ANDREA YAHUACA SOBRE EL ESCRITOR Andrea Yahuaca Santana nació en Atotonilco el Alto, Jalisco en 1992. Al poco de cumplir un año, se mudó con su familia a Querétaro, Querétaro, donde actualmente reside y donde estudia Licenciatura en Ciencias de la Comunicación. Aunque mostró siempre gran sensibilidad hacia todas las bellas artes, desde una edad corta tuvo una inclinación hacia la literatura, siempre su asignatura favorita, siendo sus primeros contactos con ella en concursos de cuento y oratoria. Sintiéndose por lo general fuera de un círculo social y desinteresada por el tener que encajar, buscó un escape en las ideas que rebosaban en su mente, comenzando a escribir más seriamente a los diecisiete años. Los trabajos de C.S. Lewis y J.R.R Tolkien, tuvieron una fuerte influencia en ella, adentrándola al mundo de la novela fantástica. Además de éstos, entre sus autores favoritos se encuentra también Edgar Allan Poe y J.K Rowling.
ÍNDICE
No soy tan rara En la galería La locura Marlene Viento de Marzo
El contenido de estos textos es propiedad y responsabilidad del autor, Par Tres Editores, S.A. de C.V. transmite estos textos de manera gratuita a través de su proyecto de difusión cultural y literaria denominada Biblioteca Digital de Escritores Queretanos. Los autores han seleccionado sus textos para permanecer en dicha biblioteca para su uso única y exclusivamente como difusión literaria, por lo que se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del autor, quien es el titular de los derechos patrimoniales de los mismos.
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No soy tan rara –Sólo inténtalo –insistió Edgar, dedicándole su par de enormes ojos a Valeria. –¡Que no, ya déjame en paz! ¿Quieres que todos aquí piensen que estoy loca? –Creí que no te importaba lo que la gente pensara de ti… –No me importa. Pero si tuvieran que pensar algo, preferiría que fuera el hecho de que estoy cuerda. –¿Estas diciendo que quieres que me vaya? –Inquirió, transmitiendo una chispa de tristeza a través de su mirada. –Sabes que no. Es sólo que… quisiera poder hablarte sin parecer una chiflada, ¿sabes? Eso de estar cuchicheando yo sola por los rincones, me pone de nervios. Tanto que, si la gente no cree que esté loca, yo misma voy a comenzar el rumor. –¡Vamos no es para tanto! No creas que eres la primera que tiene amigos imaginarios. –No, pero probablemente soy la única que les sigue hablando a los veintisiete años. –No es para tanto… –Para ti no. La vida es fácil para ti; puedes decir lo que quieras todo el tiempo, sin preocuparte por las miradas entrometidas que juzgan a la distancia. –Bueno… entonces… ¿lo vas a intentar? –Lo único que voy a intentar es dejar de verte si sigues molestándome. Ya te dije que no. –¡Es fácil! Sólo te acercas, sonríes y dices: ¡hola, soy Valeria! ¡Y BAM! Tienes un amigo nuevo. –Sí, para ti es fácil decirlo, ¡no existes! –Oye, tampoco seas grosera conmigo. –Perdóname, Ed, pero es que me colmas la paciencia –respondió la muchacha, cruzándose de brazos y mirando desde lejos a aquél hombre que parecía tan encantador y que charlaba animadamente con uno de sus compañeros de trabajo. –Bien, si es así como piensas, me iré… –¡No, no! No me dejes, por favor. Si voy a hacer esto, te necesito a mi Biblioteca Digital de Escritores Queretanos
