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Bill Cordovés. Hackshaw/González ¿construcción del doble? Una simbiosis sobre el cuerpo propio como universal
from Poetika1 número 4
by Paul Guillen
HACKSHAW/GONZÁLEZ: ¿CONSTRUCCIÓN DEL DOBLE? UNA SIMBIOSIS SOBRE EL CUERPO PROPIO COMO UNIVERSAL
Bill Cordovés
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Resumen
La relectura desprejuiciada de la obra performática de Yeni & Nan, despojada de significaciones feministas, ofrece perspectivas otras, las cuales no solo se limitan a las problemáticas de identidad femenina individualizada en el espacio globalizado, sino revelan un relato procesual de construcción del doble. En la política corporal del dúo de artistas performance venezolano, existía un concepto que pudiera ejemplificar las posibles desfiguraciones de personalidad y actitud ante el entorno urbano o paradisíaco: el hombre siempre pertenece a la naturaleza, porque todos los organismos provienen de la madre tierra, mientras el espacio civilizado es un ambiente que despersonaliza y subyuga a sus ciudadanos. De esta manera, el diálogo corporal e intelectual entre ambas artistas, durante su larga asociación laboral, propicia una simbiosis y quizá, una «posible» réplica de identidad.
Palabras clave: Cuerpo, corporalidad, performance, espacio, espacialidad, política, naturaleza, simbiosis, doble.
Mi arte es la forma con que restablezco los lazos que me unen al universo. Es un regreso a la fuente materna. A través de mis esculturas de tierra-cuerpo, me hago una sola con la tierra. Me convierto en una extensión de la naturaleza y la naturaleza se convierte en una extensión de mi cuerpo. Este acto obsesivo de afirmar mis lazos con la tierra es en realidad
una reactivación de creencias primigenias… una fuerza femenina omnipresente, la imagen posterior de estar encerrada en el útero; es una manifestación de mi sed de ser.
Ana Mendieta
Un organismo humano ha sido plagiado en otro y viceversa, sin violencia, como si su sangre y espíritu formara parte, desde el primer y segundo nacimiento, al otro soma: el aspecto constitutivo del hombre lo comparte toda la raza, pero el lazo cerebral entre dos individuos solo es único e irrevocable. Jennifer Hackshaw nació el mismo día que María Luisa González, por medio de una aventura fílmica: su iniciación como artistas performance entre una arboleda tropical. Margarita D’Amico grabó cómo la aguja, esa máquina habituada a la rutina doméstica, hilvanaba la figura de Luisa —Nan— sobre la sábana (1979). Antes del nacimiento, siempre el forcejeo entre capa protectora y salida hacia el umbral de la realidad resulta en un estado de complicidad, por la fuerza materna y el ciclo orgánico cumplido; pero esta vez, Nan estaba sola ante la barrera de hilos blancos y el exterior no apoya en el surgimiento de esta nueva criatura; entonces, el nacimiento es social. También a Hackshaw le ocurriría lo mismo: Jennifer —Yeni— fue encapsulada dentro de otra sábana gigante blanca, con cuerdas sujetas alrededor. Yeni & Nan, renombradas de esta manera después de su liberación, abandonaron su materia corpórea por otra materia espiritual: el cuerpo es un ecosistema social/natural; por ende, lo público entiende ese espacio biológico. La utilería casera —aguja, hilo, sábana— en cada performance, evoca ese intimismo femenino, que hizo raíces profundas durante la década del ochenta, como discurso de emancipación, exhibición del letargo del hogar y contradiscurso ante el pensamiento del patriarcado. Luego del ritual del nacimiento, la relación armónica entre cuerpo propio/público y naturaleza urbana o paradisíaca se intensifica, pero conviene ahondar un momento entre páginas olvidadas: el hecho de volcar sobre polaroid el ejercicio de la mano tensada que recibe
sin ánimo el cordel. Estas fotografías (1977) almacenan patrones de manualidad femenina, por vía del lenguaje simbólico: la cuerda se entrega desde el exterior y su sentido de materialidad expone una experiencia de imposición; una palma de la mano se ve ligada a la otra, de forma agresiva, forzosa; en ninguna medida, se diferencia de quién es ese miembro del cuerpo. Por ende, se instala como médula el concepto de que el territorio corporal es del dominio público y se resiente ante regímenes culturales: lo femenino, en su rol erigido por el machismo, descuella en un prototipo hogareño y rutinario. Es atendible, entonces, el furor hacia esa parsimonia del zurcir. La obra, por el sentido de representación, se puede colocar en una corriente ideológica feminista, pero lo portentoso de la muestra fotográfica es el primer intento de borradura corporal: ¿Hackshaw reúne sus manos en forma dolida?, ¿González no desea cordel ni aguja?, ¿son los dedos entrelazados de ambas que resisten la añadidura textil? La relación psicofísica de Yeni & Nan no se inaugura en tales tachones corporales, sino en dimensión hacia el cuerpo universal integrado a su paisaje urbano o natural: estas borraduras son un mero ensayo de pesquisa sobre la feminidad, que obviarán en sus desplazamientos por la espacialidad simbólica del útero y el hostil medio salino, con reminiscencias oníricas y surrealistas. La absorción de una por otra ocurre sobre la primitiva sustancia conceptual, heredada de la vanguardia anglosajona, aunque se recrea en el territorio venezolano de acuerdo con las situaciones sociopolíticas epocales: Zerpa y Ettedgui viabilizan ese acápite conceptual. Pero Yeni & Nan no incurren en apropiaciones discursivas ni en crítica hacia las instituciones estatales, aunque la exhibición de moldes sociales preocupantes en la plaza o galería había dotado de salud el arte venezolano: era salido como de todo registro ordinario. ¿Por qué no un escenario normal? ¿Por qué la autocrítica hacia sus proyectos? ¿Esto es vanguardia? Quizá eran preguntas comunes entre el público y la crítica. El fenómeno de la performance lastimaba la relación espectador/escena: la galería en este momento funcionaba lo mismo como banquete bacanal, diálogo frontal entre artista performance y público, lectura de manifiestos vanguardistas, espacio para razonar en conjunto, etc. La escena teatral también se
estrenaba en campos del arte de la vanguardia europea, aunque el cuerpo politizado de la nación ha estado presente como un fantasma en cada instancia. Por eso, Yeni & Nan aparecían en esas dos décadas convulsas, primero adheridas a los apuntes de su generación y después como artistas multimedios de colocación manierista, porque el tejido simbólico de su obra deglutía el regreso hacia la naturaleza y la integración del hombre en esta.
Circunstancia generacional/global
Cuando el animal pasivo es el artista performance, el público recibe una fortísima energía, en forma ascendente, desde esa timidez pérfida hasta una agresividad inusual: Abramović ensayaba su cuerpo como público, mientras el morbo primero por el arma blanca, que puede ocasionar también la muerte, se ajusta en esa pasividad de los convidados; pero el gusto por el arma real se extiende luego de probar la blanca (1974). En ciertos ejercicios, Marina Abramović había desmantelado, durante la década de los setenta, el ideal de público civilizado ante la escena, por medio del morbo y la autoagresión, en donde la presentación violenta de la humillación sexual femenina o el estado de límite humano (1974) se ubica en una apetencia de goce estético morbosa. La autoagresión, como primicia de victimario de uno mismo, ha estado ligada al arte de la performance largo tiempo. Aún hoy se reproduce este método en salas de galería. Esta corporalidad dañada por sí misma ha presenciado el fenómeno de espectacularización del arte y su motivo de provocar el público se ha naturalizado. Pero bajo las circunstancias de los setenta, era un ejercicio de liberación, ruptura de paradigmas y relación sin mediadores del artista con su público. Igualmente, la construcción del ritual en la performance pertenece a esa práctica asidua y otras. El entramado de liberalidad artística recibido por Yeni & Nan, durante sus estudios y estancia en el viejo continente, se traslada en el acto de nacimiento, aunque la explotación del medio
audiovisual en su obra no se troncha, porque el deleite por la excesiva documentación fotográfica y experimentación de los sentidos visuales de la performance, cuando se escolta con el videoarte, define su estética. Pero el proceso de construcción de una figura mediática o sexualizada, como sucedió con Zerpa, Abramović, o Gómez-Peña, no fue encausado sobre el dúo de artistas performance, porque el sujeto habita con su desnudez el espacio terrenal, desde su nacimiento hasta la defunción. El vestuario es un mero ejercicio civilizatorio; un cuerpo humano al desnudo siempre se integra sin obstáculos a su entorno natural. Esta visión artística propuesta por Yeni & Nan las convierte en precursoras del arte ecológico latinoamericano, en oposición a Ana Mendieta, que perseguía, con su cuerpo expuesto a condiciones naturales hostiles, el rastro de humanidad, devenido ritual y adaptación darwiniana. También Mendieta, durante sus ejercicios de hibridez conceptual-performática, ahondó (1972-1980) en el sacrificio animal y el culto religioso afrocubano, mientras Yeni & Nan direccionaron su poética hacia una tesitura ancestral americana y orientalista: el ritual satánico o de participación colectiva, en cierto aspecto demoníaco, como en Kenneth Anger o Hermann Nitsch, no preocupaba ni a Mendieta ni a Yeni & Nan, porque el hombre en su vínculo con la naturaleza, se fortalece y sana a cada paso, por medio de la conciencia de que su cuerpo pertenece a ese estadio universal. En cambio, el tránsito hacia ese progreso es distinto entre Mendieta y Yeni & Nan: la artista performance cubanoamericana asciende por ausencia y territorio habitado, lo cual recuerda ese instinto animal de posesión sobre el lugar descubierto, en donde se reposa después de la caza. Ciertamente, es atrevida esa comparación con el hombre moderno: un animal que se desplaza sin descanso hacia un ambiente menos agreste, pero que nunca abandona la oportunidad de dejar constancia de su huella en el espacio. Ello recuerda el nomadismo inicial humano, como alegoría de que el hombre aún persiste en sus caducos patrones de conducta animal. Por eso, la adoración politeísta en diálogo con actos paganos se entrelaza sin trabas. Al final, Mendieta confeccionó un proyecto de integración con la naturaleza artificial o real, en modo político y crítico, así como una apropiación
del ambiente hostil natural en favor de desalojar el ideal común de sala de galería en el público visitante y exponer que todo espacio humano es también selvático y riesgoso. Sin embargo, Yeni & Nan evolucionan por espiritualidad, sin repercusión sobre la naturaleza, porque sus cuerpos son obra de la fecundidad humana: el útero, referido en la cultura machista solo para la gestación fetal, aquí se descoloca y se abre paso hacia un discurso universal, de estirpe ancestral. Tanto como el hombre, animales y árboles pertenecen por igual, sin distinciones de ninguna índole, a la madre naturaleza. El arcaico signo insondable no desea resolverlo Yeni & Nan, porque saben que es una misión fallida. El dúo de artistas performance venezolano entiende la esencia misteriosa natural y solo exhibe sus cuerpos, en una relación fraternal, como la utilería sobre el espacio agreste: el nacimiento es sumamente doloroso para la madre, aunque culmine en una alegría abrasadora; Yeni & Nan desean soportar el escozor de su madre. Las huellas de ambas no les interesa; solo importa cargar a cuestas los sufrimientos del parto. En el concepto de que cada cuerpo humano es universal y la naturaleza nos convoca, Yeni & Nan se apartan de las concepciones estéticas de la época y se vuelcan sobre un arte de la performance con una cadencia romántica, aunque la autoagresión se visualice en sus bolsas de agua como líquido amniótico y el ritual de nacimiento se considere dentro de los límites de una ideología feminista. Igualmente, comparten con Mendieta, el redescubrimiento de geografías naturales, con un sabor paradisíaco o extraño.
