Marian Ortiz

Page 1


MARIAN ORTIZ Marian Ortiz García de Alba nació en Zamora, Michoacán, el 24 de febrero de 1979. Llegó a Querétaro en 1997 para estudiar Agronomía y desde entonces vive en esta ciudad. Desde muy pequeña escribe cuentos. Narrar historias es su pasión. Cuando estudiaba en el Tec de Monterrey decidió, por primera vez, meter uno de sus cuentos a un concurso y lo ganó. ¿Que por qué me volví hechicero? obtuvo el primer lugar en el certamen de Literatura del campus Querétaro y después ganó el primer lugar en el concurso de intercampus. Al siguiente año escribió un segundo cuento, Amarilla, y también lo mandó a concurso; este cuento obtuvo el primer lugar en el campus Querétaro y después ganó a nivel sistema Tec de Monterrey. Desde entonces Marian sigue escribiendo cuentos, publicó su primer libro de cuentos titulado Raíz (Pangrama, Nuevas Voces, 2017). Es hasta el año siguiente que comienza a incursionar en la escritura de novelas, publicando El sabor de la tierra (Pangrama, Nuevas Voces, 2019) y La mujer de las águilas (Pangrama, Nuevas Voces, 2019), presentados en FIL 2019.

ÍNDICE ¿Que por qué me volví hechicero? Amarilla Eugenia Rastro Mis muertos Las hojas secas

El contenido de estos textos es propiedad y responsabilidad del autor, Par Tres Editores, S.A. de C.V. transmite estos textos de manera gratuita a través de su proyecto de difusión cultural y literaria denominada Biblioteca Digital de Escritores Queretanos. Los autores han seleccionado sus textos para permanecer en dicha biblioteca para su uso única y exclusivamente como difusión literaria, por lo que se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del autor, quien es el titular de los derechos patrimoniales de los mismos.


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

¿Que por qué me volví hechicero? Pasa. Has observado con detenimiento. Sé que te extraña todo esto. ¿Qué por qué me volví hechicero? Para preguntarle a las ánimas. Para que me consolaran los espíritus. Quería traerla de nuevo a mi lado. Buscaba la fórmula, el hechizo adecuado. Los practiqué todos y hasta inventé otros cuantos. Si miras un águila en el momento del amanecer, ella se llevará tu alma a donde le digas. Será tu mensajera. Y sí me funcionó. Se llevó mi alma para buscarla a ella. Pero nunca me la trajo de regreso. ¿Ves todas esas flores secas colgando? Son para que nunca olvide mi recuerdo. Metí la cabeza al río para que ella, cada vez que tomara agua, recordara mi sabor. Corté una pluma del ave azul que vive en la montaña. Recogí seis hongos rayados, pero sólo de los que crecen en el río. Encontré las margaritas rosas, esas que nadie cree que existen. Todo lo mezclé y lo puse en un nido que todavía tuviera pichones. Después lo coloqué en la cueva que está detrás de la cascada y duré hincado cuatro horas frente a él. Tampoco funcionó. Decían que beber sangre de venado aliviaba el corazón. Pero a mí me sigue doliendo. Subí hasta la punta de esta montaña; grité de noche, de día y de madrugada al viento para que me la trajera. Aventé piedras y escalé árboles para atenuar mi rabia y mi desesperación. Todos creían que era parte de mi ritual. Aplaudían mis “danzas mágicas” y no sabían que era dolor lo que veían y llanto lo que escuchaban. Fue así como me convirtieron en el brujo del pueblo; después en el brujo de la región. Junté a cien enamorados, separé veintisiete matrimonios, hice mal de ojo al por mayor, se les cayó el pelo a cuatro y les salió barba a dos. Pero nunca encontré el hechizo para mi aflicción. Qué hermosa mujer. Cómo la amé. Cómo me amó. Morena y fuerte. De los poros de su piel brotaba la pasión. Su boca era fresca, sabía a naranja y su piel sabía a hierba, a pasto. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

3


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

Creo que nunca fui más brujo que cuando la amaba. Podía hacer que saliera el sol entre la neblina. El cielo más negro se volvía estrellado. Podía hacer que la noche fuera infinita mientras estaba en sus brazos. ¿Qué por qué me dejó? Un día llegó un forastero, dijo que venía a investigar la montaña. Estudiaba las rocas. Dijo que eran rocas que no se encontraban en ningún otro lugar. Todos en el pueblo hablaban del forastero. No era viejo, aunque tuviera el pelo cano. Tenía barba blanca, como la que yo tengo ahora. Pero lo que nunca podré olvidar será su mirada. Una mirada bastante inusual. Demasiado tranquila. Demasiado armónica. Demasiado profunda. Su casa era muy extraña: sólo dos sillas, su cama y siete cajas de libros. Yo lo conocí en una de mis salidas a la montaña, lo acompañé y le indiqué el camino. No sé si mi juventud me hizo ver a aquel hombre como un maestro. Después de ese día lo acompañé todas las veces. Me platicaba demasiado. Me enseñó mucho. Aprendí tanto… Así que la llevé a ella para que lo conociera. Tenía que saber quién era el hombre al que yo admiraba tanto. Una vez, al platicar, él se sorprendió de que no entendiéramos los libros. Ella quiso aprender. Yo no. Todas las tardes ella iba a que le leyera libros, le contara cuentos, le hablara de aventuras, le hablara de paisajes… le hablara de ilusiones. Creo que él la hechizó. Metió sus historias en su cabeza. Su voz en su cuerpo. Sus ojos en su piel. Ella se durmió en la orilla del río de sus palabras y no se dio cuenta cuando la corriente la arrastró. Y un día él desapareció. Ella también desapareció. Eso fue todo lo que supe. Simplemente un día ya no la encontré. Cómo la busqué. Cómo la lloré. Cómo la maldije y cómo la imploré. Una mañana cerré mi puerta para dejar el pueblo y subir a la montaña. Por eso vivo aquí. Me gusta vivir sólo, entre maderas y con olor a carbón. Me gustan las guaridas obscuras, creo que porque asustan a la gente. La vida de hechicero sabe bien. Te vuelven sabio, te vuelven profeta. Y aunque uno mismo no lo crea de repente ya lo eres. La gente te da poder. Empiezas a adivinar lo que piensan, sus mentes te lo permiten, ellas son las que te dejan entrar. Debes de crear la atmósfera adecuada, un olor suave, un sonido tranquilo, una voz estimulante. De pronto sientes lo que sienten. Piensas lo que piensan. Entonces los puedes influir, ha comenzado el hechizo. No sólo oyes con los oídos, oyes con los ojos y también con el corazón. 4

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

No sólo escuchas palabras, también escuchas sentimientos. Todo eso ya pasó. Ahora soy viejo, pero todavía sigo pensando en ti. Debí haber creído en el destino. Creer que al final él te iba a traer a mí. Pero ni con toda mi magia puedo adivinar por qué regresaste. Sé que mis hechizos no han sido los causantes. ¿Ha sido la montaña?, ¿Han sido tus recuerdos?, ¿He sido yo? Recuerda que soy hechicero, ahora sé leer tus pensamientos. Lo sé. Sé que te confundiste. Lo sé. Sé que te equivocaste. Creíste que el mar era el cielo, que la noche la mañana, que las historias amor. ¿Y esa mirada? Ahora sé por qué viniste. ¿Quién te dijo que me estoy muriendo?