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lado para que me digas lo que debo hacer. –Ya te dije lo que debes hacer. –¡Sabes a qué me refiero! Algo de apoyo moral… de un amigo imaginario… –terminó su frase, sintiéndose algo desanimada. –No pienses en mí de esa manera. Piensa en mí como… algo así como una conciencia. ¿Alguna vez viste Pinocho? –¡Ya basta, no me dejas pensar! –No necesitas pensar estando yo a tu lado. –Eso crees tú. Me estás dando jaqueca… –Bueno… ¿entonces vas a hacerlo? –¿Sabes qué? No. No voy a hacerlo. ¿Para qué necesito conocer personas cuando te tengo a ti? –No lo sé, tal vez para dejar de hablar tú sola en un rincón del salón, en la fiesta de cumpleaños de tu jefe. –No lo digas con ese tono… además, no me molesta hablar sola. Lo que me molesta es que me vean con ojos entrometidos mientras lo hago. –Bueno, justo ahora nadie nos mira. –¿Nos? –¡Bueno, bueno, “te”! ¿Sabes algo? Me lastima cuando no hablas en plural. –Bueno pues a mí me lastima ser la loca del lugar y no me estoy quejando. Además, ya estoy harta de sentirme fuera de lugar. No soy tan rara. ¿Verdad que no, Ed? –¿Me lo preguntas a mí? –Sólo contéstame lo que quiero escuchar. –Está bien. No eres tan rara. –No, no lo soy. Y tú tampoco lo eres –concluyó Valeria, con una media sonrisita de satisfacción. Y todavía sosteniendo en mano su bebida, se alejó paso a pasito del barullo del lugar. Todos la vieron salir completamente sola del salón, pero ella era la única que podía ver a ese peludo jackalope de casi dos metros, que caminaba tranquilamente sobre dos patas, junto a ella.
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En la galería –Por aquí, por favor –invitó el guía, pareciendo terriblemente apresurado. ¿Prisa en una galería de arte? ¿Qué clase de persona haría prioridad el apremio en un lugar donde hay tanto que apreciar? Hice caso omiso de su indicación y dejé que el grupo se adelantara con su atmósfera de esnobismo hacia el siguiente salón, hasta desaparecer de mi vista. Me tomé mi tiempo para elegir desde lejos una obra para mirar, para dejar que mis ojos se fundieran en el lienzo hasta que mi cuerpo comenzara a ser parte de ella. Era una galería relativamente pequeña, armada ye ideada por el viejo rico del diminuto pueblo en el que yo vivía. Había de todo un poco, y desde luego nada era original. No muchas de las obras llamaban mi atención, así que continué caminando junto al muro, manteniendo siempre una mano pegada a él. Podía sentir el arte que latía desde el posterior de las paredes debajo de las yemas de mis dedos, y se infiltraba en cada poro de mi piel. Miré de reojo hacia el marco de madera que se encontraba a unos cuantos pasos delante de mí. Fue el aspecto desgastado que tenía lo que llamó mi atención. El grupo ya no estaba en el mismo lugar que yo, así que me permití permanecer allí, inmóvil, mirando: Un rostro de mujer de aspecto maduro, aunque fresco; su cabello oscuro enmarcaba las facciones redondeadas y suaves, una sonrisa se escondía en su expresión. “La Gioconda”, leí en la inscripción. Seguí avanzando y me detuve frente a otro cuadro. El marco era dorado y tenía figuras talladas en él. Aquella obra me parecía diferente a las demás. También era una mujer, pero había algo un poco más tangible en su mirada. Sus ojos encerraban un secreto; me miraban fijamente mientras me obligaban a intentar descifrarlo. Podía encontrar un atisbo de sufrimiento en ellos; era una mezcla de cansancio y frustración. Casi podía adivinar que había estado llorando momentos antes de ser retratada; lo podía notar en la sutil hinchazón y en la casi imperceptible curva descendente de sus comisuras. Me entraron unas ganas tremendas de hablar con ella, de preguntarle qué la entristecía. Luego miré su boca; era apenas una línea inexpresiva que, irónicamente, transmitía su necesidad de hablar. Pero no se atrevía. No parecía querer que nadie supiera qué era lo que la acongojaba. Pero yo lo supe casi de inmediato: Biblioteca Digital de Escritores Queretanos