Plagio de identidades
El acto de la duplicación de una identidad entre individuos de un mismo sexo ha sido violentado por el aspecto de la homosexualidad: las aguas sobre el espejo de Narciso han grabado una pauta de morbidez. Pero en la danza-teatro, cuando el bailarín o el actor se desentienden de su cuerpo, porque comprende que su materia corpórea ahora incumbe a su otro compañero, desautoriza esa condición sexual esquematizada. También Bergman había significado
esa identidad plagiada con la dolencia de la posguerra (1966): cada anomalía en directrices racionales es obra del estado de quietud. Ciertamente el morbo, causado por ese infante criado como espectador del escozor posbélico, entrama una región simbólica fatídica. Igualmente, la expresión facial teatralizada en Vogler, que evoca Duncan con sus movimientos trágicos de añoranza griega, se contrapone a su reproducción cinematográfica, Alma; el director sueco ha descolocado el punto de morbidez con otro superior: la apetencia por las lesiones emocionales humanas. Entonces, ¿la identidad compartida ha devenido en imagen sexualizada? El insomnio del ciudadano, provocado por el pánico dictatorial en Latinoamérica, ha repercutido fuertemente en la cimentación de identidades de grupo dañadas, aunque hubiera acabado el período de poder; es decir, que la trepidante sospecha de una pérdida posible ha delineado ese síndrome de vigilia constante, porque cuando se ha naturalizado el crimen, el sosiego resulta en un espacio de caos. Por tanto, la colocación del colectivo dañado frente a esa espacialidad de templanza concluye sobre el acto político: la sanación en conjunto constituye en su desplazamiento, la performance de multitudes, con una misma voluntad e identidad. Si se recuerdan sucesos violentos o genocidas, como la Masacre de Tlatelolco, la revisitación del territorio en donde hubo alguna vez, sangre de estudiantes por doquier, encarna la obligación ciudadana de corporizar el acto de aniquilación, a través de la acción colectiva, como evidencia de cortaduras y deudas históricas (2018). Paradigmas dentro de esa puesta en acción de activismo político, en favor de la exposición de los estragos del proceso dictatorial, son las Madres de la Plaza de Mayo y el Colectivo de Acciones de Arte (CADA). En estos ejercicios performáticos, no importa la individualización de personalidades ni concientizar la condición de acción colectiva en el público participante y espectador, porque el acto político se ha desenvuelto como el propio acto cultural; por ende, la resistencia grupal ha signado un proceso de identidad social; o sea, permanece en suspensión la categoría de individuo: pervive solamente un pensamiento por el colectivo. Entonces, también sucede la borradura de identidades por el peso de la historia sobre las espaldas.
Anna María Mazzei define en su tridimensionalidad saciada de corporalidades etnográficas o políticas en suspensión, que la iconografía, por antonomasia, de la lucha antidictatorial latinoamericana ha estado escenificada en el rostro infantojuvenil masculino, en blanco y negro, choqueado o vapuleado por la fuerza policial (2002). En cierto sentido, la superposición y repetición del mismo rostro joven sobre los chalecos antibalas replantea la identidad visual y política de estas agrupaciones. También el imaginario concedido de las convulsiones culturales, ocurridas en el territorio estadounidense, ha sido punto clave en el ensamblaje de liberación sexual y salida hacia la luz de sexualidades disidentes; es decir, que el aspecto de la revolución cultural ha sido estampado por el tópico de la mitificación. Son bastante consabidos los resultados valiosos de estas propuestas. Pero siempre lastima ese paradigma en quietud, porque la lectura simple es riesgosa, por motivo de ese esquema iconográfico fatídico. ¿Al final, el proceso de reproducción de identidades se recibe de forma negativa? Cuando la propaganda soviética había signado un patrón de héroe, el cuerpo esbelto del soldado en su vestimenta verde, que contrastaba con el fondo rojo intenso, se apoderaba de la puesta en escena ese protagonismo de comportamiento ideal: la mímesis ciudadana ha sido realizada, en cada período de guerra o posguerra, sobre una máxima de autoridad y exigencia histórica. Por ejemplo, la difusión de materiales fotográficos en la prensa sobre las atrocidades llevadas a cabo por los japoneses contra los americanos posibilitó ese repudio general en la población no participante en el campo de batalla. Toda construcción con una base ideológica o política manifiesta, que construye a su paso, un paradigma de colectividad, tiende a exámenes peligrosos para su público. Antonin Artaud (1938) mientras dialogaba sobre el hambre en el artista y el arte como infección, ya había visualizado ese espectáculo social en el que se desempeñaba el individuo moderno y su modernidad: se ha reproducido sistemáticamente la entidad política sexualizada y fetichista. La cuestión de identidad personal y colectiva ha sido colocada sobre la mesa de disección, innumerables veces, pero aún resulta más
filoso el plagio de personalidad, porque en el proceso de la pérdida de uno mismo por anteponer otro cuerpo y actuación, reside la debilidad de uno de los miembros. ¿Al cabo, una simbiosis pacta un desfiguramiento de personalidad? La relación patológica o enfermiza de dependencia entre seres humanos ha sido percibida en un marco de rol sexual de poder ante otro o carencia de afecto, pero la obra artística, que se instruye en la abyección, realiza sin escrúpulos, el desplazamiento por esas zonas oscuras y de vacío emocional. Wenders, adaptado a la sangre romántica alemana, descorría en su cine la soledad social bajo el umbral de la americanización; por ende, no es en balde que dos hombres (1976) —uno con tendencia hacia el suicidio, por mal de amor, y el otro con el ojo escurridizo del voyeur social— actúen como residuos marginales de una nación en estado de reconstrucción, lo cual beneficia esa plática entre cuerpos masculinos desamparados. El director alemán juega bajo las reglas del naturalismo, para fotografiar en crudo a la sociedad, pero siempre la cepa romántica en su exposición fílmica, propicia esa marcha hacia la nada pueblerina, en favor de recopilar, al estilo de los episodios poéticos, la vitalidad histórica de edificaciones y habitantes comunes, engullidos en un progreso atroz. Entonces, el largometraje de ficción, rodado entre las periferias de la capital, expone que la identidad masculina también se deforma por relaciones de dependencia emocional con individuos de su mismo sexo, sin tener obligatoriamente algún parentesco sanguíneo; por ende, el territorio dialógico homosexual se destituye, porque ninguno de los dos personajes se ha interesado en una relación de corte carnal. ¿Pero el propio arte ha podido consumar esas uniones patológicas? Mientras el dióxido de carbono se disipaba en cada cuerpo, el discurso extremo-corporal en la performance, sellaba una marca de agua en la historia: Abramović & Ulay se sumergían entre zonas pantanosas del desfiguramiento personal. La deslegitimación de la otredad como círculo cerrado ha sido expuesta por el entramado antropológico y otras prácticas científicas, aunque corren a veces, el riesgo de la delimitación de fronteras viciosas, por motivo de su posición de estudio articulada entre discursos de representación
