Reestructuración de la zafra azucarera en Cuba

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05 52 84 139

Fábricas de silencio Julio Batista Rodríguez

La invención de la soledad Lianet Fleites

Los huesos del cimarrón Jesús Arencibia Lorenzo

El coloso insepulto Lian Morales Heredia

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Hershey: un pueblo azucarero en dos tiempos Ismario Rodríguez

Huele otra vez a melaza

Los días del azúcar

Rogelio Serrano Pérez

Geisy Guia Delis

El batey que parece domingo Carlos Alejandro Rodríguez


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La vida después de la última zafra Mónica Baró Sánchez

deMoler Alejandro Ramírez Anderson


Fábricas de silencio Julio Batista Rodríguez





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A mi tío Arsenio, que nunca descansó en la zafra. Con la industria azucarera en Cuba se han ensañado la raya roja de la caña, el derrumbe del campo socialista y sus precios preferenciales, los bajos valores del mercado, la ineficiencia, las malas decisiones administrativas y, también, el cambio climático. Este último fue la razón dada por José Ramón Machado Ventura, vicepresidente del Consejo de Estado cubano, cuando en enero de 2016 anunció que, probablemente, la zafra no se cumpliría. El clima nos jugaba una mala pasada: primero con la sequía de 2015, luego con las lluvias intensas de inicios de año. En junio de 2016 Noel Casañas Lugo, vicepresidente del Grupo Azucarero Azcuba, confirmó que la producción solo alcanzó el 80 % del plan trazado. Apenas similar a los 1,6 millones de toneladas de azúcar conseguidas del año anterior. La noticia, dos décadas atrás, hubiese consternado al país. Pero que la sequía retrase el crecimiento de la caña, la lluvia inunde los campos, las

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combinadas no corten y los centrales no muelan a plena capacidad dejó de ser, desde hace más de una década, una preocupación para una Isla que relegó los overoles grasientos de los centrales y cifró su futuro en las batas médicas y de laboratorio. Al Consejo Popular Gregorio Arleé Mañalich, de Melena del Sur, todos le dicen el Central, pero allá la gente ni siquiera habla de la zafra. El azúcar no es su problema desde hace doce años, cuando la Tarea Álvaro Reynoso paralizó el ingenio y, con el ingenio, el mismo pueblo. Por entonces, 272 empleados repartidos en tres turnos de labor tuvieron que reinventarse. Algunos cambiaron sus antiguos trabajos. Otros se resignaron a viajar diariamente hasta otros centrales que siguieron moliendo. El batey, que no podía moverse en busca de otra industria, quedó allí. Aletargado en un silencio de maquinaria inmóvil. Tras la paralización vino, sin previo aviso, el desarme. Pieza tras pieza el ingenio fue perdiendo sus trozos hasta que no hubo más que el caparazón de acero y concreto. Una década después solo quedan ruinas, chatarra y dos torres con letras despintadas.

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En el Central, un poblado urbano de 5 000 habitantes, se sigue sembrando caña. Para quienes viven allí, los campos junto a la única carretera que conecta el batey con la cabecera municipal son el recordatorio de que algo anda mal. O mejor, de que algo ya no anda. A Nene, un viejo soldador que se levanta todos los días a las cuatro de la madrugada, la zafra en Cuba no le quita el sueño. Pero escuchó, en el Noticiero Nacional de Televisión, que en las provincias orientales hay centrales que volverán a moler este año después de haber estado mucho tiempo inactivos, porque los conservaron. Y eso sí lo desveló. En Mañalich, Nene lo recuerda perfectamente, dijeron que conservarían. Y no lo hicieron. ***

Bajo la Tarea Álvaro Reynoso cerrarían sus puertas casi un centenar de ingenios en toda Cuba (Foto: Julio Batista)

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El 21 de octubre de 2002 Mirza Alayón Rodríguez estaba tensa como cuerda de guitarra. Aunque conocía perfectamente cada palabra que diría esa tarde, nunca había hablado ante 10 000 espectadores. Además, el presidente cubano Fidel Castro estaría en primera fila. Un mes antes había sido incluida en un proceso de selección, una competencia con otras 75 personas para definir quién hablaría en nombre de los azucareros en el Central Eduardo García Lavandero, en Artemisa. Mirza avanzó en la primera fase, luego quedaron quince y una semana más tarde fue la seleccionada. Tanto había practicado que sus espejuelos extraviados no le preocupaban. No necesitaba leer lo que ya sabía de memoria. Antes de comenzar el acto Fidel se reunió con los oradores. A Mirza, contra el nerviosismo, le aconsejó no mirar al auditorio. No los mires a la cara, piensa en otra cosa y no los mires a la cara mientras hablas, recuerda Mirza que le dijo. Minutos más tarde ella subió al escenario y recitó su discurso. Mientras lo hacía pensó en arboledas y estrellas. Como le habían instruido, no fijó la vista en nadie. Casi al terminar su inter-

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vención desobedeció y miró a Fidel directamente; afirma que en ese momento, desde la primera fila, recibió una señal de aprobación con el dedo pulgar. Al clausurar el acto, durante un extenso discurso, el mandatario cubano dedicaría un párrafo entero a Mirza. En la última oración remarcó: “Es impresionante lo que dijo, el entusiasmo con lo que dijo aquí”. Aquella tarde la entonces Jefa de Cuadros del Central Gregorio Arleé Mañalich había jurado convertirse en maestra de azucareros, sumarse a los 4 433 trabajadores del entonces Ministerio de la Industria Azucarera (MINAZ) que se pondrían al frente de las aulas repletas de antiguos compañeros. Aquel acto era el anuncio formal de la Tarea Álvaro Reynoso. “Hoy seguramente se convertirá en un día histórico”, fueron las palabras iniciales del presidente cubano. Así comenzó el proceso de reestructuración de la industria azucarera, durante el cual se paralizarían en los siguientes años un total de 98 centrales en todo el país. El Lavandero sería uno de ellos. En el plano estrictamente económico –y práctico– significaba dejar solo las fábricas capaces de producir el azúcar a un costo de 4 centavos la

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libra, o menos. Esa fue la explicación más clara que recibieron los trabajadores reunidos aquella tarde. También la más honesta. Se trataba de supervivencia. Por trillada, la frase inicial del discurso no dejó de tener razón. Para un país acostumbrado a las fechas históricas, ese 21 de octubre marcaba un parteaguas: en los siguientes años la producción de azúcar en Cuba descendería de 2,2 millones de toneladas en 2002, a 1,6 millones en 2016; el número de centrales activos se contrajo a poco más de un tercio de los 155 que existían en 2001; y más de 65 000 personas recibieron su salario íntegro por irse a estudiar. La decisión anunciada aquella tarde en Artemisa creó un vacío de 60 000 empleos, pero no produjo desempleados. Los motivos para tomar semejantes medidas eran la baja productividad de los campos de caña (solo 33 toneladas cosechadas por hectárea en 2002) y la depresión del azúcar en el mercado mundial. Después se sabrían más detalles de la Tarea Álvaro Reynoso. Su receta inicial: paralizar 71 centrales en todo el país y concentrar la producción en los más eficientes, con un tope de 4 millones de toneladas de azúcar al año. Su

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solución al desempleo: el estudio. La gran meta: un rendimiento agrícola de 54 toneladas de caña por hectárea (T/ha) y un aprovechamiento industrial del 12 %. Para abril de 2002 el valor del azúcar había caído hasta los 5,75 centavos de dólar por libra. En el discurso de aquella tarde, el presidente cubano mostró un panorama tétrico: según los cálculos realizados por los especialistas del MINAZ, los precios no debían aumentar significativamente. “No hay ninguna base lógica para pensar que el precio vaya a remontarse y ponerse aunque fuera en 12 [centavos por libra]”, aseguró el mandatario. Sin embargo, mientras en 2005 la producción cubana de azúcar descendía a 1,3 millones de toneladas, el rubro se estabilizó en 15 centavos. Cinco años después, durante la peor zafra del país después de 1959, tuvo su punto más alto al alcanzar los 28 centavos, según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y la Organización de la Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). El 23 de septiembre de 2016 los contratos a futuro de la Bolsa de Valores de Nueva York co-

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tizaban la libra de azúcar crudo a 22,70 centavos; mientras, en la Bolsa de Londres, se comerciaba la tonelada refinada a 592,20 dólares (27,24 centavos por libra). En 2015, la producción mundial (169,1 millones de toneladas) fue prácticamente igual al consumo (168,7), según la Organización Internacional del Azúcar (ISO, por sus siglas en inglés). De acuerdo con la edición de 2016 de las “Perspectivas Agrícolas de la OCDE-FAO”, a partir del año 2017 y hasta 2025, el precio del azúcar sin refinar se estabilizará entre los 15 y 16 centavos por libra. Para Cuba, un país que comercializa cerca de 500 000 toneladas anualmente en el mercado internacional –luego de asegurar 700 000 para el consumo interno y 400 000 convenidas con China–, los precios enunciados por OCDE-FAO representarían una exportación de entre 163 y 174 millones de dólares. De haberse mantenido la producción existente en el país en 2001 (3,6 millones de toneladas), las exportaciones subirían –sin muchos contratiempos– hasta los 815 millones de dólares. Solo en la venta de azúcar crudo.

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Los datos ofrecidos por la Oficina Nacional de Estadística e Información (ONEI) reflejan que el valor de las exportaciones de la industria azucarera cubana han ido en descenso. Si para 2001 sumaban 550,3 millones de pesos, en 2014 bajaron hasta los 416 millones. De esta última cifra, apenas 8,2 millones provenían del azúcar. Durante la zafra de 2014, doce años después de comenzada la Tarea Álvaro Reynoso, la productividad de los campos cubanos no superó las 40 T/ha y los rendimientos industriales no llegaron al 10 %. En ese año apenas se produjeron 1,6 millones de toneladas de azúcar, un volumen inferior al obtenido en el año 1910. A pesar de las acciones ejecutadas para concretar la eficiencia, desde la molienda de 20032004 Cuba no ha vuelto a superar la barrera de los 2 millones de toneladas, aunque el país tiene el potencial para duplicar ese volumen. Tampoco los campos han producido lo que se esperaba. En cifras globales, la Tarea Álvaro Reynoso no consiguió sus objetivos. En su defecto, el país redujo casi a la mitad su capacidad productiva.

Después de 2004, en Mañalich solo se exprime caña en una guarapera (Foto: Julio Batista)

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En el libro La agroindustria cañera cubana: transformaciones recientes, el director del Centro de Investigaciones de la Economía Internacional (CIEI) de la Universidad de La Habana, Dr. Lázaro Peña Castellanos, explica que Cuba no participó en las transformaciones tecnológicas que implementaron los principales productores a nivel mundial para “poder hacer frente a las exigencias competitivas cada vez más severas”. Por el contrario, en la Isla “se implementó una estrategia que en pocos años sacó prácticamente del mercado al dulce cubano. En realidad, el intríngulis negativo de la Tarea Álvaro Reynoso estuvo en la renuncia a asumir un proceso inversionista capaz de mantener a la agroindustria al nivel competitivo mundial”, asegura el especialista. De la misma opinión es el Dr. Ricardo Torres Pérez, investigador del Centro de Estudios de la Economía Cubana, quien explica que uno de los factores de la ineficiencia de la industria residía en su notable descapitalización. Ello fue el resultado de emplear en otros sectores de la economía las inversiones que precisaba la industria azucarera para su modernización.

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Por otro lado, esta rama estuvo cerrada al capital extranjero por 53 años tras las nacionalizaciones de 1960. No fue hasta 2013 que la empresa brasileña Odebrecht, a través de su subsidiaria Compañía de Obras en Infraestructura (COI), firmó un contrato que le otorgó por 13 años la gerencia y operación del ingenio cienfueguero Cinco de Septiembre. Hasta el momento, ese es el único acuerdo de su tipo en el sector azucarero. En sentido general, ambos economistas coinciden en que el redimensionamiento de la industria azucarera era una necesidad económica, condicionada por una realidad: la cifra de 155 centrales –tecnológicamente atrasados y poco competitivos con los precios del mercado internacional– era insostenible para el país. Eso sí, al desmantelar más del 65 % del sector se eliminó la rama industrial mejor distribuida de Cuba y la mayor fuente de empleo en la nación. Lo peor, explica Torres Pérez, es que en muchos casos no se crearon los sustitutos para los empleos y servicios que generaban los centrales a las comunidades donde estaban enclavados. Tampoco hubo, en su opinión, una

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estrategia definida, o bien aplicada, en la diversificación del sector. En 2011 surgiría el Grupo Azucarero AZCUBA, sustituto del MINAZ y subordinado al Consejo de Estado. La nueva institución heredaría un total de 57 centrales, 700 unidades agrícolas y una deprimida producción de 1,2 millones de toneladas. Eran los restos de lo que había sido, por tres siglos, el motor económico de Cuba. ***

Doce años después de su cierre, las ruinas del Central son los restos de un cadáver insepulto (Foto: Julio Batista)

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Dos años después de iniciarse la Tarea Álvaro Reynoso, en Cuba se seguían paralizando centrales y al Gregorio Arleé Mañalich, con 140 zafras en su hoja de servicios, le llegaría su turno el 14 de mayo de 2004. Ese viernes, cuando el pito sonó por última vez, aproximadamente a las cinco de la tarde, sus trabajadores salieron a festejar por todo el pueblo: habían sobrecumplido. Aquella caravana de gente feliz, con banderas y cláxones estrepitosos, funcionó como despedida. Era, sin saberlo, el entierro de una época, el fin de la vida que hasta entonces conocían. Desde ese momento el Mañalich entraba en la lista de las Fábricas Paralizadas. En aquella molienda sus campos de caña solo alcanzaron las 32,4 T/ha y el rendimiento industrial apenas llegó al 9,56 %. En ambos renglones el Mañalich estaba por debajo de la media para un país ineficiente. Tanto así que, para poder completar el último plan de azúcar –fijado en 23 788 toneladas–, fue necesario traer unas 35 600 toneladas de caña extra desde territorios cercanos. De nada sirvió que, entre todos los centrales ubicados hoy en Mayabeque, el Mañalich conta-

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ra con una fuerza de trabajadores estable y altamente calificada, ni que tuviera las mejores condiciones de comunicación por vía férrea con los puertos de Matanzas y Mariel, y por carretera con La Habana. Tampoco que el potencial de molida diaria fuera superior al de otros centrales como el Boris Luis Santa Coloma o el Manuel Fajardo. Ni que los campos circundantes, aun siendo ineficientes, produjeran el 70 % de la caña que necesitaba el ingenio. Ni siquiera que, en el mismo 2004, una inversión de 6,7 millones de pesos instalara una nueva caldera de 45 toneladas y un turbogenerador capaz de producir 6 MWh. En 2003-2004 faltó caña y, al final de la contienda azucarera, la cruzada del MINAZ contra la ineficiencia cerraría el lugar. La segunda chimenea del Central, construida desde 1983 y a la espera de aquella caldera por 21 años, no tendría una segunda zafra. Cuando paralizaron el ingenio había funcionado apenas por 40 días. Fueron necesarias tres asambleas para explicar el cierre del ingenio: una con los militantes del Partido, otra con todos los trabajadores y una última abierta al pueblo. En todas, la explicación fue la misma: al Mañalich lo cerraba el campo,

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no la industria. “No han sido capaces de tener su propia caña”, Mirza Alayón recuerda, como si la llevase quemada en la piel, aquella frase dicha en la reunión del 11 de junio de 2005 por Ulises Rosales del Toro, entonces titular del MINAZ. Casi todos los entrevistados repiten lo mismo: nunca se les dijo que el central sería desmantelado. La gran mayoría entendió –o les hicieron entender– que el cierre sería temporal. Doce años después resulta imposible asegurar, con exactitud, qué se les dijo. Sería –cuando mucho– la palabra de un pueblo dolido contra la de quienes decidieron por ellos. Luis Alberto Pérez es Soldador A, tiene 65 años y trabajó en el Mañalich desde 1967 hasta su paralización. En 2004 y con 53 años en sus espaldas decidió que no era tiempo de estudiar, para él la Tarea Álvaro Reynoso significó irse lejos de casa: tres zafras en el Manuel Fajardo y después al Boris Luis Santa Coloma, que no tenía fuerza de trabajo calificada. Cuando habla del cierre del ingenio, Nene –como todos lo conocen– la palabra que más repite es engaño. A la mentira le puso rostro, el de Ulises Rosales. “Ese hombre nos engañó”. Lo dice sin edulcorantes. Dice, también, que el entonces

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ministro reunió a todos los trabajadores en el Instituto Politécnico del batey y les aseguró que cerrarían un año para recuperación cañera, que debían conservar todo, que no se podía tocar ni sacar nada del ingenio. Esa versión coincide con la de Mirza Alayón (Jefa de Cuadros), Lázaro Alfonso (Subdirector Económico), Eddy Rojas (mecánico) y Roberto Sánchez (Jefe de Planta Eléctrica). A todos les hicieron creer que el tiempo muerto dependería solo de la producción agrícola. Sin embargo, para Juan Carlos Rivero –entonces subdirector de Inversión y Construcciones– y otros directivos del Central la explicación fue distinta. Ellos estuvieron presentes cuando se decidió el cierre definitivo. Juan Carlos, antes de irse a dirigir el Boris Luis Santa Coloma a finales de la zafra de 2004, ya sabía, ya le habían informado que el Central no volvería a moler. En aquellas reuniones con Ulises Rosales del Toro, el Mañalich dejó de ser un Complejo Agroindustrial y pasó a la categoría de Fábrica Paralizada. Para conservar el lugar quedó una brigada de trabajo a tiempo completo. Pero, antes del primer año, comenzaron a llegar las cartas. Eran la antesala del canibalismo.

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En los inicios eran documentos redactados sobre un modelo oficial en el cual solo cambiaban el nombre de las piezas que se extraerían, el destinatario y la fecha. Todas llevaban la firma de Ulises Rosales del Toro, únicamente el ministro podía autorizar cada extracción. Después la responsabilidad se delegaría al Departamento de Industria del MINAZ y las cartas llegarían mucho más a menudo. Durante 2005 y 2006 las piezas salieron en calidad de préstamos. Ese fue otro eufemismo, otra promesa. El préstamo ofrece la sensación de retorno, y el retorno la posibilidad de que, con suficiente caña en sus campos, el Central echaría a andar. En el Mañalich no hubo una orden expresa de desmantelar. Tampoco la intención de conservar la industria.

La maquinaria que no necesitaron se ha convertido en chatarra oxidada (Foto: Julio Batista)

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Eddy Reyes tiene 64 años y espera la edad de jubilación en el Boris Luis Santa Coloma. Él fue uno de los que participó en la rapiña. Contra su voluntad. Llave en mano, desmembró las instalaciones que había hecho antes: arrancó tuberías, chapas, válvulas y bombas. Eddy es mecánico desde hace 43 años y sabe que una válvula es apenas una pieza, una de las que ha ajustado y zafado miles de veces. Pero, con cada pieza que arrancaba, iba desmantelando, de a poco, 31 años de su vida. Juan Carlos estuvo al frente de la Fábrica Paralizada por dos años. Él fue uno de los que recibió las cartas redactadas en modelos oficiales. “En ese momento el país no tenía dinero para comprar insumos, ni piezas de repuesto para los centrales que sí estaban funcionando. No comparto la decisión, pero entiendo por qué se hizo”, asegura. Ya para 2008 la gente del batey había asumido que el Mañalich nunca volvería a ser una industria. En enero de 2017 el sitio es una mezcolanza de ruinas y óxido, un cementerio con los hierros que nadie necesitó, o que nadie quiso arrancar de allí.

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En 2015 la Unidad Empresarial Básica de Atención a Productores Agropecuarios (UEBAPA) Gregorio A. Mañalich promedió más de 56,9 T/ha y cosechó 259 623 toneladas de caña, asegura Félix Jesús Aponte, el último de los directores de Producción de Caña que tuvo el Central. Para cumplir el último plan de producción asignado en 2003, el ingenio necesitó 251 367 toneladas. Para ser rentable, afirma Lázaro Alfonso –subdirector económico del Mañalich entre 1995 y 2005–, solo requería 211 000, aproximadamente. Esas cifras solo sirven para cuestionar decisiones ya irreversibles.

Fuente: Elaboración propia a partir del Anuario Estadístico de Cuba 2015, información de la Sala de Análisis Nacional de AZCUBA y registros de producción de la UEB-APA Gregorio A. Mañalich.

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Sin embargo, los tres ingenios activos en la provincia han molido poco. Desde hace tres años, en Mayabeque ha quedado caña en pie. Si en 2004 al territorio le faltaba la materia prima, ahora lo que no tiene es dónde molerla.

El viejo apeadero del batey ya vio pasar sus mejores tiempos (Foto: Julio Batista)

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El legado directo de cerrar un centenar de ingenios azucareros a lo largo de toda Cuba ha sido una cifra similar de comunidades despintadas por el abandono y esparcidas en medio de los campos cubanos, que es como decir en medio de la nada; comunidades con ingenieros y mecánicos que, de un día a otro, no tuvieron fábricas que operar o reparar. La peor cara de la Tarea Álvaro Reynoso son las descoloridas imágenes del Central Luis Arcos Bergner, el Osvaldo Sánchez o el Camilo Cienfuegos. Nunca sabremos si durante el maratónico discurso del 21 de octubre de 2002, en el cual repasó la esclavitud, las guerras mambisas, las luchas sindicales, la historia del azúcar en Cuba, las relaciones comerciales con el campo socialista de Europa del Este, el número de estudiantes de educación primaria en cada aula, la calidad de enseñanza universitaria, la cantidad de escuelas construidas en La Habana y el porciento de asistencia a las urnas en 2002 en Artemisa, el presidente cubano se fijó en las caras de quienes lo escuchaban. Si, mientras informaba que 60 000 azucareros verían cerrar sus fábricas, olvidó el consejo que diera a Mirza Alayón y miró a los hombres a quienes la noticia les cambiaba la vida.

