Mercado de Chillán

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Mercado de ChillĂĄn IconografĂ­a de una historia



MERCADO DE CHILLÁN ICONOGRAFÍA DE UNA HISTORIA


MERCADO DE CHILLÁN ICONOGRAFÍA DE UNA HISTORIA Edición y selección de textos: Fidel Torres Pedreros. Dirección de arte: Luis Arias Estrada. Fotografías: Paola Ruz del Canto. Edición fotográfica: Patricio Contreras Diseño y diagramación: Patricio Contreras Parra. Corrección y preparación de textos: Jorge Sánchez Villarroel. © Fidel Torres Pedreros, Paola Ruz del Canto, Luis Arias Estrada. Inscripción RPI: 179.148 ISBN Nº: 978-956-319-845-4 Fotografías patrimoniales: Museo Convento San Francisco de Chillán, Iglesia La Merced, Juan Abarzúa, Alejandro Witker Velásquez, Luís Valdés Rivas, Revista Zig-Zag, Ernestina Nova Nova, Lionel Yánez Merino, Patrimonio Fotográfico CENFOTO, Erna Soto, Rosa Solis, María Ortiz. Impresión: TRAMA EDITORES. IMPRESO EN CHILE PRINTED IN CHILE.


Agradecimientos Gonzalo Rojas Pizarro, Alejandro Witker Velásquez, Gabriel Salazar Vergara, Sergio Hernández Romero, Ramón Riquelme, Sonia Montesino Aguirre, Rodrigo Vera Manríquez, Jorge Sánchez Villarroel, Marco Aurelio Reyes Coca, Juan Gabriel Araya Grandón, Carlos René Ibacache, Lionel Yánez Merino, Rodolfo Hlousek Astudillo, Roberto Hozven Valenzuela, Erna Soto, Luís Valdés Rivas, Ernestina Nova Nova, Hernán Navarrete Navarrete, Joaquín Isla, Rafael Rosemberg Espinoza, Laurencia Contreras Inostroza, Fresia Ortega, Transito Bustos, Juan Cid, Manuel Alvarado, Patricia Acuña, Arturo Ávila, Ana Lemus, Juana Arias Guzmán, Margarita Zapata, Juana Arias, Eduardo Castillo, Héctor Monroy, Comercial Copelec, Taller de Cultura Regional Universidad del Bío-Bío, Ilustre Municipalidad de Chillán, Diario La Discusión.

“Este proyecto fue financiado por el Fondo Nacional de Desarrollo da la Cultura y las Artes”.


INDICE PRESENTACIÓN Gonzalo Rojas

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INTRODUCCIÓN Gabriel Salazar Vergara

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CAPÌTULO UNO: HISTORIA LA PLAZUELA DE LA RECOVA Marco Aurelio Reyes

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NACIMIENTO DE LA FERIA DE CHILLÁN Félix Leaman de la Hoz

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EL MERCADO: ESPEJO Y CORAZÓN Alejandro Witker

37

MERCADO DE CHILLÁN Marta Brunet

39

UN RINCON TIPICO Gustavo Aravena

42

DE CÓMO NACIÓ LA PALABRA “CONCHENCHO” Candelario Sepúlveda

48

MOTIVOS DE LA PLAZADEL MERCADO Víctor Molina Neira

52

UN DÍA EN EL MERCADO Henrry Sandoval Gessler

56

LA FERIA DE CHILLÁN Antonio Acevedo Hernández

62

PLAZUELA DE CHILLÁN: RINCON CRIOLLO Tomás Lago

74

LA FERIA DE CHILLÁN Elena Carrasco Rodríguez

82

RAMÓN VINAY EN EL MERCADO DE CHILLÁN Los Editores

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CAPÍTULO DOS: POÉTICA DEL MERCADO EPOPEYA DE LAS COMIDAS Y BEBIDAS DE CHILE (FRAGMENTO) Pablo de Rokha

93

CHILLÁN (FRAGMENTO) Gabriela Mistral

94

DESCENDIMIENTO DE HERNÁN BARRA SALOMONE Gonzalo Rojas

97

EL MERCADO DE CHILLÁN, SUEÑOS FEMENINOS Y MESTIZOS Sonia Montesino Aguirre

102

LA PLAZA DEL MERCADO Volodia Teitelboim

107

EL MERCADO Y LA FERIA DE CHILLÁN, ESTÁN EN MI MEMORIA DESDE SIEMPRE Ramón Riquelme

113

EL MERCADO DE CHILLÁN Sergio Hernández Romero

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TRAGAR SALIVA (FRAGMENTO) Juan Gabriel Araya Grandón

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POR EL MERCADO DE CHILLÁN Jorge Sánchez Villaroel

124

EL MARISCAL Roberto Hozven Valenzuela

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HALAGANDO EL PALADAR Alfonso Alcalde

130

EL MERCADO DE CHILLÁN Baltazar Hernández Romero

133

FOLCLOR EN EL MERCADO DE CHIILLÁN Lionel Yánez Merino

134

LA CELEBÉRRIMA FERIA DE CHILLÁN Augusto D`HALMAR

136

LA PLAZA DEL MERCADO Carlos René Ibacache Ibacache

138

ACERCA DEL VALOR OBJETUAL DE LA TRADICIÓN O COMO LA REFLEXIÓN SE CONVIERTE EN ASADO Rodrigo Vera Manríquez

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PEQUEÑAS MITOLOGÍAS EN EL MERCADO DE CHILLÁN Rodolfo Hlousek Astudillo

146

CAPÍTULO TRES: PICADAS Y RECETAS

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CAPÍTULO CUATRO: CARTELES

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ANEXOS

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PRESENTACIÓN



INTERNET DEL MECADO Gonzalo Rojas

C

Ciudades con mito en el país hermoso, y ciudades sin mito.

hillán tiene mito y eso lo saben las estrellas y más abajo a escala fisiológica los hambreados del hambre de nacer, los limpios de corazón, los del rotaje y los del pitucaje para hablar en chileno.

Nadie pasa de largo por allá afuera de este corral sagrado, nadie puede pasar por lo menos desde 1580 cuando las carabelas todavía no se habían secado o más bien los galeones que trajeron a Ercilla a los 23 a la bahía de la Concepción por aquí cerca, porque el mito de Chile lo hizo Ercilla encima de los pellejos del caballo sudado y andaluz. Así se escribe el Mundo. Nadie pasa de largo por allá afuera de la polvareda polvorienta de la calle a cordel. Aquí comen los dioses, ahí comieron siempre los dioses: Ovidio, Quevedo, Manuel el guerrillero pariente del mismo Aquiles al que mataron en Tiltil el XlX con la firma del chillanejo padre; o Lautaro que hizo el coraje para siempre y al que no podrán matarlo nunca. Yantar, beber en el torrente torrencial de los sangrientos días del parto de la patria hace dos centurias, ¿no es lo mismo que amar? Créanmelo, paisanos míos, se los dice uno que se va, pero que todavía no se va.¡Lo que se habrá gustado y paladeado encima de estos viejos mesones de raulí décadas y más décadas con la avidez del seso y el hocico sediento, trago y trago precioso, tenedor, cuchillo, cuchara! Nadie pasa de largo por allá afuera del Mercado tremendo. Entren a verlo, huélanlo en su humo y su sabor. Lo filmara Buñuel. ¿Será esto un mercado portentoso o más bien un animal mitológico como el Paris o la remota Babilonia o una especie de Arca más grande que la de Noé por el bullicio, o simplemente la embarcación misma del encantamiento mismo? Nada de frases. Entremos de una vez al océano de los congrios colorados, de los erizos, de los piures, de los salmones, de las sierras, de las corvinas, los mariscales infinitos ¡y la merluza, mi señor! Por ahí andarán volando los sabores gloriosos, los olores, el olfaterío original, toda la costa en fin que no termina nunca. A la salud entonces de los que van entrando hace dos siglos “dos se van, 3 llegan” de los que no terminan de llegar, salud por los vivos y los muertos, ¡y por los resurrectos! Aquí no se muere nadie dijo el ventarrón trancando la puerta. Divertido el Mercado de Chillán de Chile, divertido como la vida misma con un adentro y un afuera pavorosamente infinito.


Grande el Mercado por no decir colosal, con de Rokha adentro o preferiblemente con los dos Pablos, con la Viola que andará por ahí toca que toca la vihuela, con el Lago Tomás o el Tomás Lago que nos dijo el huaso como ninguno, con el Ñato Barra, ese estado de gracia en su luz, con Acevedo Hernández, angolino de Angol, con el Volodia calle de las peinetas de carey y los alfileres de gancho, con quién más: con Benjamín Velasco Reyes con el que hablé de Dios sentado en una cuneta de la calle Maipón los zapatos rajados malheridos a un metro de la pensión Valdés ; con el Gardoqui- rey de un día, ese fresco infinito, pasado a Nancy Cunard, con don Gume Oyarzo y me ahorro la insolencia de los muchachos que empezaba con Pi, con el Arrau glorioso ¿por qué no? con el otro enterrado junto a él que cantaba bonito, con Sergio sigiloso Hernández de apellido tan querido que andará cuchareando en el mesón de doña Fresia, con el Víctor ametrallado hasta las tripas por los pacos de Pinochet, con el Perramon que no se ve pero se ve de aquí a Caracas, con mi hijo Gonzalo Rojas-May allá por los 5, que le vio la cara al ataúd cuando se perdió en el gentío del mercado, y no le tuvo miedo al miedo, con Juan Gabriel Araya, con Luís Guzmán pinta que pinta, con el Siqueiros y otros pajueranos de allá por el terremoto de 1939, con para qué decir Ricardo Latcham un letrado con ángel como ninguno que se lo leyó todo mucho más que Mallarmé. Con las dos Martas, la gran Colvin y la Brunet, y otras arcángelas, y la Luz Palma que iba para espiga allá por la mocedad. Ah, y con mi Hilda hermosa, asma es amor, que me sigue siendo el mundo, con Rogelio y la Tuly, todas las Tulys por nacer, y Ramón y Jaime Giordano, y Lefebvre y Luís Muñoz y Marcelo Coddou que sabe más de mi alma que todo lo qué sé. ¿Quién falta en el banquete del Mercado? ¿Juan Loveluck? ¿Rodrigo Tomás el primogénito? Pero no hay “crecimiento” sin Rodrigo Tomás en el planeta. Falta la Meche de Lumaco cuando Lumaco era Lumaco, Julio Escámez que pintó los abismos tecnolátricos y lo crucificaron y le taparon la hermosura con alquitrán ignominioso. Allá abajo veo a Fabienne parisina y mexicana fascinada por una rara visión de 20 muchachas -viejas- legumbreras entre ochenta y noventa con sus canastos y sus espejitos, oyendo a gritos a los flacos de las verduras y las papas, los carruajes destartalados, con solanáceas y cucurbitáceas, zapallos, sandillas, uva fresca, alcachofas, orégano, cilantro, fósforos todos de la tierra terrestre. Más allá las picadas pipeñas donde se embriagan los mendigos lo mismo que los reyes. Todo claro: quien no ha ido al Mercado de Chillán no ha ido a las estrellas y eso lo dije de Chihuahua alguna vez, no ha bajado al submar de todas estas décadas que no


terminan nunca. Décadas de hambre y de rigor en la Patria Grande, con terremoto y todo, con lluvia y más lluvia, con estruendo, con heridas que no cierran, con negocio bursátil, con sargazos feroces como en los días del Descubrimiento. Cierro aquí. Viva la fermusura, que se mueran los feos. Ay mi Chillán de Chile ventolero y curtiembrero, quinchamalero, viñatero, talabartero, artesanero sin fin. Ay mi México enorme, el otro México que somos todos desde el Río Grande hasta la Antártica.

* Texto solicitado al autor para la presente edición.



PRÓLOGO


PRÓLOGO Gabriel Salazar Vergara

D

esde tiempos inmemoriales, las ‘ferias’ han sido lugares abiertos, republicanos, donde se han entrecruzado y entrecruzan, relajadamente, tradiciones de autonomía ciudadana, transacciones libres de productos campesinos y artesanales, y expresiones espontáneas de sociabilidad, festividad y cultura vecinales. Dotadas de ese carácter, en ellas se han respirado siempre vivencias sociales y culturales de libertad e igualdad, que han contrastado notoriamente con la severidad selectiva reinante en los espacios saturados por la ley, el autoritarismo moral, los poderes despóticos (o burocráticos), los monopolios comerciales y la restricción de la soberanía ciudadana; rasgos típicos, sin duda, de los centros residenciales, comerciales y políticos de la gran ciudad. De hecho, las ferias han sido y son espacios derivados de la economía y la sociedad populares, ocupados por campesinos independientes (chacareros, parceleros, huerteros, labradores, etc), artesanos urbanos y rurales (estriberos, loceras, tejedoras, curtidores, pelloneros, etc.) y comerciantes libres de diverso giro (regatones, faltes, buhoneros, baratilleros, cocineras, coleros, etc.). Hacia allí han convergido pues, en vena comercial y social, múltiples afluentes de la vida popular, en una intersección llena de esa camaradería de la gente que trabaja en comunidad, y que concurre a un mismo lugar con un mismo fin: vender, intercambiar y socializar, afianzando y extendiendo a la vez la identidad social y cultural que los define. En rigor, es el fenómeno vivo de un ‘pueblo’ (vecindario o comunidad) en relación de supervivencia consigo mismo. Como se sabe, a las ferias no sólo han ido y van ‘productores’, sino también una masa de compradores de toda laya y condición social: patronas, dueñas de casa, ‘asesoras del hogar’, padres de familia, y personajes típicos del sub-mundo popular. Que iban (y van) no sólo a comprar, sino también a comer, beber, socializar e, incluso (los más pobres) a obtener un ingreso marginal prestando ‘servicios varios’. Toda la sociedad, en toda su diversidad, ha tendido y tiende a encontrarse allí. Por eso, durante el siglo XIX, las ferias (por ejemplo, las anchas “cañadas” donde se estacionaban las pesadas carretas campesinas) mostraron siempre, junto a las transacciones de compra-venta, expresiones múltiples de diversión y fiesta (comida, bebida, baile, sexo). Tanto así, que su permanencia en el tiempo concluyó por transformar el ‘carácter cultural’ del vecindario próximo, hasta convertirlo – en opinión de la clase dirigente – en “barrios bravos”. Y no es extraño


que, en el caso de Santiago, los barrios rojos, de subido color moral, aparecieran, en línea continua, en las proximidades de la Vega, el Mercado, la Estación Central o el Matadero (desemboques de “cañada”). Se puede decir, por eso, que las ferias del siglo XIX, por su capacidad para imprimir carácter popular a los barrios colindantes, fueron, por sí mismas, factores determinantes en la transformación sociocultural de diversos sectores de la ciudad. A tal punto, que el Intendente de Santiago, Benjamín Vicuña Mackenna, detectó, hacia 1870, que la ciudad patricial (culta, política y comercial) había sido literalmente cercada e invadida por la ciudad “bárbara”, o plebeya. En cierto modo, no se puede negar que los llamados barrios bravos – en cuyo centro siempre ha latido el comercio popular de subsistencia – constituyeron, en varios sentidos, una amenaza letal para la ciudad patricia. Por la competencia, por ejemplo, que el comercio libre de las ferias y cañadas significaba para el “comercio establecido” y para los afanes monopolistas de los grandes mercaderes. O por la cultura popular que se expandía en carnaval desde la periferia hasta el acaudalado “barrio del comercio”, acosando y empalideciendo la cultura patricia. O por la liberalidad de las costumbres, que corroía pecaminosamente, desde las calles, la solemnidad monacal de la moral eclesiástica que, en cambio, pontificaba sin réplica al interior de las casonas patronales. O por los delitos que estallaban en racimos por sus contornos, tensando al límite el escaso poder de contención de la policía de entonces. Ficticias, exageradas o reales, estas (y otras) amenazas instigaron en las elites gobernantes la decisión de reglamentar las ferias, restringir el comercio libre, perseguir el comercio ambulante y castigar las expresiones de liberalidad carnavalesca que brotaban por aquí y por allá. Con ello, el patriciado lanzó su declaración de guerra. Es que ese patriciado se había propuesto establecer un sistema comercial regido en todas sus partes por la Ley y controlado feria a feria por el Municipio. Un aparato institucional que amparara eficazmente los negocios ‘establecidos’ (o sea: con patente municipal, local propio, registros de importación, contratos en notaría y capacidad tributaria). Aparato que tenía por fin edificar un poder comercial protegido, excluyente, conspicuo e intolerante con las prácticas populares de comercio libre que homigueaban en las afueras del sistema. Del mismo modo, había construido un Estado Nacional fuertemente centralizado, a efectos de controlar el gran comercio capitalista de exportación (trigo, harina, cobre, plata) e importación (azúcar peruano, yerba mate rioplatense, manufacturas europeas), de modo exclusivo, en sus propias manos. El autoritarismo estatal y el burocratismo municipal le permitieron al patriciado acumular y concentrar los excedentes económicos del país, evitando así su dispersión. Fue eso, exactamente, lo que implantó desde 1830, por vía dictatorial, el super-ministro Diego Portales (mo-


nopolista fracasado), abriendo un proceso que alcanzó su clímax a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Y fue así como, a medida que ese sistema se fue imponiendo sobre el país, la economía popular fue siendo comprimida, restringida y expoliada, fragmentándola y reduciéndola a un archipiélago de minúsculos espacios rurales y suburbanos. Naturalmente, ante esa ofensiva, los campesinos, los artesanos y los comerciantes populares se rebelaron. Estaban amenazando su vida, su comunidad, su cultura. Más aun: era la soberanía ciudadana la que estaba siendo atacada. Estalló así una endémica guerra de guerrillas entre el gran comercio monopolista atrincherado en el centro de la ciudad y el comercio libre popular recluido en la periferia. En algunos lugares el conflicto alcanzó ribetes violentos, terminando con la derrota y retirada del comercio popular. Eso le ocurrió, ´por ejemplo, al comercio detallista que se había establecido en las placillas mineras, para abastecer de charqui, aguardiente, pólvora, ropa y otros alimentos a los pirquineros que trabajaban sus minas en los cerros del Norte Chico. Es que – como en otras partes – junto a los comerciantes de placilla aparecieron mujeres (prostitución), sirvientes domésticas, ladrones marginales (“cangalla”), alcohol, baile, sexo y fiesta desenfrenada. Los grandes mercaderes “habilitadores”, como Agustín Edwards Ossandón, denunciaron los robos, la borrachera, las riñas a cuchillo, la prostitución, etc., como otras tantas formas de pérdida y reducción de sus ‘justas’ ganancias (que, por causa de eso, habrían caído más de 40 % hacia 1840). Pero sus reclamos no surtieron efecto. La cultura pirquinera y placillera era pegajosamente popular y estaba adherida como roca a los cerros y al desierto. En vista de ello, los habilitadores expoliaron a los pirquineros hasta hacerles perder sus minas, incendiaron las placillas y construyeron una férrea red judicial y militar para evitar su reaparición. A cambio, montaron “pueblos de compañía” (controlados totalmente por la empresa capitalista) y “oficinas” (ídem), donde no existió el librecomercio sino, sólo, el monopolio usurero de la “pulpería patronal”. El monopolismo comercial, practicado sobre todo por el patriciado mercantil de Santiago, fue cercando y suprimiendo el libre comercio vecinal, incluso el transandino, en todas partes. Provincia tras provincia. Producto de ese monopolismo fue la sostenida alza de precio de “las subsistencias”, que azotó a todos los pobres a comienzos del siglo XX. Así, por ejemplo, los grandes hacendados, en su afán de mantener a precio monopólico la venta detallista de la carne, aplicaron un subido impuesto a la importación libre de carne argentina. Las sociedades mutuales, inducidas por las dueñas de casa, salieron entonces a la calle, a reclamar por esa medida. Pero fueron reprimidos a sangre y fuego (matanza de trabajadores en Santiago, 1905). Las sociedades populares insistieron. Y fue así que, entre 1918 y


