Tarsicio García Oliva

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TARSICIO GARCÍA OLIVA SOBRE EL ESCRITOR Guionista, escritor y productor, Tarsicio García Oliva nació en la Ciudad de México en 1959. Reside en la ciudad de Querétaro desde 1990. Fue fundador y director de la emisora cultural Radio Mexiquense. Entre sus obras publicadas están: Será el sereno (Mercurio Comunicación, 1988), Puerto Vampiros (Verdehalago, 1990), Los huesos del Centauro y otras piezas anatómicas (Biblioteca Mexiquense del Bicentenario, 2011), y Mi bisabuelo es un niño (Par Tres Editores, 2013). Poemas y cuentos suyos han aparecido en diversas revistas y suplementos como Plural, Salamandra, La Tempestad, Separata, y otras. Ganador en 1997 del Premio Nacional de Periodismo Cultural “Fernando Benítez”; del primer lugar en 1998 en el Concurso Latinoamericano de Programas de Radio convocado por la UNESCO; del Concurso Nacional de Cuento Ciudad de México 2006; y del primer lugar en el género de Cuento del Certamen Internacional de Literatura “Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz 2010”.

ÍNDICE

El estoque de Mauro Barona

Victory! Un partido revolucionario institucional

El contenido de estos textos es propiedad y responsabilidad del autor, Par Tres Editores, S.A. de C.V. transmite estos textos de manera gratuita a través de su proyecto de difusión cultural y literaria denominada Biblioteca Digital de Escritores Queretanos. Los autores han seleccionado sus textos para permanecer en dicha biblioteca para su uso única y exclusivamente como difusión literaria, por lo que se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del autor, quien es el titular de los derechos patrimoniales de los mismos.


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El estoque de Mauro Barona Primer tercio La luz que se encaja en la ventana de mi oficina; las tiritas de luz que penetran por las persianas y rayan mi cuerpo: soy tigre pintado de sol y sombra: soy los rayos X de la tarde que agoniza. El teléfono que chilla; la voz agitada de una mujer que me pide ayuda; las angustiadas sílabas que lloran por la bocina: le han matado al marido, lo asesinaron. El café que apuro de un sólo sorbo; el cigarro que apachurro en el cenicero; el otro cigarro que enciendo; la voz que me ofrece cincuenta mil dólares si agarro al asesino; el trato que se sella vía telefónica, larga distancia; mi voz indicando que no toquen nada, que nadie se acerque al cadáver hasta que yo lo vea. La bocina que abandono; mis manos que le arrebatan el saco al respaldo de vinil; la sobaquera de cuero que se cuelga de mi camisa; la Veretta a la que acaricio la cacha; el rótulo que vibra con el portazo: “MAURO BARONA. DETECTIVE PROFESIONAL”; mis pies que devoran escalones; el dorso de la calle que flagelan mis zapatos; el equipaje que olvido; el taxi que me lleva al aeropuerto; el boleto que apenas consigo; el avión que se levanta para rasguñar al cielo; la sobrecargo que camina por el aire; el vuelo que aterriza en San Luis Potosí a las 20:37. El barullo en la sala de llegadas; el trajín de los maleteros; la puerta donde quedamos de vernos; la mujer que se aproxima; las arrugas que tatúan su rostro; la mirada de la viuda que me escruta de pies a cabeza; la camioneta que abordamos; la calle que nos conduce fuera de la ciudad; la carretera que tomamos; la viuda ensimismada; el silencio que nos une durante el trayecto; el rosario que descansa sobre sus rodillas; el rezo que sus labios mastican; el silencio que desbarato: quién era su marido, por qué lo mataron, a qué se dedicaba; la respuesta que escucho: “Mi esposo era ganadero, ganadero de reses bravas; era criador de toros de lidia”. La voz que se extingue apuñalada por el dolor; los prolongados minutos que atestiguan la secreción del llanto; la camioneta que tuerce a la izquierda, sobre un camino de terracería; la oscuridad que nos traga; el monótono sonsonete del motor; el lamento de mi cliente; los cincuenta mil dólares que Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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transitan por mi cabeza; lo intrincado del camino; la camioneta que apenas avanza; el frío que empieza a colarse; mi cara que se pega al húmedo cristal de la ventanilla; el vaho por el que resbalo mi dedo, garabateando un signo de interrogación: ?; ¿quién lo mató?, ¿por qué lo hizo? La noche que chupa mis ojos; la regadera que extraño; la somnolencia que me hunde en el asiento; mis párpados que se derrumban. La hoguera que sueño; la dama peinada de lumbre que enciende la noche; su grito de fuego; los rescoldos incrustados en sus ojos; la manada de minotauros que atizan la hoguera; el ritual que incendia mi sueño; la camioneta que frena violentamente; mi cabeza que se proyecta contra el asiento delantero; el sobresalto con que despierto; los movimientos que se escuchan afuera, amparados por la oscuridad; mis pensamientos que se disparan en fracciones de segundo: “son asaltantes, o los minotauros, o los asesinos del ganadero: esto es una emboscada”. La incertidumbre que muerde; la confusión que me atosiga; el corazón que se acelera; mi mano que se escurre por debajo del saco; la pistola que tomo y mantengo pegada al pecho, lista para escupir sus argumentos; el semblante de la viuda que me observa; sus extraños ojos que congelan el trance; sus labios que se abren pálidos e imperturbables: “ya llegamos, ya llegamos, ya llegamos”; la frase que se repite atrincherada en mi oído, como en un laberinto. El viejo casco de la hacienda; el andador que transitamos; la viuda que camina cinco pasos delante de mí, haciendo sonar su poblado llavero; su mirada que se clava en el suelo, a cada paso; su silencio avasallante; los pasillos que circundan el patio interior de la casa; las columnas que sostienen la deliciosa pasarela; la fragancia de las madreselvas; el fresco olor de los rosales; el perfume penetrante de las limas y las huele de noche que nos regalan caravanas. La esquina que doblamos; una joven que me sale al paso, de improviso; el pilar tras el que se había escondido para esperarme; el secreto que confiesa con el rostro hermoso, a quemarropa: “La historia se repite”. La joven que se fuga en medio de la noche; el estupor que me provoca; las ganas de perseguirla; el deseo por alcanzar esa saeta; la imperiosa necesidad de comprobar que era la misma joven que incendió mi sueño. Mi torpeza manifiesta, paralizante; la viuda que continúa su camino, absorta en sus pesares; su mente por completo ajena al pequeño milagro de hace unos instantes; el tranco que apresuro tras sus pasos adoloridos; los metros que recorremos todavía; la esquina del corredor en la que por fin nos detenemos; el tañer de unas campanas anunciando las diez de la noche. La puerta de madera labrada que resguarda la entrada al salón de trofeos; el emblema de la ganadería coronando el marco de la puerta; el hierro de San Fermín que se yergue colosal; los colores de su divisa clavados en la 4