manipulados. También la pieza artística puede realizar en su búsqueda ese error, porque se ha dejado domesticar bajo principios de fetichismo cultural o etiquetas sociales. Pero cuando la otredad ha sido descolocada como patrón de comparación entre culturas y la retórica sociopolítica de lindes ha sido desgajada, el diálogo humano se construye sobre la plataforma de un cuerpo universal, volcado entre las nociones reflexivas de la nada simbólica, porque lo fijado se borra en favor de desaprender esas lecciones sociales tipificadas e inculcar el examen del vacío corporal y emocional aún existente entre individuos. Es decir, que la suspensión del sistema de categorías discursivas impuestas por el entorno social favorece el intercambio orgánico de experiencias vitales, mediante de una relación de exposición riesgosa de cada naturaleza humana, como aprendizaje entre organismos de que sus cuerpos no son meramente construcciones sociales, sino redes de extensión de la raza; por tanto, la otredad se nulifica. Como Abramović & Ulay se habían despojado de sus identidades, en apoyo hacia el proceso de resemantización del paradigma de otredad, se formaba una tipología discursiva del cuerpo propio como universal en el arte de la performance, ensayada entre ejercicios de autoagresión y otras prácticas rituales. El dúo de artistas performance serbio-alemán había descollado por los reiterados intentos de absorción de uno de los miembros por otro, a causa de que los límites entre personalidades se habían dañado, porque la simbiosis proporcionaba la muerte de ambas naturalezas sicológicas, para el desarrollo de una propuesta artística de pérdida de la individualidad en la sociedad. Por tanto, el desmayo de ambos, por la falta de oxígeno en los pulmones, despliega la asfixia de la otredad, porque se ha encarnado, en igual medida, las mismas características de identidad del otro. Entonces, no es esencial el otro hemisferio humano, por motivo de que se ha derogado la comparación entre individuos. En contraste, Yeni & Nan presentan la otredad nulificada, mediante de la simbología de la maternidad, mientras esa sociedad del espectáculo, que refieren Abramović & Ulay en sus trabajos, despersonaliza y subyuga a su sujeto, porque el efecto de domesticación es parte esencial del manual de vida en sociedad. Yeni
& Nan, descolocadas del discurso perimetral moderno, inician sus corporalidades en un estado de borradura e indeterminación corporal, porque el hábitat humano concibe el territorio corpóreo como la posibilidad de éxito, diversión, sometimiento o espacio político. Pero la humanidad se ha desentendido de la espiritualidad y calidez que puede ofrecer también el cuerpo. Por tanto, la concepción romántica sobre la naturaleza del cuerpo se desubica del incipiente relato de la posmodernidad: se entiende que la liberalidad corporal resulta ciento por ciento en contra de políticas culturales de reclusión, así como de las ideologías religiosas moralistas y regímenes patriarcales. Es innegable, pues, que el arte, provocado por esas llagas, se hilvane sobre la infección y el escozor del individuo, hambrientas de contagiar a otro; por tanto, la línea conceptual, dada por Artaud, incurre en los ochenta, como aseveración de que las convulsiones sociopolíticas son el alimento fundamental para el ejercicio del arte. Entonces, la confrontación corporal entre Abramović & Ulay, acontecida sobre la recreación de signos patológicos humanos, propone el vicio moderno de duplicar el mismo paradigma de convivencia extraña en favor de la supervivencia; es decir, que la persona corriente —en la constante del diseño económico moderno— margina a su conciudadano inferior, por el beneficio de la resistencia y el lugar de posición. Por eso, el dolor explícito, como acto de desobediencia y sacudida de simbologías sociales en metamorfosis, revela las hendiduras y el descontento de la época. El dúo de performers serbio-alemán expone los martirios del individuo, mediante del sometimiento del cuerpo bajo las políticas de poder hegemónico: una corporalidad humana enfrentada a otra, en reiteradas ocasiones, con la intención de probar cuál es el soma que resiste la violencia de mejor forma, sitúa el diálogo oculto de esa antigua costumbre de lucha por el poder, como aparato riesgoso de la sociedad, que se disfraza en prueba. Por ende, la artista serbia se ejercita en el golpe seco y duro hacia el hombro de su pareja, de manera mecánica; tal pareciera dirigida la acción bajo un orden externo: aquí la otredad ha sido cortada desde su raíz, porque la despersonalización y automatización del ser humano se prefiere antes que aliviar sus dolencias. Entonces, el dúo es un residuo simbólico, en cierto grado,
de los dilemas y las estrategias de la sociedad moderna, que se abre paso hacia una época de contenidos comunicacionales globalizados y fragmentarismo artístico. Pero Yeni & Nan no convidan en sus ejercicios, a esa podredumbre harto conocida de la modernidad, sino confeccionan un trayecto ascendente de corporalidades encontradas con geografías indómitas; por eso, la materia somática se erosiona ante los desplazamientos de la madre tierra: la intervención dañina humana no sucede en la performance, porque el ambiente es quien escorza los riesgos para las artistas multimedios. La unión patológica tampoco se posiciona como eje discursivo, puesto que las conexiones estelares ancestrales y paganas relatan la pertenencia del hombre a su ecosistema y el hábito de este por el cuidado y adoración de los elementos naturales. Si se concibe que el espacio corporal es decisivo para la ventilación de recientes políticas culturales, entonces, se visualiza la postura manierista de las artistas, por rechazar el peso contemporáneo de las movidas artísticas y desentrañar, a lo largo de toda su obra, el paisaje agresivo en diálogo con la biología humana. Ello signa, en su final, una metáfora manierista: el ser humano aún no ha resuelto sus problemáticas de comunicación con la fuente primigenia, sino que la ha domado para sus fines. Una versión reduccionista y tendenciosa colocaría ambas performers en un escenario de ecofeminismo y denuncia ambientalista. Aunque sea real esta propuesta en algunas zonas discursivas, la performance no arrastra hacia axiomas replicados de boca en boca, sino dirige su atención por los signos ecuménicos de reinterpretación y reintegración del hombre con su espacialidad creacional sagrada; es decir, que el dúo venezolano se introduce, de manera álgida, entre disímiles escorzos del terreno amniótico, en búsqueda de equiparar el dolor de la madre tierra. Por ende, la identidad plagiada no se retuerce en los procesos de sexualización o resignificación social, sino el arte de la performance lo traduce, de forma sana. Al cabo, Yeni & Nan exhiben fehacientemente el regreso hacia sentidos orgánicos de interacción social, porque uno/a se ha despojado de su ejercicio de civilización y logra con eficacia, el saneamiento del cuerpo, en materia espiritual, por vía del enlace directo con la esencia mítica
natural. Entonces, la absorción de una por otra se realiza, a causa de que todos los seres humanos somos obras de la naturaleza. Sin duda, este despliegue artístico connota ciertos sentimentalismos. Pero el aspecto procesual de la performance bajo ese paradigma se define de modo complejo, porque la exposición del deterioro humano en los ochenta, ofrecido desde el territorio corporal, se hace acápite fundamental para el discernimiento de la evolución sistemática de las sociedades capitalistas. Como se había indicado ya anteriormente, Abramović & Ulay explotan esos hemisferios políticos hasta el desgaste del paradigma, pero lo difícil de verdad, hasta la luz de hoy, es el aislamiento y concentración del contenido corporal humano en favor de la plática de espiritualidades humanas y vegetales. Es indiscutible que la relación psicofísica, que ambos ejercicios defienden, registra múltiples dificultades en su proyección, porque el plagio de identidades, tras acto seguido, el proceso de simbiosis, coloca una ritualización de la performance y un diseño de expresiones corporales dialogantes en todo instante. Por eso, la performance incurre en la desposesión de corporalidad y mentalidad propias, como iniciación en prácticas representativas del trauma o vuelta hacia concepciones primitivas humanas. De modo general, el desfiguramiento de personalidades, en cierta medida, es un proceso desgarrador y patológico: aunque existan vías dóciles u oscuras para su resultado, siempre se habrá domesticado regiones del raciocinio y actitudes del otro. Entonces, el dúo serbio-alemán había asimilado en su proyección, la puesta en acción de la retórica discursiva dolorosa del trauma moderno, iniciado en la época posindustrial, mientras Yeni & Nan entroncan sus entes espirituales hacia las raíces ancestrales americanas.
¿Construcción del doble?
