veinte años. Boulard lo miró fijamente, como si ese rostro le fuera un poco desconocido. —… no hay explicación para lo sucedido. Incluso el campanero, allá arriba, dijo que no lo había visto. Ese chico es el diablo. Le juro que hicimos todo lo posible. Boulard se tocó lentamente el lóbulo de la oreja. Había razones para preocuparse cuando él hacía ese gesto. —Usted me perdonará…, pero no sé qué hace aquí, ni quién es usted exactamente. Solo sé que en la esquina hay un vendedor de caracoles que sería más competente que usted en sus funciones. Boulard retomó el pan y la salsa del plato. La nariz de Avignon tomó una forma extraña y los ojos empezaron a picarle. Se dio vuelta para limpiarlos discretamente con la manga. Afortunadamente, nadie estaba mirándolo.


18 Como si un antílope tembloroso surgiera en el segundo piso de El Jabalí que Fuma, la tropa entera giró para mirar a una joven que acababa de aparecer en la escalera. Era la jovencita de los ojos verdes. Boulard se limpió los labios con un pedazo de servilleta, empujó ligeramente la mesa y se levantó. —Señorita. La chica bajó la mirada ante el regimiento de policías. —¿Quiere decirme algo? —preguntó Boulard. Dio algunos pasos hacia ella, cogió el sombrero de uno de sus subalternos que había olvidado quitárselo ante la presencia de la joven, y lo puso en un plato semivacío de sopa que un mesero recogió rápidamente. El sombrero terminó en la cocina. La joven levantó la cabeza. Parecía no querer hablar frente a tanta gente. —Haga como si no hubiera nadie —dijo Boulard—. De hecho, para mí ya no existen. —Yo estaba ahí esta mañana —dijo ella. Los hombres de Boulard se incorporaron levemente. La joven tenía un acento inglés muy sutil, con un tono ronco que producía en todo el mundo el deseo de mostrar su mejor faceta. Incluso el joven de las verduras dejó por fin de pelarlas, aunque no se movió de su puesto. La chica agregó: —Vi algo. —Usted no es la única —dijo Boulard—. Estos tipos nos dieron un gran espectáculo. —Pero yo vi otra cosa, señor agente. Hubo algunas sonrisas discretas. La joven le hablaba al comisario como si este fuera un agente de tránsito.


19 —Vi al hombre que disparó. Las sonrisas desaparecieron. Boulard apretaba su servilleta en el puño. —El hombre estaba en una ventana del Hotel Dieu —continuó—. Llegué tarde, se había ido. Es todo lo que sé. La joven le tendió una hoja de papel doblada en dos. El comisario la abrió. Era un retrato dibujado a lápiz. Bigote y anteojos delgados. —Este es el rostro del hombre. Traten de encontrarlo. Boulard quiso ocultar su sorpresa. Tenía una pista en sus manos. Para él, el francotirador era tan importante como el fugado. Entonces, dijo: —Acompáñenos, señorita. Quisiera que me diera información más precisa. —No hay nada más preciso. Todo está ahí. La joven avanzó hacia el gran tablero del menú y con el codo borró dos platos: un embutido y la pata de cerdo. En su lugar, escribió una dirección con una tiza. —Mañana, a las cinco de la mañana, tomo un barco que zarpa desde Calais. Debo viajar toda la noche. Mi automóvil está en la calle. Pero pueden visitarme allá, si lo consideran necesario. Los hombres de Boulard sonreían de manera un tanto idiota. De un momento a otro querían navegar. El comisario Boulard miró la dirección que la joven escribió. Encima estaba escrito su nombre y las iniciales de su apellido: Ethel B. H. Everland Manor Inverness


20 Por primera vez, Boulard se quedó sin palabras. Y, ante sus hombres, se sentía molesto por verse incómodo. —Bien —dijo—. En Inglaterra. Esta vez, el comisario había sido prudente con sus palabras para no cometer un error. —No, para nada. No es en Inglaterra —dijo la jovencita mientras cubría su pelo oscuro con un casco de cuero que tenía adelante lentes de piloto. —Es en… —… Escocia, señor agente. —Sin duda —dijo vivamente Boulard al tiempo que hacía un gesto con el codo, como simulando que tocaba una gaita escocesa. Boulard pensó agregar algunos comentarios turísticos que le garantizarían a la joven que él conocía perfectamente la existencia de Escocia, su whisky y sus faldas a cuadros. Pero fue ella la que preguntó: —¿Qué hizo el tal Vango para ser perseguido así? —No puedo decirlo —respondió Boulard, feliz de retomar su autoridad sobre ella y sobre él mismo—. ¿Le interesa Vango? —Me gusta la imagen de un sacerdote escalando en las catedrales para huir de la Policía. —Todavía no era sacerdote —precisó Boulard. —Gracias a Dios. La joven pronunció esas palabras con tono misterioso. El comisario entendió el doble sentido de la frase. Al parecer, ella parecía más tranquila al pensar que no fue un sacerdote el que actuó así. Pero había otra cosa… Boulard veía en la chica un sentimiento de secreta alegría por saber