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pared; la voz de la viuda que me informa: “El cuerpo de mi esposo está ahí adentro. Lo trajeron al terminar la última corrida”. La llave que la mujer del ganadero introduce en la cerradura; la puerta que se abre sólo lo suficiente para que yo pueda mirar; el interior del salón que no tiene luz eléctrica; las lámparas de queroseno que iluminan el lugar, raquíticamente; el brazo de la viuda que me extiende una vela encendida; la orden que recibo, seca y agresiva: “Empiece a trabajar porque el tiempo no está de su parte”; la viuda que se aleja, que se pierde entre los aromas del jardín; el canto de los grillos que la escoltan; la cajetilla de cigarros que saco; el cigarro que queda en ella y enciendo; el cadáver que espera ahí adentro; la última bocanada de humo; la luna en cuarto creciente que miran mis ojos; el arma que checo; los cincuenta mil dólares que ya siento en mi cartera; los ánimos que me prodigo; mi cuerpo que penetra en el salón de trofeos de la ganadería, sumergiéndose en la penumbra. La luz de las lámparas que se extingue; la vela que no alumbra más allá de treinta centímetros adelante de mis narices; las preguntas que mascullo: “¿Por qué la viuda me ha dejado solo?”, “¿no hubiera sido más sencillo que me mostrara el cadáver sin tener que jugar esta comedia de ciegos?”, “¿habían matado al ganadero en la plaza de toros?“; “¿a qué se refería con que el tiempo no está de mi parte?”. La pesquisa que inicio, vela en ristre, procurando no tropezar; mis ojos que barren tres veces el suelo, centímetro a centímetro; las suelas de mis zapatos que navegan tres veces por ese mar de tezontle, remando en cámara lenta; las tres veces que repaso rincones y aristas; la irritante sensación que se acomoda entre mis tripas al no poder encontrar nada: al menos nada en el piso de aquella estancia. Las paredes que decido escudriñar; el dicho que recuerdo: “Las paredes oyen”; el dicho que acomodo: “Las paredes ven”; el juego de palabras que empieza a entusiasmarme: “Las paredes saben”; o mejor: “Las paredes hablan”. Segundo tercio Con el ánimo bien afilado rebané las porciones de oscuridad que me separaban de aquellas paredes preñadas de confidencias. Acerqué la flama de la vela para observar lo que contenían los muros. Empecé por examinar el que se alzaba a mi derecha. Afuera sólo se escuchaban las chicharras y el viento y, más allá, la voz de una lechuza. Lo primero que iluminó mi linterna de cera fue una pequeña fotografía rectangular, cuidadosamente enmarcada, impresa en blanco y negro. Ahí habitaban, uno pegado al otro, unidos por el oleaje acompasado de un capote, Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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la imagen de un recio matador y el furioso semblante de un toro acometiendo con bravura, elevando sus astas contra la cresta de esa ola formidable que era el trapo. Aproximé la vela un poco más y pude apreciar, en la misma fotografía, lo que en ese congelado instante sucedía detrás de las dos figuras principales. Entre las gradas de barrera y los tendidos, la gente estaba de pie. Las damas, melodramáticas, tenían las manos encaramadas en el rostro: algunas para ahogar los suspiros que se escapaban de sus bocas abiertas; otras para cubrirse los ojos con la maña necesaria y no perder detalle de aquel lance que ofrecía el torero. Me pareció reconocer a dos de esas damas. ¿Eran la mujer del ganadero y a su lado la joven que me había sorprendido en el pasillo? No lo podía saber: apenas distinguía algunos de sus rasgos entre los dedos con que se tapaban la cara. Tal vez me había sugestionado por los sobresaltos de aquella noche; además, esa placa había sido tomada hacía bastante tiempo: estaba fechada en 1956. Seguí examinando la foto. La actitud de los caballeros apostados en la tribuna mostraba una vehemencia profunda: sus brazos se elevaban como las aspas de un molino enloquecido; parecían declamarle a la muerte y sostener el sol. Abajo, el torero mantenía sus zapatillas bien clavadas en los medios. Me acerqué un poco más. Escruté la gravedad de sus facciones y vi las puntas del cornúpeta rozándole una oreja, encajándole una confidencia. A los pies del matador se levantaba un clavel azuzado por el viento que llegó para despeinar la tarde. Pero es que ya estaba frente a otra fotografía: la iluminé con la flama de la vela. Ahora el capote se arrastraba, se deslizaba como si trapeara los contornos de una nube. El toro lo perseguía, lo acosaba inclinando la cabeza, atacando con sus pitones, con sus sables blancos. Ahí estaban los dos rivales, engalanados. Uno con el traje empapado de luces, el otro ataviado con su propia sangre y con un tocado de metálicas espigas plantado en su lomo. La flama de mi vela empezó a ondear, como banderita de lumbre. Por una hendidura se coló la corriente de aire que terminó por apagar la llama. La oscuridad era absoluta, abrumadora. Busqué enseguida la cajita de cerillos en la bolsa del pantalón: mis dedos la hallaron pronto. Prender de nuevo el pabilo no me tomó más de cinco segundos. Sin embargo, durante ese brevísimo lapso fui víctima de un creciente desasosiego. Caí en cuenta de que algo en esa galería tan peculiar me incomodaba. Algo encendió la señal de alarma en mi olfato de detective: “¡sal ahora mismo de aquí!” –me ordené-, “¡al diablo con los cincuenta mil dólares!”. Por un instante estuve tentado a abandonar mi misión, a regresar por donde vine y olvidarme del caso. Y lo hubiera hecho sin chistar de no ser porque mis ojos se toparon con otra fotografía que me sedujo obscena y fatalmente. Aquella sediciosa imagen me cautivó. La placa, evidentemente amplificada, estaba dispuesta en un formato vertical, protegida por una superficie 6