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

5



ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

Amarilla Otra vez. Una vez más. Como siempre. Ella llega y ve la misma imagen que ha visto durante días, durante meses: la gran ventana, él en la cama, la vela prendida. La mañana ha iluminado cada rincón de la recámara. Por supuesto él ya está despierto, recostado, viendo de frente a la ventana. Esa ventana. Él descubre su presencia en la habitación y, desde la cama, le dice lo mismo que cada mañana: “Ábrela. Quiero que cuando llegue entre con facilidad. Que se sorprenda de que no opongo resistencia. Que vea que no le tengo miedo. Que la espero”. Marina cruza la puerta, camina, se para frente a la ventana. No le gusta abrirla. Le tiene miedo. Ella también cree que por ahí va a entrar la Muerte. Está segura de que una mañana entrará el viento como una ráfaga y con él vendrá la Muerte a llevarse a su General. A pesar de todo, la abre. Ella no lo va a contradecir. Nunca lo ha hecho. El olor a montaña entra, se filtra, penetra. Como el espacio es pequeño pronto se impregna. Marina se tranquiliza, no huele a muerte. Una vez más huele a fresco, como siempre. Ella voltea y ve a su General, el pelo blanco, los ojos profundos, la mesita junto a la cama, la vela de siempre con la llamita de siempre. Reza porque el viento no la apague. Se sienta junto a la cama. Se toman las manos. Se miran. Es el hombre más estricto que ha conocido. Después de tanto tiempo aún sigue con la mirada rígida, pero no le da miedo. Jamás la ha asustado. A ella le da ternura. Sólo ella conoce que en el fondo es indefenso. La sigue observando con esos ojos profundos, duros, pero sabe que la ve con cariño. Ese cariño diferente y esa forma de querer tan extraña que sólo ella comprende. Que sólo ella valora. Marina continúa sus actividades diarias; llega a su jardín, lo observa con orgullo, como alguien que contempla una meta realizada. Empieza a podar sus rosales. Pasa todas las mañanas en esos rosales. Y ahí es donde Marina respira, donde analiza, donde puede soñar. Pero esta mañana no está soñado. Está pensando en lo que ocurrirá cuando se haya ido su General. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

7


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

No sabe vivir sin él. No sabe qué va a pasar cuando ya no haya a quién visitar por las mañanas, a quién arreglarle el uniforme, a quién decirle buenas noches. Recuerda cuando lo conoció. Admite que desde entonces no ha dejado de pensar en él. Nunca ha podido apartar esos ojos de su mente; esas manos de su cuerpo. Lo quiere tanto. Lo necesita tanto. Quita una hoja marchita. Levanta pétalos caídos. Le da forma al rosal amarillo. Siempre ha sido su favorito. La primera vez que la besó le había llevado una rosa amarilla. Recuerda que nunca le ha dicho una palabra cariñosa. Jamás le ha dicho que la quiere. Pero sus ojos dicen más. Esos ojos no mienten. Esos ojos la hacen sentir una mujer amada. Marina recuerda, pero en sus recuerdos no hay voces; él habla tan poco, pero dice tanto con sus silencios. Se acaba de picar un dedo. Todas las mañanas le pasa. No suele poner atención a las espinas. Se ve las manos, ahora ya tan arrugadas. Le han salido manchas de tanto sol, de tanto jardín. Pero le agradan, son huellas; con ellas comprueba que ha vivido. A su General le gustan mucho sus manos. Siempre las acaricia, las observa, pero nunca las besa. Toda una vida juntos y aún no lo conoce. Aún no entiende por qué ha estado tanto tiempo con ella. Por qué aún sigue a su lado. El General necesitaba una mujer más fuerte, más resistente a las impresiones, a las malas noticias. Una esposa recia, que exigiera cariño. Pero Marina no era así. Ella lo único que tenía era haber sido prudente, haber guardado el secreto con cuidado. Sin preguntas. Sin reclamos. No hubiera sido honroso frente a sus hombres, su imagen frente a los militares no habría sido la misma. Así que ella prefirió callarse, protegerlo con su silencio y así convertirse en la única mujer que lo ha protegido. Pero cómo le hubiera gustado ser mamá. Un ventarrón le golpea la cara. Hay muchos pétalos en el suelo. Muchos amarillos. Por un momento no respira, sólo piensa en la ventana. Corre. Ya no puede correr tan rápido. Cómo desearía ser más joven. Entra a la recámara. De golpe ve la imagen. Es la misma que ha visto durante días, durante meses. La gran ventana, él en la cama, pero no puede quitar la vista de la mesita. La vela está apagada. Camina despacio. Respira. Ahora ya no huele a fresco. Huele diferente. Va a cerrar la ventana. Cambia de opinión. Tal vez un día los vuelva a unir el viento. 8

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

Eugenia No puedo entender que todas sus pinturas estén en esta ciudad que nadie conoce, donde los ríos se desbordan y hay que esperar días hasta que la corriente baje para poder entrar o salir de ella. En esta ciudad todo lo que se considera importante se encuentra en la plaza: la catedral, el banco, el salón de fiestas y hasta la cárcel. Sin embargo el museo no está en la plaza. Supongo que se les hizo adecuado dejar las pinturas en la casa donde ella nació. Al entrar al museo me sorprende ver que esté tan bien cuidado. Es de un solo piso, techos altos y pasillos largos y amplios. No hay una sola persona. Seguro en esta ciudad nadie sabe apreciar su arte. Empiezo a caminar por los pasillos, no falta ni una sola pieza, toda su obra está aquí. En el fondo veo a un hombre sentado, creo que la silla es de madera. Me voy acercando pero él no se mueve. Me entretengo viendo las últimas pinturas para ver si dice algo, pero el silencio sigue; sólo se oyen mis pasos como un sonido sordo, casi lejano. Se me acaban las pinturas, ya estoy junto a él, veo sus ojos grises, combinan con su barba plateada. Por fin logro decir Buenos días, –Buenos días muchacho– me contesta y continúa con la expresión inalterable, con la mirada seca. Me empiezo a sentir ansioso, no sé si sea por el silencio tan pesado; sólo se me ocurre salir del museo. Me justifico pensando que tengo que encontrar un hotel para dormir. Hoy amaneció lloviendo. Me gusta despertar así pero espero que no se repita varias mañanas, porque no quiero que la ciudad se inunde y me tenga que esperar más tiempo del necesario. Llego al museo y huele a húmedo, a recién llovido. Otra vez no hay nadie, sólo el mismo hombre sentado en su silla de madera. Me incomoda pensar que sólo estamos él y yo; lo bueno es que no habla, así será más fácil estudiar las pinturas y escribir mis reportes. Se me hacía tan distante el día en que pudiera estar frente a una pintura de ella y, ahora, estoy hasta en su ciudad y en su casa. Debió de ser una mujer muy fresca, los tonos la delatan. “¿Habrá esperado el atardecer en la plaza, como toda esta gente? ¿Por qué abandonó la ciudad? ¿Por qué no se saben detalles sobre su muerte?”. No puedo evitar el reflejo de mirar hacia el fondo del pasillo, aunque siempre vea lo mismo. Él no se mueve. El día transcurre mudo, esta tranBiblioteca Digital de Escritores Queretanos

9


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

quilidad debe parecerle interminable. Se ve entumido, resignado. Regreso a esta casa durante días. Ya distingo entre el olor de las paredes y el del piso. Ya reconozco el sabor del aire cuando recién ha llovido. Casi he terminado con todas las pinturas; sólo me faltan las del fondo. No quiero trabajar junto a él; transmite un aletargamiento al que no me quiero acercar, pero a su lado está el cuadro que más me interesa. Tengo que sentarme muy cerca de él. El silencio es tan grande que alcanzo a oír su respiración; me retumba en los oídos; me desconcentra. Recojo mis apuntes. Tal vez mañana sea un mejor momento. Otra vez mis pasos resquebrajan esta casa de silencios. –He visto que has pasado mucho tiempo estudiando el Claroscuro; parece que ella te interesa. Seguro que no eres de por aquí. Oigo su voz como un relámpago que, sin hacer ruido, recorre todo el lugar. Volteo de golpe, alcanzo a leer un letrero que cuelga de su camisa “Francisco”. Vuelve a hablar sin mirarme: –A ella le salía la alegría por los ojos, siempre sonreía. Siempre. Cualquiera que se acercara a ella quedaba envuelto en una tranquilidad que sólo se rompía cada vez que se reía. Yo la conocí por su risa. Fue en su presentación ante los críticos capitalinos. Yo caminaba con precaución entre esos cuadros que me invadían de una extraña quietud; de repente oí una risa demasiado fresca para alguien de esa ciudad. Se llamaba Eugenia. Era una mujer que no buscaba, atraía. Esa noche compré varias de sus creaciones. No nos volvimos a separar. Viajamos a la selva cuando quiso pintar verdes y a las montañas cuando quiso pintar blancos. Me dediqué a verla y a que los demás la vieran. La involucré con toda la gente que se dedicaba al arte en la ciudad. Vi cómo críticos y artistas buscaban su compañía. Me convertí en anfitrión de fiestas en jardines, de cenas en galerías y en nuestra casa se recibió a cualquiera que deseara entrar. Me gustaba ver como todos los que la rodeaban creían que la conocían. Ella platicaba sin inhibiciones, parecía que vaciaba su interior en cada conversación. Pero sólo a mí me dejó ver a esa mujer no tan sencilla pero simple. Descubrí que no le gustaban los gatos ni las almejas; que le gustaba que el cielo tronara sin llover; que nunca antes de mí besó a nadie; que le gustaba el viento que pega en la cara, las casas viejas y desayunar muy poco. Los días se me volvieron fáciles, pasaban rápidos… comencé a creer en la vida. Un día me dijo que tenía ganas de visitar su ciudad. Creyó que sería bueno venir a la fiesta de la peregrinación. Tenía ganas de pintar sobre esa tradición tan de su gente, tan de ella. Cuando llegamos ya las personas invadían las calles. Al caminar te asaltaba una mezcla de olores entre agrio y alcohol, entre incienso y cigarro. Volteó y dijo “Ya no es como antes”. Entonces, no recuerdo si primero se 10

