Pineal #7

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#Ene


Melanie Benyahya Dirección, maquetación, microrrelato

Kate Shogun Dirección, relato

Andrea Toribio Corrección y estilo, relato

Daniel Aníbal Relato

Sofía B. Manzano Fotografía

Clàrice Été Fotografía

Clara Harguindey

Fotografía

Rodrigo Mendoza Relato

Adrián Pons Relato

Juan Pons Relato

Ana P. Requejo Fotografía

Portada y contraportada: Lisa Palper En este número también ha colaborado: José Miguel González, poesía.


CIUDADES Enero 2016


Relato: Daniel Aníbal, Fotografía: Clàrice Été

Hay una ciudad más allá de los reflejos de los charcos del suelo, de las luces de la noche distorsionadas en las lunas de los coches, de los fumadores de las tascas de esquina y de las palomas atropelladas con forma de chicle al borde de las aceras. Una ciudad que existe más allá del constante rumiar del tráfico a todas horas, donde los garitos de alimentación están repletos de naranjas rojas con gajos del tamaño de un puño y donde todo el mundo grita y bebe hasta ahogarse en sí mismo. De tantas que son, las personas parecen hormigas; y llueve con tan poca efusividad, que las tormentas parecen simulacros. En consecuencia, las hormigas campan a sus anchas. El cielo es constantemente gris, aunque parezca azul a veces, y es naranja cuando parece negro. En esa ciudad, el agua jamás es transparente: siempre es gris nubarrón, ocre piedra o azul piscina. Pero no te preocupes: si te acercas a la autopista, cierras los ojos y te concentras, los coches sonarán como las olas del mar, puro y limpio. Ahí te espero.


Fotografía: Sofía B. Manzano


Ciudad Monstruo Parte 1 Esta historia es sobre dos personas que son devoradas por una ciudad, Ciudad Monstruo. Estas personas son como cualquiera que intenta llevar una vida más o menos estable. Vamos a ir a la Ciudad Monstruo, donde los sueños no tienen cabida y la mayoría de sus habitantes buscan que te distraigas para poder hacerte daño. En esta historia no hay finales felices, ni colores. Todo es gris. La Ciudad Monstruo es el tiradero de cadáveres más grande del mundo. Su peste se impregna en las ropas de quien ahí habita. Se pega en la piel, llegando a los músculos, a los huesos, al alma. Esta peste está tan adentro que las personas ya no la pueden percibir. Las dos personas que son devoradas por esta gran ciudad, comenzaron a percibir el hedor. Se dieron cuenta de que no era normal caminar pateando pedazos de carne y huesos llenos de gusanos. Eso fue su principal error: sentir. Uno se llama Adrián, la otra Ana. Ellos no se conocen. Viven a solo dos cuadras. Nunca se han visto, nunca se conocerán. Ambos son habitantes de la Ciudad Monstruo. He de mencionar que la Ciudad Monstruo es real, pero no puedo revelar el verdadero nombre. Por ahora, no hablaremos de Adrián, tampoco de Ana. Me encargaré de que conozcas Ciudad Monstruo.

Estos cuerpos han estado ahí siempre. Es el tiradero del mundo. Nadie sabe cómo ni de dónde llegan. Solamente que, de pronto, aparecen. La gente ha vivido así desde siempre, por eso están tan acostumbrados a que ni siquiera lo perciban. Es parte de su vida, de su realidad. Con eso nacieron y no les incomoda. Así es Ciudad Monstruo, lugar donde los sueños no existen...

Relato: Rodrigo Mendoza

Ciudad Monstruo tiene un desierto. El más árido del mundo. Bosques de pino nublan el paisaje en lo más alto de las montañas. Hay una selva densa con todo tipo de animales e insectos. Al centro está el valle, de extensión inconmensurable. Tiene un gran lago que recolecta agua de lluvia. Según la temporada, está lleno de agua o seco. La ciudad tiene amplias avenidas y edificios de más de treinta pisos donde vive la gente. En cada edificio viven alrededor de cuatrocientas personas, razón por la cual la densidad poblacional es muy alta y Adrián y Ana no se conocen. Todos los edificios son iguales. Los autos que utilizan estas personas son iguales. Se guardan en grandes sótanos y todo está automatizado. Ahora a esto, a todo esto, agreguen cadáveres, fosas públicas, fosas escondidas, cuerpos triturados por animales en la selva, osamentas en el desierto, miles y miles de personas en descomposición. Cuando el lago se seca se asoman más y más cadáveres. Flotan cuando hay agua.