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de vidrio, montada en un marco de plata con ribetes de estaño adornando sus esquinas. Adentro, en la fotografía, se consumaba la suerte suprema. El matador encajaba un relámpago en la carne de su enemigo: la penetraba con un rayo de acero. A volapié le estaba hundiendo una centella. La forma del estoque, si le podemos llamar así, avivó mi curiosidad. Se trataba de una cimitarra, arma de un filo, larga y curvada, con la empuñadura de nácar: algo totalmente insólito en el toreo. Y la mitad de esa espada curva ya estaba sumida en el toro, buscando su corazón, mondándole la vida. En ese elevado trance, sin embargo, la bestia parecía disfrutar del acontecimiento. El destello de sus ojos revelaba una especie de orgasmo. Repasé de nuevo la fotografía. ¿Qué me atrajo hacia ella con tanta fuerza? No lo pude precisar en ese momento. Quizá la expresión del toro. O la fragua del estoque. Tal vez todo el conjunto porque el torero también aparecía en aquella imagen mostrándose con una figura poco ortodoxa en el instante de fulminar al bicho. Jamás había observado a un diestro matar de esa manera. El estremecimiento de su cuerpo, desde la coleta hasta los pies, delataba un martirio atroz, como si él fuera la víctima del sacrificio. Su rostro, apenas visible en la fotografía, estaba descompuesto por el dolor. Pero al empuñar el estoque y atravesar al infeliz bruto no se advertía vacilación alguna. Ignoro cuánto tiempo permanecí contemplando tan extravagante estampa. Era evidente que ese toro, ese estoque y ese torero conformaban una trilogía única en la historia de la tauromaquia. Al cabo de un rato descubrí que los músculos de mi espalda estaban tiesos, rígidos como los de una estatua. Estaba exhausto. Además, la vela se había consumido en una proporción alarmante. ¿En dónde estaba el cadáver? Las palabras de la viuda me retumbaron en la cabeza: “El tiempo no está de su parte”. Y lo único que había hecho hasta ese momento era, precisamente, perder el tiempo. Me estaba desesperando. Traté de concentrarme. Inhalé profundamente. Para recuperar la calma busqué mis cigarros entre las bolsas del saco. Encontré la cajetilla vacía antes de estrujarla y azotarla rabiosamente contra el suelo. ¿Quién puede conservar la calma sin atascarse de humo los pulmones? Cerré los ojos. Volví a inhalar la mayor cantidad de aire que pude respirar en esa atmósfera enrarecida. Repasé mentalmente, paso por paso, lo que había sucedido desde que la viuda telefoneó a mi oficina. Y me detuve azorado en el recuerdo de la muchacha que me sorprendió en el corredor. “La historia se repite”, me había dicho. Ella sabía lo que había sucedido. Entonces, ¿por qué no salía de aquella oscura galería para buscarla? Enfilé mis pasos hacia la puerta, decidido a encontrarla en algún lugar de la hacienda y esclarecer el crimen para cobrar mi recompensa. No pude salir. Alguien, en algún momento, le había echado llave a la Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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cerradura. Mi primera reacción fue de estupor, de verdadera consternación. ¿A quién le interesaría mantenerme encerrado en el salón de trofeos? Aventuré una hipótesis: se trataba de una broma. Sí, de una estúpida broma. En realidad no se habría cometido ningún asesinato: ¿por qué no aparecía el cadáver? Hice una pausa, como si fuera a decir algo, pero no me salió nada, ni siquiera una vocal. Luego empecé a arrastrar los pies, intranquilo; a dibujar con ellos círculos imaginarios. Un nefasto pensamiento terminó por inquietarme: el sujeto que atrancó la puerta, quien haya sido, estaba involucrado en el crimen del ganadero. Entre las alas de mi saco surgió entonces, rápida y presta, mi querida Veretta. La empuñé, la amartillé y apunté hacia la cerradura. De pronto escuché un ruido extraño a mis espaldas. Era un resuello estertóreo. Sin pensarlo giré y disparé varias veces contra la oscuridad que rodeaba a la frágil luz de mi vela, a diestra y siniestra para no fallar. Con el corazón a punto de salirse por mi boca, con los intestinos comprimidos de miedo, busqué a mi presa, celosamente, por todo el salón… Nadie, no había nadie… tan sólo una fotografía tirada en el suelo que se había desprendido de la pared. ¿Qué fue lo que había escuchado? Esperé varios minutos en silencio, quieto, aguzando el oído para poder escuchar el más leve sonido: quizá un corazón latiendo, tal vez la respiración de alguien o un movimiento nimio. Nada… otra vez nada. Alumbrando con el cabo que quedaba de la vela me incliné para observar el retrato en el que descargué la pistola. El cristal que custodiaba la fotografía quedó totalmente estrellado por los impactos de las balas. Pero eso no era todo: algo empezaba a escurrir desde la parte superior de la placa, derramándose sobre las esquirlas de vidrio. Apuré entonces mi pañuelo para detener la hemorragia, pues no era otra cosa, sino sangre, lo que brotaba de aquella fotografía herida de muerte. Al pasar el pañuelo, la foto quedó desnuda. Escalofriantemente desnuda. Se trataba de un viejo retrato fechado en 1936. Ahí, el medio plano de un torero transpiraba, muleta al hombro, sosteniendo la montera contra su pecho. “Mauro Barona, matador de toros”, rezaba un texto manuscrito, apenas visible, en el tercio inferior de la imagen. Se trataba, repito, de un antiguo retrato acribillado por los proyectiles que disparé. Por los ojos del protagonista se asomaba, inquieto, el guiño de una muerte inconfundible: la mía. Se trataba de mi retrato. Intenté reflexionar acerca de los sucesos que se empeñaban en poner a prueba mi capacidad deductiva. Me consternaba, por ejemplo, el rótulo que presumía la difunta imagen, acuñado con tinta sepia sobre el esbelto cadáver de papel: “Mauro Barona, matador de toros”. Para empezar, en 1936 yo no existía; faltaban 25 años para que naciera. ¿Y por qué estaba enfundado en un traje de luces si nunca tuve entre mis manos la vestimenta de un tore8

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ro? ¿Quién era ese Mauro Barona que me robó el nombre y el rostro hace setenta años? No tenía respuesta. Lo único que tenía era ese rostro mío que yacía baleado y ensangrentado, tumbado boca arriba en un absurdo escenario. Entonces analicé mi retrato concienzudamente, de cabo a rabo, con la esperanza de encontrar alguna clave en mis facciones, algún algo, un atisbo de lo que fuera. Y lo hallé al reconocer que ese Mauro Barona era el mismo diestro que, con los rasgos descompuestos, daba muerte al burel de la otra fotografía, aquella que me había embelesado con la fuerza de un imán. Hasta ahí avanzaron mis precarias conjeturas. Una espesa gota de sangre cayó en la frente del Mauro Barona matador de toros. En efecto, toda aquella sangre no emanaba de la fotografía, sino que provenía de arriba, del cielo raso del salón, seguramente desde un tapanco. Cayeron más gotas sobre el retrato. Y luego un chorro incontenible terminó por empaparlo, por sepultarlo bajo su tenaz marejada. Desesperado, dirigí hacia el techo lo que quedaba de la vela para localizar el sangriento surtidor. Cuando elevé la vista, una sombra enorme se desplomó desde las alturas. El cuerpo de un toro cayó a medio metro de mis zapatos. Salté hacia atrás instintivamente. Tropecé sobre el tezontle y solté la vela que, rodando por el piso, languideció rápidamente. Antes de que la flama se apagara vi levantarse al toro mientras empezaba a transfigurarse en hombre. Horrorizado reconocí el destello de sus ojos y ese terrible estoque curvo que se alojaba entre su espalda y su pecho. A gatas miré cómo se extirpaba el relámpago de acero, alargando el brazo sobre su espalda, empuñando el mango de nácar y jalándolo con fuerza. Con la cimitarra en vilo, avanzó hacia mí. Se extinguió la luz. Cegado por la oscuridad me arrastré para buscar la vela y encenderla de nuevo. Jamás la encontré; no me dio tiempo. En cambio, el filo del estoque abrió mi carne. Desde el fondo del salón resonó un bramido legendario. Para salir de ahí me proyecté contra la puerta, derribándola con mis 575 kilos. Por ese hueco se asomó la mujer del ganadero con una lámpara de aceite. “Ese estoque no mata, detective, sólo transmuta”. Afuera crujían las estrellas, alanceadas por la punta de unos cuernos. “Bienvenido de nuevo al hato” –le alcancé a escuchar entre sombras- “ya estás de vuelta en el redil”. Luego, otra vez la oscuridad. Tercer tercio El sol que ocupa su lugar sobre la plaza; los rayos que desparrama en los tendidos; su herraje tatuado en la arena del ruedo; las boinas y pañuelos que aguardan el inicio de la fiesta; las botas de vino que corren sin pies; los puñados de claveles que sostienen las mujeres; la banda que se escucha por allá, interpretando un pasodoble; el paseillo que encabeza el matador, Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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escoltado por su cuadrilla; la algarabía de veinte mil cabezas que braman como una sola bestia. Las puertas del burladero que se despliegan; el inmenso ruedo que se abre ante mis ojos; la superficie que asalto; el clamor que me recibe; los capotes que me citan y confunden; el torero que, soberbio, se planta frente a mí. Los picadores sobre sus caballos; las puyas que me castigan, que me perforan; las banderillas que me incendian con sus dardos; la mujer del ganadero que alcanzo a distinguir entre las gradas de barrera; la muchacha que la acompaña, tal vez su hija: la misma joven que me sorprendió en el corredor, la que sabía que la historia se repite; las dos mujeres, frenéticas, que corean con la multitud; sus ojos que son rescoldos ardiendo. El matador que se aproxima; la muleta que menea; las zapatillas que se detienen con suavidad sobre la arena; la plaza que enmudece; el estoque que surge majestuoso detrás del trapo; esa cimitarra que se yergue resplandeciente sobre mi cabeza; el matador que avanza, decidido, con el rostro transfigurado por el dolor; el estoque que se levanta sobre mi lomo dispuesto a penetrarme; la punta de metal que empiezo a sentir en el cuello, abriendo mi carne, hundiéndose, mondando mis pulmones y mi corazón. El dedo índice de Rosita, mi secretaria, que aguijonea mi espalda entre las vértebras cervicales; la silla que ocupo, forrada de vinil; el escritorio en el que yazco dormido, encorvando el dorso con la cabeza sobre los brazos exangües; el eco que rezumba: “Oiga… oiga”; el sobresalto con que despierto; la luz que se encaja en la ventana de mi oficina; las tiritas de luz que penetran por las persianas y rayan mi cuerpo: soy tigre pintado de sol y sombra: soy los rayos X de la tarde en que agonizo.