Un cuerpo en presencia de otro, un cubo de nylon cubriendo cada espacio de oxígeno, dos leotardos de color negro (1980), son el territorio de la performance: el espacio urbano, erigido por obra
del hombre, convida a ese debate entre artificialidad material y humana. Pero el nylon, como red de opresión, exhibe la falta de comunicabilidad entre individuos, porque la presencia de dos cuerpos en contacto directo, sin artefactos comunicacionales, revela la incapacidad del hombre contemporáneo en dialogar abiertamente con otro. Por ende, la convivencia entre ambas corporalidades femeninas, aisladas socialmente, supone la interacción orgánica de dos organismos humanos y su adaptación al medio hostil. Cuando el dúo de performers comprende la conducta de cada uno de los miembros, realiza en armonía, la confrontación corporal contra la espacialidad plástica. Entonces, el lugar, construido de materiales artificiales, ha sido abierto por la diáfana conversación de iguales. En esta performance, se fragua el umbral de esa gracia aterradora de la simbiosis, porque la coexistencia entre ambas artistas, bajo regímenes sociales agresivos, abre paso para el examen severo de la naturaleza urbana: el ecosistema humano ha marcado pautas de conducta social, como vías de poder regulador del orden, pero el propio sistema económico moderno no propicia la interacción sana con otros individuos; por eso, la actitud primitiva de relación social se construye como dispositivo discursivo subversivo, que amplifica la desconstrucción política sobre el cuerpo femenino. Luego de esta acción, la borradura de corporalidades entre Yeni & Nan sucede por la línea blanca, que atraviesa cada zona corpórea de las artistas (1981), en una desnudez de órganos genitales y musculatura, la cual fortalece su ejercicio de espacio compartido, como pérdida de la identidad corpórea ante el otro, porque al final, el cuerpo es una construcción carnal, que ofrece el mapa existencial de la persona, pero depende enteramente de su ecosistema. Ello visualiza la desarticulación del universo corporal moderno, al cual se le atribuye patrones públicos y radiaciones del mercadeo y el libre comercio, pero al cabo, no consigue su liberación de los contenidos socioculturales represivos. Tampoco el discurso posmoderno complace con este acto, porque la tipología corporal ciborg y otras exhiben un artificio de liberalidad, aunque de verdad, presuponen otra dominación sobre el cuerpo. Por tanto, lo sano compromete, como en épocas anteriores,
a la naturaleza y a su esencia insondable: se presenta, a lo largo de la alfombra blanca, esos organismos, en leotardos negros, realizando los mismos movimientos y en igual energía, manifiestan el diálogo con el público visitante. La relación dependiente no se explicita, porque la sala de la galería —intervenida con diapositivas, sonido y acción corporal— se condiciona como área de despersonalización del artista: el solo hecho de la muestra de alguna pieza, en un salón de arte, convoca hacia contenidos de canonización y no exactamente humaniza a su individuo representado; por eso, también la privatización de la obra artística contiene ese desprendimiento del ser humano de su materia espiritual. Entonces, Yeni & Nan, con su acción de borraduras, se agregan a ese engranaje de frialdad, porque la existencia corporal no importa, sino el residuo artístico para la galería. Si se examina con calma, las performances del dúo en espacios urbanos, se advierte que siempre pervive un acto de soledad explícito, porque en sí el público visitante no se incluye en la simbiosis, que realizan las artistas. Ello parece extraño en cualquier marco conceptual, porque la performance fue pensada para la interacción frontal con el público. Pero si se bosqueja los ejercicios de ambas artistas, el concepto de integración del hombre con el medioambiente, en forma responsable y entregada, deriva en que el público es solo una excusa de visualización: si en el cuerpo se simboliza a la humanidad, es ingenuo pensar que la multitud visitante es fundamental para el acto; por eso, el cuerpo propio como universal desautomatiza sus microhistorias de existencia sobre la piel, porque ya son innecesarias: en sus cuerpos se presenta toda la raza humana. Cuando el agua asfixiaba a cada performer (1981), las bolsas de agua como líquido amniótico edificaban ese paradigma del ritual corporal del parto, por vía del feto que también empuja para su salida del útero materno: el soma femenino ha estado condicionado, desde hace siglos, en su biología para la gestación, pero la presentación del interior amniótico no es una cápsula de arte femenino/feminista. Yeni & Nan retornan sobre su nacimiento social (1979), porque el leotardo blanco de su iniciación dentro del arte de la performance transita en esta pieza. Ambas artistas se renombraron con otro nombre ante la sociedad artística, pero habían nacido separadas: cada una debía
soportar el peso social e histórico de la época. El proceso de la performance había reincidido en el desfiguramiento de expresiones corporales propias, así que la ritualización del nacimiento, en territorio urbano, había ofrecido al símbolo del embarazo una cuestión política: cada cuerpo humano es fruto de la procreación; por ende, existen métodos y recursos para la asistencia del alumbramiento, pero el dúo de artistas performance emergería de esas aguas, como en su primera vez en la arboleda tropical, por medio de la fuerza interna, sin ayuda del medio exterior. En este ejercicio conceptual, Yeni & Nan reivindica la espacialidad simbólica del útero, porque el tabú machista sobre la fecundidad materna se descose, a través de la presentación formal y desprejuiciada del vientre; ambas artistas, en los ochenta, propusieron otra lectura de sus piezas anteriores, de manera más consciente; por ende, esa intertextualidad tan directa entre ambas obras performáticas. Aunque el factor de resemantización no descuelga sus guantes aquí, Yeni & Nan, mientras evolucionan, siguen tramando sobre instancias anteriores. Ambas respaldan este ejercicio, como el sello de identidad del dúo, porque se define su línea temática general: la fecundidad humana como acto creacional natural, ligado a un estadio cósmico, que convoca la madre naturaleza y permite esa genealogía de la raza humana; es decir, que la maternidad se emparenta con una espiritualidad universal divina; por eso, al igual que la tierra procrea las grandes extensiones de especies vegetales y el agua beneficia esa vitalidad de los organismos, el acto de la maternidad, colocada sobre el tapiz del útero, deleita todo ese símbolo del ciclo natural. Por decir dos ejemplos: en el festín bacanal, en donde se edificaba un círculo de existencia perpetuo y a su vez, a ello se le asignaba esa energía sacrificial entre gestación cumplida y muerte, como puesta en práctica ritual de la renovación de las fuerzas humanas, también la fuente materna —la médula de la osamenta planetaria— sufre parecidos intervalos: cuando los agricultores mayas habían quemado grande parte de su población de árboles para la fertilidad y crecimiento favorable del maíz, esta técnica de incendiar a una especie por el beneficio del alimento divino significa ese orden de equilibrio natural, porque esos árboles se les debe respeto y adoración de sus
entidades espirituales: ellos son sacrificados por una causa mayor, pero estos volverán en otra época, iguales de frondosos y gigantes. Estas visiones del ciclo vital natural discurren al final, en que el sacrificio o sometimiento a escozores públicamente son atributos de la fertilidad pródiga de raíces de interconexión y profundidad espiritual. Es cierto que la presencia existencial de una especie vegetal es más extendida, en algunas ocasiones, que la del propio hombre, pero cada organismo posee la posibilidad de diseminar sus genes para la estabilidad y evolución de su comunidad, en el territorio eólico, acuático o terrestre. En un sentido concreto: la fecundidad de la naturaleza siempre es poderosa y piadosa, porque regulariza de forma general, el sistema orgánico de vida y la trasformación de materia inorgánica; verbigracia, el yacimiento de piedras preciosas o la familia de especies. Pero realmente, lo entrañable de la performance no es el diseño conceptual, sino la consecuencia de una simbiosis, brindada en la relación armónica entre gestualidades y emociones; también impresiona que el regreso hacia la tesitura del ritual de parto sea realizado por ambas: en cada performance de nacimiento, filmado por D’Amico (1979), no había una atadura espiritual entre estas corporalidades, sino un sentido político y artístico solamente. Por eso, el proyecto de revisitación involucra el desapego sobre el cuerpo propio, como efecto del lazo psicofísico entre somas femeninos que han aprendido la desestructuración de patrones de conducta y exposición social prestablecidos, porque la naturaleza no estipula posturas de poder sobre la otredad, sino que ensambla una red equilibrada de existencia entre especies. Durante el examen del hemisferio acuífero y eólico (1982), en donde el cubo, despojado de sus barreras artificiales, se reintegra a patrones oceánicos y pseudoceánicos, se define, de nuevo, la división «dialéctica del tú-yo», contrastados entre espacios urbanos y naturales: la silla, como artificio de la conducta humana ideal, se erosiona por el agua clorada y el agua marítima; el cubo, símbolo de perfección, se entreteje a la red de humanidad y su pensamiento de cuadratura; el leotardo negro y blanco, en las mismas pieles del acto de separación de personalidad y actitud (1981), supone la