21 que un hombre joven, ese joven en particular, no se hubiera ordenado como sacerdote. —¿Usted lo conoce? —preguntó Boulard dando un paso hacia ella. —No. Esta vez, Boulard sintió algo de tristeza en la voz de la joven. Y él, que analizaba todo, vio que la chica no estaba mintiendo. Ella no conocía a ese seminarista escalador de catedrales, no reconocía al Vango que se había revelado ese día…; pero Auguste Boulard adivinó que se habían conocido antes. El comisario notó además que ella había llamado a Vango por su nombre. Estaba casi seguro. ¿Por qué conocía ese nombre? Él, el comisario, había pronunciado ese nombre solo una vez en la algarabía del atrio. Los periódicos de la tarde no citaban ningún nombre. El comisario trató de retener a la joven. —¿Por qué estuvo allí esta mañana? —Me gustan las ceremonias románticas. La joven se puso unos guantes que dejaban ver sus manos finas. Boulard se sintió más ágil para responder. —Si quiere, puedo pedirle a uno de mis hombres que la acompañe. —Yo me cuido sola, señor. Feliz noche. Y bajó los escalones con velocidad. Boulard vio a todos sus hombres agolparse contra las ventanas. Vieron a Ethel acercándose a un pequeño y empantanado Napier-Railton, esa potentísima joya que habían creado en Brooklands los talleres Thomson & Taylor. Era un motor de avión en una carrocería de acero endurecido.


22 La joven encendió el automóvil, bajó sus lentes y desapareció en la noche. La sala de El Jabalí que Fuma pareció tranquilizarse de un momento a otro. Los hombres de Boulard comenzaron a reírse y a darse palmaditas en el hombro como si hubieran sobrevivido a un terremoto. Boulard se había quedado junto a la ventana. Miraba detenidamente a un joven vestido con un delantal granate que estaba debajo de un farol. Lo había visto bajar hasta la calle justo después de la partida del automóvil, correr un momento detrás de él, y luego detenerse y quedarse apoyado en un tubo de gas. El humo del automóvil le impedía ver su rostro. Pero cuando se disipó, el comisario lanzó un grito y se precipitó sobre la escalera. Cinco segundos más tarde, el comisario estaba en la acera de enfrente. Nadie. Boulard le dio un puntapié al farol y se devolvió al restaurante, cojeando. Subió de nuevo a la sala del segundo piso, entró a la cocina, agarró al chef del cuello, lo arrastró hasta la sala y le mostró el montón de papas perfectamente peladas sobre la mesa. El chef se acomodó el cuello de la camisa, cogió una papa con los dedos índice y pulgar, la miró detenidamente, como un experto, buscando algo que reprocharle, pero no encontró nada. —Admirable. Tiene ocho caras, la papa pelada en ocho caras. No puede hacerse mejor. Un verdadero talento. —¿Dónde está el que lo hizo? —preguntó Boulard.


23 —Yo… no sé. Pero me gustaría verlo de nuevo. No se irá sin que le paguen, no se preocupe. Podrá decirle lo que piensa de las papas de… Boulard fingió una sonrisa. —¿Ah, sí? ¿Y usted conoce a ese artista desde hace mucho tiempo? —No. El sábado, cuando hay demasiado trabajo, contratamos jornaleros en el mercado, delante de San Eustaquio. Lo encontré a las nueve de la noche. No sé cómo se llama. Boulard volcó la mesa y su preciosa pirámide de papas con ocho caras. —Le diré su nombre. Se llama Vango Romano… y anoche mató a un hombre.


