Elisa Herrera Altamirano

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ELISA HERRERA SOBRE EL ESCRITOR Elisa Herrera Altamirano (1985), queretana, estudió psicología clínica en la Universidad Autónoma de Querétaro, ha trabajado desde la psicoterapia en temas de violencia de género y actualmente cursa la maestría en Estudios de Género. Su formación literaria proviene de cursos, talleres y seminarios impartidos en Querétaro y el bajìo. Ha publicado Luciérnaga de Aceite (2008) por el Fondo Editorial de Querétaro y Larvario (2011) por Herring Publishers México.

ÍNDICE

Idea ñañú Larvario Subterráneo E Javiera, sus diarios Formas fáciles de perder objetos valiosos Intentos fallidos Hubiera preferido que fueran pesadillas

El contenido de estos textos es propiedad y responsabilidad del autor, Par Tres Editores, S.A. de C.V. transmite estos textos de manera gratuita a través de su proyecto de difusión cultural y literaria denominada Biblioteca Digital de Escritores Queretanos. Los autores han seleccionado sus textos para permanecer en dicha biblioteca para su uso única y exclusivamente como difusión literaria, por lo que se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del autor, quien es el titular de los derechos patrimoniales de los mismos.


ESCRITOR QUERETANO: ELISA HERRERA ALTAMIRANO

Idea ñañú Para Carolina Sin duda, una de las cosas que engrandecen a las carreteras es su potencia de mantra. Al transitar en ellas con frecuencia, el viajero se enfrenta a una especie de ejercicio de conciencia: mientras se recorre el camino a velocidad media, aves en oleaje, insectos destazados en el parabrisas, reses en la campiña y uno que otro afortunado momento en que las flores silvestres más próximas al acotamiento son movidas en sintonía con el aire para formar una agitación casi musical, transportan a cualquier viajero a escenarios que por lo general no están tan a la mano cotidianamente. Quiero decir que todo lo que uno piensa en el transcurso, abre un espacio que llena el abismo de realidades casi siempre inéditas, y que difícilmente pueden ser compartidas en ese momento con los otros porque la mayoría de ellas pasan sólo por el cuerpo, cuando se observa el paisaje y se logran imaginar las infinitas posibilidades de existencia. Son cuentos posibles que uno escribe mientras se va en silencio con los demás pasajeros al tiempo de acercarse pacientemente al punto final del recorrido. Cristina es una mujer delgada que habla casi siempre de lo mismo y lo hace en un tono de voz muy bajo, es tímida, pasa fácilmente desapercibida. Siempre tiene tos, debería hacer nebulizaciones dos veces al día pero jamás conseguiría conectar el aparato a la corriente eléctrica, su casa apenas tiene techo. Estudió cuatro años de primaria ahí mismo en su comunidad y le basta con saber escribir para llevar un cuadernito de notas donde registra su nombre y la fecha, el nombre de las cosas nuevas que observa junto con descripciones particulares y breves, números con cierto azar que le sirven de referencia y en ocasiones utiliza los reversos de las hojas para dibujar. Alguna vez me dijo que había escrito unos mensajes en las líneas de la carretera. Cristina habla una lengua extraña, no sabe dónde la aprendió, no se acuerda, sólo la sabe, sólo habla evocando un rezo armónico, casi un canto, desconocido. No sé muchas cosas sobre ella, pero en sí misma es lluvia y viento al mismo tiempo, contenido elemental que se pasea en los lugares por donde todos pasan y su andar es diferente que el del resto. Cristina común y corriente, Cristina vacío, Cristina sin sombra, serenísima tormenta. Un poco más de la mitad de su día lo pasa encerrada en un cuarto Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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pequeño de su casa donde se siente cómoda, -eso dice-. Se sienta a esperar en la cama, ve a su hija, le toca el cabello como si no lo hiciera porque no presta atención, su mirada está lejos, la ve jugar pero no juega con ella, sólo la ve, espera, quisiera poder decir alguna broma pero cae en un vacío que le recuerda la colcha azul de lana donde está posada, su espera no es para juguetear, es para obedecer sin tregua. Hasta hace cuatro años, Cristina siempre quiso dedicarse a las investigaciones sobre la vida marina, las pocas veces que sale de su cuarto acostumbra caminar durante horas en las montañas observando las piedras fosilizadas y luego se da a la tarea de escribir complejas reflexiones sobre ellas. Piensa en ciencia, también en Jacques Cousteau. Desdobla sus pasiones imaginando algas marinas y millones de especies de peces que posiblemente son parientes de las familias de anfibios provenientes de las Islas Canarias. Fantasea haber estudiado en la Universidad de La Laguna y que durante poco más de tres años estuvo dedicada al estudio de los crustáceos y los calamares. Piensa en la posibilidad de respirar bajo el agua con un velo transparente que asemeje al de las mantarrayas madres. Cuando Cristina habla lo hace en tercera persona, crea un mundo aparte. Incontenible, tratando de entender con paciencia su soledad, convive con las demás mujeres del pueblo que se entretienen hablando de las vidas ajenas, su intimidad con lo difícil le ha permitido conciliar con ambos mundos. Trata de mostrarse con palabras pero recibe en su cuerpo más de lo que puede traducir del mundo, de la belleza. La belleza insoportable como ella la nombra-, el mundo de la belleza, lo irónico, capaz de elevar las realidades crudas a la contradicción, esas son las cosas que a ella en verdad le interesan. Pero ahora está absorta en una habitación poco iluminada, entregada a una espera irreductible. Cristina no conoce los bandoneones ni las cosas que con cierta razón piensan los catalanes: eso que de las lágrimas que hacen que gire el mundo vamos entrando a la vida. A veces llora y mientras camina en las carreteras se va encontrando con los pordioseros que rondan en sus libertades. La miseria es tan amplia en el mundo, tan nostálgica, que alcanza un grado de amabilidad sutil, enamora con enorme culpa y ella lo entiende mejor que muchos. Su pena es altamente ácida, fatídica y parece que no está dispuesta a eliminarla de sus días, no tan fácilmente. Un día airoso de esos que levantan polvaredas, Cristina habló conmigo como si lo hiciera con ella misma, con una fuerza tal que asemejaba a la duda que se cuela en los poros para generar añoranza. Dijo -yo soy quien pega los papelitos con poemas en los espejos, para acordarme de que sólo el tiempo es imprescindible, mi pasar por el recuerdo transcurre solitario y en silencio, yo soy la boca con las alianzas de mis ancestros, donde rayar las cuevas implica un ritual funesto. Sí, las paredes son biblias llenas de his4