1919, organizaron en todo el país multitudinarias “marchas del hambre”, exigiendo al mismo tiempo que el Gobierno decretara, a todo nivel, libertad de comercio. Pese a la represión “contra los subversivos” lograron, en 1921, que el Gobierno autorizara la instalación de “ferias libres” en diversos barrios de la capital. De este modo, casi 100 años después, las cañadas populares (anchos callejones dispuestos para el alojamiento de grandes carretas) reaparecieron, ahora bajo un rostro más volátil, como un campamento semanal de comercio libre. Ésa fue una conquista lograda tras un siglo de guerrilla incesante. Una guerrilla que fue larga, diversa – según la localidad – y de resultados desiguales. Hubo lugares, por ejemplo, donde el libre comercio popular desapareció, barrido por la represión. Hubo otros donde vegetó sin desarrollarse, y otros – los menos – donde, por las caracteristicas favorables del entorno, floreció. En el norte minero y salitrero, donde la economía popular de subsistencia brotó esporádica y débilmente por las condiciones climáticas y geológicas del territorio, el comercio libre casi desapareció. Distinta fue la situación en el centro y sur del país, donde los campesinos, artesanos y comerciantes populares, aprovechando las condiciones rurales y urbanísticas, pudieron resistir mejor. Sobre todo en aquellas regiones donde el poder centralista del Estado portaliano llegaba con dificultad, o donde no había podido establecerse con la misma férrea sistematicidad que en el eje Santiago-Valparaíso. Tal fue el caso de la región situada al sur de lo que se denominó el Partido del Maule, que deslindaba al sur con el río Bío Bío y el territorio mapuche, al este con los múltiples cordones pre-cordilleranos del interior de Chillán, al oeste con el inestable polo comercial y político de Concepción, y al norte con el pasadizo que unía la provincia de Santiago con la frontera sur. Esta fue una región donde el poder centralista de Santiago no logró asentarse completamente. Primero, porque fue, desde el siglo XVI hasta fines del siglo XIX, una zona bélica, agitada constantemente por la resistencia del pueblo mapuche frente a la dominación hispánica y frente a la chilena. Segundo, porque allí permaneció, por casi dos décadas, la residual resistencia española frente a la victoria patriota de la Independencia. Tercero, porque en esa zona las masas marginales provenientes del centro del país se asociaron a las audaces “malocas” de mapuches y pehuenches, para constituir entre todos un espacio popular semi-libre (campesino, artesanal y comercial) de resistencia al avance expoliador de la clase dominante. Por la suma de todo eso, el sistema latifundiario de haciendas no se constituyó allí del mismo modo que en el valle de Aconcagua, del Maipo o del Cachapoal – donde su dominación fue incontestada –, sino en negociaciones permanentes con los ejércitos de la frontera, los pueblos indígenas y los campesinos libres, para evitar,


precisamente, su devastación. De modo que la gran propiedad tuvo que coexistir allí con una gran cantidad de fundos menores, minifundios campesinos y reductos indígenas, cuya principal actividad económica (siempre amenzada por los movimientos bélicos del Ejército, los indígenas y el bandidaje) consistió en producir, en primer lugar, para la subsistencia familiar y, en segundo lugar, para abastecer de productos agropecuarios al complejo urbano de Concepción-Tomé-Talcahuano, donde se concentró la población, el gran comercio de trigo, los molinos y, por lo mismo, el gran patriciado (familias Urrejola, Urrutia, Alemparte, Lantaño, entre otras). Las características propias de esa región generaron, incluso, una identidad regional opuesta y en conflicto permanente con el centralismo intransigente que blandía el patriciado santiaguino, razón por la que el Estado portaliano tuvo siempre dificultades políticas con la ‘provincia’ de Concepción, lo mismo que con la ‘provincia’ (minera) de Coquimbo. Recuérdese el carismático liderazgo regionalista que tuvo, por décadas, el general Ramón Freire (que fue Intendente de Concepción) entre los campesinos y artesanos de todo el país. Surgieron allí, por tanto, condiciones específicas para que, en la zona agropecuaria cuyo centro matemático fue la ciudad de Chillán, la economía campesina y artesanal pudiera mantenerse en pie (pese a las presiones centralistas, burocráticas y despóticas) por más tiempo que en el resto del país. Y pudiera, por lo mismo, dar curso libre al desarrollo de su creatividad e identidad populares. Durante todo el siglo XIX y parte del XX, donde hubo campesinos y artesanos libres con medios propios de producción y posibilidad de llevar a cabo, con éxito relativo, un proyecto independiente de acumulación familiar, ellos levantaron casas definitivas de adobe y tejas. Y en el pináculo del éxito, incluso, cocinas de adobe y tejas. Por el contrario, donde los campesinos o los trabajadores no eran libres (por ejemplo, los inquilinos de hacienda) o eran meramente marginales, sólo levantaron ranchos provisorios de ramas, barro y paja. Hacia 1856 se hizo un censo nacional de vivienda (el primero), y la región rural donde se catastró la mayor concentración de casas de adobe y tejas fue la zona agropecuaria cuyo centro matemático era la ciudad de Chillán. Fue el indicador que anunció que, allí, la economía y la sociedad populares habían logrado resistir mejor que en ninguna otra región del país el embate castrador de los poderes centralistas de Santiago. Poco antes, se habia llevado a cabo un censo demográfico y productivo a nivel nacional. La única región donde ese censo se completó fue la mencionada más arriba. Así se supo que la producción artesanal de las hilanderas y tejedoras de esa provincia era de tal envergadura, que su valor total (expresado en pesos de entonces) era mayor que el total de lo producido por el sistema de haciendas de esa misma zona. No es extraño que, a la producción propiamente campesina (trigo, hortalizas, leche, etc.) se haya sumado una variada producción artesanal: quesos,


longanizas, jamones, arrollados, sidras de manzana, vinos, chacolíes, tejidos, alfarería, etc.; cuya calidad fue perfeccionándose con el tiempo, precisamente por la mayor permanencia de las tecnologías desarrolladas por las comunidades productivas locales a través de sus mingacos, fiestas, etc. Y fue así que la economía y la sociedad populares de esa región terminaron confluyendo hacia su punto de confluencia natural: el Mercado de Chillán. Trayendo hasta allí el centenario orgullo de la autonomía regional; las ancestrales técnicas de producción agropecuaria, e incluso la bulliciosa camaradería que reunió, en la primera mitad del siglo XIX, en los valles inter-cordilleranos, a campesinos cosecheros, mujeres dueñas de viña y chingana, paisanos al paso y bandidos en descanso, para pelar todos juntos “orejones de manzana” y preparar las sidras que se beberían en los jolgorios de otoño e invierno. Por eso, fueron llegando al Mercado de Chillán todos los infinitos ‘frutos del país’, donde todos y cada uno de ellos venía saturado de orgullo productivo. De jubileo social y familiar. De resabios de adobe y teja. De desafío socarrón al centralismo abusivo de los ‘futres’ de Santiago. El Mercado de Chillán ha sido y es, por eso, una invitación constante a mirar con renovada nostalgia la historia popular de la sociedad chilena, a identificarse con la economía comunitaria de todos, a empaparse con el carnaval productivo y comercial de los que trabajan por su vida, a sentir en el paladar, en la sangre y en la piel el ramalazo caliente de la tierra propia, la autonomía ciudadana y el desafío, siempre electrizante, de plantarse con energía cultural frente a la voracidad centralista de las elites dominantes.

Gabriel Salazar Vergara Profesor Titular Universidad de Chile



HISTORIA CAPITULO UNO


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LA PLAZUELA DE LA RECOVA

Marco Aurelio Reyes

¿

Cómo y cuándo nació la Plazuela del Mercado o Plaza Sargento Aldea o de la Merced?. El orígen de Chillán explica históricamente la existencia misma de este álgido punto comercial contiguo a la Recova o Mercado techado. Allí está, por supuesto, desde 1835 cuando se produjo el último traslado de la ciudad; sin embargo, existe desde fines del siglo XVI entroncándose con el contexto de la Guerra de Chile (mal llamada de Arauco). Para Martín Ruiz de Gamboa, la ciudad fue fundada para “dar los bastimentos necesarios a la de la Santísima Concepción”, la capital militar del reino de Chile. Como existían dos zonas fronterizas; una de “alerta roja” en el Bío-Bío y otra de “alerta amarilla” en el Itata; Chillán estaba destinada a sostener la guerra y la vida de cuartel que llevaba Concepción. De esta manera, en esta plaza se “desensillaba” el Real Situado, parte del “tesoro americano” destinado a financiar las operaciones bélicas del ejército imperial. Se congregaban traficantes de armas, abasteros de animales, comerciantes de víveres, vestuarios, botas, ponchos de bayeta, caballares y todo el equipamiento logístico para los militares que debían internarse osadamente en La Frontera, en medio de las inclemencias del invierno sureño. La feria de Chillán nace por influjo de las circunstancias históricas de la conquista de Chile, sosteniéndose, además, con el intenso comercio que se realizaba con amplios grupos mapuches, a pesar del conflicto. De Chillán salían armas, mucho alcohol, toda clase de chucherías y otras yerbas; llegando sobre todo animales, la mayor de las veces producto del intenso abigeato. Esto último se explicaba por la vida fronteriza que fomentaba el bandidaje y el vagabundeo. Lo mismo puede decirse de la presencia de buhoneros que se internaban más allá del Bío-Bío; de los indios corsarios (chiquillanes) que traficaban la sal cordillerana y el ganado secuestrado al otro lado de la cordillera, causando suspicacias por sus exóticos ropajes de pieles, y finalmente, comenzaron a proliferar también los “conchenchos”, verdaderas sanguijuelas alimentadas en la candidez y confiabilidad de aborígenes y mestizos campestres. Estos “vivarachos” siguen actuando en ese mercado agrícola, que al decir de Acevedo Hernández constituye “una sinfonía rural”. El sistema colapsó en la feria sabatina, en medio del polvo de todos los caminos de Chillán al interior, con tanta carreta “chanchera”, con sus sucios carboneros capaces de pasar la lengua por las piedras mojadas de vino por algún agricultor que no quiso volverse con el cargamento. El espacio se hizo estrecho para el abigarramien-


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to de verduleros, fruteros, chuchoqueros, talabarteros, polleros, floristas, loceras, traperos, yerbateras, charlatanes y otros especímenes. Hubo necesidad de trasladar las transacciones de animales hasta la Cañada del Sur (Collín) y del oriente (Argentina con “Puente de los Chanchos” y todo). Los animales desfilaban en un cortejo fúnebre por el callejón Schleyer hasta el matadero, Purén abajo. Antonio Acevedo Hernández, impresionado de haber vivido desde dentro esa experiencia, vendiendo “guatitas” en un canasto, escribió lo siguiente: “Mientras Chillán tenga su feria, y Andacollo su fiesta de la Virgen del Rosario, Chile tendrá algo pintoresco que le pertenecerá por entero”.

* Texto solicitado al autor para la presente edición.

Vendedor de mote, 1950.


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Plaza del Mercado, Chillรกn, 1930


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Vista General del Mercado, Chillรกn, 1900.


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NACIMIENTO DE LA FERIA DE CHILLÁN

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a feria de productos fue la precursora del comercio chillanejo, el que alcanzó un considerable desarrollo durante el siglo XIX y permitió que Chillán fuera una de las plazas comerciales importantes en toda la región que va del Maule al Félix Leaman de la Hoz Bío-Bío. La feria tiene un origen ligado a la intensa actividad militar que se desarrolló después de la victoria patriota del 5 de Abril de 1818 en Maipú, en toda la región del Bío-Bío, dando comienzo a lo que se denominó la “Guerra a Muerte”. En Chillán se instaló el cuartel general de operaciones del ejército para combatir a las montoneras realistas de Vicente Benavides, y más tarde, a los hermanos Pincheira. La ciudad tomó mucha importancia desde el punto de vista militar; además, se estableció un hospital militar y la intendencia de ejército. Hacía el año 1826, era proveedor de los cuerpos militares don Joaquín O´Ryan. Todo lo anterior, va a jugar un papel destacado en el surgimiento de la feria, ya que en la ciudad hubo demanda de productos para el abastecimiento del ejército. Este hecho va a hacer que numerosos campesinos o montañeses, como se les denominaba en esa época, porque la mayoría provenía de la zona oriente de Chillán, traigan sus pequeñas producciones, papas, frejoles y trigo principalmente, para venderlas en la ciudad. Esta práctica se fue generalizando con el correr del tiempo, a la vez que los productos que se traían para la venta no se le limitaron solo a los cultivos agrícolas, sino que también fue tomando importancia la venta de leña. Madera, carbón y de otros productos. Generalmente los montañeses o campesinos, con el fruto de sus ventas, adquirían artículos domésticos y para la alimentación, como sal, harina, etc. Después que se estableció Chillán en su actual sitio, la feria de productos, que se realizaba los sábados de cada semana, se instaló frente al edificio que ocupaba la recova, que quedaba ubicada cerca de la Plaza de Armas, en la que habían pequeños almacenes y locales de abasteros. Las numerosas carretas cargadas con diversos productos, se instalaban en las calles adyacentes. Esta situación cambió cuando la Municipalidad, el 30 de Septiembre de 1852, acordó trasladar la recova a dos sitios que poseía el municipio en el costado norte de la plaza de La Merced. Uno de los motivos que tuvo el cabildo de Chillán para trasladar la recova a este lugar, fue para facilitar el poblamiento de numerosos sitios vacíos que habían hacia el sectorn suroriente de la ciudad.


En el año 1858, se iniciaron los trabajos de construcción de la nueva recova a cargo del contratista don Favio Zañartu. En el mes de Junio de este mismo año, la Municipalidad, dirigida por el Alcalde José Marcelino Dañin, estableció que las Alamedas, que se trataban de formar en las plazas de la ciudad, se hicieran solo en las de San Francisco y de Yungay; la plaza de Armas quedaría libre, para que el Batallón Cívico realizara sus ejercicios; igualmente la plaza de La Merced, para que allí se ubicaran las carretas que llegaban de la montaña. De esta fecha la feria se instaló en la plaza de La Merced, sitio que hasta hoy día ocupa en Chillán. La recova, que quedó construida en 1860, y la feria de la plaza La Merced, constituyeron los principales puntos de transacciones comerciales por muchos años en la ciudad. Desde el día viernes en la tarde, empezaban a llegar cientos de carretas que venían a la feria del día sábado. En este día, Chillán adquiría un movimiento extraordinario y en la feria se vivía una vida agitada. Aparte de los campesinos que traían sus producciones, numerosos comerciantes se instalaban a ofrecer todo tipo de artículos y productos, lo que convirtió a la feria en un mercado surtido de todos los elementos indispensables para la vida. En la obra Chile Ilustrado, publicado en 1872, aparece una reseña de la feria de Chillán y una descripción de las carretas que venían a vender los productos. En esta obra, dirigida por Recaredo S. Tornero, se señala lo siguiente: “La ciudad de Chillán es una de las plazas comerciales de más importancia al sur del Maule y contribuye especialmente a favorecer este movimiento, la feria que tiene lugar los días sábados, desde el amanecer hasta las doce del día, en la plaza de La Merced, frente al Mercado para los artículos de consumo y en la alameda del oriente para los ganados. “En ese día todos los trabajadores de la montaña traen a ese mercado las maderas que han elaborado en la semana, los vinos, trigo y demás cereales de sus cosechas y muchos otros productos agrícolas, llevando en cambio, artículos para su uso doméstico y para otras necesidades de la vida que se expenden en la misma plaza. “Ordinariamente no baja de 400 y llega a veces a 2.000 el número de carretas cargadas que entran a la feria del sábado. Estas carretas tienen el mérito de repre-

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sentar la idea del vehículo llevado ya al último grado de sencillez y de baratura. Las ruedas, cuyo diámetro no alcanza a veces a una vara, son macizas y cortadas con un grueso tronco de roble o de otras maderas resistentes; el par de ruedas cuesta sólo 50 centavos y 25 el pértigo y demás accesorios de la carreta, de madera que toda ella importa la suma de 75 centavos. Con razón claman ellas contra tanta baratura, con agudos chillidos que anuncian su proximidad desde algunas cuadras de distancia”. En 1868 la municipalidad amplió el local de La recova ante la demanda de locales y en el mes de diciembre del año 77, acordó construir “Toldos” en la plaza de La Merced para el beneficio de los comerciantes que allí se instalaban cada semana. Pero también el comercio establecido fue incrementando rápidamente en la ciudad. Hacía el año 1844, había 6 pulperías, 9 tiendas y 1 zapatería. Los comerciantes pioneros de esta actividad económica. Fueron don Nasario Madrid, dueño de la zapatería Salvador Bustos, Manuel Quintana, Gervacio Alarcón, José Miguel Mier, Segundo Cofré y don Antonio Hernández, todos dueños de pulperías. Los comerciantes que tenían tiendas en este año, eran don Fernando Valdés, doña Mercedes Concha, Javier Quezada, Miguel Contreras, Alejandro Riquelme, Vicente Bornes, Manuel Gazmuri, Guillermo de la Cruz y Salvador Bustos. La mayoría de los comerciantes traían sus mercaderías en barco, desde Valparaíso hasta Tomé y de aquí eran trasladadas a Chillán. Algunos comerciantes, para anunciar que les iba a llegar mercadería del primer puerto del país, acostumbraban a anunciar la pronta llegada de ésta, mediante letreros puestos en sus negocios. Cuando llegaban los pedidos, dejaban amontonados en la calle los cajones en que venían, para hacer notar que la partida de mercadería que les había llegado era importante. La mayor parte de éstas, consistían en telas importadas y artículos manufacturados de uso hogareño.

* Félix Leaman De La Hoz. 1985. Historia Urbana de Chillán (1835-1900), Serie Estudios de la Región. Chillán: Ediciones Instituto Profesional de Chillán, pp. 28-29.


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Plaza del Mercado, Chillรกn, 1920.

Plaza del Mercado, Chillรกn, 1920.


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Vendedoras de cerรกmica Plaza del Mercado, Chillรกn, 1930


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EL MERCADO: ESPEJO Y CORAZÓN

Alejandro Witker

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l Mercado de Chillán ha sido el espejo en que Ñuble se ha mirado ha través de su historia; hermosos testimonios jalonan las letras, la plástica, el folclore y las artesanías.

Buenas plumas han descrito su bullicio fecundo y buenos pinceles han plasmado en tela y acuarelas sus abigarradas formas y colorido; Elena Carrasco, La Criollita, mantiene en alto el trofeo de su canción inmortal. El Mercado ha sido también el corazón de la provincia, sus latidos dan cuenta de la agricultura tradicional, del desplazamiento de miles de paisanos afanosos por vender y comprar. Ayer las carretas y hoy buses y camionetas van y vienen desde este corazón hacia todos los destinos poblados de Ñuble. Este espejo y corazón necesitaban que alguien los sumara en una obra integradora para ofrecerlo a propio y a extraños como una preciosa joya ñublensina que para en unos afianzaran su orgullo y en otros el recuerdo de su paso por Chillán. Esta joya es obra de tres jóvenes que emergen en la cultura de Ñuble con inteligencia, sensibilidad y voluntad, como orfebres delicados la han esculpido para que usted la disfrute. El Mercado necesita ser protegido, reclama a gritos una nueva remodelación que recupere el encanto y la dignidad sin alterar su esencia. Es hora que se ponga en la agenda pública una vasta intervención de ingeniería, arquitectura, arte y normativas que dejen al histórico Mercado a punto para el Bicentenario de la República. Chillán debe despertar de la “siesta provinciana” a la que aludía Enrique Sandoval Gessler, de una vez para saldar la deuda que acumularon administraciones ineptas con la ciudad; en ese despertar el Mercado debe ser un punto de encuentro de la imaginación con nuestra historia.

* Texto solicitado al autor para la presente edición

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MERCADO DE CHILLÁN Marta Brunet

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or las ocho calles que desembocan en la plaza, van llegando incesantemente las carretas portadoras de los productos que han de venderse en el mercado. Hay toda clase de vehículos: desde una carreta chancha hasta el camión automóvil; desde el carrito de mano con toldo colorín, hasta la carretela tirada por mulas; desde el antiguo coche de familia empingorotado sobre altas ruedas, hasta la carreta emparvadota, ancha, de pasto recién talado. Todos los productos de la región riquísima van entrando lentamente por las ocho bocacalles en procesión interminable. Y van tomando colocación en el cuadrado que se llena de manchas oscuras, bullentes de actividad. Cada producto tiene su sector fijo. Con la luz del día hay un paro en la llegada de los vehículos. Es ahora un enjambre de gente el que concurre a la plaza, llevando canastos, sacos, cajones, bolsas. Bajo los árboles hay pequeñas mesas entoldadas en cuyas cubiertas empiezan a colocarse las ventas de flores, de frutas, de cacharros, de quesos, de legumbres. Más allá están las picanterías, las fritangas, los pequenes, las tortillas de rescoldo, las empanadas, el chocolate, el café con leche y los picarones. Luego los ponchos rabiosos de color hechos en Maule y los otros de dibujo indígena, con no sé qué tristeza en su blanco y negro; las arcioneras y las cinchas, los capachos de cuero y los estribos de madera lindamente trabajados; en seguida campean las gredas de Quinchamalí, negras, con grecas pintadas: platos y cazuelas, fuentecillas y olletas. Formas prácticamente unidas a otras fantásticas, especie de formas antediluviana, cuerpos enormes sobre tres patas muy cortas, cuellos inconmensurables con la cabeza inverosímil de pequeña, toda una serie destinada a alcancías, a juguetes, a garrafas para agua y vino. Más allá aún están la hojalatería, los muebles y los canastos; otro lado ocupan la ropa hecha, los colchones, las frazadas de fina trama, los choapinos en que se muestra la tradición del telar araucano. En una esquina quedan las carretas con sus productos de la montaña, carbón, leña, trigo, porotos, maíz, garbanzos, lentejas, papas, cebollas. Se oyen risas, gritos, órdenes. Ya han llegado los compradores y la venta constituye un pequeño juego de pedir y regatear. -Tres pesos la docena... -Paños de Tomé a precio de fabrica… -Rica y barata…


El especifico para hacer salir pelo, el especifico maravilloso, ¿Quién compra el especifico maravilloso para hacer salir pelo?

-Recién tomados de la mata los tomates…Los tomates fresquitos… -Al queso de cabra… Al queso de cabra… -Todos a cuarenta… todos a cuarenta… Caserito, cómpreme algo… Todo a cuarenta… -La rica sustancia de Chillán… La rica sustancia que hace resucitar a los muertos… -Aquí está Moya haciendo picarones… -Ya está, periquito, ¡sáquele la suerte a la señorita!

La caja del organillo tiene encima una pequeña jaula y desde donde miran con sus ojillos de brilloso azabache las dos caturritas verdes, de cuellos cenicientos y curvo pico sonrosado. Una de ellas toma un andar lleno de comicidad y avanza hasta salir de la jaula y coger en el plano delantero una hojita enrollada que, con otras idénticas, está repartida en tres grupos iguales. A su vez el hombre lo entrega a la campesina, que espera encontrar allí la suerte que el destino le reserva. -Flores para la señorita… A peso la docena de claveles… Las rosas valen dos

pesos… Arden los claveles en apretados mazos y las hortensias rosadas, las azules y las blancas, parecen globos destinados al juego de un niño melancólico. Los lirios tardíos traídos de la montaña tienen un altivo erguirse de princesas medievales. Las rosas expanden un perfume espeso que llega a ser una obsesión para el olfato. Rojo, azul, blanco, violeta, rosa. Y entre estos colores, la marcha áurea de los dedales de oro. Y detrás de las flores, la otra gama violenta de colorido de las frutas, regalo para los sentidos que nos da nuestra tierra, tendida perezosamente a lo largo de todos los climas. - Se lo llevo, patroncito… Se lo llevo… Le llevo los paquetes patrona… Las árguenas desbordan verduras y el carbón deja manchones negruzcos al vaciarse los sacos. Una era de maíz volcada en el suelo deslumbra los ojos como en la trilla clásica. El espejo de un armario lanza un reflejo de incendio. Por el aire vuela una bandada de palomas y otra bandada de horas vuela desde el campanario de la Merced, dando las siete. Luego hay un fanático repique que llama a misa. ¿Dónde estamos? ¿En el mercado de una vieja ciudad española? No; es un rincón chileno en la plaza de la Merced de esta ciudad mía de Chillán, prueba palpable de nuestro entronque en España. Continúa en ella la tradición, y los años no han hecho obra devastadora, no le han restado originalidad ni colorido”.

* Marta Brunet. Plaza de Mercado, Diario La Discusión de Chillán (07.11. 1964)

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Vendedoras de frutas Plaza del Mercado, Chillรกn, 1930


Vendedoras de la Feria de Chillรกn, Chillรกn. 1935.


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UN RINCON TIPICO Gustavo Aravena

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n pocos lugares del país lo criollo y lo folklórico se ofrecen tan típicamente como en el Mercado de Chillán. Sin embargo, su fisonomía encierra cierto embrujo exótico que evoca a las ferias de España y de algunos países orientales. Especialmente se asemeja a la de Sevilla, lo que revela su entronque peninsular. No por eso se quebranta su carácter esencialmente vernáculo, como no hay otro en Chile. Este tráfago febril –el principal de la ciudad- tiene lugar en la pintoresca Plazuela de La Merced, todas las épocas y todos los días del año. Pero el sábado es cuando reviste su colorido más intenso y genuino. Ese día la provincia vacía allí su ubérrima opulencia. “Al primer canto de gallo” –como se dice en la tierra del prócer- empiezan a llegar, en carretas y camiones, los productos campestres de las comarcas lugareñas. Y esta bucólica peregrinación sabatina –vivo mosaico de tipos, de costumbres y de riquezas regionales-, irrumpe en la ciudad desde los cuatro puntos cardinales. Pronto el mercado adquiere enorme actividad. Las ventas se repletan de mercancías y los compradores surgen de todas partes. Cada vendedor, sin duda, ofrece los mejores artículos y los más baratos. El pregón inunda el espacio con vocerío que es como “ritornello” incesante, como letanía sin fin… Y llega el momento en que la plaza se hace estrecha ante el ajetreo que la invade, para servir de emporio a esta feria singular. Y en esa multitud hormigueante, en pos de la oferta y la demanda, campea gente de todas las condiciones, de la ciudad del campo y de la montaña. A lo largo de callejuelas y de avenidas se alinean los puestos de frutas, de hortalizas, de cereales, de flores, de yerbas medicinales. Hay también cafeterías, fritangas, picarones, empanadas y mote con huesillos. La manufactura barata está representada por zapatos huasos, tejidos, chupallas, ropa hecha y muebles; la artesanía popular, por frazadas, ponchos y choapinos multicolores; por la alfarería autóctona, tan famosa como la de Talagante, y por los arreos de montar para los huasos mejor plantados de Chile, que son los de esos aledaños. Porque es difícil encontrar en otra parte cabezales más finos, estribos mejor tallados y espuelas y frenos mejor forjados que los de la feria chillaneja. Mas, esto no es todo. En los rincones vacuos


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Panadería Viña del Mar, Chillán, 1920.