3. Paranoia

Sochi, al borde del mar Negro, la misma noche de abril de 1934 se ve una Pequeña habitaCión iluminada como una linterna de cristal, apoyada sobre la casa grande. El resto permanece en la oscuridad. No se ve la guardia armada apostada sobre los techos o en los árboles. Desde el fondo del valle surge el soplo del mar. En la habitación, tres lámparas de alcohol sostenidas entre dos orquídeas alumbran a un hombre. Parece un jardinero que poda naranjos en macetas. —Ve a acostarte, Setanka, mi Setanotchka. La voz es dulce. Setanka hace como si no lo escuchara. Tiene ocho años. Sentada en el piso, en pijama, Setanka hace navegar granos largos como si fueran piraguas en el agua de una regadera. En el exterior, una lámpara se agita. Un rostro inquieto aparece tras el vidrio de la puerta. Alguien toca. El bigote del jardinero se crispa un poco, pero continúa con su tarea sin responder. El visitante entra y se acerca a las macetas. —Hay noticias de París —dice. El jardinero ni siquiera se ha volteado para mirarlo. Se adivina una sonrisa en los pliegues de sus ojos.


25 —Las noticias no son buenas —precisa el hombre. Esta vez, la mirada del otro se fija en la suya, una mirada azul como el hielo del lago Baikal. —El Pájaro —dice el mensajero retrocediendo—…, el Pájaro se escapó. Es incomprensible. El jardinero se chupa el dedo, que sangra un poco. Acaba de cortarse con sus tijeras de cobre. A sus pies, la niña ha dejado de jugar. Ahora escucha. Desde hace varios años oye hablar del Pájaro. En medio de esas personas que vienen a hablarle a su padre, de todas esas conversaciones impenetrables, solo ese Pájaro llama su atención. La niña ha construido historias en torno de él. Por la noche, sueña que él vuela en su cuarto, que ella lo esconde entre sus manos o entre sus cobijas. —Boris disparó cerca —explica el hombre—. Pero Boris dice que va a reencontrarlo. Si no, la Policía francesa se encargará… El hombre permanece ahí, en silencio. Siente una suave corriente de aire frío en la espalda. Cuando el jardi nero voltea por fin la mirada, el mensajero sale lívido, cierra cuidadosamente la puerta de gruesos vidrios, y se va. La lámpara desaparece en la noche. Una voz infantil pregunta: —¿De qué pájaro hablaba? El jardinero sigue sin moverse. —Ve a dormir, Setanka. Esta vez se levanta y besa el espeso bigote de su padre como cada noche. La niña se aleja con su pijama blanca, extendiendo sus brazos como si fueran alas.


26 El jardinero pone sus tijeras en la mesa. Está distraído. Ya olvidó lo que su hija acaba de decirle. “No hay que dispararles a los pájaros”, dijo ella. Si supiera… París, en ese momento Vango camina sobre los techos de París. Conoce de memoria el camino aéreo entre los carmelitas y los jardines de Luxemburgo. Puede recorrerlo casi sin tocar el piso. Sabe que la Policía está apostada ante el seminario, esperándolo. Vango atraviesa láminas de zinc, se desliza por las mansardas, salta entre las chimeneas. Conoce los cables tendidos para cruzar las calles. Ni siquiera molesta al pasar a las palomas enamoradas de abril refugiadas en los desagües. Sobrevuela a los habitantes de los áticos, a los estudiantes, a las empleadas domésticas, a los artistas. Pasa sin despertar a los gatos, sin rozar siquiera la ropa extendida en las terrazas. A veces, con la ventana abierta, una mujer envuelta en su abrigo respira el aire de la noche de primavera. Saltando de techo en techo, Vango pasa justo por encima, sin hacer el menor ruido. Algunos días antes, Vango había hecho este mismo camino en sentido contrario para escaparse en plena noche del seminario y llegar a los jardines cubiertos de nieve. Desde el último desagüe, Vango había saltado hacia un castaño recostado sobre la malla del parque, dejándose deslizar a lo largo del tronco. Había nevado en los primeros días de abril. Vango caminó hasta el amanecer hundiéndose en la nieve, entre