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Tampoco sabremos si lo hizo cuando aseguró que, en los centrales azucareros que habían dejado de moler cinco años antes, todo marchaba bien. “En nuestro país no ha sido una tragedia tener 50 centrales sin funcionar en el año 2002. Ningún trabajador quedó sin su protección, sus ingresos, no le faltó nada. Nuestro Estado socialista podía parar 45 centrales, sin que se enterara nadie; al contrario, en los centrales azucareros mejoraron muchas cosas, han ido construyendo viviendas, han ido mejorando la alimentación de los trabajadores, han ido haciendo hasta actividades de tipo cultural”. Eso, exactamente, les dijo. En 2002 esas palabras pronunciadas por Fidel Castro ante 10 000 trabajadores en el central Lavandero representaban un asidero. Representaban, si se quiere, un punto de referencia para mirar al futuro; una meta que, aseguraba el presidente del país, ya habían alcanzado otros. Dos años después de aquel discurso, el Consejo Popular Gregorio Arleé Mañalich aprendería que, cuando un central cierra para siempre, “muchas cosas” cambian. Pero casi nunca lo hacen para mejor. Si se quiere entender qué representaba la fábrica para su gente, sepamos esto: en la zona

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norte de Melena del Sur primero hubo central en 1863 y solo después vendría el batey Bayate. Fundado en 1879 con 62 casas y cerca de 150 habitantes, el lugar creció a la sombra del azúcar hasta convertirse en el segundo núcleo urbano del territorio. Ingenio mediante, allí se edificarían una biblioteca y una escuela pública; el Club Mercedita para los trabajadores; una capilla con capacidad para 100 personas (devuelta a la comunidad católica del asentamiento en 2013); un club social para celebrar bailes de salón, grandes cenas y proyectar películas; un terreno de béisbol; la estación de ferrocarriles más importante del municipio y un Instituto Politécnico que abastecería de mano de obra calificada a la industria. Por más datos, en el batey surgió Cúspide (1937-1939), única revista literaria emitida por un ingenio azucarero antes de 1959 y donde publicaron Dora Alonso, Emilio Ballagas, Josefina García Marruz, José Lezama Lima, Enrique Serpa, José Soler Puig y Cintio Vitier. De todo lo antes dicho, en 2017 solo escapan a la lista de ruinas el círculo social y el vie-

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jo apeadero del tren, ambos destartalados y con poco uso; la capilla, muy alejada de su antiguo esplendor; la biblioteca, convertida en vivienda; y la edificación del Politécnico, transformada en centro escolar mixto de enseñanza primaria, secundaria y técnica. El Central y el pueblo se detuvieron al unísono. Muerta la industria, el polvo creó una espesa capa de inmovilidad sobre el caserío. Después de 2004 la Tarea Álvaro Reynoso sumió al Mañalich y a su gente en un tiempo muerto que dura ya doce años. Desde entonces, de las “muchas cosas” solo han mejorado la cantidad de tierras sembradas de caña, que en 2016 sumaban 9 154 hectáreas (extensión equivalente al 40 % del territorio municipal), y el rendimiento agrícola de las mismas. Cuando cerró el Central, o mejor, cuando comenzaron a destrozarlo de a poco, también dejaron de asfaltar regularmente la carretera y los servicios decayeron. La fonda, habitualmente con sus tablillas repletas en los tiempos de zafra, ha pasado a ser casi un dispensario de rones nacionales y cigarros. Los rieles del patio de ferrocarriles, con capaci-

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dad para 300 carros de caña, fueron arrancados. Las actividades culturales se espaciaron hasta que la Casa del Azucarero quedó prácticamente en desuso. El transporte se redujo notablemente y ahora la manera más estable de llegar allí son los coches de caballo que enlazan al Central con Melena del Sur. El abastecimiento de productos, los servicios médicos y de comunales tampoco se beneficiaron. El antiguo puesto de viandas del batey está en manos particulares desde hace más de dos años. Sin trabajo en el pueblo y con demasiados años para comenzar a estudiar, hombres como Nene, Eddy o Roberto tuvieron que irse a otros centrales. Ellos también fueron piezas de recambio. Sin más futuro que los campos de caña y la incomunicación, muchos jóvenes del batey también se fueron, definitivamente. Nirialis Oto halló una solución intermedia: cambió su trabajo en los laboratorios de azúcar por el de cajera en el banco. Y no fue la única. Pero donde dice cajera, léase también tendero, maestra, contador, agricultor… Como paliativo, en el batey crearon la Fábrica de Pastas Alimenticias Gregorio Arleé Mañalich,

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donde recaló inicialmente el 50 % de la fuerza de trabajo femenina del Central paralizado, asegura Mirza Alayón. Llamarla fábrica es forzar la imaginación. Con una producción que no abastece de fideos al municipio, los retazos del ingenio – al fondo de la nueva instalación– resultan mucho más imponentes. La construyeron justo a la entrada del viejo Central y en sus jardines sembraron árboles frutales. Pareciera que la instalación fue pensada como cortina, como una manera de esconder el pantagruélico cadáver. La gente del pueblo, acostumbrada al ajetreo de la zafra, nunca ha conseguido hacer otra cosa que mirar el sitio con escepticismo y dolor. La productora de pastas alimenticias, desde su fundación, solo ha sido para ellos un símbolo de lo que perdieron. Hasta las ruinas casi no va nadie. Cual si fueran restos putrefactos, la gente evita pasar cerca o mirar. Bernardo “Pucho” Nuevo Guerra, a sus 84 años, es uno de ellos. Pucho –en los bateyes casi todos tienen un apodo que les sustituye el nombre– ha circunscrito su vida y su familia al ingenio. En 1949, cuando aún no cumplía 17 años, dijo tener diecinueve y medio para trabajar. Por el Central tiene

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dos cumpleaños, dos edades y una vida. Allí se jubiló en 1998. Aunque vive todavía en el batey, jamás ha vuelto. Tras el retiro trazó una frontera que nunca ha traspasado. Le oprime el pecho ver lo que ha quedado del ingenio Mercedita. Cuando lo explica, uno nota que Pucho habla de un dolor físico. Mirza Alayón tampoco mira el Central. Para ella, que vive en lo que antes fuera el hogar de los propietarios, es más complejo. No querer verlo es un ejercicio de rigurosa disciplina: la puerta de su casa apunta, directamente, al sitio donde antes hubo una industria. A Lázaro Alfonso el Central se le convirtió en obsesión. Una obsesión triste que lo ha llevado a reconstruir la historia de un batey. A estas alturas no está muy seguro de que todo tiempo futuro, necesariamente, tenga que ser mejor. Con 58 años, Lázaro espera que las “muchas cosas” cambien para mejor. Para él, eso solo significa que el Mañalich vuelva a moler caña. A Lázaro le queda algo de tiempo para esperar milagros. Pero Nene terminó en 2016. A finales de noviembre el Boris Luis Santa Coloma arrancó la zafra, como siempre lo hace. Antes, Nene hizo las reparaciones necesarias y se fue de allí. Cua-

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renta y nueve zafras entre los hierros de los centrales le permitieron decir basta y enterrarse en Mañalich con más de 2 000 pesos de chequera. Regresó a las ruinas del sitio donde comenzó a trabajar y donde también trabajó su padre. A estas alturas ya no le importa si el país cumple la zafra, pero sabe que en Oriente hay ingenios que han vuelto a moler porque los conservaron. Este Nene —negro, bajito, con pocos dientes y voz clara— no es un hombre rencoroso, pero no perdonará nunca que le mintieran en tres reuniones. La sensación de haber sido engañado lo carcome desde hace una década. Nene, a sus 65 años y siendo soldador A, se retira no porque le falten fuerzas. Lo hace porque está amargado.

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La invenciĂłn de la soledad Lianet Fleites





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A Laura Rodríguez Fuentes, que regresa. I. Prólogo Veinte personas aguardan bajo dos o tres manchas de sombra. Yo soy una de ellas. Ninguna de las veinte personas sabemos qué esperamos, es decir, queremos desplazarnos, pero no hay certezas de que eso ocurra. Es la parada del Crucero. Carmita tiene ese sol rapaz. Tiene el silencio. Tiene el estoicismo de todas las ruinas. Un grupo se desprende del resto y abandona la parada. Echan a andar hasta el batey, son siete kilómetros. —Testigos de Jehová. Van a predicar a Carmita –señala con el dedo una mujer vieja. Esta es una historia sobre la soledad.

Ruinas de la casa que perteneció al presidente Gerardo Machado, en Carmita (Foto: Lianet Fleites)

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II. Sobre el tiempo de antes “Hambre, hambre, mucha hambre”, dice un guajiro sin edad cuando pregunto por los tiempos de antes de la Revolución. El guajiro sin edad es Juan Herrera Portal, que en verdad sí tiene una porque nació el 8 de marzo de 1929, seis años después de que se construyera el central azucarero Carmita. Juan es un hombre antiguo. Hay un pórtico en la vejez que, al cruzarlo, se pierde la edad. Juan no solo lo cruzó, sino que puede mirar hacia atrás. “Hambre, hambre, hambre”, dice Juan, y cuando ya no le alcanzan las dos sílabas poderosas de “ham-bre” me arma una escena: —Los gatos de la casa dormían sobre las cenizas del fogón, que casi nunca se encendía. La propiedad del Central fue un billete premiado en la lotería de las hipotecas. De la Compañía Cuban Cane al Royal Bank of Canada, hasta los bolsillos de Gerardo Machado en 1929. —Carmen era una de las hijas de Machado. Por eso se llamó Carmita el central. Ningún registro histórico da fe de ello, pero es la única explicación que la gente del batey

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ofrece. Las nacionalizaciones del sesenta imponían una amnesia nominal. Calles, escuelas, o pueblos enteros dejarían de llamarse Fe, Buen Viaje o La Piedad para asumir una identidad marcial, ortopédica. A Carmita le llamaron Luis Arcos Bergnes, pero el nombre de muchacha pudo más que el mártir, que la onomástica forzada de los gobiernos, que el olvido. Carmita es un valle dentro de otro valle: Camajuaní. Es decir, Carmita es un hueco, una grieta, un ojo de huracán con cañaverales en el vórtice. Probablemente Machado, nacido y criado en esos valles, saliera en época de molienda al portal de su mansión –actualmente en ruinas– a mirar los ramales de líneas férreas como culebras en el sembrado. Los cañaverales son pliegues de tiempo, constantes, la esquina de la página que doblamos para retomar el curso de la historia. A Raúl Torres Acosta lo fusiló Batista en los mismos cañaverales que, años atrás, contemplaba Machado. La zona más bonita del batey es el barrio viejo. La Compañía Cuban Cane lo construyó para “garantizarles las condiciones de vida a sus obreros”, dice un folleto de lo que fuera la Delegación Provincial del MINAZ en Villa Clara.

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—Esas casitas en hilera las levantaron los propietarios del Central pa’ un grupo de obreros que ellos traían, no era gente de aquí. Eran los rompe huelgas del ingenio. A los dueños les convenía tenerlos porque evitaban revuelta –corrige Hero Oviedo, otro hombre antiguo. Pero ahí están, en pie, con sus maderos originales, el techo a dos aguas y esas fachadas de arquitectura colonial americana, que hacen de dos callejas en el centro de la nada una postal de Nueva Orleans. A simple vista Carmita parece muchas cosas, pero no me basta, quiero acceder a ella, deshilacharla. Insisto. Hero, Juan, Servilio, Julio, son hombres antiguos. La vida en Carmita no siempre fue esto, aseguran: —¿Antiguamente me preguntas tú? Antiguamente el güajiro era como asustaón. —Es verdad. ¿Y tú ves que la gente se queja hoy? Mira, yo le digo a mucha gente: “Chico yo estoy bien”, porque yo desayuno, almuerzo, como, y por la noche cuando me voy a acostar siempre como algo más, siempre tengo. —¿La vida del momento aquel? ¿Usted quiere saber? La vida era pésima. La Revolución me agarra a mí con 22 años, pero no se me ha olvi-

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dado. Era un tiempo hambriento malo. Después triunfa la Revolución y las cosas cambiaron. Cogimos un auge ahí, ¿no? —Yo quisiera hablar, porque los compañeros ya han hablado del tema. Quiero decirle, periodista, que a nosotros nos pesó mucho que este Central se cayera como se cayó, un centralito bueno. Ahora estamos como abandonaos. —De eso vamos a hablar más adelante, Juan, pa’ que no le desorganices la historia a la muchacha. Ella preguntó del tiempo de antes. —Nosotros estábamos esperando a que viniera alguien, periodista. —A que se acordaran de nosotros.

La torre del Central (Foto: Lianet Fleites)

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III. Sobre pérdidas Los síntomas de soledad impuesta incluyen alucinaciones, ansiedad, o distorsiones de la percepción y del tiempo. Los jóvenes suelen adaptarse mejor a la soledad que las personas mayores, dicen algunos estudios realizados por la Universidad de McGill, en Montreal, Canadá. La Real Academia Española entiende por soledad: Uno: La carencia de compañía. Dos: Lugar desierto o tierra no habitada. Tres: Pesar o melancolía que se sienten por la pérdida de alguna persona o cosa. Carmita tiene el Uno, es el Dos, y sufre el Tres. No veo, sin embargo, personas ansiosas o delirantes, sino reposadas, de serenidad molesta. La distorsión de la realidad o del tiempo ocurre una vez que te adentras, eso sí. Carmita tiene ese efecto retrospectivo, pero antihistórico. No se parece a nada en particular, sino que es un pastiche de muchos “todos”. —El marido mío era patrullero en Camajuaní. Hace dos años que está en el norte. Se fue ilegal,

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al segundo intento. La primera vez lo sorprendió la policía con la chalupa en la casa. ¿Se imaginan a los propios compañeros de trabajo cuando vieron que el de la chalupa era El Negro? –explica una muchacha al chofer del camión que nos lleva hasta el batey. Hay cierta dignidad en el paisaje. Cañaverales cadavéricos. Otros que no, pero tampoco parecen aguardar por la cosecha. Una bodega. Dos casas ya cosechadas, habitadas por gente vieja: maleza que se resiste a morir. Una escuela de piedra con una sola aula. Un cruce ferroviario y una estación de madera repleta de yerba, pero pintada de azul. Hay cierta dignidad en el camino áspero, en la muchacha abandonada por el esposo, en el camión de la empresa cárnica que nos lleva. El chofer suaviza la marcha y me hinca con el codo. —¿Las viste? —Sí –respondo. —¡Casi no se ven codornices ya! ¡Qué bonito! El Negro, las codornices… extravíos. Pregunto todo el tiempo dónde es Carmita, el chofer me dirá cuándo. A Carmita no le sirve un “dónde” sino un “cuándo”. El punto exacto de la geografía es insustancial: entre Vega Alta, Cama-

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juaní, Santa Clara, a un costado de la aorta provincial (la carretera a Cayo Santa María), en el medio de Cuba, en esa zona del cliché que hace de la Isla una postal verde. Sin embargo, Carmita tiene su propio tempo. La muchacha y yo nos bajamos. Ella se queja del clima. Veo las primeras naves de zinc, y unas columnas de hormigón muy altas: Carmita. Me tropiezo poca gente. Julio Moreno tiene una hija viviendo en el batey, pero Juan, Hero y Servilio no. Sus hijos se fueron. Los hijos de sus hijos a veces vienen de visita. Laura Rodríguez Fuentes es la hija de una hija de Cira Lucena, se marchó muy niña del batey, se hizo periodista. Los hijos de Juan, Hero y Servilio son científicos, médicos, dirigentes. El éxodo no solo tiene la forma de un barco artesanal. Cada cual construyó su propia huida y es ahí, en la fuga, donde El Negro se confunde con Laura, con el científico, con el médico y con el dirigente. En la calle una mujer vocifera que perdió el 13 en la bolita, que de guanaja perdió el “guanajo”. Además de su sentencia no hay otros ruidos. Cuesta creer que alguna vez fue Carmita el lugar más estruendoso de la zona. —¡El pito del ingenio! La gente contenta.

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Aquello daba gusto. El sonido se escuchaba por todos los alrededores. Se hace con vapor, un mecanismo ahí, pero se oye a muchos kilómetros. ¡Eso daba vida! –recuerda Armando Villanueva, quien fuera durante cuarenta años Maestro Azúcar del Carmita–. ¿Los setenta y los ochenta? ¡Qué época! El equipo de béisbol del Carmita era campeón de la Liga Azucarera. Todos los domingos había juego en el batey. La gente iba desde Santa Clara, desde todas partes, a ver los partidos. Villanueva no vive en el batey. Su casa siempre ha estado en Camajuaní. Aunque madrugara los días de la molienda y durmiera una que otra vez sobre pilas de bagazo, tenía su hogar bien lejos, y eso lo salva. Pero sabe del lugar sin tiempo que es Carmita, de la parálisis. —Un cementerio. Hacía muchos años que no iba. Mis compañeros de trabajo vienen hasta Camajuaní a buscar vida, porque allá escasean de casi todo, me dicen ellos. Hace un tiempo regresé al batey para el funeral de una amiga. ¡Lo que pasé para llegar! ¡Ese tramo del Crucero al pueblecito! ¡Y luego para salir de allí! No he ido más. Lo que hay en Carmita, tal y cual lo vemos, es lo que siempre ha habido, tal y cual lo vio Ma-

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chado, o Raúl Torres Acosta, o los hombres antiguos. Tal como lo vio Villanueva –el Maestro Azúcar y Secretario del Buró Provincial del Sindicato–, o como lo vio el balsero que abandonó a su esposa, o como lo ve la esposa abandonada por el balsero. Como lo ve el chofer sensible de la empresa cárnica, o Laura, o los hijos médicos, científicos y dirigentes. Es decir, físicamente sí, casi lo mismo, pero un poco más feo. El edificio del Central Luis Arcos Bergnes (denominación actual) se conservó siempre en su estado primitivo, sin sufrir ningún cambio en su estructura general después de 1959. —El centralito era el más moderno de Cuba cuando triunfa la Revolución –dice Juan Herrera Portal. Allí, después del sesenta y hasta principios del presente siglo, se construyeron una Escuela Primaria, un edificio como parte del fondo habitacional, tres postas médicas, una farmacia, un kiosco para la compra-venta de artículos en divisa, y una panadería para la distribución normada de la bodega. Casi imperceptibles en el paisaje. Con la Tarea Álvaro Reynoso, lamentablemente, se destruyó la industria más importante del municipio, uno de los centrales más eficien-

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tes del país, que empleaba al 82 % de los habitantes de Carmita. La Sala de Historia (lo que solo puede ser una Sala de Historia: muestrario, película en flashback, la memoria, si no de un pueblo, al menos de quienes la arman, pero igualmente válida). La Biblioteca Pública (en la actualidad existe habilitado un local mínimo con un rótulo a lápiz sobre la puerta: “Sala de Lectura”). Se destruyó el mecanismo de vapor que generaba el ruido; con el ruido, el tiempo; y con el tiempo, la secuencia de días y noches. Se levantó la maquinaria y se esparció la maleza. Lo que fue industria ahora es una mole troceada. Se prometió.

Julio Molina, 78 años, trabajador cincuentenario de la fábrica (Foto: Lianet Fleites)

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IV. Sobre la felicidad Nicomedes Hernández: Recuerdo aquella azúcar del setenta, parecía oro molido, un oro crudo. De solo verla daban ganas de llevarte a la boca un puñao. Hero Oviedo: Ir para el Central era como ir para un baile. Juan Herrera: Fíjate que yo entraba en el Central y creía que el Central era mío. Yo llegué a sacar la cachaza de 0,60. Yo vivía orgulloso de mi trabajo. Por eso me dolió mucho que el Estado eliminara el Central. Y si lo eliminaron, al menos que hubieran cumplido lo que prometieron. Servilio Portal: Tú sabes lo que representó el Período Especial. El tiempo en que el imperialismo planteaba que no íbamos a resistir, y por voluntad del pueblo echamos pa’lante. Fuimos capaces de seguir moliendo a pesar de las condiciones. Julio Molina: Todos los fines de zafra aquí se hacía una fiesta. Fiestas buenas, que daba el MINAZ con cerveza y música. Armando Villanueva: Círculo con K, es decir, calidad superior. Había un celo muy grande con el tamaño del grano, humedad del azúcar, polari-

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zación, color. Nunca nos viraron una torba para atrás en el puerto. Juan Herrera: Hubo un año que fuimos los más eficientes del país. Hero Oviedo: 1985. Molimos más de ciento treinta mil toneladas de caña. La zafra más grande que hemos tenido en la historia de Carmita. Ese año llegamos a moler hasta ciento setenta y cinco mil arrobas diarias. Pero la eficiencia estaba en el recobrado. Tuvimos un recobrado de noventa y una. Pa’ que me entiendas: de cada cien toneladas de sacarosa aprovechábamos noventa y una. La pérdida era de nueve. Armando Villanueva: Yo era Secretario del Núcleo del Partido, me sacaron de ese puesto y me pusieron de Secretario del Buró Provincial, pa’ desarrollar el Sindicato en Carmita. El Sindicato funcionaba, sí. El Sindicato se fajaba con la administración, digo “se fajaba” entre paréntesis porque no nos fajábamos a los piñazos, pero nos hacíamos escuchar. Había un núcleo fortalecido. Una vez cité a los trabajadores porque no podían pagarnos ese día, y el pago es sagrado. Le dije al económico: “A las dos de la tarde tengo asamblea general, ven a explicarles a los trabajadores por qué no se les paga. Estarán parados sin pro-

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ducir hasta que les rindan cuentas”. Siempre la administración colaboró con nosotros, debo decirlo. ¡Cuántas batallas gané yo en el Órgano de Justicia Laboral! Servilio Portal: ¿En qué año empezamos a exportar nosotros? Hero Oviedo: Ay, de eso sí no me acuerdo. Tendría que buscar en los papeles viejos míos. ¿En qué año fue que hicimos el azúcar a granel? Juan Herrera: A nosotros nos dieron 27 viajes a la playa en ese tiempo. Fue antes del setenta. Servilio Portal: Del setenta al setenta y cinco, ahí. Armando Villanueva: ¡A las seis de la mañana, en los tiempos de reparación, mojándonos y con tremendo frío! ¡Pal Central, en aquel camión lleno de cenizas! Había gente que dormía sobre el bagazo porque no había transporte en la madrugada, los del turno de las tres. Un día, locamente, el ingenio estaba parado, y yo que tengo buena letra y me sé expresar un poco, me senté en la oficina y puse: “Ministro (dos puntos) y tao tao tao”. El trámite no lo recuerdo pero llegó. La respuesta del ministro: que la guagua venía en camino, una Girón 5. Y la guagua está ahí todavía. ¡Muchacha! ¡Esas mojazones por la madru-

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gá! ¡Esos camiones llenos de ceniza! Y la gente no dejaba de trabajar, chica. Hero Oviedo: ¿El sueldo? Sí. El sueldo alcanzaba, y había estimulación. Aquí cogimos ventiladores, refrigeradores, se entregaron dos carros. La “dieta azucarera” en los ochenta. Viajecitos a la playa, comidas por ahí, esas boberías, pero uno trabajaba con gusto. Juan Herrera: ¡Y el centralito arrancaba sin petróleo! Con bagazo, palos, cualquier cosa que cogiera candela. Hero Oviedo: Yo quisiera mandarle una carta al Comandante Ramiro Valdés, porque la máquina se quedó ahí abandoná, y puede ahorrar miles de toneladas de petróleo, mucho dinero al país. ¡La briquetadora! Una máquina que inventé. Eso sustituye to’ la leña que se usa en los centrales, utilizando la paja de caña que se quema. ¡Somos pioneros de eso! Paja de caña namá no, paja de maíz, paja de arroz, la paja de frijoles, todo servía. Se dice “bri-que-ta”. Tú le echas la paja a la máquina por una parte y después sale un tarugo, como si fuera un trozo de palo, por alante. ¡Ah, de eso yo tengo un montón de premios! Yo soy, ¿cómo le llaman ellos?, innovador de la briqueta en Cuba.