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toria, son libros dispuestos. Las paredes blancas se exhiben para mí, para que ponga en ellas mis mejores trazos de espera. Así que esperaré siempre, no sé cuánto dure la vida pero si puedo elegir escojo parecerme al animal más longevo, de preferencia que viva en el agua, así, si he de pertenecer a este lugar, seguramente me hallarán en alguna piedra arcaica, con presencia infinita. Cuando llegue la hora a la hora indicada, ese al que espero me verá y sabrá que estoy aquí-. Entonces se inundó el espacio de ella, con un pálido silencio, la tos se fue convirtiendo en insistencia cada vez más sonora, en ruido escandaloso. Los ojos se le llenaron de lágrimas que se desviaban en las comisuras de la sonrisa, sus manos delgadas se tallaban una a otra mostrando ansia. Sacó sus dibujos en hojas sueltas y las regó en el piso como si aquello fuera el mar y estuviera poblando el cuarto de vida. Hubo una sensación acuosa, nos empezamos casi a mojar los pies. Mientras Cristina deshojaba su cuaderno recitaba algunos versos: -Xi makwäni: / Xi makwäni ga möhö, / Xi makwäni, ga möhö. / Ga tsog u h u ya d o ni ne ya thuhu, / Götho nu’ä ‘b u i jar ximhöi. / ¡Makwäni ga möhö, / Makwäni ga möhö!-. -De verdad / De verdad nos vamos, / De verdad nos vamos. / Dejamos las flores y los cantos, / Todo lo que existe en la tierra. / ¡De verdad nos vamos, / De verdad nos vamos! 1 (Poema Nahua en Lengua Otomí Anónimo)

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Larvario Por si no te acuerdas del larvario, era un cuarto pequeño con un par de camas individuales, una más angosta que la otra. Las colchas estaban llenas de pelusas que con tan sólo verlas se desprendían llenando todos los espacios y la ropa de bolitas de tela. Inevitablemente había que barrer todos los días, de otro modo, las hebras de colores en tonos rosas y azules se iban acumulando entre las comisuras y nos ahogábamos en ellas. Por todos lados volaban las pelusas, los días que tendíamos la cama se veía más ordenado pero nunca era posible recogerlas todas, ya fuera que se escondieran detrás de las patas anchas de las camas, en las zapatillas del músico, en las pijamas, debajo del tapete o tan cínicas en medio de la almohada y la madera del piso. Lo que nunca hicimos fue darle la vuelta al colchón pero sí cambiamos de cama, ahí fue cuando nos dimos cuenta de que una era más grande que la otra. Creo que las últimas noches dormimos más incómodos que antes. Había que aprovechar que era cuando más nos amábamos, dormíamos más juntos y ocupábamos menos espacio, pero también dormimos más incómodos porque la cuenta regresiva de los días y las horas, la amenaza del tiempo y mi partida de regreso nos iba persiguiendo poco a poco. Más inevitable que barrer todos los días era escapar de los relojes de la gente. Lo único que nos marcaban, a lo único que nos atenían era a un pedazo de papel donde estaba impresa la hora del vuelo que me vio partir de Ezeiza algún día de agosto. El larvario fue un cuarto gigante en historias. El techo era alto, lleno de mariposas que todos los días se escapaban de mi panza y se acomodaban para pintar el cuadro de tu cara, nunca repitieron sus matices, conocí los colores que en mi vida había visto; cuando era niña, mamá me leía un cuento de un pintor de mariposas, te parecías mucho a él. El armario y la vida de larva le dieron el nombre al larvario. ¡Qué buena es la vida de larva! ¡Qué grande el armario que no utilizamos! La mesita del cuarto nunca estuvo vacía: botellas de vino, pan para acompañar la pasta, un cenicero tosco de madera por lo general lleno de ceniza, hojas de propaganda de la visita guiada a la casa de Carlos Gardel y al reverso una nota que decía: Mon coeur, te vine a buscar y no estabas. Pintó faso y caminata vampiro. Te amo. Mientras cenábamos, la mesa protagonizaba la noche con su mantelito de 6