Fotografía: Germán Peñaranda


Relato: KateClara Shogun FotografĂ­a: Harguindey



Fotografía: Germán Peñaranda


El árbol que cae en mitad del bosque

Relato: Kate Shogun, Fotografía: Germán Peñaranda

Siempre que viajo a algún sitio en el que ya he estado, me sorprende comprobar cómo la vida sigue su curso, sin importar las circunstancias. Aunque yo no haya estado ahí para comprobarlo. Y me siento extraño, incluso traicionado, preguntándome ¿cómo será posible? El árbol que cae en mitad del bosque sí hará ruido aunque no haya nadie para escucharlo, porque el universo no depende de nosotros. Chernóbil fue abandonada por un accidente nuclear hace treinta años y, sin embargo, ahora tiene más vida que nunca. Las ciudades, pese a ser creaciones nuestras, no nos pertenecen. Son ajenas a todo lo que les rodea: a las montañas, al mar, a las praderas, a las personas. Las ciudades no dependen de nosotros. ¿Por qué depender nosotros de nada?


FotografĂ­a: Ana P. Requejo


Hasta que tú naciste, estaba muerta la belleza. Poema juvenil que narra un viaje prohibido a Hungría. Irónicamente, al cabo de los años, resulta que voy bastante a Budapest, porque mi hijo vive allí.

Hoy vuelvo entre Buda y Pest con mi sensibilidad a cuestas. La inspiración fluye por mis venas. Siento el Danubio dentro de mí mismo. Recuerdo que fuimos al lago Balatón. Las grullas copulaban con la tarde infinita y Pat se quitaba su inolvidable bikini rojo. Me regalabas tus dunas, yo te asombraba con ánforas, mi dulce karavansaray. Pedro Botero salió del infierno y fue fogonero de mis capilares. Recuerda, cuerpo, recuerda.

Poesía: José Miguel González

Ahora, el mundo está recién creado. Estoy entrando en Budapest, mientras la tarde magiar anega un plato del Berliner.

Fotografía: Clàrice Eté


Memory Gospel

Relato: Kate Shogun

Estoy como loco por pertenecer a algo. A alguien. Por tener un lugar al que volver cuando haya caminado demasiado. A unos brazos que me acojan. A unos labios que me envuelvan con el calor del útero materno al que nunca podremos volver. Estoy como loco por empezar algo. Por ser parte de algo y dejar de vagabundear. Dar de lado a los laberintos grises y las retiradas tácticas a las siete de la mañana. Abandonar, incluso, mi cama, y no necesitar ni un dios ni una patria que siempre me fallarán.



Fotografía: Clàrice Clara Harguindey Été


Poesía: Juan Pons


I

Relato:Juan Pons

Se acercaba la fiesta. Toda la ciudad era nueva. Las casas parecían de chocolate. El agua en los canales aparcaba por unos días su espesa suciedad y tomaba una transparencia desconocida. Los comerciantes se frotaban las manos ante la abundante clientela, haciendo jornadas de agotamiento alegre. Los gondoleros no tenían ocasión para la parada infructuosa. Recorrían continuamente los trayectos usuales y otros más desconocidos. La gente tiraba de sus ahorros prestos al derroche incontenido. Se veían adornos aterciopelados en todos los balcones: desde el lujoso palacete a las viviendas más humildes (aquí hasta se disimulaba momentáneamente la miseria habitual). Las muchachas aparecían ataviadas preciosamente con flores en sus melenas, sus rostros pintados delicadamente o con máscaras. Los muchachos las cercaban dando alegría a las horas, convirtiéndose en un huracán de vida. Entre los más viejos las arrugas parecían desaparecer. Además, la sabiduría y el adecuado consejo estaba con ellos, en sus palabras virtuosas. Aportaban serenidad y temple, tan necesarios en aquellos festejos que asomaban. Se levantaba todo un asentamiento de casetas para la bebida y la comida con música al fondo. Los raquíticos puestos de feria que a diario se enclavaban entre el arenal y San Marco se multiplicaban de golpe como gusanos de seda haciendo hilera en un tren inacabable. Los más chicos no veían la hora de desligarse de la atracción. Luego estaban los bailes. Y los danzantes. Las competiciones de barcas. El alumbrado irradiaba gozo en los rostros de los ciudadanos. Tenían que descontar su esfuerzo en la limpieza (de amanecida) de las calles. En las idas y venidas ayudando a enfermos. En los agotadores trabajos para que la ciudad respirase… Universal solo es el corazón. Hasta que late.


II Milenia era feliz. Notaba el latido alegre y gigantesco de su población preferida. Las calles habían respetado el adecuado ensanche y seguían cortejadas por campos, lagos, valles y ríos. Las casas se dejaban coronar por las nubes y no taladraban su territorio con infernales rascacielos. La Iglesia, el cine-Teatro, los cafés y la mayoría de comerciantes, huyendo de la perversa amalgama global, eran reconocibles… Se hablaba un idioma común de infinitas lenguas y se despreciaba la mentira. El panadero horneaba panecillos árabes, hogazas españolas, o baguettes parisinas. La raza humana llega a entenderse en la China, Patagonia y en el más pequeño punto habitado. Por su necesidad. Edificios cada vez más altos (cuando arrastramos la moralidad a diario). Núcleos urbanos codiciosos que engordan ciudades (rompiendo hasta el límite irracional). La masificación atrofia. Se perece en ella. Les dignificamos entre humos, gases y estercoleros. Desde su arenoso estanque marino, Milenia ansía que la ola invisible de la Ciudad Moderna, tome fuerza en el piélago y arrecie en infinitos lugares lejos de los lindes inexistentes de lo que es su espacio. Ella desea seguir latiendo.


