Número 09, año III, octubre-diciembre 2021

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El día que se soltó el diablo Yinett Scarlet Vázquez Serrato —No quiero perros en esta casa. Santiago es un lobo negro. Beatriz dice que es un perro, pero ella qué va a saber de criaturas del bosque. No sabe de nada. Está hueca como un coco. Vives de pura pastilla, así le dice mi papá. Pero ni aunque se acabe la farmacia podría crear la mitad de lo que yo tengo en mi cabeza. Tu chamaco es muy abusado, dicen los amigos de mi papá. Y yo me alzo un poco más. Yo soy como él; delgado, pulido y brillante. Y Santiago es como yo, valiente y precioso, por eso lo llevé a casa. Me costó un poco. El lobo es casi de mi tamaño, pero cuando se para en dos patas me sobrepasa. Lo encontré con espuma blanca en el hocico, en un parque atrás del mercado. Es un lugar abandonado al que los niños consentidos no van porque dicen que hay alacranes. Los alacranes me los paso por los huevos. Yo voy deseando encontrarme uno, para regresar sereno a casa y decirle a papá, mira me ha picado un alacrán, y entonces él volteará a verme y dirá eres todo un hombre y me sentaré junto a él a beber cerveza. Primero escuché el aullido. Después vi a mi enorme bestia negra echada entre los matorrales. Herido de su pata, pero con la pose altiva y enseñando los dientes al gruñir. Le enseñé los míos también, para que supiera que a mi él no me intimidaba. Tomé un palo grande y grueso, no por miedo, sino porque no soy un pendejo. Me imagino a la Beatriz, ay regrésate, mijito, regrésate que te va a morder. Y en su cabeza podrida el lobo me arrancaba la piel de la cara o al menos me quedaba sin dedo, para con satisfacción decirle al doctor: mire yo le dije que no se acercara. Pobre de mí, ahora tendré que vivir con un hijo deforme. Pero el lobo me dejó llegar a él, sin disminuir el gruñido. Alcancé una piedra que tenía al lado del pie y el sonido de la bestia se intensificó, lo sentía en la oreja. Me corté la palma de la mano y la apreté en un puño. Se la mostré al lobo. Ahora somos iguales le dije, ven sígueme. Duré como dos días resguardándolo como un tesoro en mi guarida privada. Antes era el cuarto de mi abuela enferma. Y cuando murió lo pedí para mí. Está lejos de la casa de mis padres, pero en el mismo terreno. Curé a la criatura con yodo y le vendé la pata hasta que dejó de sangrar. Aunque gruñía cuando le tocaba la herida, nunca me mordió. Él sabe que ambos somos iguales. Beatriz lo encontró al tercer día. Vieja metiche. Es mi cueva, no suya. De Santiago y mía. Dijo que era un perro enorme con rabia. Qué va a saber ella de rabia, pobre mujer tonta. Afortunadamente papá si sabe la diferencia entre un perro rabioso y un lobo magnífico. Le dijo a Beatriz que lo llevaríamos al veterinario, que se tranquilizara, que cuidar de Santiago me daría responsabilidad y carácter. Beatriz subía los labios a la nariz en ese gesto que me da asco y papá le 9


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