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plástico y figuras geométricas, con su par de hoyos por quemadura de cigarro, esa mesa estaba en la esquina del cuarto debajo de la ventana. La puerta de madera, que por lo general permanecía cerrada, tenía dos tragaluces con vidrios dobladizos, en frente y a un lado de la cama estaba el armario café oscuro, muy grande y pesado. Cómo fumábamos, cuántas pláticas de pie, con llanto, con carcajadas, comiendo, bebiendo, cuánto fumábamos. Antes y después de comer, de vez en vez, de dos en dos y de seis a siete, al despertar, en medio de un brutal insomnio o casi dormidos. Cuántas veces se escondió el encendedor o se quedó en la mesa lejos de la cama, tan lejos como lo que puede medir un tapete rectangular a mitad de la habitación. La cama con colcha azul servía de perchero: la guitarra, los sacos, hojas y discos, un sombrero y un par de boinas, una mochila verde oscuro, un tin whistle, letras de canciones y poemas. La almohada de esa cama seguía siendo de esa cama. Nunca dormimos con dos almohadas, nunca dormimos en camas separadas desde que llegamos al larvario. Rosalina, nuestra vecina, no dejó de platicarnos sus historias con Juan Carlos. Le compusimos algunas canciones. Ella amaba su país, hinchaba por el Boca Juniors. Nunca entendimos por qué estaba en Argentina si hablaba todo el día de Ecuador. Nos miraba como un par de locos. Siempre tuvo razón y no tenía por qué vernos de otra forma. Nosotros tampoco pretendimos nunca mostrar algo que no fuéramos: sólo orates, amorosos, anartistas, magos, infantes en sus puertos, bello abril y las notas de septiembre. A pesar de todo, Rosalina nos prestó su cámara digital con la que nos fotografiamos desnudos una noche frente al espejo. Tal vez no haya mucho qué apostar por el larvario hablando de su estética. Siempre fue lo que menos nos importó. A mi me dejó de importar poco a poco. ¿Y tu Luna? –Siempre preguntaste–, pues ¡yo soy tu luna! encarnada en tus lunares, pedacitos de cometa salpicados en mis brazos como el fuego. Ya sólo debes recordar un larvario solitario, sin guitarras, sin humo de colillas ni colillas de cigarros. Sólo debes pedir que el tiempo nos mate juntos, que el pánico te ataque a besos y el tiempo que estés dentro de mí, ese que es el mismo que regala muerte dure siempre. Que tus uñas largas toquen Para Elisa, que tu angosto cuerpo te acompañe siempre, que ese siempre del tiempo sea tan hoy, tan tú, tan yo, que no haga falta explicar la diferencia entre las aves y los hombres porque al final son la misma cosa. Qué sería de mi muerte sin la tuya, qué sería de mis noches con insomnio sin tu oscura boca rondándome, manoseando mis ganas tímidas. Sin tu muerte, tú, mi fotografía, qué sería de mí y el redundar de los versos sin sentido. No habría escenarios, no habría manjares ni vino, no se escucharían los presagios del vasco, ni las locuras de Pedro. Nada existiría sin tu muerte ni la mía. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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Subterráneo Por la biografía debida. Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. J. Cortázar Cuando nos conocimos, Nicolás me regaló un reloj sin pila que siempre marcaba la misma hora. Un reloj de fierro con carátula azul que me quedaba un poco grande, nada qué presumir, seguramente imitación china. Me insistió en usarlo, - mirá, te regalo mi tiempo, que se quede en tus manos me dijo mientras destendía las sábanas de la litera de arriba donde dormía en la residencia junto con cinco chicos más. Años después, ya bastante acoplados uno al otro y el reloj a mi mano, decidimos viajar como parte de las actividades de despedida. En la estación Federico Lacroze del barrio la Chacarita compramos los boletos de ferrocarril rumbo a Iguazú. Treinta y un horas de camino bastarían para llegar. Esa mañana la partida se demoró por cuestiones de rutina técnica, nadie anunciaba nada en el andén. Teníamos la nariz colorada, exhalábamos vaho y aceptábamos con paciencia la llegada del invierno y el retraso del vehículo. Mochilas, cajas de cartón llenas de fruta, baratijas en bolsas de plástico y gente con ropa desgastada formaban el panorama a un lado de las vías. Un poco desesperados y con el estómago vacío, nos dirigimos a tomar chocolatada y un par de medias lunas ahí mismo en la estación y luego celebrar el tiempo libre visitando el panteón municipal de los próceres nacionales que estaba a un lado del mercado, sobre la misma cuadra del barrio. La noche anterior dormimos en el Hostal Iberia, sede de honor del larvario, lamentándonos por la velación de fotos que recién habíamos tomado en el obelisco del lado de Corrientes. Teníamos pocos retratos juntos, no podíamos darnos el lujo de perder la evidencia, por eso la nostalgia que sólo nos duró la víspera del plato de pasta y botella de vino cordobés que merendamos. Yo sabía que de camino al norte la tierra se iba haciendo cada vez más roja por el cambio de clima, me lo habían advertido meses antes. También 8