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era la soledad. Una soledad ostensible y transparente. ¿Y cómo lo supe? Porque la soledad es la línea de expresión que no miente: se nota en los ojos, en la boca, en las cejas, pero más importantemente, en las marcas aun negruzcas de las lágrimas que han sido derramadas sin que nadie pregunte o le importe de dónde vienen. Sin que nadie las note; sin que nadie las seque. Mientras escrutaba cada milímetro de su rostro, ella parecía hacer lo mismo conmigo. Por un momento me pregunté si los cuadros nos miran a nosotros cuando los admiramos a detalle. ¿Qué pensaría aquella mujer de mí? ¿Encontraría también algún secreto encerrado en mis ojos? ¿Se daría cuenta de que mis labios querían pronunciar también tantas cosas que callaba? Aquél pensamiento me asustó y lejos de seguir mirando, aparté los ojos de aquella aterradora tortura y me encontré a lo lejos con uno de los conserjes del lugar. –Disculpe –le dije. El anciano levantó apenas la mirada y me observó con indiferencia–. Esta pintura no tiene ninguna inscripción, ¿sabe cómo se llama? –¿Cuál? –Inquirió el hombre, pareciendo desconcertado. –Ésta –repetí, señalándola. Él llevó sus ojos hasta el marco frente al que había estado parada y luego de estudiarlo unos momentos, se volvió de nuevo hacia mí. Y mirándome casi con lástima, se acercó lentamente hasta donde yo estaba, sosteniendo con una mano el trapeador. –Ese, señorita –habló firme y claramente el conserje–, es un espejo.
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La locura El segundero se movía de manera extraña: frenética, sin sentido. Aunque aquello sólo yo lo percibía; llevaba demasiado contando el tiempo, era por eso que había dejado de avanzar con coherencia. Ella seguía durmiendo, como desde hacía seis meses. Nadie era capaz de decirme cuándo terminaría, nadie tenía las respuestas a mis preguntas, y una pregunta que carece de respuesta se convierte en un demonio que reside en nuestra mente y no paga renta. Sus ojos habían estado cerrados tanto tiempo que ya había olvidado cómo miraban; su sonrisa estaba apagada y su voz era cada vez un recuerdo más vago en mi mente. Toda ella como individuo comenzaba a resbalárseme entre los dedos; me costaba trabajo tratar de pintarla con mi imaginación y la esperanza se me agotaba. El único motor a mi deseo era el monitor que seguía marcando los latidos de su corazón. A veces sentía que también marcaba los míos y que era lo único que me mantenía con vida, sobreviviendo a su lado igualmente encadenado a esa máquina, pero era más una cuenta regresiva que un marcador. Estaba cansado de hablarle a un cuerpo y no a una persona. Estaba cansado de no obtener una respuesta al decir algo; de terminar cada “conversación” con lágrimas necias y estúpidas. Pero ¿qué otra opción me quedaba? Eso que dicen de que la esperanza muere al último, es cierto. Al principio había veces que realmente pensaba que estaba dormida, que en cualquier momento abriría los ojos. Pero uno sólo se puede engañar durante cierto tiempo y la realidad siempre tiene una manera nada sutil de aplastar nuestras fantasías con cinismo, casi con placer. Así que ¿qué podía hacer, sino esperar? ¿Qué podía hacer sino mentirme a mí mismo? Nada. Sólo nada. Eso es lo que obtenía, eso es lo que había estado sucediendo con mi vida durante todo ese tiempo, y eso era lo que me ganaba todas las noches que me pasaba mirándola, esperando que abriera los ojos como por arte de magia hasta que me quedaba dormido. Y la había visto hacerlo tantas veces en mi mente, que ya no sabía distinguir la realidad de la fantasía; no supe que era verdad cuando la vi hacerlo por fin. La realidad me engañó con una trampa tan elaborada como lo es la muerte, y no me dejó salir de ella hasta que fue demasiado tarde; su realidad ya no era parte de la mía. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos
