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Introducción
Una vez acalladas las armas de la Conquista, el objetivo de la Corona española en el Perú, como en las otras tierras recién ganadas, era doble: mantener la paz y la sumisión de los pueblos vencidos para el provecho económico y político de la victoria, y lograr la conversión de los indios para legitimar jurídicamente la guerra y la colonización. En torno a este último imperativo se organizó no solo la conquista de la tierra sino el establecimiento del orden colonial. El rey de España estaba ligado por la famosa bula papal Inter Caetera, que desde 1493 le concedía el dominio de las tierras descubiertas a cambio de la evangelización de los indígenas. El Papa Alejandro VI echó las bases del Patronato Real en los términos siguientes: «Habréis de destinar a las tierras e islas antedichas varones probos y temerosos de Dios, doctos instruidos y experimentados para adoctrinar a los indígenas y habitantes dichos en la fe católica e imponerlos en las buenas costumbres [...]» La cristianización era, por tanto, consustancial a la colonización. Los valores católicos deberían convertir a los indios «bárbaros» en «hombres políticos». Al subrayar la necesidad de mandar a las Indias religiosos de calidad, el Papa recordaba al rey de España, lo importante que era la salvación de todas las almas indígenas. Por eso las cédulas reales relativas a la educación de los indios solían tener por motivo el «alivio de la Real conciencia».
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En realidad, no existía entonces una frontera nítida entre instrucción y educación1. Convertir era instruir, lo que se hacía desde los púlpitos de las iglesias y en la obligada asistencia a la doctrina. La tarea al principio era descomunal por el número reducido de religiosos frente a la masa de indios. Como en las Antillas, y luego en Nueva España, la educación de los caciques peruanos pareció enseguida ser el mejor remedio porque se consideraba que, por su autoridad, los señores indígenas podían —mejor que nadie— imponer la religión de Cristo a sus súbditos. Para ello, tenían que seguir estudios mayores como las elites españolas. Esa era la dificultad. La sociedad colonial no cuestionaba la instrucción de las masas indígenas ya que esta consistía en aprender de memoria las oraciones, acudir a la doctrina y oír misa. La de los caciques, en cambio, iba a suscitar oposiciones y debates. Los caciques, o curacas, eran la elite de los pueblos indígenas, unos con más poder que otros, según el número de indios que controlaban. Huaman Poma insiste en la jerarquía que va de los principales Capac Apo y segunda persona*2 Apo, que mandaban a una provincia entera, a los mandoncillos de cinco indios, pasando por el señor de mil indios (huaranga curaca) y los mandones de quinientos, cien, cincuenta y diez indios. El cronista indígena distingue entre los caciques reservados, que no pagaban el tributo, y los mandones tributarios. Los primeros incluían a los gobernadores de provincias con sus segundas personas* y los huaranga curacas. Para Huaman Poma, los principales tienen «don y merced del emperador», han de vestir como españoles, llevar armas y tener caballos, saber latín y no deben ser estorbados por corregidores, padres ni encomenderos. La segunda persona3 también debe vestir como español y tener los mismos privilegios, pero está bajo el mando del cacique principal. La noción de nobleza, tal como se entendía en Europa, no existía en el Perú prehispánico, pero sí una jerarquía piramidal cuya cúspide era ocupada por el Inca, seguido por los gobernadores de cada uno de los cuatro suyus, y, luego, en cada región, los caciques principales, descendientes de los héroes fundadores de los ayllus. El poder colonial otorgó al cacique principal el estatus de hidalgo, y solo a los indios de sangre real que no se habían unido a la rebelión de Manco Inca, el de nobles (Garret, 2003: 11). Así se mantuvo cierta ambigüedad durante todo el periodo de la dominación española, en cuanto a los términos que definían a los caciques. La jerarquía muy rígida de los poderes impuesta por los incas había sido
1 El diccionario de Covarrubias ignora la palabra «educar», que aparece a principios del siglo XVIII en el de Autoridades. 2 Las palabras que aparezcan en el texto, acompañadas de este signo, forman parte de un glosario en la parte final del volumen, donde puede consultarse su significado. 3 Sobre la organización dual de los curacazgos, véase Rostworowski (1983: 114-129); Murra (1975: 226) y Zuidema (1964: 127-128).