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

oyeron los gritos y luego comenzó a correr la gente, o si fue al revés. De pronto no la vi. Desapareció entre ese tumulto que ahogaba mi voz. Me tropezaba con personas tiradas. Recuerdo que un niño lloraba cerca de mí. Sentí ese pánico que se contagia. Fui arrastrado por el gentío; corriendo sin querer correr; gritando sin querer gritar. Por fin llegué a un parque donde la muchedumbre se dispersó. Fui dejando de correr poco a poco. Mis ojos la buscaban desesperados. El instante se volvió eterno. Caminando sin fuerzas regresé a la calle donde antes corría el gentío. Ahora el silencio invadía el lugar. Cuantos zapatos… cuánto aire… La vi tirada sobre la banqueta. Me acerqué despacio, casi por inercia. Me vio sin asombro. Intentó hablar pero las arrugas de su voz confundían las palabras. Sus labios me supieron a despedida. Entonces comprendí que no habría un después… Regresé a la capital sin ella; todavía sin comprender que ya no la tenía. Me fui obsesionando con la idea de poseer todas sus pinturas, de tapar con ellas el hueco de su ausencia. Rastreé a los que tenían sus obras; las compré todas. Después adquirí esta casa, la casa donde nació, y concentré aquí toda su esencia; todo lo que ella había creado. Y ahora vivo aquí, en esta casa donde se mezclan la humedad, los recueros y el silencio… Muchacho, ya no tarda en llegar la temporada de lluvias, si no te vas pronto de la ciudad, tendrás que esperar bastantes días hasta que la corriente baje y los caminos se despejen. Me despido del hombre sin decir una palabra. Sólo veo sus ojos cansados y su letrero que dice “Francisco”. Sigo su consejo y me voy de esta ciudad y de esa casa donde Eugenia existe. Ya en mi coche comprendo por qué la gente no va al museo. Se sienten culpables. Saben que ellos la mataron. Sigo avanzando mientras la noche se vuelve densa. No puedo deshacerme de la imagen de ese hombre con su silla, sus pasillos y sus pinturas; siento asfixia. Los relámpagos recorren todo el cielo pero no llueve.

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

11



ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

Rastro Voy manejando por un pequeño camino rodeado de bosque. El GPS de mi celular indica que estoy a punto de llegar a mi destino. “Mi destino” murmuro y mi cabeza comienza a pensar en las posibilidades que tiene esa frase: “¿mi destino es un lugar?, ¿Es una fuerza inevitable?, ¿Son acontecimientos predestinados?”. Interrumpo mis cavilaciones al vislumbrar, al fondo del camino, la cabaña que estoy buscando. “Mi” cabaña por este fin de semana. La renté por internet, buscaba un lugar solitario, en el bosque, para poder concentrarme y escribir sin interrupciones. Así que por los siguientes tres días esta cabaña es mía. Estaciono el coche y bajo. El olor a pino me recibe, me hace cerrar los ojos y respirar profundo. La cabaña es más pequeña de lo que creía, espero no haber sido víctima de fotografías engañosas. El lugar se encuentra sobre una pequeña loma, con la vista del valle a sus pies. Con la mirada recorro los alrededores, pinos altísimos son los dueños del lugar, un silencio delicioso lo cubre todo. No puedo pedir más. Acordé con el dueño que dejaría la llave dentro de una maceta de hortensias. La encuentro sin dificultad. Abro la puerta y la imagen me sorprende, es mucho más bonita de lo que imaginaba, las fotos de la página de internet no le hacen justicia. Es acogedora pero sobria; paredes de madera, piso de piedra. No hay cuadros, pero algunos adornos de buen gusto decoran la sala. Encuentro la recámara, es amplia, iluminada, me gusta la colcha. Abro el closet, está completamente vacío; reviso el baño, no hay ningún objeto personal, justo como debe ser, son las reglas establecidas en esta página de internet. Estoy cansada, la cama se me antoja, pero al mismo tiempo estoy ansiosa por empezar a escribir, así que dejo la maleta y busco el estudio. Al entrar quedo impresionada. Un gran ventanal me muestra un valle forrado de pinos. Las copas de los árboles se mecen, mesclan sus distintos tonos de verde formando una imagen en movimiento. Bajo el ventanal, un desnudo tablón de madera hace las veces de escritorio. Las otras tres paredes están cubiertas de libros. Enteramente cubiertas de libros. De inmediato me siento cómoda en este lugar. De prisa voy por mi laptop, no quiero perder tiempo, estoy entusiasmada por empezar a escribir. Me siento ante el escritorio, no hay lápices ni hojas de papel, ningún accesorio, sólo una madera suave y bien pulida. La silla es muy cómoda, podré pasar varias horas escribiendo, Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

13


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

justo lo que estaba buscando. Mientras enciendo mi computadora observo el paisaje que tengo ante mí, la imagen de ese bosque me tranquiliza, la luz tan clara que entra por la ventana me calma. Ya tengo abierto el archivo, mi texto inconcluso, estoy lista para trabajar. Pero antes, tengo que llevar a cabo mi ritual: prepararme una buena taza de café y darle el primer sorbo antes de escribir la primera palabra. Cuando me dirijo a la puerta del estudio un libro llama mi atención, deslizo el dedo por el lomo y sonrío, es el último libro que acabo de leer. “Este tipo ya me cayó bien”, pienso mientras salgo del estudio. Voy nuevamente al coche para bajar la comida que traje y mi cafetera. Sé que parece extraño que viaje con mi cafetera pero, tratándose de mí, no es tan raro. Tomar buen café es mi único vicio. Me gusta preparar café de granos recién molidos y no es común llegar a un lugar de renta donde, además de una buena cafetera, tengan molino. Así que compré esta cafetera para cuando salgo de viaje, tiene un molino incluido y es bastante portátil; sólo prepara americano, pero puedo aguantar un fin de semana sin mi preciado espresso. Conecto la cafetera, agrego el agua necesaria. Saco el café en grano que acabo de comprar, he encontrado un lugar fabuloso donde tuestan el café diariamente. Para mí el café es como el pan, se debe hornear a diario. Mientras se muele el café, la cocina se va llenando de un aroma al que soy adicta, un aroma que me hace sentir que todo está bien. Busco una taza, abro diferentes gabinetes tratando de encontrarla. De repente, me quedo paralizada, encuentro un arsenal de artículos para preparar café: una prensa francesa, la máquina italiana, una chemix, un sifón, una báscula que se ve muy profesional, un molino. Sorprendida tomo el molino; es un molino muy especializado que yo acababa de ver en una tienda y no me había animado a comprar porque estaba muy caro. Parece que el dueño de esta cabaña también es un apasionado del café. Estoy impresionada, nunca me habría esperado encontrar algo así, volteo a ver mi cafetera y me siento ridícula. Mientras se termina de preparar mi café voy revisando cada uno de los aparatos, se me antoja usarlos todos, cada uno de los métodos de preparación resalta atributos específicos de los granos del café, unos resaltan la acidez, otros dulzura y suavidad, otros dan un café de gran cuerpo y aroma. Sonrío mientras pienso en la variedad de buen café que tomaré este fin de semana. Mi cafetera ya terminó y todavía no encuentro una taza; al abrir la siguiente puertita las encuentro, sólo hay cuatro, todas de cristal. Yo prefiero las tazas de porcelana porque mantienen mejor el calor, pero seguramente a él le gusta observar los colores, la textura y la uniformidad de su café. Regreso al estudio con mi taza, ese pequeño espacio cubierto de libros 14