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se instala el “carretío”. Allí está a montaña entregando en sus carretas minúsculas su leña y su madera aromática. Su carbón de quillay o de espino y el bíblico trigo. Los historiados huertos chillanvejanos brindan sus verduras, sus frutas y sus flores deliciosas. La planicie, en anchas carretas, envía aves, papas, legumbres, féculas… Y las serranías de la costa, el presente dionisiaco; la edénica vid y sus vigorosos zumos; ricas chichas. Asoleados vinos y aguardiente puro para la “malicia” del café, que astutas serranas traen bien oculto entre perfumadas cargas de membrillos. ¿Y dónde están las gloriosas longanizas, la célebre sustancia que resucita a los muertos, las tortillas de rescoldo y las “ventas de zuecos”?: “aentro de la recova, pues, caserito…”, indicará con voz cantarina la donosa vendedora, refiriéndose al edificio del Mercado, que sita frente a la feria, y en el cual hay un sinnúmero de otros negocios. Intertanto, un organillo –alma vieja del arrabal- y más de algún cantor pueblerino, guitarra en mano, ponen fondo musical en el ambiente: En Chillán planté una rosa; en Bulnes planté un clavel… Finalmente como un marco de este bazar excepcional, en los edificios que circundan la pieza abren sus puertas mercerías, almacenes, bodegas, boticas, cantinas, tiendas y paqueterías de los infaltables árabes, y –como humano colofón- hasta las pompas fúnebres ofrecen también su mortuoria mercadería. Con todo, queda allí algo más antiguo y simbólico, a cuyas plantas vino a cobijarse la feria; el viejo convento mercedario, reducido a ruinas con el terremoto, y representado hoy por una capilla tan modesta como el pesebre donde nació aquel que dijo: “Venid a mi los humildes de corazón…” . Y este rincón pictórico y autóctono, que no ha escapado a la paleta folklorista de pintores como Carlos Dorlhiac. Arturo Pacheco Altamirano, Armando Lira, Walterio Millar, Gumercindo Oyarzo y Jorge Chávez, ni a la pluma costumbrista de Marta Brunet, Tomás Lago y Antonio Acevedo Hernández1 , espera sólo el reportaje cinematográfico. Es hora ya de que el “séptimo arte” –empezando por el nuestro- lo capte en su “maravilloso tecnicolor”. Bien se lo merece esta feria centenaria de nuestro Chile, cuyo origen se remonta al siglo pasado. Desde cuando los agricultores, víctimas del pillaje, acordaron enviar


cada viernes sus “bastimentos” a la ciudad en largas y alegres caravanas, protegidas por peones guapos y decididos. Entonces los caminos estaban infestados de peligros reales e imaginarios. ¡Eran los tiempos rudos y espantables de la superstición y del vandalaje! Los tiempos en que las pandillas malvadas de los Pincheiras, de los López, de Zapata y de otros bandoleros sembraron el terror y la violencia por las tierras de Ñuble. Los tiempos en que se saqueaba en nombre de Dios y del rey. Porque ésa –y no otra- fue la doctrina que agotados frailes inculcaron a los crueles montoneros Y tras este rojo telón de fondo comenzó a nacer la leyenda y la tradición de la renombrada feria de Chillán.

Todos chillanejos, excepto este último. * Gustavo Aravena. 1952. Un Rincón Típico: La Feria de Chillán, p. 53, Nuevo Zig-Zag Nº 2453. 1

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Bodega La Uni贸n, Chill谩n, 1935


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Feria de Chillรกn, venta de Papas, Chillรกn, 1930.


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DE CÓMO NACIÓ LA PALABRA “CONCHENCHO”

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n el lenguaje popular y, acaso despectivo, óyese a menudo la palabra “conchencho” para referirse a aquellos comerciantes inescrupulosos, demasiado listos y siempre dispuestos a ganar fortuna con el menor trabajo. Este modo del lenguaje ha sentado sus reales y todos lo aceptan, sin siquiera preguntar el Candelario Sepúlveda origen de la palabra. Especialmente se escucha en las provincias de Ñuble y de Lafuente Concepción. Parece que originariamente la palabra conchencho fue una pronunciación italiana de la propia palabra Concepción. Es decir, una pronunciación italianizada. Todos sabemos que la c los italianos la pronuncian como ch. De ahí que al leer conchenchón. Y para el caso que voy a relatar, la mala pronunciación tuvo una importancia decisiva. Hace muchos años, a fines del siglo XIX para ser más exactos, en la localidad de Santa Juana, vecina a Concepción, existía un modesto italiano instalado con su despacho, especie de Arca de Noé, para la atención del público. Vendía artículos de almacén y compraba quesos, huevos, pollos, etc., para la atención de sus parroquianos. Un día apareció por el negocio de don Gaetano, cuyo era el nombre del italiano, un hombre con un canasto ofreciendo huevos, que hábilmente había sustraído en una casa vecina a la gallina que estaba echada sobre ellos. Se los ofreció a un precio más bajo que el corriente y el bueno de don Gaetano no titubeó en comprárselos pensando hacer un buen negocio… más he aquí que al colocarlos sobre la estantería, uno rodó y se quebró, dejando al descubierto un polluelo con avanzado período de gestación. Verlo don Gaetano e indignarse violentamente, fue cosa simultánea y creyendo que el tramposo y marrullero procedía de Conchechone (Concepción), apostrofó al pillo con frases de “conchenchone, ladrone, senvergüenza, marrano”. El falso vendedor avergonzado y alicaído, pretendió excusarse diciendo que traía esos huevos desde Chillán, desde donde había partido hacía muchos días y que el calor del verano, tal vez le había hecho esa mala jugada… A la gritería e insultos proferidos por don Gaetano, medio en español y medio en italiano, había acudido la gente del barrio, que, haciendo causa común con el italiano sin recurrir a la vías de hecho y sin comprender bien el lenguaje del furibundo italiano que repetía automáticamente: “conchenchone de Chillán”, “conchencho ladrone”, “pícaro” y otras menudencias, echaron, el medio de las burlas de los espectadores a este vendedor tramposo y “conchencho”.


En adelante el pueblo unió la palabra “conchencho” con el significado de comerciante inescrupuloso y vendedor de Chillán. Con el correr del tiempo la filosofía pueblerina otorgó patente de verdad irrefutable a las palabras y motes de don Gaetano y designó con la palabra “conchencho” a todo comerciante demasiado listo. Como el “conchencho” de marras aseguró ser originario de Chillán, esta palabra se hizo carne entre los habitantes de esta ciudad. Aquí se usa de preferencia para designar a los comerciantes que salen a los caminos a adquirir, fraudulentamente, los productos que los campesinos traen del campo y los van a revender a Chillán. Candelario Sepúlveda Lafuente. 1962. Chillán Capital de Provincia. Contribución a su conocimiento y progreso. Santiago: Imprenta Linares, p.100 -101

Plaza del Mercado, Chillán, 1930.

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Feria de Chillรกn, Chillรกn, 1935.


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Feria de Chillรกn, Chillรกn, 1935.


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MOTIVOS DE LA PLAZA DEL MERCADO

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n esta manzana urbana exuberante de colores, de dichos, de elementos para todas las necesidades domésticas, que es la Plaza del Mercado, hay una verdadera síntesis de nuestro criollismo.

Víctor Molina Neira Un abigarramiento de los tres reinos de la naturaleza en función del hombre permi-

te al pintor encontrar aquí efectos cromáticos de primer orden, amén de un gordo temario de clara chilenidad. El literato folklorista, por su parte, tiene un venero inagotable para sus asuntos; por doquiera saltan expresiones de una cotidiana médula popular: -A peso la pila de tomates. Véalos: ¡tamaños…! Adiós lindura. -No tengo una pizca de sencillo ¡se fregó su compra, caballero! -Aquí tiene cacharritos de greda, casera. Artículos de primera necesidad… Encerrada en una casucha de madera antiquísima como en una gruta, la mocosa de negro pelo suelto acaricia los secos montones de hierba. Por todos lados hay puñados botánicos, como apretados y quebradizos manojos de hebras de esmeralda. Inquieren los ojos de la muchachita, bien redondos ante la cliente: -¿Busca, señora? La señora viste de negro y lleva a nuestro señor en el pecho, en efigie que intenta parecer de oro. -Mire, hijita: ¿tiene hierbecita del lagarto? La mocosa bien responsable de su calidad de comerciante (y hasta sintiéndose un poco “meica”) dice que sí gravemente y manotea a la siga de su hierba. Da el precio, troza, se rasca la nariz, calcula el peso en la balanza natural de sus manos. Se va la señora, y yo –ignorante de esta ciencia de los herboristas- quedo pensando para qué sirve la “hierbecita del lagarto”. Los picarones hacen una trayectoria de cobre hasta la olla con almíbar, ensartados en el tenedor.


¡Que flaca esta señora que llega! Con todo hace crujir las tablas. -Buenos días comadre. Déme un plato de picarones. -Buenos días comadrita. ¿Qué tal por su casa? -Regularcito, créame. Mi marido anda con un romadizo de los diablos. Le viene todos los años por este tiempo. ¡Mala costumbre de arromadizarse en el verano comadre! -Déle tilo con aspirina… Hay una nueva trayectoria de cobre por parte de los picarones. La vendedora se detiene en su faena, de pronto: -Y pasando a otra cosa, comadre: ¿trae sencillo? Los montones de frutas, verduras y flores entregan admirables sinfonías cromáticas. En las casuchas que se dan ínfulas de “paqueterías” hay una promiscuidad soberbia de cosas: caballitos de madera revueltos con calcetines, cepillos de dientes y chupallas, espejuelos y ligas para medias. Las tiendas de cristalería y “cacharrería”, donde hay lindos “matecitos” barnizados de negro y anforitas de greda viva y roja como mejilla alborozada, invitan a comer barbaridades: ¡Quién tuviera una honda! Da gusto hacer girar los ojos: mantas multicolores, virgencitas de yeso aves enjauladas y huevos amontonados, pan y queso fresquísimo, el caldo oportuno para los trasnochadores, de vez en cuando un agraciado rostro asoma entre las casuchas el mote como pila de oro granulado, las empanadas populares… ¡cuánta cosa! Los ojos, ahítos de imágenes, se cierran por unos instantes. -¡Ay! -¡Deje pasar, pu iñor…! Un huaso me ha pegado un encontrón de bastantes “caballos de fuerza”.

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Anacrónicos –monarcas en esta escasez de bencina– aguardan que vengan clientes viajeros. Cabecean los aurigas de rato en rato. En los umbrales de ciertas casuchas, un braserillo. Manos ancianas “ceban el mate”. Un paraguas arrinconado, que protege del sol en el verano y que defiende de la lluvia en el invierno, duerme al fondo. Hay un señor de anteojos disponiendo la ferretería mohosa que forma el contenido de su “cachureo”. Cuerdas de fonógrafo agotadas por el usufructo y el óxido, maquinarias desenterradas, clavos recogidos y enderezados con santa paciencia… El señor de anteojos, en parsimonia y religión, adecúa los fierros viejos. De tanto en tanto se detienen a contemplar su obra. Goza como un artista. Al frente de la Plaza del Mercado, llena de pajarillos trinadores y de palomas que arrullan su monogamia, está el esqueleto de la Iglesia de La Merced. Hierbajos tiene arriba, en sus ladrillos tranquilísimos. Pasa a mi lado un par de señoras devotas. Una dice: -Fíjate como está la Merced. Se me figura que de repente va a caer, solita. La otra: -Pensar que aquí me casé yo. ¡Válgame Dios lo que son las cosas…!

* Víctor Molina Neira. Motivos de la Plaza del Mercado, Diario La Discusión de Chillán (23.01.1942)


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Feria de Chillรกn, Chillรกn, 1935.


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UN DÍA EN EL MERCADO

Henry Sandoval Gessler 1

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e marcado valor turístico y muy conocida a través de impresiones de viajeros y escritores, es la plaza o feria de Chillán parece como si al delinearla antiguamente se haya querido aunar en una manzana de terreno, toda la actividad productora de la provincia junto a las manifestaciones de la idiosincrasia y folclore popular chillanejos. Situado en un sector muy comercial, llegan al mercado, desde el alba, las carretas cargadas de productos de la tierra, que se ubican en un sitio amplio, donde concurre el pueblo a hacer sus compras. El sábado es un día excepcionalmente activo ha llegado el día que se abre como una corola gigantesca y repleta de colores, perfumes, sonrisas, jolgorio y pregones. Es la feria llena de flores y abejas. Rojos, amarillos y verdes de jugosas frutas de flores arrancadas al amanecer que aún conservan la humedad del roció. Niñas hermosas de vestidos caprichosos, sus cabellos al aire, ondulan y brillan. La carreta montañesa vacía el fruto de la selva, noble contribución al progreso .El hombre oferta y su lenguaje se entrelaza con los giros de la ciudad. Ha llegado la campiña con su tierra, su sudor y su esperanza y el duro y tibio pavimento recibe el fruto fresco y sabroso de los campos chilenos. Una sección de la feria esta dedicada a los cacharros de greda. Aquí la visión es típica. Hay diversas y numerosas figuras y objetos de greda brilloso, junto a chupallas, mantas, zuecos, fajas multicolores y espuelas de grandes rodajas plateadas. El arte popular chillanejo esta muy desarrollado, y es así como existen verdaderas industrias en potencia en la confección de indumentarias y adornos campesinos. Quien llegue a Chillán no regresa con las manos vacías; siempre habrá más de algún “embeleco” que tentará al visitante, desde el mate y la botella con canastillo de mimbre, hasta la fusta, el cacho chichero o el “chanchito” de alcancía. Y donde el curioso tiene campo para observar a sus anchas, es en el llamado “cachureo” barrio de esta pequeña ciudadela de productos regionales. Aquí no hay mercaderías comestibles ni de vestir, pero las que hay son tan útiles como variadas. Se podría decir que es una colección desordenada de todo objeto confeccionado de fierro o de lata o de alambre. Viejos trastos han sido reparados; clavos usados, en-


derezados y devueltos a la construcción; bicicletas flamantes, escopetas, parrillas, braceros y un sinnúmero de “cacharros” recogidos de la compra a domicilio o de la venta de algún aficionado a recolectar estos objetos que en ninguna otra parte representan valor comercial como en el “cachureo”. Dos largas hileras sirven a los propietarios de estos negocios para expender sus productos renovados. Siempre esta la callejuela llena de maestros y obreros que buscan materiales baratos, el aspecto es de una ferretería grandiosa, con la única diferencia que aquí el oxido reemplaza al brillo inmaculado de las cosas nuevas. Lo propio de este mercado es que, lejos de ser moderno en su delineación y construcción, está formado por ranchas de tablas sin pintar y sin mayores adornos que las frutas, gredas verduras y productos que en ella se expenden. Está dividido en varias secciones geométricamente trazadas y sólo algunas de sus callecitas con pavimento, el resto con piedras de huevillo o adoquines. Se creyera que las autoridades edilicias quieren hacerle conservar su primitivo aspecto para demostrar la genuínidad de lo que se ha dicho sobre la feria de Chillán. Es también un centro de propaganda y de venteros ambulantes. Allí el “charlatán” logra sus mejores utilidades engañando al humilde campesino y mozo de campo que se siente seducido por sus palabras. Una culebra enroscada al cuello de un hombre, es motivo para que se olviden de sus “encarguitos” y se agrupen en gran cantidad. Por cierto que el señor de la culebra tiene un socio muy hábil que recorre el bolsillo de los estupefactos espectadores. Más allá un hombrecito gordo sentado en una cajón azucarero tiene instalada la industria más asombrosa para los niños proletarios y campesinos que gastan todos sus “recortes” en presenciar las maravillas del mundo en colores, a través de una especie de anteojos con “dos pesos” vale la “mirada”, y este inconciente maestro de geografía, sin moverse, con sólo dirigir el negocio vive y acumula. Otros de los más pintorescos sectores de la feria, es aquél de la ropa hecha, donde se dan citas los huasitos modestos y se visten con los más vistoso trajes y camisas a precios muy reducidos.

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Este vistazo sobre el emporio gigantesco del mercado de Chillán quedaría incompleto si no observaremos sus calles laterales. En una de ellas se han ubicado los paraderos de góndolas que hacen los recorridos interurbanos. Cuadro sumamente interesante es el que ofrecen los pasajeros de estos vehículos de chillones colores, todos humildes campesinos portadores de canastos de frutas, huevos, aves y otros productos. Tan pronto llegan, es notorio observar el “asalto” de que son víctimas los huasitos de parte de los llamados “conchenchos”, individuos que se dedican a la compra venta de aves o animales menores. Los dueños de estos productos deseosos de realizar sus ventas a la brevedad posible, los entregan mansamente y se dedican a hacer sus compras en las inmediaciones. Y dejemos que después de realizadas las compras, ellos mismos nos señalen otro lugar muy visitado dentro de la plazuela del mercado. Las cocinerías, y piezucas donde se expenden ricas sopaipillas, picarones, cazuelas y porotos con chicharrones, estos últimos muy bien regados con “café helado”, el café helado, vulgo vino tinto. Las presas de chancho con bastante ají o el mote con huesillos en los días de calor, son platos que ellos saborean cuando parten de alba rumbo a la ciudad. Famosas son las chocolateras del mercado, sección Recova, las que saben batir con mano hacendosa espumeantes tazas de exquisito chocolate con leche, acompañado de “tortillas de rescoldo con mantequilla”. También se encontrará en las cocinerías el tradicional “café con malacia”, que todos los viajeros conocen a su paso por la Estación de Chillán. Las fabricantes de zuecos tienen sus quioscos repletos con ristras de ellos, unidos por un alambre. Los hay de cuero acharolado rojo, blanco, azul o negro y son muy requeridos por las mujeres del pueblo, en particular las de las poblaciones suburbanas que tienen que lavar y transitar por el barro. También y a modo de propaganda, crean zuequitos de fantasía que los enamorados llevan a la novia como recuerdo de Chillán.


Hay en la Recova -parte cubierta del Mercado y que ocupa media manzana apartecocinerías más organizadas para los obreros. Numerosas chancherías expenden sus productos, siendo muy famosos y requeridos, el queso de chancho, el arrollado, las longanizas y otras exquisituras. No debe pasarse por alto el nombre de doña Amalia Pinto, antigua comerciante, cuyas manos para preparar embutidos la han hecho muy conocida y apreciada. Nota del Editor. Corresponde al nombre del autor al momento de publicar el texto. Posteriormente cambió su nombre por el de Enrique Sandoval Gessler. * Henry Sandoval Gessler. 1953. Chillán siesta provinciana. Santiago: Impresora Casa Editorial del Niño, pp. 29–33. 1

Mercado de Chillán, venta de Paños Chillán, 1930

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Cocinerias del Mercado Puesto Nº 1, alcalde Eduardo Contreras Mella invita a pintor Julio Escámez ,Ernestina Nova y al escritor Joaquín Gutiérrez, Chillán, 1972.