27 los prados y los senderos desiertos. Miraba el hielo de los estanques; luego, siempre por los techos, volvió hacia la capilla de los carmelitas para la misa de la mañana. Como Vango llegó varios minutos tarde, el padre Jean lo regañó un poco. —Tú duermes demasiado, muchacho. El padre decía aquello mientras miraba los zapatos de Vango, empapados de nieve y de pantano. No podía ocultársele nada al padre Jean. Pero, esta vez, caminando sobre los techos de París, Vango adivinaba que en el seminario no lo esperaban los suaves reproches del padre Jean ni la ira del viejo Bastide, el patrón que dirigía la casa como un cuartel… Sabía que lo esperaba la Policía, las esposas en las muñecas, quizá la prisión. ¿Por qué se había fugado esa mañana de Notre Dame? ¿Por qué había huido si no había hecho nada reprochable? Escapándose, Vango se acusaba a sí mismo. Pero Vango no podía esquivar esa fuerza sobrehumana que lo llevaba a desconfiar de todo, a sentirse el objetivo de toda suerte de enemigos. Vango se sentía amenazado. Desde sus catorce años, se decía que sufría de ese mal que un médico psiquiatra había inscrito en mayúsculas sobre su expediente: paranoia. Por culpa de esas ocho letras, estuvo a punto de ser expulsado del seminario. El padre lo había defendido con todas sus fuerzas. Se había convertido en garante de la salud mental de Vango. “Usted está tomando riesgos”, le había dicho el canónigo Bastide al padre Jean. “Va a arrepentirse de hacerlo”.


28 El padre Jean tomaba riesgos todos los días, y nunca se arrepentía. Esta vez, sin embargo, estaba preocupado. En el fondo, se sentía responsable de lo que le sucediera a Vango. Había traicionado el secreto de la confesión y le había revelado a Bastide los temores de Vango. El joven seminarista le contaba todo. Se sentía acorralado: los autos lo perseguían en la calle, su habitación era allanada cuando él no estaba, un andamiaje se había desplomado justo detrás de él, y peleaba por las noches en el claustro de los carmelitas contra una sombra que blandía un cuchillo. Alguien quería su piel. Trauma paranoico, delirio de persecución. El padre Jean conocía de cerca todo eso. Había sido médico militar durante la Gran Guerra. Sabía calcular los efectos de dicha enfermedad, la cual podía conducir a la locura. Al comienzo, el paciente solo se sentía espiado o acosado; luego, sospechaba de sus más cercanos, y se convertía en un peligro para ellos. Vango se detuvo, con lágrimas en los ojos. Estaba haciendo equilibrio sobre una viga de acero que unía dos edificios contiguos. Acababa de oír sonar las campanas que marcaban las tres de la mañana en la capilla del seminario. Toda su vida transcurría entre el eco de los campanarios. Otras campanadas, más lejanas, sonaban en París y en sus recuerdos. Cuando cesó el sonido de las campanas, la decisión de Vango estaba tomada: iría hasta la habitación del padre Jean para entregarse.


29 El padre lo llevaría a la Policía y sería su abogado. Vango explicaría su fuga. Juntos descubrirían por fin las razones que lo llevaron a huir. Esa era su decisión. Sería capaz de explicarse, pues no había hecho nada malo. Minutos después, vio los techos del seminario de los carmelitas. Le quedaba la última calle por atravesar. Un Citroën Rosalie negro estaba parqueado junto a la acera. El destello rojo de varios cigarrillos alumbraba dentro del automóvil. Debía de ser difícil respirar ahí. Había seguramente una comisaría entera dentro del auto, organizada en dos o tres filas en ese automóvil lleno de humo. Hasta la carrocería parecía toser. Esta escena le devolvió la sonrisa a Vango. Se le había ocurrido algo. Vango se encontraba sobre el techo del edificio, justo enfrente del seminario, al otro lado de la calle. Sentía por detrás el conducto tibio de una chimenea, mientras volutas de humo se escapaban por encima de su cabeza. Vango arrancó del muro algunos ladrillos mal pegados y los puso sobre los tubos de tierra cocida de las chimeneas. Así el humo quedaba aprisionado. Se instaló, cerca del conducto, a esperar. Pero no por mucho tiempo. Las luces se encendieron, las ventanas se abrieron, la gente salió a respirar a los balcones, se oyeron algunos gritos, y luego, una algarabía en la escalera. Como el humo no podía salir por arriba, se expandía por los apartamentos. Vango se deslizó por el tragaluz, llegó a la escalera abarrotada de gente y comenzó a explorar minuciosamente en los apartamentos. No quería poner a nadie en peligro. Solo quería verificar que todo estaba vacío. De paso, colocó su mano en el hollín de una chimenea y luego se frotó