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

me cobija. Me siento frente a la computadora y doy el primer sorbo. Ha comenzado el embrujo. Escribo concentrada, relajada. La paz y el silencio de este lugar me abren la puerta para sacar lo que traigo dentro; el ajetreo de mi casa no me lo permitía. Han pasado varias horas, mi espalda necesita estirarse, camino un poco para desentumirme. Con mirada distraída observo los libros que tapizan las paredes. Me doy cuenta de que no están acomodados al azar, hay un orden, una especie de clasificación. Tiene sección de premios Nobel, otra de autores latinoamericanos, de literatura inglesa, otra de obras clásicas, hay sección de libros de Historia: sobre la segunda guerra mundial, la revolución rusa, la primera guerra mundial; al lado de esa hay más libros de historia pero esta vez son de Historia de México: la Conquista, la Independencia, la invasión americana, la invasión francesa, el imperio, la revolución. Este orden tan meticuloso me da a entender que el dueño valora mucho sus libros, le gusta saber dónde los tiene para encontrarlos sin dificultad. Con más detenimiento observo los títulos, me gusta su selección; empiezo a sentir simpatía por él. De repente veo un libro que llama mi atención, lo saco, es mi libro favorito, no puedo creer que lo tenga, no es un libro popular, ni famoso. Comienzo a hojearlo y descubro que tiene varias anotaciones en los bordes de las páginas, no resisto la curiosidad y me siento en el escritorio a leerlas. Tiene frases subrayadas, flechas, palabras encerradas. Por medio de sus anotaciones voy conociendo sus opiniones, su postura hacia ciertos temas, viajo a través de su pensamiento. Empiezo a darme cuenta de que coincidimos en varias ideas, sus puntos de vista me hacen pensar, sus observaciones me parecen congruentes. Nunca había podido discutir con alguien este libro que tanto me gusta, no había conocido a alguien que lo hubiera leído, y ahora estoy frente a estas anotaciones emocionada por tener una “conversación”, por tener a “alguien” con quien comparar mi opinión. Cierro el libro y me quedo pensativa, por unos instantes siento que conozco a este hombre, siento que compartimos algo. Me voy a dormir con la ilusión de descansar, de dejarme envolver por la obscuridad del bosque y el silencio de la cabaña. Apenas abro los ojos y pienso en mi café, hoy voy a utilizar la máquina italiana. La cocina de la cabaña es un lugar ventilado, los olores de la mañana la refrescan y la renuevan. Saco la italiana, es pequeña, sólo para tres tazas, supongo que vive solo. Tomo el molino. Estoy sacando la báscula cuando descubro un paquete justo detrás. Lo saco, lo observo, parece una bolsa de café, ya está abierta pero se ve muy bien sellada. Tengo curiosidad por probarlo, se ve que este tipo sabe mucho de café, así que imagino que esta bolsita debe de ser de muy buenos granos. Espero que no le moleste que tome un poco. Peso los granos y programo el molino para una molienda muy fina, es lo mejor para la cafetera italiana. Cuando empiezo a molerlo Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

15


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

percibo algo diferente, el aroma es distinto, no lo reconozco, es un aroma exquisito, envolvente. Me siento ansiosa por probarlo. Lo coloco en la italiana y la pongo al fuego; debe ser un fuego lento, las prisas no se llevan bien con la preparación del café, es una actividad casi artesanal. Mientras espero que el café comience a subir recuerdo al último amigo con el que estuve saliendo, me ofreció el peor café que me he tomado en mi vida, prudentemente le pregunté que de dónde lo había sacado y me contestó que era de ayer y lo había recalentado. Me espanté, no podía creer que alguien tomara eso, y que lo considerara suficientemente bueno como para ofrecerlo. No dejé de salir con él por esa razón, creo. Aunque, ahora que lo recuerdo, el amigo anterior a él tomaba café instantáneo y al poco tiempo de descubrirlo ya no volví a verlo. No me gustaría aceptar que hay un patrón en mi comportamiento. Las primeras burbujas brotan en la italiana y me ayudan a dejar de pensar en tonterías. Poco a poco el café comienza a escurrir y un aroma indescriptible me seduce. Me quedo con la mirada fija observando cómo se va llenando la cafetera. Me sirvo, y con mi taza humeante me dirijo al estudio. Con toda calma doy el primer sorbo. El impacto es instantáneo. El sabor es refinado, sutil pero de gran cuerpo, balanceado. Nunca había probado algo así. Me siento confundida, extrañada pero no puedo dejar de sonreír. Comienzo a escribir sintiéndome despejada, mis palabras fluyen, desfilan sin tropezones. Después de algunas horas he avanzado tanto en mi texto que casi lo termino; sin embargo, no me siento cansada. Con curiosidad, pero tranquilamente, empiezo a revisar los libros que me rodean. Quiero saber más sobre él, sobre este hombre que se toma tan en serio el arte del café, que le gusta leer, que se interesó por el mismo libro que yo. Entonces empiezan a aparecer ante mí varios títulos que yo también he leído; como siempre, las anotaciones al pie de página me dejan conocer sus opiniones. Me siento identificada. Encuentro libros que tenía planeado leer y otros que ni siquiera conozco pero que ahora, definitivamente leeré, tan sólo por saber por qué los ha elegido. Paso toda la tarde sintiendo que platico con él, imagino que compartimos una taza de café mientras conversamos sobre aquellos libros que nos han ayudado a construir ideología, esos libros capaces de generar transformaciones en nuestra forma de percibir la realidad. Me doy cuenta de lo sola que estoy, hace tanto tiempo que no tengo pareja o un buen amigo que ya sólo me queda imaginar que platico. Sin darme cuenta un pensamiento va creciendo dentro de mí, primero como una idea borrosa, después como algo que me inquieta y no me deja concentrarme, al final se ha vuelto un piquete, una punzada constante: quiero conocerlo. Entonces comienzo a recorrer la cabaña en busca de pistas que me digan quién es, que me platiquen de él. Pero no hay objetos personales. Entonces reviso la cocina con mayor atención, tratando de in16

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

terpretar lo que veo. Observo la cantidad de platos, de vasos, de cubiertos; debe vivir solo y seguramente no recibe muchas visitas. Abro una puerta junto a la cocina y veo una lavadora, es pequeña, definitivamente vive solo. Entonces observo un bulto de alimento para perros y un plato. ”¡Tiene un perro!”, río emocionada, “¿Por qué me emociona?”, ¿A mí que me importa?”, las ideas empiezan a saltar en mi mente, se desacomodan. Siempre me he considerado una mujer analítica, pragmática, no busco señales ocultas, sospecho del sentimentalismo. Y ahora estoy en medio de esta cabaña fantaseando con un hombre al que no conozco. ¿Y si es horrible? ¿Y si es un viejito? ¿Y si tiene una verruga en la punta de la nariz?, sacudo la cabeza como respondiéndome a mí misma, diciendo que no me importaría porque sólo quiero conocerlo y nada más. Ya es de noche, me voy a al cuarto consiente de que dormiré en su cama, una extraña sonrisa atraviesa mi cara. Al despertar lo único que quiero es volver a probar su café. Había decidido sólo hacerme esa primera taza, no quería abusar, pero no puedo resistirme, no quiero resistirme; hoy me voy de la cabaña y no puedo irme sin probarlo una vez más. Anticipando el placer, saco con toda calma los utensilios. Me vuelvo consciente de mis movimientos. Lentamente huelo los granos de café, al molerlos cierro los ojos concentrándome sólo en el aroma. Coloco el café recién molido en la cafetera italiana y regulo el fuego. Mientras burbujea pienso en él, me pregunto si lo estaré idealizando, me respondo que no, no estoy inventando nada, me estoy basando en hechos, sé que le gusta el café, los perros, el bosque; sé lo que le interesa leer, tengo idea de sus opiniones acerca de algunos libros. Lo demás no lo conozco pero tampoco lo invento. Pienso en el rastro que dejamos en nuestras casas, ese rastro que se percibe en las pequeñas cosas, en las menos pensadas. “Si alguien entrara a mi casa, ¿Qué podría deducir sobre mí?”. Con mi taza entre las manos camino hacia el estudio y enciendo mi laptop. Pruebo mi café y nuevamente me invade una sensación profunda, de conexión conmigo misma. “¿De dónde habrá sacado este café?”. Me meto en la página donde renté la cabaña para recordar su nombre, lo encuentro junto a su foto de perfil: es la imagen que estoy viendo en este momento, la vista del bosque a través de este ventanal. El nombre que leo es muy común, lo busco en internet y me aparecen cientos de personas con ese mismo nombre, no me sirve como pista. Mi necesidad de conocerlo ya es franca, palpable, así que decido tomar la vía corta y escribirle directamente; la página de renta de casas te permite contactar al propietario. –Hola. Sin querer encontré tu café y no pude resistir probarlo. Después no pude prepararme solo una taza. Discúlpame, ese café me tiene hechizada. ¿Dónde lo consigues?” –No te preocupes, ese café también es mi veneno. Te entiendo. Hoy Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