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Victory! El ex presidente Guadalupe Victoria se encuentra convaleciendo en una cama del hospital militar del Fuerte de Perote. Acaba de sufrir otro ataque epiléptico que lo ha dejado extenuado. Últimamente han arreciado las convulsiones que acompañan a este mal con el que Victoria ha tenido que lidiar desde su juventud. Pero no es la única causa que ha deteriorado su salud. La debilidad general del cuerpo también se debe al rebrote de fiebre amarilla que contrajo mientras vivía oculto en la selva veracruzana. El tono amarillento de su piel y la dificultad para orinar son señales inequívocas de la presencia de la enfermedad. El médico que lo asiste, que es el doctor García Zepeda, no sabe si Victoria alcanzará a ver la primavera de ese año de 1843. Apostada junto a la cama, María Antonieta Bretón y Velázquez, esposa del enfermo, se dedica noche y día a brindarle todo tipo de atenciones. Ha colocado un trapo húmedo sobre la frente de su marido, por la que no deja de brotar el sudor que se le escurre por el rostro demacrado. La cabeza del paciente es una bola de fuego que arde a 40 grados centígrados. María Antonieta la toma suavemente y la levanta un poco. Luego le acerca a los labios un brebaje terapéutico para que Victoria lo beba. –Anda, Guadalupe, prueba esto, te hará bien –suplica enternecida. –¿Guadalupe? –pregunta Victoria, extrañado, desviando de su boca el pocillo con la pócima–. ¿Quién es Guadalupe? Debido a las altas fiebres que lo atosigan, según ha observado el doctor García Zepeda, el primer presidente del México independiente cae a menudo en episodios de desmemoria en los que no es raro que confunda y olvide nombres y personas. Eso lo tiene muy claro María Antonieta. –¿Que quién es Guadalupe? –revira la esposa–. Guadalupe Victoria, el héroe de la Independencia. Tú eres el gran Guadalupe Victoria. –¿Por qué me mientes, corazón? –reclama angustiado Victoria–. ¿Intentas volverme loco? ¿Acaso me ves vestido con faldas para llamarme como a una mujer? No seas ingrata, María Antonieta, ten compasión de un moribundo. –Ese es el nombre que tú elegiste, ¿no lo recuerdas? –¡Mientes de nuevo! –protesta Victoria–. Mi nombre es José Miguel Ramón Adaucto Fernández Félix, natural de la villa de Tamazula. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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–No te agites, Guadalupe, te hace daño. Será mejor que duermas un poco. Voy a cubrir la ventana para que la luz de la tarde no lastime tus ojos. Guadalupe Victoria queda en penumbras, sumido en la camucha de hospital. De afuera llegan, apenas perceptibles, el trino de los tordos y unos ladridos lejanos. Poco a poco se apacigua su mente, se aclara. En la oscuridad del cuarto sus ojos abiertos no ven nada, sólo los recuerdos que empiezan a fugarse como prisioneros de su celda. El 25 de noviembre de 1812, el ejército insurgente comandado por el cura José María Morelos llega a las afueras de la ciudad de Oaxaca. Está decidido a tomar la plaza que es defendida por las tropas realistas. Si logran hacerlo, podrán dominar un vasto territorio de la Nueva España, desde Colima hasta Guatemala. El capitán José Miguel Ramón Adaucto Fernández Félix recibe el encargo del propio Morelos de encabezar un contingente de dragones para asaltar el fortín que se encuentra frente a la iglesia de Guadalupe. La batalla comienza. José Miguel y sus dragones son repelidos a cañonazos. Además, para poder tomar el fortín es necesario atravesar el río Jalatlaco. Los realistas han levantado el puente levadizo que le pasa por encima. Así es imposible alcanzar las posiciones enemigas. Cunde el desánimo entre las tropas de José Miguel. Tal vez sea mejor desistir del ataque. Eso piensa la mayoría de los insurgentes comprometidos con el asalto cuando de pronto observan, atónitos, que su líder enloquece. Luego de encomendarse a la Virgen de Guadalupe, de quien es un devoto irredento, José Miguel grita a todo pulmón: –¡Va mi espada en prenda, voy por ella! Enseguida arroja la espada hacia el otro lado del río y, pese a que no sabe nadar, avanza en la corriente hasta que ésta se convierte en fango y logra cruzar el obstáculo que parecía infranqueable. Después, con esa espada de empuñadura de plata que le obsequió Hermenegildo Galeana durante el sitio de Cuautla, corta las amarras que mantenían sujeto el puente levadizo. Sus dragones, entonces, atraviesan el río Jalatlaco y toman el fortín. Así empieza la debacle de los realistas que pronto entregan la ciudad de Oaxaca. Horas más tarde, emocionados por la victoria obtenida, los insurgentes se reúnen con Morelos frente a la catedral. –¡Que viva el ejército insurgente! –arenga un sargento–. ¡Que viva don José María Morelos y Pavón! Todos lo secundan. Se escuchan los emotivos ¡vivas! mientras las campanas de Santo Domingo y El Carmen repiquetean de pura felicidad. –Compañeros –irrumpe entusiasmado José Miguel-, el día de hoy se ha inflamado en mí la causa independentista. A partir de este día no quiero que me llamen más José Miguel, ni Ramón Adaucto, ni Fernández Félix. A partir de este día les pido que me llamen Guadalupe Victoria. Las palabras del ahora Guadalupe Victoria desconciertan a sus compañeros. No saben si habla en serio. Algunas risas se escuchan entre el grupo. El capitán insurgente 12