30 la cara. Era imposible reconocerlo en medio de esas sombras que se apresuraban a tomar la escalera con las mejillas ennegrecidas por el humo. En el segundo piso, se acercó a una mujer que cargaba a dos niños. Tomó al más pequeño, que lloraba. —Voy a ayudarle. De la calle surgieron algunas personas en pijama, en medio de la multitud. Los policías habían salido de su automóvil. No estaban menos aterrados que el resto de la gente. Vango atravesó la calle para sumarse a quienes esperaban en la acera de enfrente. Ya estaba a solo algunos pasos de la puerta del seminario. Giró hacia un policía y le entregó el bebé que seguía gritando. —¿Es usted de la Policía? —preguntó Vango. —Sí… —Entonces dígales a sus amigos que mi abuela está en el último piso buscando su gato. No quiere salir sin él. El policía sostenía al bebé en sus brazos como si fuera una bomba a punto de explotar. Se lo entregó al primero que pasó, les hizo una señal a sus colegas y corrió hacia el edificio. Se oía cercana la sirena de los bomberos. —¡Hay una abuela en el quinto! Vango se disolvió en la muchedumbre. Los pequeños milagros acompañan a las grandes desgracias. Vango siempre lo pensó. Basta con tener confianza. Llegó a la puerta del seminario e intentó empujarla con el hombro. Por desgracia, estaba cerrada. Retrocedió un paso, pero no tuvo tiempo siquiera de tocarla de nuevo. Milagrosamente, se abrió en el acto. Por desgracia, por la puerta salió Weber, el conserje del seminario. Milagrosamente… no. Weber estaba perplejo.


31 Se miraron por un momento. ¿Podía Weber no reconocer a Vango? Este último contaba los segundos, esperando el milagro siguiente. El rostro de Weber se encendió. Abrió mucho la boca y se contuvo de gritar. Vango no respiraba. —Nina Bienvenue —dijo Weber. —¿Perdón? —murmuró Vango. —Es Nina Bienvenue. —¿Quién? —Soy una niña de los suburbios… —¿Cómo? —Mire mi cara de amor… Pronunciadas por un monje en camisón, estas palabras resultaban sorprendentes. Sus mejillas se habían coloreado con un rojo incandescente. —Tómame en tus brazos, mi dulce, mi bello; tómame en tus brazos, mi niño… Weber abrió los brazos. Vango dio un paso al lado. —Pero mire —dijo finalmente el conserje—. Nina Bienvenue, ¡la cantante de la Lune Rousse! Vango se volteó. En la acera de enfrente, acababa de aparecer, hermosa, descalza, en un camisón que no le tapaba las rodillas, con una pequeña solapa de piel rosa, nudo de franela rosa en la cintura y una expresión de armonía en el rostro, Nina Bienvenue, cantante del cabaret La Lune Rousse en Montmartre. Tenía veinticinco años y se había ganado el corazón de todo París. Ella era el último pequeño milagro. La distracción ideal. De repente, se había encontrado ahumada como un arenque en su gran apartamento del primer piso.


32 Weber estaba viendo miles de estrellas. Conocía todas sus canciones. Es necesario saber que Raimundo Weber era un monje capuchino de Perpiñán al que se le había permitido jubilarse en la capital y que tocaba foxtrot por las noches con el órgano de la capilla. Apenas medía un metro con cincuenta y cinco centímetros, pero tenía manos de dos octavas. Weber se inclinó, se quitó su camisón y le dio una vuelta alrededor de su cuerpo como un torero. Llevaba una pijama de cuadros. Dio un paso hacia la cantante, luego otro, luego otro más, como si la invitara a bailar un tango. Terminó por inclinarse, lo que, por su estatura, lo puso casi a ras de piso. Después, con un nuevo pase de torero con su camisón, cubrió los hombros desnudos de la bella cantante. —Permítame, señorita. Con toda mi admiración. Nina Bienvenue sonreía. Vango ya estaba en el patio central. Tomó un largo corredor y pasó a otro más pequeño. Oyó voces que se aproximaban, se metió en un rincón oscuro y trepó como una lagartija a lo largo de un tubo sellado contra el muro. Se encontraba de nuevo en el techo. Espiró aliviado. Desde siempre, Vango se sentía mejor cerca del cielo. Tenía la costumbre de las alturas. De hecho, la desgracia que había vivido el día anterior, la que podía malograr su vida, ¿no había ocurrido estando acostado en el piso por primera vez? Había vivido toda su vida en acantilados, en la verticalidad del mar, entre pájaros. Dominaba la verticalidad. Vango dio algunos pasos sobre la cornisa estrecha. La habitación del padre Jean estaba justo ahí, en el pabellón pequeño, al fondo del patio adoquinado.