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LA FERIA DE CHILLÁN

Antonio Acevedo Hernández

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ada hay en el país que luzca un carácter más singular que la Feria sabatina de Chillán, capital de la provincia de Ñuble. Es Chillán una de las ciudades más emprendedoras y pintorescas de Chile. Posee grandes y variadas industrias, los martillos no cesan jamás, no descansan las agujas ni las máquinas, tampoco el tremendo movimiento comercial. El núcleo de los trabajadores que se contratan en inmensos enganches para ir a las cosechas de los grandes productores de trigo de La Frontera, está allí. Cargados con sus echonas, adornados de sus sonrisas y dejando caer palabras de distintas intenciones, se reúnen en grupos que esperan la partida. Visten trajes especiales que les permiten evitar las agresiones de los muñones heridos de las cañas del trigo, el ardiente sol y las arañas venenosas. Con arrollado” de pieles se envuelven las piernas, para neutralizar las caricias de la cizaña. Mangones también de cuero guarnecen las manos que peligran en muchos casos. Protegen sus chupallas del rozamiento con los espinales, de ribetes de cuero en los bordes y en la parte superior de las copas. En una agencia -saco de viaje- conducen los monos, es decir, la cama y algunos utensilios de uso doméstico. Parten en largos trenes, con ellos su alegría y sus esperanzas. En esa fecha, Chillán hormiguea de trabajadores. Entre las grandes industrias de que dispone la ciudad, se cuentan dos grandes fábricas de sombreros. Una de ellas en el ángulo que forma la esquina de Maipón y Cinco de Abril, que es, precisamente, la esquina norponiente de la Plaza de la Merced, de la que se hablará en esta crónica. Fabrican sombreros para todas las fortunas y gustos, resaltando en la industria los sombreros de paja, llamados chupallas. Doscientas obreras trabajan en la industria. Doscientas muchachas preciosas, sin ditirambo, preciosas en la época más bella de su juventud. Alegres, con alegría de pájaros y con pupilas que aún no piensan en lo porvenir. A las doce, cuando alza la voz el Burro de don Aquiles, que es un pito de la barraca de maderas del industrial francés, don Aquiles Blu, que sueña roncamente, salen de la fábrica y se derraman hacia todos los rumbos, y es como si se derramara un jardín de quimeras. Vestidas con trajes amplios de percalas claras y floreadas, nansúes o franelas, chales sobre las espaldas armoniosas, invadidas por largas y finas trenzas; los vestidos adornados por numerosos volantes, zapatitos primorosos, agraciados los rostros, pequeñas y bien dibujadas las manos, vivaces las pupilas, roja y fina la boca pronta a la sonrisa, rítmicos los movimientos, arrastran todas las complacencias, las sonrisas y las ga-


lanterías. Verlas salir del taller es un espectáculo impagable. Son, seguramente, muy parecidas a las famosas e historiadas ciudadanas de Sevilla; como ellas, tejedoras de romances, algunos sin raíces. Para ellas, la vida es una luz en marcha, una luz en que fulge enredada la esperanza. Derrochan vitalidad generosa: lo llenan todo con su presencia imponderable. Son hermosas y distinguidas las damas de la sociedad, grandes apellidos ostentan; ellas lo saben y saben que, para manifestar su gracia y su belleza, deben asemejarse a las damas de que hablan las historias. Bien lo dicen los que por allí pasan y conocen su elegancia y su hermosura, su ritmo y majestad, que parecen reinas. Y los señores..., dueños de la tierra, de las industrias, de los altos cargos, soberbios, estampas de encomenderos, dueños de sus trabajadores que hacen cuanto ellos desean, esparcen el dinero a manos llenas. El trabajo, allí, es una virtud que da mucho dinero para adquirir el derecho a rebañar pecados…. Dentro de esa tesitura se desarrolla la Feria Sabatina de Chillán, siendo, por consiguiente, la única en el país. En muchas ciudades la feria es un acontecimiento periódico, que se prepara con mucha anticipación. Sin duda, en las ferias dispuestas reposadamente, debe de existir un orden matemático; la feria que ofrece Chillán cada sábado es posible que resulte un tanto discordante y algo lejano a lo que se hubiera podido hacer con previa preparación; pero..., y no se crea que en mi decir haya egoísmo regional; para el cronista, la feria en esta ciudad es algo que sale de la propia entraña de la provincia, altiva y palpitante como un acelerado corazón, y que, sea lo que fuere, resulta ingrato falsearlo modificando sus detalles. La ciudad es el punto de reunión de la gente de la provincia entera, que acude tanto de la campiña como de los pueblos y aldeas. Todos llegan trayendo cada cual sus productos, sus costumbres y sus trajes que decoran y demuestran sus personalidades. Ese día en que Chillán reboza de gente, las tiendas de trapos lucen sus colores en los mejores muestrarios, igual cosa hacen los emporios de comestibles y los vendedores de chucherías; gala preciada resultan los locales adornados por los matices de las mercaderías y música febril y altisonante, el reclamo que escapa de todos los sitios proclamando los precios incomparables, regalo de los vendedores:

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- Aquí, caserita, venga a ver este tocuyo que es igual a una casineta. - Este tocuyo es como un cuero, que le durará hasta que se aburra... -Mire esta rica percala cruda, mejor que un nansú. No se destiñe ni con ácido, pase a verla; engáñese por su gusto. -Este diablo fuerte, casero, es lo mejor para los trabajos del campo: no hay espina que lo desgarre. Es un lindo borlón, mejor que si fuera de lana. Pase a verlo, caserito... -Pase a ver esta franela, primita... Tan linda que l’han de ver. Anoche soñé con usté, prima. -No me diga prima porque pariente no somos -replica la chica. Una voz enemiga dice: -No le compre na a ese sujo; yo le compré de la mesma franela y no me duró na. El famoso tocuyo es pura goma. Con goma los entiesan. -A mí no me compró, suegra; fue a otro que se murió en pecado mortal. Era mentirosazo. Pase, refriegue el tocuyo. Le pago si le saca una grisma de goma... Muchos pasan. Algunos se van a probar suerte en otro de los numerosos negocios que están botando la mercadería. Pero es imposible no sucumbir ante la exigencia cariñosa y algo pícara de los vendedores. Por fin las tiendas se llenan de clientes, en especial de campesinos que han vendido sus productos. Nada es tan pintoresco como los escarceos que surgen de la oferta y la demanda. Son bonitas las muchachas de la región; por lógica, los vendedores se distraen mirándolas y diciéndoles chicoleos. Rebotan las palabras, cabrillean las sonrisas. Aquello parece una batalla galante, que a veces suele interrumpir la seriedad de alguna presunta suegra, o la protesta del chicuelo que ha recibido prendas de amor de alguna de las niñas galanteadas y sonreidoras. Pero hasta los celos resbalan dentro del abigarramiento de las expresiones que son brillantes y fugaces como fuegos de artificio. En la Plaza de La Merced se reúnen todos los pequeños productores y también los grandes. En el costado que queda al lado sur, en la calle de Talcahuano, se colocan las minúsculas carretitas montañesas; en la parte del oriente, los muebles y otras


artesanías; pero es frente al Mercado, que domina la parte norte, donde se acumula el mayor movimiento, porque allí se concentra el mayor interés. En las diagonales de la plaza, que no tiene árboles, se sitúan las vendedoras al menudeo o al detalle. Son alegres, oportunas, chispeantes. Pescan -como se dice- las frases al vuelo; ríen sonora y regocijadamente, como si en todas sus fibras hubiera natalidad de alegría; contestan galantería con galantería; cantan, corren y ofrecen sus mercaderías. Todo está en sacos o montones: papas, porotos, arvejas, frutas, verduras. Frente al Mercado se sitúan los tendales de causeos, las flores y otras mil cosas. En suma, en la Plaza de La Merced, que toma ese nombre de un templo monumental que está en la calle de O’Higgins, al oriente, se reúnen todos los productos de la región; la Plaza se cubre de polvo de la totalidad de los caminos de la zona y contiene la suma de los anhelos de los concurrentes. En carretitas chanchas -que, como está dicho, se sitúan al costado sur- llegan el carbón, las papas, la leña, etc. Las carretas semejan juguetes muy simpáticos, también muestran estructuras de juguetes de bueyecitos de la montaña. Y deben de ser así, pues de otra manera no podrían andar por los senderos quebrados y estrechos de la selva vibrante, y si no formaran una ecuación de pequeñez no podrían contenerse en el espacio que se les designa en la Plaza. Esos trabajadores en la montaña nacen; en ella viven. Los carboneros entran en la ciudad tiznados en forma inverosímil en las primeras horas de la mañana. Venden su carbón a granel, por fanegas. Para acarrear el carbón, acondicionan sus carretitas con grandes cueros de bueyes. Ellos marchan delante de su carretita, manejando la yunta con su picana de coligüe. Y siempre, en todo, la nota gloriosa: sobre el carbón negro, la linda serrana, blanca, rosada como una manzana. Se dice que cuando la gente les habla para comprarles, al atravesar las calles, les dice: - ¿A cómo el carbón, casero? - A tanto. - ¿No le baja? Como él no está dispuesto a alterar su precio, no contesta al posible cliente; sino que se dirige a la mujer que viene en un trono sobre la negra mercadería, y le ordena: -Pícale, Juana.

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Al pronunciar estas dos palabras, se refiere a que ella debe picar o aguijar al buey lento y manzurrón. Y el carbonero viene tan negro, sólo se le ven blanquear los dientes y los ojos, y como su voz se boceta ronca, se justifica la copla que dice: Carbonero es el que canta: Con el polvo del carbón se le secó la garganta. Chillán Viejo, la ciudad vergel, manda muy temprano sus carretas cargadas de hortalizas y frutas de dulce y matizada pulpa. Desde las haciendas entran la chuchoca dorada que da calidad a la comida criolla y, como se ha dicho, toda clase de cereales. Todos los jardines de la ciudad y alrededores vacían en la feria su perfumada y fina policromía. Se reúnen de ese modo, en la plaza, el aliento urbano con el de la selva. Y es tan grande el movimiento, que a las siete de la mañana no cabe nada más. Y hay tanto ruido y tanto ir y venir, que la visión se colma de arabescos enloquecidos. -¡A la papa terrona, la papa doma, la papa pegüencha, la papa zambrana, la papa amarilla, la papa canela... la mejor papa de Chile le tengo por aquí! ¡Muy barata la buena papa, señorita! -¡Caserito, no pase hambre; el mejor causeo de la plaza le tengo por aquí! ¡Pase a verme, se va a chupar los bigotes! ¡Con pebre rico le tengo el rico causeo de patas! ¡Arrollao le tengo! -¡Los huevos de gallina soltera le tengo por aquí! Caserita, grandes los huevos, parecen de pava. Venirse a comprar los ricos huevos, caserita!... -¡Las tortillas de rescoldo de harina flor! ¡Con manteca, las tortillas! ¡Las tortillas con chicharrones, caserito, pase a llevar tortillas! -Güén pebre, con harto cilantro y harto ají cacho e cabra le tengo por aquí! ¡Pasar a llevar tortillas!


-No hay flores más lindas que las que le tengo, señorita... Los pensamientos dobles, las rosas fragantosas, las dalias, los claveles dobles... ¡Pasar a llevar las flores! ¡Fresquitas las flores, con rocío las flores! -Joven, llévele un lindo bordao a su novia. Es un regalo que le gustará mucho a su novia... Finos y firmes los bordaos. ¡Pasar a verlos! -¡Los miñequitos tejíos con hilo caena, señorita! Lindos rueos de nagua, paños pa las mesas... Chales al bastior, de lana andaluza los chales... -Juguetes pa la guagüita, monos de goma más dulces que l’azúcara... ¡Pase, señorita, muñequitas de lana, tamborcitos, sables le tengo p’al niño, polcas de vidrio p’al niñito, volitas pa que la niñita juegue a la payaya, le tengo por aquí! ¡Venir a ver los juguetes, caserita! Y gritan los vendedores de papas, de porotos, de verdura, en fin, gritan todos. Todos a un tiempo ofrecen sus mercaderías a la gente que se apretuja y pugna por moverse en el local rebosante de vidas humanas, vibrantes de ritmo y de color. Se desparraman de los cestos las doradas mazorcas de la chuchoca, armonizan los verdes de las hortalizas tiernas y apetitosas, las corolas de las flores y la calidad de las frutas que se alinean a montones a lo largo de las avenidas de la plaza. Los objetos manufacturados esperan a los clientes y los llaman. Los estriberos, los talabarteros, los trenzadores de lazos, las chamanteras, virtuosas del telar, muestran sus obras de arte, cuyos colores y dibujos saben armonizar con un sentido de brujería. Cubren gran parte de la plaza los vendedores de calzado de altos y casi cónicos tacos o tacones, de suelas crujidoras, cosidos con hilo o con palito (estaquillas). Son de infinitas formas y muchas calidades y colores. Más allá las vendedoras de zuecos p’al barro. Y luego las alfareras con sus lindos objetos de las más caprichosas formas: botellas antropomorfas, chanchitos-alcancías, ollitas quipaos, callanas, platos rojos o negros muy bien bruñidos. Y la loza de Quinchamalí, la más hermosa que se produce en Chile. Es el mejor arte aplicado que produce el pueblo: son animales de todas las estructuras, matecitos, cantaritos, en fin, una variedad magnífica. Grandes catres de laurel, que los mueblistas populares denominan marquesas, se exponen al lado oriente. Son catres tallados a cuchillo, barnizados de rojo o café.

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Carret贸n en la feria del Mercado, Chill谩n, 1900


Las entalladuras sobrecargadas de dorado. Son curiosas las entalladuras. Consisten en dibujos incisos que revelan la competencia y el gusto artístico de las obreras chillanejas, que son quienes las crean y las realizan. Venden toda clase de muebles, entre ellos, alcancías en forma de zapatitos de mujer, zapatitos dorados y brillantes, que dan la sensación de haber sido perdidos por princesas de cuento... El olor de la comida se esparce por la plaza, incitando al público que acude a devorar, al aire libre, la suculenta cazuela de gallina -la flor de la culinaria nacional-, condimentada con toda clase de olores y la chuchoca familiar. Todos, desde el potentado al humilde, encuentran en la feria algo de acuerdo con sus medios y gustos. Y aún los que nada tienen -vagabundos y expósitos- pueden recoger algo para nutrir sus debilitados estómagos. Frente a la plaza, en el lado norte -ya lo he dicho- está el Mercado, donde también hay puestos, que son permanentes: de zapatos, comidas, carnicerías, verduras y las famosas longanizas de Chillán. En las puertas se estacionan las vendedoras de plantas, las que ofrecen ropas de mujer, frazadas de lana de muy buena calidad y cubrecamas bordados. También reclaman con pintorescos gritos; pero la nota picaresca la dan los mueblistas. Se presenta, pongamos por caso, una pareja con cara de novios. El mueblista les dice: -Este catrecito es muy firme: es el que les conviene... La nota patética la esparcen, sobre el conjunto, los ciegos cantores y los organillos, receptáculos de viejos valses. Cuidan del orden los pacos -hombres de policía- con sus trajes muy ajustados y sus esclavinas cortas, quepis a la francesa y yatagán esmirriado; deben de estar allí, pues las mujeres, muy vehementes, suelen irse a las mechas con gran violencia en plena feria. Algo que llamará la atención a los que visiten Chillán será la belleza innata de las muchachas; cuya carnación es de un blanco dorado muy fino y atrayente. Parecen frutas privilegiadas, que sólo en esa tierra pueden producirse. Y luego son tan sencillas, dan la idea de no darse cuenta de su valor emocional. Sonríen luminosamente y hablan cantando las frases: sus palabras parecen fragmentos de antiguas baladas.

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Hay que imaginarse lo que debe ser la feria cuando está completamente cubierta. Vendedores y compradores se entienden a gritos. Es un ruido que afluye de todas las zonas, se confunde y esparce; un ruido que alcanza todo el carácter de una sinfonía rural, grandiosa, inexpresada. Cantan los ciegos, acompañados de sus guitarras o acordeones; se alza la voz gangosa de los organillos; acaricia la voz de las mujeres, dominan los gritos de la muchedumbre. Los gritos se producen al mismo tiempo, el ruido es una planta trepadora que sube y se enrosca en la vida de los espectadores y actores de esta farsa magnífica. Y el color. El color resulta inconcebible. Está distante del más tremendo abigarramiento. Es un color crudo, variable hasta la exageración lanzado por lo inaudito, movible, fragmentario. De repente da la idea de un arco iris roto, caído sobre la Feria o de un fragmento del espectro solar, captado en un instante glorioso, o tal vez el delirio de un loco genial del color, realizado sobre una paleta monstruosa. El color también es algo que grita, torbellinea, absorbe la luz y ensombrece las pupilas fascinadas. En la Plaza de la Merced domina la feria de productos manufacturados y de la tierra, pero el tráfico no se detiene allí. Esa ciudad única, encantada, que en Chile no tiene igual, entrega en sus avenidas Carlos Collín y Oriente otra feria de tanto valor como la expresada: es la Feria Libre de animales de los más variados géneros. Son muchas cuadras de longitud y muchos metros de anchura los que cubren los animales de esta Feria Libre. Fascinan el movimiento de las reses y de los actuantes que las rodean. Los animales visten una policromía derivada de la pintura de sus pieles brillantes de sol, aturden los mugidos roncos y nostálgicos. Algunos bueyes parecen envueltos en mantos de nubes... Se puede admirar la elegancia y destreza de los huasos que, cabalgando muy buenos caballos conducen los piños a la Feria, que funciona también los sábados, al mismo tiempo que la de la Plaza de la Merced. También los peones del Matadero llevan a ese establecimiento los animales adquiridos por sus patrones. Por la avenida Schleyer -como por un cauce- van las reses hacia el matadero. Y como si presintieran sus terribles destinos, tratan de huir y estremecen el ambiente con el trémolo de sus mugidos tristes... En la feria de animales se exhiben, además de los vacunos, caballares y bovinos, los perros, los gatos, las gallinas y cuanto animalito haya tenido la desgracia de caer bajo el dominio de esos terribles comerciantes...


Novios del pueblo encuentran en Chillán facilidades para empezar su ministerio humano. El sábado anterior a sus bodas van a la feria de la Plaza de La Merced y compran cuanto necesitan en muebles y otros menesteres indispensables y se van a la feria de animales y adquieren los animales familiares: perros, gatos, gallinas… Poco después de mediodía -hora en que terminan las transacciones- abren sus puertas las casas donde la gente se divierte, que las hay en esa ciudad como en ninguna. En ellas se bebe, se baila, se canta y se ama... La vida corre despeñándose, sin preocupaciones bajo la glosa apasionada de una copla o el embrujamiento de unos ojos aterciopelados y acariciantes. El trabajo se funde totalmente con el placer. La ciudad vive dentro de una zona vinera, tiene tradición definitivamente heroica, hermoso sol, juventud potente y bellas mujeres... Chillán es una ciudad que llora muy poco: hasta las tragedias tienen en ella perfumes de grandeza. No la han arredrado sus trágicos terremotos, que han sido varios. Muy agitada, avanza con tal vertiginosidad, que a nadie le alcanza el tiempo para preocuparse de sus dolores, que solamente son en muchos casos consecuencias del placer... Y mientras Chillán tenga su feria, y Andacollo su fiesta de la Virgen del Rosario, Chile tendrá algo pintoresco que le pertenecerá por entero. Me duele pensar, mientras escribo esta crónica, que ahora Chillán sigue muy chilena y emprendedora, pero no tiene su hermosa feria ni sus industrias; la feria es pieza de la tradición; yo he visto esa fiesta y la recuerdo nostálgicamente.

* Antonio Acevedo Hernández. 1960. “La Feria de Chillán”, pp. 248-252 en: Uribe Echeverría, Juan, Antología para el Sesquicenterio (1810-1960). Santiago: Anales de la Universidad de Chile.

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Familia Sra. Erna Soto, Chillรกn 1930.


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PLAZUELA DE CHILLÁN: RINCON CRIOLLO Tomás Lago

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as voces se trenzan como un telar vertiginoso de sonidos y palabras se confunden y se alcanzan en la gran plazuela febril.

Hay que abrirse paso entre tumulto y hablar a la ventera al mismo tiempo que nos mira a los ojos: antes o después no nos entiende. Alguien le pasa algo o alguien le pregunta, frunce sus ojos y hace sombra con la mano que ahueca en forma de párpado. Un grito que restalla como una cerilla se interpone. Hay que caminar amigos, caminar mirando lo que se pisa, pues no es cosa de creer que todo el suelo sea sendero para el transeúnte. Junto a las grandes torres de trébol oloroso, a las hileras de cofres y marquesas talladas por el estribero rural está la cebollera con su ruma de cabezas o el vendedor de campanillas y flores silvestres. No es menester comprar grandes avarillados en abanicos, pero bien se puede llevar un manojo de violetas blancas de la montaña, fragantes y humildes que ya son las últimas de la comarca en el año. Aunque ya vienen, es cierto, las glicinas primaverales y los tirsos del manzanito de flor, cargados de alientos para oler y suspirar. Las grandes colas de zorros impiden ver el cuerpo de una mujer que pasa junto a una era incendiada de naranjas. Es agradable el sol pródigo en la mitad de la mañana que bruñe los contornos más oscuros, adultera los matices y añade deseos. Los vendedores y vendedoras ofreciendo a gritos sus productos acribillan el aire y lo contagian con una comunidad familiar reduciéndolo todo a la comarca. Ahí está el moreno vendedor de cacharros de greda, como una greda mayor entre sus negras piezas repartidas por el suelo. Ya se sabe que el arriero o el pastor cansino bebe ahuecando sus manos en el arroyo hasta apaga su sed. Pero no está demás llevar un pocillo para dar el agua que solicite el caminante desamparado que llama a la puerta. Es más fresca el agua que se guarda en las tinajas que la del verano más sombrío y oculto. No está demás llevar un pocillo de greda, a pesar de todo pues


el barro es frágil y el que existe en la casa a la vuelta a la casa puede que ya no exista.

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Todo esto lo sabe el vendedor de ollas de greda, pero nunca ha sabido quién le enseño a decorar con redecillas de pétalos y lianas como cintas, sus cacharros, flores imaginarias y antiquísimas que repite y vuelve a repetir él como el primer alfarero, su antepasado remoto. Verdad es también que eso no importa, amigos. El hombre más viejo es el de más experiencia, hacer carbón en la montaña virgen y ha visto levantarse a Chillán, casa por casa.

* Tomás Lago, “Plazuela de Chillán: Rincón Criollo”, p. 93 en: Alejandro Witker. 2006. Tomás Lago. Chillán: Editorial Memorial Cultural de Ñuble

Familia de Luís Valdés y Estela Díaz Chillán, 1950


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Artesano en Hojotas JosĂŠ Jara.


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Familia de Elena Romero con NĂşblense 1970.


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Vendedor tĂ­pico de mote, fines del siglo XIX.


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Reina de la Feria de Chillรกn, Chillรกn, 1970.


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LA FERIA DE CHILLÁN

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as cuatro de la mañana el reloj a trabajar apurémonos chiquillas que la gente va a llegar Yo voy a prender el fuego y la verdura a limpiar Y la sustancias a envolver chiquillas a trabajar

Elena Carrasco Rodríguez La Criollita Vamos vendiendo chiquillas veamos quien vende más (1914-1991) Que no se vayan los pesos que no se vayan por na Porque un peso que se vaya seria fatalidad No le aflojemos chiquillas vamos gritando no más. Los suecos pal barro la loza de greda Las flores más lindas las colchas de seda Las aves bien gordas las liebres bonitas Corderos macizos aquí hay patroncito Canastos de mimbre porotos y maíz Garbanzo y alverja y seco el ají De todo en la feria usted encontrará No se iguala a ni una la feria de Chillán. Avellanas tostaítas la sustancia de Chillán Las tortillas de rescoldo calientitas aquí están Y si quieren pebresito picante les puedo dar Pa que compongan el cuerpo despue de la trasnocha Vamos vendiendo pues niña veamos quien vende más Que no se vayan los pesos que no se vayan por na Porque un peso que se vaya seria fatalidad No le aflojemos chiquillas vamos gritando no más.


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Carretones en calle Arturo Prat, Chillรกn, 1900


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Parroquia La Merced, Chillán, 1930.

La Iglesia La Merced. Desde aquel 26 de junio de 1580 en que las huestes del mariscal Martín Ruiz de Gamboa, Gobernador del Reino de Chile fundan en las orillas del fuerte la histórica ciudad de “San Bartolomé Chillán”. Lo hacen en presencia de los padres Mercedarios quiénes son los primeros en llegar a la ciudad, el fraile Francisco Ruiz es quién establece desde los


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Misa en Plaza del Mercado, Chillán, 1970. primeros días de la fundación, la comunidad. Desde esos lejanos días coloniales ha estado presente en Chillán la espiritualidad Mercedaria aleccionando a toda la comunidad del Mercado (antiguamente llamada Plaza de La Merced). La iglesia La Merced ha sido testigo de los cambios producidos en el Mercado de Chillán, su progreso y evolución. Desde su templo se ha guardado testimonio de estas décadas, vivificando a cuantos a ella llegan, en busca de fe y protección.