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Manuel Mier y Terán, viejo rival de Victoria desde que eran estudiantes en la capital del virreinato, no pierde la ocasión para soltar el escarnio. –Pues si nuestro amigo Fernández Félix quiere llamarse de ese modo –se expresa burlón–, yo me pondré por nombre a partir de hoy… Américo Triunfo. Ahora sí, las carcajadas retumban hasta en los nichos de la catedral. Victoria se sonroja, abrumado por la reacción de los demás. Piensa que quizá les debe decir, aunque no sea cierto, que le ganó la vanidad, o la alegría momentánea por haber sometido a los realistas, o a la mejor que sólo intentaba ponerle un poco de chispa al desenlace victorioso. Pero se mantiene firme en su decisión. –Esto no es cosa de risa, compañeros –sentencia convencido–. No les voy a pedir; les voy a exigir que de ahora en adelante se dirijan a mí como Guadalupe Victoria. Y quien no lo haga así, no recibirá de mi parte atención alguna y tan sólo cosechará mi desprecio. Las risas se cortan de tajo. Casi todas. Por allá se deslizan algunas, todavía, como culebritas de agua dulce. Entonces, el generalísimo Morelos da un paso al frente. Está contento por el logro conquistado. Le gusta departir con sus esforzados combatientes, comparte sus guasas. Mas ahora su semblante, risueño hace unos segundos, se torna solemne. Todos guardan silencio para escucharlo. –Este joven, Guadalupe Victoria –dice mientras lo señala–, ha dado muestras de un arrojo envidiable. Es ya un ejemplo para muchos insurgentes de mayor edad y experiencia que, sin embargo, se amedrentan ante los embates enemigos. Y en reconocimiento a ese valor demostrado, he decidido ascenderlo de rango. Por lo mismo, a partir de hoy, deben reconocerlo como el coronel Guadalupe Victoria. A oscuras, una sonrisa se dibuja en el rostro de Victoria debido al recuerdo recuperado. La calentura cede, por el momento. El enfermo por fin descansa y se abandona en los brazos de Morfeo, acurrucado en esa maloliente cama de hospital que ahora se convierte en una balsa para surcar el mundo de los sueños. Duerme –o tal vez navega- sin sobresaltos toda la noche; María Antonieta, anclada a su lado, lo atestigua. Amanece el 20 de marzo de 1843. Conforme se alza el sol, la temperatura se incrementa en el poblado de Perote. Y en el cuerpo de Guadalupe Victoria también. La fiebre regresa, indomable. María Antonieta aplica nuevas compresas humedecidas con agua fría en la frente de su esposo. Le da a probar unos trozos de manzana y pedazos de pollo desmenuzado remojados en caldo. Introduce los alimentos en la reacia boca de Victoria, auxiliada por una cuchara. Acompaña el desayuno con las infusiones de yerbas medicinales que ha prescrito el doctor García Zepeda. Victoria las sorbe a regañadientes. –Con esto te sentirás mejor, Guadalupe –promete esperanzada. –¡Guadalupe! –reacciona Victoria–. ¡Guadalupe Victoria! Ese es mi nombre y no otro. Así me lo confirmó el generalísimo Morelos en Oaxaca. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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¡Qué orgullo! Las palabras de Victoria reaniman a su mujer, con quien Guadalupe contrajo nupcias apenas 15 meses antes, a los 55 años de edad. Pero ese ánimo revaluado en el fuero de María Antonieta es efímero. El ex coronel insurgente, perlada su cabeza de sudor como si fuera una fruta que alguien exprime, empieza a soltar incongruencias. –Has de saber, querida mía –afirma Victoria, ensimismado–, que yo estuve en la defensa de Tenochtitlan. Blandí mi maquahuitl, rebanando con sus filosas obsidianas los pescuezos de los invasores, encajándoselos en el pecho o en la espalda o en cualquier porción de carne de esos bastardos para defender a los genios de Moctezuma, Caltzonzin, Quautimozin y Xicoténcatl. Como había advertido el doctor García Zepeda, la terrible fiebre de que es presa el enfermo también le puede producir severas alucinaciones. Y ahora María Antonieta lo constata. Y estas alucinaciones, o recuerdos ficticios, como dijo el galeno, bien podrían mezclarse con recuerdos verdaderos. A lo largo del 20 de marzo, el último día del invierno de 1843, y el penúltimo de su vida, Victoria da muestras de esta trágica suposición. ¿Predice su muerte inminente? ¿Lo que argumenta son mensajes ocultos destinados a la posteridad? ¿Alguien podrá descifrarlos? Pero, ¿quién podrá hacerlo?, si sólo María Antonieta, espantada por lo que escucha, es el único receptáculo de las palabras del moribundo. –Pero, Guadalupe –rebate intranquila la mujer-, tú no pudiste defender Tenochtitlan. ¡Eso sucedió hace más de trescientos años! –¡Claro que lo hice! –repone el héroe enardecido de fiebre y patriotismo–. Luché sin tregua para sacar de nuestra nación a los conquistadores españoles. Primero al lado de los aztecas en el islote mexica. Y después junto a Morelos en Cuautla, Oaxaca, Acapulco y Valladolid. A veces ganamos y a veces perdimos. Pero al final los expulsamos por obra y gracia de nuestra sagrada patrona, la santísima Virgen de Guadalupe, señora Tonantzin. Las horas transcurren aciagas en el hospital militar del Fuerte de Perote. Hay momentos en los que Guadalupe Victoria entra en una especie de remanso y parece descansar. Pero son los menos. La mayoría del tiempo se avivan las visones inquietantes; no deja de describirlas, voz en cuello. Así, María Antonieta escucha, por boca de Victoria, que su esposo llevó la guerra de Independencia a tierras veracruzanas. Que tomó el puerto de Boquilla de Piedra y se fortificó en Puente del Rey. Que a finales de 1815 se enteró del fusilamiento de Morelos. Que mandó construir una flotilla para impedir que los realistas se abastecieran de provisiones y armamento llegados por mar. Que se alió con filibusteros ingleses para hundir naves españolas. Que le mandaron de Nueva Orleans un arsenal de guerra. Que intercambió cartas con Francisco Javier Mina para coordinar la lucha armada, convertida 14

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ya en guerra de guerrillas. Que asedió las ciudades de Misantla, Córdoba y Orizaba, convenciendo a los soldados realistas de que se unieran a la causa insurgente. Que en Huatusco fue nombrado lugarteniente general. Que tomó la ciudad de Xalapa donde emitió una proclama que después serviría de base para que Iturbide, su acérrimo enemigo, redactara el Plan de Iguala. Que atacó la litera en la que se transportaba el virrey Apodaca en su viaje de Veracruz a la capital, pero que le perdonó la vida. Que a partir de 1818 se vio obligado a mantenerse oculto en la selva veracruzana, refugiándose en cavernas, alimentándose de lagartijas y pedazos de cuero. Que por eso el militar realista Antonio López de Santa Anna le atestó el mote de “General Cuevitas”. Que todo esto lo afrontó a pesar de la incomodidad que representaban para él los ataques epilépticos que sufría y el hecho de que renqueaba de la pierna derecha por tenerla más corta que la izquierda y por haber recibido ahí una herida durante el sitio de Cuautla. Ante la precipitación de recuerdos, de esas visiones vívidas, aunque no todas lúcidas, María Antonieta no atina a saber cuáles son verídicas y cuáles no. Lo único que sabe es que su marido agoniza. Manda llamar al doctor García Zepeda para que lo auxilie en lo que pueda durante los momentos finales. Hacia la noche es traído un sacerdote para que le dispense los santos óleos. Todavía en la madrugada del 21 de marzo, Guadalupe Victoria habla de su intervención para negociar la entrega del fuerte de San Juan de Ulúa, que era el último reducto de la corona española en tierras mexicanas. Luego se pone a llorar. Lo invade un sentimiento inigualable, descomunal. –Tras la caída del imperio de Iturbide –relata emocionado, incontrito, orgullosísimo, ahogado en sollozos-, el Congreso Nacional votó por mí para convertirme en el primer presidente constitucional de México el 2 de octubre de 1824. Jamás olvidaré esa fecha. Ahora han pasado más de 38 años desde entonces. México, la patria que Victoria ayudó a emanciparse, es codiciada por naciones extranjeras. Ya le han arrebatado los yanquis el territorio de Texas. Y van por más, como lo intuye el ex general “Cuevitas”. Cuando amanece el primer día de primavera de 1843, Guadalupe Victoria, a punto de morir, dicta su última voluntad: –Quiero que mi cuerpo sea desmembrado y repartido por el territorio de mi amado país –dice apenas de manera audible, antes de expirar. Horas más tarde, con la venia de María Antonieta, el doctor García Zepeda pone manos a la obra para honrar la postrer decisión de Guadalupe Victoria. Despedaza el cuerpo del cadáver. Le extirpa las tripas. Las coloca en grandes vitroleros llenos de vino y aguardiente para que perduren. Luego los manda hacia diferentes plazas de la república. En el Fuerte de Perote quedan dos. En uno de ellos reposa, sumergido, el corazón del prócer. En el otro, el bazo y el hígado quedan juntos, bañados por el alcohol. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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Cuatro años después, en 1847, los norteamericanos invaden México, como bien sospechaba Guadalupe Victoria. Desembarcan en Veracruz. Durante su avanzada hacia la capital conquistan el Fuerte de Perote. Un grupo de invasores, cansados, hambrientos y deshidratados, descubren aquellos vitroleros sobre un pedestal. No entienden lo que dice en la placa colocada en la parte inferior. No les interesa. Los soldados yanquis se abalanzan hacia ellos como beduinos en el desierto en pos del oasis, atormentados por la sed. Al grito de Victory!, arrebatándose la boca de los contenedores, beben desesperados esos jugos, ese apetitoso líquido que en realidad conserva las vísceras del caudillo. Poco a poco van cayendo muertos, envenenados, tragándose su Victoria.