superposición de artificialidad discursiva y artificialidad material. En ambos ejercicios, la silla ha sido anulada como objeto de polémica; en todo caso, se prescinde del medio objetual, por su condición política de civismo/servilismo social, porque el cuerpo, en estado de soledad, se retroalimenta, sin requisitos u órdenes externos, del ecosistema, ya sea adulterado por la mano del hombre o condicionado naturalmente. Entonces, la extracción del asiento o la eliminación de la barrera plástica en el cubo simbolizan el despojamiento del yo ante la otredad; o sea, el aspecto procesual de la performance resimboliza la identidad personal, en cada cuerpo entrelazado a otro, porque el medio corporal en la masa de agua clorada debe resistir a naturalizados períodos de falta de oxígeno, como alegoría de que, a pesar de la resistencia humana, la sociedad subyuga, con una fuerza extrema y opresiva, a sus individuos, mientras el territorio corpóreo sobre la arena de la playa danza con gracia hermosa y aprecia en sus brazos, las corrientes del aire: el cuerpo brindando sus energías hacia el entorno costero, en un proceso de retroalimentación, revela esa espiritualidad de templanza. Al final, este ejercicio de dicotomía no solo responde a la individualización de ambas personalidades, sino también al deslinde de los espacios espirituales humanos: cada conducta dentro o fuera de esa agua clorada o náutica se preside por las convecciones espaciales, como delimitación de fronteras entre el yo-desnudado y el yo-artificial. En seguida del análisis de la textura corporal propia probada ante el paisaje agresivo, Yeni & Nan lucen sobre sus corporalidades, gradaciones del barro, con las cuales desenvuelven definitivamente, el arte de borrar sus cuerpos entre espacios humanos: la tierra, elemento natural cuyo territorio se anda y modela con los pies, abraza las conexiones corporales mostradas en las plantas. Si se piensa que la performance cuestionadora de las paradojas de identidad propia, en un orbe donde se desvanece las cualidades únicas del individuo común, es un mero producto de la experimentación (1982), la cuestión de desposesión se hace ineficaz: el ámbito comercial internacional, con su publicidad sexualizada, se había asimilado en el territorio latinoamericano, mediante el cartelismo pop y otras tendencias; por tanto, la disposición sobre el reciente ingreso del arte pop hacia el
espacio venezolano de la performance convoca a un rexamen de la táctica de presentación del acto. A finales del setenta, Marco Antonio Ettedgui coloca sobre el cuerpo artístico nacional un juguete políticocultural, ensuciado como siempre por su estrategia hegemónica de poder: la puesta en acción del consumismo y la banalidad de la estética corporal equilibrada ha edificado un paradigma de cultura idealizada sobre esquemas de desarrollo personal y bienestar en sociedad. Pero esa impronta no se asumiría hasta llegada la década del noventa; por ejemplo, con Argelia Bravo o Juan Carlos Rodríguez. Igualmente, Antonieta Sosa y Yeni & Nan habían escindido sobre esa máquina pop, aunque de forma conceptual y no especialmente estilizada o kitsch. Entonces, el dúo se había acercado, de modo temprano, a esa realidad virtual de representación humana (1983), porque el individuo desfigurado de su identidad entiende que su entidad corporal ahora, ha sido desmantelada, por causa de la concentración del territorio humano entre redes de comunicación: en un televisor, se proyecta el grito mudo de la identidad personal demolida; el barro, material principal para la fabricación de cerámicas, ejemplifica el acto de moldear la figura y postura del hombre, mientras en las máscaras del teatro del mundo se ahonda, porque el sujeto social ha sido representado como solo un medio objetual para el desarrollo económico nacional. Por eso, el traslado del elemento natural hacia el espacio de la galería funciona como otro tipo de sometimiento: la institución del museo o la curaduría también reconocen un discurso de opresión sobre la obra artística, puesto que se construye una nebulosa de idealización o majestuosidad acerca del artista y su poética, que pueden resultar en algunas ocasiones, engañosas; entonces, tan culpable es la sociedad que trabaja el hecho de exposición social del individuo como la institución museística y el mercado del arte que pueden modificar, o simplemente, desmantelar la obra del artista. En la performance, la secuencia de movimientos es sencilla, pero en un grado simbólico, parece hosca, y hasta vacua emocionalmente: ambas artistas se encuentran indistintamente sobre dos cajas, que contienen bastante tierra, y después, se reconocen con las manos y la cara agredidas por el barro seco; y en flexión
de rodillas, presentan esa interacción despersonalizada/robótica; sobre esa misma expresión de energía, ambas colocan en sus rostros, largos paños rojos, cuyo fin es fehacientemente la declaración del borrar corporalidad y mentalidad propias, como metáfora del hecho de desdibujar individualidades, en favor de rediseñar al gusto de los sistemas sociales, un orden ecuánime de desfiguraciones personales; solo queda en presencia frontal, esa realidad virtual, con ciertos rasgos del pop americano. Entonces, ¿es posible la construcción del doble? Yeni & Nan ya se habían deshabituado a sus regiones corporales individualizadas y normalizaban en su poética, el espacio somático como una pugna entre los discursos prohibitivos y el cruel progreso social, que conducen hacia la arcaica querella de privatización/ desprivatización sobre el cuerpo, aunque la propia historia en estas décadas, demostró la falta de privacidad del individuo sobre su entorno de interacción, así como la resistencia de minorías, por vía de su sistema somático, y la pérdida del cuerpo etnográfico, en beneficio del diseño de tipologías de género y sexo novedosas. Con esas problemáticas, Yeni & Nan documentan un entramado teórico de las convulsiones sociopolíticas de la época, por lo cual recolectan múltiples discursos posmodernos en su obra: esas cercanías con el land art y el arte ecológico, sin signos feministas; la desnacionalización del discurso cultural del país; la dimensión virtual como representación humana y su técnica de exposición de los contenidos corporales y racionales del individuo; la profunda cortina de intertextualidades propias y ecuménicas, etc. Con el fondo de todas estas constantes, uno/a piensa sobre las performances de orden político, por causa de esa burbuja paradigmática de los ochenta, pero el dúo venezolano reitera su posición manierista: al final, cada performance es una aseveración de escapismo intencionado. Si se razona en los aspectos procesuales, un ojo avezado se habrá topado con que la maqueta discursiva, en que se soporta cada ejercicio, es la exposición de la zona urbana como área de aislamiento y borrado de identidades; por ende, la naturaleza es un espacio de sanación espiritual y corporal, de intimidad con la fuente primigenia/ materna. Entonces, entre tanto despojamiento de individualidades
ocurre de cierre ese desprendimiento de mortalidad: sobre esa misma vertiente de Ana Mendieta (1977), la teatralización de encarnar el medio natural, de forma sublimada, o la práctica ritual, con instrumentos de la imaginería americana, repone la separación del medio corporal del dominio espiritual, porque el performer ofrece su hábitat somático para su iniciación entre espacios biológicos naturales; en su presentación fisiológica, el cuerpo solo establece la alianza entre materia orgánica y materia inorgánica, pero no dialoga de modo completo, porque el espíritu, máxima entidad dialogante, superpone las capas corporales y desprende en su ejercicio de retroalimentación, la ofrenda de su mapa energético humano. Por tanto, Mendieta se refiere a esa canalización del cuerpo simbólico natural, como acto de obsesiones energéticas, porque se ha aprendido a redescubrir la fuente materna, por vía del entramado biológico y espiritual. Entonces, Yeni & Nan, desposeídas de su identidad personal, descansan sus corporalidades sobre el orden universal de la naturaleza: el arte de la performance, por ende, también revoca su política de encontrar entretelas dolorosas de primer orden o deliberadamente subvertir la alta cultura; la esencia insondable de la madre tierra despliega otro radio de acción. La performance ha estado asida del acto del ritual o relectura de fetichismos culturales, o hasta la sátira hacia técnicas artísticas, pero no ha vivido de forma constante, con la dimensión existencial del hombre a cada hora, porque la performance no tiene la duración de la vida, sino prefiere el tiempo ritualizado; por eso, Lemebel y GómezPeña en sus actitudes performáticas hacia la retórica del discurso académico o regulador, habían mencionado en reiteradas ocasiones, que el artista performance es un estilo de vida, porque se conjuga la locura con la insatisfacción política, de manera desorbitante y agresiva: ambos son modelos intachables de esta aseveración. Pero cuando la performance desampara esa cómoda posición de irreverencia política o sexualización de contenidos cívicos y desembaraza sus equis sobre la ecuación, el cuerpo en continua rozadura con la vía pública y privada, resignifica ese lapso temporal del arte performático; es decir, que Mendieta (1972-80) o el dúo de performers serbio-alemán (1976-88) habían instalado sobre su