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Alfonso Lagos, Ernestina Nova, Lucila Acu帽a y Ram贸n Vinay


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RAMÓN VINAY EN EL MERCADO DE CHILLÁN

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n esta manzana urbana exuberante de colores, de dichos, de elementos para todas las necesidades domésticas, que es la Plaza del Mercado nació en Chillán el 31 de agosto de 1911 Ramón Vinay, en la antigua calle Talcahuano hoy Arturo Prat justo frente a la plaza del Mercado. Desde allí el niño Vinay observaba el arribo de las carretas tiradas por bueyes, el bullicio de los vendedores que ofrecían sus productos, las canciones populares que llegaban como ecos a su casa, el movimiento infinito de todo tipo de personas que gritaban sus oficios, la multitud de colores que ofrecía el espectáculo del Mercado. Esta feria fue el contacto real con la ciudad de Chillán. Su padre de origen francés Juan Vinay poseía un taller de espuelas en el Mercado, en calle Prat; alguna vez dijo el cantante “Tal vez la forja de espuelas, el oficio de mi padre, a quien vi en ese trabajo desde niño, forjó también mi espíritu de adulto, influyendo en mí, para no olvidarme nunca de mi ciudad y mi gente”. En estos espacios del Mercado descubrió su voz, luego se marchó ha Francia junto a su padre y de ahí a la ópera. Vinay llegó a ocupar los más importantes roles: el Otello Verdiano dirigida por Toscanini en el Teatro Scala de Milán y en el Metropolitan Opera House de Nueva York el Don José de “Carmen” Durante 16 temporadas. Viena, Chicago, México, Buenos Aires y la Gran Opera de Paris, saben de su intensa voz. En el Metropolitan hizo 121 representaciones en las que interpreto 14 papeles entre ellos: Canio, Ramadés, Tannhäuser, Siegmund, Tristán, Sansón, Herodes, el Primer papel Wagneriano.., y nada menos que el de Tristán. En 1970, para el Centenario del diario La Discusión, Ramón Vinay dedico un día completo al Mercado de Chillán, invitado por el Sindicato Profesional de Comerciantes del Mercado; en la oportunidad recordó su infancia en la plazuela disfruto de la ramada levantada en su honor, bailo cueca y degusto de los platos típicos del Mercado. Ernestina Nova la inspiradora del homenaje recuerda con emoción el día que la plazuela del Mercado se vistió de fiesta para el hijo nacido en sus extramuros.

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Homenaje a Ram贸n Vinay, Chill谩n, 1970.


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Homenaje a Ram贸n Vinay, Chill谩n, 1970.



POÉTICA DEL MERCADO CAPITULO TRES


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Porque, si es preciso el hartarse con longaniza chillaneja antes de morirse, en día lluvioso, acariciada con vino áspero, de Auquinco o Coihueco, en arpa, guitarra y acordeón bañándose, dando terribles saltos o carcajadas, saboreando el bramante pebre cuchareado y la papa parada...

EPOPEYA DE LAS COMIDAS Y BEBIDAS DE CHILE

Pablo de Rokha * Pablo De Rokha. 1965. Epopeya de las Comidas y Bebidas de Chile, Capítulo 2: Poética del Mercado. Santiago: Editorial Universitaria, p. 9.

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Por la feria de Chillán donde rebrillan en cercos maíces, volaterías, riendas, estribos, aperos, cruzaremos sin pararnos y azuzados del deseo, porque la que va en fantasma voz no lleva ni dineros.

CHILLÁN (FRAGMENTO)

Gabriela Mistral * Gabriela Mistral. 1967. Poema de Chile. Santiago: Pomaire, p. 158.




DESCENDIMIENTO DE HERNÁN BARRA SALOMONE

Ahora me vienen con que el Ñato Barra el que le ha dado un portazo a todo esto, él tan fino y veloz como su nariz que se adelantaba a verlo todo de un tiro como llorando, como riendo de este abuso de precauciones impuestas por la servidumbre de morir; ahora lo cierra todo y sale. O más bien se me adelanta unos minutos escasos con un 3 en la mano, ¿a dónde vas con ese 3 peligroso que puede estallar, a dónde va corriendo eso loco?:¿olvida que la república arde, el aire arde los baleados allá abajo arden en la noche? Hay el hombre que entra y hay el que sigiloso se va desnacido de unos días verdes, y es el mismo omnívoro sin embargo, el mismo que olfateó mujer y en ella Mundo en comercio con el Hado, ¿cuál Hado?: a un metro siempre de la incineración, tan apuesto y seguro en su traje hilado con hebra de mercader, cortado por la Fortuna, ¿cuál fortuna, chillanejo perdedor, cuál fortuna?

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Viene uno al mundo por ejemplo en Chillán de donde se deduce que en Chillán está la fiesta, habrá que lacearlo con paciencia al animal, con encantamiento, como se pueda, entre exceso y exceso, por sabiduría y epifanía como dice el guitarrón, para que aparezcan los dioses sueltos, ¡el Mercado estará lleno de dioses sueltos: mendigos que vienen de otra costa, músicos ciegos con caras de santos tirados al sol rodeados de desperdicio, palomas que de repente salen solas de adentro del aire!; ellos hablan con ellas y ven, ¿qué es lo que ven? Tú no creías, no creías en los alumbrados, yo creía. Que bueno ahora hablar de esto, qué bueno hablar de esto ahora entre los dos hasta las orejas como jugando a hacer mundo, tú con tu número en el circo de caballero lastimero, yo con la pobre máscara de Nadie porque uno es Nadie si es que es uno, qué bueno hablar por hablar en el remolino, celebrar el seso más lozano que hubo, la nariz gloriosa que estará en el cielo, el barranco en el medio, ¿me oyes?, ayer no más me contaron que te quemaron y lloré,

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lloré llovizna de ceniza por el poeta pura sangre que fuiste porque eso fuiste: un poeta pura sangre, mejor que ninguno, a la manera de los sentidos desparramados, entre el zumbido y el ocio, sin la locura de durar mil años ¡modas que se arrugan!, flaco y certero y lúcido, con esa gracia que no tuvo nadie. ¿Quién tuvo esa gracia? Vamos a ver, ¿quién la tuvo? Pasa que uno muere, eso pasa, quedan por ahí hijos, algunas tablas si es que quedan algunas tablas; arrepiéntete le dice a uno el cáncer; ¿arrepiéntete de qué? ¡Tú madre se arrepienta de haber parido miedo! De Rokha hablaba de átomos desesperados que nos hicieron hombres. No sé. Diáfano viene uno.

Gonzalo Rojas 1 Su nariz prodigiosa y aleteante tocaba el infinito y le dijimos por designio paradoja el ñato, un loco sagrado. Hidalgo empobrecido dignísimo. Murió de cáncer al hueso en un mes y ya es la ceniza que quiso. *Gonzalo Rojas. 1991. Antología de aire, (Colección “Poetas Chilenos”, Tierra Firme), Fondo de Cultura Económica, pp.. 181 – 183.


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EL MERCADO DE CHILLÁN, SUEÑOS FEMENINOS Y MESTIZOS

Sonia Montecino Aguirre

“Por la feria de Chillán donde rebrillan en cercos maíces, volaterías, riendas, estribos, aperos, cruzaremos sin pararnos y azuzados del deseo, porque la que va en fantasma voz no lleva ni dineros”. (Gabriela Mistral, Poema de Chile) Los mercados marcan el ritmo, el pulso, de las comunidades que los erigen como centro real y figurado de sus estructuras productivas, simbólicas y sociales. Desde que el nomadismo trocó en tranquilo aposentamiento de las gentes y de sus haceres, siempre se designó un espacio para el trueque, para la exhibición de las múltiples creaciones artesanales y para el intercambio. Casi siempre el mercado y el culto anduvieron de la mano, lo mismo el sacrificio y el banquete ritual: no sólo las personas se entroncaban en juegos de dones y contra dones, sino, y fundamentalmente, intercambiaba con los(as)


dioses(as) aquello producido con el trabajo y la energía personal y colectiva. Las primicias, el ganado, todo aquello que fue producto del trabajo humano fue ofrecido a las divinidades que a su vez dieron y darían como vuelta de mano más feracidad a la tierra, multiplicarían los animales, las frutas, brindarían la lluvia para la fertilidad de los campos. Entonces se comía, se danzaba, se oraba. Todo ello ocurría en el mercado. El Mercado de Chillán como en sordina evoca ese pulso, esa incesante actividad de la tierra labrada, de la elaboración antigua de materias y caldos que hablan, cada uno de ellos, de una microcultura, de la paciente reiteración de un lenguaje que hace posible delinear, dibujar y mantener un modo de decir “nosotros(as)”. Decir Mercado de Chillán en la boca nuestra es traer a escena los olores de las carnes, de las longanizas, del maíz seco o del choclo, de la chuchoca, del orégano, del cilantro y el perejil. Pronunciar Mercado de Chillán es sentir el golpe del mortero de piedra y con él todos los sonidos del mestizaje mapuche; es escuchar el lento y suave deslizamiento del filudo acero en la madera de los estribos, y con ellos el galope incierto de los hombres de a caballo. Los huasos, los caballeros, los peones, los inquilinos galopando nocturnos, fugados hacia lugares que las mujeres sólo intuyen como caminos o cruces. El olor de los aperos, de los cueros curtidos, de las espuelas, de las alforjas de lana que en idioma masculino se aposentan en ese mercado marcado a fuego en nuestra memoria. Desde nuestra experiencia, en definitiva desde el único lugar en el cual es posible que la memoria productivice en recuerdos, el Mercado de Chillán es un sueño en clave femenina. Los sueños de la loza que son los mismos que nuestras antepasadas tuvieron la noche que decidieron levantar una olla, un jarro, un plato y fueron a pedirle a los dueños y dueñas de la greda que les dieran lo mejor de sus tibias entrañas. Quinchamalí se llama el lugar donde esos sueños se sueñan en negras creaciones que como estrellas invertidas derraman su luz oscura en medio de lo colores desbocados del mercado. Antes, contaban las antiguas parientas, el tren era el enlace mágico entre sus sueños y el mercado de Chillán, el tren hacía posible que las guitarreras, los chanchos, los pavos, los hombres a caballo, pudieran como deshojarse en sus oscuras fórmulas y prodigarse en mesones y estanterías. Ahí esperaban las guitarreras que llegara su amor ingrato, ahí descansaban los jinetes, jugueteaban los pavos, se revolcaban los chanchos. Algunos siguen haciéndolo, sobre todo los chanchos porque son demasiado antiguos como para desaparecer. Ellos albergan en su negra y enorme barriga las monedas del ahorro, el estómago de la abundancia, el primer regalo que la cultura femenina prodiga a los niños y niñas. Junto a las gredas negras y pulidas vimos el rostro de yeso de una mujer, “La Pensadora” la llamaban unos, “la Soñadora” le decían otros. Su blanca piel de yeso como opuesta a las ollas, a las cocinas,

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a las vajillas, a los platos de Quinchamalí; tan distinta ella producida en serie, su pelo ordenado, sus labios rojos, sus pestañas de dormilona. La pensadora-soñadora estaba hecha con moldes que seguramente la llevaron a muchas ferias y mercados de Chile. Quizás todavía ande por ahí deambulando. Los negros platos, las vasijas, los pocillos, las guitarreras no obedecían sino a los moldes creadores de las manos amorosas de una Práxedes, de una Olga, de una Silvia y seguirán aún desplegándose en otras manos de la hija de Práxedes, de la nieta de Olga, de la sobrina de Silvia. Genealogía femenina que transmite el imaginario de la loza negra. No sabemos si la pensadora-soñadora aún pervive, ella no tenía sino moldes de yeso, infinitas veces reproducida quizás se haya quebrado su perfil perfecto y ya no habite como contrapunto quinchamaliano en el mercado chillanejo. El otro sueño: las mujeres convirtiendo lo crudo en cocido, haciendo el gesto antiguo de las tortillas enterradas en el rescoldo, cocinando las cazuelas, las longanizas, las humitas, los pasteles de choclo, voceando, seduciendo, atrayendo hacia las ollas donde todos los caldos son criatureros y cálidos como el sol de Chillán. En ese preciso lugar de las cocinerías el mercado no se puede cruzar sin parar, como quería Gabriela Mistral, no se puede eludir el deseo que se abre con ese femenino cuerpo que cocina y al hacerlo construye un lenguaje mestizo, que combina lo prehispánico con lo hispánico, el pasado y el presente. Quizás de todos los recuerdos los olorosos son los más residuales, los que no abandonan. El olor del mercado de Chillán está fraguado en las ascuas femeninas de Quinchamalí, en los surcos donde crecen los maíces, en las operaciones culinarias más profundas y más decidoras de nuestra existencia híbrida y conflictuada hoy por la desterritorialización y expropiación de los saberes, por la desvalorización de esos sueños antiguos que como hilachas siempre asoman. No vamos en fantasma al Mercado de Chillán, vemos el rebrillo de los maíces, los juegos de loza oscuros, pero sobre todo escuchamos, olemos el deseo sin fuga de las eras femeninas que arden y se sueñan en el pulso todavía vivo y acelerado de su corazón enclavado en medio de las carreteras y las urbanidades, en medio de Cinco de Abril, Isabel Riquelme y el Roble, en medio de la cultura popular que canta y se regocija a pesar de todo.

* Texto solicitado al autor para la presente edición


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LA PLAZA DEL MERCADO Volodia Teitelboim En octubre de 1996, cuando el hijo octogenario volvió a Chillán, dije que entre mis primeros recuerdos figura la Plaza del Mercado. A la mañana siguiente, bajando del segundo piso de la Municipalidad, en el rellano, el Alcalde me enseña una enorme fotografía que cubre toda la pared. La miro y vuelvo a la infancia. Allí están las doscientas carretas, unas entoldadas, otras al descubierto, de aquellos remotos sábados, cuando los campos, todas las aldeas vecinas volcaban en la ciudad los productos de la tierra y las alfarerías ancestrales. En Chile se usaba la palabra feria para referirse al lugar en que se rematan animales. No era así la de Chillán. Pero se la tenía como la feria de las ferias. De auténticamente huasa la describían los escritores. Llegaban los artistas a pintarla y eran de rigor las fotografías del conjunto. Un mar de vida, una especie de continuación de las antiguas ferias medievales, con sus vendedores, sus compradores sus limosneros, cantores ciegos que narraban la crónica de los hechos de sangre, payaban los terremotos, la política del momento. El auditorio lo componía en su mayoría un montón de analfabetos que escuchaban embobados con la boca abierta. Por allí iba el niño curioseando, descubriendo el pueblo, observando a los campesinos con ojotas, trajinando bajo el sol que golpeaba fuerte en esos veranos secos. Pero no se crean. Bajo el diluvio del invierno también el pequeño salía encantado a mojarse, en medio de un panorama de mantas de castilla y sombreros alones traspasados por el aguacero. No tenía que caminar mucho. Salía de una casa situada en el costado norte del Mercado, donde estaba la tienda del tío Simón. Allí se vendía todo lo que servía para vestir a esa muchedumbre de peones, medieros y afuerinos, campesinos provenientes de las grandes haciendas o de las pequeñas propiedades rurales. Se hablaba de esa zona como del corazón agrícola del país. Políticos de oposición motejaban a Ñuble como riñón de la oligarquía. La mañana de los sábados despierto temprano porque a las siete la plaza está llena de gente y de gritos. No puedo perdérmela. Me llaman la atención las palabras, los pregones, expresiones misteriosas que de repente me suenan a melodía: -A la

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papa, la papa doma, la papa pehuencha, la papa zambrana, la papa canela-. No distingo ni sé de dónde vienen esos nombres. Es la hora de ofrecer huevos de gallina soltera, causeo de patas, ¡Arrollado tengo!, ¡tortillas de rescoldo de harina flor con chicharrones! Cuando pasa una señora elegante cambia el pregón: ¡Pensamientos dobles, rosas fragantosas! El día se divide por dos al rebuznar el Burro de don Aquiles. Es una sirena. Hacía el papel del cañonazo del Santa Lucía en Santiago. A las doce en punto sonaban los pitazos en la fábrica de sombreros, propiedad de Monsieur Achille. Ella se anunciaba con una gran chupalla de lata incrustada en el muro. Es la hora en que salen las jóvenes obreras, que urden con sus manos no los casquivanos sombreros de paja de Italia sino las chupallas criollas, las colizas de Chillán. Comparto con los empleados la puerta de la tienda. La acera de esa manzana cuadrada sin árboles, que la gente fina llama Plaza de la Merced, está que no cabe un alfiler. Los dependientes hacen el elogio de la mercadería. –Compre este tocuyo Osnaburgo que es igual a la casineta; este diablofuerte que peleó contra el diablo y le ganó; esta percala linda como el oro. Al fondo, por el lado sur, en la calle Talcahuano, se estacionan las carretas chanchas. Otras comienzas a moverse desparramando una polvareda oscura. Traen carbón, leña, papas y hacen volar casquillos de la tierra recalentada. En medio de la nube de sijo bajan hombres negros que vienen descendiendo de la montaña. Son los carboneros. Venden su mercancía por fanegas. Todos los sábados los veo llegar con sus caras pintadas de noche. No se suben a la carreta. Van delante de la yunta, que apuran con la picana de coligüe. Suelo soñar con el hombre negro. Me da susto. Me voy allí donde se oyen redobles de tambores. El vendedor ve mis ojos y pregona: ¡Sables le tengo al niño! Para el niño, los juguetes. No compro nada pero lo miro todo y me gustan los chanchitos alcancías, el mate de greda, la loza de Quinchamalí y las armónicas, esas salivadas y líricas músicas de boca, compañeras de los tristes y sentimentales. Se esparcen las fragancias de las cocinerías. Es la hora de la cazuela de gallina. Estoy zampándomelas por la nariz, comiendo por los ojos el aroma de las fritangas. Hay muchos que compran comida y hay muchos que miran. Los pobres miran. Son mirones los pobres. Yo también.


Años después conocí por lecturas la Feria de Nizhni Novgorod. El niño Gorki está mirando el Mercado. Como él escucho a los cantores ciegos, a los organillos donde suenan valses viejos, antiguos romances. Y de repente los pacos, de añejas esclavinas cortas y kepís a la francesa, blanden su yatagán y comienzan a perseguir con alaridos entre la multitud: ¡al ladrón! Los sábados es el día de la gritadera y las peleas lloradas. Prefiero detenerme donde cantan los ciegos que pulsan la guitarra y encogen el acordeón y oír al juglar de feria que recita versos hablando de terremotos, crímenes, asesinatos por adulterio y luego ofrece en venta la Lira Popular. La feria también tenía sus locos y sus poetas, sus cantoras a lo humano y a lo divino. Solían escucharse canciones de viejo cuño con alusiones a las cruzadas, historias del tiempo de la colonia, que se trasmitían por tradición oral en Quinchamalí o en San Fabián de Alico. Por momentos prefiero el silencio. A los que trabajan callados: estriberos, trenzadores de lazos, mujeres chamanteras. Al fondo una carreta montañesa ha traído muchas flores. Sin embargo debo tener en cuenta el dicho “si hay flores hay abejas” porque un día en esa plaza me picaron –es cierto que las provoqué- y sólo aquél que ha sufrido su aguijón sabe cuánto duele. El charlatán es cuento aparte. Habla de tres cosas que son tres prodigios. Un país lejano llamado India, una culebra enroscada al cuello que responde al nombre de Karma y una pomada infalible hacedora de milagros, el “Ungüento Bombay”. Las malas lenguas dicen que el mago de la palabra, el vendedor de la crema curalotodo trabaja en sociedad con un prestidigitador que mientras el hombre de la culebra cuenta maravillas y portentos, y el guardián de turno está mirando para otro lado, vacía con mucho arte los bolsillos de los huasos que escuchan traspuestos al hombre de la serpiente, que ahora relata cosas de brujerías, de fantasmas, de tesoros aparecidos y desaparecidos. Yo también soy uno de esos incautos, pero no tengo un cinco que perder. ¿Qué hago entonces en la feria, donde se vende mucho, se compra mucho, se bebe mucho, se roba mucho? Miro mucho. Soy un mirón, un feriante extra que va de puesto en puesto. Hay una pizarra donde se anuncian con tiza y faltas de ortografía sopaipillas y picarones, chancho con ají, mote con huesillos. Apuro el tranco. Me paro frente a las coci-

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nerías donde se exhiben unas serpientes coloradas. No les tengo miedo. Me gustaría comérmelas. Allí cuelgan las longanizas de Chillán. Ya grande le encuentro razón a Pablo de Rokha, que le sacó el jugo a la Feria de Chillán. “Porque es preciso hartarse con longaniza chillaneja antes de morirse, un día lluvioso, acariciada con vino áspero de Auquinco o Coihueco, en arpa, guitarra y acordeón bañándose, dando terribles saltos o carcajadas, saboreando el bramante pebre cuchareado y papa parada”. (Me dio un hambre retrospectiva leer su Epopeya de las comidas y bebidas de Chile). Hay que ser de fierro para no entusiasmarse. Durante esos sábados el mercado era una colmena en que había abejas reinas, obreras y zánganos que vivían de lo ajeno. Tomaban rápido, espasmódicamente el litriado. Dormían la mona sobre el suelo aunque lloviera, tronara y la plaza del mercado se convirtiera en torrente. Corría un dinero fácil que desaparecía como por encantamiento en las cantinas del pobrerío. Ese día trabajaban como si se les hiciera tarde. El Mercado de Chillán fue mi primer gran encuentro con la vida multitudinaria, con la sudada humanidad de los trabajadores del campo, con la chupalla de paja y la ojota labriega. Allí, entre bueyes y caballares, sentí los olores de la tierra, vi mujeres que atendían sin parar a los clientes. Junto a ellos deambulaban los viejos que suplicaban una limosna por amor a Dios. Todo se desarrollaba entre jaurías de perros, que iban olisqueando de puesto en puesto y se apretujaban junto a la venta de carnicerías improvisadas. A veces pienso que todavía tengo en las narices de la memoria el olor de la Feria, mezclado a orines de yegua y de bueyes uncidos a carretas chanchas. No retengo en la retina rostros hace mucho tiempo desvanecidos, pero lo que no se esfuma es la imagen del niño mirando al niño, observando a su madre, que trabaja en el fondo de la casa con varios patios, y a su padre, un hombre joven, moreno, que atiende en el mostrador y conversa con los clientes mientras les muestra pantalones de diablofuerte, camisas de sarga, blusas de percal, chaquetas de casineta y mide por varas el lienzo “Caballo Alado”. * Volodia Teitelboim. 1997 (Antes del olvido). Un muchacho del siglo veinte. Santiago: Sudamericana, pp. 40–45.


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EL MERCADO Y LA FERIA DE CHILLÁN, ESTÁN EN MI MEMORIA DESDE SIEMPRE

Ramón Riquelme En las lecturas iniciales de Antonio Acevedo Hernández en el invierno de 1953. Universo de múltiples espacios y laberintos donde los mundos de la ciudad y el ámbito popular se entrecruzan como líneas de un tren que de día o de noche no van a ninguna parte. El antropólogo francés Paul Ribet habló de estos lugares colectivos como el “Museo del Hombre”. El Mercado de Chillán tiene estadios donde la naturaleza y el hombre se confunden con una realidad cotidiana que cada día y cada noche nos muestran sus laberintos que existen en cualquier mente creativa. En cualquier tiempo histórico (aún en los más oscuros) la multitud hace aquí sus actos rituales de comprar y vender, de comer y beber, conversar sus afectos, dolores y esperanzas en una rueda sin fin de comunicaciones. Están allí todos los oficios artesanales posibles. Los productos de la tierra (frutas, zapallos, papas) están al alcance de los sentidos para que el hombre o la mujer lo compren o lo vendan según sea la ocasión. Las cocinerías del Mercado son una incitación a la gula colectiva. Allí la conversación y la comunicación es siempre activa. Menciono tres sitios donde la realidad colectiva se ha transformado para nosotros en un mito colectivo: La pensión Valdés,

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Panchito y El Chico Ernesto son espacios donde la conversación o los silencios entregan la mejor narrativa popular. Desde mi inserción en las cercanías de Chillán, encontré una librería de libros de viejos llamada El Arca de Noé .Durante diez años fui comprando y leyendo los libros y las revistas desaparecidos en la primavera de 1973. En las calles cercanas encontramos un mundo de seres que han abandonado definitivamente el mundo convencional y cotidiano. Personas de amplia conciencia libertaria cuyo desamparo contradictoriamente es su propio desamparo. Por la feria y el Mercado de Chillán el amor suele a veces darse en plenitud. El Mercado de Chillán es el sortilegio que nos atrae en un obsesivo encantamiento. La memoria siempre recuerda este lugar con agrado y afecto.