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Un partido revolucionario no institucional La mañana del 5 de octubre de 1917, el general zapatista Gildardo Magaña cabalgaba al frente de sus tropas. Eran como trescientos hombres que avanzaban de subida por un empinado y boscoso paraje. En su recorrido habían dejado atrás el valle de Cuautla y, ahora, iban en pleno ascenso hacia Tetela del Volcán, un poblado incrustado en las faldas del Popocatépetl, al noreste del estado de Morelos, muy cerca de los límites con Puebla. El propósito de Magaña era acuartelarse en Tetela para, desde ahí, someter a un batallón del ejército carrancista que le disputaba a las huestes de Zapata el control de la región. Antes de llegar a Tetela, el contingente de Magaña atravesó por un puente a la altura de Ocuituco, que el general hizo volar para entorpecer el acceso a sus enemigos. Después continuó su avance, pasando por Metepec, hasta que finalmente llegó a su destino poco después del mediodía. Una espectacular vista del Popocatépetl, que con su penacho de nieve se erguía imponente al fondo del camino, les dio la bienvenida. Los habitantes del pueblo también los recibieron con hielo, fríamente, recelosos de esas tropas que “quién sabe a qué diantres venían”. Horas antes, apercibidos de la inminente llegada de los zapatistas, todo hombre que tenía madre, esposa o hija, había escondido a las mujeres de su familia, soterrándolas en la profundidad de los pozos de la comarca. Sólo ahí, en el hondo recinto del pozo, ellas estarían a salvo de los primitivos instintos de esos desconocidos que llegaban en bola con “sabe Dios qué perversas intenciones”. El general Magaña se entrevistó con Heriberto Reyes, la máxima autoridad del pueblo. Convinieron en que las tropas ocuparían, a manera de cuartel, el viejo convento dominico de San Juan Bautista, construido en el siglo XVI. El edificio, de piedra sólida, ofrecía grandes ventajas para los planes de los recién llegados. Era amplio en su interior y, por afuera, una fortaleza insuperable. Asentado en la parte más alta de Tetela, desde el convento se dominaba todo el paisaje, ubicación estratégica para las maniobras militares de ataque y defensa. Además, su alto campanario, como faro de ultramar, permitía a los vigías un campo limpio de visión de 360 grados. Por la tarde, después de haber dispuesto del convento para acomodar a sus hombres y de organizar su guarnición, el general Magaña ordenó que se Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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confiscaran algunas reses para la comida. A mentadas de madre, mediante amenazas y empujones, los lugareños entregaron sus animales, y hasta se les intimó no sólo para que los destazaran, sino para que también asaran esas carnes que los zapatistas devorarían con devoción. No faltaron en el banquete, improvisado en el atrio del convento, varios toneles de un aguardiente llamado “zacualpan”, confiscados a un comerciante local y que provenían de un poblado cercano que tenía el mismo nombre de aquel elixir. Tampoco faltaron los jarros de pulque recién curado que algunos lambiscones llevaron personalmente con la intención de granjearse la simpatía de los zapatistas para que no los estuvieran molestando. Atraídos por la comilona, aguijoneados por la curiosidad, detrás de un enorme cedro se apostó una docena de chamacos de entre trece y tal vez quince años de edad. Espiaban a los extraños. Les intrigaba la imagen de esos hombres armados con carabinas, cruzados en sus pechos por carrilleras retacadas de balas. Pero también notaron en los enigmáticos combatientes cierto aire familiar: los sombreros casi todos agujerados y los huaraches carcomidos hasta la planta del pie, destartalados, eran similares a los suyos. Sin duda, los soldados de Zapata en mucho se parecían a los padres y a los abuelos de los jóvenes fisgones: la misma tez tostada y endurecida, los mismos callos, la misma miseria, la misma mirada vidriada por el alcohol. Y ahí estuvieron observándolos un rato, en silencio. Luego, saciada su curiosidad, los muchachos se desentendieron del inédito evento. Almas descosidas, empezaron a jugar con una pelota de trapo, pateándola de aquí para allá, persiguiéndola por todos lados como si fuera la última gallina. Armaron tal algarabía que pronto llamaron la atención de varios subalternos de Magaña, quienes se acercaron para verlos disfrutar de la lúdica ocurrencia. En menos de una hora, la pelota de trapo también era pateada por un grupo de zapatistas. Animados por el pulque y el “zacualpan”, se habían integrado al borlote. Pronto organizaron, con los chamacos, una partida de aquel juego que aparentemente consistía en corretear la pelota y patearla lo más fuerte o lo más lejos posible. Se dividieron en dos equipos: los muchachos del pueblo contra los visitantes. Catorce de un bando y doce del otro. Un equipo patearía la pelota de norte a sur y el otro en el sentido opuesto. Y así se la pasaron, en un incesante vaivén, jugando sobre un terreno accidentado, sin otro objetivo que el de golpear con los huaraches al esférico amasijo de tela. El divertimento no pasó desapercibido para el general Gildardo Magaña. A través de sus gafas de miope lo contemplaba a distancia, desde su mesa instalada en el atrio del convento. Lo acompañaban el coronel Elpidio Mendoza, quien era su segundo al mando, y Heriberto Reyes, su anfitrión en Tetela del Volcán. Asaltado por la duda, el general preguntó acerca de 18