desmantelada. La confusión que resultó, en provecho de unos y en detrimento de otros, tuvo influencia sobre los términos usados. El de «indio principal» a veces se refiere al cacique, a veces solo al miembro de una familia principal. El cacique principal también a veces era cacique gobernador acumulando título y función y a veces no (véase el caso de Gerónimo Limaylla en el capítulo 7). Desde el principio, las crónicas españolas brindan información sobre los caciques y la organización del imperio inca, en cambio, hubo que esperar hasta el siglo XVII para que unos descendientes de la nobleza indígena comenzaran a escribir. Entonces ya habían recibido una educación cristiana y se habían adaptado al régimen colonial. Huaman Poma que se dice descendiente de «los grandes señores reyes que fueron antiguamente […] y cuyo padre se declara príncipe de los chinchaysuyus, y segunda persona del inga» (Carta del padre del autor) denuncia con amargura el trastorno sufrido por las elites indígenas: «De los caciques principales que se hacen de indio bajo, cacique y mandoncillo de diez indios los cinco se hacen curaca principal». (1989: 695) Se declara a favor de estudios mayores para los caciques principales y los curacas de huaranga*. No fue el único en hacerlo, puesto que esta reivindicación se mantuvo durante toda la colonia. La idea de fundar colegios específicos para los hijos de los caciques apareció en los primeros tiempos de la Colonia. Ahora bien, el tipo de enseñanza que debían recibir los colegiales dependía, como todo sistema de enseñanza, de la finalidad política de su educación. ¿Hasta qué punto se debían integrar los caciques en la sociedad colonial? ¿No se convertirían en un peligro para el orden, a duras penas establecido? Una parte de la finalidad quedaba claramente enunciada: hacer de los futuros caciques buenos cristianos, capaces de evangelizar a los indios del común. De esta forma, se trataba de suplir con ellos la insuficiencia de los doctrineros, patente al principio, pero que no dejó nunca de ser una realidad en los pueblos andinos más aislados. Otra finalidad, también evidente, era hacer de ellos buenos servidores del poder colonial. Ambas cosas suponían un mínimo de educación, y lo que se planteaba era si ésta se debía limitar y dónde. Además, la necesidad o la posibilidad de lograr cada uno de estos objetivos podía estimarse de manera muy diferente según las épocas y la evolución de la política colonial. La interdicción de ordenar a los indios a partir de 1582 acabó con la necesidad de una educación superior. La introducción del corregidor de indios marcó una ruptura en el papel y poder de los caciques, dejándoles ese «poco o mucho señorío que les ha quedado» según la expresión del jesuita Provincial en su carta anual de 1639-1640. La decisión del virrey Velasco de disociar el título de cacique de la función de gobernador contribuyó también al decaimiento de su condición. En fin, el aumento del poder de los corregidores a lo largo del
siglo XVII acabó de quitarles toda importancia (O’Phelan, 1988: 155). Cuanta menos consideración se les otorgaba, menos necesidad había de mantener colegios. Más tarde, las ideas de la Ilustración que penetraron a duras penas en el Perú del siglo XVIII y la ruptura violenta de la rebelión de Thupa Amaru fueron otros tantos factores que se deben tomar en cuenta en la historia de la educación de las elites indígenas, sin contar la continua necesidad para la Corona de sacar dinero de sus colonias, que también intervino en la administración de los colegios de caciques como lo veremos adelante.