registro fotográfico y fílmico, una destemporización existencial; en sucintas palabras, que la simbiosis, como resultado de inducciones patológicas propias, ha desorientado esa unidad de tiempo de la performance, por el beneficio de que la vida se comporte como el propio acto performático; el proceso corporal también, comprometido con el medioambiente natural o artificial, ha desarticulado su amable sanación fisiológica y espiritual, porque el cuerpo se desenvuelve como un instrumento obsesivo de experimentar peligrosamente con planos de la conciencia humana y conexiones somáticas. Sobre el soporte esquelético, se instituye la documentación de los morbos, patologías o traumas personales y colectivos; de cierto modo, la corporalidad humana ha estado siempre condicionada por las políticas de los estados y su retórica de conducta corporal, pero la presentación prolongada y violenta del cuerpo-soporte, descentrado de esos discursos, produce un acto emotivo de rebeldía, aunque en Mendieta y Abramović & Ulay, las esculturas tierra-cuerpo o el cuerpo enfrentado a otro suponen ese síndrome obsesivo-compulsivo de localizar en el arte de la performance, la sanación individual, al colocar sus sistemas somáticos como apéndices de la obra, durante lapsos de la existencia y no propiamente del acto performático. Tampoco se evada que el impacto traumático es un escenario propicio para la performance; por ejemplo, Regina José Galindo ha habitado ciclos de su vida en lugares espinosos, por causa del arte, en donde ha aprendido a disparar o saber en carne propia, que es una empleada doméstica en las grandes empresas, o hasta estar recluida en una prisión con su familia. De modo igual, el escándalo puesto sobre la corporalidad artificial o sometida a cortaduras quirúrgicas, como evidencia Orlan, traduce otro tipo de traumatologías sociales: el absurdo espectáculo humano que transita entre las salas de operaciones, por ideales de belleza hegemónicos y poco realistas para cualquier individuo. En un capítulo similar, Gina Pane secciona metódicamente su piel, de forma distante y bien escorzada, con el objetivo de exponer que el sistema somático es un soporte fatídicamente débil (1973) y su dimensión traumática responde a los accesos sociopolíticos que lo domina; por tanto, la imaginería de la rosa y la autoflagelación perpetrada con una cuchilla común de afeitar, ejemplifica que el dolor es un constructo
del trauma personal, porque la debilidad humana es la culpable de estas sentimentalidades trágicas. Al final, Pane condiciona una actitud somática deshumanizada, bajo el abecedario de conducta del régimen social capitalista. Pero Yeni & Nan no irrumpen con esta destemporización vivencial, desde métodos representativos del trauma, sino convocan sus corporalidades hacia una simbiosis, salida de las políticas del dominio social. Es cierto que había sucedido en el espacio venezolano, un declive económico y hasta represiones contra las multitudes que denunciaban la mala administración del petróleo. Pero ello no afectaría tan fuerte a las artes visuales del momento, sino a la posterior vanguardia de los noventa; por ejemplo, después de las masivas protestas acontecidas en 1988, María Centeno, en una revisitación dolorosa de los cientos de fallecidos y desparecidos de ese año, realizó una exposición instalativa de arte conceptual (1996), la cual exponía las llagas civiles y la dominación educativa-cultural, así como la plasmación de los conflictos del hogar y la cultura machista vigente en la nación. Entonces, el dúo de artistas venezolano no absorbe la experiencia traumática ni las asperezas epocales como objeto de polémica, sino la desmaterialización del sentido pragmáticosocial destila en favor de la persistencia de la simbiosis, bajo signos naturales; de ello es que la desfiguración personal, escoltada de la ausencia del territorio corporal individual, provoque otro tipo de registro de espiritualidad: al existir una desapropiación corporal, el sujeto entrelazado ––de manera sentimental o por razones de despliegue laboral, pero con cercanías humanas e intelectuales–– a otro se habitúa a la reproducción de expresiones corporales no propias y elabora códigos comunicacionales con el otro territorio somático. Por ende, Yeni & Nan, en esa convivencia de superposiciones corporales, se confeccionan una dimensión corpórea universal, que dialoga con hemisferios biológicos despolitizados del patrón social de comunicabilidad: las artistas habían coexistido largo tiempo y habían patentizado su ejercicio de desfigurar corporalidades propias también; por este relato procesual, se bosqueja ese llamado del doble; tras haber descorporizado cada región narrativa de la carne, la presentación del cuerpo como propiedad individual es
hipócrita, y hasta simplificada. Entonces, Yeni & Nan son símbolos del regreso hacia la piel del ideal romántico en una espacialidad social políticamente restrictiva y la relectura del arte primitivo y la práctica ritual ancestral, además de la revisitación del acto creacional humano y su sistema discursivo alegórico.
Araya/Cristalización del símbolo
¿En alguna ocasión, se ha disfrutado por admitir la existencia del territorio paradisíaco, sin tener recaídas colonizadoras o fetichistas? Según el arte posmoderno, con su cinismo habitual, no habría ningún paraíso sumergido o sepultado, en ninguna parte del planeta, porque es el individuo quien entrama esas medicinas de enajenación, y hasta de gloria personal, por motivo de que la esperanza se ha devaluado y la fotografía irónica, que presenta el sistema económico globalizado, sobre el espacio simbólico del sueño humano, se trascribe a tres planos mínimos de realidad: una en la cual supuestamente, se domina ciertas frecuencias de acción e interacción social, pero se manipula por ideales prestablecidos del éxito personal, otorgados desde la semilla familiar o el poder del régimen educativo-social, en sus macabras danzas; otra, donde el hombre, como el artista collage de su propia existencia, elabora contenidos de representación de sí mismo, por vía de la apropiación discursiva de otro, construido para que su individualidad corporal y performática sea plagiada constantemente; y otra ofrecida entre ambas representaciones, que fuera ese fatídico espacio de indistinciones de ningún orden, porque tanto ha maquinado la red tupida del beneficio tecnológico y el consumo, que el hombre funde en un solo plano su realidad material, virtual y personal. Por mencionar: esa toxicidad iconográfica-fílmica de Las Vegas, paraíso del consumismo estadounidense, o ese París de las suntuosidades amatorias, o hasta el Cancún, abierto de piernas para sobretextualidades naturales; o, en fin, Dubái, exotismos sobre exotismos, hasta el infinito. Pero dialogar hoy del Dorado es ridículo en cualquier sentido. La sociedad del espectáculo apuesta su capital
y cuestión de divertimentos entre paraísos artificiales: aunque este factor del consumo humano hoy ha sido ampliamente tratado, se pudiera decir que en la cultura norteamericana se ha extendido hasta desbordes peligrosos. Por ejemplo, la sexualización de la imagen del asesino en serie o mafioso y la idealización del gozo de derrochar en el casino, puestas a cada rato en la pantalla grande, ha producido una cepa sociocultural, que acomoda esa maquinaria de ensoñación efímera y posición económica suertuda. Otro fenómeno acontecido, en gran medida, por ese cuerpo fantasmagórico de apuestas monetarias, que ha sido trascrito tan hermosamente en las políticas informacionales de la sociedad estadunidense, es el espectáculo en los canales de noticias cuando presentan reportes sobre crímenes organizados u otros actos inhumanos, como si fuese un show gigante, en donde el público receptor se excita a cada rato, por una persecución o imágenes grotescas de personas asesinadas. ¿Pero el terreno paradisíaco ha estado perdido siempre, o ha sido la humanidad quien se ha abierto sobre una imaginería artificial de paraíso, porque su realidad la encadena a ese espacio terrenal prohibitivo? En respuesta sobre clave romántica, Richard Long ha recreado sus piezas con piedras o madera desprendida de los árboles, pero sin apertura hacia imanes de intervención nociva sobre el medioambiente, como han realizado coterráneos del movimiento; verbigracia, Walter de Maria, con su enorme instalación de barras metálicas en el campo desértico, que atraen y absorben descargas eléctricas (1974-77), como la figuración espacial del paseo atmosférico ante la retina humana, en donde el dominio del ser viviente superior se ha puntualizado, porque los fenómenos meteorológicos también se domestican y recrean en un espectáculo trivial de poderío, que no refiere en nada, la espiritualidad de la naturaleza. Ello al final, expone duramente la conducta animalizada y descortés del hombre; por eso, la victoria sobre el medioambiente y sus materias primas ha naturalizado el aspecto de agresión climática. Es indiscutible que cualquier arte que se ejecute sobre el cuerpo natural, siempre habrá violentado el entorno, pero se aboga por un método de interacción psicofísica y objetual, en el cual los daños sean ínfimos. En la política cultural del arte del paisaje, se abren como puntas contradictorias,
esas vertientes humanas de domesticación ambiental y escrutinio ilustrativo del entorno natural: Long ordena residuos-fertilizantes de la propia naturaleza, mientras de Maria solo se apodera del espacio agreste y lo vuelve en el fondo, otra espacialidad artificial violenta. Aunque este ideal de reinterpretación del devaluado paisaje natural corresponde a una sentimentalidad romántica, el método de actuación responde a un grado de frialdad científica: pervive en su finalidad, una explotación del medio natural, sin reparar sobre sus planos espirituales y simbólicos, porque se explicita el espectro humano de poder sobre la idealizada espacialidad paradisíaca. Ambos artistas no se benefician de la espiritualidad de la fuente primigenia, sino que la articulan como discurso de representación de bellezas inorgánicas, lo que evidencia la poca responsabilidad con el diálogo entre hombre y naturaleza: el arte conceptual puede ser muy filoso, porque en la exposición artística, quizá se inviertan líneas y temáticas de trabajo, por causa de esa conversación distante de conceptos, otorgada desde su umbral de nacimiento. En ambos casos, el terreno original ha sido removido y labrado con el instrumento del concepto, en favor de una tipología discursiva espacial, que se redondea entre términos de artificio o estratagema espiritual, porque se piensa que la esencia mística natural dialoga con la dimensión humana, pero de verdad, solo se confecciona un ideal vacuo de espiritualidad dialogante. En cambio, la metáfora performática, que emplea Miguel Braceli, acondiciona ese terreno del fallo artístico: la esfera acuática aún hoy permanece entre los velos del arcano, porque parte de su material biológico ha estado secreto ante el microscopio, ¿pero ese espacio oceánico se pudiera extraer de su realidad y desgajar sus lindes del enigma? Ese patetismo humano de desentrañar y manipular cada especie o medio objetual se coloca sobre una pieza destinada al fracaso en cualquier ámbito: Braceli ejemplifica humanamente esa inercia del poder cívico-estatal sobre el cuerpo natural; por eso, el hecho de habitar ese territorio aún reservado para el hombre y como intento simbólico, se arrastra una porción marítima hacia el espacio deseado (2016), al final, sitúa en la sala de operación lo maquiavélico del arte del paisaje: es la reconfiguración del terreno intervenido lo que