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Servilio Portal: ¿La última zafra del Central? Año 1999. Hero Oviedo: Lo que no se cumplió nunca fue lo que prometieron. En 1999 tuvimos una visita de Carlos Lage, el que después le falló a la Revolución. Yo estaba en el Núcleo y participé de la reunión. Él habló de un presupuesto de ochenta y seis mil pesos para hacer un restaurante en el Círculo Social. Trajeron cuatro sillas, cuatro mesas. A lo mejor ese dinero se lo cogió alguien para un fin particular. Julio Molina: Hemos estado… no es la palabra, pero como un poco “abandonaos”… de los demás organismos. ¿Entiende cómo es? Yo no he visto esa preocupación de hacer algo pa’ que el pueblo tenga un bienestar. Armando Villanueva: Se hablaba de poca rentabilidad. Fue lamentable que desmantelaran ese Central tan pequeño y eficiente. Pudo preservarse, creo yo. Se manejaron una serie de cuestiones políticas que uno no conoce. No puedo comentar sobre lo que no sé. Yo estaba de Secretario del Núcleo y vinieron los organismos competentes del nivel municipal y provincial. La reunión fue en el cine, con todos los factores, tanto de la Industria como de la Agricultura.

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Ay, chica, no recuerdo la fecha exacta. Se habló de construir una piscina en el enfriadero, del asfaltado de las calles. Iban a vender dulces, traerían grupos musicales. Recuerdo que se paró un muchacho y dijo: “Todas esas cosas que usted está diciendo se harán los primeros días, después no habrá nada”. Hero Oviedo: Eso me costó a mí hasta un disgusto con el Partido. Imagínate que querían hacer la Biblioteca Pública debajo de la torre del Central: un peligro. Todo aquello lo desbarataron: la Biblioteca, la Sala de Historia. Se perdieron las fotos de los internacionalistas, de los cincuentenarios. Julio Molina: No, no, el MINAZ. El libro de proyectos con todas las obras que se iban a construir en Carmita lo conformó el MINAZ. Aquel libro era como eso que hacen cuando se va a construir un edificio. ¡Un proyecto! Se iba a levantar un bar, una pista, una biblioteca nueva. ¡Era un fenómeno! El compañero que tenía el libro me dijo que había seis millones de pesos pa’ gastar en las obras. Quedó en papeles. Juan Herrera: Después que dijeron lo del desarme del ingenio más nunca puse un pie allí. Aquello me dolía mucho.

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Julio Molina: Lo vendieron todo por chatarra a Materias Primas. Hero Oviedo: Me metí y les dije: “¡No le den más mandarria que ese tándem está entero!”. Todo lo picotearon. Un día no me dejaron entrar más. Que era orden de la dirección del Central, decían. “Oye, Hero, olvídate de eso que ya tú no tienes central”. Gente que ganó tres mil pesos en la quincena por desarmar. Mientras más hierro picaban más ganaban. Eran los propios obreros de la fábrica.

Restos de la antigua industria y la maleza cubriendo parte del espacio (Foto: Lianet Fleites)

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V. Notas al margen 1. Los jóvenes representan el 18,3 % de la población en Carmita. El total es 2 279. Pudiera reunirse toda la población joven en una parada o la cola de la bodega. Cualquiera podría memorizar los nombres de toda la población joven del pueblo. 2. El sector no estatal de Carmita se traduce en dos cafeterías. 3. Se sale o se entra del batey, con “certeza”, de tres formas: en el ómnibus Camajuaní-Vega Alta, todos los días, a las 6:00 a.m.; en el ómnibus Camajuaní-Carmita a las 5:00 p.m. (solo martes y jueves); o en el tren Vega Alta-Santa Clara a las 6:00 a.m. No existe transporte no estatal (legal, al menos, no). 4. Carmita no cuenta con alumbrado público, aunque sí con corriente eléctrica y teléfono, dice optimista un informe del departamento municipal de Planificación Física. 5. Con el desarme del Central se habilitó una granja agropecuaria para el consumo del batey. Desde 2011, la granja forma parte de una Unidad Empresarial de Base, es decir, no los abastece de alimentos.

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6. Nicomedes Hernández se jubiló con una chequera de 178 pesos, que luego se elevó a 270. Sacó una licencia de limpiabotas. Cobra tres pesos por los zapatos de vestir, y cinco por los de trabajo. El mes pasado pagó 100 pesos de corriente eléctrica. Tiene 70 años y pocos clientes. 7. Hero no sospecha que, sin quererlo, es héroe. 8. El desarme fue íntimo. La gran obra se construyó en un plano inconsciente. 9. La historia del Carmita parece la metáfora de un ciclo productivo de la caña: corte, molienda, desarme, tiempo muerto. Y ahí, en el último estado –ese que antecede a la prosperidad–, algo se detuvo. Eterno.

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Los huesos del cimarrón Jesús Arencibia Lorenzo





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Cuánta esperanza forjaba en la zafra el campesino, como si fuera el destino de todo lo que añoraba. Darío Espina Pérez

A lo lejos, entre palmas, la torre del central Orozco es la única palma sin penacho. Su penacho de humo, que era el más alto y trazaba en el aire la suerte del batey, hace 15 años solo tizna el recuerdo. Si uno fuera supersticioso –y en Orozco no es difícil serlo– diría que algo maldito le ha caído a todos los signos del azúcar en este pequeño poblado de Bahía Honda, Artemisa, desde que en 2002 el trapiche obtuso del país moliera, como una caña desechable, la vida de decenas de bateyes azucareros, para sacar un guarapo que, a la postre, ha sido más bien amargo. La tienda La Zafra está cerrada por reparación, y sus funciones han sido trasladadas a un antiguo comedor obrero. La Casa del Azucarero, otrora

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mansión de los dueños del ingenio, se está usando como funeraria, pues en la capilla del barrio el único velorio que ya se sostiene es el de ella misma, muerta de comején y abandono. A un primer golpe de vista, únicamente reluce en el asentamiento, pintada de verde, la Sala de Rehabilitación, llamada Pablo de la Torriente Brau, igual que muchas otras instituciones locales, empezando por el difunto central; aunque la gente, con la terquedad de la costumbre, siga llamándolo todo “Orozco”. Allí estuve, los días 27 y 28 de febrero de 2017. Y escuché. Y vi. Anduve las calles y los recuerdos entre la melaza del olvido y la maleza del presente. Solo la torre habla alto de lo que fue aquí la molienda. Lo demás es un murmullo, un eco pertinaz de alguna mocha oxidada. Al pie de la chimenea, como epitafio, la inscripción con el primer nombre del coloso: “Ingenio La Luisa: 1810-2002”.

Maurilio, para quien no lo conozca bien, es simplemente el historiador de Orozco (Foto: Jesús Arencibia)

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Maurilio (I) —¿Cómo llego a su casa? –pregunté por teléfono luego de la presentación de rigor y previas referencias de amigos comunes. —Usted no se preocupe. Cuando se baje en el Batey de Orozco, a cualquier perro que vea merodeando le puede preguntar dónde vive Maurilio. Seguro le indica. En efecto, incluso antes de bajarme del viejo camión de pasajeros, ya tenía cuatro o cinco recomendaciones de cómo encontrar la casa de Maurilio. Así, a secas, sin el Concepción y Domínguez que completan su identidad oficial, conoce y reconoce todo el mundo a este hombre. Alcalde sin alcaldía. Profeta con tardíos seguidores. Tipo sincero y “atravesado”, que para quien no lo conozca bien es simplemente el historiador de Orozco. A mí, después de observarlo, oírlo y provocar su cortante sapiencia por más de tres horas, me lució un típico cimarrón, como lo llamó la etnóloga y escritora Natalia Bolívar, con el peligroso machete de las ideas. “Los estudios de la industria azucarera son trabajos de Teratología: ningún ingenio es igual a otro. No existe ingenio tipo y, por consiguien-

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te, no existe comunidad tipo de los ingenios”, me advierte de sopetón en cuanto arranco a grabarlo. “Por ejemplo, aquí en Bahía Honda, Harlem fue un ingenio que hicieron al lado de un pueblo; sin embargo, el Orozco, después Pablo de la Torriente Brau, fue un ingenio que surgió como una pequeña plantación en el siglo xix y en su evolución llegó a ser un pueblo. Y eso no es poca diferencia”, me explica, ya dentro de su pequeño quiosco de cuentapropista, forrado con cartones y zinc, en lo que fuera una vieja parada de guaguas. Ahí vende tarjetas de recarga telefónica y otras menudencias como agente de la Empresa de Telecomunicaciones de Cuba S.A. (Etecsa). También atiende el teléfono. Una y otra vez. Porque para cuanto lío se pierde en el pueblo la gente lo busca. Buscan su voz grave y definitiva, y encuentran el rumbo. “Del ingenio dependía la población de aquí. Y en el país sucedía lo mismo, con millones de personas… y sabes lo que significa de pronto desarticular y dispersar toda esa fuerza de trabajo. Yo protesté. Mandé cartas a todas las instancias, hasta al ministro del Azúcar, con datos, con estudios, con razonamientos. Nadie me escuchó.

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”En un lugar donde trabajaban tantas personas, una comunidad completa, que de un día para otro se acabe eso, y entonces ponerlos a estudiar y pagarles, sin trabajar. ¿Qué pensamiento fue ese, chico? Además, ¿cómo le van a poner Álvaro Reynoso a eso, a la destrucción de la industria azucarera en Cuba? El nombre del padre de esa industria. Uno ve eso y le da por pensar que tiene su trastienda…”. —Oye, Maurilio, ¿por fin lo de la tubería de seis pulgadas qué? –le pregunta un guajiro recio en camiseta. —Hay que ver eso –dice él. Luego descuelga el teléfono y reparte dos o tres indicaciones. La gente pasa y lo saluda. Casi como un ritual imprescindible. —Cuatrocientos y tantos trabajadores tenía ese central –evoca mirándome fijo–. Y súmale a eso sus familias. De ahí, unos pocos fueron a trabajar al Harlem, a unos 20 kilómetros de aquí. Los demás, a estudiar. Se graduaron y qué. ¿Dónde están trabajando después de hacerse ingenieros o técnicos? Porque la empresa agropecuaria que vino a ocupar esta zona, solo asimiló unos cuantos.

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El ingeniero (I) El ingeniero se mece despacio en su sillón de madera. No quiere que lo grabe. No quiere que mencione su nombre. La entrevista será toda así, como quien intenta narrar, pero no puede, al menos no de frente. El machetazo a estas memorias hay que tirarlo chanfleado. Se habló mucho, dice, de crear otras instituciones en el pueblo: una fábrica de caramelos, una fábrica de fideos. “Al final no se hizo nada. Prometieron y prometieron y no cumplieron nada. Lo que sí hicieron fue quitar y quitar. No quitaron el politécnico de milagro”. Cuenta que indicaron hacer un estudio a todos los inspectores de campo –él entre ellos–. Un estudio integral que incluía rendimiento de 20 zafras atrás, análisis de fertilidad de suelos, nivel de mecanización y otros tantos parámetros. “Buscamos la información rapidísimo, se compiló todo y se envió al Ministerio. Antes de que se dieran los resultados, mandaron a no sembrar una caña más. Sin embargo, en la investigación, de los centrales de Pinar del Río (Bahía Honda, antes de la última división político-administrativa, pertenecía a Pinar del Río), quedaron en este orden de mejores condiciones: el Pablo

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de la Torriente Brau, el Sanguily, el Harlem y el 30 de Noviembre”. —Y quitaron solo los dos mejores –deduzco en voz alta. —Exacto. Después, recuerda, vinieron muchas estructuras de producción agropecuaria. “Y casi nunca han escuchado a los obreros y a los campesinos para configurarlas”. “Aquel año del cierre ya había unas 70 caballerías preparadas en los surcos cuando llegó el fax de La Habana: no siembren nada, no toquen un surco. ”A las UBPC que se crearon más tarde se les dio financiamiento. Se trajeron rastras enteras de posturas de mango, aguacate, guayaba. Pero, que yo recuerde, eso solo dio buenos frutos en la UBPC La Herrería”. El Ingeniero no demoró más de un año allí después de la debacle. Luego ha pasado por varios trabajos. Su título universitario de Agronomía, que alguna vez presidió esta sala, recaló en el fondo de un escaparate. Casa del Azucarero, hoy funeraria provisional (Foto: Jesús Arencibia)

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Bagacillo (I) Estamos en el parque. Al frente, la antigua mansión de don Casanova, el dueño del ingenio antes del triunfo de la Revolución. Mansión que devino Casa del Azucarero. Casa del Azucarero que devino (provisionalmente) funeraria. Un pequeño grupo espera a la vendedora del periódico. —Un crimen, periodista, eso fue lo que hicieron. —Valga lo de la Zona de Desarrollo del Mariel, que si no… —Eso que tú ves allá era la pesa… y más allá estaba la caldera. —Mira, esta bomba de vapor al vacío era la que llevaba antiguamente el guarapo pa’ la caldera. —Las locomotoras se las llevaron todas. —Seguro están allá en la Habana Vieja, en el parque que está al lado del Capitolio. Y mejor así, allá Eusebio Leal las cuida. —A ver, periodista, ¿por qué aquí no pudieron hacer lo mismo que con el Jesús Rabí, de Matanzas? Ese lo embalsamaron en grasa y a los 10 años volvió a moler.

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—Espera que aquí van a moler de nuevo… Lo verán mis bisnietos. —En Orozco to’ el mundo cortaba caña, y ahora nadie quiere coger el machete. ¿Quién quita el marabú? —Que paguen bien pa’ que tú veas.

José Antonio Sotero Suárez (Foto: Jesús Arencibia)

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Para salir adelante, hay que salirse Sin bajarse de la bicicleta, José Antonio Sotero Suárez recuesta un brazo en la tarima del quiosco y comienza a hablarme de los planes que sobrevinieron a la calamidad. “Muchos proyectos: de ganado ovino, caprino, de los búfalos, incluso de conejos, pero a eso no se le dio seguimiento. Había personal calificado para ello. Y no se les dio seguimiento. Y murieron. Fue una fiebre del momento”. —¿Por qué?, ¿por responsabilidad de quién? ¿De los pobladores? –pregunta, retórico. Máster en Agroecología y Agricultura sostenible, luego de laborar en la parte agrícola del Pablo, José Antonio pasó a ser inspector de la empresa eléctrica, de los grupos electrógenos. Ahora está cultivando y criando ovinos y vacas, en tierras en usufructo. Fue de los profesores de la Tarea Álvaro Reynoso. Impartía clases de Biología Animal y Zootecnia general. Le pregunto por la proporción entre la gente que entró a estudiar en aquel instante y los que finalmente terminaron. —Casi todos terminaron –contesta rápido–. O el curso de nivelación, o el técnico medio o

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la ingeniería. Se les pagaba lo mismo, incluso un poco más, que cuando estaban en el central. Hubo hasta ingenieros agrónomos que después hicieron una segunda carrera, sostiene con orgullo. —¿Y cuántos hoy están en eso? –tercia Maurilio, que nos observa desde la otra esquina del punto de venta. —Muy pocos –admite José Antonio con los ojos entrecerrados–. El problema –se defiende mirándome fijo– es que la agricultura en Cuba la quiere dirigir todo el mundo. Y esto es una ciencia. Una ciencia, pienso, y también una tradición. Un sentimiento. Una ética. El padre de Lázara Loredo Azcuy, José Loredo, estuvo más de medio siglo como mecánico en los trajines del azúcar. “Vivía más en el central que en mi casa”, rememora ella. Y cuando allá en Cuatro Vientos, a 2 kilómetros del Pablo, el viejo sentía desde su cama algún ronquido sospechoso, sabía que dentro de muy poco tendría que meter las manos en algún engranaje. “Él se conocía una por una todas las piezas del ingenio”, suspira la hija. Así, lo mismo a las 12

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de la noche que a la 1 de la mañana, estaba José embarrado de grasa y miel, acariciando las entrañas metálicas del Pablo. “Se deprimió mucho cuando vio el central destruido. Falleció en 2004. Aquí hubo viejitos, como él, que echaron su vida en esa maquinaria. Se les acabó todo cuando se acabó la zafra”. Lázara, trabajadora de Comunales, es la encargada de que cada día el parque donde está la máquina al vacío amanezca limpio. Conversamos en el patio de la antigua Casa del Azucarero, a unos pasos de la campana original de La Luisa, que data de 1815. Esa reliquia que Maurilio logró rescatar y devolver al poblado desde 2008 y que cada 1ro. de julio el historiador hace circular por todo el pueblo con una espontánea procesión detrás. En esa fecha, también, autorizan a que se queme algo en la chimenea del central para que, aunque sea fugazmente, Orozco vea, de año en año, el humo de la memoria. Cuatro hijos tiene Lázara. Ya los dos mayores buscaron vida fuera del pueblo: ella, enfermera en Artemisa; él, militar en San Antonio. “El que ha salido adelante en este lugar, es porque ha sa-

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lido de este lugar. Pa’ ser algo debes salirte de aquí. Y no es justo. Porque este es el pueblo de uno”, dice Lázara y me señala nostálgica la carretera.

La campana (Foto: Jesús Arencibia)

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Maurilio (II) Claro que el Pablo tenía problemas. Que la industria tenía problemas. Que el país tenía problemas. Como dice Maurilio, y uno comprende, porque lo vivió y lo vive, se desvirtuaron muchas cosas. “Imagínate”, me zarandea perentorio, “un dirigente del Partido como director del Complejo Agro Industrial. ¿Qué sabe de eso? Luego tiene que pararse frente al pueblo y explicar… Porque creían que eso era política, y no, era economía. Que es la base de la política. Usted a pura política no rige una empresa, tiene que hacerlo con los elementos que estructuran el sistema empresarial. Ese es uno de los desenfoques que han llevado en Cuba a estos fenómenos”. Según apunta el profesor y periodista Luis Sexto, en su libro La aparente cordura de las cosas (2016), “solo ocho ingenios se construyeron [en la Isla] después de 1959, el último de ellos en 1980. Antes de la reestructuración azucarera operaban 156 fábricas de azúcar. Quedaron en activo menos de un tercio”. La reestructuración, según documentos emitidos por el entonces Ministerio del Azúcar (MINAZ), “fue cuidado-

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samente estudiada por lo trascendental de este paso”. En el año 1996, rememora Maurilio, comenzó a alertar sobre las dificultades del Pablo. “Cuando clausuraron el central Martí, yo hice un documento que se leyó en la Asamblea de Producción del Pablo: en esencia, decía que si no tomábamos medidas íbamos a llegar a la misma situación. Por indisciplinas. Bueno, ahora se les llama indisciplinas, pero eso se llama corrupción. Aquí había personas que ‘trabajaban’ en un mes 44 días, y lo que es peor, los cobraban. Eso se descubrió. Y al final los botaron”. Parte de la conversación transcurre en su casa, a unos 10 metros del punto de venta. Le falta iluminación a la vivienda, pero todo descansa en un orden singular, como detenido en la memoria. En las ventanas, donde debían ir cristales, Maurilio ha improvisado con zinc y cartones. Sobre los muebles, resistentes veteranos, hay papeles, fotografías, libros. Un reloj de péndulo sobresale como reliquia casi de museo. También hay símbolos de Akaró, el orisha sobre el que más ha investigado el historiador. “Es un orisha de familia, de origen arará, y tiene su fuerza en la política”, me aclara.

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Registra en un par de viejos folletos y continúa ilustrándome los relajos que llevaron a la ineficiencia. “Imagínate a un jefe de brigada de pailería, que atendía cinco brigadas: por cada hora de trabajo voluntario que le ponía a estas brigadas, él se ponía 5, porque, supuestamente, debería estar y controlar a todos los grupos. Así, por supuesto, llegaba a acumular 44 días de trabajo en el mes”. Con orgullo, me relata que mientras fue económico del central, en un año le rebajaron 200 000 pesos de gastos, solo en concepto de ajustes, reacomodos, nada más. “Ah, pero hubo obreros a los que les metieron en la cabeza que yo les estaba quitando salario”. La oralidad, pienso, es su fuerte.

Restos de la maquinaria (Foto: Jesús Arencibia)

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El ingeniero (II) “Toma un buchito de café”, casi me exige la mujer del ingeniero, y enseguida aclara que es del bueno, de afuera, porque el mezclado con chícharo que mandan a la bodega aquí en Bahía Honda es malísimo. En esta zona, detallan los entendidos, la caña de azúcar poco a poco fue desplazando al café en una porfía de siglos. Ahora parece que el marabú terminó ganándoles la apuesta a ambos. Al interior de los centrales, admite el ingeniero, venía fallando la capacitación, la atención al hombre, la solución a necesidades básicas de casa, de transporte. Y cada vez que un técnico o un obrero o un campesino se decepcionaban y se iban, se perdía cultura y eficiencia. “Este central tenía su ferrocarril, su transporte garantizado, que es lo que más cuesta en la industria azucarera. Y no lo tuvieron en cuenta. En el tiempo de zafra había una ambulancia parada permanentemente a la puerta del central, y en tiempo muerto servía al policlínico. ¿Dónde está ahora? ”Después intentaron desarrollar un plan bufalino. No había quién los aguantara, ni cercas apropiadas para eso, ni monteros preparados

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para lidiar con esas bestias. Se regaron en la costa de Blanca Arena. Hicieron tremendo daño a campesinos y sembrados estatales. Al final tuvieron que quitarlos, con mucho trabajo. Los pudieron recoger y se los llevaron. Digo, los que quedaron, porque también la gente se comió unos cuantos”. ¿Por qué el Pablo, le insisto, con su historia y su capacidad de molienda respaldada por décadas? —Mira, qué sé yo. Si quieres puedes poner ahí que por fatalismo geográfico. Hay también otras historias. Unos meses antes del cierre hubo una visita sorpresiva, en la madrugada, del entonces ministro del Azúcar y una comitiva del Ministerio. Detectaron muchos problemas: desde tractores dando carreras en las calles de Bahía Honda sin sus carretas de caña enganchadas, hasta llegar al central y no hallar a ningún técnico en el laboratorio. El informe de la visita fue demoledor. Y hay quien dice que eso selló la suerte del ingenio. Alumnos de la Tarea (I) Álvaro Reynoso Valdés (La Habana 18291888) fue una de las figuras más destacadas de la ciencia cubana en el siglo xix. El Ensayo sobre

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el cultivo de la caña de azúcar (1862) es considerada su obra cumbre. La “Tarea” que llevó su nombre, según la enciclopedia colaborativa cubana ECURED, consistió en un “proceso de reordenamiento de la agroindustria azucarera cubana” y tuvo “como razón fundamental, el cambio de objeto social del sector”. Para la fuerza laboral desvinculada, de miles de trabajadores, se creó “por primera vez en la historia el empleo de estudiar”. En su discurso durante el acto inaugural de los Cursos de Superación para Trabajadores Azucareros, el 21 de octubre de 2002, el entonces presidente cubano Fidel Castro aseveró: “Felizmente, junto a la necesidad de reestructurar, buscar solución para esos trabajadores, surgió un plan de superación para todos los trabajadores de la industria azucarera que deseen utilizarlo, y hasta este momento, ¿cuántos son los que optan por el programa de estudio como empleo? […] Treinta y tres mil ciento setenta están inscritos. ¿Y saben cuántos hay en total inscritos en el curso que comienza en este histórico día? Ochenta y cuatro mil doscientos setenta y uno”. Eliober Veitía Morillo, profesor de Agropecuaria en el Centro Mixto Pablo de la Torriente Brau (Foto: Jesús Arencibia)

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Como midiendo las pausas para decir con justeza, el hoy profesor de Agropecuaria en el Centro Mixto Pablo de la Torriente Brau, Eliober Veitía Morillo, exprime su memoria. Él trabajaba como Jefe de Lote en las tierras del central y ni por asomo pudo sospechar que algo como la demolición les vendría encima. “Fue cuando el central de nosotros estaba más preparado para hacer cualquier tipo de zafra. Imagínate un central con capacidad de moler 250 000 arrobas diarias. Un central con áreas de caña que estaban casi a más de 50 000 arrobas por caballería”, razona enfático. Estamos sentados en su departamento docente, y Eliober no puede evitar la ironía de contarme que incluso por cumplir “hasta se sobrecumplió el plan del desmantelamiento, que se proyectó para dos años y en un año se tiró abajo completo”. Tal vez, medita con nostalgia, si se hubieran demorado lo previsto, hubiésemos podido salvarlo, alguien hubiera pensado en alguna forma para salvarlo. “Compadre, la gente emigraba para acá para Orozco, por la vida que había aquí. Y después de eso, lo que han hecho todos es irse”.