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estaba preparada para permanecer sentada la mayor parte del viaje, porque aún cuando los pasillos del tren eran amplios para caminar, nuestro vagón era más reducido que el resto de los carros y el espacio entre las filas de asientos era casi nulo pues la gente solía cargar con todas sus pertenencias como si fueran a mudarse de ciudad, dejando apiladas cajas, bultos y enseres a mitad de paso. Íbamos lejos y sólo había un baño para tres o cuatro vagones, ubicado a dos puertas de distancia de nuestros lugares. Había que dominar varias cosas a la vez: esquivar equipaje, saludar con la vista a los pasajeros y sostener el equilibro por el movimiento del carruaje. Parecíamos niños explorando territorios nuevos, parecía que recién nos habíamos conocido y que todo lo que compartíamos era fresco, iluso, nuevo. Nuestras miradas, al juntarse, producían universos atemporales donde nosotros habitábamos, así había sido siempre, una forma bastante ficcional de pasearnos por lo cotidiano, producto de un encuentro no planeado que ya hablaba de varios abriles juntos y que estaba por terminar. Al final del recorrido al interior del tren, casi llegando a la máquina principal donde se encontraba el chofer estaba el bar, era lo más próximo a la primera clase. También tenía un restaurante compartido con las mesas donde se servía el vino. Fuimos inspeccionando sin ninguna prisa cada rincón. Las escalas eran breves pero regulares, por lo general en estaciones importantes donde subía o bajaba gente que iba de paso, daba tiempo suficiente para dar la bienvenida a los vendedores de comida y consumir alguna vianda sureña. Habíamos salido de Buenos Aires casi al medio día, lo que hacía que para este momento lleváramos cuatro horas de retraso en nuestro recorrido. Este era el viaje más largo que habíamos hecho juntos. Nicolás venía de una relación bastante complicada, él decía que estaba volando bajo, con las alas completamente acribilladas, y meses después de su ruptura pasó que nos conocimos casi por accidente mientras él visitaba la capital en busca de pistas que lo acercaran al paradero de un músico recién fallecido. La conexión fue casi inmediata, bastaron algunas canciones y unas horas de plática para quedar enganchados en el misterio de la soledad del otro. La primera vez que lo vi fue en un elevador, portaba una gabardina negra y un sombrero parisino, a distancia se le olía mucho a tabaco y su cara demacrada daba cuenta de los años de insomnio, no precisamente fiel a sus años cumplidos. Compañera y confidente que me abrís de repente el corazón, guerrerita diminuta, escondida tras las hojas del frescor donde te alhojas, escapándole al mármol de los próceres difuntos, mudos y santificados que nos tienen mal atados y no nos dejan vivir juntos me escribía en alguna de sus cartas que llegaban de Mar del Plata una vez pactada nuestra confidencia. Era un nosotros bastante intenso y pasional. Así se nos pasaba la vida, habitando la locura en el lenguaje, construyendo desde ahí una reBiblioteca Digital de Escritores Queretanos

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alidad un poco más soportable que la que teníamos puesta en frente: la de tenernos por un rato y estar condenados al olvido circunstancial. ¿Porqué? Porque así son las cosas y se entienden o no después de mucho tiempo, porque así lo elegimos sin saberlo y lo intentamos de mil modos pero al final estuvo dicho, también por nosotros, que habría que despedirse y continuar cada quien en su tren. Uno se la pasa tratando, desafiando, insistiendo, pues de algo tiene que servir la estática en las manecillas, pero no siempre se ganan las batallas o es que se ganan de diversas formas, no siempre del modo en que se tienen planeadas. Entonces acomodamos nuestra mochila en las repisas de arriba del interior del vagón y nos entretuvimos en la inspección del ferrocarril hasta la noche. Nos dieron ganas de tomar fernet en un vaso con mucho hielo, una medida de Fernet Branca, una medida de licor de menta y coca cola hasta el tope: basta con dos tantos para empezar a hablar de franquezas y erotismos. El mesero del bar tuvo que permanecer en vela sirviendo a los únicos clientes del tren despiertos en la madrugada mientras el resto de la población en tránsito dormía. Molesto por la falta de sueño, el hombre ocupó su enojo en atendernos mal. Se empezaba a sentir en el ambiente un olor denso, como de fluidos que se fermentan por la temperatura con el paso del tiempo; seguramente eso contribuyó a que el enojo del barman se incrementara al grado de negarnos la comida cara que se vendía a bordo. Nosotros, en la sospecha de los alientos largos, en medio de la noche y de la nada, también fuimos contribuyendo poco a poco con nuestro propio olor. Ya borrachos, Nicolás decidió rasurarse el bigote frente al espejo de uno de los baños de primera clase, bozo peculiar que lo hacía parecer un Dalí contemporáneo y que tenía unos cuatro años de antigüedad ininterrumpida. Se veía muy diferente. Cuando se es fanático de recorrer los bares, sobre todo los citadinos, se hace poco común acostumbrarse a contemplar ventanas donde lo que sucede afuera son paisajes que se dejan atrás, a oscuras, con luces pasajeras que alumbran a los pueblos de las orillas. Adentro, el movimiento rítmico del tren hacía bailar los manteles y tambalear un reloj de pared malamente empotrado, era preciso sostener el vaso para evitar cualquier accidente. Cómo recuerdo un pequeño bar en ciudad capital que frecuentábamos por las madrugadas, abierto las veinticuatro horas, de ambiente insurrecto, lleno de políticos de closet, hombres maduros, intelectuales, aficionados a la copa y al tango milonguero. Ubicado en una esquina, una tarde cualquiera caminando por ahí, encontramos sus ventanas repletas de cartulinas de protesta que anunciaban su cierre. Multitudes, manifestándose como si se tratara del cierre de alguna importante institución de providencia, impedían la vista al interior del lugar a través de sus amplios ventanales, ¡era una lástima!, sin embargo, saber que un cristal podía separar lo apacible del movimiento no 10