cimenta el paraíso minimalista; nunca ha sido al cabo, el presupuesto artístico de espiritualidades en diálogo, sino la actitud reiterativa de despojarle a los territorios sus signos iniciales y después, atribuirle los efectismos artificiales de naturalidad. Entonces, ¿alguna vez, el terreno paradisíaco ha sido respetado y revaluado entre discursos desentendidos de la espacialidad ociosa y despreocupada? Yeni & Nan reinciden en su práctica manierista, porque la biología humana enfrentada a ese ecosistema intervenido industrialmente, por motivo de sus preciosas salinas, desobedece subjetividades geográficas y políticas; el dúo venezolano ha desestabilizado el sustrato nacional del paraíso prehistórico salino; ello se radicaliza, cuando el cuerpo propio como universal ha desfigurado la cartografía cientificista, en favor de volcar sobre la epidermis del terreno, su primigenia esencia simbólica, desembarazada de seducciones tropicales. En consecuencia, la península arayera se ha desposeído del contenido historicista y geológico, porque su espacialidad solo ha sido configurada dentro del paradigma de explotación natural continuada y el efectista relato histórico; por ende, Yeni & Nan descolocan el material retórico del imaginario. ¿Pero con esta performance de desnaturalización se transgrede el gran signo insondable? La presencia de ambas artistas no se produce parásitamente ni tampoco se instrumentaliza esa naturaleza explotada como discurso de denuncia ambientalista, sino induce una contorsión del elemento pragmático sobre el medioambiente capitalizado. Yeni & Nan revindican de modo primitivo, la dimensión simbólica del terreno atribuido de paradisíaco: las artistas multimedios habían expuesto en territorio urbano, que la carne, en su extensión narrativa, se deshilacha en fragmentos existenciales y su capacidad de acumulación también se deforma, cuando se desentiende la corporalidad humana de ese espacio terrenal cerrado; por ende, la biología del mortal trasciende en un grado espiritual, e instituye dentro de su geografía energética, una ambigüedad psicosomática, porque germina, mediante del proceso de reintegración del hombre con la fuente materna, una hipersensibilidad hacia el cuerpo natural metafísico. Entonces, el dúo venezolano no ha fabricado su experiencia
corporal, sino ha realizado el costroso ejercicio de revocar la historia actual del territorio por el iniciático medioambiente primitivo; o sea, tras haber despojado sus carnes de alguna vertiente individualizada, la destemporización existencial ha sellado otro hemisferio radical: la naturaleza evoluciona, a pesar que el organismo superior produzca detrimentos de sus espacios vegetales, porque la madre tierra se produce también dentro del gran arco de energías planetarias; de manera general, la fuente materna siempre se transforma. Esta labor de rencontrar fluctuaciones energéticas de la dimensión natural desvalorizada focaliza una actitud sentimental bastante provechosa, porque lo primitivista no se expone simplemente, de banalidad estilística o poética de lo antiguo, sino que agrupar asimismo, esas sensaciones espirituales sinceramente, favorece la puesta en acción del diálogo humano verídico con grandes terrenos de signos naturales, que aún hoy perviven ocultos. En cualquier instancia, estos ejercicios están ennoblecidos por la canalización energética del ecosistema biológico dentro del sistema somático del hombre. Es al cabo, una profundidad corporal transcendental, romántica y orgánica. Por ende, el lugar paradisíaco se deconstruye paulatinamente, porque tras haber desnaturalizado el cuerpo como materia de lo cívico y desarticulado la historia corpórea propia, gracias a métodos de esa sociedad del espectáculo, por tanto, la existencia corporal no demanda demasiado para resimbolizar su mapa somático con espiritualidades ancestrales. Así pues, la fuente materna desborda el paisaje con su terreno energético. ¿Pero de qué forma, las artistas consiguieron la proeza de coexistir pacíficamente con la naturaleza y funcionar como cuerpos simbólicamente extasiados de la espiritualidad primigenia? ¿Cómo el espacio industrial de explotación salina se invierte suavemente, en una espacialidad ancestral? ¿Por qué el doble se consolida en práctica ritual del cuerpo humano trascendental? Aunque el dúo venezolano hubiera continuado esta misma trayectoria de labor artística, las performances realizadas en el espacio arayero aún se considerarían como máxima de exposición corporal sentimental y arriesgada con el plano del ecosistema natural. Lo expresado anteriormente es una ucronía, pero Yeni & Nan habían
plasmado el clímax conceptual de su subjetividad manierista, con estos ejercicios. En cierto sentido, son obras del estilo consumado y el aprendizaje corporal entregado; por eso, también estas piezas se pueden juzgar como umbral y conclusión de una poética performática de reintegración del ser viviente con su espacio creacional sagrado. Igualmente, es innegable, pues, que Mendieta había desplegado un arte de la performance que contenía patrones del cuerpo femenino como material de exploración eficiente de la fuente primigenia, pero lo extraño es que el dúo venezolano, cuando discierne la fuerza energética del planeta, conectada profundamente a sus organismos, no precisan de cuerpos sexuados, porque las artistas se presentan como conducto de la raza humana. Mendieta había dado algebraicamente, el cuerpo natural sexuado femenino y cuerpo-molde ideal sexuado femenino también, mientras Yeni & Nan no brindan a la humanidad un género restrictivo, porque quien es responsable de entretejer el territorio biológico-energético es la madre tierra, que ha diseñado genitales en la cadena genética de los organismos humanos, con el objetivo de la procreación, placer y continuidad de la comunidad, pero no como instrumento aleccionador del género; ello es propio de la labor humana. Por ejemplo, existen animales que es el varón a quien se le fecundiza, o en otros casos, especies pequeñas que se fecundan a sí mismas, como los organismos unicelulares y la familia de caballitos de mar. Entonces, el dúo venezolano se entrega por entero, a la sanación del cuerpo original. ¿Es un acto de humanismo o solo reproducción de conductas del proceder primitivo? Quizá se soldaría con estas dos variantes, las performances, por causa del reduccionismo típico del arte primitivo, pero lo indudable es que ninguna de estas dos fórmulas acompaña de la mano a Yeni & Nan, porque sus cuerpos en cuando dialogan con ese espacio salino, se declaran medios corporales viables del gran símbolo natural. En ninguna instancia, son actores de lo primitivo ni individuos comunes que apoyan el repoblamiento de árboles o sencillamente, creadores de conciencia ambientalista: estas performances, innegablemente, son una pauta de escapismo de lo terrenal. Por eso, el cuerpo desnudado de su sistema político restrictivo y desnudado de su
realidad social produce la corporalidad del símbolo: la humanidad es protagonista del cambio biológico planetario, pero no ha figurado la quintaesencia de la naturaleza; el dúo ha expandido su unión cósmica ritualizada con la fuente materna. Parece esto también una cuestión de poder del hombre ante la vitalidad del ecosistema, pero durante un tiempo prolongado, el dúo solo dedica su materia somática a la relación espacial entre organismo humano y terreno inorgánico (1984-86 a); de ello mana la vuelta hacia el vientre: en esta ocasión, sin una exigencia de recreación con materiales artificiales; solo el lugar ocasiona el relato procesual del embarazo. Si se inspecciona detalladamente, la performance se había ejecutado años atrás: en el umbral conceptual de sus carreras, el dúo venezolano se había colocado sobre superficies que tuvieran líneas blancas; los territorios eran de concreto, recordaban a una cancha; las artistas solo hacían una intimidad con ese hormigón, pero de ello solo subiste un humilde registro fotográfico con polaroid (1977 a/b). En disímiles fotografías (1984-86 a), el itinerario del vestigio salífero aparece en concordancia con el ente humano desnudo: la corporalidad del hombre sometida a la hostilidad del ambiente expone, en crudo, la encarnación alegórica del sufrimiento del parto; por ende, el dúo regresa a la posición del feto, en favor de escorzar plenamente la metáfora del amnios, en territorio altamente agreste. Pero solo resumir en esto el ejercicio es, en cualquier caso, simplista, porque Yeni & Nan ilustran el complicado terreno de relación interpersonal también; es decir, que las artistas multimedios repasan otros contratos espinosos. De modo general, la reconexión con el sabor prehistórico acontece por vía del trayecto de líneas salinas; luego la sobrexposición hacia el agua salobre convoca el deterioro corporal, así como el adiestramiento en sus sistemas somáticos, del dolor propio como dolor simbólico de la madre tierra; sobre esa plataforma de energía universal fluctuante, ambas corporalidades nulifican su identidad conductual-sexuada, en grado metafórico, porque la otredad restringe y clasifica los organismos humanos; por ende, la construcción del doble se consolida, mediante la coreografía ritual entre frontera terrestre y acuífera. En ella, el dúo modela la anterior