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Durante seis años, estudió Eliober Ingeniería Agropecuaria a instancias de la Tarea Álvaro Reynoso. Durante ese tiempo le mantuvieron su salario de 416 pesos mensuales. Y tenía derecho, los días de estudio, a una merienda y a sacar ticket de almuerzo en el comedor de la escuela. Después de un año de nivelación docente, de adaptación, los que pasaron para la carrera vencían cuatro asignaturas por semestre. Entre ellas: Topografía, Suelos, Riego, Drenaje; también Física, Química, Matemática, Bioquímica… Para los que como él llevaban años sin tomar las libretas, la cosa de entrarle de nuevo al surco del estudio no fue fácil. “Imagínate, cuando tú trabajas con bueyes, aprendes de bueyes, no es que se te desarrolle el lenguaje”. A Yoel Conde Puentes, que habla tanto con las manos como con la voz noble y los ojos caídos, se le hacía más difícil aún reincorporarse al aprendizaje. Soldador del central desde el año 1984, lo último que había hecho de superación antes del planazo de 2002 fue terminar un técnico medio en Maquinarias Azucareras, en 1991. “Desde ese entonces más nunca había estudiado”, recuerda aún sorprendido.

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En su memoria se pierde el momento exacto en que dijeron que lo de parar el central era definitivo, no para preservarlo, como alguien sugirió, sino para demolerlo. Lo que sí guarda nítido en sus imágenes es cuando comenzaron a desmantelar la caldera, que había costado cientos de miles de pesos. En tiempo de zafra, me cuenta, en el ingenio trabajaban cuatro brigadas en turnos rotativos y cada brigada tenía decenas de trabajadores. Había un turno de labor de 11:00 a.m. a 7:00 p.m.; otro de 7:00 p.m. a 3:00 a.m., y otro de 3:00 a.m. a 11:00 a.m. Y una brigada de cubrefrancos. El curso natural de la vida era graduarse de cualquier cosa, o simplemente llegar a la mayoría de edad y entrar en el central. Sin pensar hasta cuándo. “Yo me hice hombre ahí, entre esas máquinas”, dice y aprieta las manos frente a la cara. Sin embargo, no le falta sinceridad para reconocer que jamás hubiese pensado que llegaría a ser ingeniero. De los primeros graduados, en 2008, junto con Eliober y María Eugenia, que ha permanecido callada a nuestro lado. Después de graduarse lo ubicaron como Jefe de Grupo Técnico en la UEB Camilo Cienfuegos, perteneciente a la recién creada Empresa

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Agropecuaria Pablo de la Torriente Brau. Más tarde, esa agropecuaria la fundieron con la de Bahía Honda. Y hubo un momento en que, para mejorar, se acercó a la docencia. Imparte ahora clases de Soldadura, su antiguo oficio. Y gana 608 pesos, 200 más que en la empresa. Esbozando una semisonrisa de saber femenino frente a estos tres serios rostros de hombre, está María Eugenia Urquiola, mulata achinada con 18 zafras a cuestas, antes de que clausuraran la producción. Ejerció en ese tiempo como Químico Azucarera, Jefe de Turno en el Laboratorio del Central, Químico B e Inspectora del Proceso. Hoy imparte clases de Dibujo Técnico en el Centro Mixto, adonde recaló tras haber sido Directora del Puesto de Dirección en la Empresa Agropecuaria, hasta 2013. —Ustedes aprovecharon al máximo lo que estudiaron en la Tarea, y hoy lo están aplicando, pero ¿y los otros, cuál fue el destino? –pregunto.

María Eugenia Urquiola (Foto: Jesús Arencibia)

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María Eugenia responde que “la gente encontró vías”. Algunos se fueron a hacer guardia, otros a dar clases, otros a trabajar por cuenta propia. Todo el mundo salió a buscar vida. “Había que hacerlo, porque nos quitaron el central, nos quitaron después la Empresa Agropecuaria… La localidad del Pablo sufrió mucho”. El padre de Eliober fue purgador de azúcar en el central; el de Yoel, tenía colonia de caña, igual que sus seis hermanos. Así, también, parte de la familia de María Eugenia. En una pared, como veredicto de hierro, una frase atribuida a Martí: “Un hombre honrado, jamás será rico”. Es demasiado fuerte esa sentencia, les digo. Los tres sonríen casi con estoicismo. Después, intrigado, busco y encuentro la idea martiana original, en el perfil que dedicara el Maestro al venezolano Cecilio Acosta: “si [se] es honrado y se nace pobre, no hay tiempo para ser sabio y ser rico”. En la vida, tristemente, a veces triunfan las malas versiones.

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Bagacillo (II) En uno de los viejos locales del Gigante de Orozco, asalta lo que fuera una consigna. Porque hasta las consignas quedaron mutiladas de aquel golpetazo. En la pared donde debía decir: “Solo trabajo necesitamos”, la incrustación de un ventanal, para readecuar el espacio como vivienda, desapareció la palabra trabajo. Pero en el parque frente a la antigua Mansión de Casanova, donde por recomendación de Moreno Fraginals y empeño de Maurilio se logró colocar esta maquinaria al vacío, lo único que parece importar, casi a las 9:00 a.m., es que no llega la mujer de los periódicos. —Mira, aquí mismito, en este parque estaba la estatua de Casanova, el dueño antiguo del ingenio. De bronce completico. Y se perdió. Y ni Maurilio pudo hacer na’. —Allá arriba, si tú caminas, te encuentras la fábrica de hielo. Esa producía to’ el hielo de la molienda. Y la dejaron perderse. Bueno, qué no dejaron perderse en Orozco.

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Alumnos de la Tarea (II) “Auxiliar de funeraria”. Ese es el encargo que finalmente le tocó a Alina Valido Martínez. Antes de la clausura ella trabajaba en un punto de venta del Coloso, en el entronque de Orozco, a unos tres kilómetros del batey. Vendía productos agrícolas. Gracias a la Tarea, a la que entró con más de 40 años, hizo un técnico medio en Agronomía. Durante ese tiempo le pagaban más de 300 pesos mensuales, siguiendo su mismo salario del tiempo del azúcar. No le gusta mucho que la fotografíen, pero tras la insistencia accede, en el portal de la Casa del Azucarero. Dentro, la pizarra informativa de esta capilla provisional tiene los renglones aún vacíos: Nombre del fallecido: _______________ Hora en que falleció: _______________ Hora de entierro: _______________ Lugar: _______________ Le pregunto si no había algún otro empleo relacionado con su técnico medio. Al terminar, me cuenta, la pasaron al Órgano del Trabajo a ver qué se encontraba y lo mejorcito fue esto. “Lo que hace dos meses estamos aquí porque la capilla-capilla estaba en muy malas condiciones”.

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En su opinión, las cosas ahora están un poco mejor en el pueblo que cuando llegó el paro. Y me ejemplifica que el transporte, sobre todo con las guaguas DIANA y los porteadores privados que han puesto desde Artemisa, está mucho más relajado. A unos 40 kilómetros de Orozco, la Zona Especial de Desarrollo Mariel (ZEDM), según su página oficial, es “un proyecto dirigido a fomentar el desarrollo económico sostenible de la nación, a través de la atracción de inversión extranjera, la innovación tecnológica y la concentración industrial”. Hasta el pasado 1ro. de noviembre, de acuerdo con datos aportados por Ana Teresa Igarza Martínez, su directora general, y referidos por Juventud Rebelde, cuenta con 31 usuarios institucionales autorizados, “con un monto de inversión superior a los 11 000 millones de dólares”. De estos usuarios, “5 son de capital ciento por ciento cubano; 16 de capital ciento por ciento extranjero, 8 empresas mixtas y 2 contratos de Asociación Económica Internacional”, especificó la Igarza Martínez al diario. En el caso de los nacionales, especificó el periódico El Artemiseño el 21 de julio de 2014, para la ZEDM constituye “un requisito indispensable

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que los trabajadores a contratar residan en las provincias de Artemisa, Mayabeque, Pinar del Río o La Habana”. Entre quienes han encontrado felizmente empleo en la ZEDM está Yoel Puentes Perdomo. En su casa, pequeña pero impecablemente pintada y con vistosas cortinas, me recibe. En el rostro, cansancio. En los gestos y la voz, amabilidad montuna. Yoel trabajaba como técnico de maquinaria en una UBPC cañera, a unos 7 u 8 kilómetros del central. Después del cierre entró a la Tarea y se hizo ingeniero agrónomo. Pero al terminar tampoco había plaza para todos los ingenieros. Así que agarró un pedazo de tierra en usufructo y estuvo trabajándola aproximadamente dos años. Y la cuenta no le daba. Hasta que en 2013, cuando crearon la ZEDM, retornó a su antiguo oficio de técnico en motores de diésel. Y allá está como mecánico. —¿O sea, que los estudios de ingeniería no los está ejerciendo? —No —Y ¿cuánto le pueden pagar a un técnico allí? –pregunto. —Entre 2 000 y 2 800 pesos –me dice. Aunque él, como mecánico, gana más. Descontando

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la seguridad social, se queda con unos 4 000 pesos mensuales, lo que ni remotamente habría devengado nunca en el ingenio. El primer grupo de trabajadores que salen de Orozco para la ZEDM, me precisa, parte a las 5:30 a.m. y regresa alrededor de las 6:00 p.m.; el segundo parte a las 2:30 p.m., para retornar a eso de las 2:00 a.m. —¿Mucha gente de aquí empleados allá? —Salen todos los días 6 guaguas, de 24 plazas: 4 por la mañana y 2 por la tarde. —Lo cual daría 144 personas, si fuesen llenas… —Imagínese. Lo más llamativo es eso. Aquí no hay muchas más opciones. Su padre fue operador de un equipo pesado de preparación de tierras para el cultivo de caña. Pero al parecer los cuatro hijos de Yoel ya no tendrán que ver con el azúcar. El mayor tiene 11 años, me cuenta. “Cuando crezcan lo mejor es tirar pa’ allá”, y alza la mano en un rumbo impreciso que no necesita aclaración. Carteles de la época de la molienda (Foto: Jesús Arencibia)

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Maurilio (III) Bahía Honda es tierra de cimarrones. Orozco fue, en tiempos lejanos, puro cimarronaje. Ahí están los nombres de la Ma Melchora o de Manuel Gangá, el Cimarronísimo, que estuvo más de 22 años fugado del ingenio San Gabriel, sin que lo pudieran capturar. También de Orozco, con sus 94 kilómetros cuadrados, en una zona que no ha rebasado los 9 000 habitantes, han salido tal vez más peloteros brillantes que de ningún otro lugar de Cuba. Maurilio lo detalla en sus investigaciones y cita nombres venerados como Alfonso Urquiola (El Relámpago de Bahía Honda) y Luis Giraldo Casanova (El Señor Pelotero). Todo esto, cree el historiador, está dado por la fuerte identidad y el apego a las tradiciones de este poblado. Pero al momento de cercenarle el central, que era en 2002 el sexto más antiguo en actividad del país, ni la historia ni la cultura pesaron lo suficiente. Y hubo, entonces, datos de utilidad práctica que el terco investigador divulgó a los cuatro vientos sin que le hicieran el menor caso.

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“Un lugar donde existen 20 kilómetros de canales de riego. Una presa y dos micropresas. Toda esa infraestructura la abandonaron, para dejar en la zona el Harlem, un ingenio que tiene montada sobre ruedas la caña, cuando el Pablo la tenía toda montada sobre ferrocarril, que es el transporte más barato para este tipo de industria. Maurilio aprieta el ceño, y sigue con su disertación, sin que nada lo perturbe. “¿Quieres más pruebas del disparate?”, me dice. “Ahora, el Harlem está recibiendo caña de lo que eran tres ingenios: la suya propia, la de Sanguily y la de aquí del Orozco. Y aun así no llegan a la producción de antaño. ¿Por qué? ”El 30 de Noviembre, de San Cristóbal, tiene caña hoy de 7 ingenios: el Habana Libre, el Nodarse, el Sandino, el Lavandero, el Lincoln, el Martí y el propio 30 de Noviembre. Y no llega a producir el azúcar que producía cuando todos los ingenios esos estaban funcionando. ¿Por qué? ”Ah, pero a la hora de romper, el primero que rompieron aquí fue este”. Se llegó a manejar la idea, me cuenta, de pasar un buldócer por encima de los hierros del central, y ahí sí la gente se plantó, porque era como arrollar un símbolo.

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Cuando el Pablo estaba a plena capacidad en la zafra, con sus dos turbogeneradores funcionando, se autoabastecía de corriente y entregaba energía además al Sistema Electroenergético Nacional, evoca el investigador. Tampoco se miró esa arista del asunto. De acuerdo con datos del volumen Evolución histórica de la distribución territorial de la producción azucarera (2001), del Departamento de Investigaciones del Instituto de Planificación Física, de 20 zafras analizadas entre 1905 y 2000, solo en seis ocasiones (1930, 1935, 1945, 1985, 1990 y 2000) el rendimiento industrial del Harlem fue superior al del Pablo. Y en cuanto a producción total de toneladas de azúcar, solo en una de las muestras (1975) el Gigante de Orozco quedó por debajo. En 2013, cuando también fue desintegrada en Orozco la Empresa Agropecuaria que sustituyó al central y se fundió a la estructura de Bahía Honda, el propio historiador, en aquel entonces secretario de la Sección Sindical de Trabajadores No Estatales del Consejo Popular; junto a Mayra Gómez, secretaria del núcleo del PCC de la Empresa, y Lázara Villafranca, trabajadora de la Sala de Rehabilitación del MINSAP en el po-

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blado, enviaron a muchas entidades y organismos de todos los niveles –desde el Ministerio de la Agricultura hasta Marino Murillo, vicepresidente del Consejo de Estado– una carta donde demandaban, sustentados en datos y análisis histórico-sociales, culturales y económicos de la localidad, se concediera al menos una estructura productiva autónoma al poblado: ¿Por qué permitir que todo ese patrimonio histórico y cultural desaparezca pudiendo ser preservado sin causar daño al propósito de mejorar la situación económica del país? ¿Cuál es el daño que causa establecer aquí una de las estructuras que resulte de esta nueva organización de la agricultura, con el nombre de Pablo de la Torriente Brau? ¿Qué impide desde el punto de vista económico, que esta sea, en la categoría de UEB, con este nombre de P. T. Brau, a fin de garantizar la misión social de la empresa en el territorio? [sic] ¿O por qué no crear una UEB cañera? Variante por la cual nos inclinamos, teniendo en cuenta la necesidad de acercamiento de las áreas al vecino central Harlem, aprovechando

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el potencial científico y técnico que representa la fuerza laboral existente aquí. […] Quizás los compañeros que intervienen en estas acciones no poseen percepción del daño que puede ocasionar esta decisión a este pueblo y a la revolución, pero nosotros que sentimos de cerca la vida en un pueblo con semejante historia y tradición, alertamos sobre este particular y pedimos una vez más que se nos escuche. Tampoco los oyeron. Algún día, confía el Cimarrón, se tendrá que recapacitar sobre estos absurdos. Y me recalca que anote: “El cultivo más noble que hay en Cuba se llama caña de azúcar. Las vacas que se crían en una caballería de tierra, más nunca dan lo que da esa misma caballería sembrada de caña. En algún momento el país tendrá que retomar la industria azucarera. Es una industria que le pones 100 millones hoy y el año que viene recoges de 150 a 200 millones, si la trabajas bien”. A la distancia, en el portón de otra de las naves del central difunto, un lema ya desteñido: “Oro dulce. Variedad. Calidad. Garantía”.

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El coloso insepulto Lian Morales Heredia





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…las máquinas habían succionado en los músculos de los hombres toda la fuerza que necesitaban…

En Baltony, plano como un campo de fútbol, es más fácil desarmar a los delanteros de los indómitos Diablos Rojos que encontrar al presidente del Consejo Popular. —¿Dónde está Caldero? Isabel Puente, excontadora del central y actual auditora de la Empresa Agropecuaria Los Reynaldo, ayuda en la búsqueda y comenta: —Los libros tan bellos de la contabilidad del central se perdieron. Vaciaron la bóveda. Guardé unos cuantos documentos y me los botaron. Muchas cosas se han perdido en el pueblo. *** El 23 de julio de 1958 los guerrilleros Reynaldo Brook y Reynaldo Chiang cayeron en Baltony, a 23 kilómetros de La Maya, mitad final de

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Songo-La Maya, municipio oriental de Santiago de Cuba. Hoy, el Consejo Popular nombrado oficialmente Los Reynaldo continúa siendo Baltony en boca de sus pobladores, por Baldomero y Tony Casas, hijos de Baldomero, último dueño del central.

De izquierda a derecha: Rafael Muñoa, Isabel Puente, Iris Puente y Víctor Rodríguez en el jardín del central (Foto de 1973, cortesía de los entrevistados)

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En Los Reynaldo esperan importar maíz, para el molino instalado en la nave sobreviviente del almacén del antiguo central, por eso están arreglando la entrada al pueblo. Luis Enrique Durrutí, el diputado de Los Reynaldo, está en plena calle exigiendo que pavimenten al menos hasta el parque, donde está Coral Blanco, la radio base que por poco desaparece al pueblo cuando cogió candela. —Es un buey volando, metido por todos estos recovecos –dice la auditora tras la pista del presidente del Consejo Popular, en medio de los animales amarrados a los postes eléctricos. No es difícil imaginar cómo salieron de “estos recovecos” grandes futbolistas, peloteros, yudocas y boxeadores. Roberto Caldero, el presidente del Consejo Popular, aparece de la nada. Habla sobre la bolsa de trabajo municipal con una madre divorciada. Luego llega Niurka Hernández y averigua por el curso para alcanzar el bachillerato –aquí abrirá un aula para que los muchachos no tengan que viajar hasta La Maya–. Después aparece un viejo fumando, agita el bastón, Caldero y él discuten sobre el cigarro, el señor lo tira con una palabrota. Caldero se detiene, nos presen-

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tamos y continúa “el buey volando”. Hasta que dos futbolistas nos capturan. —Hasta el desmantelamiento del central teníamos al menos ocho equipos de once, todos de tradición –dice Juan Carlos Masó, también ex operador de caldera en el generador de vapor del central–. En el equipo provincial teníamos, en los años noventa, nueve jugadores regulares. —Hace rato el deporte está flojo, por falta de material –dice Luis Martén, goleador de 1991 a 2005 en el equipo Cuba y actual entrenador de la escuela primaria–. No tengo pelotas para trabajar, todo se queda en Santiago. Los Diablos Rojos no son de allá, como dicen los periodistas, son de aquí. —Antes estaba la Liga Azucarera, ahora hacemos tres o cuatro equipos –dice el presidente del Consejo Popular–, copas en las vacaciones, juegos de veteranos, a pulmón…, descalzos, y un bando sin camisa, para diferenciar. —Había muchas áreas de caña pero al final no cumplían –dice Masó–, una cooperativa decía, por ejemplo, que tenía veinte caballerías cuando tenía cinco.

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—Cuando se desmanteló –dice Martén–, la gente se quedó en el aire, sin trabajo, y no tenían tierra, casi toda era de caña para el central. Todos dependían del central. Hubo cooperativistas que trabajaron seis meses sin cobrar: Sigan, sigan, que les vamos a pagar. —Murieron muchos trabajadores –dice Masó–, de infarto. ¿Tú sabes qué es que te digan a ti, padre de familia, con toda una vida en el azúcar, que se acabó? La gente lloró, hombres viejos, que todavía les faltaba para la jubilación. En el parque frente al central murió uno de apellido Pavot. Era tornero, duró seis meses. —Qué seis meses –dice Martén–, mucho menos. —Andaba triste… –dice Masó–, era el dueño del parque. —Yo hablaba siempre con él –dice Martén–, hasta un día… Los que pararon esto vinieron aquí a hacer daño. Al final se fueron y dejaron esto enredado. *** Durrutí y Elías señalan la oficina del liquidador (Foto: Lian Morales)

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Donde estaba el central, conviven las ruinas con los espacios en blanco y los locales que hoy son oficinas de la Empresa Agropecuaria. El taller de maquinado, de tornos verticales para fabricar piezas de repuesto, aún funciona. —En tiempos del central, prestaba servicio a nivel mundial –dice Durrutí–, tremenda fortaleza. —Se cogía el desayuno –dice Juan Bautista Elías, ex jefe de turno de fabricación de azúcar y después jefe de turno integrado– y todos compartíamos ahí, en los bancos. Esto estaba lleno de palmas. –Elías muestra tres bancos calcinados bajo el sol–. La última zafra de él (el central) fue 2004-2005. Íbamos a parar para darle mantenimiento, pero ya en el mismo 2005 se empezó a desmantelar. —Era una política del Estado en esos tiempos paralizar algunos centrales –dice Durrutí. —Como técnicamente era uno de los mejores de la provincia –dice Elías–, las piezas se iban a poner en el Plan Venezuela. —Al final –dice Durrutí–, quedó un disgusto en este pueblo. —¿Quién tomó la decisión? –pregunto. —La Delegación del entonces Ministerio del Azúcar (MINAZ) en la provincia –dice Durrutí–.