* Texto solicitado al autor para la presente edición


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EL MERCADO DE CHILLÁN

Sergio Hernández Romero Escribir sobre la plaza del Mercado de Chillán es escribir sobre Chillán mismo. Con el que se confunde. Es antiguo y famoso por muchas cosas: el vio la primera infancia de Ramón Vinay, hijo de espueleros. Vio la infancia de un niño pobre, pero muy talentoso que aprendió a leer en Chillán, Antonio Acevedo Hernández, Marta Brunet nació en sus cercanías y escribió una hermosa crónica acerca de ese Mercado antiguo al que todavía llegaban carretas y otros carruajes de esa época que aún recordamos con mucha nostalgia. Sus famosos cacharros, mantas, espuelas. Sus comidas sabrosísimas e inolvidables: su caldo de cabeza, sus cazuelas de pava, sus empanadas. Su colorido y sus sabores inconfundibles, su movimiento y su ruralismo, ahora cada vez más invadido por lo urbano. Su Rincón de los Mariachis ya olvidado. Todo lo va invadiendo el “progreso”. Pero Chillán nunca dejará de ser una ciudad folclórica y el campo nunca será totalmente desplazado. Yo mismo me he alimentado en los puestos de la señora Fresia Ortega Hasta allí hemos ido con personalidades ilustres: Neruda, Parra, y tantos otros que se han ido con nostalgia de esos exquisitos olores. * Texto solicitado al autor para la presente edición

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TRAGAR SALIVA (Fragmento)

Juan Gabriel Araya El Mercado era el mundo al cual convergían todos los habitantes de la ciudad, los mendigos que no habitaban en ninguna parte, pero sí en todas, y los turistas que compraban un poncho araucano hecho en Santiago por una porquería de dólares, pero que a los intermediarios les sabía a gloria. Este era el ambiente más natural para los muertos del hambre que comían sobras de pedazos de tortillas o presas de pavo a medio roer en las cocinerías, en las cuales la reina era doña Fresia. Su puesto era el principal aunque había tenido el pésimo gusto de cambiar sus rústicas mesas y sillas por otras más pretensiosas, causando con ello buena impresión en los simples vecinos, pero que desazonaban a los inquietos y sensibles artistas, escritores y gentes que buscaban, no la elegancia pobre y vulgar, si no más bien la rusticidad distinguida. En ese lugar, ombligo y víscera de la ciudad, se vendía desde una tetera agujereada hasta una fina manta de vicuña. A su vez las longanizas y los chunchules colgaban como trenzas de ajo en los puestos de carne, no para espantar a los demonios precisamente sino para atraer a los estómagos voraces de los nobles ciudadanos del mundo. Y en los puestos de mariscos, el parroquiano habitual sentía hervir de gusto su paladar con los jugosos mariscales que se vendían en el “San Vicente”. La llamada plazuela del mercado era una encrucijada de callejuelas y pasillos que hacían perder su orientación al transeúnte desprevenido. Cuando Juan visitó por primera vez ese centro del abastecimiento de la ciudad, tuvo la sensación de encontrarse en la montaña, siguiendo como arriero, las huellas de un animal extraviado. No escapó a su pensamiento la idea de que esa sensación era un símbolo de lo que a él, personalmente, le ocurría, después de perder su trabajo en la capital y otras cosas más valiosas. Al entrar en las cocinerías, esa percepción se intensificó, pues allí se sintió tironeado por la manga, provocado por gritos tentadores y con invitaciones casi sexuales a sentarse en algunos de los sitios para almorzar. Las dependientes, servidoras y cocineras no le daban tregua al desprevenido que llegaba a servirse alguna cazuela de pava en ese recinto, pues salían al estrecho pasillo a disputarse el trofeo que significaba la decisión final del parroquiano. Juan aturdido y desconsertado, tuvo una escasa defensa y termi-


nó sentándose en las ostentosas sillas de doña Fresia, mientras miraba de reojo a una gorda y apetitosa mesera del local vecino que desplumaba a una gallina de campo, de carne morena, muy parecida a ella misma. Juan no tenía ninguna luz en su cabeza acerca del destino que en esa ciudad le aguardaba; sólo estaba seguro de que allí estaría mejor que en la capital y “la carga se arreglaría por el camino” como decía su padre. Efectivamente, a la altura de su mismo relato, la carga poco a poco se le enderezaba. A partir de ese momento inicial, Juan fue un habitante más del mercado. Allí paseaba codeándose con señoras en afanes de compra de verduras y con borrachos increíbles que tomaban en el Rincón de los mariachis” o en el aparentemente inofensivo “Café Santa Inés”.De tanto visitar el mercado y su plazuela de abastos, ya se sentía en su propia casa, incluso mejor que en ella misma. Limosneros y curados formaban la nobleza que debía existir para justificar en ese ámbito de colmena de campo, locales como “El Palacio de las pilas” o “El rey del pecado frito”.sin embargo, él en persona se identificaba con Almacenes “El pobre diablo”. A la hora de su paseo, las campanas de la iglesia “La Merced” sonaban estrépitosamente llamando a la misa de las siete de la tarde. El religioso tintineo, a veces, asustaba a veloces pungas que estaban a punto de alzarse con el santo y la limosna, sustrayéndole la billetera a un cándido campesino que esperaba su bus rural. En otras ocasiones, la misma campana indicaba la hora en que por casualidad se encontraban Juan y San Martín. A Juan le llamaba poderosamente la atención unos modestos localcillos de madera, en cuyo interior se escuchaban voces alegres y pitancerías allí se reunían a beber y a comer sánguches los hombres de campo. Uno de ellos le gustaba más que otros, éste era el bar “El chico Ernesto”. A él le agradaba el humor del campesino, su espíritu burlón y llano; también el sucucho aquel le encantaba por ese aire de misterio que lo rodeaba; casi pasaba inadvertido entre los diversos puesto de frutas y cereales que lo circundaban. Además tenía dos entradas y cada una de ellas salía a una calleja diferente.

* Juan Gabriel Araya. 1996. Tragar Saliva. Santiago: Ediciones Todavía, pp. 33-35.

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POR EL MERCADO DE CHILLÁN

(Escenario, continente, flor, recuerdo, mar, huerto, pecado, archivo, carne)

Jorge Sánchez Villarroel Camino al centro de Chillán se entra al Mercado-escenario por esa punta del diamante multicolor que se clava en Prat con 5 de abril (curiosa mezcla histórica y urbanística). Para llegar a esta ciudad secreta “basta con la brújula de los zapatos”. El andar toma sentido cuando se extrae del bolsillo de la chaqueta de fin de semana la lista: esa nómina mítica que fuera entregada como en un rito donde se le encomienda a Prometeo traer el fuego al hogar. Esa lista es un secreto inventario de deseos primitivos. Por alguna razón que solo la habitancia en Chillán podría explicar, el verdadero viaje por el Mercado-continente se inicia en su corazón, en la florería, el exacto centro del Mercado-flor donde viven señoriales claveles, eróticas rosas, altivos gladiolos, longevas siemprevivas, románticas violetas… nos saludan, recordándonos con no sé que quedan balbuciendo que hace ya tiempo que no las llevamos a casa, a la mesa, a la cama… Pasamos posando una mirada melancólica por ese jardín interno del inextinguible Mercado-recuerdo. Los aromas del mar entran al alma con esa remembranza de tardes de verano de cuñados, yernos y suegros; y de amigos de otros tiempos y de otros mundos que en el cariñoso patio de Chillán reavivaron el fulgor de la vida y ahuyentarán la agonía del olvido. Reinetas, congrios, jureles, sierras, corvinas, salmones, merluzas, jibias… y espúreos mariscales asisten desde los mares de Chile al inicio de una efímera pero intensa vida de amor al prójimo y sus debilidades. Nos parece escuchar que eso lo dice el mariscal completo desde los mares profundos, cantando desde el centro de la bolsa de nailon. Lo que pasa es que en el Mercado-mar de Chillán mediterráneo el Pacífico tiene su lugar asegurado. Como a un mandatario de lejanas tierras, los puestos de frutas y verduras forman una variopinta guardia de honor a nuestra entrada triunfal al patio del Mercado-huerto. Vergonzosos tomates, sinceras matas de apio, rubicundos rábanos, aristocráticas paltas, locos cilantros, doradas cebollas, estoicas alcachofas, incomprendidas berenjenas, misteriosos brócolis, parisinas ciboulettes, asmáticas betarragas… nos hablan del próximo centro de la mesa familiar.


… Mesa de la noche, un fin de noche camina lento, cansado, pausadamente, aparece desde el fondo del callejón interno… y nos atraviesa la garganta: café (Nescafé, como en el más pintado de los salones); tinto y paila reponedora con marraqueta de ayer tarde o de ahora recién no más; rancheras arrastradas, boleros lacrimógenos para hombres que lloran cuando se les da la real gana. Nueva ola, viejos mares en los ojos turbios… y un viejo olor a parafina de invierno, que no se olvida ni se deja, retorna desde el oscuro salón de la Tía. La noche, ahí, con toda su luz, con toda su verdad. Todo, mientras se espera la mañana en el Mercado-pecado de Chillán. Esa mañana en que “las moscas juegan ajedrez en el pobre mesón…”. Las doradas manzanas del sol, el redondo color de las naranjas, las que desesperan, las que mosto pudieron ser, los que serán colmados por el vino del verano a orillas de un estero, los de verde tropical, las bombonas de casco verde surcadas de amarillo… conversan secretamente en el fondo de la pilgua: se oyen vocecillas, se trama, se confabula, mientras algunas hacen planes para llegar a Macedonia. Los ojos transitan un instante por sobre la abigarrada acumulación de materiales y materias naturales. Calles interiores y decenas de santuarios del ingenio manual urbano, lejanamente campesino y costero. Cueros, lanas, maderas, metales: a fuego delicado, a duros golpes, a mano limpia… objetos útiles e inútiles y bellos, algunos con sinceras aspiraciones funcionales, con vocación de servicio doméstico, como recipientes de la memoria… Recuerdos de Chillán, del Mercado-archivo, por decenas, por cientos, por miles; parece que hubiera uno para cada hogar de Chile, uno para cada viajero nostálgico, uno para cada hermano que quedó en otro lugar del mundo, cerca del Padre, a pleno sol, a plena lluvia y que espera el regreso mirando desde lo alto la pequeña cruz de basalto, de la pequeña Catedral, del gran Chillán. Bajo la nave, las longanizas apuntan amenazantes al centro de los costillares, de las entrañas, de los interiores, del los lomos y chunchules. Todas, con su anillo matrimonial de papel esperando a sus novios. También por ese Mercado-carne que nos duele, un salud secreto en ese puesto, puesto ahí para reponerse en la liturgia de la longaniza con puré, con ají, con ansias... con todo, como en nuestro Mercado de “Chillán de Chile”.

* Texto solicitado al autor para la presente edición

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EL MARISCAL

Roberto Hozven. un modesto homenaje a MYTHOLOGIE de Roland Barthes La macha, el piure y la cholgua; todo esto nos habla de carne, de sangre y de médula en la boca. Ahogados en el precipitado de ulte, cebolla y ají semejan náufragos extraídos del mar y presentados en la tranquila cotidianidad del plato. La tersura tirante de la carne de la macha contrasta con el sanguinolento cuerpo yodado del piure y con la lechosa pasta gelatinosa de la cholgua. Son las diversas sustancias de la carne entregadas por complementación sensórea y cromática: rosa carnal de la macha, rojo-sangre del piure y blancuzco medular de la cholgua. Con su ingestión anexamos el reconstituyente orgánico substancial para nuestras hormonas trasnochadas. Esta barroca combinación de mariscos opera con un poder demiúrgico que trasciende su mera connotación sexual para alcanzar el status angular de un mito compensatorio a tres niveles. Su humedad marina se prolonga a la manera de un humus que fertiliza míticamente el reproche disimulado de que se acusa al trabajo intelectual: “esa árida y seca actividad…”. El mariscal funciona como el eslabón inconciente que nos devuelve esa “materia prima” que nuestra sociedad de modo permanente, escamotea a los que trabajan intelectualmente. El Paraíso Perdido de lo Concreto, de lo Natural, que es reconquistado por el simple contacto sugestivo de este plato de extracción popular. Recordemos la mise en scène particular que rodea y sitúa al mariscal: se ingiere en el Mercado. Lugar de confluencia abigarrado de todos los estamentos sociales, donde alternan momentánea e indistintamente burgués-comprador y proletarioexpendedor, obreros, estudiantes y pordioseros. Miembros sociales que se filtran por complicidad de ilusoria contigüidad espacial en la unidad de nuestro plato, vienen a constituir un verdadero condimento que le proporcionan un `particular sabor´ (en efecto, es de conocimiento general que este plato `no goza de un mismo sabor´ consumido en un restaurante…) El mariscal es un vaso comunicante secreto por el cual deglutimos lo popular. Abstractos por el ejercicio de una práctica cultural nos asimilamos al pueblo por la vía oral.


Al cromatismo carnívoro ya enseñado (el de la macha, el piure y la cholgua) se suma un cromatismo vegetal: el ulte, alga de color verde; la cebolla, planta hortense de color blanco y el ají, planta herbácea utilizada en su variedad rojo, complementan -trozadas en diminutas porciones- la imagen heterogénea y similar de dos reinos: el animal y el vegetal. Al consumir el mariscal masticamos las substancias sangrantes de la carne y sorbemos el proceso de fotosíntesis que hace posible la existencia de los vegetales. El mariscal: médium religante de nuestra existencia abstracta con la plenitud marina y sensórea de lo carnal y de lo vegetal.

Roberto Hozven. 1970. “El Mariscal”, p. 78 en Atenea Nº 424. Concepción: Universidad de Concepción.

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HALAGANDO EL PALADAR

Alfonso Alcalde

En las cocinerías de los mercados se saborea la cazuela de pava (en Chillán no parece de este mundo) con harto ají y tortillas de rescoldo. El reglamento prohíbe servir vino, entonces hay que pedir una tacita de “Té” o un “mameluco” para eludir la vigilancia policial. Sobre este aspecto conviene recordar que existe una complicidad muy pintoresca en relación con el vino que se bebe tanto en las cocinerías como en las bodegas. En estas últimas hay que “tomarse el medio pato” de un viaje porque la comisión puede llegar de un momento a otro. No sería nada de raro que la comisión esté adentro poniéndole entre pera y bigote. En todo caso es una disculpa que sirve para apurar el trago, y para que los parroquianos no conversen más de la cuenta. En algunas picadas hay que tener cierta influencia porque casi siempre les ofrecen a las visitas platos más o menos exóticos y no los que come la dueña de casa. La más sabrosa cazuela de vacuno la hacen siempre “para los familiares”, y resulta poco menos que imposible insistir para incorporarse a los que pueden saborearla. En cambio exigen comer de la “lista” de platos que necesitan una larga espera para su preparación. En las cocinerias de los mercados se ofrecen los porotos con plateada, el asado con arroz, los tallarines al jugo y las infaltables sopaipillas pasadas llueva o no llueva. La corvina rellena con longaniza es una especialidad de la zona chillaneja, aunque esta receta es rechazada en Lota y Coronel porque encuentran que los sabores quedan muy repugnantes. Consiste en adobar una corvina, se agregan los condimentos y luego se la rellena con una tira de longaniza con verduras y después la amarran como si fuera una malaya. Se le pone al horno a dorarse sin apuro. También en algunas picadas hacen la cholga con longaniza abren el marisco y le ponen una pinta de longaniza de Chillán o Carampangue.

Uno de los platos más identificados con la zona chillaneja es el “estofado”, que se sirve la noche de San Juan y que es una especie de curanto, pero sin mariscos y con las más variadas carnes. Se debe beber vino Mangarral para “no tener pesadillas o soñar que el mundo se viene abajo”. Alfonso Alcalde. 1971. Comidas y Bebidas de Chile, (Colección “Nosotros los Chilenos”), Santiago: Quimantú, pp. 60-64, 68.


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EL MERCADO DE CHILLÁN

Baltazar Hernández Romero Los numerosos centros poblados de los campos de Ñuble tanto ferroviarios como eminentemente rurales, son dueños de una rica vida folklórica, cimentada en una larga tradición, costumbres y usos agrarios, supersticiones, construcciones, calles de tierra, etc. Casi la totalidad de estos pueblos y aldeas del centro de la montaña y de la costa se encuentran ligados permanentemente, diariamente unidos con la capital de la provincia mediante el Mercado de Chillán, primer centro folklórico de Chile por la variedad de sus contenidos, tanto espirituales como materiales, constituyendo la más completa exposición de la artesanía chilena. Si hacemos un ligero inventario de lo que allí vemos a diario, no podríamos dejar de considerar: locomoción rural y urbana, personajes populares, gastronomía criolla, bebidas, medicina popular, mueblería popular, cestería, talabartería y trabajos en cuero, tallados, espuelería, alfarería, tejidos, chupallas, floristas, grabado y pirograbado popular, trabajos en metal, guitarras, bolsones en papel cemento, feria libre, rodados, cachureos, tipismo en general. ¿Cómo están conectados los pueblos, sus hombres y mujeres con Chillán y su Mercado? Los caminos provinciales, hasta hace algunos años, eran fangosos e intransitables; junto con su mejoramiento y por las mayores necesidades humanas, los servicios rurales de la locomoción colectiva se han venido extendiendo considerablemente. El caballo, la carreta y el coche han sido reemplazados por los microbuses que en número no menor de cuarenta trasladan diariamente y de mañana, hasta el Mercado chillanejo a unos 1.200 a 1.500 campesinos venidos de los más diversos y distantes puntos de la provincia. Treinta años atrás, viajaban unos pocos camiones con pasajeros hasta la ciudad; don Ricardo Mieres, estimado vecino de El Carmen, es uno de los precursores de estos servicios colectivos y que tanto desarrollo tienen hoy. La población flotante que a diario llega al sector del Mercado, deambula por todos lados para vender y comprar mercaderías; bebe, almuerza, escucha música mexicana en las discorolas automáticas, a don Basilio en su guitarra y a los charlatanes ocasionales; luego regresa por la tarde o al mediodía al campo. El Mercado de Chillán pertenece al campesinado de Ñuble y para verle en plenitud debe ser un día sábado, desde el mismo amanecer hasta el mediodía, con mucho sol de verano.

* Baltazar Hernández Romero. 1970. Las Artes Populares de Ñuble. Chillán: Universidad de Chile, pp. 41-42.

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FOLCLOR EN EL MERCADO DE CHIILLÁN

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Lionel Yánez Merino

En nuestros viajes a la capital de Ñuble, desde nuestro rural Coihueco, siempre dejamos un tiempo para visitar su Mercado. Es gratificante para nuestros sentidos contemplar esa gran vitrina humana en acción. Allí se encuentran en fraternidad común el hombre de la montaña y de la costa, con la gente del valle fundiéndose en un crisol nuestras más puras tradiciones, que florecen en la creación de artesanías y manualidades del más variado género. Voces, colores y aromas se elevan al aire en una sinfonía irrepetible. Algunos días, cuando el Mercado se agita y la plaza arde con la muchedumbre, que acude a comprar sus menestras, en medio de gritos vocingleros de las ofertas de los feriantes, se escucha en el sector norte del recinto ferial el sonido festivo y lleno de chilenidad de una Arpa, armónica o guitarra que sale de las manos de ese gran folclorista nuestro que es Miguel Romero Parra, fundador y director del prestigioso Conjunto Peñihuen. En este escenario florido y multicolor, los acordes chilenos, que interpreta este talentoso trovador le dan al mercado su identidad más genuina. Algunos transeúntes se detienen a escuchar con deleite las reminiscencias de nuestras raíces otros pasan raudos y absortos en busca del tiempo perdido. En este escaparate vivo de nuestra memoria histórica y de las tradiciones más profundas del hombre de Ñuble, donde se refleja un modo vida de la zona central chilena, es el marco en el cual este folclorista hace su aporte a la chilenidad. El testimonio tan lleno de autenticidad, que nos da nuestro amigo Miguel Romero Parra, que ha elegido este gran escenario de la vida palpitante, para expresar su arte y su talento, es un ejemplo que otros deberían seguir, sin otra intención que acercar nuestro patrimonio musical al pueblo. Escuchándolo, aunque sea al paso, nos hace recordar a los trovadores del medievo y nos alejamos con un poco de fiesta en el alma.

* Texto solicitado al autor para la presente edición.


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LA CELEBÉRRIMA FERIA DE CHILLÁN.

Augusto D HALMAR De esta feria arranca la enjundia, la miga, la sustancia de Chillán, porque las llamadas “cosas materiales” son las que a la larga forman y conforman el espíritu. Yo diría, mejor, que espíritu y materia son inseparables, pan y vino, carne y sangre, sol y sal de la tierra. En apretado haz, resplandecen estos alimentos del cuerpo y del alma, escapados del cuerpo de abundancia de la feria embalsamando el ambiente saturando y sojuzgando los sentidos. Todos los sentidos. Porque si se regala la vista con los cambiantes de la losa y alfarería chillanejas de los choapinos; las mantas y los aperos, de los frenos y las espuelas de plata el oído se recrea con los pregones tan musicales como sabrosos y el olfato celebra su fiesta, no solo con las frutas y los frutos: pimientos, ajos y ajíes, tomates y cebollas, piñas agridulces y chirimoyas con pulpa y olor a magnolia, paltas híbridas entre fruto y fruta y papayas melificas, sino con los embutidos, las famosas longanizas de Chillán, mientras saborea y degusta el paladar ,el mosto, el chacolí o la chicha –lagrimilla y palpan las manos, aunque sea imaginariamente, el anca estremecida de los potros y la apretada cintura de las mujeres que los cabalgan a horcajadas como amazonas del agro. El aire encierra dentro de su gran campana de cristal, todo el sonoro espectáculo y le sirve de fondo un cielo azul y oro y una campiña como una esmeralda “sin jardín” al decir de los lapidarios, es decir sin tacha. Tal se nos aparece Chillán y es posible que se trasmita tal cual, a quienes vengan… cuando nosotros hayamos ido a esa otra feria, ya no de las vanidades y liviandades, sino de la nada, de la nada en el todo.