17


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

por la tarde regreso a mi cabaña, si puedes esperarme te puedo llevar un paquete. –¿En serio? ¿No es mucha molestia? –contesto sorprendida. –¡No hay problema! Me da gusto saber que alguien comparte mi vicio. –Muchas gracias, entonces te espero –escribo contra mi voluntad. –Nos vemos a las 4:00 pm. Cierro mi laptop de golpe. Me sudan las manos. ¿Estoy loca?, ¿Qué me pasa?, ¿Cómo pude escribirle a ese hombre? ¡Yo no soy así!, soy cautelosa, precavida, demasiado desconfiada. Y ahora estoy a punto de verme con un hombre al que no conozco, “si lo conozco” dice mi voz interior, ¡Ya cállate! Me grito a mí misma, y me dirijo a tomar un baño buscando aclarar mis ideas. “Tal vez ese café sí sea un veneno” pienso mientras abro la regadera. El día pasa con una mezcla de minutos eternos y horas veloces. Recojo mis cosas sin concentrarme, con la mirada ausente. Toda mi atención está puesta en él, repaso todo lo que sé, siento que nos entendemos, que hablamos el mismo idioma, el idioma de los intereses compartidos, entonces desparece el miedo y me sorprende la ilusión. A las cuatro de la tarde en punto aparece una camioneta al fondo del camino, me escondo tras las persianas de la cocina para poder ver sin ser vista. El corazón me retumba en los oídos. En cuanto se estaciona un perro salta por la ventana, es un labrador café que inmediatamente se dirige a olfatear las macetas de la entrada. Entonces se baja él. Se me va el aliento al ver su pelo blanco y un poco alborotado, su barba blanca y bien recortada. Debe tener unos sesenta años. Me dobla la edad. No pensé que fuera tan grande. Comienza a caminar hacia la cabaña y puedo ver unos ojos verdes y melancólicos. Tiene la mirada profunda y tranquila. No sé por qué pero sonrío, algo dentro de mí me dice que esto era lo que yo esperaba. Salgo y nos encontramos a medio camino. –Mucho gusto –me dice con una voz ronca y sonrisa franca. Creo que respondí “Hola”. –Toma –me dice mientras pone un paquete en mi mano–.Tu café. Traje otro para reponer el que te acabaste sin querer –me dice con una mueca divertida. Siento como el color rojo invade mi cara. Tomo el paquete y le agradezco mientras respiro profundamente tratando de recuperar mi tono natural. Por fin logro decir: –Mientras escribía en el estudio pude ver tus libros, he leído varios. Por curiosidad leí algunas de tus anotaciones, coincido en muchos puntos de vista pero no comparto algunas de tus opiniones –se me quedó viendo con sorpresa. Había curiosidad en su mirada. –Qué interesante –me dijo con calma–. Me gustaría discutir contigo sobre esos libros. ¿Te puedo invitar una taza de café mientras platicamos? 18

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

–Claro –contesté sin poder ocultar una sonrisa. Nos dirigimos hacia la cabaña. El perro me olfateaba. Sentí la mente despejada. Caminé saboreando el placer de un café bien conversado.

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

19



ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

Mis Muertos Otra vez no pude dormir bien, esa voz que me llama en sueños no me deja descansar, murmulla mi nombre, lo repite creando un sonido como de gota de agua que cae, rítmicamente, de una llave con fuga; es un sonido suave, constante, aturde. No estoy seguro de cuántas noches llevo escuchado esa voz, pero me siento debilitado, ansioso, irritado por la falta de sueño. Al principio creí que eran pesadillas normales, de esas que vienen cuando cenaste de más, entonces comencé a cenar fruta o ensalada, pero la voz siguió llamándome. Entonces creí que era el estrés; últimamente he tenido muchos problemas en mi trabajo y seguramente llegaba alterado a la hora de dormir. Comencé a tomar tés especiales para relajarme, probé el de valeriana, el de tila, el de pasiflora y sí surtieron efecto, me dormía inmediatamente, pero otra vez la voz se metía en mis sueños diciendo mi nombre e impidiendo que descansara. Hoy estoy sentado frente a mi cena, lechuga con jitomates y un gran té de tila con valeriana, porque ya empecé a hacer mis mezclas de hierbas para ver si funcionan mejor. Pero algo me dice que la solución no va por ahí, no es cuestión de quedarme dormido pronto, sino de que no me despierte esa voz. He decidido hablarle yo, preguntarle de una vez por todas quién es y qué quiere. Así que me voy a dormir sin tomarme el té, no vaya a ser que esa mezcla me caiga de peso y olvide hacer mis preguntas. Despierto descansado, sonriente. Me preparo un desayuno vasto: huevos con chorizo, nopales y frijoles; desde que estoy cenando ensalada traigo el hambre acumulada. Mientras como tranquilamente pienso en mi sueño, resulta que es el bisabuelo el que me habla, quiere que lo traiga de regreso a esta casa. ¡Cómo no me lo dijo antes! Me hubiera ahorrado muchas noches de desvelo; bueno, tal vez fue mi culpa por tardarme tanto en preguntar. Ahora sólo tengo un problema, no sé dónde está enterrado el bisabuelo. Mi mamá también vive en esta gran casona vieja, nos acompañan los recuerdos y las historias de varias generaciones de nuestra familia que vivieron en esta misma casa. A mi mamá sólo la veo a la hora de la comida; en la mañana salgo muy temprano a trabajar y en la tarde ella está en el patio de atrás cuidando sus macetas. Pero siempre comemos juntos. Así que hoy mientras comemos le pregunto dónde está enterrado el bisabuelo. –En la Hacienda que nos quitaron –contesta. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

21


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

–¿Entonces por qué lo enterraron ahí? –Porque nos la quitaron después de terminada la revolución, en el reparto agrario, y tu bisabuelo había muerto mucho tiempo antes. –¿Y por qué no se lo trajeron cuando dejaron la Hacienda? –Salimos de ese lugar encañonados, no nos dejaron sacar ni siquiera la ropa, ningún mueble, mucho menos a nuestros muertos. –Y ahora ¿en manos de quién está la hacienda? –De los ejidatarios –me responde– aunque me han dicho que la casa está abandonada. ¿Por qué preguntas?, ¿Por qué tanto interés? Le cuento sobre mis noches sin dormir por culpa del bisabuelo. Me voltea a ver con asombro, después su mirada refleja molestia, envidia. Levanta la barbilla y con voz muy digna me dice: -No sé por qué te escogió a ti, a mí me encantaría hablar con él y siempre ando pidiéndole que se me aparezca, y ahora resulta que se te aparece ti, ¡qué desfachatez! - Se levanta y, con su paso lento y sus pies cansados, se dirige al patio donde sus macetas la esperan. Al día siguiente comienzo a planear el rescate del bisabuelo, tengo que confesar que me ilusiona completar la cripta familiar. En esta casona tenemos una capilla donde guardamos las cenizas de la mayoría de nuestros antepasados, son muy pocos los que nos faltan; así que la posibilidad de traer al bisabuelo y contar así con un eslabón tan importante me llena de emoción. Consigo una pala, un pico, una barra de acero, seguramente también necesitaré una cuerda. Iré el próximo fin de semana. Lo único malo es que ese fin de semana viene a visitarme mi hija, no sé qué piense sobre abrir tumbas, sólo tiene 12 años. Ni modo, también son sus antepasados. Ya no he vuelto a escuchar al bisabuelo en sueños, he dormido muy tranquilo y en paz. Hoy, al levantarme, encontré una vieja fotografía tirada en el piso, en medio del cuarto. La pisé sin querer. La levanté, no recordaba haber tenido esa fotografía en mi recámara, es de una mujer, no la reconocí, no sé quién es, ni de dónde ha salido. La puse sobre mi escritorio y me fui a trabajar. Al regresar a mi cuarto, por la noche, contemplo la fotografía que me espera tranquila en mi escritorio, tengo una duda en la cabeza, pero no sé cuál. Me acuesto intentando no pensar. En la mañana, al levantarme, encuentro nuevamente la fotografía en el piso, estuve a punto de pisarla otra vez. La dejo con cuidado sobre mi escritorio y me voy a trabajar analizando mis sospechas. A la mañana siguiente, lo primero que hago al despertar es enderezarme y desde la cama me asomo para ver si la fotografía está en el piso. Así es. “Debe ser otro antepasado, estoy seguro.” “Esta vez no tardaré tanto en 22

