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3. Aprender a ser cacique bajo los españoles
La educación de las elites indígenas en el Perú colonial
como a un cacique vencido y mantenido en su mando. Es cierto que dichos testimonios, o su traducción, son, a veces, ambiguos y contradictorios. Lo más verosímil, dadas las dimensiones del imperio inca en su apogeo, es que todos los hijos de los caciques principales no fueran al Cuzco a ser educados, sino que en las provincias pacificadas, la educación de muchos fuera de la incumbencia del inca gobernador (Murra, 1967: 396). Por otra parte, se puede poner en tela de juicio la exactitud de lo que dice Garcilaso en su capítulo sobre las escuelas. En efecto César Itier (com. pers.) nota que la composición de la palabra yachay huaci recuerda otras palabras, como diospa huacin: «casa de Dios» por iglesia o supay huaci: «casa del diablo» por infierno, compuestas por los misioneros para traducir conceptos cristianos ajenos a la lengua quechua. La palabra podría ser una invención del historiador, o de una de sus fuentes, para que la costumbre inca se ajuste mejor a la institución española del colegio. También resulta interesante comprobar que la integración de las elites vencidas a la cultura de los dominantes ya se había planteado en la Antigüedad. Los romanos ya «romanizaban» su imperio, educando a los hijos de las mejores familias vencidas de Hispania, a quienes mantenían como rehenes. Los vestían como jóvenes patricios y les enseñaban las letras latinas y griegas. Esta política fue la del general Sertorius en 79 a.C., en la misma península ibérica, en Osca (Plutarco, 2001: Sertorius 14). En cuanto a Garcilaso, dice claramente que si el inca obligaba a los hijos de los caciques vasallos a quedarse en el Cuzco y aprender la lengua general, era para asegurarse la lealtad de los padres, «viendo que estaban sus hijos y herederos en la corte como rehenes y prendas de la fidelidad de ellos» (Garcilaso, 1960: 248). Plutarco no habla de llevar a esos jóvenes a Roma, pero el buen tratamiento, el honor que dice se les hacía vistiéndoles como patricios, enseñándoles las letras, pudo inspirar al autor de los Comentarios Reales, siempre proclive a ver la antigüedad clásica reflejada entre los incas.
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3. Aprender a ser cacique bajo los españoles
Cuando el poder español sustituyó al inca, la cumbre de la pirámide de las jerarquías perdió su control sobre la economía y la política del país: solo quedaron los caciques principales haciendo de bisagra entre la «república de indios» y la administración colonial. Esta administración para controlar los recursos y recoger el tributo se coló en el molde inca, tratando con el cacique principal y modificando a su vez las normas de sucesión al imponer que el hijo mayor heredase el título, según el modelo del mayorazgo. La utilización de la cuadriculación poblacional elaborada por los incas, y del poder del cacique principal sobre sus indios, era el mejor modo de percibir eficazmente el tributo y de controlar las masas. Todos los
partidarios de la creación de los colegios de caciques argüían que la autoridad del cacique era la mejor garantía para lograr la evangelización de los indios, porque estos últimos los respetaban, temían e imitaban. La dominación española sustituyó un sistema centralizado de recaudación del tributo por una parcelación cada vez mayor por medio de las encomiendas, trastornando así las normas de poder que regían la sociedad andina. Para imponer la nueva religión emprendió la extirpación de la anterior —lo que no habían hecho los incas—, atacando lo más sagrado: el culto a los muertos, del que los caciques eran los guardianes, poniendo fin a su privilegio de tener varias mujeres, lo que escandalizaba la moral cristiana. Además, el nuevo poder sustituía a los administradores incas y sus quipus por funcionarios españoles con su papel y tinta, que controlaban a los quipucamayoc . El cacique tuvo que aprender el castellano, a leer y a escribir, y a portarse como buen cristiano. El aprendizaje de la lengua española, si consideramos la multitud de cédulas y decretos reales al respecto, no se realizó fácilmente. Como había sucedido con los incas, los caciques principales tuvieron la obligación de saber la lengua de los conquistadores. Las elites indígenas fueron probablemente las primeras en ser confrontadas con el aprendizaje de una «verdad» sobre el mundo. Esta verdad, venida de fuera, no se anclaba en el paisaje ni en un pasado común del ayllu. Fijada por la escritura, planteaba, sin duda, difíciles problemas de conciliación con la tradición oral, constantemente modificable y por eso tal vez fragilizada. Hacía falta aprender los textos de memoria a partir de un prototipo escrito que no toleraba alteración alguna. Tal novedad afectaba forzosamente el proceso de elaboración del pensamiento. Algunos caciques se prestaron perfectamente a este nuevo aprendizaje, por lo menos en apariencia, y supieron sacar un provecho personal, otros perdieron con ello sus privilegios y aún la vida (Spalding, 1984: 265). Además, si antaño los caciques subalternos gozaban de cierta consideración así como de privilegios reducidos pero reales, ya no fue lo mismo después de la Conquista. El poder colonial no tenía por qué considerar a los que no servían de intermediarios entre los indios del común y él. Así, se encuentran en el censo de Lima de 1613 muchos hijos o hermanos de caciques que, por una parte habían llegado de su provincia a la capital virreinal, y por otra ocupaban puestos de trabajo inferiores. Algunos eran sastres, otros bordadores, pero también uno empedrador y otro rastrero1 en el matadero de la ciudad (Cook, 1968: 387). Además, la elite religiosa, los ancianos, ministros de los cultos antiguos
1 Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española da la definición siguiente: «Rastro: el lugar donde se matan los corderos […] Dixose rastro porque los llevan arrastrando desde el corral a los palos donde los desuellan, y por el rastro que dexa se le dio este nombre al lugar». Es de suponer que se llamaba rastreros a los empleados del matadero.