33 El padre Jean, su única esperanza. Dos hombres vigilaban la puerta. Esos guardianes no alteraban el plan de Vango, que no consistía en pasar torpemente por las puertas, pero su presencia lo inquietaba. Vango esperaba que el padre Jean no estuviera atormentado por su culpa. Y esperaba, sobre todo, que el padre Jean no fuera sospechoso de ser cómplice de su fuga o de la falta de la que Vango era acusado. La falta… ¿Cuál falta? Cuando se deslizó hasta el restaurante El Jabalí que Fuma, contratado a último momento para pelar papas, Vango quería precisamente saber cuál era su crimen. Había encontrado la guarida del comisario, lo había escuchado, pero no se había enterado de nada. La única revelación había llegado por otra voz, suave como la lluvia de verano, pero que, levantando olas en él, lo había hecho naufragar entre las lágrimas. Ethel. Vango escuchaba la voz de Ethel por primera vez en cinco años. Entonces había venido. En el restaurante, ni siquiera había podido voltearse para mirarla. Pero entendía que ella no había cambiado. Vango había conocido a Ethel en 1929, cuando ella tenía doce años; y él, catorce. Este encuentro había cambiado muchas cosas en su vida. A partir de ese día, el mundo le parecía mucho más bello y un poco más complicado. Una vela alumbraba la habitación del padre Jean, así que debía de estar allí. Vango escaló por el tubo de desagüe, se colgó en el vacío, saltó hasta el borde de la ventana


34 del último piso e hizo la misma acrobacia para bajar un piso más. Justo encima de él, sobre los peldaños de la escalinata, los guardias encendían un cigarrillo. Vango puso su cara sobre el vidrio. Una sola vela, casi derretida por completo, iluminaba todo el cuarto. Vango vio al padre Jean dormido en su cama. El padre Jean debió de dormirse durante su meditación de la noche. Eso creía Vango. El padre Jean estaba vestido y sostenía en sus manos el rosario. La ventana no estaba cerrada. Vango solo tuvo que empujarla. Entró. Estaba casi salvado. Con el padre a su lado, nada podía sucederle. Vango temía asustarlo. Así que decidió llamarlo muy suavemente. —Soy yo, padre. Vango. Y como la ventana había quedado entreabierta, la atmósfera de la habitación era glacial. Vango no se atrevió a acercarse a la cama. Decidió esperar a que el padre se despertara. Mientras buscaba una silla, Vango notó que una parte de la habitación estaba circundada por una cuerda tensada horizontalmente a un metro del piso. Vango pasó por encima y fue hasta ese pequeño escritorio, al lado del cual había compartido tanto tiempo con su viejo amigo. “Un escritorio es como un barco”, le había dicho un día el padre Jean al sentarse. “Mira cómo hay que trabajar: te inclinas sobre tu libro e izas las velas”. En el corredor, una puerta se cerró. Vango esperó un buen momento antes de dar un paso más.


35 La mesa del escritorio estaba en total desorden. Algunas plumas para escribir yacían en un tintero consumido hasta la mitad. Un gran cuaderno estaba abierto sobre la mesa. Lo más extraño es que cada uno de los objetos estaba rodeado con una línea de tiza blanca, como indicando su lugar exacto. Vango se estremeció y se acercó al cuaderno. Descubrió sobre la página una mancha oscura y estas dos únicas palabras, en latín, inscritas febrilmente por la mano del padre Jean. fugere vango

Vango no necesitó más que ese instante para entender todo. La mancha era de sangre. Habían dejado la habitación tal como estaba. El hombre acostado era un hombre muerto. Ahora Vango conocía su crimen. El padre Jean estaba muerto. Y las dos palabras sobre el cuaderno significaban: huye, vango. A ojos de todos, Vango era el asesino del padre Jean. Era buscado por ese crimen cometido la noche anterior, justo antes de la ordenación. Vango se desplomó de rodillas ante la cama de su amigo. Tomó su mano helada para apretarla contra su frente. Lo peor. Le estaba ocurriendo lo peor. Una bola llena de clavos giraba en el fondo de Vango. Sentía su corazón y su piel destrozados, como los conejos abiertos al sol de Sicilia por los cazadores de su infancia.


36 Pero mientras se levantaba, un instante después, Vango tuvo la certeza de que las dos palabras escritas por el padre Jean no eran una acusación. Eran un grito de alarma, una orden lanzada a Vango. Huye.

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