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En la iconografía su símbolo es
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se observa la justicia y la caridad. Cuando tomamos conciencia del otro en su calidad de otro. De hecho, al hablar del bien común, éste debe reflejarse, precisamente, en la calidad de las relaciones humanas. La crisis humana, que nos viene pesando desde hace tiempo, tiene obviamente muchos rostros, pero uno peculiar es el aumento de pobres en el mundo, los cuales, por mucho tiempo, han servido como bandera política para muchos; pero igual como discurso religioso para otros, sin que siempre se adopten acciones integrales en bien de ellos. “De nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad” (Francisco, E.G. 186). “Hacer oídos sordos al clamor de los pobres… nos sitúa fuera de la voluntad del Padre y de su proyecto” (Ibidem, 187). Qué peligroso y qué dañino es el acostumbramiento que nos lleva a perder el asombro, la cautivación, el entusiasmo por vivir el Evangelio de la fraternidad y la justicia (Cfr. E.G. 179). En el hermano está la permanente prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: “lo que hiciste a uno de estos pequeños, a mí me lo hiciste (Mt. 25, 40)”.
El reto es grande: reeducarnos en el sentido de la solidaridad. No basta avanzar en nuevas tecnologías y herramientas, en nuevos sistemas adquisitivos y cálculos económicos. Las estructuras no siempre gozan de un sano espíritu. La solidaridad nos permite que la vida sea de calidad humana, porque nos hace cercanos, porque la justicia va de la mano de la caridad y porque el bien común se convierte en el gran objetivo de todo proyecto humano.
La pandemia del nuevo coronavirus ha sacudido al mundo en todos los aspectos. Pero, por desgracia, el covid 19 no es lo único que nos pone a prueba y complica la vida en este tiempo. Como señalaba el Papa Juan Pablo II, arrastramos pecados que, aunque nacen de una voluntad personal, a partir de ellos se han creado “estructuras de pecado”, que impiden el sano desarrollo de las personas y de los pueblos. Hay que destacar que el mundo continuamente es “dividido en bloques, presididos a su vez por ideologías rígidas, donde en lugar de la interdependencia y la solidaridad, dominan diferentes formas de imperialismo… es un mundo sometido a estructuras de pecado” (S.R.S. 36).
En el tejido social, hoy nos pesan el egoísmo, la indiferencia, la intolerancia, los modos parciales de ver la vida y, su consecuencia más aguda, la violencia. Pero, igual, cargamos con las consecuencias de cálculos políticos errados, decisiones económicas imprudentes y, en general, una visión materialista de la vida. Nos pesan muchos derechos ignorados y violados. aquellos que en el ritmo de la vida cotidiana, tantas veces y de modo indebido, se quedan olvidados, a pesar de que muchos son esenciales. El ser humano es capaz de rehacerse cada día.
Uno de esos recursos que hoy tenemos la oportunidad de desarrollar es la solidaridad. El ser humano está llamado a vivir de modo necesario “en y con los demás”. Vivimos de la comunidad, pero también para la comunidad. Una comunidad es rica en la medida que sus miembros toman conciencia de que la riqueza de ésta depende de la participación digna de todos sus miembros.
La solidaridad se debe valorar, por una parte, como un principio social capaz de influir para que lo que rija nuestra convivencia no sean las estructuras de pecado, sino estructuras solidarias. Pero también la solidaridad debe asumirse como una virtud moral, que empeñe a las personas en el trabajo por el bien común. De hecho, la solidaridad implica tomar conciencia de la deuda que todos tenemos con la sociedad, de la cual somos parte.