Capítulo 2: ¿Y estos seres cómo viven?
1. Iktan, el ingenioso Iktan fue un joven valiente y hermoso. Vivió en la ciudad de Tenochtitlán en lo que hoy se conoce como México. Al igual que tú, Iktan tenía una familia, su padre Aaj Beh le enseñaba el oficio de la milpa, -que consiste en desforestar un pedacito de la selva para cosechar comida hasta que la tierra agotará sus productos- , también salía a cazar y pescar con sus amigos, Imon e Ikal. Y junto a ellos, traer a casa conejos, venados, pescados y a veces tortugas... Por otro lado, también vale la pena contarles que, su madre Itzamara, le enseñaba a Iktan cómo cocinar y atender la casa. Con esto, el día en que se fuera a vivir con alguna mujer, como buen hombre de Tenochtitlán, pudiese hacer de todo y no tener que pasar la pena de no saber ese tipo de cosas. Iktan tenía cuatro hermanos, las dos bellas niñas Athziri y Ix Kaknab y los dos alegres niños Kin y Noíl. Sus padres, ejemplares en la ciudad, siempre les enseñaban cómo debían trabajar, también les enseñaron a obedecer a Halalach Uinic, el gobernador de la ciudad, -conocido como “el hombre verdadero”-. De ellos, también aprendieron la costumbre de venerar a los dioses, y su sabio representante en la tierra, llamado Ahau Kan, conocedor del tiempo y maestro en sacrificios y ofrendas. El hogar de Itkan fue un lugar sin los grandes lujos de los palacios. Ellos, en cambio, tenían otro tipo de lujo, vivir cerca a la naturaleza, trabajar con ella, y el poder rodearse de la tranquilidad de una vida cómoda, sin las angustias del porvenir. Eso sí, no olvidaba en ningún amanecer su sueño de defender su familia y ciudad con respeto y humildad, convirtiéndose en guerrero. Sorteando las esperadas dificultades para llegar a un oficio de tanta importancia, logró hacerse con el honor de ser uno de aquellos guerreros que de pequeño sólo podía ver de lejos y por muy breves momentos. Iktan se había ganado su nombre como alguien muy inteligente, y uno de los grandes responsables de mantener a Tenochtitlán segura de cualquier enemigo. Un día que luego sería recordado por muchos a lo largo del tiempo, algo impensable pasó. Un hombre blanco, de cabellos rubios y mirada altiva, llegó hasta su ciudad. La mayoría, viéndolo bajar de su imponente caballo y hablando otra extraña lengua, lo pasaron por un dios, y lo trataron como tal. Pero Iktan, fiel a su astucia de guerrero, nunca estuvo seguro de confiar en eso, siempre escuchando una voz en su interior que le advertía sobre aquel hombre extranjero.
Tras meses vigilándolo, notó que más hombres como él estaban llegando, trayendo consigo cientos de objetos extraños brillantes. y con un sonido similar a como cuando su padre traía las piedras que la tierra ofrecía para hacer armas o llevar de ofrenda al templo. Iktan, seguía sin sentirse seguro al lado de esos hombres blancos, pero cuando trató de advertirle a todos fue demasiado tarde, los blancos los atacaron con armas que nunca habían visto, para llevarse las piedras de color amarillo. Luego, profanaron la tierra arrebatando hasta lo que no necesitaban, destruyeron los templos y las casas, despojaron a los dioses de sus ofrendas y colocaron sobre sus figuras la de un hombre, ensangrentado y con mirada derrotada, clavado a una cruz. Con horror, Iktan vio cómo se llevaron a su familia, despojándo al Halalach Uinic y al Ahau Kan, y presenciando cómo todo cambiaba para siempre. Al final no quedó nada, ni su familia, ni los templos, ni sus dioses, ni las cosechas, ya no había piedras amarillas y tampoco quedó Iktan sobre la tierra.
2. ¿Qué es un Halalach Uinic? En el centro de la hermosa ciudad de Yaxha, decorada en múltiples tonos de colores gris y verdes, y de los cantos variados de pequeñas aves de muchos colores; nació el pequeño pero agraciado Kajkunaj, primer hijo del gobernante de la ciudad, o como lo llamaban en su época: el Halalach Uinic. Alimentado por los mejores frutos, y durmiendo siempre en la habitación más cómoda, por ser, según cuentan, descendiente de los mismos fundadores del imperio. Con esto, cualquiera diría que tuvo la suerte de ser el niño con la vida más fácil del mundo, admirado por todos y nacido en la cura con más oro. Sin embargo, estuvo lejos de ser así, pues a cambio de esto tuvo que enfrentarse a los más complejos aprendizajes sobre economía, política y ciencias, pues algún día él sólo, como todo descendiente, se convertiría en el Halalach Uinic del imperio, como le llamaban a quienes tenían la labor de dirigir toda la civilización. Más allá de ser un simple director más, a finales del siglo XI su leyenda se haría más memorable, pues como muchos otros en su cargo a lo largo de la historia Maya, llevaría al crecimiento del imperio presenciando la construcción de gloriosas ciudades, y coordinando épicas batallas sólo equiparables a las de las más grandes historias de la ficción, para defender su ciudad. Todo esto, hasta el día en que el hombre de cabellos rubios que visitó a Iktan llegó.
3. Toda historia tiene su mal personaje Cháak, fue una campesina maya muy bella, de cabellos lisos seductores y una piel trigueña fuera de críticas y cerca de admiraciones. De sonrisa contagiosa cuando nacía espontáneamente, y una inteligencia natural que pocos a su alrededor gozaban, pero con un sólo defecto, llena de envidia hacia quienes estaban por encima de su clase social. Recorría las casas de los demás Ah Chembal Uinicoob, que es como le llamaban a campesinos y artesanos, diciendo que los almenehoob no eran tan buenos como afirmaban. Lejos de buscar, como muchos de los de su clase, ayudar a la comunidad a ser mejor, se dedicó a esparcir calumnias sobre todo aquel que estuviera por encima de su posición, llena de celos. Al pasar el tiempo, cuando estaba sola en sus labores de recolecta de siembras, fue raptada por los habitantes de un pueblo no tan lejano, que llegaban es búsqueda de ciudades para colonizar; ella, a cambio de hacerse libre, les reveló información valiosa para encontrar y vencer al resto de su pueblo. Un ciclo lunar después, estaba ella y los frustrados colonizadores, vencidos y obligados a ser el último escalón social de los mayas, ocupado por quienes, como ellos, cometían faltas y debían trabajar en obras públicas, siendo los sirvientes del imperio.