Dada la prolijidad de referencias sobre el tema, resulta difícil hacer un recuento historiográfico exhaustivo de los estudios que hasta la fecha rozaron más o menos de cerca el tema de la educación de los caciques. Desde las últimas décadas del siglo XX, a partir de los trabajos de María Rostworowski y de Waldemar Espinosa Soriano, las elites indígenas han atraído la atención de varios historiadores andinistas. El estatus y el poder de los curacas bajo el imperio de los incas, la ruptura que se produjo con la Conquista y la adaptación de aquellas elites al nuevo poder han sido estudiados, esencialmente desde el punto de vista de la organización social, económica y política (Pease, 1988; 1992; Glave, 1989; Saignes, 1985; Rostworowski, 1983; Assadourian, 1994). Pero también se ha estudiado el aspecto histórico-jurídico del estatuto de cacique y las normas de sucesión prehispánicas y virreinales (Rostworowski, 1961; 1978; Díaz Rementería, 1977). Cada uno de esos distintos enfoques tiene que ver con la educación de los caciques, educación necesaria para desempeñar su papel en las comunidades y en la economía, tanto en tiempos del Inca como en la época colonial. En cuanto a los colegios de caciques, varios artículos tratan de ellos de manera general o rozan el tema con otros enfoques. Así, Constantino Bayle consagra un capítulo de su España y la educación popular en América (1934) a los colegios de caciques, tratando de conciliar posturas contradictorias en cuanto al contenido de la enseñanza. Daniel Valcárcel también les dedica un capítulo de su Historia de la Educación Colonial en1968, insistiendo en el aspecto económico de la fundación de dicha institución. Fernando de Armas Medina (1953) los sitúa dentro del marco más amplio de la evangelización de los indios. Rodríguez Valencia (1957) lo hace en relación con la obra de Santo Toribio. En cuanto al estudio de Pablo Macera, se basa en los documentos de los jesuitas del siglo XVIII y los inventarios de sus bienes por la administración de Temporalidades, y por tanto carece de datos para el siglo XVII. En 1990, Laura Escobari de Querejazu presentó un trabajo
La educación de las elites indígenas en el Perú colonial
con un enfoque más preciso sobre el colegio de San Borja en el siglo XVII, pero solo recopilando documentos, de manera descriptiva. Cabe destacar, entre los estudiosos que se interesaron por el tema, a Rubén Vargas Ugarte y sobre todo a Juan B. Olaechea Labayen, quien le dedicó varios artículos, pero poniendo siempre el acento en el caso de Nueva España. Más recientes son los estudios de Scarlett O’ Phelan Godoy, que se interesó en la educación de las elites indígenas peruanas esencialmente dentro del contexto de las rebeliones del siglo XVIII, y el artículo de José de la Puente Brunke que analiza las quejas de dos caciques relativas a los colegios donde se educaban sus hijos. Todos estos estudios, o son fragmentarios, o se limitan a una época precisa, o carecen de problemática, pero sí presentan datos a veces esenciales.
Algunos capítulos de este libro retoman partes de artículos ya publicados, condensándolos o completándolos. Es el caso de «Encuentro y convivencia», del capítulo sobre la enseñanza y pedagogía de los jesuitas y del que está dedicado al colegio de nobles americanos de Granada. Los otros capítulos son totalmente nuevos y todos provienen de una investigación que mi alejamiento geográfico del Perú hizo muy larga y siempre con un sabor a insatisfacción. Mi propósito era, además de hacer la historia de los dos colegios reales de caciques peruanos, de su fundación y de su administración, intentar encontrar la huella del mayor número de colegiales. Para la primera etapa, además de las fuentes publicadas, encontré mucho material en los archivos de Lima, Cuzco, Santiago de Chile y Roma. La fundación de estos colegios fue el tema de varias publicaciones, en particular en las revistas Inca y del Archivo Histórico del Cuzco. Pero el largo proceso que llevó a esta fundación solo se podía entender analizando la correspondencia entre Roma y los Provinciales jesuitas del Perú, por una parte, y la evolución del contexto político, por otra. La correspondencia de los jesuitas en la época del virrey Toledo fue publicada por Egaña en los primeros tomos de la Monumenta Peruana, a la que me refiero como MP I, II, o III. La correspondencia ulterior se encuentra esencialmente en el Archivo Romano de la Compañía de Jesús. La comprensión de la administración tampoco se podía limitar a lo que se había escrito al respecto. Solo el análisis de las cuentas de los colegios podía dar una idea exacta de la realidad. Saber de dónde viene el dinero y a dónde va, los plazos para cobrarlo, los litigios que ocasiona, es la mejor clave para entender cómo funciona una institución. Para ello encontré bastante material en los archivos de Cuzco y del Instituto Riva Agüero: esencialmente los inventarios que se
