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LAS MURALLAS DE JERICÓ

Jos Liboy

Parafraseando a Philip Roth

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Hay quien se imagina que Samuel Beckett anduvo por El Paseo de Diego alguna vez, quizá el mismo que asevera que García Márquez nunca, pero ello refiriéndose a su corazón, ya que el cuerpo sí más que demasiadas veces pinchado por la aguja de un médico cuando estaba en Sick Bay. Porque el irlandés no era amigo de enfermerarse de amor, ni de repetir una hazaña dudosa, creen que lo vieron pasar por la acera. Al cuerpo de Felipe José Farmer lo trajo a regañadientes un poder inapelable como el que trajo a La Pastora cuando cumplí nueve años. Se entrevé en la mirada absorta y racional de esa mujer que me bajó el zipper en una montaña igual a Janer, que como Janer dejó de existir sino en el nombre que lleva la por todos mal vista Facultad de Ciencias Sociales. Algo pasó en Janer hace tantos años, como lo que me pasó a mí con la religiosa, contrato de si no eterno amor de imperecedero cariño, que el malhadado monte pudo ser olvidado con la erosión solamente y con alguien como yo rondando la localidad en una vigilia que todavía no ha terminado. Esta vez, sin embargo, la engorrosa tarea de olvidar el monte de Doña Juana le tocó también, como a mí, a una amarilla brigada de buldossers. Y gracias a Dios el contrato no es para siempre como cualquier amor.

Estrategia Narrativa

Los judíos como narradores se diferencian de los griegos por evitar cojer el toro por los cuernos. La Iliada va al meollo de la cuestión, como todo lo griego narrado o representado en las tablas. El judío ni siquiera como narratólogo se encara a su teoría y de ahí el relato de Las murallas de Jerícó, donde se cuenta el asedio de una ciudad que los profetas no se animan a sitiar del todo. No recuerdo cuál de los profetas les aconsejó dar vueltas con el Arca de la Alianza alrededor de las murallas de la ciudad que les importaba. Pero sin más qué hacer o qué añadir, si mal no me acuerdo. Y nunca han dicho lo que hicieron luego de dar tantos rodeos.

Historia de Ariadne

El Sr. Emmanuelli, contratado por el poeta visionario para atenuar un poco la sombra que le hacía a la escuela que me había aconsejado ir más hacia Janer, decidió que era oportuno jugar pelota en el parque que le quedaba al lado, junto a la casa de mi primer amor infantil, la tan callada y circunspecta Ariadne La Torre. El director de la escuela, cuando una mañana me estacioné en el pedregal que estaba al pie del antiguo latifundio, me advirtió que no me adentrara en el pastizal. Gracias a Dios, obedecí al pastor y no me pasó lo que al desobediente con la maestra de inglés. Un poco para consolarme, por la admiración que me inspiraba la bella profesora, el nuevo ditector británico me llevó a la colindancia de Janer con el suburbio y la reciente autopista en construcción. Acompañado por el ahora scout master, recorrí los predios del lugar donde se verificó el incidente que me ahorró sufrir el pastor. El inglés me enseñó a encender una hoguera con dos cerillas, cosa que hicimos de inmediato, para dorar unos hot dogs con una varilla de madera. La tierra seca de una malhadada memoria es lo primero que notarás al pasar por alli, si te acompaña una persona que te quiere bien.

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