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ese juego que ya había visto alguna vez pero al que no había prestado atención por considerarlo un pasatiempo de párvulos. El coronel Mendoza, avezado en el asunto, le explicó que se trataba de un nuevo deporte llamado futbol. Que él lo había aprendido a jugar cuando trabajaba cortando caña de azúcar para los ingenios de Zacatepec y Casasano. Que a esos lugares había llegado, hacía pocos años, un grupo de ingenieros ingleses contratados para cambiar los viejos trapiches de los ingenios por unos mucho más modernos, importados de Europa. Y que ahí, al calor de la zafra, arropados por los cañaverales, los ingleses predicaron el juego con sus reglas y entusiasmo. Heriberto Reyes agregó que, en efecto, que de allá provenía el gusto de los muchachos por patear una pelota. Que algunos vecinos, los pocos que tenían la suerte de emplearse en aquellos ingenios, habían llevado el futbol a Tetela junto con los costales de azúcar que, cada ocho meses, cargaban consigo para surtir al pueblo. El general Magaña decidió entonces intervenir en el juego. A pesar de haber vivido las más crueles experiencias de la guerra, quería probar esa inocente sensación de patear una pelota, aunque fuera de trapo. ¿Se sentiría igual que al patear una cabeza humana? ¿Por qué ese acto banal despertaba intensas pasiones en quienes lo ejecutaban? Antes de que el general se incorporara al escabroso terreno de juego, el coronel Mendoza sacó de su costal de campaña un auténtico balón de cuero formado por ocho gajos alargados bien cosidos. Ahí lo traía porque era un ferviente aficionado al nuevo deporte y pensaba utilizarlo cuando el fragor de la lucha armada le permitiera un respiro. Mendoza se lo entregó al general y se ofreció a mostrarle la técnica inglesa para chutarlo. Ante la mirada expectante de los presentes, salieron del atrio y se acercaron a los jugadores que seguían correteando los jirones de tela que les servían de pelota. Al percatarse de la presencia del general, los primitivos futbolistas interrumpieron el juego. Sin salir de su asombro se arremolinaron en torno a Magaña. No lo podían creer: ¡traía un verdadero balón de cuero! Como en las quinceañeras ansiosas, una fiesta indescriptible se movía en el interior de sus entrañas. Un cosquilleo en constante ebullición recorría las plantas de sus pies. Empezaron a cebar, en secreto, la repentina esperanza de poder patear aquel balón… estaba tan cerca… Pero tuvieron que contenerse. Aquel privilegio correspondía primero al general. Así que se abrieron unos pasos para dejarle el espacio suficiente. El coronel Mendoza le indicó a su jefe que colocara el balón sobre la superficie. Luego, que retrocediera unos cinco metros para tomar impulso. Le aconsejó acerca de la manera en que debía chutarlo: tenía que pegarle en la parte inferior, prácticamente a ras del suelo, pero no con la punta de la bota, sino con el área del empeine. Le sugirió que, para mayor comodidad, se quitara las espuelas, sugerencia que el general no Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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tomó en cuenta. Para esos momentos, todas las tropas del general Magaña se habían volcado sobre la barda del atrio para presenciar el disparo. Incluso los vigías encaramados en el campanario no perdían detalle del inusual acontecimiento. Finalmente el general se enfiló hacia el esférico y, con el cuerpo descompuesto, lo golpeó con un punterazo lo más fuerte que pudo, cayendo de bruces después del impacto. Mas no se amilanó. Como buen militar, no permitiría que su reputación quedara en entredicho. Después de limpiar sus gafas que se habían proyectado contra el suelo, lo volvió a intentar varias veces alentado por las voces entusiastas de sus hombres. Allá, lejos, Heriberto Reyes contemplaba el papelón, regocijándose con los desfiguros del general zapatista. Mientras Gildardo Magaña perfeccionaba su técnica ovacionado por sus incondicionales, un batallón de carrancistas había entrado a Tetela del Volcán por el oriente, marchando por el camino que llegaba de Hueyapan. En su recorrido iban robando gallinas, implementos de labranza, guajolotes, aguacates, duraznos y todo lo que podían transportar en sus ayates o en sus brazos, incluyendo, por supuesto, botellas de “zacualpan” y ollas rellenas de pulque. Los pueblerinos que trataban de impedirlo eran maltratados con las culatas de los rifles. Sin miramientos se las estrellaban en costillas, abdomen y quijada. Afortunadamente las mujeres ya estaban parapetadas en el fondo de los pozos. Apenas iniciada su escalada, los nuevos invasores se enteraron de la presencia zapatista en el convento de San Juan Bautista. La noticia la conocieron por boca de don Bernabé, un anciano al que robaban. Y lo dijo no sólo para que los carrancistas lo dejaran en paz. También lo hizo con la intención de que se fueran a matar con los zapatistas. Al conocer la inesperada situación, el capitán del ejército constitucionalista, Servando Anzures, organizó rápidamente a su batallón, integrado por tres centenas de soldados. La idea era sorprender a sus enemigos mediante un ataque relámpago. Bajo amenazas subió a don Bernabé en las ancas de su montura para que le sirviera de guía. Los carrancistas avanzaron entonces hacia el convento bifurcándose en dos columnas que después se cerrarían en círculo alrededor de sus adversarios. La estrategia resultó como Anzures lo había planeado. No tanto por la destreza de su gente -que seguía asaltando a cuanto transeúnte se atravesaba-, sino porque los zapatistas, hipnotizados por el espectáculo que les ofrecían el general Magaña y el indomable balón de cuero, no se percataron de la maniobra. Cuando se dieron cuenta, ya estaban rodeados. A una voz de su capitán, los carrancistas empezaron a cerrar el círculo. Desde su caballo, conforme avanzaban, Servando Anzures alcanzó a mirar a Gildardo Magaña pegándole un último chute al esférico balón de los ochos gajos alargados. 20

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De pronto, sin medir las consecuencias, uno de los vigías apostados en la cumbre del campanario abrió fuego contra la masa compacta de carrancistas. Consiguió matar a dos o tres soldados. La respuesta fue inmediata. Varias ráfagas de balas volaron desde todas direcciones hacia las campanas que repiquetearon como nunca con el impacto de los proyectiles. Los cinco centinelas, heridos de muerte, cayeron al vacío para acabarse de morir, estrellándose contra las losas del atrio. Esa fue la señal para que zapatistas y carrancistas se empezaran a disparar a diestra y siniestra. El general Magaña, que había logrado meterse al convento entre la tupida lluvia de balas, se percató de que aquella escaramuza no conduciría a nada. Calculó que las fuerzas estaban niveladas y que la refriega acabaría en un doloroso empate, dado el elevado número de bajas que sufrirían ambos bandos. Un cálculo similar hizo el capitán Anzures, quien observaba el repentino combate atrincherado detrás de una barda de adobe. Casi al unísono, los enfrentados jefes militares hicieron desplegar sendas banderas blancas para detener la masacre. Al poco rato se dejaron de escuchar balazos. Con un saldo de decenas de muertos y heridos se estableció la tregua. Un emisario de Magaña salió del convento con la encomienda de invitar al capitán Anzures a conferenciar. Tras aceptar la invitación, el carrancista y el zapatista se reunieron a la entrada del atrio. Escoltados por sus hombres de confianza, convinieron en que la contienda se decidiría a patadas. Anzures fue quien lo propuso. Como había visto al general Magaña chutando un balón, se le ocurrió que la manera de resolver la batalla sin derramar más sangre era disputando un partido de futbol. Servando Anzures sabía de lo que hablaba: conocía bien ese juego, lo había practicado desde antes de enrolarse en el ejército constitucionalista; le gustaba. Y a su parecer, muchos de sus soldados lo jugaban muy desenvueltos; los había visto en acción. En cambio, el general Magaña titubeó unos instantes. Pero al mirar que el coronel Mendoza, el del balón de cuero y su segundo de a bordo asentía sin disimulo, seguramente convencido de que lograría parar un equipo ganador, aceptó el reto. Aunque satisfechos con el trato inicial, quedaban algunos detalles por definir. Acordaron entonces que el equipo derrotado cedería al ganador la plaza y la región en pugna. Que, como no tardaba en caer la noche, el partido se realizaría a las ocho de la mañana del día siguiente. Que era necesario contar con un campo de juego reglamentario. Y que, para evitar que posibles exabruptos o reacciones apasionadas derivaran en un estallido violento por parte de las tropas que presenciarían el encuentro, todas las armas, blancas y de fuego, serían acopiadas y resguardadas por un comisionado neutral. La entrega del armamento se haría lo más pronto posible, con el objeto de prevenir madruguetes indeseados. Al término del partido, las Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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armas serían devueltas al vencedor para garantizar el cabal cumplimiento de los acuerdos. Para tales efectos, nombraron comisionado a Heriberto Reyes. Además, le encargaron la tarea de implementar el terreno de juego. Heriberto Reyes cumplió con sus encargos más que meticulosamente. Antes del anochecer, apoyado por un grupo de amigos y familiares, guardó todo el armamento que le entregaron. Para ello utilizó media docena de coscomates que servían para almacenar granos y azúcar. Por la parte superior de estos enormes silos panzones hechos de barro, depositó una respetable cantidad de rifles, fusiles, carabinas, pistolas, carrilleras con balas, cuchillos, navajas y hasta machetes. Más tarde, bajo la sombra nocturna, se aprestó a acondicionar la cancha donde se jugaría el partido. Consultó con el coronel Mendoza acerca de las características que debía tener. Y se puso a trabajar toda la noche con su cuadrilla de asistentes. Auxiliados por la luz de unos quinqués, delimitaron la superficie de juego: 100 metros de largo por 80 de ancho. Limpiaron el terreno arrancando yerbas y cardos, tapando los hoyos y las madrigueras, aplanando cordilleras de pequeños montículos. Enseguida pintaron con puñados de cal las líneas de fuera y las de las dos áreas grandes. Después, Reyes se concentró en la parte fundamental de la faena: hacer y colocar las porterías. Aconsejado por su primo Raúl, que era carpintero, se decidió por unos gruesos horcones de pino para los postes, que el propio Raúl tenía en su carpintería. Heriberto los colocó enterrándolos un metro bajo la tierra y dejando dos metros libres de altura sobre la superficie. Para los travesaños escogió un par de inmensas vigas de 10 metros de longitud, con un grosor de casi 20 centímetros por lado. Luego clavó varios cinceles de doble filo sobre los postes, a manera de picas, para que la viga se encajara en ellos al colocarla encima. Más firmes no podían quedar las porterías. Empero, para evitarse sorpresas, amarró los postes a su respectivo travesaño con unas cuerdas de probada resistencia. Mientras Heriberto Reyes construía la cancha, el general Magaña logró aprenderse las reglas del juego y, asesorado por Mendoza, elaboraba estrategias para ganarlo. En el campamento contrario, el capitán Anzures aleccionaba a los jugadores que había seleccionado de entre sus tropas. Así sorprendió el primer canto del gallo a los combatientes revolucionarios. Y cuando las campanas de San Juan Bautista anunciaron las siete de la mañana, todos salieron en peregrinación hacia el terreno que Heriberto Reyes y sus ayudantes habían preparado para el inédito cotejo, ubicado a unos tres kilómetros al sur del convento. Unos llegaron a caballo y los demás a pie. A la luz del día, la improvisada cancha reveló ciertos inconvenientes en su diseño. Aparte de que la superficie era totalmente de tierra, salpicada de piedras por todos lados, el terreno presentaba un pronunciado desnivel. Los que atacarían de norte a sur lo harían de bajada y los que se defenderían 22