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era cualquier cosa. Tener conocimiento de que existen los vidrios aislantes acústicos o los vidrios de visión unilateral puede ser fundamental para aquellos que buscan estar en dos lugares al mismo tiempo sin la necesidad de ser visto, experimentando sensaciones y especulando lo que pueda estar pasando del otro lado de la trinchera, fungiendo como espectador. Los más interesantes son aquellos lugares que logran detonar la misma impresión sin la presencia de paredes translúcidas. Los bares ferrocarrileros y sus baños aledaños se prestan para escenas del tipo romántico-pasional que tienen ese efecto, aquél bar de buenos aires y nuestro tren se parecían en algún sentido. La plática se fue intensificando a medida que iba saliendo el sol, el amor a todas luces se opacaba de a poco por la afrenta de tener que dejarnos tras años de historias hechas a nuestra medida, trazadas a nuestro gusto. Los planes se presentaban como una alternativa de continuar siendo nosotros pero sólo retrasaban más el tiempo de mi reloj de mano que ya pesaba en deuda. Horas de movimiento ingiriendo bebidas alcohólicas y algunos rayos luminosos encima hicieron que decidiéramos ir a dormir a los asientos del vagón más próximo, tratando de esquivar lo más posible las miradas de los primeros pasajeros madrugadores que despertaban con ganas del desayuno que no llegaría porque no estaba incluido en el servicio. No sé por qué motivo era un ferrocarril que invitaba a ensoñar con realidades del tipo qué-placentero-es-este-lugar siendo casi todo lo contrario, sin embargo, estaba resultando un recorrido extraordinario, con vistas argentinas espectaculares y una extraña emoción por viajar con el encanto que produce el sonido de los rieles. Cuando despertamos cuatro horas después, Johansen, Conde, Buarque y algunas bandas de rock nacional de los noventas nos acompañaron musicalmente al abrir los ojos al medio día siguiente en un mp3 de bolsillo. Escuchamos música casi todo el día, cada quién lidiando con un audífono en la oreja, siendo cautelosos para no alejarnos tanto uno del otro y provocar que alguno perdiera el sonido. Solíamos simular que tocábamos instrumentos al aire siguiendo la pista en curso y dábamos la imagen de ofrecer un gran concierto a ojos cerrados, en silencio, desaforados. La gente nos miraba y se reía, eso nos permitió socializar. Por ejemplo, platicando con una inmigrante de Montevideo, supimos que estaba enterada de la polémica historia del vasco Bigarrena, cosa bastante insólita para los oídos de Nicolás quien aseguraba que muy pocos sabían de su existencia. La mujer también aprovechó para quejarse por las múltiples paradas que hacía el tren y que sólo retrasaban cada vez más la hora de llegada. Casi por inercia, cuando la uruguaya se lamentaba, consulté mi reloj para saber si todo seguía igual con la parálisis de las manecillas. Con una tenue esperanza de que no fuera así, corroboré que algo de mi tiempo no andaba, que mi muñeca estaba detenida y sostenía una historia cargada de imposibilidades. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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A veces se gusta de sufrir, hay dolores placenteros y placeres dolorosos, eso yo sólo lo sabía a veces, descuidadamente lo sabía y sin embargo llevaba bastante tiempo jugando a retar lo relativo, cosa riesgosa pero vibrante. También sabía que a la larga habría que afrontar las consecuencias de llevar al límite ciertos actos y más aquellos en donde uno sólo se deja fluir en la intensidad de los sentires y no da lugar a lo realista, pero ¿qué es el amor si no ese desequilibrio necesario? Nicolás y yo teníamos una historia que estaba por reclamar tierra firme, patria segura, nombre y apellido propios y lo único que había frente a eso era empezar a despedirnos. El pibe sentado en frente de nosotros nos ofrecía alfajores Jorgito con doble cubierta de chocolate, casi tan buenos como los Habana y su mamá insistía en hacernos recordar las trágicas historias de una dictadura contándonos a detalle episodios que ella sabía muy bien. Yo había escuchado suficientes veces esa parte y especialmente aquella tarde no estaba con ganas de reflexiones políticas y sí de otros recuerdos. Hacía apenas dos meses en Buenos Aires capital, la residencia donde viví durante algunos años se convirtió en sede para ver el partido México-Argentina mundialista. Me acuerdo perfectamente que ese día el obelisco se convirtió en un campo de batalla, lleno de banderas quemadas y papelitos albicelestes regados por todos lados, los chicos gritaban despavoridos como si hubieran ganado la copa siendo que días después estarían llenos de tristeza y desazón por su derrota en la siguiente ronda eliminatoria. Los argentinos son excéntricos, fugaces, a veces chamulleros. Ellos son futbol cuando se trata de jugar a la pelota. La pérdida nacional no fue suficiente para anular los planes de aquella tarde, el sinsabor patriótico fue reemplazado durante algunas horas por vino, buena música y una charla alucinante en el siguiente bar que visitamos. Nicolás y yo de la mano, los chicos de la residencia -casi todos estudiantes- entre mirados en complicidades distintas a la nuestra pero todos incluidos en una lógica común, nosotros partícipes de ellos pero sólo nosotros coautores de una misma ficción. Después, cuando todo se puso en silencio, volví a estar triste y angustiada, ya no por el autogol sino por cosas desconocidas. No me ocurría con frecuencia pero me paralizaba y no podía llevar a cabo mis actividades con normalidad, tanto sentir me sobrepasaba y me sentía perder control, difuminarme, entonces decidí empezar a registrarlo en mi cuaderno de bolsillo como si fuera un diario de campo. Desde que lo conocí a Nico me pasaba eso, cuando me quedaba sola en el larvario sucedió dos o tres veces, como a medio día. Un enfrenón intempestivo me hizo regresar a poner atención a lo ocurrido en el vagón y la mamá de Jorgito seguía hablando y hablando pero decidí no involucrarme aún en la plática. Tomé el celular de Nicolás y le puse 12