hicieron de los bienes de los colegios después de la expulsión de los jesuitas y las cuentas de los rectores para cobrar los réditos de los censos que correspondían al mantenimiento de los jóvenes caciques. En lo que a colegiales atañe, me basé esencialmente en la lista de los alumnos, publicada en la revista Inca en 1923, cuya crítica detallada se encuentra en el capítulo V. Este documento concernía solo al colegio del Cercado de Lima. Los datos onomásticos relativos al colegio de Cuzco eran mucho más limitados. La búsqueda de los colegiales después de su estadía en el colegio ofreció muchas dificultades que también van detalladas en el capítulo V. Sin embargo, intenté establecer unos mapas de los repartimientos que mandaban colegiales en determinados momentos, que aún siendo aproximativos, en la medida en que era imposible seguir la pista a todos los caciques referidos, pueden dar una idea de su origen geográfico. Otro elemento clave de este estudio es un documento que había publicado Vargas Ugarte y que José de la Puente Brunke rescató del olvido. Se trata de la carta que dos caciques mandaron al rey para protestar contra el estado del colegio en 1657. Aunque esta carta no es única, si se considera que se incluye en una serie de cartas de protesta (Vargas Ugarte, 1966: 324; Zavala, 1979: 116), es importante en la medida en que es uno de los escasos documentos que reflejan el punto de vista de los caciques sobre la educación impartida a sus hijos. Si me refiero a esta carta varias veces, es porque las conclusiones que saco en cuanto a administración o a frecuentación del colegio vienen a corroborar lo que exponen los dos caciques en ella. Las cédulas reales ordenaban la fundación de los colegios y aprobaban unas constituciones precisas para su funcionamiento. Lo que se plantea es saber si se aplicaron y cómo. Ahí intervienen las reticencias de la sociedad colonial, sus intereses económicos y la imagen que unos y otros tenían de los indios, las luchas de poder entre regulares y seculares, entre los jesuitas y ciertos obispos.
El libro sigue una pauta cronológica que se desarrolla esencialmente en tres etapas: el largo periodo de gestación de los colegios; su existencia bajo la dirección de los jesuitas; y, los colegios después de la Expulsión. Estas tres etapas ponen de manifiesto el papel preponderante de la Compañía, su responsabilidad en el largo aplazamiento de la fundación de estos colegios, su excelente administración pero también el poco respeto que tuvo de las constituciones y, finalmente, el vacío material que dejó su expatriación. Estas tres etapas acompañan la
La educación de las elites indígenas en el Perú colonial
progresiva eliminación de los caciques como intermediarios entre los indios del común y el poder, eliminación que se acelera a finales del siglo XVIII. También revela las diferencias que hubo entre los dos colegios, cómo el de Lima decayó rápidamente, cómo el del Cuzco tuvo más importancia y respetabilidad, por la presencia de los descendientes de los incas y sus vínculos con la Compañía, y cómo, después de los jesuitas, se invirtió el prestigio de los dos colegios hasta su supresión por Bolívar.
Agradecimientos
Este libro es el fruto de una investigación de varios años pero también de encuentros, amistades y ayuda mutua, de lecturas y múltiples conversaciones, siempre benéficas. Mis agradecimientos van en prioridad a Bernard Lavallé y a César Itier que además de ser frecuentemente mis interlocutores, generosamente dedicaron buena parte de su tiempo a la lectura del manuscrito. También a Scarlett O’ Phelan cuyas notas críticas me permitieron completar ciertos puntos y dar a este libro su forma actual. A Pierre Duviols por sus pacientes respuestas a mis dudas e interrogantes. A Évelyne Mesclier que me ayudó en mis titubeos geográficos y me aconsejó por los mapas que, gracias al IRD y a la gentileza de Elisabeth Habert, pudieron realizarse en condiciones óptimas. A Gastone Breccia por su infalible asistencia. Agradezco también a Gabriela Ramos, a Pedro Guibovich y a todos los amigos peruanos que en nuestras conversaciones orientaron mis investigaciones. Debo a Ecos-Sud y a los intercambios entre Paris III y la Universidad Católica de Santiago de Chile, la posibilidad que tuve de acceder a los archivos de los jesuitas que ahí se conservan.
A Lourdes y Juan Manuel, Sofia y Hans y a Michela, toda mi gratitud por su hospitalidad en mis estancias laboriosas.