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

averiguar qué quiere”, murmuro para mí mismo. Durante la comida le muestro la foto a mi mamá. –¿De dónde la sacaste? –me pregunta. –Apareció tirada en medio de mi cuarto. –Hacía años que no la veía, creí que se había perdido –me comenta tranquilamente. –¿Quién es? –Es tu bisabuela. –Lleva tres días apareciendo en el piso de mi cuarto. ¿Tienes alguna idea de qué es lo que quiere? –Me imagino. Está enterrada junto al bisabuelo y, ahora que sabe que vas a ir por él, seguramente quiere que también la traigas a ella –me comenta resignada. –¡Bonito trabajo! –¡Son tus muertos! Te han escogido. No sé por qué pero te escogieron y ahora no tienes opción. Me levanto y me dirijo a la capilla, busco el lugar donde colocaré a los dos nuevos parientes. Llega el fin de semana y mi hija llega con él. Es una niña alegre, llena de energía y muy valiente. Esto último será de gran utilidad para nuestro paseo del sábado. Le comento mi plan con cautela, despacito, diciéndolo todo con mucha naturalidad, como si fuera lo más común del mundo rescatar muertos. –¡Pero Papá! ¿Cómo se te ocurre? ¡Yo no quiero abrir tumbas! No tengo por qué hacerlo –¡Claro que tienes por qué hacerlo! ¡También son tus muertos! –Me mira resignada, un poco molesta pero sin miedo. Se va refunfuñando y antes de salir me comenta: ¿Ya tienes pensado en dónde nos vamos a traer los restos? Es verdad, no había pensado en eso, sólo había juntado el equipo necesario para escavar y abrir la tumba, pero no llevaba nada para transportar lo que descubra adentro. No sé qué es lo que voy a encontrar, ni si será mucho o poco, o en qué condiciones estará, ¿habrá huesos todavía?, ¿será sólo polvo? Localizo un cajón de madera en el patio trasero, creo que servirá para colocar los restos, mi hija me ayudó a buscarlo. El sábado, bien temprano en la mañana, nos subimos a la camioneta mi hija, yo y un trabajador al que le pedí que nos acompañara para que me ayudara a escavar, le decimos Chano. Durante el camino mi hija me preguntó por qué querrían los bisabuelos que los sacaran de sus tumbas. Le dije que porque esa hacienda ya no era de la familia, ya no había ahí ninguno de sus descendientes ni nadie que los reBiblioteca Digital de Escritores Queretanos

23


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

cordara, seguro se sentían muy solos. Se quedó en silencio por varios minutos, pensando en lo que acababa de decirle. Después volvió a preguntar: –¿Y tú los estás rescatando solo para que te dejen descansar en las noches? –Mira mi niña, la casona en la que vivo ha sido el hogar de varias generaciones de nuestra familia, ahí nacieron, celebraron y lloraron varios de nuestros antepasados. Es una casa llena de historia, de historias. En la capilla tenemos la cripta familiar, es un lugar con una energía muy especial, ahí me siento seguro, tranquilo, en paz. Ese lugar me hace sentir que pertenezco a algo, me recuerda quién soy y de dónde vengo. Creo que los bisabuelos quieren descansar ahí, rodeados de sus muertos y de sus vivos, como yo, como mi mamá. –¿Y tú quieres que te coloquemos ahí cuando mueras? –pregunta mi hija con mirada tranquila. –Si mi niña, cuando haya muerto hazme ese último favor. Recorrimos en silencio el último tramo del camino, asimilando nuestra conversación, dándole un lugar en nuestro interior. La entrada estaba señalada por dos grandes columnas de cantera; se veía que alguna vez habían sostenido dos portones. Un camino sombreado por grandes árboles atravesaba las tierras de cultivo, estaban abandonadas, llenas de maleza y hierbas. Seguimos avanzando hasta que al fondo vimos el casco de la hacienda. Al bajar de la camioneta nos sorprendió ver que estaba totalmente destruida, los techos desplomados, los vidrios rotos, las paredes desmoronándose. De repente se nos acercó un muchacho, tendría unos 16 años. –¿Qué se les ofrece? –preguntó con tono extrañado. –Vengo por mis muertos –contesté secamente. –¿Y ustedes quiénes son? –Esta hacienda era de mi familia –dije mientras notaba que me dolía tragar saliva. –Sus muertos están acá, en la capilla. Síganme. La capilla formaba parte del casco, estaba en una orilla y se entraba por fuera de la hacienda, era la única parte que no se veía tan destruida. Entramos despacio, nuestros pasos retumbaban en las paredes. Olía a viejo, a polvo, a soledad. Mi hija caminaba pegadita a mí, apretándome la mano con fuerza. La luz se filtraba por los vitrales de las ventanas, provocando un ambiente de tonos amarillos, azules y naranjas. Por fin el muchacho se detuvo y señaló un lugar en el piso. Dos grandes lápidas de mármol estaban colocadas a los pies del altar. Leí los nombres de mis bisabuelos, el solo pronunciarlos hizo que me pesaron los brazos, me hormiguearon las piernas, se apretara el nudo en mi garganta. Sin esperar más cogí la barra de acero 24

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

y la clavé por debajo de la lápida para hacer palanca, estaba muy dura, pero poco a poco fue cediendo hasta que se levantó. Por alguna razón yo había pensado que justo bajo la lápida estaría el ataúd, pero no era así, sólo había tierra. Entonces Chano empezó a cavar. Mientras se iba formando el hoyo le pregunté al muchacho por qué estaba destruido el casco de la hacienda; me dijo que porque nadie había vivido nunca ahí. –Asustan, hay fantasmas. –Me dijo como confiándome un secreto. Entonces pensé en el bisabuelo, en su terquedad al momento de manifestarse. Lo imaginé defendiendo su casa, espantando a todo aquel que quisiera habitarla. No pude evitar sonreír. El hoyo se iba haciendo cada vez más grande y profundo, la tierra comenzó a salir húmeda y, al mismo tiempo, un olor extraño, que no sé describir, comenzó a percibirse. Conforme nos acercábamos al ataúd la tierra estaba más húmeda, casi mojada y el olor se tornaba nauseabundo .Respirábamos con dificultad, nadie quería aspirar profundo. Al llegar al ataúd la tierra ya escurría agua, era un lodo pegajoso y el olor lo impregnaba todo, como si formara parte de la tierra y del agua y también se hubiera convertido en lodo. Antes de abrir la caja nos detuvimos unos minutos, estábamos cansados y con náuseas. El hoyo tenía casi tres metros de profundidad, desde arriba nos observaba mi hija tapándose la nariz con su suéter. Entonces abrí la caja. Un vaho me golpeó la cara, era un vapor putrefacto; la nariz y la garganta me ardían, lo ojos me lloraban. El muchacho que nos había mostrado las tumbas comenzó a vomitar. Pasaron varios minutos antes de que pudiera ver lo que había ahí adentro. Un gran paño negro envolvía los restos, era como de terciopelo, lo toqué con la pala y se caía a pedazos, se deshacía al menor contacto. Mi hija me pasó el cajón de madera para colocar los restos. Lo sacamos con una cuerda, casi no pesaba, mi bisabuelo se había transformado en un pequeño montoncito de huesos apunto de deshacerse. Cuando logré salir del hoyo me desplomé en una banca, estaba agotado, necesitaba respirar. Mi hija me dijo que el muchacho había salido corriendo después de vomitar. Me fui reincorporando lentamente, estaba exhausto, entonces observé la lápida que faltaba, con mirada cansada leí el nombre de mi bisabuela. Empecé a considerar la posibilidad de dejarla ahí, de regresar sin ella, entonces la imagen de su foto, tirada en medio de mi cuarto, abarcó mi mente y ya no tuve opción. Chano y yo levantamos la lápida y comenzamos a cavar. Otra vez apareció el lodo putrefacto, se escurría por todos lados, cubría las palas, se nos pegaba. Mientras cavábamos regresó el muchacho acompañado con gente de la comunidad, eran algunos ejidatarios con sus familias. Primero se quedaron a la entrada de la capilla, poco a poco se fueron acercando, para cuando llegamos al ataúd ya nos observaban desde arriba del hoyo. Al abrir Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