Augusto D´ Halmar. Chillán y sus Artistas. Diario La Discusión de Chillán (05-02-1950).



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LA PLAZA DEL MERCADO

Carlos René Ibacache Con múltiples títulos y con una historia de grandes reconocimientos de muchísimos escritores notables de nuestro país y para observadores, turistas y personalidades extranjeras y nacionales, nuestra Plaza del Mercado, es uno de los hitos turísticos más atractivos de nuestra ciudad. La conozco desde muy joven, tal vez desde la década del cuarenta, cuando por motivos familiares, debí hacerme cargo allí de un puesto de frutos del país, cuando tenia apenas 20 años de edad. Esa etapa fue para mí, muy rica en experiencias, conocimientos y vivencias, generadas en el ambiente dinámico de un recinto comercial, en que se mezclaban las vicisitudes del inquietante ajetreo urbano y del generoso quehacer campesino. Uno de nuestros más calificados escritores, Volodia Teiltelboim, describe en uno de sus libros Un muchacho del siglo veinte, el tiempo aquel en que las carretas chanchas hacían allí su agosto, ofreciendo sus productos, no sólo cereales y legumbres, sino también leña y carbón. Era la época del almud y el decálitro, también de la práctica de vender troncos enteros de árboles, para que los usuarios los cortaran y picaran. Una etapa en que junto al puesto donde se vendían las yerbas, para todos los males, estaban los puestos de doña Asunción y de doña Trinidad, donde se preparaban las sopaipillas más ricas de mi infancia, de mi adolescencia y de mi primera juventud. A mi también me gustaba meterme como a Volodia, admirable hijo de Chillán entre las patas de los caballos y de los bueyes. Circular entre los milagreros, que vendían medallas salvadoras y entre los músicos y los poetas populares, que con sus instrumentos y poemas, pronosticaban los sucesos más increíbles, así fuera un terremoto o en el caso de un hombre que “tuvo una guagua en Rancagua”, eran de verdad situaciones, dignas de ser vividas y recordadas. Quienes animaban lo que allí ocurría, eran rimadores espontáneos y generosos para contar historias. Entre ellos estuvo Antonio Acevedo Hernández (1886-1962), nuestro celebrado dramaturgo. Llegó a Chillán, procedente de Angol, su ciudad natal, sin “un cinco en los bolsillos” (el “cinco” era la moneda de menor valor de la época), a la escasa edad de 12 años. Lo que a continuación describo, aparece en el libro La protesta social en la dramaturgia de Acevedo Hernández (1991, 166 páginas) escrito por el profesor Carlos Monsanto, catedrático de la Universidad de Houston, de EE.UU. Es él, quien al tratar su permanencia en Chillán, nos cuenta que este niño trabajó en los más variados oficios, desde transportar piedras de un lado a otro, hasta vender “guatitas” en la celebrada feria sabatina de Chillán. En 1899 (ya


tenía 13 años), decidió aceptar los servicios docentes del profesor Juan Madrid, quien fuera profesor y posteriormente director de la Escuela Normal, quien le enseñó a leer. Prosigue el Dr. Monsanto: “Era Chillán en aquel tiempo la ciudad más característica que tenía Chile. Su feria sabatina, el Mercado, era superior, a cuanto podría discurrirse. No era una feria que se organizara especialmente. Funcionaba todos los días, pero culminaba los sábados con una extraordinaria concurrencia. El color bullía, danzaba; las quimeras eran como pedrerías enloquecidas, dueñas de todo lo que el movimiento ha guardado inédito. Millares de mujeres de todas las estructuras, todas hermosas, todas diciendo su mensaje de actividad, de seducción de inquietud, envueltas en trapos que parecían jardines. En sus voces algo como un canto en sus cuerpos, algo como un ritmo de danza lejana. Millares de hombres, desde el potentado en su caballo magnífico y con sus arreos de plata, hasta el carretero montañés, conduciendo su carretita chancha, pequeñita, conduciendo a bueyecitos y ofreciendo su mercadería”. Pero este autor va más allá. En seguida describe así el origen de Cardo negro, una de las obras dramáticas más importantes de Acevedo Hernández: “María Cruz Ferrada, la María Cruz que se hacía acompañar en el arpa, era la emperatriz de las fiestas. Nadie resistía a sus encantos. Era el centro de todas las acechanzas, de todas las simpatías y también de todos los atributos. Pudo tener fortuna por sus complacencias. No las tuvo. No se dio ni se vendió. Un amor muy grande tuvo, pero ciego y miserable. Era su preferido. La vi cantar llorando, en soledad abrazada a su guitarra. María Cruz Ferrada es la protagonista –dice Hernández- de Cardo Negro, mi drama de la feria de Chillán”. Feria sabatina, llamó al Mercado este autor, el Dr. Monsanto. Otros la han nominado Plazuela del Mercado, dándole con tal nombre el carácter menospreciativo; otros, Plaza La Merced, haciéndose cargo del convento mercedario, que desde su fundación está en uno de sus costados; Plaza “Sargento Aldea”, la llaman quienes se hacen cargo de su historia y de su nombre oficial. Y no faltan santiaguinos que llegan por estos lados, que la llaman “La Vega”, asociando ese nombre al apelativo que los santiaguinos le dan a su feria. De todos esos nombres me quedo con aquel que nos recuerda al héroe de Iquique, que es también el nombre de una de las calles de Chillán. Si este recinto se ha mantenido vivo en el tiempo y en la memoria colectiva enriquecida con los años, es porque de verdad tiene méritos que se confunden con las mejores tradiciones de este sector de nuestro suelo patrio. * Texto solicitado al autor para la presente edición

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ACERCA DEL VALOR OBJETUAL DE LA TRADICIÓN O COMO LA REFLEXIÓN SE CONVIERTE EN ASADO

Rodrigo Vera Manríquez En la segunda mitad del siglo XIX, las grandes metrópolis europeas se veían profundamente transformadas por efecto de los procesos industriales. La proliferación de objetos y bienes de consumo iba de la mano con el amplio desarrollo demográfico y la consolidación de la burguesía como público objetivo al cual apuntaban los productores. La ciudad pasaba a consolidarse como la fuente de estímulos visuales por excelencia, motivando a muchos artistas a retratar aquellas escenas urbanas con la celeridad que implicaba la nueva vida moderna. Aquel concepto de modernidad quedaba señalado hacia la mitad del siglo XIX por la pluma del poeta francés Charles Baudelaire como “le transitoire, le fugitif, le contingent, la moitié de l’art, dont l’autre moitié est l’eternel et l’immuable.”1 . Una concepción anclada en dos pilares fundamentales: La transitoriedad de la nueva urbe y la tradición clásica de un pasado que se niega a morir. Esta situación se veía potenciada por una serie de nuevos dispositivos que cumplían la función de incentivar el consumo, naciendo de esta manera un elemento fundamental en esta misión: La vitrina. La vitrina venía a convertir el objeto sencillo, cotidiano, en objeto deseable, adquiriendo detrás de la transparencia un nuevo status comercial, un valor exhibitivo que aumentaba conforme las miradas se detenían en él para observarlo. Este recurso se masificó haciéndose extensivo a todo tipo de productos, incluidos los del rubro alimentación, situación que los artistas pop de mediados del siglo XX observaron con bastante detenimiento. Muchas de estas reflexiones se cruzan hoy al dar un paseo por el Mercado Techado de Chillán, e ir advirtiendo como se configura un panorama visual que guarda estrecha relación con lo enunciado en las líneas precedentes. Si bien ambos forman parte de un mismo concepto de intercambio comercial, y están uno frente al otro, existe una diferencia fundamental entre el Mercado Techado y el abierto: la condición objetual que adquieren los productos tras la vitrina en el caso del primero, y la posibilidad de observarlos


libremente en el segundo. Pero hay que hacer la salvedad del tipo de exhibición en uno y otro. En la feria al aire libre, hablamos de frutas y verduras que se expenden junto a objetos artesanales típicos de la zona. En el Mercado Techado nos enfrentamos a la exhibición de productos cárneos y sus derivados que tras la complicidad que les brinda la vitrina, y la saturación visual que generan en una rápida observación del entorno, generan un conjunto plástico que impacta por su homogeneidad. Son metros y metros (o kilos y kilos según la unidad de medida) de longanizas que cuelgan de los escaparates de los locales, tan sólo diferenciados por los letreros ubicados en la parte superior, que al estar uniformados, pierden relevancia en esta unidad visual sustentada en tres niveles claramente identificables: El superior que corresponde “al de la longaniza”, en una iteración vertical de este producto que al ingresar a cualquiera de los pasillos del mercado se proyecta en una perspectiva casi surrealista, formándose verdaderas murallas de embutido. Esta fortificación de longanizas viene a confirmar el carácter identitario de Chillán con este producto, donde en pos de su exhibición se anula por completo el concepto de unidad, emergiendo unos detrás de otros los bloques conformados por las tiras de longitud casi estándar. El siguiente nivel, el intermedio, corresponde “al del vendedor”, quien asoma por entre los kilos de longanizas para ofrecer sus productos con garantía de frescura y calidad, apelando a la ventajosa relación entre tradición y buenos precios. El vendedor se mueve con toda propiedad por detrás de esta escenografía orgánica, en desplazamientos horizontales donde sólo se advierte parte de su humanidad, complementando con esta presencia fraccionada el panorama visual del entorno. Sus manos son rápidas -evidencian el oficio- y su cálculo es certero; ante el peso solicitado, el margen de error no va más allá de unos cuantos gramos. El tercer nivel, que cierra por abajo estas tres franjas claramente definidas, es aquél con el cual se introdujo el tema de análisis, el nivel de “la vitrina”. La idea de la vitrina potencia el estímulo de querer poseer lo que se encuentra del otro lado, en un doble juego de exhibir y ocultar lo que se presenta. El reflejo del sujeto que observa el objeto deseado, es la proyección de su deseo en aquel material frío y transparente que cumple con la función de hacer deseable, de limitar mediante una ilusoria barrera que delimita lo público -el lugar de situación del espectador de aquella escena de deseo- con lo privado, la exhibición del objeto en una situación que media entre lo accesible y lo inalcanzable. El pollo con sus interiores, los bloques de queso de cabeza, las panitas y otros interiores, las cabezas de cerdo y sus patas, son parte de este decorado donde el vidrio, además de las conjeturas recién expuestas, juega el fundamental papel de mantener a buen recaudo la frescura de los productos. A la

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vitrina como elemento exhibitivo, se le suma el valor de elemento funcional, como contenedor y conservador de los productos confiados a su capacidad refrigeradora. Sin embargo, esta condición práctica no quita el valor estético que se genera en la disposición de los objetos al interior de la vitrina, los que cuidadosamente ubicados, van conformando este conjunto plástico tan particular que se configura en el Mercado Techado de Chillán. El producto cárneo que alguna vez fue víscera, tras la vitrina es objeto; se anestesia su fuerte presencia como entidad orgánica para devenir en valor plástico, donde las formas y sus texturas establecen un diálogo visual en que los diferentes objetos tratan de imponerse. Las cabezas de chancho con su presencia tanática, los interiores dispuestos armónicamente, a pesar del impacto de la primera impresión, en un examen más certero se vuelven una entidad homogénea. Lo transitorio del andar cotidiano de los parroquianos del mercado, o el paso fugaz de quien no se detiene por el impacto de las vitrinas, se entrecruza con la tradición de lo que implica este centro de intercambio, lo que implica no poder quedar indiferente ante la propuesta visual que ofrecen sus vitrinas. De esta manera, la urbe ebulle, crece, con sus tentáculos va rodeando el mercado; pero la tradición permanece, se ancla en lo inmutable de saberse identitaria, de saber que será paseo obligado de turistas, que recorrerán sus vitrinas buscando los tan apetecidos productos, con la posibilidad de observarlos, comparar, ver colores y por sobre todo, sentirse capturados. Al final, después de toda observación, lo que se compra trasciende su dimensión objetual para pasar a ser la abstracción del deleite de un buen asado con longanizas.

Texto solicitado al autor para la presente edición. Lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte donde la otra mitad es lo eterno e inmutable. *

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PEQUEÑAS MITOLOGÍAS EN EL MERCADO DE CHILLÁN

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Rodolfo Hlousek Astudillo Nobleza obliga. Desde que convivo en Libertad Oriente, ingreso al Mercado con un andar campesino, bajo una chupalla, divagando, tangueando, como si bajara de la Cordillera de los Andes, desde el volcán Chillán. Desplazándome por la vereda Sur, en un atajo rosáceo, entre cantinas y cocinerías, llenas de un olor tradicional, primitivo, el universo rústico significa para mí el corazón de la ciudad. Supongamos que la pérgola es un carrusel cuyos caballitos de madera acoplan todo rincón mediante callejas naturales. El aroma de los frutos se impregna en los vestuarios de la muchedumbre, traspasando incluso los bienes intangibles, las abstracciones sociales. Asimismo, el color y las especias, se mixturan para satisfacer todas las necesidades domésticas. El tío Manuel sabe reconocer -al beber- el ritual amor al vino, ingresamos una tarde a la folklórica farmacia o botica de turno. En esos escenarios he compartido entrañables ocasiones, diálogos, complicidades, silencios, alturas, hermandades. No mencionar la malta con huevo es un desacato. En amaranto conversé con un fabuloso personaje llamado Toni Pepsi Cola. Él me explicó la diferencia entre ser payaso o toni. Había abandonado el circo y su familia, para dedicarse al mundo callejero. Con mirada transparente, y con la pintura facial en pugna, reseñó los funerales de estos seres imaginarios vestidos a su maña. Comparten una fiesta o rito para llenar el alma de humor. Se entregan con profesionalismo a la felicidad del mundo. Entre tanto recoveco he conocido otros pasajes de mi vida, sin embargo, no ha sido bastante, porque al parecer, la vida no se satisface con una sola vuelta. El mercado concentra movimiento, roce, sensaciones, luces y sombras. Ahí donde se acuestan los parroquianos, dormitan los gatos, picotean las palomas, atrincheran los perros, se arroja el mar. Mi abuelita Teresa, temprano y rigurosamente los viernes, en peregrinación, me llevaba al mercado a realizar la compra de la semana. Debí acostumbrarme a llevar los sacos de feria, esperarla en un ángulo a que resolviera con los caseritos sus altas exigencias. No permitía que les mezclara los frutos


nuevos con los viejos, creía que conspiraban contra ella cuando sacaban los tomates por atrás del improvisado mostrador. Tráfico, tráfago y desplazamiento, comenzaba a ver desde las seis de la mañana, una aurora laboral, período en el cual presté mi fuerza de trabajo en calidad de tramoya, perdón, de peoneta, sobre un cacharrito barroco donde recogíamos las obras agrícolas desde los camiones que provenían de inéditos lugares de la provincia, en ese entonces. Luego comenzaba la distribución para toda la comuna desde el húmedo mercado. Una entradita monetaria para jóvenes protagonistas de un empuje chilenazo. Los pescados fritos en manos del cocinero son pantagruélicos, dantescos, epopéyicos, inolvidables. Con mi amiguito pintor de vez en cuando almorzamos en ese local. Quedamos sufragando un sueño americano, extasiados, hermosos, irreales. Prohibimos el ingreso del hambre por semanas. En alguna servilleta habrá quedado el dibujito del pez elevando la utopía. La gente es anónima en su inmensidad, pero la cualidad es tradicional, o sea, popular. Tanto rostro nos hace fascinar una geografía fisiognómica. Semblantes únicos y con pliegues fantasmales. El tejido de la imaginación es sorprendente, entrega de amor y rigor, la piedra que sostendrá la figura imprevisible; cobijo para este lado y el otro. La pasión se transforma en oficio, en obra. Sin este brío salvaje, sin galope no hay ni siquiera reflejo cultural, ni plazuela. Hay que asumir que el invierno es difícil como el verano, pero la lluvia obliga a guarecerse. Levantarse a diario y temprano es la tarea para quien ama las manos. El fuego en la vereda Sur, a mitad de la noche, cobija por horas a hombres que prestan todo el rigor o el sudario para la alegría del pueblo. El abasto comienza temprano. En esta vereda las sombras se movilizan en un territorio ensoñado. Vivir el día a día tal vez contradice la realidad. Jóvenes cuidan con religiosidad torpe la bella sirenita, ávida tropa que interrumpe la vorágine para obtener el licor que traerá la felicidad, el infierno tropical; esa tradición por el humor, paisano. El Estado natural del hombre, le llaman. La gráfica de aquel laberinto sencillo, no es privada. Basta ofrecer un trueque, un gesto silvestre para que un bohemio se encargue de realizar el mural propagandístico sobre madera u hojalatas recicladas. El pincel logra escribir en una tipografía bárbara, pero comprendida.

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Se necesitan señoritas que desafinen las crueles rutinas de los corazones solitarios. Que acompañen mientras se carga el arma y el tocadiscos para escuchar una canción que me haga olvidar el temporal, la derrota de un día lunes.

* Texto solicitado al autor para la presente edición


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PICADAS Y RECETAS



PENSION VALDEZ AÑO CREACION ; 1956 DUEÑO; LUIS VALDEZ DIRECCION; MAIPON 897 FONO; 42-224312

CAZUELA CHILENA INGREDIENTES CARNE COSTILLA DE VACUNO, PAPAS DE CIRE, ZAPALLO, CHOCLO, POROTOS VERDES DE LA ZONA, CEBOLLA, MORRON ROJO, APIO ZANAHORIA RALLADA , COMINO, AJO, PIMIENTA NEGRA, OREGANO, ARROZ PREPARACION COCER DURANTE UNA HORA LA CARNE, ENLA OLLA SE ECHAN VERDURAS, CEBOLLA PICADA EN JULIANA, AGREGAR LOS POROTOS VERDES PARA UN HERVOR, Y SUS PAPAS, FINALMENTE UN CONCENTRADO DE VACUNO, UNO DE LOS SECRETOS DE LA PENSIUON VALDES ESUNA GRAN COCINA EN LA CUAL LA LEÑA DE HUALLE PERMITE EL COCIMIENTO JUSTO GUATITA A LA JARDINERA INGREDIENTES GUATITA, CEBOLLA, POROTOS VERDES, TOMATE, SALSA DE TOMATE PREPARACION FREIR CEBOLLA, CONDIMENTAR , AJO, COMINO, COLOR, VACIAR VERDURAS, CHOCLOS, CEBOLLA PUNTO LA GUATITA, UN POCO DE VINO BLANCO DE PORTEZUELO, DEJAR COCER VEINTE MINUTOS, HECHAR SALSA DE POMATEY UNA HOJA DE LAUREL, SERVIR EN PLATO DE GREDA ACOMPAÑADO CON PAPAS COCIDAS,



CHICO ERNESTO AÑO CREACION ; 1979 DUEÑO; JORGE ERNESTO BECERRA DIRECCION; LOCAL 49 INTERIOR MERCADO TECHADO FONO; 220154 LECHE CABRA INGREDIENTES CERVEZA, PISCO, HUEVO PREPARACION BATIR EN UNA JUGUERA Y SE ESPOLVOREA CANELA, SERVIR EN CAÑA HUESILLERA O POTRILLERA CALDILLO ARRIERO INGREDIENTES CARNE, PAPAS VERDURAS, AJI MERKEN O AJI CACHO DE CABRA, HUEVO, CILANTRO PREPARACION SE FRIE LA CARNE CON LAS VERDURAS DE EPOCA, SE AGREGAN LAS PAPASCORTADAS EN RODAJA, COLOCANDOLE SAL, FINALMENTE AGREGANDOLE UN HUEVO Y CILANTRO, SE RECOMIENDA SERVIR ENTRE LAS SEIS Y DOCE DEL DIA

LA SIRENITA AÑO CREACION ; 1956 DUEÑO; HECTOR MONROY DIRECCION; ARTURO PRAT 730 FONO; 220154 SANGRIA INGREDIENTES VINO TINTO DE PORTEZUELO, RON, COÑAC, GRANADINA, AGUA MINERAL, LIMON PREPARACION SE PICA EL LIMON EN RODAJA, SE HECHA EN UN VASO POTRILLO AGREGANDO GRANADINA, COÑAC, RON, UNA PORCION DE VINO TINTO PIPEÑO DE PORTEZUELO, SE CUELA Y AGREGA AGUA MINERAL, SERVIR HELADITO.


RESTAURANT LA GLORIA

ANA LEMUS

AÑO CREACION ; 1967 DUEÑO; MARGARITA ZAPATA DIRECCION; PASAJE NINHUE, LOCAL 38 PASEO LA MERCED

AÑO CREACION ; 1966 DUEÑO; ANA LEMUS DIRECCION; LOCAL 49 INTERIOR MERCADO FONO; 220154

PESCADO FRITO INGREDIENTES PESCADA ENTERA, TOMATE, CEBOLLA, CILANTRO, PREPARACION SE FRIE LA PESCADA EN LO POSIBLE DEL SECTOR DE TOME DE LA OCTAVA REGION, SE PREPARA UNA ENZALADA A LA CHILENA CON CEBOLLA PICADA PLUMA, TOMATE, CILANTRO, ESTO ACOMPAÑADO DE UN VINO BLANCO DE PORTEZUELO DEL SECTOR DE BUENOS AIRES LA GLORIA HARINADO iNGREDIENTES PIPEÑO, HARINA TOSTADA, AZUCAR PREPARACION EN UN VASO POTRILLO SE HECHAN TRES CUCHARADAS DE AZUCAR SOPERA, TRES DE HARINA TOSTADA Y PIPEÑO DE PORTEZUELO DEL SECTOR BUENOS AIRES, SE SIRVE HASTA VERTE CRISTO MIO

DONDÉ ARTURO AÑO CREACION ; 1989 DUEÑO; ARTURO AVILA DIRECCION; DIAGONAL DEL MERCADO FONO; 211912 MALTA CON HUEVO INGREDIENTES MALTA, HUEVO, CANELA, AZUCAR PREPARACION BATIR Y ACOMPAÑAR DE UN BUEN PARTIDO DE FUTBOL

PATITAS DE VACUNO - PICHANGA INGREDIENTES PATITAS DE VACUNO, CILANTRO, AJI VERDE, ACEITE, LIMON, VINAGRE, CEBOLLA, REPOLLO PREPARACION COCER LAS PATITAS DE VACUNO Y ACOMPAÑARLO CONENSALADA DE REPOLLO, CEBOLLA PLUMA O TOMATE, ALIÑADO CILANTRO, ACEITE, LIMON O VINAGRE, SERVIR EN PLATO DE GREDA PASTEL DE CHOCLO INGREDIENTES CHOCLOS , CARNE DE VACUNO, POLLO, CEBOLLA, COMINO, MORRON ROJO, APIO, CHASCU, OREGANO, HUEVOS, AZUCAR PREPARACION SE ESCOGEN CHOCLOS DE HOJAS VERDECITAS DE LA FERIA DE CHILLAN TRAIDOS DEL SECTOR DE VICTORIA, SE PREPARA LA PASTA, A CONTINUACION EL PINO COMO SI FUERA DE EMPANADA CON CARNE DE VACUNO POSTA NEGRA O ROSADA, SE FRIE LA CARNE CON CONDIMENTOS DE COMINO, Y CEBOLLA, SE CUECE EL POLLO CON TODOS LOS ALIÑOS Y VERDURITAS (COMINO, MORRON ROJO, APIO, CHASCU, OREGANO) , POSTERIORMENTE SE CUECEN LOS HUEVOS, HECHURA DE LA MASA, REVANAR LOS CHOCLOS, MOLERLOS EN MOLINILLO, COCERLO POR UNOS VEINTE MINUTOS CON AGUA, LECHE Y MARGARINA A GUSTO, REVOLVER CONTINUAMENTE CON UNA CUCHARA DE PALO FINALMENTE PONER EN PAILAS DE GREDA DE QUINCHAMALI, PRIMERO EL PINO, DESPUES EL POLLO, LOS HUEVOS, PASAS, CALCULANDO LA MITAD CON PINO Y LA OTRA MITAD CON MASA, SE VATE UN HUEVO Y ESPOLVOREA AZUCAR SOBREBRE LA MASA, LLEVAR AL HORNO HASTA QUE QUEDE DORADO POR UNOS QUINCE MINUTOS, SERVIR CON UNA RICA ENZALADA A LA CHILENA Y UN CHANCHO EN PIEDRA.