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Marlene “Sueño de porcelana” Marlene mira por la ventana. Suspira muy profundo y no se mueve más. Espera hastiada a que llegue ese descanso; el sueño más profundo que tendrá. Su cuerpo le ruega, le suplica, pide desesperadamente ese descanso. Y ella comienza su baile con la muerte. Girando, siempre girando. Cruzando la habitación, de esquina a esquina moviéndose al ritmo de la noche, al compás de la lluvia en la ventana, mientras una lágrima brota de su ojo izquierdo, rueda por su mejilla y cae hasta el piso. Marlene cae desfallecida, su cráneo se impacta en el suelo con un sonido escalofriante. Sus ojos, vacíos, del color de la esmeralda, reflejan derrota. Se ha rendido para siempre. Un hilo de sangre se desborda fuera de su boca, pintando sus labios de un intenso carmesí. Su rostro, de un color marchito, se resquebraja y se cae a pedazos, convirtiendo en polvo toda la belleza que ella alguna vez poseyó. Marlene ha terminado su batalla final. La batalla que ella misma se planteó. La batalla que la hizo doblegarse ante el poder de lo inevitable. Lo desconocido. Ha caído fuerte. Desde muy, muy alto. Ha sentido todo el peso del final sobre ella. Sus níveas manos, sus piernas, sus finos cabellos cobrizos. Todo ha terminado tendido en el suelo de madera. Su vestido se ha arrugado sobre su cuerpo. El ostentoso listón que lleva en su cabeza, se posa ahora flácido sobre ella. El tono rosado de sus mejillas se ha desvanecido por completo, siendo reemplazado por un desagradable color grisáceo. Sus hipnóticos ojos verdes ahora se pierden en su cara, alumbrados tan sólo por la escasa luz de la luna, que acentúa, aun más, el aspecto de vencimiento. Ha terminado el sueño de porcelana. Marlene mira desde el piso por la ventana. Suspira muy profundo y no se mueve más. 8
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Viento de Marzo El viento mecía su cabello, y nada más. Miraba con ojos vacíos hacia el profundo abismo que parecía llamarla, con una voz aterciopelada y dulce. Todos sus pensamientos se centraban solamente en una cosa; simple pero determinante: La caída. Una vertiginosa caída que la transportaría a otro lugar. La iba a envolver por completo, en un invisible manto frío de seda. El viento la iba a arrullar con un suave canturreo en su oído, uno que sólo ella escucharía. Su cuerpo danzaría libre, con movimientos suaves y precisos en sincronía con su cabello, creando una hermosa visión sobria y elegante. Pensaba en la caída, pero no en la llegada. Era algo a lo que no le prestaba atención ni importancia. Al fin y al cabo, el sentimiento de libertad valdría la pena. No importaba nada más, tan sólo escapar de aquellos demonios que la tenían cautiva, encarcelada en una jaula dentro de su propia mente. Y así, sin ningún arrepentimiento, sin un momento de fluctuación, dio un paso hacia delante…
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Ganas Hoy comencé a sentir esas ganas inquietas de escribir; de sentir cómo de mis dedos sale una energía bastante parecida a la magia; de ir mirando cada palabra plasmada en la hoja, y sentir cómo se marca en mi piel; de saber que, sólo tal vez, si desempeñó bien mi trabajo como escritora, las sientas marcadas también en la tuya, y quedan tatuadas en tu corazón. Ganas de que, si escribo un verbo, llegue a tí atrevido, inesperado y estimulante: como un escalofrío; ganas de hacerte temblar sin siquiera tocarte; ganas de hacerte saber que todos mis versos, mis prosas, son para tí, y lo fueron siempre, aun entonces, cuando yo no lo sabía. Ganas de escribirme y que me leas; ganas de narrarme y que me sientas. Esas ganas sin remedio de devorarme las páginas una tras otra, como si fueran besos; de convertirnos en historias inmortales y así, incluso después de morir, en papel seguiremos siendo más que tú o yo, nosotros. Hoy comencé a sentir esas ganas de escribirte; de narrarte y describirte; de que leas cada renglón y cada palabra, y de que sepas que todas mis letras son para tí.
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