Microrrelato: Melanie Benyahya

Fragmentos de vida se quedan en el transporte pĂşblico que escucha y conjetura anulando parte de la realidad.


FotografĂ­a: Clara Harguindey


BRATISLAVA—Praga—Diario. ¿Qué iba a escribir aquí? Ah, sí. Parece que le esté mirando todo el tiempo y, sin embargo, todo lo demás. Aprende a cada segundo. Crecer implica tener secretos, crecer implica, sobre todo, no decir, sino hacer. Perecer un poco la mayor parte del tiempo. Bratislava es un sitio tranquilo. Las calles se suceden en rápida armonía. Te atrapa el sentido pleno de no querer hacer nada nunca más. La inutilidad de lo bello es prolífica: noto el interior del bosque y sus estatuas. Y esta plaza, el pequeño comercio, las voces. Aún no es Navidad y cojo un corazón granate hecho de piel. Le gusta. Lo compra. No será mío. Es un pequeño préstamo. Su impronta en mi bolsillo. Ahora una gran bicicleta metálica en medio de la calle. Mi turno para la foto. Siguiente. Caminamos y todo parece de mentira. ¿Puede existir un lugar así? Otro puente con candados en otra ciudad de Europa: seremos todas las ciudades de Europa. ¿Te imaginas? Tú y yo. Luego una pareja en un coche fantástico. Se van a casar. ¿Será para siempre? Aquí la gente también diciendo que se quiere, en retahílas. Te miro inclinando la espalda, ofreciéndote la mano. Te aviso. Sonrío: me voy a empezar a reír. Espero a que termine tu gesto entre blanco y divertido.

Fotografía: Sofía B. Manzano

Relato: Andrea Toribio

Él vuelve a coger –de nuevo– la guía, porque nos hemos perdido. Apenas hay gente a la que preguntar. Hay que hacerse comprender. Hacer por entender. Y es abrumador. Es un sentimiento abrumador. Every paradise is a lost paradise.


Bratislava—PRAGA—Diario. Ella. ¿Dónde estará? El reloj de la plaza es dorado, y hay tanta, pero tanta gente… Busco un gesto que me diga que viaja conmigo, que me confirme, que me haga saber. Miro la pantalla de la cámara y ella, simplemente, no está. Se acerca con sigilo a unos turistas porque quiere ver qué están haciendo. Por qué nosotros no. Un grupo de música vende discos a las doce. Los guías de las camisetas verdes a las tres. Una falsa iglesia atravesada por un corredor de restaurantes es una de las cuatro paredes. También una librería. Debe haberla visto. Ha salido corriendo. Y un McDonald’s que antes era un museo dedicado al comunismo es la tercera. Y, de pronto, puestos de helados y un cúmulo de calles que desembocan siempre aquí, sobre el mismo río. ¿Querrá ir al puente esta noche? ¿Veremos el castillo iluminado? Siento el libro de Kafka en la mochila. Lleva pesándome días. Horas. Desde lejos, apenas puedo verla ya pero me mira, y nada me gusta más que ver que está conmigo en este punto y que nos miramos. Salgo corriendo con la cámara en la mano y me choco con un hombre al que se le cae una gorra y unas monedas. Alzo la vista y hay un monumento enorme en el que no había reparado. Dedicado a una identidad cuyo eco reverbera y es como el sonido del espectáculo del reloj que nos estamos perdiendo. El tipo no se enfada conmigo y aparece ella detrás con un libro. Saco el mío de la mochila. Se empieza a reír y la veo. Tiene toda la ciudad en las arrugas que se le forman en los ojos cuando se siente bien y me hace saber que eso es así. Y que es verdad. Esta noche, sin embargo, un paseo por el Moldava. A pie, por la orilla.


Vivo en ámbar. Que esa luz se ponga en rojo no me va a impedir pasar. Si esa calle es de sentido único es, tan solo, porque nadie tiene cojones a volver atrás y plantarse en ese cruce donde vio perder de vista sus sueños. A nadie le matan dos veces. Ni si quiera metafóricamente. Es cuestión de supervivencia, olvidar o inundarse… Pero ojalá el recuerdo fuera voluntario y yo fuese capaz de todo lo anterior. Porque he muerto mil veces en las metáforas y me patearé cincuenta veces más la ciudad hasta cruzarme, de nuevo, con mis sueños.

Relato: Adrián Pons, Fotografía: Clàrice Été

Dejarse llevar es siempre acabar en el destino. ¿Quién mejor que tú para saber a dónde vas?




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