ERNA SOTO AÑO CREACION ; HACE SESENTA AÑOS DUEÑO; ERNA SOTO DIRECCION; MERCADO TECHADO LOCAL NUMERO 1 FONO; 211110

POSTRE DE FLAN (OCHO PERSONAS) INGREDIENTES LECHE, AZUCAR , CANELA, HUEVOS PREPARACION SE HIERVE LA LECHECON CANELA Y AZUCARA GUSTO, CON OTRO RESTO DE AZUCAR SE PREPARA UN MERENGUE, Y SE UNTA LA FLANERA SE MESCLAN OCHO A NUEVE HUEVOS CON LECHE BALIENTDOLOS FINALMENTE SE DEJA A BAÑO MARIA, SE SUELTA FINALMENTE LA LECHE DE LA FLANERA, AHÍ ESTA LISTO SE ENFRIA Y SIRVE (EL SECRETO ESTA EN EL USO DE UNA FLANERA DE ALUMINIO DE MAS DE CUARENTA AÑOS EN EL LOCAL)

POROTOS GRANADOS INGREDIENTES POROTOS VERDES NUEVOS, AJO, MORRON VERDE, ALBAHACA, CHOCLO, ZAPALLO PREPARACION LOS PORTOS GRANADOS UNA VEZ DESGRANADOS SE LAVA Y HIERVEN AGREGANDO EL MORRON VERDE, AJO Y LA LABAHACA, CHOCLO DESGRANADO Y EL ZAPALLO PICADO EN CUADRADOS CHICOS, FINALMENTE SE AGREGAN POROTOS QUEBRADOS, EL TIEMPO DE COCCION ES DE MEDIA HORA APROXMADO SE RECOMIENDA ACOMPAÑAR CON AZADO DE VACUNO O LONGANIZA DE CHILLAN SERVIDA SOBRE FUENTE DE GREDA

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CARTELES









ANEXOS


RECONOCIMIENTO El presente registro es el resultado de un esfuerzo colectivo, una reflexión abierta sobre ese espacio epopéyico llamado “Mercado de Chillán” este es un gesto que quiere trascender el cotidiano quehacer para intalar un imaginario profundo, una señal que permita revalorar este espacio publico, el aire infinito de este Mercado, centro de la vida de Chillán. Aquí se trata de valorar estos gestos de centenares de hombres y mujeres que ofrecen variados productos haciéndole un guiñó a la economía formal. Desde las carretas que descendían a la ciudad cargando productos básicos para la sobrevivencia tanto de los que ofrecían como para los que adquirían, con su bajada a la ciudad también cambiaban la cotidianidad de la ciudad y su entorno devenía en eterno movimiento de voces y ecos que se incorporaban directo a la matriz de nuestra identidad, en efecto los vendedores de Carbón, Hojalateros, Afiladores, vendedoras de Artesanía, vendedores de Fruta, vendedoras de Zuecos, vendedores de Papas, las conocidas Cocinerias y las tradicionales Picadas, junto a la Talabartería, la Espuelería, los Tallados, los Tejidos, las Chupallas, los conchenchos, nacidos al interior de este lugar, todos ello han diseñado por décadas la trama de nuestra cultura profunda. En la memoria de la sociedad chillaneja que asumiendo suya esta cañada subvertía porfiadamente la vida cotidiana, allí nos hemos encontrado en lo que “somos” una cultura de la precariedad y solidaridad, de la escasez de medios para atender sus necesidades básicas, experiencia de intemperie... de periferia. Sin embargo esta historia del Mercado se ha gestado al interior, en el subsuelo de la trama social campesina y popular y desde allí ha respirado una estética y ética, que se ha nutrido de lo cósmico, lo humano, lo divino; una narrativa que ha exaltado una multitud de voces y pensamientos que hacen del espacio Mercado una plaza soberana.


Cada uno de los textos solicitados fue escrito a luz de diversos diálogos sostenidos con los autores y también de múltiples miradas desde la Antropología, la Historia, la Poesía, la Teoría del Arte, la Semiótica, la Arquitectura etc. Cada autor trascendió las exigencias propias de su oficio para entregarnos una mirada seductora y enriquecedora del Mercado a todos ellos nuestra admiración y gratitud. Nuestro reconocimiento al Poeta Gonzalo Rojas quien nos inspiró y motivó parte esencial de este proyecto, tanto sus ideas y percepciones nos fue de gran ayuda, junto a sus oportunos consejos. Nuestra gratitud al Historiador Alejandro Witker quien nos abrió su archivo de manera generosa, concediéndonos valiosa información que fue de gran apoyo. La visión corpórea y textual destas imágenes son obra de la fotógrafa Paola Ruz del Canto que contribuyó en cuerpo e imagen a crear una poética del mito visual de éste Mercado, a Luis Arias que nos aportó con sus grabados y miradas, a Patricio Contreras quien contribuyó en el diseño del libro. A todos ellos: los señores y señoras del Mercado quienes nos abrieron sus recuerdos y relataron sus historias, reconstruyendo la trama de esta epopeya del Mercado de Chillán.

Fidel Torres Pedreros.


RESEÑAS BIOGRÁFICAS Juan Gabriel Araya Grandón, (Iquique, 1937). Investigador y profesor de Literatura en la Universidad del Bío-Bío. Autor de libros de cuentos, novelas y obras teatrales, entre los que destacan Iniciaciones y Fantasmas; 1981: entre el fulgor y la agonía y Detrás de los árboles, escrito en coautoría con Jaime Giordano. También ha incursionado en la poesía Memoria del tiempo y Volcán Chillán. Ganador de innumerables concursos literarios como el de la Cámara Chilena del Libro (Novela) y el de Diario El Mercurio (Cuento). Juan Gabriel Araya es Premio Municipal de Arte en Chillán y conferenciante en prestigiosas universidades nacionales y extranjeras. Es autor de la novela Primera Dama (2005), Ediciones Universidad del Bío-Bío, el ensayo Nicanor en Chillán (2000), Ediciones Universidad del Bío-Bío, y del libro de Poesía Cerrojos (2008) Editorial Simbiosis. Sergio Hernández Romero, (Chillán, 1931). Poeta de la Generación del 50, ensayista, Profesor de Estado en Castellano del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, postítulo en la Universidad Central de Madrid. Profesor de Literatura de la Universidad del Bío-Bío. Miembro de la Academia Chilena de la Lengua, es autor de varios libros de Poesía, entre ellos: Cantos de Pan (1959), Registro (1965), Ultimas Señales (1979), ¿Quién es quien en las letras chilena?, Quebrantos y Testimonios (1993), Adivinanzas, (1998) y su meritoria Antología Sol de Invierno (Ediciones Universidad del Bío-Bío, 2002). Creador, además de valiosos ensayos como Don Ricardo Latcham (1989), Pasión y espíritu de Gabriela Mistral (1989), Visión Diacrónica de la Experiencia de la Vida en el Arte (1989), La trayectoria de Pablo Neruda , Nicanor Parra, poeta popular (1990). Premio FECH (Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile) Santiago, 1954. Premio Municipal de Arte, Chillán, 1968. Premio Regional de Arte y Cultura, 2006. Rodolfo Hlousek Astudillo (Chillán, 1977). Estudiante de Periodismo y Licenciatura en Comunicación Social, Universidad de La Frontera, Temuco. Autor del libro Salón de Primavera (2007), investigación sobre arte. Es incluido en Poemics, poesía contemporánea en cómic (Ediciones Conmoción, Santiago, 2007). Publica Persistencia del Alba (Editorial Ripio, Santiago, 2007). En la Antología Riesgo País (Ediciones Alquimia, 2007). Revista electrónica de Perú, Remolinos. Reportero del Diario La Discusión (Chillán) en el Suplemento Cultural del día domingo. Colaborador permanente del sitio electrónico www.letras. s5.com. Co-organizador del encuentro nacional de poesía Chillán Poesía. Ha sido miembro del taller de poesía, Fundación Neruda, zona sur, con el antropólogo y escritor, Clemente Riedemann. Su obra ha sido estudiada en Alemania a través de la tesis titulada Poesía Joven en Chile y Alemania: Encuentro Nacional de Poesía Riesgo País (Valdivia, 2007) y German International Poetry Slam (Berlín, 2007). como ponencista en el Primer Congreso de Literatura chilena del Siglo XX, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. El 2001 obtuvo el Premio de la crítica en el XXIII Concurso Nacional Arte y Poesía Joven, Universidad de Valparaíso. Roberto Hozven Valenzuela. Se doctoró en Sicología literaria en la Universidad de Paris. Estudió con Roland Barthes en la École Practique des Hautes Études, Paris. En Chile estudió en la Universidad de Concepción y de Chile. Es profesor titular en la Pontificia Universidad Católica de Chile, y ha ejercido cá-


tedras en propiedad en las Universidades Católicas de América y de California, Riverside, Estados Unidos, universidades en las cuales dirigió varias tesis doctorales. Autor de El estructuralismo literario francés (Universidad de Chile, 1979), En la Universidad de Concepción publicó su estudio El análisis estructural del cuento popular chileno. También ha publicado el Ensayo chileno como forma alegórica de la identidad nacional: desde 1930 hasta la actualidad. Otras publicaciones son: Pedro Lastra o la erudición compartida, México 1988; Octavio Paz. Viajero del presente, México, 1994; Otras voces. Sobre la poesía y la prosa de Octavio Paz (editor).California, 1996. Carlos René Ibacache Ibacache, (Valparaíso, 1924). Profesor de Castellano, Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile., ejerció en la Escuela Normal de Valdivia y en la Universidad Técnica del Estado, de la misma ciudad (1948-1973). Posteriormente, se integró a la Sede Ñuble de la Universidad de Chile. Ha escrito las siguientes obras: La enseñanza de los ramos humanistas en la Educación Tecnológica Superior (1965); Florilegio (Antología, 1982); Contacto Literario (Antología, 1983); Los días de la memoria (Crónicas, 1985); Cervantes y su legado paremiológico (Ensayo, 1985); Evolución del lenguaje galante (Ensayo, 1986); La palabra perdida (Ensayo, 1987); Presencia de Gabriela Mistral en Chillán (Ensayo, 1989); Adolescencia y Poesía (Antología del Colegio Concepción, Taller Literario) Primer Tomo, 1990 y Segundo Tomo, 1994; Añoranzas del medio siglo (Crónicas, 1996); Escritores normalistas chilenos (Antología, 1998) y Pentagrama Literario de Chillán (con su ensayo La educación y sus perspectivas para el siglo XXI, en coedición con otros cuatro autores, 1998). Sonia Cristina Montesino Aguirre, (Santiago, 1954) Estudió antropología en la Universidad de Chile, Doctora en Antropología de la Universidad de Leidenen Holanda 2006. Actualmente, es profesora asociada del Departamento de Antropología, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Chile. Es titular de la Cátedra Género de la UNESCO con Sede en el Centro Interdisciplinario de Estudios de Género de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile.. Es editora de la Revista Chilena de Antropología, Departamento de Antropología, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Chile. Es Directora del Magíster en Género y Cultura, Mención en Ciencias Sociales y Humanidades, Facultad de Ciencias Sociales y Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile. Ha publicado ensayos y obras de ficción y numerosos artículos. Se ha dedicado al estudio de las identidades de género y étnicas, así como a las relaciones entre antropología y literatura. En 1992 la Academia Chilena de la Lengua le galardona con el Premio Academia por su libro Madres y Huachos, Alegorías del Mestizaje Chileno. En 2005 recibe el Premio Altazor en la categoría ensayo por Mitos de Chile: diccionario de seres, magias y encantos. Marco Aurelio Reyes Coca, (Santiago, 1940) Profesor de Estado en Historia y Magíster en Educación, Decano de la Facultad de Educación y Humanidades de la Universidad del Bío-Bío, es autor de la obra Breve Historia de Chillán, Ediciones cuadernos del Bío-Bío, es Premio Municipal de Arte 1988.Autor de numerosos artículos de su especialidad y en la prensa regional mantiene una constante producción de crónicas de historia y costumbres.


Ramón Riquelme Acevedo, (Concepción, 1933), Poeta de la generación del 60, ha sido incluido en la antología Treinta años de poesía en Concepción (Selección de Jaime Giordano y Luis Antonio Faúndez en Atenea: Julio-septiembre de 1965, Año XLII, Tomo XLIX). Aparecen allí sus poemas: La sopa de los domingos, Réquiem, Sexteto en tres movimientos, Los castigos y Anulación del sueño. El mismo año aparece su folleto Pedro, el ángel (Colección “El Maitén”, 9, Concepción, 1965).La Revista Arúspice publica, en 1967, Mano alzada, Voz lenta, Stacatto y Hotel de France (Números 5-6). Un breve libro, Obituario, se publica en La Serena (1971), con los siguientes poemas: Obituario, Suciedades, Desencuentro, Masacre, Autocrítica y Tercio. En 1973, publica poemas en la Revista El Muro, editada en la cárcel de Chillán. Es autor de los libros el Jinete Azul, Tango, Los Días Oscuros, Instalaciones, Seis Poetas, Los días de la Ceniza. Gabriel Salazar, (Santiago, 1936) Premio Nacional de Historia 2006. Estudio Historia, Filosofía y Sociología en la Universidad de Chile(1960) entre los años 1977 y 1984 realizó su doctorado en Historia Social y Económica en la Universidad de Hull, en el Reino Unido. Desde 1985 se ha desempeñado como investigador y profesor en distintas Instituciones académicas y universidades chilenas, se desempeña como profesor del Departamento de Ciencias Históricas de la Universidad de Chile. Es autor y coautor de numerosas publicaciones. Entre sus libros destacan: Labradores, Peones y Proletarios (1985); Violencia Política Popular en las Grandes Alamedas (1990) Los intelectuales, los Pobres y el Poder, 1995), Autonomía, Espacio y Gestión, Ferias libres: espacio residual de soberanía ciudadana (reivindicación histórica) 2006. Gonzalo Rojas Pizarro nace en Lebú el 20 de diciembre de 1917. Estudio Derecho y Literatura en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Fue profesor de Estética Literaria y Jefe del Departamento de Castellano de la Universidad de Concepción. Ejercicio la docencia en Utha, EE.UU. Alemania y Venezuela. En 1958 organiza los encuentros de escritores en la Universidad de Concepción. Fue diplomático en China y Cuba. Ha Recibido numerosas distinciones: Premio Sociedad de Escritores de Chile ,Premio Reina Sofía de Poesía de España, Premio Octavio Paz de México, José Hernández de Argentina, Premio Nacional de Literatura de Chile 1992 y Premio Cervantes de Literatura 2003. Publicó entre otros libros: La Miseria del Hombre 1948, Contra la Muerte 1964, Oscuro 1977,Transtierro 1979, 50 poemas 1982, Del Relámpago 1984, El alumbrado 1986, Materia de Testamento 1988, Desocupado Lector 1990, Antología de Aire 1991, ¿Qué se ama cuando se ama? 2000, Réquiem de la Mariposa 2001, Al silencio 2002, La palabra placer y otros poemas 2002, No haya corrupción 2003, Del loco amor 2004, Man Ray hizo la foto 2005, Contra Muerte y otros poemas 2007, del Agua 2007, Esquizo 2007.


Jorge Sánchez Villarroel, (Santiago, 1955). Profesor del Área de Comunicación de la Carrera de Pedagogía en Castellano y Comunicación de la Universidad del Bío-Bío. Su área de investigación se centra en el uso pedagógico de los Medios de Comunicación y las producciones culturales (cine, teatro, documentales, comics, cortometrajes). Ha desarrollado estudios y labores de investigación en el campo de la estética, la literatura, la lingüística y la comunicación en el Bachillerato en Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile; en los programas de Magister en Literatura y Magíster en Lingüística (Universidad de Concepción). Es Magister en Ciencias de la Comunicación ©, Universidad de la Frontera. Actualmente cursa el Programa de Doctorado en Semiótica de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Ha publicado trabajos en las áreas de Lenguaje, Literatura, Teatro y Comunicación en revistas universitarias nacionales. Es coautor del trabajo “Semiotic in Chile”, publicado en la Enciclopedia Semiotic Sphere. Topics in Contemporary Semiotics, editada por Thomas Sebeok en USA (1986). Rodrigo Vera Manríquez, (Chillán, 1979). Es Licenciado en Artes mención Teoría e Historia del Arte y Magíster (c) en la misma especialidad por la Universidad de Chile, donde ejerce docencia en el Departamento de Artes Visuales. También se desempeña como docente en la Escuela de Diseño de la Facultad de Arquitectura, Arte y Diseño de la Universidad Diego Portales, y en la Escuela de Educación de la Universidad Autónoma de Chile sede Talca. Sus investigaciones vinculan las disciplinas visuales con el ingreso de corrientes ideológicas en Chile durante el siglo XX. Actualmente cursa como becario CONICYT, el Doctorado en Historia en la Universidad de Chile. Alejandro Witker Velásquez, (Chillán, 1933), estudió en la Universidad de Concepción, Doctor en Historia por la Universidad Autónoma de Barcelona, Catedrático Universitario en Chile y México. Ex-director de Difusión Cultural de Universidad de Chile (Chillán) y Universidad de Concepción, director de Extensión Cultural, Universidad de Chile, Chillán (1967-1970), Director del Consejo de Difusión, Universidad de Concepción (1971-1973), docente en la Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco, México (1975-1985), profesor visitante en la Escuela de Historia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, México (1978-1984-1996), docente en Escuela de Periodismo, Universidad de Concepción (1993-1996), director de Cuadernos del Bío-Bío desde 1995, director del Taller de Cultura Regional de la Universidad del Bío-Bío, Chillán desde 1999. Autor de 25 libros y folletos sobre historia, política y cultura. Destaca la obra La Silla del Sol. Crónicas Ilustradas de Ñuble. Premio de Ensayo “Casa de las Américas” (1976), Premio Municipal de Cultura “Alfonso Lagos Villar”, Chillán Viejo (2003), Premio “Alonso de Ercilla” de la Academia Chilena de la Lengua, por el proyecto editorial Cuadernos del Bío-Bío.


ÍNDICE DE IMÁGENES PATRIMONIALES. 1-Feria de Chillán, Chillán, 1900. (M.R. Wright, s/folio) Archivo Patrimonio Fotográfico CENFOTO santiago. pag 29.

14- Feria de Chillán, venta de papas, Chillán, 1930. Archivo Museo Convento San Francisco. pag 51.

2-Vendedor de mote, 1950. Fotografía. Archivo Alejandro Witker. pag 30.

15-Plaza del Mercado, Chillán, 1930. Archivo Lionel Yánez. pag 55

3-Plaza del Mercado, Chillán, 1930. Archivo Juan Abarzúa. pag 31.

4-Vista General del Mercado, Chillán, 1900. Archivo Alejando Witker. pag 35

16- Feria de Chillán, Chillán, 1935. Revista Zig-Zag. pag 59

17-Feria de Chillán, Chillán, 1935. Archivo Museo Convento San Francisco

5-Plaza del Mercado, Chillán, 1920. Archivo Museo Convento San Francisco. pag 35

17-Mercado de Chillán, venta de paños Chillán, 1930 Archivo Museo Convento San Francisco

6-Plaza del Mercado, Chillán, 1920. Archivo Museo Convento San Francisco. pag 36.

18-Cocinerias del Mercado Puesto nº 1, alcalde Eduardo Contreras Mella invita a pintor Julio Escámez y al escritor Joaquín Gutiérrez, Chillán, 1972. Archivo Ernestina Nova. pag. 60, 61.

7-Vendedoras de cerámica Plaza del Mercado, Chillán, 1930, Archivo Museo Convento San Francisco. pag 40 8-Vendedoras de frutas Plaza del Mercado, Chillán, 1930, Archivo Juan Abarzúa. pag 41. 9-Feria de Chillán, Chillán, 1935. Archivo Museo Convento San Francisco. pag 43. 11-Vendedores de la Feria de Chillán, Chillán. 1935 Archivo Museo Convento San Francisco. pag 47 12-Panadería Viña del Mar, Chillán, 1920. Archivo Juan Abarzúa. pag 49 13-Bodega La Unión, Chillán, 1935. Archivo Alejandro Witker. pag 50.

19-Carretón en la feria del Mercado, Chillán, 1900 Archivo Museo Convento San Francisco.pag. 68. 20-Plaza del Mercado 1950. Archivo Iglesia La Merced. pag 71.

21- Familia Erna Soto, 1930. Archivo Erna Soto. pag 72, 73.

22- Familia de Luís Valdés, Chillán, 1950. Archivo Familia Luís Valdés pag. 75

23 -Familia de artesanos en Hojotas. pag. 76 24 -Familia de Maria Ortiz con Núblense 1970. pag.77


25- Vendedor típico de mote, fines del siglo XIX. Museo Histórico Nacional. pag. 78 26-Reinas de la Feria de Chillán, Chillán, 1970. Archivo Ernestina Nova. pag. 80, 81.

27-Carretones en calle Arturo Prat, Chillán, 1900. Archivo Juan Abarzúa. pag. pag. 83. 28-Misa en Plaza del Mercado, Chillán, 1970. Archivo Ernestina Nova. pag 84 29-Parroquia La Merced, Chillán, 1930. Archivo Juan Abarzúa. pag. 85 30-Homenaje a Ramón Vinay, Chillán, 1970. Archivo Ernestina Nova. pag. pag. 86.

31Homenaje a Ramón Vinay, Chillán, 1970. Archivo Ernestina Nova. pag. 88. 32-Homenaje a Ramón Vinay, Chillán, 1970. Archivo Ernestina Nova. pag. 89.


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