Número 04 julio-septiembre

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NARRATIVA

Cíclope José Luis Aguirre-Garay Me llamo Verónica y nací con un solo ojo, un prominente globo ocular de pupila verde justo en el centro de la cara. Esta malformación me etiquetó como una aberración de la naturaleza y, por ello, crecí en el aislamiento de casa, sin ver la luz del exterior más que por una ventana, bajo el encierro de cuatro paredes atiborradas de libros. Gracias a que mi único ojo funcionaba a la perfección, aprendí a leer. En mi infancia y adolescencia, Dostoievski, Verne y Balzac se convirtieron en mis mejores amigos. A los quince años viví mi primera experiencia en el exterior. Papá, aprovechándose de mi habilidad lectora, contactó a un grupo de ancianos para que les leyera por las tardes. Estos ancianos, en palabras de mi padre, eran una docena de retirados en la octava década de la vida olvidados por sus familiares, cuya única afición era ver el transcurrir de los días previos a la muerte en el patio de una vieja casa. Por fin, agregó mi padre, alguien joven y con mejor vista que ellos, acudiría a romper la monotonía de su interminable letargo. Yo me sentía temerosa y a la vez emocionada con la encomienda; cualquier cosa sería mejor que seguir encerrada por años. Por supuesto, papá no expondría al mundo mi terrible condición física, ni complicaría desde el inicio lo que pintaba ser un excelente negocio. Así que, bajo sus órdenes, mamá confeccionó una especie de burka o velo de tela negra que cubría la totalidad de mi rostro. De esta manera, y a pesar del velo, pude salir por primera vez de casa, caminar por las calles de la ciudad y llegar, guiada por mi padre, salva hasta mi destino. La casa, según me enteré, era propiedad de una de las ancianas, y servía como el centro de reunión de los viejos. Lo primero que me sorprendió al llegar fue un intenso olor a orina. Alfombras, cortinas, paredes, todo lo que alcanzaba a distinguir a través del velo estaba penetrado por un fuerte hedor amoniacal. Gabriela, una vieja de manos huesudas repletas de anillos, fue quien me dio la bienvenida. —¡Pasa, hija, estás en tu casa! Te estábamos esperando. ¡Nuestros compañeros están muy emocionados! Espera, hija, ¿qué es eso tan raro que llevas en la cabeza? —¡Nada, señora, no se fije! —interrumpió de inmediato mi padre—. Es una bufanda que su mamá le regaló. —¡Ah, entiendo! —dijo la anciana, no muy convencida—. No hay problema, hija, aquí te la puedes quitar. Tenemos la chimenea prendida y hace un confortable calor. —Así estoy bien, señora. Es usted muy amable —respondí. Después de algunas palabras que no alcancé a escuchar, mi padre me besó la frente. Percibí sus labios y el rostro húmedo por encima del velo. Se despidió de mí y salió de la casa. Gabriela me tomó de la mano con sus dedos huesudos y me llevó hacia un salón contiguo, donde los ancianos esperaban. Alcancé a ver, a través de la pesada tela negra, que los viejos estaban sentados formando un círculo perfecto 12


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