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Los que tomaron la decisión ya no están allí, desde el primer día. —Después se decidió –dice Elías–, en el mismo año, que iban a virar para atrás, pero habían desmantelado el basculador y echado cosas adentro. El central no era de simpatía, era lejos, no tenía una carretera buena. –Elías ríe–. Hoy tenemos carretera, es como un muchacho que el padre no quiere. La carretera culpable de la destrucción del central fue arreglada y es actualmente la ruta preferida por los “pisicorre”, automóviles de la década de 1940 con adaptaciones disparejas. —¿Ahora cuál es el fuerte de la economía? – pregunto. —La ganadería –responden al unísono. —No es fácil –dice Durrutí– cambiarle la mente a un pueblo, con su cultura, sus raíces, sus padres, sus abuelos…, lo que veían era un ingenio, que tocaba la sirena… “Va a comenzar…”. Eso no se borra de la mente en muchas generaciones. Y lo otro es que no se ha logrado todavía algo que impacte. —Yo mismo soy uno que no deja de pensar: “Ojalá hubiera central” –expresa Elías. —Aparte, ¿cuál es el objetivo del parque de

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este pueblo? –dice Durrutí–. Cuando los compañeros salían de su turno se sentaban allí, luego iban a bañarse y volvían al parque. Eso ya no existe. —Yo conozco muchos que están bien –dice Elías–, con trabajos muy buenos, y me dicen: “Compay, si eso vuelve a ser central voy pa’ allá otra vez”. Entre lo que servía y lo que no, esto era algo que le llegaba a la gente. —Coincido con la política del país –dice Durrutí–, que en esos momentos no podía mantener todos los centrales, pero había que ver, por ejemplo, en Songo-La Maya había dos industrias: Los Reynaldo y Salvador Rosales. Imposible, se quedó el municipio sin potencia. —Se fueron eliminando los centrales, Costa Rica, el Salvador… –dice Elías– y bueno, yo decía, Los Reynaldo no se puede ir, porque es el centro de todo, por la cantidad de caña…, la caña de aquí llegaba hasta La Maya, a veintitrés kilómetros. *** Lo que queda del central Los Reynaldo (Foto: Lian Morales)

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—Aún estamos aquí vivos –dice Francisco Gaitán, jefe de la Comisión Liquidadora y excontador del central–. Ha sido un proceso lento: desmonte, venta y liquidación de las piezas del central y de los demás activos. Por ejemplo, centros de acopio, la biblioteca comunitaria, el parque infantil. El central tenía la jurisdicción de casi todo el poblado. —¿El destino de las piezas? –pregunto. —El primer destino era para la DIP Venezuela (Dirección Integral de Proyectos). La DIP compraba las piezas a la Liquidadora, las reunía y se enviaban a Venezuela por un convenio para armar centrales allá. —¿Cuándo comenzó la liquidación? –pregunto. —El central se paralizó en 2005 y la liquidación comenzó oficialmente en 2006. Nosotros tenemos que hacer una tarja o un monumentico, y debemos tener todos los datos principales, desde su fundación hasta su terminación. —Antes de la Revolución –interviene Roberto Caldero, quien además de presidente del Consejo Popular es el ingeniero en Telecomunicaciones que atendía la planta eléctrica y las comunicaciones del central, e “historiador” del pueblo–, la fábrica tenía su dueño, pero la caña

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era de los colonos, la traían “de casa de la quimbamba”. —Ahora el Estado lo hace todo –dice el Liquidador–. Antes, el dueño del central le decía al colono: “Yo te compro la caña, pero tienes que ponérmela en la fábrica, porque tú eres el que la quiere vender”. La caña era sacada del campo mediante grúas: cuatro vigas y encima un carrito que se movía para que la carga subiera o bajara. Había algunas que tenían un pequeño motor, pero en todas hacían falta bueyes porque alzaban más despacio que el motor, o sea, al ritmo en que se colocaban los carros para recibir la caña. Las demás grúas eran movidas solamente por bueyes, que también se utilizaban en el tiro. Cada carreta tenía hasta ocho yuntas cargando seis toneladas de caña; además, iban desplazando los vagones que eran llenados por las grúas, hasta que se enganchaba la locomotora. —La locomotora se la llevó Recuperación de Materias Primas –dice el Liquidador–, antes de la liquidación. —Sí, pero casi pegaíto ahí –dice Caldero–. Eso pasó porque el CAI (Complejo Agroindustrial, el central) dejó de tener que ver con la loco-

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motora, pasó a la empresa de Ferrocarriles, que liquidaba sus medios independientemente. Yo paso un día por la oficina del ferrocarril, el jefe era del municipio Mella, si es de aquí no se atreve, y le grito al de la grúa: “¡Compay, dónde está la locomotora, que eso es patrimonio histórico!”, y me dice: “¡Compay, qué patrimonio ni patrimonio, eso es cabilla, cabilla…!”. —¿Cómo fue el proceso de recursos humanos? –pregunto. —Bueno, primero hay que ver el impacto por la idiosincrasia –dice Caldero–, la memoria histórica, el sentimiento, el olor a guarapo, a miel…, el bagacillo, que era una jodedera pero la gente también lo extraña… —No, y el ambiente –interviene el Liquidador–, el pueblo era otro con zafra. Y entraban muchos más recursos, porque dentro de todo lo que no tenía el país nos priorizaban, la gente quería que el central moliera el año entero. —Cuando se hizo la reunión en el cine –dice Caldero–, aquello fue duro, la gente lloró, se le apretó el corazón a todo el mundo, todavía se cuenta con sentimiento, pero bueno, se asumió. ¿Cuál era la misión? ¿Estudiar, y ahora, maíz, vaca…? Pa’lante. Muchos años fuimos subse-

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de de un taller internacional de estudio social y trabajo comunitario, y yo le decía a la gente de otros países (eso fue por 1993 o 1994): “Si se quita la población el central es un montón de chatarra, si quitamos el central la población tendrá que vivir de otra cosa pero va a vivir”. —Jugando bajo protesta –dice el Liquidador, ex manager del equipo de béisbol del CAI en la Liga Azucarera. —Este mismo –Caldero apunta al técnico de Recursos Humanos de la Comisión Liquidadora– hubiera levantado los cuatro brazos que no tiene para que no tumbaran el central. —Si uno hubiera podido influir con su voto –dice Braulio Pineda, el técnico–, pero bueno, ahora soy licenciado en Derecho. —¿Qué sucedió con los desempleados? –pregunto. —Se creó una oficina empleadora –dice Caldero–, algunos pasaron para otras provincias que necesitaban fuerza de trabajo calificada. Y con la Tarea Álvaro Reynoso, que fue parte de la reestructuración del MINAZ, se implementó el estudio por empleo y el estudio por encuentro. El hoy director de la Empresa Agropecuaria, el jefe de Producción y el subdirector de Recursos Humanos estudiaron por la Álvaro Reynoso.

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En Los Reynaldo hubo una sede universitaria, hasta que en 2010 se fusionó con la filial municipal. Se estudiaban varias licenciaturas y había cursos de un año para obtener el bachillerato y avanzar a la universidad. También había una sede del Ministerio de Educación para alcanzar el sexto y noveno grados, además del técnico medio en las mismas especialidades de la sede universitaria. —Cuando esto era central –dice Caldero–, yo, que soy profesional, campeaba en mi cuadra. Ahora el que tiene plata es el que tiene tierra, el que está directo en la producción, pero hay que estar en el surco, con el buey, el maíz. Hay gente que se ha metido en ciento y pico de mil pesos en una cosecha, inventan su molinito… —Son contados –dice el Liquidador– los usufructuarios que han levantado cabeza, o sea, con una casa, una familia…, ha sido: cojo como viento morrón y mañana sigo pinchando porque no tengo plata. —Hay tres clases de campesinos –dice el técnico–: el potentado, el que tiene un pedacito de tierra y el usufructuario, el tipo que tiene mucha plata hoy y mañana no tiene na’: “Me lo comí, me lo tomé, y al otro día estoy igualito, con una mano alante y otra atrás”.

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—A partir de que el central se volvió agroindustria (CAI) –dice el Liquidador–, por el 1982 o 1983, todo lo que se perdía iba para él. ¿El policlínico se está cayendo? Allá corre la gente del CAI. ¿La tienda? ¿Esto y lo otro? El puente de la carretera lo pagó el central. ¿Tú sabes cuándo se lo quitó de arriba? Cuando llegó la Liquidadora, se le entregó a Viales. ¿Qué es lo que yo iba a hacer como Liquidador con un puente de la carretera, traerlo para acá? Eso no es nada, empecé a buscar, había 7 presas, de la Liquidadora, eran del CAI, se pasaron a la Agricultura. Por ejemplo, la de Joturo, que nunca fue de aquí, era de aquí, ¿entendiste ese jeroglífico?, y desde que se hizo de quién era, de Recursos Hidráulicos de La Maya, ¿todos esos gastos de quién eran?: azúcar, azúcar, azúcar… —El dueño de las cosas cuida bien –dice el técnico–, si es otro el dueño entonces hay despilfarro. —Ahora aquí están las UB (Unidades Básicas) de Cultivos Varios, Gestión, Servicios y Pecuaria –dice Caldero–, más el taller del ZETI (Empresa de Servicios Técnicos Industriales), la sede de la empresa de silos de Santiago de Cuba

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y la Liquidadora; han desaparecido la leña: cada quien cocina y come aparte, uno al lado del otro, ya no hay dónde buscar leña, ni con el tractor. —En esta Liquidadora –dice el técnico–, uno se da cuenta de la cantidad de cosas que dejaron de poner y la cantidad que pusieron. Para buscar el código REEUP (Registro de Empresas Estatales y Unidades Presupuestadas) fue tremendo lío. Cuando tú estás ahí es que tienes personalidad jurídica, existes. La empresa que se disuelve enseguida entra en proceso de liquidación. Una vez que termina este, se extingue del registro, o sea, deja de existir. La Empresa Mielera que sustituiría al CAI y al final nunca se materializó, a los efectos todavía existe. La Liquidadora queda en el lugar donde funcionaba la empresa, con todos sus derechos y obligaciones, y aquí nos hemos dado cuenta de que hay una cantidad de derechos y obligaciones que no tenemos… Yo voy a La Maya, a la oficina de Estadísticas, y no hay nada. ¿Cómo se borró si la Liquidadora todavía existe? Pasamos tremendo trabajo para que nos dieran un certifico para ir al MINAZ a hacer los trámites de la Seguridad Social. —Aquello fue una odisea –dice el Liquidador–. Y pasamos menos dificultades porque, aun

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sin ese código REEUP, estábamos reconocidos en el banco y en todos los lugares. Nosotros qué hicimos: rápidamente en el banco lo que cogimos fue la cuenta, nos quedamos con la cuenta de la empresa (el CAI). —Aquí se ven cosas extraordinarias –dice el técnico–. Un día, habían pasado como tres años, estábamos aquí, liquidando, y se aparece uno, el tipo vino de allá de la Delegación del MINAZ en la provincia, llegó cortando rabos y orejas: “No, porque aquí hubo un mal proceder…”. Yo me quedo mirando y digo: “¿Este tipo estaba en la luna cuando pasó todo esto?”. Si cualquiera sabe que cuando una empresa entra en liquidación es como una comunidad matrimonial de bienes, cuando se disuelve el matrimonio lo que se hace es un inventario, se evalúa cada bien, y después se liquida, y salió medio central y ese tipo se aparece con su “mal proceder”, a los tres años, un tal Revilla, parece que estaba en el cosmos. —Lo primero que pasó fue que nos encontramos un cuarto del central prestado –dice el Liquidador–. Llegamos el año siguiente a la paralización, aquí había dos tipos y nada más era: “Oye, Juancito, préstale al Liquidador tal motor; oye, Juancito, préstale al Liquidador tal bomba”.

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Eso fue una operación del MINAZ, dos infelices hombres velando todos los hierros, y metieron una DIP Venezuela que creían que eran los dueños de esto, con un tipo al frente, que era un poderoso. Y cuando me mandaron para acá yo le dije a un infeliz de esos: “Compay, ¿tú tienes guardados los papelitos de todo lo que ha salido de aquí?”. Aquel hombre muy sanamente me dijo: “Yo lo tengo todo, Gaitán”. Entonces cojo y le digo: “¡Tíralo todo en esta mesa!”, y empezamos: “Este fue hacia tal central, este para este…”, y después de aquello a hacer una hoja de trabajo por cada central y hacer precio. Aquí nadie vino a asesorar nada. —¿A buscarle precio a lo que ya estaba en otro lugar? –le pregunto. —Pero había que venderlo, si estaba prestado igual teníamos que liquidar. Fue creada la Liquidadora pero quien tenía el poder era la DIP, porque era la que tenía el convenio con Venezuela. Tuve que gritarle cuatro cosas al de la DIP aquí en medio de la plaza, tenía que contar conmigo. Ah, si me botaban, que hiciera lo que quisiera, y éramos buenos compañeros y amigos. Además, se crea la Liquidadora y cuando yo vine la orden era: a la Agropecuaria dale todo lo que quiera;

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si ya lo tenía, lo único era hacer papeles y decir: “Tú tienes esto y esto, firma aquí”. —Y el enredo que se formó –dice el técnico–: “¿De quién es esto?”, “No, esto es de esto, esto es del otro”. Caballero, eso no pasa, eso no debe suceder. ¿Una empresa no tiene cuáles son todos sus activos fijos y tangibles? —Para los centrales que preparaba Venezuela, ¿qué mandaron? –pregunto. —Para Venezuela… –dice el Liquidador–, si llegaron a ir para Venezuela, fue un montón de cosas: motores, bombas, vigas, tanquería… El país cogía de aquí una parte, de otra Liquidadora otra, y así, se conformaba en un lugar o en el puerto, se arreglaba o pintaba si necesitaba. ***

Foto del central Los Reynaldo en plena molienda, 1973 (Foto: Cortesía de Iris Puente, ex secretaria del Jefe de Producción)

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Baldomero Casas, gallego muy pillo que hizo fortuna cuando dejó a Cuba sin manteca para después venderla a sobreprecio allá por los años cuarenta del siglo pasado, hizo modificaciones para aumentar la norma potencial del central, igual que sus antecesores, hasta que llegó la Revolución de 1959. En 1936, se creó en la industria el explosivo sindicato azucarero que se declaró en pie de guerra contra la Alemania nazi. El banquero Jacinto Pedroso, entonces dueño de la fábrica, acababa de desaparecer con todos los salarios, así que la Maisí Sugar Company tomó la hipoteca. Pedroso se la había comprado a Federico Almeida, compadre del presidente de la república y ex mayor general del Ejército Libertador Mario García Menocal, El Mayoral. Almeida había ocupado las tierras de los campesinos y convertido los cafetales en cañaverales sin fin en cuanto compró las piezas del central a los Bosch, que las tenían desde 1914, cuando desapareció Táxido Bueno, el primero de los dueños que se recuerdan. En tiempos inmemoriales, en este predio sobre la raspadura de azúcar que era Cuba en medio de la sal, puso la primera piedra alguien de

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este pueblo. Hoy, sin ingenio de azúcar, tras llorar su fábrica, que era de todos y de nadie, la gente es menos dulce. De todos modos, insepultas, las partes del coloso, el corazón acusador, palpitan.

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Hershey: un pueblo azucarero en dos tiempos Ismario RodrĂ­guez


Hotel Hershey (antes)


Hotel Hershey (despuĂŠs)


Chalet para empleados (antes)


Chalet para empleados (despuĂŠs)


Iglesia (antes)


Iglesia (despuĂŠs)


Pabellones para trabajadores (antes)


Pabellones para trabajadores (despuĂŠs)


Avenida tercera (antes)


Avenida tercera (despuĂŠs)


Central Hershey (antes)


Central Hershey (despuĂŠs)


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Huele otra vez a melaza

Rogelio Serrano PĂŠrez





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Hacía nueve años que Vertientes había perdido su olor a melaza, su tinte de bagacillo, el trajín de camiones y trenes cargados de caña. Allí estaba el central, desgreñado por el ciclón Ike y desmembrado por el tiempo y la gente. El basculador silente como las torres les alejó a muchos la idea de que en el medio sur de Camagüey pudiera reaparecer la zafra. Para la gente, era más creíble ver al central Panamá vendido como chatarra que imaginarlo recuperado. Se les había ido la fe después de que postergaran tantas veces su muy anunciada puesta en marcha. Las habladurías, sobre todo las de los propios azucareros, también habían desplumado ilusiones: “no hay caña”, “dicen que se lo llevan”, “le faltan tantas piezas que eso no arranca más nunca”. Quizá por eso el día del pitazo inaugural no se armó, como cabía esperar, una ola de pueblo para ver el regreso del humo a la torre, que era como el retorno de la sangre al cuerpo adormecido de Vertientes. Quizá por esa incredulidad y por la nostalgia, Francisco Casas Fernández, ingeniero químico que laboró allí más de dos décadas, no salió de su vivienda. A solo unos metros de la casona

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de madera, construida por la compañía norteamericana que fue dueña del central, sonó la fábrica como un gigante que despierta asustado. Paco, como todos le llaman, sonrió, salió al patio, puso la vista en la torre humeante y entró a ayudar a su mujer en la limpieza, como cualquier día. “Me ofrecieron plaza con flexibilidad de horario y todo, pero estoy viejo para hacer zafra”, dice. Como ve que le creo poco, porque a sus 74 años sigue dando viajes a México para asesorar allá la producción azucarera, confiesa entre dientes su desagrado con algunas reparaciones; regresar sería responsabilizarse de lo que otros (des)hicieron en el central. “Solo me limito a hablar sobre lo que me preguntan”, aclara. Un par de veces lo llamaron para verificar los arreglos en el sistema de distribución proporcional de jugo en los clarificadores, y en el sistema de bombeo de presurización de los condensados. Lo que Paco vio bastó para que decidiera alejarse. *** A la casa de bagazo le sobran huecos y le faltan tejas. La inversión no llegó aquí (Foto: Rogelio Serrano)

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Herrumbre. A eso olía el Panamá. En mayo de 2015, al dormido coloso lo despertaron a mandarria limpia “brigadas especializadas de distintas provincias”, según declaró al periódico Adelante Lázaro Álvarez Padilla, delegado del Grupo Empresarial Azucarero AZCUBA en Camagüey. Conducidos por la Empresa de Servicios Técnicos Industriales, estos equipos trajinaron para que en enero de 2017 el central volviera a engullir cañaverales enteros. Para devolverle el apetito a la fábrica, se le aprobaron 40 millones de pesos a AZCUBA, su mayor inversión de los últimos cinco años en la provincia. Omar Rodríguez Montenegro se diplomó con honores en Ciencias de la Computación, en la Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas, y fue a dar al también vertientino central Batalla de Las Guásimas, entonces el mayor productor de Camagüey. Desde el desmantelamiento de centrales, Vertientes figura como el territorio más aportador de caña en la provincia, y esto le sirvió de consuelo a Omar. Así y todo, pensó en irse apenas tuviera chance. Sin embargo, el mundo del azúcar atrapa, tanto que su regreso no se hizo esperar cuando en el Panamá

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le ofrecieron empleo. Ya había pasado poco más de un año desde que cambiara el Batalla por un puesto en ETECSA, y luego este por el trabajo por cuenta propia. “Hay quien ve el central como una bola de hierro que hace azúcar, un trabajo bruto. Yo he estado cinco años dentro de uno y es una opción como pocas para encontrar tecnología de punta y un oficio cercano a lo aprendido en la universidad. Esta industria reta porque aprendes y haces cosas nuevas. Es un buen empleo para un ingeniero que se valora profesionalmente”. Pero el ingeniero Omar, en vista de que gana mucho más como obrero mecánico electricista, ocupa esta plaza mientras se desempeña como especialista en informática, y regula autómatas y computadoras. “Da gracia ver, entre los paneles de modelos rusos, tecnología de punta de China, Japón, Francia o Alemania. Casi todos los sensores son Siemens, que son los mejores. Automatización hay prácticamente en todas las áreas. En los molinos se decide la velocidad con que se va a moler la caña, la planta de vapor tiene computadoras para censar, autómatas, válvulas de seguridad, cinco variadores de frecuencia por cada

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caldera. La evaporación y la alcalinización están automatizadas, igual que el tacho de cristalizar, y casi están listos cinco tachos más”. La computación es el campo donde más aportan los jóvenes. Los veteranos se conocen el central de memoria, por eso con un simple circuito electrónico pueden sustituir la función de un autómata de cientos de dólares, pero de PC nada saben. Los viejos encanecieron aquí. Tienen la vista de águila y el tacto de un ciego. Nada escapa a su inventario. Apenas Jorge Suárez Bibilonia volvió al Panamá, notó el desguace. “El central se ha transformado”, asegura. “Esto no sé si deba decirlo, pero muchas piezas y cables se extraviaron, máquinas y bombas de vacío cedidas a otros ingenios… Cuando empezamos la reparación, hace dos años atrás, nos faltaba de todo. Teníamos seis máquinas de centrífugas de primera, y las perdimos todas. Todo lo viejo que quedó está lleno de adaptaciones. En el área de centrifugado, donde yo trabajo, el equipo de mando es nuevo, pero los motores no se compraron, todos son viejos. Hay dos centrífugas chinas nuevas, muy caras. Cuatro van a ser automáticas digitales y una electrónica automática no digital, y una que

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se nos queda sin poner porque no tiene cople mecánico, lo prestamos”. Herrumbre. Es un olor pretérito. Lo podrido vuelve a la vida, y con bríos insólitos. Jorge se levanta a las 6:00 a.m. todos los días porque encuentra en la resurrección del central la de Vertientes. Siente como un símbolo de prosperidad social la renovación del área industrial que estrena placita, tienda de ropa, merendero, minirrestaurante y comedor. Se gana más de 1 000 pesos mensuales, para apuntalar los 340 pesos con que se jubiló allí mismo en 2005. En cada anochecer, cuando llega a su casa, lleva una sola nube negra en la cabeza: faltan jóvenes. *** Vertientes nunca hedió a pueblo disecado porque no solo dependía del central. Santiago Rosales Meriño duró 24 años como revisador de carros en el taller ferroviario de la industria. Cuando se detuvieron las moliendas, a él también lo detuvo un tanto la diabetes. Pero había que dar pelea para mantener la casa. Entonces se hizo de una tierrita y empezó a vender lo cultivado. Luego consiguió un molino y se convir-

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tió en el rey de la harina de maíz en Vertientes. Para Santiago, a sus 61 años, el Panamá solo es una añoranza. “Duele recordar aquel abanico de vagones que se formaba en el patio, y ahora verlo casi vacío. ¡Antes se molía en una noche medio millón de arrobas! Han dado mucha pintura, pero nada se compara con aquel hormigueo de 500 vagones que la fábrica se tragaba en 12 horas”. Ante el paro, los vertientinos estrenaron otros caminos. Santiago menciona una larga lista con nombres y apellidos de trabajadores fallecidos, y mienta con igual facilidad a quienes resolvieron empleos en la empresa arrocera, en la agropecuaria y en el trabajo por cuenta propia, como él. Mayra de la Cruz Marrero fue la segunda mujer en administrar un central en Cuba, la primera frente a uno de los llamados colosos y la administradora que más tiempo ostentó el cargo en el Panamá. Tampoco regresó, pero es como si siguiera trabajando allá. La recuerdan como gata boca arriba ante las amenazas de desmantelar el central, como la mujer que se ganó con respeto y conocimientos a 900 trabajadores, como la que les trajo en una carta la frase de Fidel con la que todavía se impulsan “seguros vencedores”.