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una grabación de voz con tono de cansancio y aburrimiento: -Flaco, estamos a mitad del camino, en un tren de treinta y un horas y estos asientos de fierro azul despostillado me están dejando las nalgas como aspirina-. Meses después, cuando yo ya estaba en México y él en casa de su tía, escuché su risa por este comentario en una llamada telefónica, me contó que un día escuchó con sorpresa la grabación mientras esperaba a que transcurriera la tarde recostado en su cama; cuando me platicó el episodio, soltó en llanto y fue un momento de total fragilidad, yo creí como consuelo que quizás la historia podría continuar, incluso tomar fuerza de lo ya vivido y enriquecernos del tiempo que cada quien había acumulado para sí, intentarlo de nuevo, pero la realidad no podía ser esa, aquél era un instante de temblor, de duda, de posibilidad, que tampoco nos llevaría a ningún lado si pensábamos que el amor resolvería algo, mucho menos la espera, sólo la del tiempo que diluye los absolutos. Hoy, años después, con la misma birome de tantos poemas para Nicolás, estoy por agotar la tinta de la historia: justo y necesario. Era media tarde y el pasillo de nuestro vagón estaba lleno de envolturas de comida y una que otra servilleta sucia. A veces no se entiende todo lo que acontece alrededor y tampoco importa mucho, mientras tanto, ya con veintiún horas de viaje decidí leer a Lacan y Nico intentó con Truman Capote al tiempo que cavilaba no sé qué tanta cosa en su cabeza durante horas, sin hablar. Estuvo ausente mucho tiempo, sentí desconcierto pero no le dije nada. Yo, mientras tanto, fotografiaba a través de la ventana el cambio de color de la tierra o escribía en mi cuadernito notas o palabras que me hicieran recordar lo necesario. Estaba viviendo y matando algo al mismo tiempo. No sé cuántas horas pasaron pero en algún momento del atardecer Nico me tomó de la mano con soltura y nos dirigimos al descanso del vagón para fumar un cigarrillo al aire libre. Hacía frío. Viendo los rieles empezó a balbucear y a narrarme una historia, nuestra historia, a manera de recuento con un tono de nostalgia y aceptación y sin esperar que yo le dijera nada. Cuando terminó sólo hubo silencio, sólo el vibrar de las vías. Yo traté de capturar lo más que pude, el ruido del tren era muy fuerte y el de nuestras circunstancias aún más. Nicolás estaba triste. Yo sentía que me había caído encima el tiempo del llamado amor que no resuelve nada. En ese momento algo murió para mí y al mismo tiempo algo empezó a caminar, me aseguré de que fueran las manecillas del reloj que hacía años me había regalado; era quizás algo más sencillo. El recorrido del tren también estaba por concluir, supimos porque lo anunciaron a través de un altavoz intervenido por una mala recepción, la señal fue que nos besamos como si quisiéramos confirmar nuestra presencia ahí. Entonces entramos de nuevo al carro, cabizbajos pero dignos, ya había oscurecido nuevamente y más o menos a las siete con treinta minuBiblioteca Digital de Escritores Queretanos

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tos, luego de dos atardeceres a bordo, el ferrocarril empezó a detenerse, el paisaje avanzaba cada vez más lento, la gente se movilizaba recogiendo sus pertenencias regadas a lo largo de varios vagones y se sentía un ambiente de familia entre todos los que viajábamos. Permanecimos sentados hasta que nos detuvimos por completo, callados, tomados de la mano, sólo sonriendo si alguien nos hablaba pero impactados por dentro, contradictoriamente afectados el uno al otro, cansados. La cuenta del bar ya estaba pagada, el rastrillo de Nicolás seguía en alguno de los baños de la primera clase, yo traía puesto un suéter azul que me quedaba grande y que decidí conservar hasta años después para recordar su olor. Finalmente nos detuvimos por completo en Posadas, así decía el letrero en el andén principal. Tomamos nuestro equipaje de la parte alta del anaquel y empezamos a repartir frases de despedida con nuestros conocidos de viaje, algo pasó, no pude evitar darme cuenta de que empezaba nuevamente a hablar con acento mexicano, Nico me volteó a ver como reconociendo algo. Pisar tierra firme después de tantas horas me hizo saber de nuevo que aún nos quedaba un viaje de varios días juntos, había que disfrutarlo. Yo estaba muy emocionada así que decididos y con las mochilas puestas en la espalda nos dirigimos a la taquilla para comprar los tiquetes de autobús con destino final a Iguazú. Mientras Nico esperaba formado en la fila, yo me separé un momento y fui al quiosco más surtido de la terminal para comprar algunas cosas. No tuvimos que esperar mucho para abordar el siguiente transporte, a las 9:45 de la noche subimos al ómnibus y empezamos el último tramo del recorrido que duraría unas seis horas más. Al interior se sentía el frío más intenso que jamás he tenido, me dolía el cuerpo y no conseguí dormir nada, lo más productivo que hice durante el camino fue colocarle un par de pilas a mi reloj de muñeca y observar durante horas su movimiento.