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de sur a norte lo harían de subida. Además, a unos cuatro metros detrás de la portería sur, estaba el borde de una escabrosa barranca que tenía como nueve metros de profundidad y acababa en los meandros de un arroyo. Pero ya qué. De todas formas las imperfecciones del terreno los afectarían por igual. Magaña y Anzures, auto nombrados capitanes de su respectivo equipo, consintieron en que así se jugara el partido. Antes de comenzar, había que decidir a qué conjunto le correspondería hacer el saque inicial y si se podía jugar con botas, con huaraches o descalzos. Respecto del primer punto convinieron en echar un volado. El ganador podría elegir entre sacar primero o en qué mitad de la cancha colocarse para atacar, es decir, si empezaba atacando de bajada o de subida. El volado lo ganó Magaña. Atendiendo a su instinto de estratega militar, optó por escoger su ubicación en la cancha: atacaría primero de subida, anticipando que en el segundo tiempo agarraría a sus contrincantes literalmente de bajada. Por lo tanto, el saque correspondería a los carrancistas, que atacarían de norte a sur. En cuanto al calzado, resolvieron que cada jugador usara lo que le viniera en gana. Los zapatistas no tenían opciones: excepto el general Magaña, todos los demás calzaban huaraches. Y así se sentían a gusto. Pero no sólo les agradaba la comodidad; también discurrieron que volteando las grapas de sus huaraches con las puntas hacia afuera, dispondrían de filosas cuchillas para lastimar al enemigo. En cambio, la mayoría de los carrancistas enfundaba sus pies en duras y pesadas botas. Algunos lo consideraron una ventaja para patear más fuerte; los que no, prefirieron jugar descalzos, incluido, para sorpresa de propios y extraños, el mismísimo capitán Anzures. Los zapatistas ofrecieron jugar con el torso desnudo, evitando así confundirse con sus adversarios que vestirían con sus camisolas color caqui. Ya sólo faltaba saber quién arbitraría el encuentro. Nadie quería, alegando que únicamente los jugadores conocían el reglamento de juego. Así que decidieron jugar sin árbitro, apelando a la honestidad de los contendientes. Para presenciar el partido, las tropas carrancistas se alinearon con todo y caballos en el costado oriental de la cancha; las tropas zapatistas hicieron lo propio en el occidental. Emitiendo gritos de aliento y vivas desgarrados, cada sector del público empezó a vitorear a su equipo. En tanto, las oncenas de cada escuadra se acomodaron en el terreno de acuerdo a planteamientos previamente concebidos. El general Magaña, por ejemplo, cubriría la defensa central, mientras que el capitán Anzures se desempeñaría como volante por la izquierda. Heriberto Reyes se mantenía a una distancia prudente, detrás de la portería norte. Ahora sí, todo estaba listo para que el balón de cuero, cedido por el general Magaña, comenzara a rodar. El nerviosismo cabalgaba dentro y fuera de la cancha. Cuando se escucharon las campanadas de las ocho de Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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la mañana, por fin arrancó el partido. Las primeras acciones se desarrollaron con torpeza y lentitud, aunque con mucho entusiasmo. A la altura de la media cancha los jugadores luchaban con encono por la posesión del balón; se lo quitaban unos a otros en un incesante vaivén horizontal, sin poderlo proyectar con claridad hacia el frente. Las variables ofensivas eran nulas. El esférico salió varias veces por la línea lateral y los saques de banda se sucedieron repetidamente. En uno de estos saques, el balón le cayó de rebote a un teniente carrancista a quien apodaban “La aplanadora” debido a su gran corpulencia y estatura. Sin pensarlo dos veces mandó un cañonazo de media distancia que cimbró el travesaño de los zapatistas. A bote pronto, embalado en su carrera de bajada, Anzures contrarremató como venía, pero mandó el balón a la barranca. Las hostilidades se interrumpieron en lo que hallaban el esférico, pues a 50 kilómetros a la redonda no había otro de la misma calidad. Las acciones se reanudaron 15 minutos después con un despeje del portero zapatista. El coronel Mendoza hizo una pésima recepción, provocando que Anzures le robara el balón y se internara a toda velocidad por el centro del campo. Antes de ingresar al área, el general Magaña le salió al paso. Y no se le ocurrió otro recurso para detenerlo que propinarle un tremendo botazo en la pierna de apoyo. Anzures cayó de cara contra la tierra, raspándose el rostro con las piedras que yacían en la superficie. Al carrancista le hirvió toda la sangre. Mientras se levantaba tomó algunas de esas piedras en sus puños y en cuanto estuvo erguido se las lanzó iracundo al general Magaña, fracturándole la nariz, rompiéndole los espejuelos. No se necesitaba más para iniciar otro tipo de batalla. Los ejércitos antagonistas abandonaron sus líneas a los lados del campo y avanzaron sobre la cancha para enfrentarse cuerpo a cuerpo. El combate fue violento, feroz, sanguinario. Algunos se mataban a golpes. Otros sucumbían bajo las patas de los caballos o merced a sus coces alocadas. De uno y otro bando se veían turbas de milicianos linchando a los enemigos inermes, despeñándolos en la barranca o arrastrándolos hasta los postes de su respectiva portería. Ahí, luego de alzarlos como si fueran de trapo, les enredaban una reata en el pescuezo para ahorcarlos en los travesaños. Aquello era un pandemónium. Entre el caos y la confusión reinantes, se escucharon de pronto unos balazos. Era Heriberto Reyes quien, con el arsenal que le confiaron en custodia, había armado a los habitantes de Tetela del Volcán. Las mujeres salieron de los pozos para empuñar pistolas y carabinas. La cancha quedó rodeada por más de mil quinientos tetelenses pertrechados hasta los dientes. Sin preámbulo alguno abrieron fuego contra los revolucionarios que se andaban matando. Atónitos, carrancistas y zapatistas dejaron de agredirse. Mezclados y en bola, en sus cuacos o a pie, corrieron todos por sus vidas 24

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dejando una polvareda inolvidable. En su desaliñada huida, el general Gildardo Magaña y el capitán Servando Anzures galopaban juntos, llevándose su revolución para otro lado. Minutos más tarde la cancha quedó despejada. Montones de cadáveres tapizaban el campo de juego. Reyes confirmó entonces que el partido había terminado. Y advirtió, rozado por el viento fresco de la mañana, bajo el cobalto del cielo, que el marcador final fue de cinco a tres en favor de los zapatistas, a juzgar por el número de cuerpos que colgaban de las porterías.

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