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Ella seguirá en el central de por vida. “La gente en la calle me pregunta por la zafra, y por cómo anda el central que no lo oyeron pitar ayer. De allá me vienen a consultar dudas… A veces desde la cama oigo ruidos y sé qué no funciona bien. Me dan ganas de ir a ver. Pero hay que tener paciencia, la mano de obra tiene que aprender, no es cosa de un día. Los hierros tienen que acoplarse. Hay mucha variación en la tecnología, y al pararse el Panamá, no permitió la continuidad de capacitación del personal. Le puede faltar lo que sea, pero es una proeza que haya arrancado después de nueve años sin el mantenimiento debido”. *** A juventud. Contradictoriamente, para Belarmino Abelarde Rubí, tornero B del área de maquinado, el central nunca ha olido a otra cosa. Él empezó en 1967 y se jubiló en 2011. Pero cuando lo llamaron para que volviera a manejar el torno inmenso que desde 1922 funciona en el Panamá, él, como la máquina, rehusado a mermar ante el paso del tiempo, regresó a su puesto de siempre. “Son 70 años, ya no estás pa’ eso”, le amones-

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tan en casa todos los días, pero él no falla. Ya no hace turnos de noches, pero de 11:00 a.m. a 7:00 p.m. está frente al torno. Belarmino es la bitácora humana del Panamá. Recuerda que a las 10:40 a.m. del 13 de febrero de 1976 llegaron Omar Torrijos y Fidel a la fábrica. Evoca cómo Eusebio Manzano Horta fue un administrador que se sabía el central de memoria y cómo bajo el mandato de Mayra de la Cruz fueron ejemplo nacional de industria detenida –todo se conservó en espera de la caña–. “Ella siempre veía dónde faltaba un poquito, nos enseñó a trabajar. Es sencilla, humana, y como ingeniera era escuchada hasta por los altos dirigentes”. Valentín Antúnez Quintero entró como auxiliar en la casa de calderas en 1966 y jamás se ha marchado. Tiene 67 años y es, desde hace décadas, operador de la planta eléctrica. Su apego por la fábrica lo lleva al discurso claro del que ama mucho: “Tenemos problema con la gente joven. A la juventud no le agrada este trabajo, porque –enfatiza con una seña de dedos– se paga poco. Siendo ayudantes en otras áreas de producción, salen mejor que trabajando aquí. Ahora mismo somos dos compañeros batíos aquí doce horas.

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Sale uno y entra el otro. Nadie quiere esto. Voy a estar mientras tenga fuerza y voluntad”. El Panamá era un monumento junto a la carretera, el recuerdo del auge de su natal Vertientes, el centro de trabajo de otros. Un lugar ajeno a Jorge Pérez Almaguer. Él laboraba en el Batalla desde que se graduó. Pero a los 25 años de enfrentarse a los más de 30 kilómetros de carretera cada vez más parecidos a cráteres lunares, Jorge se salvó de los viajes. Ahora es jefe de brigada de los tachos de la revivida imagen del progreso local. “Tenemos que capacitar el personal, estamos enredados con eso. Somos nueve trabajadores aquí arriba. Nos faltan dos para estar completos: un ayudante y una técnica”. Y él hace lo suyo: “Aquí tengo un muchacho con interés que estoy preparando para puntista. Me gusta enseñar para que otros ejerzan bien el oficio. Ahora mismo tenía aquí un grupo del politécnico. Están aprendiendo para futuros puntistas, jefe de paño, tanquero, operador de centrífuga”. *** Javier Rivero, aprendiz de puntista (Foto: Rogelio Serrano)

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Osadía. Se siente el olor por todo el central. Huesos viejos y novatos entre hierros antiguos y nuevos. Puro contraste. En cada rotura, abuelos y nietos quiebran las brechas de la edad y se abrazan y crecen. El Panamá tiene el raro y benigno aroma de la audacia de los empeñados en insuflarle vida al pueblo. Javier Rivero Vigoa tiene 25 años y más tatuajes que abriles. Es el pupilo de Jorge Pérez Almaguer. Estudió Contabilidad, no ejerció, se luchó lo suyo por la calle y cuando buscaron gente para el central aprendió a ser ayudante del área de los tachos. Pero la mirada del muchacho brilla más que sus pendientes cuando le hablan de cómo se fabrica el azúcar. ¡Eso es lo que buscan los que saben para elegir al discípulo perfecto! “Ya he aprendido a llevar la masa, las válvulas de vacío y de vapor”, dice Javier. “Si estoy haciendo una semilla, velo para que no quede ni muy líquida ni tampoco recogida. La miro en el cristal contra el bombillo, y así sé. El puntista viejo nada más de tocarla sabe cómo está”. ¿Faltarle arrojo para subir y bajar por una fábrica que ruge más que una manada de leones? Nada de eso. Cristian Corona González dejó

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atrás el consumarse como mecánico automotriz. Ahora se desenvuelve solo por seis áreas del central llenas de ruedas dentadas y abrasadoras como el mismo infierno. Allí anda como pez en el agua con sus 17 años, en espera del llamado al Servicio Militar. “Me enteré por la radio y vine para trabajar en el área de auxiliar de mecánico de molino, pero un vecino me metió en la cabeza lo de ser instrumentista y aquí estoy. Cuido que las válvulas automáticas y los variadores de frecuencia trabajen bien”, explica, y dice que ahora sigue los pasos de su abuelo, que también trabajó en el central. Mano de obra inexperta como este muchacho fue la que permitió la arrancada oficial del día 4 de febrero a las 7:00 p.m. El bullicio de decenas de trabajadores fue la exigua competencia del pito redimido que, según la gente del pueblo, ahora suena más bajo. Esa histórica noche de sábado, Roiler Fajardo Calderón estaba de fiesta. Quizá no era la mejor forma de encarar el desempleo, pero al menos el baile le aliviaba el estrés. Con 21 años y recién concluido el servicio social como técnico medio en Agronomía, había quedado vacante en el organopónico municipal. “No sabía adónde ir,

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y un amigo me habló de la posibilidad en el central. Empecé hoy. Entré en el laboratorio, tomando muestras. Creo que estar aquí es una buena opción hasta que aparezca algo en lo que yo estudié. Claro, si me gusta aquí, me quedo, pero quisiera seguir con mi vocación”. Wilfredo Fuentes Riverón es tímido para grabadoras, pero espabilado para el trabajo. No puede ser de otra forma si labora en uno de los lugares más agitados del central: la casa de bagazo. Allí, la caña despulpada vuela como copos de nieve cuando los bulldozer desarman la montaña de bagazo y la echan sobre esteras para alimentar las calderas. En medio de aquel ajetreo constante, con gorra, gafas y nasobuco, trabaja hace unos meses como operador el muchacho de 19 años. La reducción de plantilla en la cochiquera estatal donde se ganaba la vida hizo que viera en el central una opción viable. “Dicen que esto aquí es de madre, pero a mí me gusta. Lo único malo es que el bagazo te puede caer en los ojos, pero nos dieron medios de protección. Lo otro es tener cuidado de no caerse por las esteras”. Los ancianos no recuerdan haber visto ni escuchado que tanta juventud moviera al central.

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No faltan las alegrías, pero las preocupaciones son diarias a causa de los novatos. No pasa un día sin que emerjan anécdotas del pasado, remembranzas de proezas de moliendas, evocaciones de bragados difuntos. En las noches, es normal que se recuerden a todos: los alegres, los resabiosos, los brutos, los ocurrentes… A diario en el Panamá llueven las comparaciones. *** Historia. Se respira por doquier. Es un olor lógico en el Panamá, que está próximo a cumplir 100 años. En 1918 se inició su construcción en los terrenos de la finca Guasimal, perteneciente al Hato de Jimaguayú. Bautizado como central Vertientes en 1921, se le hizo la zafra de prueba. Los dueños de esta industria eran propietarios de otras como Agramonte y Estrella, además de poseer un embarcadero en la costa sur y grandes extensiones de tierra en este territorio. Terminada la crisis de 1920-1921, el central Vertientes, como otras fábricas levantadas por capital doméstico, pasó a manos de la General Sugar Co., de nacionalidad americana y controlada a su vez por el gran monopolio financiero del Na-

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tional City Bank of New York. De la estrategia comercial surgió la Compañía Vertientes S.A., como parte del sistema de subsidiarias de este monopolio azucarero. La rapidez en el crecimiento de las moliendas signó a la industria desde sus inicios. “El central Vertientes está considerado como uno de los mejores de la República de Cuba”, aseguraba con orgullo el periódico local La Voz en 1937. La publicación solo repetía los criterios manejados en círculos de los especialistas del azúcar, que felicitaban además la buena conducción del administrador de entonces, Mr. G. H. Bienvenú. Así lo heredó la Revolución, como una joya del azúcar cubana. El pueblo dispuso la fisonomía acorde con el clásico enclave azucarero de los norteamericanos en Cuba, una suerte de pueblo del Oeste, con una calle principal que remata en el central. Las iglesias protestantes alzaron templos primero que la Católica, todas a un lado y otro de la vía cardinal. Y allá, en las inmediaciones del ingenio, detrás de un portón custodiado y una cerca, estaban las casonas de los empleados; frente a ellas, jardines y espacios para picnics y juego de los niños, y una calle escoltada por dos hileras de palmas reales. De

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Las Villas y Oriente emigraron muchos para emplearse en las inmensas zafras. Vertientes se ensanchó gracias al central. A sabiendas de esto, entre 1965 y 1970, mediante un proceso inversionista, se amplió y modernizó el central Vertientes, que en muestra de solidaridad latinoamericana se llamaría Panamá. Las otras remodelaciones de envergadura las recuerda Paco como si fuera ahora mismo. Era 2003 y él estaba al frente del reto: la industria altamente consumidora de energía tenía que convertirse en una que tributara energía eléctrica. Tan bien le salió el tiro a Paco que el Panamá se volvió el de mayor aporte energético del país, con un promedio de 5 megawatts por hora en molienda. “Se achicó el ingenio y el equipamiento se reutilizó para poder lograr alta eficiencia energética y un mínimo de vapor en el ingenio. Los niveles bajaron de un 48 % a un 38 % de vapor en caña. Además, se remodeló la planta eléctrica, de un tándem de vapor de turbinas muy consumidoras se pusieron motores eléctricos”. La modernidad le supo a la industria a diabetes y cortadura. Primero le amputaron un tándem, después los cañaverales, y así la privaron de zafras durante siete años. En 2003 volvió. Tuvo un

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par de moliendas y se detuvo por completo en 2008. En la espera por las nuevas contiendas, le recortaron las torres. El gigante tendrá que crecerse ahora más allá de su rebajada talla. *** Caña. La fragancia se impregna en el pueblo como si las casas, parques y calles fueran de esponja y en el aire no hubiera otro olor. La razón de ser de un central es la gramínea. Sin ella los hierros se tornan silencio y penuria. Lo primero en rescatar fue la caña. Todavía quedan muchos antiguos cañaverales cubiertos de marabú, y otros menos olvidados están medio vacíos, pero “las 13 000 hectáreas sembradas aseguran 90 días de zafra”, según Alberto Dones Rodríguez, director de la Unidad Básica Empresarial de Atención a Productores Cañeros. “Este año –afirma–, debemos plantar 4 000 hectáreas más, para cumplir con el plan de llegar a 2020 con 23 000 hectáreas, de eso depende que aquí se monte una planta bioeléctrica”. Comunidades dependientes del cultivo que se fueron vaciando de gente ante el azote del olvido

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hoy resurgen. Manantiales, Palmarito, Capitán, respiran hoy con desahogo. “Tenemos variedades cubanas resistentes y bien atendidas. Ahora el desafío está en estabilizar el ingenio, para conformar una composición de la cosecha de manera escalonada, como debe ser. Disponemos de alrededor de 120 000 toneladas que se quedaron del año pasado; no podemos arrancar el año que viene con caña requedada”, explica Alberto Dones. La inversión en la maquinaria agrícola aseguró el primer paso de avance, el del campo. Alberto cuenta las máquinas nuevas como si enumerara diamantes: cosechadoras de esteras, tractores chinos de marca YTO –¡una maravilla!–, camiones chinos Sinotruk, todo lo necesario para cambiar la filosofía de alimentación del central. La extensa red ferroviaria y el complejo de centros de acopio son cosas del pasado. Ahora el tiro directo del campo al central se asegura en un 70 %. En el periódico Granma, Edilberto Quesada Pedroso, máximo dirigente del Partido Comunista de Cuba en el municipio, sabedor de que sumados los aportes del Panamá y el Batalla tiene casi la mitad de la producción azucarera de

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la provincia en su terruño, declara sobre el “seguimiento, control, exigencia y sincronización exacta de todas las fuerzas que intervienen en la zafra, desde el cañaveral hasta la industria, para lograr moliendas altas y estables”. Nada dice sobre los agujereados caminos ahora con más camiones, ni de los endebles puentes de la carretera que enlaza Vertientes con Camagüey, que soporta toda la materia prima extraída del polo cañero llamado “Las 500”. Ni él ni nadie declaran nada sobre el asunto. Nadie declara sobre el desplome del robo de traviesas del ferrocarril, que terminaron en zapatas de casas. Hay mutis sobre los rieles sustraídos de la más extensa red ferroviaria del país, que fueron a dar a vaquerías y cercas. Hay baches también en las declaraciones oficiales. De los hoyos en las carreteras bien sabe Leandro Vera Hurtado, un chofer de 28 años que lleva cinco zafras en el Panamá. “Estos caballos tienen fuerza –habla señalando su camión chino CNHTC–. Al remolque hay que estarlo vigilando porque lo vira y sigue como si nada, y más con el bacherío de los caminos. Es un peligro en la

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carretera. Hasta ahora no ha pasado nada, pero ¡son 60 toneladas si ando bien cargado!”. Antes la caña local iba a dar a otros centrales. Ahora solo sale de Vertientes cuando su fábrica se rompe. Cada vez que eso ocurre, los choferes como Leandro quisieran gritar, porque “tú llegas aquí y descargas enseguida, en el Batalla es cola y cola… Te metes dos horas y nada”. Este chofer con diez años de experiencia se ganó en la zafra pasada, cuando trasladó un millón de arrobas de caña, el camión moderno que ahora muestra. Quiere repetir la proeza. De 7:00 a.m. a 7:00 p.m. no para. Es joven y puede conseguir empleo en otros sitios. Tira caña porque le gusta y porque el mes pasado ganó más de 2 000 pesos haciendo lo que quiere. La nueva forma de alimentar al coloso le agrada a Francisco Rojas Lupetey. El jefe de brigada del ampliado basculador ha estado en esta parte del central 34 años. “Somos once trabajadores, todo está cubierto. Eso me hace tan feliz como la modernización del basculador, que ahora se traga el camión y sus dos remolques a la vez. El tiro directo da más caña. Desde que se corta hasta que llega aquí pasa alrededor de

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una hora. Con el centro de acopio demoraba por lo menos doce horas”. Francisco lamenta que en la inversión no incluyeran un güinche, pues el que hoy hala los vagones para poderlos bascular es de principios del siglo xx, cuando la primera zafra del central. Pero el güinche arcaico no es lo único que disgusta a Francisco. Casi a diario, el basculador bosteza y bosteza por falta de caña, y la industria se detiene hasta 12 horas. ¡Medio día! No porque se demoren en cortarla ni porque falle el transporte. Es que no hay suficiente caña, por más que aseguren lo contrario todas las voces oficiales, esas que no acaban de coordinar bien la alimentación estable del reavivado Panamá. ¿Cómo creer, entonces, en la recuperación de cañaverales? ¿Cómo esperar que, antes de que lleguen las lluvias, las más de 3 000 toneladas conseguidas se conviertan en las más de 30 000 planificadas? *** El renovado basculador traga 60 toneladas a la vez, ¡lástima que bostece a diario por falta de caña! (Foto: Rogelio Serrano)

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Pasó casi una década para que Vertientes retomara su olor a melaza. La gente sigue hoy un tanto incrédula cuando ve la torre que echa humo un día y otro no, y que los camiones desfilan para el Batalla. Pero allí está el central con su calvicie resuelta, su pintura restituida y el bagacillo. —¡Ay!, este bagacillo insoportable… ¡Mira cómo me tiene el portal de negro! —Amparito, y así tú matas a mi esposo y dice que con el arreglo que le hicieron al central ya no bota bagacillo. Que un amigo de él que trabaja allá se lo dijo. —Ahora es peor que antes, porque aquel era largo y más grande. Este es un polvillo que se mete dondequiera. Las ventanas me las tiene negras en churre. Por eso tengo que vivir encerrada. Las amas de casa no coinciden con los ingenieros. Pero el central vuelve a estar de boca en boca. “El central es la vida de este pueblo”, es una frase que se repite dentro y fuera de la industria, y se traduce más allá de cualquier romanticismo costumbrista. Los cocheros esperan el regreso de la miel de purga para sus caballos; los soldadores, la venida de láminas metálicas;

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los transportistas, el combustible de contrabando. De una fรกbrica puede vivir un pueblo, eso es sabido. Mientras la torre del Panamรก no guarde silencio, habrรก quien emplume ilusiones en Vertientes.

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Los días del azúcar Geisy Guia Delis





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Después de la reestructuración azucarera, a Mayabeque le quedaron en pie tres centrales listos para la zafra. Podían haber sido menos, porque la eficiencia estaba entre los criterios a tener en cuenta para decidir cuáles seguirían moliendo y cuáles no. Desde antes de la paralización, el Complejo Agroindustrial (CAI) Héctor Molina daba señales de bajo rendimiento. Sin embargo, continuó con vida gracias –entre otras razones– al adecuado funcionamiento de la red asociada a la producción de azúcar, que incluye tierras cultivables cercanas al central, mano de obra disponible e infraestructura para la transportación. Para San Nicolás de Bari, eso fue lo mejor que pudo haber pasado. Juan Nieves lo sabe muy bien. A él le tocó extraer piezas del ingenio Cuba Libre, ubicado en Matanzas, “un ingenio grandísimo”, “un ingenio poderoso, que hubo que parar”. Más de 30 años en la industria dedicado a rearmar el Héctor Molina pieza por pieza, tras el desgaste de cada molienda, hacen de Juan Nieves un hombre metódico, minucioso, sensible cuando de maquinarias azucareras se trata. En 2003, cuando extraía para el Héctor Molina los fragmentos del ingenio Cuba Libre que otros trabajadores habían

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cuidado durante décadas, Juan sintió que estaba haciendo de buitre. Así pasó también con los restos del central Perú en Las Tunas, “un ingenio checoslovaco, muy bueno”. Todo lo que no se vendió ni sirvió como repuesto fue convertido en chatarra. “La tristeza que hay en aquellos lugares es tremenda”, dice Juan Nieves refiriéndose a los bateyes que rodean los centrales demolidos. “Si vas, verás miseria y desolación. No creo que haya desconfianza en la Revolución, pero sí hay penurias. De las comodidades que brindaba la industria azucarera, allí ya no queda nada”. Si el Héctor Molina se nutrió de los despojos de otros centrales, si fue elegido “desde arriba” para que sobreviviera en la reestructuración, su historia más reciente debería ser el testimonio feliz de la eficiencia y la productividad. Sin embargo, el mayor ingenio de la región, el Coloso de Occidente, ha sido durante años el peor de la zafra. Esta condición la ha ganado por incumplir constantemente los planes de azúcar que se ha propuesto, por ser un consumidor excesivo de agua y energía eléctrica, por las persistentes roturas en los equipamientos –incluso en los que se han beneficiado con nuevas inversiones–, que

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a su vez generan paros no previstos y causan importantes pérdidas económicas. Los constantes cambios en el consejo directivo y unos bajos índices de rendimiento industrial y de la explotación de las capacidades productivas son los principales indicadores de su ineficiencia. A ninguno de los que trabaja en el central le molesta el hollín de las chimeneas, aunque el piso de la casa se ponga hecho un asco y haya que quitar las sábanas blancas de la tendedera si cambia la dirección del viento. Tampoco hastía, en la madrugada, el zumbido constante del gigante azucarero, ni los olores nauseabundos del guarapo y la melaza. Nada de esto importa en San Nicolás de Bari. El central es la principal fuente de empleo del municipio. La mayoría de los trabajadores del Consejo dependen de que haya zafra, de que el Héctor Molina Riaño vuelva a alcanzar su capacidad de molida potencial de 6 900 toneladas de caña diarias y a producir alrededor de 780 toneladas de azúcar. Todos saben que si el central se para, si lo cierran por ineficiente, habrá un batey fantasma, como pasó con las villas que rodeaban cada uno de los ingenios

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que vivieron la reestructuración. Sin azúcar, dicen, no hay país. Menos aún pueblo. *** Desde que el ingenio fue creado en 1850, los colonos construyeron alrededor un sistema de riego para mojar la caña con los primeros residuales. En el campo aún pueden verse algunas de esas zanjas hechas de ladrillos para desviar los líquidos hacia la costa sur, a dos kilómetros del batey. Al principio fueron solo los desechos de la molienda pero luego al central se le añadió una destilería y esa agua fue saliendo con mosto y vinazas, sustancias altamente corrosivas capaces de elevar el nivel de acidez en los suelos y de dañar los cultivos. Con los años, ante la posibilidad de que las aguas contuvieran metales pesados nocivos para la salud humana, la delegación del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente (CITMA) del municipio prohibió el empleo de esos residuales para el riego. “Yo llevo aquí 15 años y todo este tiempo hemos utilizados los residuales”, admite Rodobaldo León Aguilar, presidente de la Cooperativa de

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Producción Agropecuaria (CPA) Cuba-Nicaragua. “Los estamos utilizando prácticamente sin preparación, crudos, de uno salir por aquí y por allá y regar caña con ellos. Antes de que yo entrara, esta cooperativa los empleaba en las siembras de arroz y en los demás cultivos. Sé que es un riesgo grave. Los utilizo porque no me cuestan nada. En lo único que gasto es en el hombre que yo pongo a regar la tierra y en los equipos para preparar el terreno. La verdad, es un tremendo fertilizante: tiene fósforo, tiene potasio y nutrientes de la misma planta de caña que luego se recuperan”. Es tan potente esa agua que todos los campesinos de la zona reconocen que no se le pueden dar dos riegos seguidos a una misma plantación de caña. “Tendrías que dar uno y después a los tres meses darle otro, porque es mucho. Es como si ahora a ti te cogieran y te dieran bistec de res en el desayuno, el almuerzo y la comida”. Durante años, este método del exceso les ha permitido –a la CPA Cuba-Nicaragua y a otras cooperativas que han hecho canales para desviar el residual del central– ahorrar dinero en la producción de la misma caña que va al Héctor Molina. Especialmente cuando la Cuba-Nicara-

