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Nuestra Señora del Rosario De

“DESDE EL PUNTO A DONDE HAYAMOS LLEGADO”,

PARTICIPEMOS EN LA LITURGIA

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El fruto de la misericordia divina, que hemos vivido hace poco en la celebración del Triduo Pascual, y que degustamos a lo largo de este tiempo de Pascua, es la reconciliación con Dios y la purificación de nuestros pecados. Por tal razón, en esta edición misericordia, obediencia y reconciliación serán los protagonistas de nuestra reflexión.

Por: Seminarista Jesús Fernando Fajardo Castellanos, estudiante de la Universidad Pontificia Regina Apostolorum (Roma)

III Domingo de Pascua

(Jn 21, 1-19) En la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles (5,2732.40b-41), ante las amenazas del sanedrín, Pedro reacciona con la expresión de la fe que, podríamos decir, caracteriza o debería caracterizar al cristiano: “es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres”. En el primer libro de Samuel, después de la desobediencia de Saúl, el profeta dirá: “mejor es obedecer que sacrificar, mejor es la docilidad que la grasa de los carneros” (1S 15,22). Recordemos, por otra parte, que el pecado de nuestros primeros padres (Adán y Eva) consistió prácticamente en esto, en una desobediencia a Dios con el fin de seguir sus propias pasiones desordenadas de ambición y egoísmo, queriendo ser como dioses, sin Dios. Recordemos igualmente que por la obediencia de María, la salvación se encarnó y fue posible la redención de la humanidad, por la obediencia de Cristo. La obediencia de los segundos nos salvó de la desobediencia de los primeros. Ahora bien, ¿de dónde surge el lograr ser obedientes cuando resulta que obedecer no es tan fácil? Del amor, pues como dirá Jesús, con palabras muy parecidas a las de Pedro y Samuel: “misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9, 13; Os 6, 6) de allí el que Jesús quiera ratificar la vocación de Pedro al preguntarle en tres ocasiones “Simón hijo de Juan ¿me amas?” porque la misericordia es la razón de nuestra fe y obediencia a Dios. IV Domingo de Pascua

(Jn 10,27-30) En este domingo del tiempo de Pascua, la liturgia nos permite contemplar la imagen de Cristo Buen Pastor. En el Evangelio de san Juan, Jesús nos recuerda que a pesar de las diferencias e infidelidades somos siempre parte de su rebaño, e incluso cuando nos alejamos demasiado del redil, Él, el Buen Pastor, sale en nuestra búsqueda (Lc 15, 7) y como el padre misericordioso va a nuestro encuentro (Lc 15, 20-32). Pero el Señor no solo nos hace parte de la grey, sino que nos conoce, conoce a cada una de sus ovejas y las llama por su nombre, de ahí el hecho que las ovejas lo escuchen y lo sigan al ser invocadas cada una por nombre propio. Esto nos lo confirma la Sagrada Escritura cuando Dios, ante una misión, llama a sus amigos por nombre o incluso les da un nombre nuevo en signo de la nueva misión, del nuevo estado o etapa de vida. Pero Dios va más allá y, en su amor, no se ahorra nada, sino que además de acogernos y conocernos, da su vida por nosotros y por nuestros pecados, de modo que de la sangre de esta donación total y plena seremos purificados y fortalecidos, como nos lo enseña la segunda lectura de este día, para continuar en el camino hacia el eterno y Buen Pastor. Apuntes misioneros

1

Meditemos, en nuestro examen de conciencia, si ¿como pastores, profesores, padres, jefes, etc., hemos conocido a las personas que han estado a nuestro cargo y hemos sabido aplicar una justa autoridad?

2

¿Como parte de la grey, como hijo, estudiante, etc., he sido obediente a la autoridad de quienes son mis guías, al tiempo que camino y sirvo con fraternidad junto a mis hermanos y compañeros? La contrición perfecta es una gracia concedida por la misericordia de Dios, que además de pedirse con todo el corazón se debería pedir a diario. Esta es una gracia, al igual que todas las demás, que el Señor no las concede solo por el mero hecho de pedirla a diario, sino cuando Él ve un sincero deseo del cristiano en complacerlo, es decir de ser obediente a su divina voluntad.

La contrición perfecta consiste en un profundo arrepentimiento de los pecados cometidos y de un deseo inmenso de no volver a pecar, no por miedo, sino por un amor sincero a Dios. Muy diferente de la atrición o contrición natural o imperfecta que se apoya en un temor a una enfermedad, a la muerte o al castigo eterno.

El pecador, gracias a la contrición perfecta, recibe inmediatamente el perdón de cada una de sus faltas aún antes de confesarse. Y ¿para qué confesarse entonces? Por dos razones: porque el deseo de confesarse, de recibir el sacramento de la misericordia y el perdón, hace parte de la contrición perfecta; y segundo, instante, para asegurar la recepción de la absolución de los pecados. En todo caso parecería que no cambia nada entre la contrición y la contrición perfecta, pero no obstante se puede comparar a cuando se quiere pedir a los papás algo y no solo se tiene la certeza que lo concederán, sino que se experimenta la paz y la alegría de su amor incondicional y generoso.

Alguien que dijera: “he hecho un acto de contrición perfecto y por tanto no necesito confesarme” o que dijera “en tal caso, me entregaré a los pecados y después haré un acto de contrición perfecto”, corre un grave peligro, porque por tal actitud de arrogancia no solo se cierra a una verdadera reflexión y examen profundo de conciencia, sino que se imposibilita por sí mismo a experimentar el arrepentimiento, sin olvidar que presupone que la contrición perfecta es un acto humano y no una gracia divina que puede o no puede darse por sí mismo.

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