25


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

la caja Chano vomitó, el olor era insoportable, se metía por mi nariz, por mi boca, sabía agrio y dulce a la vez, a sal y a tierra, picaba, ardía. La gente se hizo para atrás, sólo mi hija se quedó ahí parada, en la orilla, observándome con su nariz tapada y sus ojos tranquilos. Lo que quedaba de la bisabuela estaba cubierto por una manta morada, me pareció que era de estambre, tejida. También la sacamos en el cajón. Al salir del hoyo abracé a mi hija, me sentía abrumado, las imágenes daban vueltas en mi cabeza. De repente la gente se empezó a acercar al hoyo, lo rodeaban, miraban hacia abajo. Mi hija entendió la pregunta en mi cara –Están buscando el dinero, creen que a los bisabuelos los enterraron con su dinero. Entonces toda mi calma, toda mi paciencia, toda la emoción contenida estalló de golpe y grité. –¡Largo! ¡Largo de aquí!– La gente salió sin apresurarse, fingiendo indignación, sin poder ocultar el morbo que los embargaba. Entre Chano y yo subimos las lápidas a la camioneta, mi hija sacó el cajón de madera con la mezcla de huesos, lodo, estambre y tela. Muy a nuestro pesar tuvimos que poner el cajón en la parte de atrás de la camioneta, queríamos cargarlo nosotros, cuidarlo, pero no pudimos aguantar el olor. Nadie habló en el camino, no había nada que decir, había mucho que pensar, mucho que digerir. Al llegar a la casa, mi hija me acompañó en silencio a llevar los restos al patio trasero, ya nos esperaba mi mamá. Encendí el gran horno donde se prepara el pan y en una charola de metal metí los restos. Mi mamá nos observaba muda, creo que le molestó que usara el horno para incinerar a los bisabuelos, pero no dijo nada. El horno se quedó prendido toda la noche. Me metí a bañar, por más que me tallaba no lograba quitarme el lodo, se había impregnado en mi piel. Cuando ya tenía la piel enrojecida de tanto tallar decidí irme a dormir, mañana lo volvería a intentar. Me estaba metiendo a la cama cuando alguien tocó a mi puerta, era mi hija. –Por más que me lavé no logré quitarme el olor –me dijo. –A mí me pasó lo mismo –contesté. –¿Me puedo dormir contigo? –Claro mi niña. ¿Tienes miedo? –No –Vente a la cama, ya seremos dos apestándola. Apenas clareaba cuando desperté, los primero rayos de sol se filtraban por los postigos de las ventanas. Mi hija seguía dormida; sin hacer ruido salí del cuarto. Una fumarola, proveniente del patio trasero, me indicaba que el horno seguía prendido. Lo abrí. Un montoncito de ceniza era todo lo que quedaba de mis bisabuelos. Con mucho cuidado los guarde en una cajita de madera, una placa con sus nombres era el único adorno. Con paso tranquilo me dirigí a la capilla, las macetas de mamá estaban 26

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

cubiertas de rocío, un aire fresco me acariciaba la cara, no había terminado de amanecer. Entré a la capilla y el silencio me dio la bienvenida. Coloqué la cajita en el lugar que les había reservado, lo hice con una solemnidad mesclada con respeto y cariño. Me senté en una banca a observar a mis muertos, una paz parecida al sueño me fue invadiendo, la sentí en los pies, en las manos, en los ojos. Me quedé dormido.

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

27



ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

Las hojas secas Siempre me han gustado las plantas. Desde que me quedé sola decidí convertir mi afición por ellas en negocio. Al morir mi esposo me hice consiente de que ya era vieja; entonces sentí la necesidad urgente de hacer lo que más me gusta en lo que me queda de vida. Así que dejé mi casa y compré este terreno donde construí un vivero. Mis hijos no estuvieron de acuerdo, no les gustaba que viviera sola en las afueras de la ciudad, pero a esta edad ya no se necesita la aprobación de nadie para hacer lo que te gusta. El terreno tiene unos fresnos inmensos que proveen de sombra natural, debajo de ellos coloqué las variedades de plantas que no requieren sol. Azaleas, hortensias y begonias inundan de color las zonas que antes se veían obscuras. En las partes abiertas, que reciben luz directa, coloqué las plantas de sol. Ahí las reinas son las buganvilias. Petunias, geranios, pensamientos y margaritas compiten por destacar con su color. Los pasillos que recorren el vivero los mandé techar con troncos de madera, formando pérgolas de las que cuelgan helechos, gardenias, fucsias y alegrías. Estos pasillos, que ya se han cubierto de enredaderas, conducen hasta los rincones más lejanos, donde las plantas exóticas y misteriosas pueden ser encontradas. También hay una sección donde coloqué los árboles, la variedad es amplísima; paraísos, robles, pirules, truenos, tabachines, jacarandas, pinos y un buen surtido de frutales. Caminar por el vivero es un paseo. Ha quedado tan bonito que algunos clientes vienen en familia a pasar la tarde en mi mundo verde, disfrutan perdiéndose en los pasillos mientras los asalta el olor a naranja o a jazmín. Buscan ese silencio que se ha perdido en la vida. Al final compran alguna plantita como para justificar sus horas gastadas; aunque yo creo que no es necesario justificar el pasar una tarde bajo la sombra de los árboles y el murmullo de las flores. Mi lugar preferido es un rincón rodeado de hortensias donde los racimos de la trompetilla naranja cuelgan de la pérgola. Ahí coloqué una mesa donde paso mis horas libres leyendo. Es un lugar apartado, por donde casi ningún cliente circula. En los momentos de poco trabajo, me meto en ese pequeño espacio, mi reino, y me relajo leyendo con un té negro al lado. Ahí disfruto del silencio, sólo se escucha el sonido de los insectos y los ruidos de mi viejo perro Mandela. Tengo la suerte de que éste también sea su lugar Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

29


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

favorito, porque así no me siento sola, nos hacemos compañía el par de viejos. Mandela es tan noble, o tan viejo, que ni siquiera le ladra a un gato que nos visita constantemente. A mí no me gustan los gatos, me dan alergia. Pero este es diferente, es tranquilo y pacífico y se pasea con tanta autoridad que he terminado por creer que tiene derecho a rondar por aquí. Además, desde que apareció por el vivero, se han controlado los ratones que tanto me molestaban. Donde más ratones había era en el cobertizo que transformé en mi casa. Así que un día decidí aguantarme la alergia y dejé entrar al gato toda la mañana. En la tarde, cuando volví a entrar a mi casa, ya no había ningún ratón, sólo tuve que aspirar los pocos muebles que tengo y ventilar muy bien para no batallar demasiado con la alergia. El cobertizo era un pequeño cuarto, ubicado hasta el fondo del terreno, que formaba parte de la propiedad cuando la compré. Le hice algunas adecuaciones y me quedó un departamento práctico y acogedor, donde Mandela y yo vivimos cómodamente. Chente es el señor que me ayuda en el vivero, es sólo un poco más joven que yo, pero se mantiene fuerte. Es muy servicial y habla poco, así que cuando no hay ninguna labor pendiente él se va a regar las plantas y yo a leer. Nos gusta darnos nuestro espacio. También hay un niño que me visita todas las tardes, aunque tampoco me platica. No sé de dónde sale, simplemente aparece barriendo las hojas secas que rodean el cobertizo. Cuando escucho el ruido de la escoba me asomo y me sonríe, casi no distingo su cara, sólo veo unos grandes ojos de color amarillo que me miran risueños. Siempre me visita a la misma hora, justo antes de que anochezca, supongo que a esas horas ya está libre de la escuela y terminó su tarea, por eso se viene a pasear por aquí. Cuando he intentado darle las gracias por ayudarme con las hojas, desaparece antes de que salga de mi casa. Debe ser muy tímido. Lo único que interrumpe la tranquila cadencia de mis días son las hormigas. Vivo en una eterna lucha con estas hormigas que están decididas a devorarlo todo. Cuando elimino un hormiguero inmediatamente construyen otro y sólo lo descubro cuando ya han acabado con toda una sección de plantas. A veces pienso que estas hormigas deben ser las mismas que describió García Márquez en Cien años de soledad, entonces me da miedo quedarme dormida leyendo y despertar siendo cargada por ellas. Por extraño que parezca, el otro día Chente y yo estuvimos platicando. Estábamos tratando de acabar con la gallina ciega, nombre al que no me acostumbro porque en mi tierra le dicen nixticuil, cuando me preguntó que si no me daba miedo vivir en el cobertizo. Le contesté que no, que por qué habría de darme miedo, y me platicó que las personas que habían vivido antes aquí se fueron porque se les había muerto su hijo en un accidente. Le pregunté que qué tipo de accidente, y me dijo que no sabía bien, pero que 30