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gua se ha propuesto una producción de 47 000 toneladas al año. Ante cifras tan altas, siempre se busca el modo de que los resultados estén a más corto plazo. En consecuencia, mucha urea y fertilizantes químicos. En su tesis “Buenos suelos en extinción: la degradación de los suelos ferralíticos rojos en el occidente de Cuba” (2014), el Dr. Cs. José M. Febles González destaca que durante los últimos 30 años los suelos ferralíticos rojos de Mayabeque y Artemisa presentan una degradación intensa y pueden llegar a la extinción. “No obstante, la literatura especializada continúa clasificando a este tipo de suelo como ‘no erosionados’, lo cual ha propiciado la degradación secuencial de los suelos más productivos de Cuba”. La investigación también afirma que en nuestro país no se han definido los valores de referencia de contaminación por metales pesados para este tipo de suelos, lo cual imposibilita “relacionar los procesos de erosión, sedimentación y contaminación de la cobertura ferralítica”. A los guajiros de aquí parece importarles bien poco que el suelo en torno al central sea ferralítico rojo, y la palabra “degradación” no los desvela. De momento, les basta con saber que la caña

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sigue brotando de la tierra sin demandar muchos cuidados. “La caña tiene eso: tú coges un campo, lo preparas, lo fertilizas y lo siembras y ese mismo año te va a dar 100 toneladas por hectárea”, asegura Rodobaldo. El propio Rodobaldo reconoce que ellos han tenido la voluntad de utilizar abonos orgánicos como la cachaza, que es otro residual de la zafra. Sin embargo, de hacerlo tendría pérdidas porque la cachaza le parece muy cara y no tiene cómo regarla en el campo. —La CPA tiene 1 045 hectáreas, y como este residual tiene tan poca concentración hay que aplicar una gran cantidad. —¿En cuánto sale una tonelada de cachaza? – le pregunto. —Está sobre los cuarenta y tantos pesos. Un camión sale en doscientos pesos. Esto significa que con una tonelada se pueden fertilizar, cuando más, uno o dos cordeles cuadrados, y una hectárea tiene 24 cordeles. Con un saco de urea de 55 kilogramos, que les sale a 66 pesos, se fertilizan dos hectáreas. Antes, la cachaza del central era gratis, pero ahora la gente del tabaco y del cítrico compra un poco para sus plantaciones. Si Rodobaldo quiere usarla

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también, debe pagarla. Para él, lo ideal sería que cuando el central termine de hacer sus lagunas de oxidación, le pongan una instalación directa a sus plantaciones. Según sus cálculos, con una tubería de 90 litros por segundo podría utilizar casi 30 000 litros de agua a diario. “Si se aprovechara bien el residual –dice–, toda esa caña de los alrededores se montaría en más de 100 toneladas por hectárea”. Gratis. ***

Central Héctor Molina (Foto: Geisy Guia Delis)

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Ana Julia Castillo, jefa de sección de la delegación del CITMA en el municipio, se muestra prudente en los detalles, como si una declaración pudiera comprometer la venta del azúcar, que de alcanzar altos niveles de pureza se destinaría a la exportación. Puede entenderse, como ha debido entender el grupo azucarero AZCUBA, que los consumidores foráneos se preocupen cada vez más por verificar las prácticas de las empresas que producen sus alimentos. De ahí que no resulte extraño el esfuerzo del país por avalar la inocuidad de los alimentos destinados a la exportación. En un contexto en el que han aumentado las normas sanitarias y de control en los mercados europeos y asiáticos, la producción del azúcar en Cuba se propone cumplir con el sistema de análisis de riesgos y de los puntos críticos de control HACCP. Esta regulación, adoptada recientemente en nuestro país, facilita la inspección por parte de las autoridades extranjeras para la certificación de los productos y favorece el comercio internacional. Es un sistema que promueve la FAO y que exigen los grandes compradores a los países exportadores para garantizar “productos más limpios”.

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La producción del Molina es la de mayor volumen en el territorio. Si incumple el plan de entrega de azúcar para los días de zafra, la provincia Mayabeque se vuelve “incumplidora” en un sistema de emulación nacional. Por esta razón, al central lo atienden directamente el Ministerio del CITMA y su delegación provincial. Ana Julia solo se encarga de hacer cumplir sus disposiciones. “La industria vierte cada año cerca de 60 toneladas de ácido clorhídrico, sosa cáustica y otros elementos altamente agresivos a la costa”, dice. “Como consecuencia de ese vertimiento constante, se ha producido una alteración en la diversidad biológica. Han desaparecido algunas especies de la flora, como el patabán y la llana, árboles maderables protectores del litoral, y la línea costera ha retrocedido alrededor de 15 metros”. Desde el siglo xix, se han utilizado las aguas residuales sin un tratamiento adecuado. Hoy las zafras son de 80 o 90 días, pero una década atrás duraban hasta seis meses. Las medidas orientadas para reducir la carga contaminante del central comenzaron a implementarse en 2015 e incluyen la construcción de dos lagunas de oxidación con capacidad estimada para casi un mi-

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llón de metros cúbicos de agua, un sistema de fertirriego, trampas de grasa y la gestión de los residuales sólidos como el bagazo. En las lagunas deben sedimentarse los materiales pesados, de manera que el agua, al pasar al riego, se encuentre apta para ser utilizada en los sembrados. Ahora se les están realizando monitoreos a los desechos líquidos, para determinar los elementos con los que están saliendo al medioambiente. Días antes de comenzar la zafra chica, en noviembre de 2016, la obra aún no estaba terminada. “Si no hay una respuesta a los residuales, no va a moler el central”, dijo Ana Julia en aquella ocasión. En realidad, la decisión no le corresponde al CITMA del municipio, sino al CITMA y al Gobierno provinciales, o al Consejo de Estado. A las cinco de la mañana del 15 de noviembre de 2016, el Héctor Molina hizo pitar sus calderas para anunciar el inicio de la molienda. Los residuales eran, entonces, un problema menor en comparación con el costo de tener un central paralizado un día entero. En cada municipio hay un Centro de Higiene y Epidemiología. Pastor Soto Fernández es uno de los especialistas de esa institución en San Nicolás de Bari. Según me explica, para ellos es

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casi imposible monitorear desde una mirada integradora la actividad del central. Resulta incluso más difícil realizar un estudio preventivo y sistemático de las fuentes contaminantes, ya que no cuentan con ningún equipo de medición. No pueden medir la calidad del aire, los niveles de ruido ambiental, la contaminación de los suelos ni la agresividad de los residuales. Si instituciones provinciales y nacionales han realizado mediciones en el Héctor Molina, en el Centro de Higiene y Epidemiología no están los resultados: a veces no los piden y otras no se los dan. Ellos ni son contraparte del CITMA, ni tienen cómo supervisar las acciones de la única industria del territorio para evitar brotes higiénico-epidemiológicos. Sí se encargan, no obstante, de la detección de ácaros para garantizar la calidad del azúcar que se exporta. El propio central no tiene conocimiento de en qué medida está reduciendo su carga contaminante, según me explica su director, el ingeniero químico Alexis Rodríguez. Las pruebas de laboratorio se realizan durante la zafra para controlar que los valores de acidez de las aguas se mantengan en un nivel que les permita seguir produciendo. Fuera de las aguas no se mide otra

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cosa. Se espera que con las lagunas de oxidación y la construcción del fertirriego haya un resultado evidente a corto plazo, pero sin los números no hay cómo atestiguarlo. Alexis reconoce que “con las políticas medioambientales están aún en pañales”. Lleva dos años dirigiendo el Héctor Molina y no ignora que se encuentra en el peor ingenio de Cuba, “o en el que dicen que es el peor”. “Primero hay que demostrar que hace azúcar –dice Alexis–. Luego hay que desarrollar una cultura por el ahorro de los portadores energéticos y el agua. A eso tiene que estar encaminado el sistema. Y a que la gente se sienta contenta”. *** “Los ingenios cubanos tienen algo muy peculiar, y es que las personas que se emplean en el ingenio lo aman como si fuera propio”, dice Juan Nieves, que habla de la fábrica y de su vida como si fueran una misma cosa. “Yo vivo aquí, y aquí me casé una primera vez y tuve un hijo. Luego me volví a casar y tuve dos más. Desgraciadamente, ellos no han querido estar en el in-

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genio. Han buscado otros caminos por temor a la inestabilidad de la industria azucarera”. El paro de unos 13 centrales azucareros en la provincia y la reducción de los días de zafra, en los cuales se paga más, arrojaron un velo de incertidumbre sobre San Nicolás de Bari. Muchos profesionales con años de experiencia en el sector no se quedaron para ver el destino del Molina. “Este ingenio se depauperó”, comenta Alexis. “La gente se depauperó. Emigraron, se fueron, y los que entraron no sabían nada de ingenios. Y ahora hay que trabajar con esos que entraron para convertirlos en azucareros”. A principios de noviembre, en el central se contaba con 623 trabajadores para hacer la zafra, pero en el sistema, que incluye a quienes siembran la caña, la cortan, la alzan y la trasladan, se contabilizaban unas 2 300 o 2 500 personas. Para finales de febrero de 2017, de acuerdo con los reportes de zafra, el central ya tenía 18 000 toneladas de azúcar de atraso en el plan pactado para esta contienda, que termina en abril. Es una cifra que puede incrementarse si hay roturas, o si el más pequeño eslabón de la cadena falla. “Aquí se trabajan varias operaciones mecánicas, químicas, energéticas y eléctricas”, dice

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Alexis. “Tenemos una termoeléctrica. Cada maza de molienda pesa 22 toneladas. Para mí no hay fábrica tan compleja como un ingenio”. Su aspiración incluye entregar entre 20 y 30 megawatts por hora al Sistema Electroenergético Nacional si se materializa, en unos diez años, la bioeléctrica que han solicitado. “Esas plantas alemanas suponen un ahorro tremendo, porque con diez centrales se sustituiría una termoeléctrica, que sí consume combustible fósil”. Antes de dirigir el central, Alexis estuvo al frente de la destilería. En 2016, ganó un premio del CITMA por crear una planta que aprovecha los residuales de esta industria en la elaboración de alimentos para cerdos. Asegura tener una vocación hacia la preservación del medioambiente y tiene una teoría interesante sobre la planta de caña como almacén vivo de agua en tiempo de sequía. Por ahora, sin embargo, se le presentan desafíos más urgentes: “Tengo que hacer azúcar para hacer dinero”.

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El batey que parece domingo Carlos Alejandro Rodríguez





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“Esto es punto muerto aquí, mijo. Zona muerta”, espetó la vieja que cargaba el saco. “Todo es una bola de marabú. Las áreas de caña las cogieron pa’ nada”, y apuntó a los antiguos campos con guardarraya, donde hay maleza, y dibujó en el cielo el humo de las chimeneas del Central Benito Juárez. La vieja que cargaba el saco venía desde la feria dominical de Placetas en un coche de caballos que, ante la falta de otro transporte y ante la pena o ambición del cochero, sobrepasaba el límite permitido de carga. La vieja, lo mismo que otras tres mil almas que viven alrededor de Zaza, según el diagnóstico del Consejo Popular, tiene que ir los domingos hasta la cabecera municipal a comprar viandas, vegetales, hortalizas, especias, todo lo que –oh, paradoja– se cultiva en los campos (como Zaza) y se vende en las ciudades (como Placetas). “La única esperanza de este municipio es que está en el paso pa’ la cayería”, se consuela la vieja antes de apearse a la entrada del batey. “Yo le insistí a mi hijo pa’ que llenara las planillas. Le dije: ‘Oye, vete pa’ llá, que aquí sí no vas a hacer nada’. Aquí no hay empleo. Desde la Colonia la

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vida de Placetas eran los tres centrales. Y los entregaron en bandeja de plata”. Se apea, sin pena propia, sin conmiseración de los demás, porque la fatalidad diaria no entristece a nadie. Carga el saco de las provisiones. Se asoma a su casa y deja en el coche a la maestra, a un par de jóvenes, a los periodistas y al cochero. La calesa colonial llega hasta el corazón del batey, que es el corazón del descampado y del óxido. La calle principal va hasta la iglesia, pasa el parque, pasa la escuela, pasa un par de merenderos particulares, pasa las ruinas del Central Benito Juárez y deja a un lado el barracón, deja a un lado el alambique, deja a un lado la vida íntima de la gente que sobrevivió al ingenio. Y los viajeros no pueden ver las antiguas líneas de ferrocarril que bifurcaban el batey ni los bocoyes de azúcar ni los trenes ni las plantaciones. No pueden escuchar las campanas ni apenarse por el yugo de los esclavos ni asistir a las populosas misas que organizaba el negrero Julián de Zulueta y Amondo. Ahora pueden imaginarse los pitazos del Central Benito Juárez, pueden saborear en el aire el ácido aroma de la caña madura, pueden tocar incluso los granos de azúcar crudo, recién sali-

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dos de la maquinaria que depura y transforma la gramínea. Y pueden ver, a la escala de sus recuerdos, la separación definitiva de las piezas, el reciclaje de la chatarra, la oxidación de los metales, la descontaminación del cielo y la parálisis del tiempo. “Ya la gente se acostumbró, pero los primeros años que hicieron este desbarajuste los obreros del Central estaban muy disgustados. Incluso, los jubilados decían: ‘Mira como dejamos esto’. Veían destruir aquello así…”. —¿Y sufrían? —Sufrían –había respondido la vieja del saco antes de meterse en su casa–. Es que aquí había muchos puestecitos de trabajo, pa’ los que tenían nivel y pa’ los que no. Y también había recordado que su madre trabajaba como técnica en el laboratorio del Central Benito Juárez. Y que su padre ponía a funcionar las máquinas intestinas del propio ingenio. Y que, si Dios lo permite, ahora su hijo se va a los cayos de Caibarién. *** Una vista de Zaza (Foto: Maykel González Vivero)

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Pero, aun cuando el hijo de la señora que carga sacos de viandas los domingos desde la feria agropecuaria de Placetas y otros cientos de hijos de vecinos se vayan a los cayos de Caibarién a ganarse la vida, Alberto Cubas Pérez no se irá de Zaza. Que para él no es de forma exacta Zaza, sino Benito Juárez, el nombre que dio la Revolución al Central y a su batey, en su incontenible afán de renombrar las cosas que ya eran y que habían sido un siglo antes. Desde su casa propia y desde la Casa de Cultura de la comunidad Benito Juárez, donde trabaja como metodólogo de Creación, Alberto ha escrito cartas a Eusebio Leal, al ministro de Cultura, a la antigua directora del Consejo Nacional de Patrimonio Cultural, Marta Arjona, y a los periódicos Granma, Trabajadores y Juventud Rebelde. —Yo mandé unas cuantas cartas reclamando ayuda para el batey y el barracón. Pero todo el mundo dijo que no había recursos. Y es un crimen, porque este es el mejor barracón que se mantiene en Villa Clara. Yo quería que lo repararan como casa de familia, o que hicieran allí un museo de la cultura afrocubana. Algo así. —Y no se pudo, supongo.

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—No, no, no… Al ministro de Cultura le hice dos cartas y siempre me dio respuesta. Venía el que atendía esa parte en el MINAZ provincial y me decía que no había recursos, que no había recursos, que no había recursos… Ya después me cansé. A Eusebio Leal le hice tres cartas. Siempre me respondió y una vez mandó a su secretario y a un par de arquitectos a valorar el barracón. Al final me dijeron lo mismo: que no había dinero. Los deseos de Alberto Cubas Pérez, como el singular de su primer apellido, están transidos por la crisis económica. A este hombre lo carcome la decadencia de uno de los conjuntos azucareros decimonónicos –hasta hace poco– más íntegros de Villa Clara. “Lo que tiene Benito Juárez –exagera Cubas– no lo puede exhibir ningún otro batey: el barracón, el alambique, la enfermería para esclavos, el fuerte y el tejar, la casa del dueño, la iglesia católica…”. “Fíjate que en el siglo xix Zaza llegó a convertirse en el principal trapiche de Placetas. En 1874 se decía que Julián de Zulueta y Amondo, el fundador del ingenio, era uno de los hombres más ricos de la Isla”.

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“El Central no paró de moler. Nunca”, rememora Cubas. “Hasta 1959, la familia Zulueta dirigió la fábrica y poseyó 300 caballerías de tierra en todos estos alrededores”. Poco después, la Revolución nacionalizó las tierras y el Central, arrancó la vía férrea, modernizó las máquinas, mantuvo los empleos y responsabilizó al Complejo Agroindustrial (CAI) Benito Juárez con el batey. Prometió que la caña iba a ser el presente y el futuro del país. Porque los que hacían la Revolución no conocían a ciencia cierta –cómo iban a conocerlo– el futuro del país. “El Central Zaza solo sobrevivió hasta 1998. Para esa fecha nuestra dirección política había decidido desactivar casi todos los ingenios porque no eran rentables. Y pararon las tres fábricas de Placetas”. Alberto Cubas Pérez quisiera decir: “Y bien, se acabó el Central, aquí estamos, ninguna desgracia nos sobrevino. No tengo nada más que decirte”. Pero no le permito detenerse. Ahora no. —¿Y qué pasó después, cuando cerraron el Central? —Se creó la Tarea Álvaro Reynoso. Todos los trabajadores, que aquí llegaban a más de 900, co-

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menzaron a estudiar: unos sacaron la primaria, otros noveno grado y otros más el pre. En cada central desactivado había un aula. —Pero imagino que muchos obreros vieron con dolor el fin del ingenio. —Bueno, lo vieron con dolor, pero no quedaron desamparados. Había gente que estudiaba y ganaba más de 800 pesos mensuales. Claro, a los más viejos no les gustaba mucho estudiar y a medida que iba pasando el tiempo fueron buscando otro trabajo. El Central Benito Juárez dio paso a la Empresa Agropecuaria homónima, cuyas oficinas se movieron hacia Placetas hace poco, y a una fundición (Gelma) de válvulas que hoy es, simplemente, una fundición de comederos de cerdos. Los restos físicos del ingenio se convirtieron en un molino de pienso, en un par de almacenes y en un taller donde no trabajan más de siete u ocho personas. Ni las CPA ni las UBPC ni las CCS que existían antes de la parálisis azucarera o que llegaron a fundarse después pueden acoger a todos los trabajadores que el Central vomitó. —El ingenio era la vida del batey, ¿no? –intenté conmover a Cubas.

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—Sí. Antes el Central atendía a toda la comunidad: el deporte, las áreas verdes, la ambulancia, el servicio médico; atendía el agua. —¿Y ahora? —Ahora se hace cargo el Estado. Unos dicen que esto ha empeorao un poco pero, a pesar de eso, los que viven más pa’trás en los campos vienen pa’ quí. De Máximo. De las Marías. De Capestani. Vienen. Y muchos de aquí se van pa’ Placetas. ***

Niños en el parque infantil (Foto: Maykel González Vivero)

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A punto de mediodía el batey de Zaza se rinde. Unos niños se balancean en los columpios del parque infantil bajo supervisión de los padres. Un corrido mexicano suena para nadie en algún sitio indescifrable. De todos modos, el tedio se cuela en el juego de los niños y en la música. En algún momento, los padres se marchan con los hijos, y el corrido se detiene. El lunes siguiente los estudiantes asistirán a la escuela, los maestros impartirán sus clases planificadas con antelación, los campesinos tratarán de mitigar la sequía y algunos trabajadores partirán a Placetas en planchas de caballo, a falta de otro transporte. El martes la iglesia entregará comida a los más necesitados y acaso el viernes la música norteña, el reguetón y Pimpinela (en esa posible combinación) lograrán reunir a una decena de jóvenes en el círculo social. Si no fuera porque el lunes tampoco habrá trabajo, tampoco pitará el Central, tampoco llegará la caña ni echarán a andar las maquinarias, se pensaría que el domingo de asueto anuncia la siguiente jornada de trabajo. Pero la gente no reposa en paz ni festeja: cuando les quitaron el ingenio también perdieron la capacidad de sobresaltarse.

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En el paisaje o detrás del paisaje, la torre del Benito Juárez les recuerda con impertinencia que el Central dejó de moler a finales del siglo pasado. Y les mantiene atados a lo que fue: hasta que no se oxiden y desaparezcan los hierros que nadie recicló, hasta que no se derruyan las últimas piedras del barracón donde vive casi una veintena de familias, hasta que nadie más pueda apuntar los antiguos cañaverales ni dibujar en el cielo la silueta del humo, la generación de turno no olvidará el ingenio. A la inversa de todos los que se van, este domingo dos testigos de Jehová llegaron desde la cabecera municipal, tres o cuatro kilómetros hacia el noroeste. De espaldas a la iglesia católica, esperan. Uno supone que deberían ir a tocar las puertas de las casas, perseverar cuando les echen las mismas puertas en las caras, si eso pasa, y predicar el mensaje divino a contrapelo de los maleducados. Pero los dos cristianos permanecen ociosos, en un banco, a la orilla del parque infantil. ¿Esperan por los ancianos, esperan por los hombres desocupados, esperan por los jóvenes aburridos en el tedio de las 12 del día del domingo para hablarles de Dios? No se sabe. Están

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sentados, con demasiada calma, y otean el estrecho horizonte de Zaza. —La gente… ¿cómo recibe el Evangelio por estas zonas? –les interpelé. —Bien. Hay bastantes personas estudiando la Biblia. Es bueno predicar aquí porque en el campo las personas son más receptivas al mensaje de Dios. —¿Porque son más humildes? —Bueno, las personas, mientras más humildes, más aceptan la palabra de Dios. Dice la Biblia que para un rico es difícil entrar en el reino de los cielos. Es como meter un camello en el hueco de una aguja. Imposible. ***

El barracón (Foto: Maykel González Vivero)

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Sobre la espalda de los humildes, lo sabrá Dios, se alza todavía el barracón que mandó a construir don Julián de Zulueta y Amondo. Los viejos muros del edificio fueron trazados en el siglo xix sobre una línea de humildad –si no queremos decir pobreza– que llega sin radicales interrupciones hasta hoy. La penuria económica se sobrepuso al fin de la esclavitud, sobrevivió a todos los amos Julianes de Zulueta, superó la crisis económica del 33, sorteó la zafra de los diez millones y venció la propia existencia del Central Benito Juárez. Pero, sin acceder a cavilaciones tan fatales, Santiago Rojas Isidro, un anciano que vive el tiempo muerto de su retiro, descansa a la entrada del barracón, como en la foto sepia de una escena triste. Hace dos años, en abril de 2015, Santiago también descansaba en el mismo quicio de la misma puerta. —Hace 20 años –toma la conversación el anciano– estoy oyendo que nos van a dar una casa, pero me muero de viejo y no la veo. Yo no discuto na’ porque sabemos que Oriente está grave. Cuando ellos [el Gobierno] determinen si queda algo allá, va y nos lo dan. Pero aquellos están más necesitados que nosotros.