carne despersonalizada en carne simbólica; o sea, por haber sufrido terrenalmente, la geografía corporal propia descapitalizada ante el terreno originario, entonces la otredad, en este caso apelando a su simbiosis, destrona todo arco de poder y prohibición de clase, porque el cuerpo se percibe fraternal con el otro terreno somático, por motivo de que ambos han sido heridos en igual medida, por la sociedad del espectáculo, además de ser ahora cuerpos sublimados, mediante de los sacrificios llevado a cabo por sus despojos del civismo. Por ende, ello conecta dos directrices psicofísicas riesgosas: 1) el cuerpo sobrexpuesto a ese gran signo de la madre naturaleza y 2) el territorio pantanoso del desfiguramiento de personalidades y la construcción del doble. En su final, las artistas venezolanas producen ese escenario de energías encontradas de la raza humana, sin embargo, debían públicamente, sacrificar su antiguo mapa vivencial; por tanto, la unidad de cuerpo mortal se expande hacia cuerpo humano trascendental. Esta performance resimboliza también, a ese paisaje en el que se ha transcendido espiritualmente, porque el aspecto industrial se desvanece ante la sobreproducción de espiritualidades dialogantes. Durante ese largo período de labor artística sobre las salinas arayeras, el dúo igualmente (1984-86 b), ha canalizado esas experiencias sobre su emisor energético, lo que favorece a un espíritu iniciático, cuyo soporte terrenal es, a su vez, una ficción mágico-conectiva. Entonces, el cuerpo transcendente sufre la región ritual dentro de sendas de procesualidad teatralizada; es decir, que la corporalidad desprendida de su mortalidad se codifica a sí misma en patrones de exposición teatralizante. En escuetas palabras, que el territorio somático disociado del servicio terrenal aprende con su despojamiento personal, lo ritual-mágico de la espacialidad superior, la cual presenta que el sacrificio es un modo de expurgación y cercanía con ese terreno divino. Por ejemplo, cuando Medea asesina a sus hijos, sangre inocente y sangre de su propia sangre, ha perdido su condición de ser humano, porque ha dejado de lado, sus afectos mortales y ha transcendido como una ritualización del cuerpo desnudo del sistema de los hombres, en cambio, no acontece con otros héroes
y antagonistas que han cometido crímenes atroces, en cierto grado, por haber ajusticiado sangre con sangre, que habían estado manchadas anteriormente y tampoco, habían ofrecido su don más preciado: en el caso de Medea, su descendencia, lo que conlleva que desde un sacrificio, hayan también, dos actos sacrificiales simbólicos: en la pérdida de la sucesión, la muerte psicológica de la madre y la supresión de lo terrenal y sus discursos de aprehensión. Es cierto que este breve paréntesis se puede integrar a los erróneos análisis de estirpe freudiana, y hasta de esa cultura machista occidental, pero no se puede esquivar que en Medea concurre el signo de subversión del espacio terrenal, por vía del territorio de los dioses. Con esta primicia, se edifica un patrón patológico sobre la desterrenalización humana, pero Yeni & Nan no ofrecen el sino fatídico como esencia misma de la trascendencia, sino el sacrificio ha sido consciente con su entorno: la sociedad moderna ha desestimado la existencia del individuo, por ese capricho del hombre tecnologizado, o el cuerpomáquina; entonces, ofrendar las pocas instancias de valor propio ante la hoguera metafórica, es la síntesis de ideales y retórica conductual, respaldadas por la economía capitalista: he aquí el sacrificio, pero también la causa del regreso hacia la corporalidad del símbolo. Sobre esa espiral ascendente, las artistas se habían decidido también, por su máximo espiritual: en una lectura simple, el arribo a la cima encarna la plenitud social, porque el aprendizaje cultural encierra a esa visualización del panorama desde la cúspide, dentro de los engranajes de relación de poderes, porque el hombre que alcanza la cumbre, se manifiesta superior a ese otro, tomado de manera sumisa, cabizbaja, y hasta impotente. Pero en un examen simbólico, Yeni & Nan habían recorrido de modo político, el sendero de sacrificios y desposesión, que evoca el pico salino; cada hendidura en la superficie, de color rojo-sangre, había sido relatada sobre las pieles de ambas. En cierta medida, es la cartografía procesual de descapitalizar la carne humana y reconstruirla en modo autotranscendente, porque el cuerpo, que ha convivido simbióticamente y plagiado la identidad psicosomática de su compañero, en su ascenso hacia la espacialidad divina, ha sido liberado de su mortalidad, a cambio de perder su última interconexión
humana. Es decir, que la relación psicofísica entre ambas artistas se debía deshojar enteramente, porque el regreso hacia la fuente materna es la ejecución del deseo de elevación espiritual y la muerte simbólica humana; en cuando las performers se abren de brazos hacia el sistema energético cósmico, la constante del hombre universal se despedaza, porque la corporalidad es símbolo en sí misma; o sea, que el ser viviente superior ha relegado su propia identidad restrictiva humana y ha emergido entre las redes de humanidad, como hombre desnaturalizado de su condición de hombre. En todo caso, el cuerpo es solo un recipiente de conexión somática, pero el espíritu ha sido individualizado, por motivo de que se ha podido desprender de su carga mortal y canalizar el inmenso terreno de energías; entonces, el precio del sacrifico podría ser cruel, aunque el beneficio de una espiritualidad individualizada, dentro de la geografía celestial, es un gusto demasiado codiciado, para que se abandone tan calmadamente. ¿Pero la madre naturaleza ha sido terrible? ¿Los cuerpos viables del símbolo son cuerpos tatuados con culpabilidad? En ningún caso, el dúo venezolano ha decidido la puesta en acción del colonialismo espiritual, sino como parte de sus prácticas rituales, el umbral conclusivo se edificaba sobre el terreno de espiritualidades divinas y humanas en diálogo directo. Las artistas, en un punto de referencia occidental, funcionan en el ejercicio, de semidiosas, pero el objetivo fundamental ha sido cumplido, porque los escozores de la fuente materna han sido sanados, metafóricamente. El cuerpo original ha sido revitalizado, sin ansias de someterlo o solo referenciarlo hipócritamente. Y como premio del sacrificio, a Yeni & Nan se les ofrecía una individuación espiritual. Entonces, el llamado del doble es un constructo doliente, recreado bajo políticas de sumisión biotecnológicas, porque se ha desfigurado tanto la conciencia psicológica del ciudadano, que solo expresa su plano humano entre efectos de automatismo y rendición ante una economía despiadada. Si se hace una pequeña pesquisa, la figura del doble es el defecto del núcleo de acción moderno: aparece entre períodos de que la violencia ha llegado hasta límites impensables; en cuando los estados han tomado sus represivas contra la comunidad, por no haber
alentado sus políticas; en ocasiones de demasiada calma, ocurridas luego de soportar un dominio fuertemente atroz, etc. Tampoco la naturaleza se estaciona con el epíteto de terrible, porque el hombre es quien ha atrofiado esta unidad universal entre los organismos y su medio biológico; así pues, Yeni & Nan son, en esencia, la antigua carne primitiva de interconexión espiritual entre microcosmos y macrocosmos, así como el relato procesual del individuo despersonalizado ante ese régimen económico global. Ambas artistas han encarnado auténticamente, el orden primigenio de energías y la fuente materna ha emergido a flor de piel, a la vista de la simple retina del hombre.
Obras mencionadas
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GALINDO, REGINA JOSÉ: Angelina, performance, 2002. --- Plomo, performance, 2006. --- America’s family prison, performance e instalación efímera, 2008. MARIA, WALTER DE: Campo de relámpagos, instalación, 1974-77. MAZZEI, ANA MARÍA: Chalecos antibalas, instalación, 2002.
MENDIETA, ANA: Sin título, fotoperformance, serie Árbol de la vida, 1977. --- Siluetas, serie de performance, fotoperformance e instalación, 1972-80.
ORLAN: El rostro del siglo XXI, performance, 1990. PANE, GINA: Acción sentimental, performance, 1973. WENDERS, WIM: En el curso del tiempo, largometraje de ficción, 168’ min, 1976. YENI & NAN: Tensiones reflexivas, fotografías polaroid intervenida con hilos, 1977. --- Cuerpo y línea I, fotografías polaroid, 1977 a. --- Cuerpo y línea II, fotografías polaroid, 1977 b. --- Nacimiento I (Yeni), videoarte, 11’ min., 1979. --- Nacimiento II (Nan), videoarte, 11’ min., 1979. --- Presencias, performance e instalación residual, 1980. --- Acción divisoria del espacio, performance e instalación efímera, 1981. --- Simbolismo sobre la identidad, performance e instalación efímera, 1981. --- Integraciones en el agua, performance, 1981. --- Autológica: agua, videoarte, 15’ min., 1982. --- Autológica: aire, videoarte, 6’ min., 1982. --- Trasfiguración elemento tierra, performance, videoarte e instalación, 19’ min., 1983.
--- Simbolismo de la cristalización-Araya, performance, 1984-86 a. --- Hombre Sal-Araya, performance, 1984-86 b.
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