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

decían que le había picado una víbora. Me quedé callada mientras él seguía buscando nixticuiles. No sabía nada sobre esa familia, la persona que me vendió el terreno no me comentó que la propiedad hubiera estado habitada, aunque yo ya había encontrado algunas señales de que alguien había vivido en el cobertizo: un pequeño baúl con unos cuantos objetos personales. Cuando lo encontré no le presté atención y lo coloqué en una bodeguita. Estas ideas seguían danzando en mi cabeza cuando Chente me interrumpió diciendo que tuviera cuidado con la víbora. –¿Pero cuál víbora?. Yo no he visto ninguna –le respondí extrañada. –Yo tampoco –me comentó él–, pero encontré pedazos de la piel que acaba de mudar. Ese día me fui a dormir con una sensación extraña, incómoda. Los días siguientes no pude pensar mucho en el tema porque ya el invierno se acercaba y los saltamontes habían hecho su aparición. Tuve que dejar a un lado mi pleito personal con las hormigas para enfrentarme a esos insectos que recorren el vivero como un gran ejército que todo destroza a su paso. Caminaba por los pasillos y en todos los rincones veía hojas mordidas, señal inequívoca de la presencia de estos rufianes. Era una lucha sin cuartel. Estaba agotada, apenas tenía tiempo de leer. Nadie se imagina que detrás de una simple plantita haya tanto trabajo. Por las tardes, al cerrar el vivero, me preparaba un té negro para recuperar las fuerzas perdidas; mientras lo saboreaba escuchaba el sonido de la escoba barriendo. Por la ventana me asomaba y unos ojos amarillos me sonreían, ya no salía a buscarlo, había aprendido a respetar su timidez. La conversación que había tenido con Chente seguía rondando en mi cabeza, no podía dejar de pensar en esa familia que había perdido a su hijo, así que le pregunté a Chente que qué edad tenía el muchacho. –No sé bien –me dijo–. Era un muchachito. No sé qué ideas se habrán asociado en mi mente, pero sin saber por qué le platiqué a Chente sobre el niño que venía en las tardes a barrer las hojas. Le pregunté que si sabía por dónde se metía, y me contestó que no, que él dejaba muy bien cerrada la puerta antes de irse. Chente era de pocas palabras, así que no insistí más. Durante los siguientes días, las luchas contra hormigas y saltamontes fueron bajando de nivel, ya teníamos un método de control, una estrategia de ataque. Poco a poco regresó la tranquilidad que da la rutina, fui recuperando mis preciados momentos de lectura y volví a mi rincón rodeado de hortensias. Sólo dos cosas habían cambiado: el gato ya no nos visitaba y Mandela ladraba constantemente; le ladraba a los rincones, al aire; ya estaba viejo. Hoy amanecí decidida a tener una conversación con el niño que me Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

31


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

visita. He pensado en preparar galletas para agradecerle su trabajo. Estoy segura que esta vez no se irá, no podrá resistirse al olor de galletas recién horneadas. En cuanto Chente cierra la puerta del vivero me meto a mi casa, saco los ingredientes y empiezo a cocinar. Enciendo el horno y cuando llega a la temperatura adecuada meto la charola. Mientras espero a que estén listas escucho el puntual sonido de la escoba que me avisa que ha comenzado a anochecer. Saco las galletas y coloco algunas en un plato. Salgo de mi casa y me dirijo al patio de las hojas. Ahí está él, no se ha ido. Me recibe con una mirada dulce y tranquilizante. Ahora sí puedo ver sus facciones, debe tener unos once años. Alargo el plato de las galletas, me sonríe pero no lo toma, con la mirada me señala un montón de tablas tiradas en una esquina. Me las quedo viendo unos segundo y cuando volteo él ya no está. La impresión hace que se me caigan las galletas, me agacho a recogerlas mientras trato de entender cómo desapareció. Volteo a ver las tablas y sin saber por qué camino hacia ellas. Levanto la primera y un olor me golpea la cara. Huele a podrido. Me dan nauseas. Con mucho esfuerzo logro asomarme para ver de dónde proviene el olor. Es el gato. Está en descomposición. El susto hace que suelte la tabla. Regreso a mi casa, estoy confundida. Mandela duerme tranquilamente, como si nada hubiera pasado. Me meto a mi cama todavía alterada. Una idea comienza a surgir en mi cabeza, le empiezo a dar forma pero al mismo tiempo no la quiero concretar, la evito. Decido descartarla. Intento dormir tratando de no pensar. En cuanto despierto salgo a buscar a Chente para avisarle lo del gato. Lo llevo a la esquina del patio y le señalo las tablas. Comienza a retirarlas una a una. El olor a animal muerto nos invade. Al meter el gato muerto en una bolsa me mira fijamente y dice “Fue la víbora”, y unos pedazos de piel traslúcida caen al suelo. En ese momento decido hablarle a una compañía de control de plagas, no quiero que esa víbora vaya a atacar a Mandela. Me meto a mi casa a hablar por teléfono, nunca aprendí a usar el celular que me regalaron mis hijos. Una amable secretaria me contesta y dice que mañana mismo estarán aquí, no pueden venir antes. Ya más tranquila me siento a desayunar. Mientras tomo mi té una idea retumba en mi cabeza. Me dirijo a la bodeguita y saco el baúl que encontré cuando remodelé el cobertizo. Lentamente lo abro y con calma comienzo a sacar las cosas que hay adentro. Prendas de ropa, de niño. Bajo ellas un trompo de madera y una resortera. Al final, un recorte de periódico: “Muere niño de once años por la mordedura de una víbora. Fue atacado mientras barría las hojas secas de su casa”. Observo la fotografía del niño y las rodillas se me doblan, logro sostenerme de un sillón para no caer. Es mi visitante. Siento como el corazón truena dentro de mi pecho produciendo un ruido ensordecedor. Me falta el aire. Como puedo salgo de mi casa para respirar aire fresco. Conmocionada, me 32

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos


ESCRITOR QUERETANO: MARIAN ORTIZ

dirijo a mi refugio dando tumbos. Junto a la mesa está Mandela, lo abrazo, lo acaricio. Comienzo a tranquilizarme. Me doy cuenta de que no estoy asustada. Ese niño no puede darme miedo, al contrario, su presencia transmite paz. Estoy asombrada, nunca había creído en estas cosas, pero ahora no tengo duda, estoy segura de lo que está sucediendo. De repente algo llama mi atención bajo la mesa, parece un pedazo de papel traslúcido, es un trozo medio blancuzco, medio amarillento. Me acerco para observarlo y doy un respingo cayendo hacia atrás. Otra vez piel de víbora. Más piel. Esta vez invadió mi rincón, mi refugio. Estoy asustada y furiosa. Busco a Chente para avisarle y de paso le digo que estaré el día entero dentro de mi casa, que cierre muy bien la puerta al salir. Me encierro en mi casa y trato de controlarme, han sido demasiadas impresiones. Me pongo a cocinar para tratar de no pensar, siempre me ha funcionado. Pero esta vez las imágenes danzan en mi cabeza y me marean. La comida ya está lista y yo sigo nerviosa. Almuerzo con desgano. Me siento aletargada, tantas impresiones me agotaron. Me voy a mi cama para dormir una siesta. Será lo mejor. Unos ladridos me despiertan de un sueño incómodo y pesado. No sé cuántas horas habré dormido, los últimos rayos de sol se filtran por la ventana. Otra vez los ladridos. Despierto de golpe. Es Mandela. El pánico se apodera de mí al pensar que puede estar con la víbora. Salgo lo más rápido que puedo, mis años ya no me dejan correr. Sigo el sonido de los ladridos, está en el rincón de las hortensias. Desesperada logro llegar con Mandela, no sé a qué le ladra, no veo nada. Lo tomo del collar y lo jalo hacia la casa, no quiere, se resiste. Lo jalo más fuerte y logro que se dé la vuelta. En ese momento siento un terrible dolor en la pantorrilla, aterrada volteo y veo a la víbora frente a mí. Mandela se lanza sobre ella embravecido pero la víbora se escabulle entre las macetas. Estoy tirada en el piso, no puedo sostenerme. Me ha dejado la marca de sus colmillos, los orificios laten y sangran. Me siento entumecida, pero unas punzadas en el corazón me mantienen despierta. Mandela está a mi lado, acurrucado junto a mí. Un sabor metálico invade mi boca y de repente tengo mucha sed. Empiezo a ver borroso pero aún distingo las hortensias que me rodean y el cielo que empieza a anochecer. Entonces un niño sonriente aparece frente a mí, su expresión de ternura me tranquiliza. La debilidad comienza a vencerme, las fuerzas me abandonan. Lo último que veo son unos ojos amarillos que me miran con dulzura.

Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

33



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.