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Javiera, sus diarios No sé si se pueda escribir el olor de una garganta vacía, no si exista la posibilidad de alcanzar el abismo con los ojos, ni siquiera sé si vale la pena levantar del piso una mariposa moribunda y descubrir bajo sus alas amarillas unos ojos de gato. ¿Será suficiente con aprender Jazz para recordar su mirada para siempre? Cuando se ama a una mujer se aman al mismo tiempo los espejos, se ama el precipicio. Se puede estar fuera y dentro, sentirse uno mismo desde lejos, besar para encontrarse con el saber propio, mirarse a los ojos e intuir con mayor razón el movimiento. En la cama estoy conmigo, me contorsiono en el cuerpo y sólo quedan sentidos hundiéndose en las sábanas. Yo eres tú y yo al mismo tiempo, perdiendo la frontera sin perder de vista la mirada. ¿Estás jugando serio conmigo? Te recuerdo y me dan ganas de abrazarte, no te acabas y eso me emociona. Cuando viví en Paris aprendí las reglas de memoria, caminaba las calles a escondidas sin perderme y descubrí que en el Jazz me camuflaba. Pasé buenas noches bailando en los pianos con copas de cognac y fumando cigarrillos largos, mientras tanto te buscaba. Los hombres me miraban y yo los seducía, sin embargo el saxofón desprendía siempre la sospecha de nombrarte. No sé si para siempre pero te quiero ahora, para contarte mis historias y escucharte, salir, verte de repente, despeinada; quedarme alguna noche. Estaré enamorada sólo algunas veces, luego te veré distante, te dejaré, necesitaré dar un paseo por el centro de la ciudad a solas, repararé mi bicicleta, iré de viaje con gente desconocida, te abandonaré por momentos y haré de eso una forma distinta de tenerte. Luego, sentiré la intensa necesidad de buscarte y estarás ahí, difícil, haciendo tus cosas. De vez en cuando me dirás que me extrañas y me preguntarás entre líneas dónde he estado, me besarás con tal ternura que no sabré si perderme contigo, o si es que es importante perderme sin guardar la compostura de mi traje sastre. El Jazz no será suficiente, entonces intentaré componer música para ti en mis ratos libres, te escribiré algunos poemas. La mayoría te los leeré, sabrás que te los dedico porque tú serás el tema y eso será lo Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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que se lea en las avenidas y los parques. Por lo general serán escritos en papelitos con manuscrita y los dejaré en lugares que te sorprendan, que mínimamente te arranquen la sonrisa que me llena los ojos de espanto. Cuando los descubras, sabrás que aquellos que hablen del nosotros irán en un sobre cerrado con su sello de laca. Pasearé como cartero y aunque sólo sean poemas, lanzaré los mensajes por encima de la puerta y entenderás algún día que un poema es mucho más importante que un periódico, que vivo de lejos contigo, porque eres tú a quién y es el mundo a la par. No hay nada más qué entender. Mis padres nunca hablarán nada, ellos sólo comentarán del clima, de los parientes lejanos y alguna vez dejarán espacio para tus respiros medianamente agitados. No saben del asma, no te preocupes, no morirás de eso. No siempre estaré segura de estar contigo, no siempre estaré contigo. Tomaré fotografías de los balcones, las avenidas largas con mercados en las orillas serán mis lugares favoritos, donde vendan antigüedades permaneceré por horas tratando de encontrar mi mejor recuerdo. Cuando esté contigo difícilmente tendré apetito, cuando hayan pasado algunos meses sin verte no podré hacer más que comer todo lo que encuentre en la alacena, sin mesura. Estaré melancólica, como los discos rotos de hace años que ya no pueden ser tocados, me hará falta que me toques y volveré a escribirte cuentos y poemas pero ya no más con letra propia, todo quedará en hojas de computadora fría y quizás, si encuentro las vías, te lo haré llegar por mail aisladamente. –Estoy pensando en ti– te diré cuando esté feliz y enseñaré los dientes ligeramente despostillados por el tiempo. Aún tengo la piel sin arrugas, soy joven, se me cae el pelo con frecuencia, ¿y tu?, ¿en qué lugar del mundo estás?, hace mucho no sé de ti. * De tus silencios vivo, de recordar cómo se te enronquecía la voz después de soplar un saxofón durante varias horas. Llegar al cuarto y sentir tus respiros rancios, empolvados, saber que tus ojos llevan noches enteras cerrados al ritmo del blues. Te presiento como un cuaderno pautado, te descifro entre notas. Tocarte es ensayar con un sinfín de melodías, te prestas para amarte musicalmente. Sí, de tus silencios vivo siempre y cuando te vendes los ojos y no sepas a qué estás jugando. Sé que te gustan los cuartos oscuros. Tus estaciones son como las salas de un museo, tu exposición es temporal y cíclica, es de puertas abiertas. Empiezas con voz templada, extiendes tu 16

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conversación y es inevitable sentirse invitado por ti a tejer rítmicamente un puente de palabras. Sonríes como si estuviera retoñando de ti un campo de pensamientos, una violeta bicolor donde se aloja la larva para alimentarse. Podría usar el tiempo para mirar tus ojos, se te ve ausente, vendida al juicio de los espectadores y de un momento a otro eres una flor seca. * Revés de ti, tu sintonía: tus hijos muertos, tu no-almohada de noche tu forma esquiva de afrontar mi boca, entiende la luna que negándose aún así, alumbrará. * Puse la hoja a contraluz y abrí las palmas para que cayeran en vacío sobre las escrituras péndulos de aire. Tomé la hoja del piso, la enfrenté al brillo del foco y abrí los dedos nuevamente para que el papel volara solo hacia la tierra, materia blanca sin tinta. Bajé las manos respirando lo indispensable, (puse en cuclillas el cuerpo y recogí a un lado de mis pies el pliego que estrellé en el resplandor de la bombilla varias veces) esperando que alguna de tantas no cayera. Todo cae, hasta la luz cae pizcas de ti caen. Sobre mí: pedazos de madera, herrería.