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—¿Quiénes están más necesitados, Santiago? —Los orientales, con el problema de los ciclones. Uno no puede desesperarse por eso. Na’. Algún día llega [la casa]. —Alguna gente de aquí se ha muerto… –sugerí, indiscretamente. —Sí, cómo no. Esperando las casas… Pero bueno, si no la veo yo, la ven mis nietos, la goza mi familia. —Por lo menos usted es optimista. —Yo sí soy realista. Es la verdad. Si no hay materiales, ¿qué le van a hacer? ¿De qué materiales nos van a fabricar una casa? Hay que esperar que hagan ellos allá en Oriente, porque hay que ver a aquellos pobres infelices por televisión. Santiago Rojas Isidro espera la misma casa que espera su esposa Marta Chirino Díaz, que espera Benita Domínguez Pérez, que espera Dayimí Moreno Cruz, que espera Edier Sánchez Reyes, que esperan Daimí Jiménez Chaviano y su hijo y su esposo, y que esperan Inaquel Pérez Hernández y su hija y sus dos nietos menores de un año, y casi una veintena de familias que vive entre los muros húmedos del barracón. Y que espera un hijo huérfano y que esperaba su madre antes de morir. Y que esperan, incluso, los

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que no viven en el barracón y desean el bien de los demás. La casa que anhelan debería ser, según las promesas que han escuchado, un edificio multifamiliar que se emplazaría entre el barracón y la torre sempiterna del Central. —Según nos explicó el delegado en la última asamblea de rendición de cuentas –dice Osvaldo Trimiño González, presidente del Consejo Popular Benito Juárez desde 2013 hasta 2016– se van a hacer cinco edificios en el municipio de Placetas. Uno lo construirán aquí en Benito Juárez, este año o el que viene. —¿Pero se trata de un proyecto, nada más? —Sí, es un proyecto… —¿…que todavía no está aprobado? —No. Todavía no. —¿Pero crees que el edificio llegará a construirse? —Sí, yo pienso que sí. En el municipio de Placetas se han hecho varios edificios. Este lo construirían aquí, en Benito Juárez, pa’ que los campos no se sigan despoblando. Osvaldo era presidente del Consejo Popular antes que Miguel, y Miguel fue presidente del Consejo Popular hasta que renunció hace un par

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de meses. Pero Miguel no quiere hablar, porque le advirtieron que no diera declaraciones a los periodistas. Después de Miguel, Marisol Ricaño Miranda asumió la presidencia del Consejo Popular Benito Juárez. —Marisol, la gente del barracón dice que les van a construir un edificio… —Pa’l 2018. —¿No hay nada seguro todavía? —No es seguro. Tú sabes cómo es eso aquí. —¿Y usted tiene esperanzas de que fabriquen el edificio? —Sí. Está en pronóstico pa’l 2018. Eso fue lo que me dijeron.

Benita Domínguez Pérez y Santiago Rojas Isidro (Foto: Maykel González Vivero)

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Digan lo que digan los delegados, Santiago Rojas Isidro no sabe cuántos años más podrá estar sentado en la puerta de su casa-barracón. Pero confía en que, al menos, sus nietos disfrutarán el apartamento que le corresponde. Benita, a su lado, no puede evitar la turbación: casi grita con desespero que sus esperanzas se echaron a perder: “¡Eran verdes y se volvieron negras!”, hasta se burla. —¿Usted llegó a trabajar en el Central? –abordé a Santiago, otra vez. —Sí, ahí yo hice muchas cosas. Yo era tractorista, pero también manejaba una pala… Trabajé en veinte cosas, en lo que hiciera falta. —¿Y cómo era la vida en esos tiempos? —La vida pa’l pobre más o menos va siendo igual siempre. El pobre que nace pa’ 10 quilos no llega a 15. Olvídate. Por mucho que guapee. La vida es así: hay una clase más pobre, una más rica, otra más mediana… —¿Y a usted cuál le tocó? —osé preguntar. —¡La pobre! Pero vivo orgulloso. —Santiago –quise cambiar de tema–, qué calma tienen los domingos aquí… —Aquí –respondió sin disgusto– siempre parece domingo.

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La vida después de la última zafra Mónica Baró Sánchez





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La última vez que el Central Osvaldo Sánchez molió caña fue en la zafra de 1996 a 1997. Omar Hernández nunca tuvo nada que ver con el azúcar, pero no se olvida porque justo en esa misma época se le ahogó un hermano. Su duelo coincidió con el duelo del batey. El Osvaldo Sánchez, como tantos otros bateyes de Cuba, orbitaba en torno al central que le diera nombre. La vida marchaba, desde hacía dos siglos, a tiempo de zafra. —Eso fue un crimen lo que hicieron y lo digo donde sea –opina Omar desde su caballo, sin apartar la mirada de la torre superviviente, como si fuera un devoto frente a su iglesia y estuviera a punto de persignarse. Y no son exageraciones suyas. La azúcar emparentaba como mismo la sangre. No era una simple fuente de empleo. Las personas solían dedicarle su vida entera. Pedro Herrera comenzó en 1941, con 14 años de edad. Raquel Izquierdo, en 1959, con 18. Carlos Alberto Martín, en 1971, con 18. Gustavo Cairo, en 1981, con 17. Todo lo que hicieron lo hicieron dentro de ese mundo que el Central ponía a girar. Pero no porque ganaran sumas exorbitantes, que

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no era el caso, sino porque se sentían parte de algo. Se identificaban con el azúcar como si fuera un apellido o una patria, o las dos cosas. A casi veinte años del cierre del Providencia –como también le dice la gente, utilizando el nombre que tenía antes de 1959– Raquel se presenta de la siguiente manera: —Yo nací aquí. Mis padres fueron azucareros. Mis hermanos fueron azucareros. Yo fui azucarera. Trabajé 43 años en este Central. Eso es ella. Nada más. Y le basta. El desmontaje de la industria azucarera, país adentro, significó algo más que un cambio en el modelo de producción. Significó desmontar una cultura de vida: dejar a miles de personas en una especie de orfandad. Cada pieza que le quitaban al Osvaldo Sánchez, con el fin de garantizar repuestos para otros que quedarían moliendo caña, se lamentaba como la extirpación de un órgano. Ni los argumentos económicos y medioambientales, ni las medidas sociales compensatorias que vinieron luego, sirvieron para espantar el dolor. Al final, el silencio se extendió sobre el pueblo como se extiende un velo sobre un mueble en una casa que se clausura, a la que se pretende regresar, pero no se sabe cuándo.

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—Eso fue horrible, la verdad –dice Raquel–. Cuando esto cerró fue bastante doloroso, principalmente cuando empezaron a llevarse los implementos que tenía adentro, las maquinarias, los molinos, todo, todo, todo… Las personas se sentaban en el portal de la bodega, que ahí los mayores siempre se sientan a conversar, y cada vez que veían salir una rastra llena de cosas, las lágrimas se las bebían. Del Central no queda sino un esqueleto disperso. La yerba, lentamente, va venciendo al concreto. Queda una torre intacta, junto a los restos de otra que no llega ni a la mitad de la intacta, un cilindro enorme de hierro oxidado, una instalación de mampostería con tejados de cinc, algunas paredes semiderruidas, locales adaptados a viviendas y, a unos trescientos metros de la torre intacta, el barracón acogiendo a varias familias. La señal más fuerte de que aquí la vida sigue su curso es una tendedera afincada sobre las ruinas, en la que ondean sábanas blancas, pañales y ropas coloridas. Todo transmite una calma apabullante, que, como los sueños profundos, no se debería perturbar. Hay un perro negro que parece saberlo.

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Un perro negro que se asoma desde el segundo nivel de la instalación de mampostería, que no ladra ni muestra los colmillos, a pesar de su posición aventajada, y que tampoco se arroja. Un perro negro de orejas puntiagudas y una mancha blanca que le nace en la cima de la cabeza y se expande en el pecho como una armadura. Nada ocurre. Se esfuma igual que un espejismo. Casi podría decirse que en el batey ya no pasa el tiempo. Si no fuera por su rastro inconfundible en las cosas envejecidas, podría decirse que en el batey ya no pasa el tiempo. En las viviendas más apartadas del Central, la calma es menos densa, pero la sensación de aislamiento se mantiene idéntica, tanto por el deterioro de las construcciones y las vías de circulación como por la distancia con la cabecera municipal y la irregularidad de los medios de transporte. Toma casi un cuarto de hora el viaje en automóvil desde la ciudad de Güines hasta el Central –sin contar la espera previa– y cuesta cinco pesos cubanos. La aspirina –como le dicen al transporte público, en el que la gente va exactamente como encapsulada– cuesta uno o dos pesos, pero nadie podría precisar a qué horas

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aparece. Cuando la noche cae, es poco probable encontrar en qué transportarse. Si a Pedro le hubieran pedido su opinión, hubiera dicho que no lo tumbaran. Pedro obtuvo su jubilación diez años antes de la última zafra, pero echó otro par de años en el Central como custodio, hasta que no quedó nada que custodiar.

Pedro Herrera (Foto: Ismario Rodríguez)

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—¿Por qué hubiera dicho que no lo tumbaran? –le pregunto. —Porque si tú ves la vida que tenía la gente aquí… Vivía aquí, tenía su trabajo aquí, todo aquí. Y ahora, ¿qué tiene? La decisión no tomó a nadie por sorpresa. Desde hacía tiempo se venía comentando en la calle. No se había comunicado oficialmente, pero se intuía. Sin embargo, las sospechas nunca fueron mayores que la esperanza de la gente de que eso fuera una gran mentira. —Hazte la idea de un familiar que tú tienes – dice Carlos Alberto Martín, antiguo jefe de turno del laboratorio– y de momento te dicen que se va a morir. Tú no lo crees, no lo aceptas. Se comentaba, pero creerlo así, nadie lo creía. Apenas dieron explicaciones. Eso era algo “de arriba”, lo cual se puede traducir como que era algo tan irrevocable como un destino. La agricultura fue la ventana principal que se abrió entonces. Güines posee una de las tierras más fértiles de Cuba. La carretera que conduce hasta el batey, tranquila y lenta, de carretones halados por caballos, tractores y bicicletas, es un paréntesis gris de urbanización en medio de un campo carmelita rojizo que impresiona por su

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pureza. No obstante, la fertilidad no compensa la falta de otras cualidades. En el país la labor agrícola se asocia más con la penitencia que con la prosperidad. Las dos reformas agrarias que vinieron con la Revolución de 1959 se enfocaron en resolver las injusticias sociales y las enormes desigualdades que generaba la concentración de propiedades en una minoría, pero no lograron resolver el problema más básico: que la gente pudiera vivir de su cosecha. Según Carlos Alberto, el Osvaldo Sánchez había comenzado a caer en desgracia cuando le instalaron, a principios de los noventa, unas bombas intupibles traídas desde el exterior con bombos y platillos, que debían contribuir a modernizar la tecnología azucarera. Pero las bombas intupibles no resultaron ser tan mesiánicas como se esperaba. Consumían demasiada energía eléctrica para hacer su magia y terminaron arruinando una reputación bicentenaria. Además, las calderas y los hornos comenzaron a fallar. La azúcar continuaba siendo buena, pero a un costo insostenible, en un escenario nacional de escasez extrema. La Isla estaba atravesando ese gran trauma que fue el Período Especial. El

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colapso de la Unión Soviética, del otro lado del Atlántico, había supuesto el colapso de la dependendiente economía cubana. Faltaba mucho de todo, por ejemplo, fertilizantes para la producción agrícola. En el Güines remoto, el rendimiento cañero se redujo y, como las desgracias casi siempre vienen juntas, al Osvaldo Sánchez le tocó recibirlas. Cuando se corrió el rumor de que los centrales comenzarían a caer, los trabajadores de aquí asumieron como un hecho que serían parte de esa epopeya. Con algo de suerte, Carlos Alberto continuó unos años más trabajando en el laboratorio. Él y su equipo estuvieron haciendo caramelos de menta y eucalipto, betún, vino dulce, crema… Una serie de cosas que se catalogaban como “producciones alternativas” y que les habían merecido la adopción de la Empresa de Cultivos Varios del Ministerio de Agricultura. Hasta que un día, por el 2004, alguien reparó en ese oasis que perduraba en medio de la desolación y decidió emparejar el entorno. —Llegó un director que no sabía nada de azúcar y nos dijo: “Vamos a cerrar el laboratorio, tienen que irse, y lo único que tenemos para ustedes es agricultura, con el salario de agricultura”.

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El laboratorio lo desmantelaron y de la infraestructura sacaron luego varias viviendas. Carlos Alberto consideró todo aquello “una falta de respeto”, porque después de 33 años dentro de un laboratorio, no era para que les dijeran que no tenían nada más para ofrecerles que agricultura, con salario de agricultura. Y se consideró botado. Insiste en que después de 33 años, se consideró botado. De meter las manos en la tierra para ganarse el pan, por supuesto, no quiso saber nada. Actualmente, trabaja como especialista en genética y razas puras, en la Dirección Provincial de Agricultura del Consejo de la Administración Provincial. A Gustavo Cairo el desbarajuste le agarró en los inicios de sus 30, aunque con una experiencia apreciable. Al Central había entrado como a los 17, se había incorporado a una brigada de montaje, se había hecho soldador y, sobre todo, azucarero. Cuando anunciaron el fin del mundo tal cual lo había conocido tuvo que irse con su experiencia a la agricultura. A la agricultura cañera. A soldar. No a meter las manos en la tierra para ganarse el pan. Él ya era soldador, como mismo Carlos Alberto ya era laboratorista, y tuvo que seguirlo siendo. Sin embargo, todavía

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hoy no logra ahuyentar la nostalgia por la zafra y, de vez en cuando, hasta se complace con la ilusión de que el Central resurgirá de entre sus ruinas. —Nos quitaron la vida –dice Gustavo–. El Central era la vida del pueblo. Y les dejaron el barracón. Una construcción originaria del siglo xviii, que fue cuartel para tropas españolas, encierro para afrodescendientes esclavizados y albergue para trabajadores del Central, antes de convertirse en lo que es ahora en el siglo xxi: hogar para unas 15 familias.

Los niños del barracón (Foto: Ismario Rodríguez)

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Antes eran 54 cuartos. Antes de 1996. Cuando aquí al mediodía no se escuchaba ni una sola voz, ni se veían mujeres alimentando gallinas, ni se tropezaba con niñas y niños correteando detrás de una pelota, porque a esa hora solo había hombres durmiendo. A cualquier hora, solo había hombres. Gustavo era uno de esos hombres. Luego vino el cierre y Carlos Alberto y Gustavo acabaron como vecinos. Se unieron cuartos, llegó gente que nunca había tenido nada que ver con el azúcar y nuevas generaciones empezaron a nacer. No se suponía que eso pasara. Ninguna persona quiere hablar sobre cómo fue que eso pasó. Pero pasó. Aquí y en otros tantos bateyes que perdieron sus centrales. De todo lo que una vez fuera el barracón ya casi no quedan signos. Las rutinas domésticas y las risas de la gente impiden cualquier asociación con el pasado de atrocidades de este sitio. La mayoría de las personas ha desprendido de las paredes los aros de hierro a los que eran encadenados como bestias los esclavos más rebeldes para que no se cimarronearan. Carlos Alberto sí dejó uno de esos aros en su cuarto para exhibirlo como una reliquia. De vez en cuando llegan turistas queriendo hacer fotos.

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Las preocupaciones del presente (los dos baños colectivos que se desmoronan, las aguas albañales que atraviesan el patio interior, las tejas del techo que se oxidan, las vigas de madera que se pudren) pesan lo suficiente como para también cargar con el pasado. Raquel tampoco quiso ir a trabajar a la agricultura. Ni a ninguna otra parte. Estimó que era el momento oportuno para retirarse. El final del Central fue para ella, entre tantos otros finales, el final de Teatro Acción: un grupo compuesto por 23 trabajadores aficionados que ella dirigió durante una década, “compañeros que tenían mucha actitud para hacer teatro, porque eso nace, eso no se crea”, y con el cual alcanzó varias veces la gloria en los festivales provinciales de teatro que organizaba el Ministerio del Azúcar. —Había mucho entusiasmo cuando aquello… ¿Tú me entiendes? Y todo lo que se proponía, se hacía. Desde entonces, se dedica primordialmente a las artes manuales. Hace abanicos, lámparas, barcos, candelabros, sombrillas, cuadros y etcéteras, utilizando naturaleza muerta y materiales desechables. En la escuela primaria de la zona,

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donde estudiaron sus hijos y nietos, desde hace años imparte cursos de artes manuales. No cobra nada por eso pero le entrega todas las horas que su creatividad le exija. Y tampoco cobra por fungir como instructora de exploración y campismo, ni por montar obras de teatro. Mantiene vivo el entusiasmo de la época en la que había mucho entusiasmo.

Raquel cuenta (Foto: Ismario Rodríguez)

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Su apartamento, en lo más alto de un edificio que tiene las escaleras rotas, es un taller permanente. La mesa del comedor está atiborrada de papeles, lápices, cartulinas, pinceles, envases con pegamento, tijeras, temperas, vasitos desechables, ramas marchitas, semillas, esmaltes para uñas… Apenas queda un espacio vacío delante de la única silla. Los estantes de su sala cumplen función de galería. Ahí a la vista está gran parte de su obra, la terminada y la inconclusa. Una obra infantil, que no es de verdad, porque las cosas no sirven para lo que pretenden servir, pero tampoco es de juguete. Raquel la cuida y la muestra como si fuera de verdad. Sin embargo, ninguna de sus creaciones la emociona tanto como hablar del Central. Cuando cuenta la historia del Osvaldo Sánchez, desde que era un trapiche movido por bueyes y esclavos en la colonia, parece que está contando la historia de su propia vida. Avanza con cuidado por los años. Se recrea en 1959, cuando se hizo “la intervención” de la casa del dueño del Providencia, en la que asegura haber participado, y otra vez se deslumbra con las maravillas que encontraran dentro y que –precisa– llevaron para los museos de La Habana. “Todo

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era bello. Bello, bello, bello”. Habla de las nuevas fuentes de empleo creadas después de 1959, la abolición del tiempo muerto, la exportación del azúcar, las obras de teatro que montaron, la llegada de las bombas intupibles, la última zafra, el desmontaje de las máquinas, la tristeza… Se enorgullece de las nóminas que preserva con los salarios de los azucareros. Camina hacia el balcón de su casa, desde donde alcanza a ver el barracón y la torre, y sonríe. Raquel se esmera tanto juntando cada hecho, como si pretendiera reconstruir el Central, la zafra, el batey, la cultura, la identidad, en fin, como si pretendiera reconstruir a Raquel.

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deMoler Alejandro RamĂ­rez Anderson




El Central Paraguay, antiguamente denominado “Los Caños”, fue construido en 1877 por el francés J.F. Rancolls y luego pasó a manos del estadounidense Teodoro Brooks. En 1909 fue adquirido por The Guantánamo Sugar Company. (Foto: Alejandro Ramírez Anderson)




Más de 100 000 azucareros volvieron a las aulas en 2003 tras la reestructuración de la industria azucarera. Conservaron sus salarios íntegros por estudiar; pero hubieran preferido mantener sus antiguos empleos. (Foto: Alejandro Ramírez Anderson)



Vista aérea del Central Paraguay. Al fondo está la Base Naval de Guantánamo. El Central está en la segunda línea fronteriza con la Base. Las viviendas prefabricadas de los obreros sustituyeron los bohíos que a su vez habían desplazado a los barracones. (Foto: Alejandro Ramírez Anderson)



Ellos hacen que el Central funcione. Hacían, para ser exactos… Son los hombres del taller de maquinado: torneros, fresadores que reparaban piezas o inventaban otras nuevas. Cuando los fotografié, ya no había nada que innovar. Habían esperado durante cuatro años que el Central volviera a moler. Luego llegó la noticia. El cierre. Y antes del cierre, el desmantelamiento. (Foto: Alejandro Ramírez Anderson)



Gume trabajaba sin parar. Era el líder nato de todos los obreros. El tanque de enfriamiento del Central parecía un radiador gigante. Para desmantelarlo, hubo que desoldar tubo a tubo. Eso hacía Gume. Tenía las manos más grandes y fuertes que he visto en mi vida. Parecían piezas del Central. Quizá las únicas que sobrevivieron. (Foto: Alejandro Ramírez Anderson)




Estaba parado en una lomita al amanecer. Al norte, la luna. Al sur, el Central en silueta. Puse la cámara en multiexposición, estudié el tamaño de la luna y luego cómo podía incluir la fábrica en el cuadro. Primero, el disparo a la luna centrada hecho con un telefoto. Después, un cambio de lente ángulo ancho para hacer la imagen del Central tratando de recordar dónde estaba la luna impresa. Tuve que esperar varios días para ver el resultado en el revelado del rollo. (Foto: Alejandro Ramírez Anderson)




Una hermana que sostiene a su hermanito pequeĂąo. Un instante de lo cotidiano. (Foto: Alejandro RamĂ­rez Anderson)




Este sitio siempre me pareció Nueva Orleans. Con casa de pilotes y comunidad de niños que se pierden en el humo. Las casas, como en Nueva Orleans, están cerca de la costa y, a veces, se hunden. (Foto: Alejandro Ramírez Anderson)



NiĂąo que intenta parecer avestruz. (Foto: Alejandro RamĂ­rez Anderson)



Parecía, por momentos, que la máquina podía devorar a los azucareros. (Foto: Alejandro Ramírez Anderson)





La hilera interminable de piezas que estuvieron por Ăşltima vez juntas en este momento antes de desparramarse como repuestos para los centrales que sobrevivieron la paralizaciĂłn. (Foto: Alejandro RamĂ­rez Anderson)




La demolición desnuda los ladrillos refractarios de fabricación mexicana que se colocaron en 1920. (Foto: Alejandro Ramírez Anderson)



¿Cuántos obstáculos nuevos tendrán que saltar los niños del batey Paraguay tras el desmantelamiento? (Foto: Alejandro Ramírez Anderson)




Hay mucho ya en el piso, y hay mucho que sigue en pie. (Foto: Alejandro RamĂ­rez Anderson)




Al final, quedaron el hombre y la mĂĄquina, fusionados en un solo ente. (Foto: Alejandro RamĂ­rez Anderson)




Dirección y fact-checking: Elaine Díaz / Edición: Tomás E. Pérez Ilustraciones y diseño: Monkc / Fotografía y video: Ismario Rodríguez


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