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Formas fáciles de perder objetos valiosos Mientras Claudio escribía con soltura fragmentos de su próxima novela, la mesita replegable de su asiento comenzó a vibrar y en un instante tuvo que interrumpir su caligrafía por una intensa turbulencia en los cielos de Europa Occidental. A la altura del Mar Negro, el piloto del avión comercial donde viajaba de regreso a casa informaba nervioso sobre la contingencia. Las mascarillas de aire aparecieron inmediatamente y el temblor de la nave hizo que su bolígrafo rodara a lo largo del pasillo hasta chocar con la puerta del baño. El viaje le había dejado a Claudio varias impresiones y ésta no era la excepción. Los problemas se prolongaron hasta el límite, el piloto trataba de mantener a su tripulación en calma pero los rastros de la estática eran evidentes, miles de pequeñísimas chispas en el parabrisas de la cabina principal daban cuenta del Fuego de San Elmo. La pérdida de presión causó tal alarma que no quedó más remedio que inflar las llantas salvavidas y lanzarse al mar en cuanto abrieron las puertas de emergencia. Ningún objeto fue rescatado, sólo algunos pasajeros fueron fotografiados por la prensa al llegar al puerto más cercano.

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Intentos fallidos Un hombre fue confundido por su cara de ratón y llevado a una exposición de novedades humanas. Le dieron empleo en un circo y se hizo experto en variedades de quesos. Se fue acostumbrando a su cuerpo lleno de pelo gris, a dormir en lugares pequeños y a dominar el arte de la gesticulación. Un día sintió que su vida era feliz y decidió creer que era un ratón. Cuando se dio cuenta de que le era imposible dejar de hablar, cosa bastante característica de los humanos, se mordió la lengua para ver si conseguía enmudecer pero murió ahogado en su propia trampa.

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Hubiera preferido que fueran pesadillas Un día soñé con un larvario y meses después habité en él. Otro día soñé que pintaba un larvario y días después Gerardo lo pintó. Al día siguiente soñé que le robaba sus historias a los escritores jóvenes y así fue. Soñé que no me acordaba de nada, desperté y no me acuerdo qué pasó. Soñé que nadie me entendía y cuando desperté hablaba una lengua extraña. Besé a Nicolás, aprendí a tejer a velocidades luz, viajé en avión, le escribí a una mujer, me mordí la lengua y luego, ya cansada, me fui a dormir pero no pude soñar nada, no es que no me acuerde, no pude soñar nada. Entonces me di cuenta de que había terminado el libro.

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Mimetismo Para Beba Costurera. Las calles de la ciudad deben habitarse por claridades. María y Agustín se encontraron para siempre en un semáforo que duraba en alto cincuenta segundos. Ella conducía una combi verde pistache y mantenía su mente alejada de los intensos rayos de sol que se colaban por el parabrisas. Él, experto en realidades fugaces, tenía bien medido el tiempo para su presentación. En cuanto María se detuvo al borde de la línea peatonal, Agustín se acercó a la ventana del auto y tocó el vidrio. Empezó a deletrear su intención con sofisticados movimientos de mimo e interrumpió a María en su afán por recordar la larga lista de bolas de estambre e hilazas que debía comprar para el vestido que tejía desde hacía una semana. Entonces, con espontaneidad, empezó el espectáculo. Agustín hizo aparecer con señas una escalera, rescató a María de sus pensamientos y trepó con ella hasta el cielo dejando el automóvil abierto a mitad de la calle. Tambaleando en las alturas y sin decir una palabra, María intuyó que debía tejer y tejió un piano. Agustín comenzó a interpretar la mejor música del teatro de los mil colores y el escenario se pintó de verde para que apareciera un jardín gigantesco de las manos ingeniosas de Agustín. La improvisación fluía con encanto, el punto de cruz de María se encargó de un par de bicicletas que fueron rodadas por los pastos del lugar; cuando llegaron al final del camino, el mimo dejó de pedalear, arrojó el biciclo al precipicio y en el aire dibujó una pared donde puso una puerta diminuta. María, confundida, tejió una pregunta pero Agustín sin preocuparse empezó a tocar las bolsas de sus pantalones hasta sentir una llave que le mostró a María con una sonrisa audaz. Ella, con gestos temerosos y asegurándose de no correr peligro, sacó sus ganchos y tejió un pozo muy profundo que colocó a un lado de la puerta para que Agustín arrojara la llave pero éste tomó a María de la mano y de un brinco se lanzaron al vacío. Gritando con intensidad, María sudaba de miedo, Agustín sin hacer ruido también puso cara de pavor. Las doscientas noventa y ocho puntadas de María a treinta y dos cadenas por segundo no Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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bastaron para ahorrarse el susto que desapareció cuando llegaron al final del abismo, encontrándose con una mesa puesta llena de pasteles y viandas hechas con hilos de todas las texturas imaginadas y dulces que sólo aparecían cuando Agustín movía sus manos con tino e ilusión. María sonrió con franqueza y tejió gorritos picudos y espanta suegras. La piñata se deshiló por los golpes tan fuertes que recibía del garrote imaginario de Agustín. Ambos disfrutaban de la fiesta. Habiendo comido el suficiente pastel de chocolate con chispas de lentejuela, la escalera apareció de nuevo y se dispusieron a bajar rápidamente dejando en las alturas agujas y ganchos, guantes, pianos, bicicletas, pozos, pasteles y jardines. En cuanto tocaron piso firme, María subió a su combi y como si estuviera emocionada suspiró. El semáforo le dio el verde y aceleró hasta desaparecer de la vista de Agustín. Llegó a casa, sacó sus agujas, estambres y gancho y se dispuso a terminar aquél vestido. María había recibido su primer regalo de cumpleaños.

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